CANTO VII. Odiseo en el palacio de Alcínoo
Y mientras así rogaba el sufridor, el divino Odiseo, el vigor de las mulas llevaba a la doncella a la ciudad. Cuando al fin llegó a la famosa morada de su padre, se detuvo ante las puertas y la rodearon sus hermanos, semejantes a los inmortales, quienes desuncieron las mulas del carro y llevaron adentro las ropas. Ella se dirigió a su habitación y le encendió fuego una anciana de Apira, la camarera Eurimedusa, a la que trajeron desde Apira las curvadas naves. Se la habían elegido a Alcínoo como recompensa, porque reinaba sobre todos los feacios y el pueblo lo escuchaba como a un dios. Ella fue quien crió a Nausícaa, la de blancos brazos, en el mégaron; ella le avivaba el fuego y le preparaba la cena. Entonces Odiseo se dispuso a marchar a la ciudad, y Atenea, siempre preocupada por Odiseo, derramó en torno suyo una gran nube, no fuera que alguno de los magnánimos feacios, saliéndole al encuentro, le molestara de palabra y le preguntara quién era. Conque cuando estaba ya a punto de penetrar en la agradable ciudad, le salió al encuentro la diosa Atenea, de ojos brillantes, tomando la apariencia de una niña pequeña con un cántaro, y se detuvo delante de él, y le preguntó luego el divino Odiseo: «Pequeña, ¿querrías llevarme a casa de Alcínoo, el que gobierna entre estos hombres? Pues yo soy forastero y después de muchas desventuras he llegado aquí desde lejos, de una tierra apartada; por esto no conozco a ninguno de los hombres que poseen esta ciudad y estas tierras de labor.» Y le respondió luego Atenea, la diosa de ojos brillantes: «Yo te mostraré, padre forastero, la casa que me pides, ya que vive cerca de mi irreprochable padre. Anda, ven en silencio y te mostraré el camino, pero no mires ni preguntes a ninguno de los hombres, pues no soportan con agrado a los forasteros ni agasajan con gusto al que llega de otra parte. Confiados en sus rápidas naves surcan el gran abismo del mar, pues así se lo ha encomendado el que sacude la tierra, y sus naves son tan ligeras como las alas o como el pensamiento.» Hablando así le condujo rápidamente Palas Atenea y él marchaba tras las huellas de la diosa. Pero no lo vieron los feacios, famosos por sus naves, mientras marchaba entre ellos por su ciudad, ya que no lo permitía Atenea, de lindas trenzas, la terrible diosa que preocupándose por él en su ánimo le había cubierto con una nube divina. Odiseo iba contemplando con admiración los puertos y las proporcionadas naves, las ágoras de ellos, de los héroes y las grandes murallas elevadas, ajustadas con piedras, maravilla de ver. Y cuando al fin llegó a la famosa morada del rey, Atenea, de ojos brillantes, comenzó a hablar: «Ese es, padre forastero, el palacio que me pedías que te mostrara; encontrarás a los reyes, vástagos de Zeus, celebrando un banquete. Tú pasa adentro y no te turbes en tu ánimo, pues un hombre con arrojo resulta ser el mejor en toda acción, aunque llegue de otra tierra. Primero encontrarás a la reina en el mégaron; su nombre es Arete y desciende de los mismos padres que engendraron a Alcínoo. A Nausítoo lo engendraron primero Poseidón, el que sacude la tierra, y Peribea, la más excelente de las mujeres en su porte, hija menor del magnánimo Eurimedonte, que entonces gobernaba sobre los soberbios Gigantes —este hizo perecer a su arrogante pueblo, pereciendo también él—; con ella se unió Poseidón y engendró a su hijo, el magnánimo Nausítoo, que reinó entre los feacios. Nausítoo fue el padre de Rexenor y Alcínoo. A aquél lo alcanzó Apolo, el del arco de plata, recién casado y sin hijos varones y en la casa dejó a una niña sola, a Arete, a la que Alcínoo hizo su esposa y honró como jamás ninguna otra ha sido honrada de cuantas mujeres gobiernan una casa sometidas a su esposo. Así ella