EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Odiseo cuenta sus aventuras-IX

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 5:25 am






CANTO IX.
Odiseo cuenta sus aventuras: los Cicones, los Lotófagos, los
Cíclopes


Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo:
«Poderoso Alcínoo, el más noble de todo tu pueblo, en verdad es
agradable escuchar al aedo, tal como es, semejante a los
dioses en su voz. No creo yo que haya un cumplimiento
más delicioso que cuando el bienestar perdura en todo el
pueblo y los convidados escuchan a lo largo del palacio al aedo
sentados en orden, y junto a ellos hay mesas cargadas de pan y
carne y un escanciador trae y lleva vino que ha sacado de las
cráteras y lo escancia en las copas. Esto me parece lo más bello.
«Tu ánimo se ha decidido a preguntar mis penalidades a fin de
que me lamente todavía más en mi dolor. Porque, ¿qué voy a
narrarte lo primero y qué en último lugar?, pues son
innumerables los dolores que los dioses, los hijos de Urano,
me han proporcionado. Conque lo primero qué voy a decir
es mi nombre para que lo conozcáis y para que yo después
de escapar del día cruel continúe manteniendo con
vosotros relaciones de hospitalidad, aunque el palacio en que
habito esté lejos.

«Soy Odiseo, el hijo de Laertes, el que está en boca de todos los
hombres por toda clase de trampas, y mi fama llega hasta el
cielo. Habito en Itaca, hermosa al atardecer. Hay en ella un
monte, el Nérito de agitado follaje, muy sobresaliente, y a
su alrededor hay muchas islas habitadas cercanas unas de
otras, Duliquio y Same, y la poblada de bosques Zante. Itaca se
recuesta sobre el mar con poca altura, la más remota hacia el
Occidente, y las otras están más lejos hacia Eos y Helios. Es
áspera, pero buena criadora de mozos.
«Yo en verdad no soy capaz de ver cosa alguna más dulce
que la tierra de uno. Y eso que me retuvo Calipso, divina entre
las diosas, en profunda cueva deseando que fuera su esposo, e
igualmente me retuvo en su palacio Circe, la hija de Eeo, la
engañosa, deseando que fuera su esposo.
«Pero no persuadió a mi ánimo dentro de mi pecho, que no
hay nada más dulce que la tierra de uno y de sus padres, por
muy rica que sea la casa donde uno habita en tierra
extranjera y lejos de los suyos.
«Y ahora os voy a narrar mi atormentado regreso, el qúe Zeus
me ha dado al venir de Troya. El viento que me traía de Ilión me
empujó hacia los Cicones, hacia Ismaro. Allí asolé la ciudad, a
sus habitantes los pasé a cuchillo, tomamos de la ciudad a las
esposas y abundante botín y lo repartimos de manera que
nadie se me fuera sin su parte correspondiente. Entonces
ordené a los míos que huyeran con rápidos pies, pero ellos, los
muy estúpidos, no me hicieron caso. Así que bebieron mucho
vino y degollaron muchas ovejas junto a la ribera y
cuernitorcidos bueyes de rotátiles patas.
«Entre tanto, los Cicones, que se habían marchado, lanzaron sus
gritos de ayuda a otros Cicones que, vecinos suyos, eran a la vez
más numerosos y mejores, los que habitaban tierra adentro, bien
entrenados en luchar con hombres desde el carro y a pie, donde
sea preciso. Y enseguida llegaron tan numerosos como nacen en
primavera las hojas y las flores, veloces.
«Entonces la funesta Aisa de Zeus se colocó junto a nosotros,
de maldito destino, para que sufriéramos dolores en
abundancia; lucharon pie a sierra junto a las veloces naves, y
se herían unos a otros con sus lanzas de bronce. Mientras Eos
duró y crecía el sagrado día, los aguantamos rechazándoles
aunque eran más numerosos. Pero cuando Helios se dirigió al
momento de desuncir los bueyes, los Cicones nos hicieron
retroceder venciendo a los aqueos y sucumbieron seis
compañeros de buenas grebas de cada nave. Los demás
escapamos de la muerte y de nuestro destino, y desde allí
proseguimos navegando hacia adelante con el corazón
apesadumbrado, escapando gustosos de la muerte aunque
habíamos perdido a los compañeros. Pero no prosiguieron mis
curvadas naves, que cada uno llamamos por tres veces a
nuestros desdichados compañeros, los que habían muerto en
la llanura a manos de los Cicones.
