EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Los dioses deciden en asamblea el retorno de Odiseo-I

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 3:16 am






CANTO I.

Los dioses deciden en asamblea el retorno de Odiseo

Cuéntame, Musa, la historia del hombre de muchos senderos,
que anduvo errante muy mucho después de Troya sagrada
asolar; vio muchas ciudades de hombres y conoció su talante,
y dolores sufrió sin cuento en el mar tratando de asegurar la
vida y el retorno de sus compañeros. Mas no consiguió
salvarlos, con mucho quererlo, pues de su propia insensatez
sucumbieron víctimas, ¡locas! de Hiperión Helios las vacas
comieron, y en tal punto acabó para ellos el día del retorno.
Diosa, hija de Zeus, también a nosotros, cuéntanos algún
pasaje de estos sucesos.
Ello es que todos los demás, cuantos habían escapado a la
amarga muerte, estaban en casa, dejando atrás la guerra y el
mar. Sólo él estaba privado de regreso y esposa, y lo retenía
en su cóncava cueva la ninfa Calipso, divina entre las diosas,
deseando que fuera su esposo.
Y el caso es que cuando transcurrieron los años y le llegó aquel
en el que los dioses habían hilado que regresara a su casa de
Itaca, ni siquiera entonces estuvo libre de pruebas; ni cuando
estuvo ya con los suyos. Todos los dioses se compadecían de él
excepto Poseidón, quién se mantuvo siempre rencoroso con el
divino Odiseo hasta que llegó a su tierra.
Pero había acudido entonces junto a los Etiopes que habitan
lejos (los Etiopes que están divididos en dos grupos, unos
donde se hunde Hiperión y otros donde se levanta), para
asistir a una hecatombe de toros y carneros; en cambio,
los demás dioses estaban reunidos en el palacio de Zeus
Olímpico. Y comenzó a hablar el padre de hombres y dioses,
pues se había acordado del irreprochable Egisto, a quien
acababa de matar el afamado Orestes, hijo de Agamenón.
Acordóse, pues, de este, y dijo a los inmortales su palabra:
—¡Ay, ay, cómo culpan los mortales a los dioses!, pues de
nosotros, dicen, proceden los males. Pero también ellos por su
estupidez soportan dolores más allá de lo que les corresponde.
Así, ahora Egisto ha desposado —cosa que no le correspondía—
a la esposa legítima del Atrida y ha matado a este al
regresar; y eso que sabía que moriría lamentablemente, pues
le habíamos dicho, enviándole a Hermes, al vigilante Argifonte,
que no le matara ni pretendiera a su esposa. "Que habrá una
venganza por parte de Orestes cuando sea mozo y sienta
nostalgia de su tierra." Así le dijo Hermes, mas con tener buenas
intenciones no logró persuadir a Egisto. Y ahora las ha pagado todas juntas.
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, ¡claro
que aquél yace víctima de una muerte justa!, así perezca
cualquiera que cometa tales acciones. Pero es por el prudente
Odiseo por quien se acongoja mi corazón, por el desdichado
que lleva ya mucho tiempo lejos de los suyos y sufre en una
isla rodeada de corriente donde está el ombligo del mar. La
isla es boscosa y en ella tiene su morada una diosa, la hija
de Atlante, de pensamientos perniciosos, el que conoce las
profundidades de todo el mar y sostiene en su cuerpo las
largas columnas que mantienen apartados Tierra y Cielo. La
hija de este lo retiene entre dolores y lamentos y trata
continuamente de hechizarlo con suaves y astutas razones para
que se olvide de Itaca; pero Odiseo, que anhela ver levantarse
el humo de su tierra, prefiere morir. Y ni aun así se te
conmueve el corazón, Olímpico. ¿Es que no te era grato Odiseo
cuando en la amplia Troya te sacrificaba víctimas junto a las
naves aqueas?
¿Por qué tienes tanto rencor, Zeus?»
Y le contestó el que reúne las nubes, Zeus:
«Hija mía, ¡qué palabra ha escapado del cerco de tus dientes!