ha sido honrada en su corazón y lo sigue siendo por sus hijos y el mismo Alcínoo y por su pueblo que la contempla como a una diosa, y la saludan con agradables palabras cuando pasea por la ciudad, que no carece tampoco ella de buen juicio y resuelve los litigios, incluso a los hombres por los que siente amistad. Si ella te recibe con sentimientos amigos puedes tener la esperanza de ver a los tuyos, regresar a tu casa de alto techo y a tu tierra patria.» Cuando hubo hablado así marchó Atenea, de ojos brillantes, por el estéril ponto y abandonó la agradable Esqueria. Llegó así a Maratón y a Atenas, de anchas calles, y penetró en la sólida morada de Erecteo. Entretanto, Odiseo caminaba hacia la famosa morada de Alcínoo, y su corazón removía diversos pensamientos cuando se detuvo antes de alcanzar el broncíneo umbral. Pues hay un resplandor como de sol o de luna en el elevado palacio del magnánimo Alcínoo; a ambos lados se extienden muros de bronce desde el umbral hasta el fondo y en su torno un azulado friso; puertas de oro cierran por dentro la sólida estancia; las jambas sobre el umbral son de plata y de plata el dintel, y el tirador, de oro. A uno y otro lado de la puerta había perros de oro y plata que había esculpido Hefesto con la habilidad de su mente para custodiar la morada del magnánimo Alcínoo, perros que son inmortales y no envejecen nunca. A lo largo de la pared y a ambos lados, desde el umbral hasta el fondo, había tronos cubiertos por ropajes hábilmente tejidos, obra de mujeres. En ellos se sentaban los señores feacios mientras bebían y comían; y los ocupaban constantemente. Había también unos jóvenes de oro en pie sobre pedestales perfectamente construidos, portando en sus manos antorchas encendidas, los cuales alumbraban los banquetes nocturnos del palacio. Tiene cincuenta esclavas en su mansión: unas muelen el dorado fruto, otras tejen telas y sentadas hacen funcionar los husos, semejantes a las hojas de un esbelto álamo negro, y del lino tejido gotea el húmedo aceite. Tanto como los feacios son más expertos que los demás hombres en gobernar su rápida nave sobre el ponto, así son sus mujeres en el telar. Pues Atenea les ha concedido en grado sumo el saber realizar brillantes labores y buena cabeza.
Fuera del patio, cerca de las puertas, hay un gran huerto de cuatro yugadas y alrededor se extiende un cerco a ambos lados. Allí han nacido y florecen árboles: perales y granados, manzanos de espléndidos frutos, dulces itigueras y verdes olivos; de ellos no se pierde el fruto ni falta nunca en invierno ni en verano: son perennes. Siempre que sopla Céfiro, unos nacen y otros maduran. La pera envejece sobre la pera, la manzana sobre la manzana, la uva sobre la uva y también el higo sobre el higo. Allí tiene plantada una viña muy fructífera, en la que unas uvas se secan al sol en lugar abrigado, otras las vendimian y otras las pisan: delante están las vides que dejan salir la flor y otras hay también que apenas negrean. Allí también, en el fondo del huerto, crecen liños de verduras de todas clases siempre lozanas. También hay allí dos fuentes, la una que corre por todo el huerto, la otra que va de una parte a otra bajo el umbral del patio hasta la elevada morada a donde van por agua los ciudadanos. Tales eran las brillantes dádivas de los dioses en la mansión de Alcínoo. Allí estaba el divino Odiseo, el sufridor, y lo contemplaba con admiración. Conque una vez que hubo contemplado todo boquiabierto cruzó el umbral con rapidez para entrar en la casa. Y encontró a los jefes y señores de los feacios que hacían libación con sus copas al vigilante Argifonte, a quien solían ofrecer libación en último lugar, cuando ya sentían necesidad del lecho. Así que el sufridor, el divino Odiseo, echó a andar por la casa envuelto en la