«Entonces el que reúne las nubes, Zeus; levantó el viento Bóreas
junto con una inmensa tempestad, y con las nubes ocultó la
tierra y a la vez el ponto. Y la noche surgió del cielo. Las naves
eran arrastradas transversalmente y el ímpetu del viento rasgó
sus velas en tres y cuatro trozos. Las colocamos sobre cubierta
por terror a la muerte, y haciendo grandes esfuerzos nos
dirigimos a remo hacia tierra.
«Allí estuvimos dos noches y dos días completos,
consumiendo nuestro ánimo por el cansancio y el dolor.
«Pero cuando Eos, de lindas trenzas, completó el tercer día,
levantamos los mástiles, extendimos las blancas velas y nos
sentamos en las naves, y el viento y los pilotos las conducían.
En ese momento habría llegado ileso a mi tierra patria, pero
el oleaje, la corriente y Bóreas me apartaron al doblar las
Maleas y me hicieron vagar lejos de Citera. Así que desde allí
fuimos arrastrados por fuertes vientos durante nueve días
sobre el ponto abundante en peces, y al décimo arribamos a
la tierra de los Lotófagos, los que comen flores de alimento.
Descendimos a tierra, hicimos provisión de agua y al punto
mis compañeros tomaron su comida junto a las veloces
naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y bebida,
yo envié delante a unos compañeros para que fueran a
indagar qué clase de hombres, de los que se alimentan de
trigo, había en esa región; escogí a dos, y como tercer hombre
les envié a un heraldo. Y marcharon enseguida y se
encontraron con los Lotófagos. Estos no decidieron matar a
nuestros compañeros, sino que les dieron a comer loto, y el
que de ellos comía el dulce fruto del loto ya no quería volver
a informarnos ni regresar, sino que preferían quedarse allí
con los Lotófagos, arrancando loto, y olvidándose del
regreso. Pero yo los conduje a la fuerza, aunque lloraban, y
en las cóncavas naves los arrastré y até bajo los bancos.
Después ordené a mis demás leales compañeros que se
apresuraran a embarcar en las rápidas naves, no fuera que
alguno comiera del loto y se olvidara del regreso. Y
rápidamente embarcaron y se sentaron sobre los bancos, y,
sentados en fila, batían el canoso mar con los remos.

«Desde allí proseguimos navegando con el corazón
acongojado, y llegamos a la tierra de 1os Cíclopes, los
soberbios, los sin ley; los que, obedientes a los inmortales,
no plantan con sus manos frutos ni labran la tierra, sino que
todo les nace sin sembrar y sin arar: trigo y cebada y viñas que
producen vino de gordos racimos; la lluvia de Zeus se los hace
crecer. No tienen ni ágoras donde se emite consejo ni leyes;
habitan las cumbres de elevadas montañas en profundas
cuevas y cada uno es legislador de sus hijos y esposas, y no se
preocupan unos de otros.
«Más allá del puerto se extiende una isla llana, no cerca ni
lejos de la tierra de los Cíclopes, llena de bosques. En ella se
crían innumerables cabras salvajes, pues no pasan por allí
hombres que se lo impidan ni las persiguen los cazadores,
los que sufren dificultades en el bosque persiguiendo las
crestas de los montes. La isla tampoco está ocupada por
ganados ni sembrados, sino que, no sembrada ni arada,
carece de cultivadores todo el año y alimenta a las baladoras
cabras. No disponen los Cíclopes de naves de rojas proas, ni
hay allí armadores que pudieran trabajar en construir bien
entabladas naves; estas tendrían como término cada una de las
ciudades de mortales a las que suelen llegar los hombres
atravesando con sus naves el mar, unos en busca de otros, y los
Cíclopes se habrían hecho una isla bien fundada. Pues no es
mala y produciría todos los frutos estacionales; tiene prados
junto a las riberas del canoso mar, húmedas, blandas. Las viñas
sobre todo producirían constantemente, y las tierras de pan
llevar son llanas. Recogerían siempre las profundas mieses en
su tiempo oportuno, ya que el subsuelo es fértil. También hay
en ella un puerto fácil para atracar, donde no hay necesidad
de cable ni de arrojar las anclas ni de atar las amarras. Se
puede permanecer allí, una vez arribados, hasta el día en
que el ánimo de los marineros les impulse y soplen los vientos.