¿Cómo podría olvidarme tan pronto del divino Odiseo, quien
sobresale entre los hombres por su astucia y más que nadie ha
ofrendado víctimas a los dioses inmortales que poseen el
vasto cielo? Pero Poseidón, el que conduce su carro por la
tierra, mantiene un rencor incesante y obstinado por causa del
Cíclope a quien aquél privó del ojo, Polifemo, igual a los
dioses, cuyo poder es el mayor entre los Cíclopes. Lo parió la
ninfa Toosa, hija de Forcis, el que se cuida del estéril mar,
uniéndose a Poseidón en profunda cueva. Por esto, Poseidón, el
que sacude la tierra, no mata a Odiseo, pero lo hace andar
errante lejos de su tierra patria. Conque, vamos, pensemos
todos los aquí presentes sobre su regreso, de forma que
vuelva. Y Poseidón depondrá su cólera; que no podrá él solo
rivalizar frente a todos los inmortales dioses contra la voluntad
de estos.»
Y le contestó luego la diosa de ojos brillantes, Atenea:
«Padre nuestro Cronida, supremo entre los que mandan, si
por fin les cumple a los dioses felices que regrese a casa el
muy astuto Odiseo, enviemos enseguida a Hermes, al vigilante
Argifonte, para que anuncie inmediatamente a la Ninfa de
lindas trenzas nuestra inflexible decisión: el regreso del
sufridor Odiseo. Que yo me presentaré en Itaca para empujar
a su hijo —y ponerle valor en el pecho— a que convoque en
asamblea a los aqueos de largo cabello a fin de que pongan
coto a los pretendientes que siempre le andan sacrificando
gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas. Lo
enviaré también a Esparta y a la arenosa Pilos para que
indague sobre el regreso de su padre, por si oye algo, y para
que cobre fama da valiente entre los hombres.»
Así diciendo, ató bajo sus pies las hermosas sandalias
inmortales, doradas, que la suelen llevar sobre la húmeda
superficie o sobre tierra firme a la par del soplo del viento. Y
tomó una fuerte lanza con la punta guarnecida de agudo
bronce, pesada, grande, robusta, con la que domeña las filas
de los héroes guerreros contra los que se encoleriza la hija del
padre Todopoderoso. Luego descendió lanzándose de las
cumbres del Olimpo y se detuvo en el pueblo de Itaca sobre el
pórtico de Odiseo, en el umbral del patio. Tenía entre sus
manos una lanza de bronce y se parecía a un forastero, a
Mentes, caudillo de los tafios.
Y encontró a los pretendientes. Estos complacían su ánimo con
los dados delante de las puertas y se sentaban en pieles de
bueyes que ellos mismos habían sacrificado. Sus heraldos y
solícitos sirvientes se afanaban, unos en mezclar vino con agua
en las cráteras, y los otros en limpiar las mesas con agujereadas
esponjas; se las ponían delante y ellos se distribuían carne en
abundancia. El primero en ver a Atenea fue Telémaco,
semejante a un dios; estaba sentado entre los pretendientes
con corazón acongojado y pensaba en su noble padre: ¡ojalá
viniera e hiciera dispersarse a los pretendientes por el palacio!,
¡ojalá tuviera él sus honores y reinara sobre sus posesiones!
Mientras esto pensaba sentado entre los pretendientes, vio a
Atenea. Se fue derecho al pórtico, y su ánimo rebosaba de ira
por haber dejado tanto tiempo al forastero a la puerta. Se
puso cerca, tomó su mano derecha, recibió su lanza de bronce
y le dirigió aladas palabras:
«Bienvenido, forastero, serás agasajado en mi casa. Luego
que hayas probado del banquete, dirás qué precisas.»
Así diciendo, la condujo y ella le siguió, Palas Atenea. Cuando
ya estaban dentro de la elevada morada, llevó la lanza y la
puso contra una larga columna, dentro del pulimentado
guardalanzas donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo.
La condujo e hizo sentar en un sillón y extendió un hermoso
tapiz bordado; y bajo sus pies había un escabel. Al lado
colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes, no fuera
que el huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con
el banquete alcanzado por sus arrogancias y para
preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava derramó
sobre fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa
jarra de oro, para que se lavara, y al lado extendió una mesa
pulimentada. Luego la venerable ama de llaves puso comida
sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas,
favoreciéndole entre los que estaban presentes. El trinchante
les ofreció fuentes de toda clase de carnes que habían sacado
del trinchador y a su lado colocó copas de oro. Y un heraldo se
les acercaba a menudo y les escanciaba vino.