espesa niebla que le había derramado Atenea, hasta que llegó ante Arete y el rey Alcínoo. Abrazó Odiseo las rodillas de Arete y entonces, por fin, se disipó la divina nube. Quedaron todos en silencio al ver a un hombre en el palacio y se llenaron de asombro al contemplarle. Y Odiseo suplicaba de esta guisa: «Arete, hija de Rexenor, semejante a un inmortal, me he llegado a tu esposo, a tus rodillas y ante estos tus invitados, después de sufrir muchas desventuras. ¡Ojalá los dioses concedan a estos vivir en la abundancia; que cada uno pueda legar a sus hijos los bienes de su hacienda y las prerrogativas que les ha concedido el pueblo. En cuanto a mí, proporcionadme escolta para llegar rápidamente a mi patria. Pues ya hace tiempo que padezco pesares lejos de los míos.» Así diciendo se sentó entre las cenizas junto al fuego del hogar. Todos ellos permanecían inmóviles en silencio. Al fin tomó la palabra un anciano héroe, Equeneo, que era el más anciano entre los feacios y sobresalía por su palabra, pues era conocedor de muchas y antiguas cosas. Este les habló y dijo con sentimientos de amistad: «Alcínoo, no me parece lo mejor, ni está bien, que el huésped permanezca sentado en el suelo entre las cenizas del hogar. Estos permanecen callados esperando únicamente tu palabra. Anda, haz que se levante y siéntalo en un trono de clavos de plata. Ordena también a los heraldos que mezclen vino para que hagamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste a los venerables suplicantes. En fin, que el ama de llaves proporcione al forastero alguna vianda de las que hay dentro.» Cuando hubo escuchado esto, la sagrada fuerza de Alcínoo asiendo de la mano a Odiseo, prudente y hábil en astucias, lo hizo levantar del hogar y lo asentó en su brillante trono, después de haber levantado a su hijo, al valeroso Laodamante, que solía sentarse a su lado y al que sobre todos quería. Una sirvienta trajo aguamanos en hermoso jarro de oro y la vertió sobre una jofaina de plata para que se lavara. A su lado extendió una pulimentada mesa. La venerable ama de llaves le proporcionó pan y le dejó allí toda clase de manjares, favoreciéndole gustosa entre los presentes. En tanto que comía y bebía el sufridor, divino Odiseo, la fuerza de Alcínoo dijo a un heraldo: «Pontónoo, mezcla vino en la crátera y repártelo a todos en la casa para que ofrezcamos libaciones a Zeus, el que goza con el rayo, el que asiste siempre a los venerables suplicantes.» Así dijo; Pontónoo mezcló el dulce vino y lo repartió entre todos, haciendo una primera ofrenda, por orden, en las copas. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto quiso su ánimo, habló entre ellos Alcínoo y dijo: «Escuchadme, jefes y señores de los feacios, para que os diga lo que mi corazón me ordena en el pecho. Dad ahora fin al banquete y marchad a acostaros a vuestra casa. Y a la aurora, después de convocar al mayor número de ancianos, ofreceremos hospitalidad al forastero, haremos hermosos sacrificios a los dioses y después trataremos de su escolta para que el forastero alcance su tierra patria sin fatiga ni esfuerzo con nuestra escolta —la que recibirá contento— por muy lejana que sea, y para que no sufra ningún daño antes de desembarcar en su tierra. Una vez allí sufrirá cuantas desventuras le tejieron con el hilo en su nacimiento, cuando lo parió su madre, la Aisa y las graves Hilanderas. Pero si fuera uno de los inmortales que ha venido desde el cielo, alguna otra cosa nos preparan los dioses, pues hasta ahora siempre se nos han mostrado a las claras, cuando les ofrecemos magníficas hecatombes y participan con nosotros del banquete sentados allí donde nos sentamos nosotros. Y si algún caminante solitario se topa con ellos, no se le ocultan, y es que somos semejantes a ellos tanto como los Cíclopes y la salvaje raza de los Gigantes.» Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo: «Alcínoo, deja de preocuparte por esto, que yo en verdad en nada me asemejo a los inmortales que poseen el ancho cielo, ni en continente ni en porte, sino a los mortales hombres; quien vosotros sepáis que ha soportado más desventuras entre los hombres mortales, a este podría yo igualarme en pesares. Y todavía podría contar desgracias mucho mayores, todas cuantas soporté por la voluntad de los dioses. Pero dejadme cenar, por más angustiado que yo esté, pues no hay cosa más inoportuna que el maldito estómago que nos incita por fuerza a acordarnos de él, y aun al que está muy afligido y con un gran pesar en las mientes, como yo ahora tengo el mío, lo fuerza a comer y beber. También a mí me hace olvidar todos los males, que he padecido; y me ordena llenarlo. «Vosotros, en cuanto apunte la aurora, apresuraos a dejarme a mí, desgraciado, en mi tierra patria, a pesar de lo que he sufrido. Que me abandone la vida una vez que haya visto mi hacienda, mis siervos y mi gran morada de elevado techo.» Así dijo; todos aprobaron sus palabras y aconsejaban dar escolta al forastero, ya que había hablado como le correspondía. Una vez que hicieron las libaciones y bebieron cuanto su ánimo quiso, cada uno marchó a su casa para acostarse. Así que quedó sólo en el mégaron el divino Odiseo y a su lado se sentaron Arete y Alcínoo, semejante a un dios. Las siervas se llevaron los útiles del banquete. Y Arete, de blancos brazos, comenzó a hablar, pues, al verlos, reconoció el manto, la túnica y los hermosos ropajes que ella misma había tejido con sus siervas. Y le habló y le dijo aladas palabras: «Huésped, seré yo la primera en preguntarte: ¿quién eres?, ¿de dónde vienes?, ¿quién te dio esos vestidos?, ¿no dices que has llegado aquí después de andar errante por el ponto?» Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo: Es doloroso, reina, que enumere uno a uno mis padecimientos, que los dioses celestes me han otorgado muchos. Pero con todo te contestaré a lo que me preguntas a inquieres. Lejos, en el mar, está la isla de Ogigia, donde vive la hija de Atlante, la engañosa Calipso de lindas trenzas, terrible diosa; ninguno de los dioses ni de los hombres mortales tienen trato con ella. Sólo a mí, desventurado, me llevó como huésped un demón después que Zeus, empujando mi rápida nave, la incendió con un brillante rayo en medio del ponto rojo como el vino. Todos mis demás valientes compañeros perecieron, pero yo, abrazado a la quilla de mi curvada nave, aguanté durante nueve días; y al décimo, en negra noche, los dioses me echaron a la isla Ogigia, donde habita Calipso de lindas trenzas, la terrible diosa que acogiéndome gentilmente me alimentaba y no dejaba de decir que me haría inmortal y libre de vejez para siempre; pero no logró convencer a mi corazón dentro del pecho. Allí permanecí, no obstante, siete años regando sin cesar con mis lágrimas las inmortales ropas que me había dado Calipso. Pero cuando por fin cumplió su curso el año octavo, me apremió e incitó a que partiera ya sea por mensaje de Zeus o quizá porque ella misma cambió de opinión. Despidióme en una bien trabada balsa y me proporcionó abundante pan y dulce vino, me vistió inmortales ropas y me envió un viento próspero y cálido. Diecisiete días navegué por el ponto, hasta que el decimoctavo aparecieron las sombrías montañas de vuestras tierras. Conque se me alegró el corazón, ¡desdichado de mí!, pues aún había de verme envuelto en la incesante aflicción que me proporcionó Poseidón, el que sacude la tierra, quien impulsando los vientos me cerró el camino, sacudió el mar infinito y el oleaje no permitía que yo, mientras gemía incesantemente, avanzara en mi balsa; después la destruyó la