«En la parte alta del puerto corre un agua resplandeciente,
una fuente que surge de la profundidad de una cueva, y en
torno crecen álamos. Hacia allí navegamos y un demón nos
conducía a través de la oscura noche. No teníamos luz para
verlo, pues la bruma era espesa en torno a las naves y Selene
no irradiaba su luz desde el cielo y era retenida por las nubes;
así que nadie vio la isla con sus ojos ni vimos las enormes
olas que rodaban hacia tierra hasta que arrastramos las
naves de buenos bancos. Una vez arrastradas, recogimos
todas las velas y descendimos sobre la orilla del mar y
esperamos a la divina Eos durmiendo allí.
«Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, deambulamos llenos de admiración por la isla.
«Entonces las ninfas, las hijas de Zeus, portador de égida,
agitaron a las cabras montafaces para que comieran mis
compañeros. Así que enseguida sacamos de las naves los
curvados arcos y las lanzas de largas puntas, y ordenados en tres
grupos comenzamos a disparar, y pronto un dios nos
proporcionó abundante caza. Me seguían doce naves, y a cada
una de ellas tocaron en suerte nueve cabras, y para mí solo tomé
diez. Así estuvimos todo el día hasta el sumergirse de Helios,
comiendo innumerables trozos de carne y dulce vino; que
todavía no se había agotado en las naves el dulce vino, sino que
aún quedaba, pues cada uno había guardado mucho en las
ánforas cuando tomamos la sagrada ciudad de los Cicones.
«Echamos un vistazo a la tierra de los Cíclopes que estaban cerca
y vimos el humo de sus fogatas y escuchamos el vagido de sus
ovejas y cabras. Y cuando Helios se sumergió y sobrevino la
oscuridad, nos echamos a dormir sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, convoqué asamblea y les dije a todos:
«"Quedaos ahora los demás, mis fieles compañeros, que yo
con mi nave y los que me acompañan voy a llegarme a esos
hombres para saber quiénes son, si soberbios, salvajes y
carentes de justicia o amigos de los forasteros y con
sentimientos de piedad para con los dioses."
«Así dije, y me embarqué y ordené a mis compañeros que
embarcaran también ellos y soltaran amarras. Embarcaron
estos sin tardanza y se sentaron en los bancos, y sentados
batían el canoso mar con los remos. Y cuando llegamos a un
lugar cercano, vimos una cueva cerca del mar, elevada,
techada de laurel. Allí pasaba la noche abundante ganado
—ovejas y cabras—, y alrededor había una alta cerca
construida con piedras hundidas en tierra y con enormes
pinos y encinas de elevada copa. Allí habitaba un
hombre monstruoso que apacentaba sus rebaños, solo,
apartado, y no frecuentaba a los demás, sino que vivía
alejado y tenía pensamientos impíos. Era un monstruo
digno de admiración: no se parecía a un hombre, a uno que
come trigo, sino a una cima cubierta de bosque de las elevadas
montañas que aparece sola, destacada de las otras. Entonces
ordené al resto de mis fieles compañeros que se quedaran allí
junto a la nave y que la botaran.
«Yo escogí a mis doce mejores compañeros y me puse en
camino. Llevaba un pellejo de cabra con negro, agradable
vino que me había dado Marón, el hijo de Evanto, e1
sacerdote de Apolo protector de Ismaro, porque lo había yo
salvado junto con su hijo y esposa respetando su techo.