Luego entraron los arrogantes pretendientes y enseguida
comenzaron a sentarse por orden en sillas y sillones. Los
heraldos les derramaron agua sobre las manos, las esclavas
amontonaron pan en las canastas y los jóvenes coronaron de
vino las cráteras. Y ellos echaron mano de los alimentos que
tenían dispuestos delante. Después que habían echado de sí el
deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el canto y la
danza, pues estos son complementos de un banquete; así que
un heraldo puso hermosa cítara en manos de Femio, quien
cantaba a la fuerza entre los pretendientes, y este rompió a
cantar un bello canto acompañándose de la cítara.
Entonces Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y
mantenía cerca su cabeza para que no se enteraran los demás:
«Forastero amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Estos se
ocupan de la cítara y el canto —¡y bien fácilmente!—, pues se
están comiendo sin pagar unos bienes ajenos, los de un
hombre cuyos blancos huesos ya se están pudriendo bajo la
acción de la lluvia, tirados sobre el litoral, o los voltean las
olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de regreso a Itaca...!
Todos desearían ser más veloces de pies que ricos en oro
y vestidos. Sin embargo, ahora ya está perdido de aciago
destino, y ninguna esperanza nos queda por más que alguno
de los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado
el día del regreso.
«Pero, vamos, dime esto —e infórmame con verdad—:
¿quién, de dónde eres entre los hombres?, ¿dónde están tu
ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has llegado?, ¿cómo te han
conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian de
ser? Porque no creo en absoluto que hayas llegado aquí a pie.
Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si vienes por
primera vez o eres huésped de mi padre; que muchos otros
han venido a nuestro palacio, ya que también él hacía
frecuentes visitas a los hombres.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
«Claro que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo
con orgullo ser Mentes, hijo de Anquíalo, y reino sobre los
tafios, amantes del remo. Ahora acabo de llegar aquí con mi
nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el vino
hacia hombres de otras tierras; voy a Temesa en busca de
bronce y llevo reluciente hierro. Mi nave está atracada lejos
de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del boscoso
monte Neyo. Tenemos el honor de ser huéspedes por parte
de padre; puedes bajar a preguntárselo al viejo héroe Laertes,
de quien afirman que ya no viene nunca a la ciudad y
sufre penalidades en el campo en compañía de una anciana
sierva que le pone comida y bebida cuando el cansancio se
apodera de sus miembros, de recorrer penosamente la
fructífera tierra de sus productivos viñedos.
«He venido ahora porque me han asegurado que tu padre
estaba en el pueblo. Pero puede que los dioses lo hayan
detenido en el camino, porque en modo alguno esta muerto
sobre la tierra el divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo
aún, en algún lugar del ancho mar, en alguna isla rodeada de
corriente donde lo tienen hombres crueles y salvajes que lo
sujetan contra su voluntad.
«Así que te voy a decir un presagio —porque los inmortales lo
han puesto en mi pecho y porque creo que se va a cumplir,
no porque yo sea adivino ni entienda una palabra de aves de
agüero—: ya no estará mucho tiempo lejos de su tierra
patria, ni aunque lo retengan ligaduras de hierro. Él pensará
cómo volver, que es rico en recursos.
«Pero, vamos, dime —e infórmame con verdad— si tú, tan
grande ya, eres hijo del mismo Odiseo. Te pareces a aquél
asombrosamente en la cabeza y los lindos ojos; que muy a
menudo nos reuníamos antes de embarcar él para Troya,
donde otros argivos, los mejores, embarcaron en las cóncavas
naves. Desde entonces no he visto a Odiseo, ni él a mí.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Desde luego, huésped, te voy a hablar sinceramente. Mi madre
asegura que soy hijo de él; yo, en cambio, no lo sé; que jamás
conoció nadie por sí mismo su propia estirpe.
¡Ojalá fuera yo el hijo dichoso de un hombre al que alcanzara
la vejez en medio de sus posesiones! Sin embargo, se ha
convertido en el más desdichado de los mortales hombres
aquél de quien dicen que yo soy hijo, ya que me lo preguntas.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
«Seguro que los dioses no te han dado linaje sin nombre,
puesto que Penélope te ha engendrado tal como eres.
Conque, vamos, dime esto —e infórmame con verdad—: ¿qué
banquete, qué reunión es esta y qué necesidad tienes de ella?