tempestad. Fue entonces cuando surqué nadando el abismo hasta que el viento y el agua me acercaron a vuestra tierra; y cuando trataba de alcanzar la orilla, habríame arrojado violentamente el oleaje contra las grandes rocas, en lugar funesto; pero retrocedí de nuevo nadando, hasta que llegué al río, allí donde me pareció el mejor lugar, limpio de piedras y al abrigo del viento. Me dejé caer allí para recobrar el aliento y se me echó encima la noche divina. Alejéme del río nacido de Zeus y entre los matorrales acomodé mi lecho amontonando alrededor muchas hojas; y un dios me vertió profundo sueño. Allí, entre las hojas, dormí con el corazón afligido toda la noche, la aurora y hasta el mediodía. Se ponía el Sol cuando me abandonó el dulce sueño. Vi jugando en la orilla a las siervas de tu hija; y ella era semejante a las diosas. Le supliqué y no estuvo ayuna de buen juicio, como no se podría esperar que obrara una joven que se encuentra con alguien. Pues con frecuencia los jóvenes son sandios. Me entregó pan suficiente y oscuro vino, me lavó en el río y me proporcionó esta ropa. Aun estando apesadumbrado te he contado toda la verdad.» Y le respondió Alcínoo y dijo: «Huésped, en verdad mi hija no tomó un acuerdo sensato al no traerte a nuestra casa con sus siervas. Y sin embargo fue ella la primera a quien dirigiste tus súplicas.» Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo: «¡Héroe! No reprendas por esto a tu irreprochable hija; ella me aconsejó seguirla con sus siervas, pero yo no quise por vergüenza, y temiendo que al verme pudieras disgustarte. Que la raza de los hombres sobre la tierra es suspicaz.» Y le respondió Alcínoo y dijo: «Huésped! El corazón que alberga mi pecho no es tal como para irritarse sin motivo, pero todo es mejor si es ajustado. ¡Zeus padre, Atenea y Apolo, ojalá que siendo como eres y pensando las mismas cosas que yo pienso, tomases a mi hija por esposa y permaneciendo aquí pudiese llamarte mi yerno!; que yo te daría casa y hacienda si permanecieras aquí de buen grado. Pero ninguno de los feacios te retendrá contra tu voluntad, no sea que esto no fuera grato a Zeus. Yo te anuncio, para que lo sepas bien, tu viaje para mañana. Mientras tú descansas sometido por el sueño, ellos remarán por el mar encalmado hasta que llegues a tu patria y a tu casa, o a donde quiera que te sea grato, por distante que esté (aunque más lejos que Eubea, la más lejana según dicen los que la vieron de nuestros soldados cuando llevaron allí al rubio Radamanto para que visitara a Ticio, hijo de la Tierra. Allí llegaron y, sin cansancio, en un solo día, llevaron a cabo el viaje y regresaron a casa). Tú mismo podrás observar qué excelentes son mis navíos y mis jóvenes en golpear el mar con el remo.» Así dijo y se alegró el divino Odiseo, el sufridor, y suplicando dijo su palabra y lo llamó por su nombre: «Padre Zeus, ¡ojalá cumpla Alcínoo cuanto ha prometido! Que su fama jamás se extinga sobre la nutricia tierra y que yo llegue a mi tierra patria.» Mientras ellos cambiaban estas palabras, Arete, de blancos brazos, ordenó a las mujeres colocar lechos bajo el pórtico y disponer las más bellas mantas de púrpura y extender encima las colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse. Así que salieron las siervas de la sala con hachas ardiendo, y una vez que terminaron de hacer diligentemente la cama, dirigiéronse a Odiseo y lo invitaron con estas palabras: «Huésped, levántate y ven a dormir, tienes hecha la cama.» Así hablaron y a él le plugo marchar a acostarse. Así que allí durmió debajo del sonoro pórtico el sufridor, el divino Odiseo, en lecho taladrado. Luego se acostó Alcínoo en el interior de la alta morada; le había dispuesto su esposa y señora el lecho y la cama.
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