Habitaba en el bosque arbolado de Febo Apolo y me había
donado regalos excelentes: me dio siete talentos de oro bien
trabajados y una crátera toda de plata, y, además vino en doce
ánforas que llenó, vino agradable, no mezclado, bebida divina.
Ninguna de las esclavas ni de los esclavos de palacio conocían
su existencia, sino sólo él y su esposa y solamente la
despensera. Siempre que bebían el rojo, agradable vino llenaba
una copa y vertía veinte medidas de agua, y desde la crátera
se esparcía un olor delicioso, admirable; en ese momento no
era agradable alejarse de allí. De este vino me llevé un gran
pellejo lleno y también provisiones en un saco de cuero,
porque mi noble ánimo barruntó que marchaba en busca de
un hombre dotado de gran fuerza, salvaje, desconocedor de la
justicia y de las leyes.
«Llegamos enseguida a su cueva y no lo encontramos dentro,
sino que guardaba sus gordos rebaños en el pasto. Conque
entramos en la cueva y echamos un vistazo a cada cosa: los
canastos se inclinaban bajo el peso de los quesos, y los
establos estaban llenos de corderos y cabritillos. Todos estaban
cerrados por separado: a un lado los lechales, a otro los
medianos y a otro los recentales.
«Y todos los recipientes rebosaban de suero —colodras y
jarros bien construidos, con los que ordeñaba.
«Entonces mis compañeros me rogaron que nos apoderásemos
primero de los quesos y regresáramos, y que sacáramos
luego de los establos cabritillos y corderos y,
conduciéndolos a la rápida nave, diéramos velar sobre el agua
salada. Pero yo no les hice caso —aunque hubiera sido más
ventajoso—, para poder ver al monstruo y por si me daba los
dones de hospitalidad. Pero su aparición no iba a ser deseable
para mis compañeros.
«Así que, encendiendo una fogata, hicimos un sacrificio,
repartimos quesos, los comimos y aguardamos sentados
dentro de la cueva hasta que llegó conduciendo el rebaño.
Traía el Cíclope una pesada carga de leña seca para su comida y
la tiró dentro con gran ruido. Nosotros nos arrojamos
atemorizados al fondo de la cueva, y él a continuación
introdujo sus gordos rebaños, todos cuantos solía ordeñar, y a
los machos —a los carneros y cabrones— los dejó a la puerta,
fuera del profundo establo. Después levantó una gran roca y
la colocó arriba, tan pesada que no la habrían levantado del
suelo ni veintidós buenos carros de cuatro ruedas: ¡tan
enorme piedra colocó sobre la puerta! Sentóse luego a
ordeñar las ovejas y las baladoras cabras, cada una en su
momento, y debajo de cada una colocó un recental.
Enseguida puso a cuajar la mitad de la blanca leche en cestas
bien entretejidas y la otra mitad la colocó en cubos, para
beber cuando comiera y le sirviera de adición al banquete.
Cuando hubo realizado todo su trabajo prendió fuego, y al
vernos nos preguntó:
«"Forasteros, ¿quiénes sois? ¿De dónde venís navegando
los húmedos senderos?
¿Andáis errantes por algún asunto, o sin rumbo como los
piratas por la mar, los que andan a la aventura exponiendo
sus vidas y llevando la destrucción a los de otras tierras?”.
«Así habló, y nuestro corazón se estremeció por miedo a su
voz insoportable y a él mismo, al gigante. Pero le contesté con
mi palabra y le dije:
«Somos aqueos y hemos venido errantes desde Troya,
zarandeados por toda clase de vientos sobre el gran abismo
del mar, desviados por otro rumbo, por otros caminos,
aunque nos dirigimos de vuelta a casa. Así quiso Zeus
proyectarlo. Nos preciamos de pertenecer al ejército del
Atrida Agamenón, cuya fama es la más grande bajo el cielo:
¡tan gran ciudad ha devastado y tantos hombres ha hecho
sucumbir! Conque hemos dado contigo y nos hemos llegado a
tus rodillas por si nos ofreces hospitalidad y nos das un
regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Ten respeto,
excelente, a los dioses; somos tus suplicantes y Zeus es el
vengador de los suplicantes y de los huéspedes, Zeus
Hospitalario, quien acompaña a los huéspedes, a quienes se
debe respeto."