¿Se trata de un convite o de una boda?, porque seguro que no
es una comida a escote: ¡tan irrespetuosos me parece que
comen en el palacio, más de lo conveniente! Se irritaría
viendo tantas torpezas cualquier hombre con sentido común
que viniera.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Huésped, puesto que me preguntas esto a inquieres, este
palacio fue en otro tiempo seguramente rico a irreprochable
mientras aquel hombre estaba todavía en casa. Pero ahora los
dioses han decidido otra cosa maquinando desgracias; lo han
hecho ilocalizable más que al resto de los hombres. No me
lamentaría yo tanto por él aunque estuviera muerto, si
hubiera sucumbido entre sus compañeros en el pueblo de los
troyanos o entre los brazos de los suyos, una vez que hubo
cumplido la odiosa tarea de la guerra. En este caso le habría
construido una tumba el ejército panaqueo y habría
cosechado para el futuro un gran renombre para su hijo. Sin
embargo, las Harpías se lo han llevado sin gloria; se ha
marchado sin que nadie lo viera, sin que nadie le oyera, y a
mí sólo me ha legado dolores y lágrimas.
«Pero no solo lloro y me lamento por aquél; que los dioses me
han proporcionado otras malas preocupaciones, pues cuantos
nobles reinan sobre las islas —Duliquio, Same y la boscosa
Zantez— y cuantos son poderosos en la escarpada Itaca
pretenden a mi madre y arruinan mi casa. Ella ni se niega al
odioso matrimonio ni es capaz de ponerles coto, y ellos
arruinan mi hacienda comiéndosela. Luego acabarán incluso
conmigo mismo.»
Y le contestó, irritada, Palas Atenea:
«¡Ay, ay, mucha falta te hace ya el ausente Odiseo!; que pusiera
él sus manos sobre los desvergonzados pretendientes. Pues si
ahora, ya de regreso, estuviera en pie ante el pórtico del palacio
sosteniendo su hacha, su escudo y sus dos lanzas tal como yo le
vi por primera vez en nuestro palacio bebiendo y gozando del
banquete recién llegado de Efira, del palacio de Mermérida...
(había marchado allí Odiseo en rápida nave para buscar veneno
homicida con que untar sus broncíneas flechas. Aquél no se lo
dio, pues veneraba a los dioses que viven siempre, pero se lo
entregó mi padre, pues lo amaba en exceso).
¡Con tal atuendo se enfrentara Odiseo con los pretendientes!
Corto el destino de todos sería y amargas sus nupcias. Pero
está en las rodillas de los dioses si tomará venganza en su
palacio al volver o no.
«En cuanto a ti, te ordeno que pienses la manera de echar
del palacio a los pretendientes. Conque, vamos, escúchame y
presta atención a mis palabras: convoca mañana en asamblea a
los héroes aqueos y hazles a todos manifiesta tu palabra; y que
los dioses sean testigos. Ordena a los pretendientes que se
dispersen a sus casas, y a tu madre, si su deseo la impulsa a
casarse, que vuelva al palacio de su poderoso padre; le
prepararán unas nupcias y le dispondrán una dote abundante,
cuanta es natural que acompañe a una hija querida.
«A ti, sin embargo, te voy a aconsejar sagazmente, por si
quieres obedecerme: bota una nave de veinte remos, la mejor,
y marcha para informarte sobre tu padre largo tiempo
ausente, por si alguno de los mortales pudiera decirte algo o
por si escucharas la Voz que viene de Zeus, la que, sobre todas,
lleva a los hombres las noticias.
«Primero dirígete a Pilos y pregunta al divino Néstor, y desde
allí a Esparta al palacio del rubio Menelao, pues él ha llegado
al postrero de los aqueos que visten bronce. Si oyes de tu padre
que vive y está de vuelta, soporta todavía otro año, aunque
tengas pesar; pero si oyes que ha muerto y que ya no vive,
regresa enseguida a tu tierra patria, levanta una tumba en su
honor y ofréndale exequias en abundancia, cuantas están bien.
Y entrega tu madre a un marido. Luego que esto hayas
concluido, medita en tu mente y en tu corazón la manera de
matar a los pretendientes en tu casa con engaño o a las claras.