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:
«"Eres estúpido, forastero, o vienes de lejos, tú que me
ordenas temer o respetar a los dioses, pues los Ciclopes no se
cuidan de Zeus, portador de égida, ni de los dioses felices. Pues
somos mucho más fuertes. No te perdonaría ni a ti ni a tus
compañeros, si el ánimo no me lo ordenara, por evitar la
enemistad de Zeus.
«"Pero dime dónde has detenido tu bien fabricada nave al
venir, si al final de la playa o aquí cerca, para que lo sepa."
«Así habló para probarme, y a mí, que sé mucho, no me pasó
esto desapercibido. Así que me dirigí a él con palabras
engañosas:

«"La nave me la ha destrozado Poseidón, el que conmueve
la tierra; la ha lanzado contra los escollos en los confines de
vuestro país, conduciéndola hasta un promontorio, y el viento
la arrastró del ponto. Por ello he escapado junto con estos de
la dolorosa muerte."
«Así hablé, y él no me contestó nada con corazón cruel, mas
lanzóse y echó mano a mis compañeros. Agarró a dos a la vez y
los golpeó contra el suelo como a cachorrillos, y sus sesos se a
esparcieron por el suelo empapando la tierra. Cortó en trozos
sus miembros, se los preparó como cena y se los comió, como
un león montaraz, sin dejar ni sus entrañas ni sus carnes ni sus
huesos llenos de meollo.
«Nosotros elevamos llorando nuestras manos a Zeus, pues
veíamos acciones malvadas, y la desesperación se apoderó de
nuestro ánimo.
«Cuando el Cíclope había llenado su enorme vientre de
carne humana y leche no mezclada, se tumbó dentro de la
cueva, tendiéndose entre los rebaños. Entonces yo tomé la
decisión en mi magnánimo corazón de acercarme a este, sacar
la aguda espada de junto a mi muslo y atravesarle el pecho
por donde el diafragma contiene el hígado y la tenté con mi
mano. Pero me contuvo otra decisión, pues allí hubiéramos
perecido también nosotros con muerte cruel: no habríamos
sido capaces de retirar de la elevada entrada la piedra que
había colocado. Así que llorando esperamos a Eos divina. Y
cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, se puso a encender fuego y a ordeñar a sus insignes
rebaños, todo por orden, y bajo cada una colocó un recental.
Luego que hubo realizado sus trabajos, agarró a dos
compañeros a la vez y se los preparó como desayuno. Y
cuando había desayunado, condujo fuera de la cueva a sus
gordos rebaños retirando con facilidad la gran piedra de la
entrada. Y la volvió a poner como si colocara la tapa a una
aljaba. Y mientras el Cíclope encaminaba con gran estrépito
sus rebaños hacia el monte, yo me quedé meditando males en
lo profundo de mi pecho: ¡si pudiera vengarme y Atenea me
concediera esto que la suplico...!
«Y esta fue la decisión que me pareció mejor. Junto al establo
yacía la enorme clava del Ciclope, verde, de olivo; la había
cortado para llevarla cuando estuviera seca. Al mirarla la
comparábamos con el mástil de una negra nave de veinte
bancos de remeros, de una nave de transporte amplia, de las
que recorren el negro abismo: así era su longitud, así era su
anchura al mirarla. Me acerqué y corté de ella como una braza,
la coloqué junto a mis compañeros y les ordené que la
afilaran. Estos la alisaron y luego me acerqué yo, le agucé el
extremo y después la puse al fuego para endurecerla. La
coloqué bien cubriéndola bajo el estiércol que estaba
extendido en abundancia por la cueva. Después ordené que
sortearan quién se atrevería a levantar la estaca conmigo y a
retorcerla en su ojo cuando le llegara el dulce sueño, y
eligieron entre ellos a cuatro, a los que yo mismo habría
deseado escoger. Y yo me conté entre ellos como quinto.
Llegó el Cíclope por la tarde conduciendo sus ganados
de hermosos vellones e introdujo en la amplia cueva a sus
gordos rebaños, a todos, y no dejó nada fuera del profundo
establo, ya porque sospechara algo o porque un dios así se lo
aconsejó. Después colocó la gran piedra que hacía de puerta,
levantándola muy alta, y se sentó a ordeñar las ovejas y las
baladoras cabras, todas por orden, y bajo cada una colocó un
recental. Luego que hubo realizado sus trabajos agarró a dos
compañeros a La vez y se los preparó como cena. Entonces me
acerqué y le dije al Cíclope sosteniendo entre mis manos una
copa de negro vino:
«"¡Aquí, Cíclope! Bebe vino después que has comido carne
humana, para que veas qué bebida escondía nuestra nave. Te lo
he traído como libación, por si te compadecieras de mí y me
enviabas a casa, pues estás enfurecido de forma ya intolerable.
¡Cruel, cómo va a llegarse a ti en adelante ninguno de los
numerosos hombres? Pues no has obrado como lo
corresponde."
«Así hablé, y él la tomó, bebió y gozó terriblemente bebiendo
la dulce bebida. Y me pidió por segunda vez:
«"Dame más de buen grado y dime ahora ya tu nombre para
que te ofrezca el don de hospitalidad con el que te vas a
alegrar. Pues también la donadora de vida, la Tierra, produce
para los Cíclopes vino de grandes uvas y la lluvia de Zeus se
las hace crecer. Pero esto es una catarata de ambrosia y néctar."
«Así habló, y yo le ofrecí de nuevo rojo vino. Tres veces se lo
llevé y tres veces bebió sin medida. Después, cuando el rojo
vino había invadido la mente del Cíclope, me dirigí a él con
dulces palabras:
«"Cíclope, ¿me preguntas mi célebre nombre? Te lo voy a decir,
mas dame tú el don de hospitalidad como me has prometido.
Nadie es mi nombre, y Nadie me llaman mi madre y mi padre
y todos mis compañeros."
«Así hablé, y él me contestó con corazón cruel:

«"A Nadie me lo comeré el último entre sus compañeros, y a
los otros antes. Este será tu don de hospitalidad."
«Dijo, y reclinándose cayó boca arriba. Estaba tumbado con su
robusto cuello inclinado a un lado, y de su garganta saltaba
vino y trozos de carne humana; eructaba cargado de vino.
«Entonces arrimé la estaca bajo el abundante rescoldo para que
se calentara y comencé a animar con mi palabra a todos los
compañeros, no fuera que alguien se me escapara por miedo. Y
cuando en breve la estaca estaba a punto de arder en el
fuego, verde como estaba, y resplandecía terriblemente, me
acerqué y la saqué del fuego, y mis compañeros me rodearon,
pues sin duda un demón les infundía gran valor. Tomaron la
aguda estaca de olivo y se la clavaron arriba en el ojo, y yo
hacía fuerza desde arriba y le daba vueltas. Como cuando un
hombre taladra con un trépano la madera destinada a un
navío —otros abajo la atan a ambos lados con una correa y la
madera gira continua, incesantemente—, así hacíamos dar
vueltas, bien asida, a la estaca de punta de fuego en el ojo del
Cíclope, y la sangre corría por la estaca caliente. Al arder la
pupila, el soplo del fuego le quemó todos los párpados, y las
cejas y las raíces crepitaban por el fuego. Como cuando un
herrero sumerge una gran hacha o una garlopa en agua fría
para templarla y esta estride grandemente —pues este es el
poder del hierro—, así estridía su ojo en torno a la estaca de
olivo. Y lanzó un gemido grande, horroroso, y la piedra
retumbó en torno, y nosotros nos echamos a huir aterrorizados.