Y es preciso que no juegues a cosas de niños, pues no eres de
edad para hacerlo. ¿No has oído qué fama ha cobrado el
divino Orestes entre todos los hombres por haber matado al
asesino de su padre, a Egisto fecundo en ardides, porque había
quitado la vida a su ilustre padre? También tú, amigo —pues
te veo vigoroso y bello—, sé valiente para que alguno de tus
descendientes hable bien de ti. Yo me marcho ahora mismo a la
rápida nave junto a mis compañeros, que deben estar
cansados de tanto esperarme. Tú ocúpate de esto y presta
oídos a mis palabras.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Huésped, en verdad dices esto con sentimientos amigos,
como un padre a su hijo, y jamás los echaré a olvido. Mas,
vamos, quédate ahora por muy deseoso que estés del camino,
para que después de bañarte y gozar en tu pecho marches
alegre a la nave portando un presente, un regalo estimable y
hermoso que será para ti un tesoro de mí, como los que
hospedan dan a sus huéspedes.»
Y contestó luego Atenea, de ojos brillantes:
«No me detengas más, que ya ansío el camino. El regalo que
tu corazón te empuje a darme, entrégamelo cuando vuelva
otra vez para llevarlo a casa. Escoge uno bueno de verdad y
tendrás otro igual en recompensa.»
Así hablando, partió la de ojos brillantes, Atenea, y se remontó
como un ave, e infundió audacia en el pecho de Telémaco y
valentía. Pero después de reflexionar en su mente quedó
estupefacto, pues pensó que era un dios. Y, mortal a los
dioses igual, marchó enseguida junto a los pretendientes.
Entre estos estaba cantando el ilustre aedo, y ellos
escuchaban sentados en silencio. Cantaba el regreso de los
aqueos que Palas Atenea les había deparado funesto desde
Troya. La hija de Icario, la prudente Penélope, acogió en su
pecho el inspirado canto desde el piso de arriba y descendió
por la elevada escalera de su palacio; mas no sola, que la
acompañaban dos siervas. Cuando hubo llegado a los
pretendientes la divina entre las mujeres, se detuvo junto al
pilar central del techo labrado llevando ante sus mejillas un
grueso velo, y a cada lado se puso una fiel sirvienta. Luego
habló llorando al divino Aedo:
«Femio, sabes otros muchos cantos, hechizo de los mortales,
hazañas de hombres y dioses que los aedos hacen famosas.
Cántales uno de estos sentado a su lado y que ellos beban su
vino en silencio; mas deja ya ese canto triste que me está
dañando el corazón dentro del pecho, puesto que a mí sobre
todos me ha alcanzado un dolor inolvidable, pues añoro,
acordándome continuamente, la cabeza de un hombre cuyo
renombre es amplio en la Hélade y hasta el centro de Argos».
Y Telémaco le dijo discretamente:
«Madre mía, ¿qué reprochas al amable aedo que nos
deleite como le impulse su voluntad? No son los aedos
culpables, sino en cierto sentido Zeus, el que dota a los
hombres que comen grano como quiere a cada uno».
Para este no habrá castigo porque cante el destino aciago de
los dánaos, pues este es el canto que más celebran los hombres,
el que llega más reciente a los oyentes.
«Que tu corazón y tu espíritu soporten escucharlo, pues no sólo
Odiseo perdió en Troya el día de su regreso, que también
perecieron otros muchos hombres. Conque marcha a tu
habitación y cuídate de tu trabajo, el telar y la rueca, y
ordena a las esclavas que se ocupen del suyo. La palabra
debe ser cosa de hombres, de todos, y sobre todo de mí, de
quien es el poder en este palacio.»
Admiróse ella y se encaminó de nuevo a su habitación, pues
puso en su interior la palabra discreta de su hijo. Subió al
piso de arriba en compañía de las esclavas y luego rompió a
llorar a Odiseo su esposo hasta que Atenea, de ojos brillantes,
echo dulce sueño sobre sus parpados.
Los pretendientes rompieron a alborotar en el sombrío
mégaron y deseaban todos acostarse en su cama al lado de
ella. Entonces comenzó a hablarles Telémaco discretamente:
«Pretendientes de mi madre que tenéis excesiva insolencia,
gocemos ahora con el banquete y que no haya vocerío,
puesto que lo mejor es escuchar a un aedo como este,
semejante en su voz a los dioses».
«Al amanecer marchemos a la plaza y sentémonos todos para
que os diga sin empacho que salgáis de mi palacio, os
preparéis otros banquetes y comáis vuestros propios bienes
invitándoos mutuamente. Pero si os parece lo mejor y más
acertado destruir sin pagar la hacienda de un solo hombre,
consumidla. Yo clamaré a los dioses, que viven siempre, por si
Zeus de algún modo me concede que vuestras obras sean
castigadas: pereceréis al punto, sin nadie que os vengue,
dentro de este palacio!»
Así habló, y todos clavaron los dientes en sus labios. Estaban
admirados de Telémaco porque había hablado audazmente. Y
Antínoo, hijo de Eupites, se dirigió a él:
«Telémaco, seguramente los dioses mismos te enseñan a ser ya
arrogante en la palabra y a hablar audazmente. ¡Que el hijo
de Crono no te haga rey de Itaca, rodeada de mar, cosa que
por linaje te corresponde como herencia paterna! »
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Antínoo, aunque te enojes conmigo por lo que voy a decir,
esto es precisamente lo que quisiera yo obtener si Zeus me lo
concede. ¿O acaso crees que es lo peor entre los hombres?
No es nada malo ser rey, no; rápidamente tu palacio se hace
rico y tú mismo más respetado. Pero hay muchos otros
personajes reales en Itaca, rodeada de mar; que uno de ellos
ocupe el trono, muerto el divino Odiseo. Yo seré soberano de
mi palacio y de los esclavos que el divino Odiseo tomó para mí
como botín. »
Y Eurímaco, hijo de Pólibo, le dijo a su vez:
«Telémaco, en verdad está en las rodillas de los dioses quién
de los aqueos va a reinar en Itaca, rodeada de mar; tú harías
mejor en conservar tus posesiones y reinar sobre tus esclavos.
¡Cuidado no venga algún hombre que lo prive de tus
posesiones por la fuerza, contra tu voluntad, mientras Itaca
siga habitada!
«Pero quiero, excelente, preguntarte sobre el forastero de
dónde es, de qué tierra se precia de ser y dónde tiene ahora
su linaje y heredad paterna. ¿Acaso trae un mensaje de tu
padre ausente o ha llegado aquí por algún asunto propio?
Cuán rápido se levantó y marchó enseguida sin esperar a
que lo conociéramos. Desde luego no parecía en su aspecto
un hombre del pueblo.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Eurímaco, con certeza se ha acabado el regreso de mi padre.
No hago ya caso a noticia alguna, venga de donde viniere, ni
presto oídos al oráculo de procedencia divina que mi madre
pueda comunicarme llamándome al mégaron. Este hombre es
huésped paterno mío y afirma con orgullo que es Mentes, hijo
del prudente Anquíalo, y reina sobre los Tafios, amantes del
remo.»
Así dijo Telémaco, aunque había reconocido a la diosa
inmortal en su mente.
Volvieron ellos al baile y al canto para deleitarse y
aguardaron al lucero de la tarde y cuando se estaban
deleitando les sobrevino este, así que se pusieron en camino
cada uno a su casa deseando acostarse.
Entonces Telémaco se dirigió cavilando hacia el lecho, hacia
donde tenía construido su suntuoso dormitorio en el muy
hermoso patio, en lugar de amplia visión. Junto a él llevaba
teas ardientes la fiel Euriclea, hija de Ope Pisenórida, a la que
había comprado en otro tiempo Laertes, cuando todavía era
adolescente, por el valor de veinte bueyes; la honraba en el
palacio igual que a su casta esposa, pero nunca se unió a ella en
la cama por evitar la cólera de su mujer. Esta era quien llevaba
a su lado las ardientes antorchas y lo amaba más que ninguna
esclava, pues lo había criado cuando era pequeño.
Abrió Telémaco las puertas del dormitorio, suntuosamente
construido, y se sentó en el lecho, se desnudó del suave manto
y lo echó sobre las manos de la muy diligente anciana. Esta
estiró y dobló el manto y colgándolo de un clavo junto al
lecho agujereado se puso en camino para salir del dormitorio.
Tiró de la puerta con una anilla de plata y echó el cerrojo con
la correa.
Durante toda la noche, cubierto por el vellón de una oveja,
planeaba él en su mente el viaje que le había dispuesto Atenea.




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