«Entonces se extrajo del ojo la estaca empapada en sangre y,
enloquecido, la arrojó de sí con las manos. Y al punto se
puso a llamar a grandes voces a los Cíclopes que habitaban
en derredor suyo, en cuevas por las ventiscosas cumbres. Al
oír estos sus gritos, venían cada uno de un sitio y se colocaron
alrededor de su cueva y le preguntaron qué le afligía:
«"¿Qué cosa tan grande sufres, Polifemo, para gritar de
esa manera en la noche inmortal y hacernos abandonar el
sueño? ¿Es que alguno de los mortales se lleva tus rebaños
contra tu voluntad o te está matando alguien con engaño o con
sus fuerzas?"
«Y les contestó desde la cueva el poderoso Polifemo:
«"Amigos, Nadie me mata con engaño y no con sus propias
fuerzas."
«Y ellos le contestaron y le dijeron aladas palabras:
«"Pues si nadie te ataca y estás solo... es imposible escapar de
la enfermedad del gran Zeus, pero al menos suplica a tu padre
Poseidón, al soberano."

«Así dijeron, y se marcharon. Y mi corazón rompió a reír: ¡cómo
los había engañado mi nombre y mi inteligencia irreprochable!
«El Cíclope gemía y se retorcía de dolor, y palpando con las
manos retiró la piedra de la entrada. Y se sentó a la puerta, las
manos extendidas, por si pillaba a alguien saliendo afuera entre
las ovejas. ¡Tan estúpido pensaba en su mente que era yo!
Entonces me puse a deliberar cómo saldrían mejor las cosas ¡si
encontrará el medio de liberar a mis compañeros y a mí mismo
de la muerte..! Y me puse a entretejer toda clase de engaños y
planes, ya que se trataba de mi propia vida. Pues un gran mal
estaba cercano. Y me pareció la mejor esta decisión: los
carneros estaban bien alimentados, con densos vellones,
hermosos y grandes, y tenían una lana color violeta. Conque los
até en silencio, juntándolos de tres en tres, con mimbres bien
trenzadas sobre las que dormía el Cíclope, el monstruo de
pensamientos impíos; el carnero del medio llevaba a un hombre,
y los otros dos marchaban a cada lado, salvando a mis
compañeros. Tres carneros llevaban a cada hombre.
»Entonces yo... había un carnero; el mejor con mucho de todo
su rebaño. Me apoderé de este por el lomo y me coloqué bajo
su velludo vientre hecho un ovillo, y me mantenía con ánimo
paciente agarrado con mis manos a su divino vellón. Así
aguardamos gimiendo a Eos divina, y cuando se mostró la que
nace de la mañana, la de dedos de rosa, sacó a pastar a los
machos de su ganado. Y las hembras balaban por los corrales
sin ordeñar, pues sus ubres rebosaban. Su dueño, abatido por
funestos dolores, tentaba el lomo de todos sus carneros, que
se mantenían rectos. El inocente no se daba cuenta de que
mis compañeros estaban sujetos bajo el pecho de las lanudas
ovejas. El último del rebaño en salir fue el carnero cargado con
su lana y conmigo, que pensaba muchas cosas. El poderoso
Polifemo lo palpó y se dirigió a él:
«"Carnero amigo, ¿por qué me sales de la cueva el último del
rebaño? Antes jamás marchabas detrás de las ovejas, sino que,
a grandes pasos, llegabas el primero a pastar las tiernas flores
del prado y llegabas el primero a las corrientes de los ríos y
el primero deseabas llegar al establo por la tarde. Ahora en
cambio, eres el último de todos. Sin duda echas de menos el
ojo de tu soberano, el que me ha cegado un hombre villano
con la ayuda de sus miserables compañeros, sujetando mi
mente con vino, Nadie, quien todavía no ha escapado —te lo
aseguro— de la muerte. ¡Ojalá tuvieras sentimientos iguales a
los míos y estuvieras dotado de voz para decirme dónde se ha
escondido aquél de mi furia! Entonces sus sesos, cada uno por
un lado, reventarían contra el suelo por la cueva, herido de
muerte, y mi corazón se repondría de los males que me ha
causado el vil Nadie."
«Así diciendo alejó de sí al carnero. Y cuando llegamos un poco
lejos de la cueva y del corral, yo me desaté el primero de
debajo del carnero y liberé a mis compañeros.
Entonces hicimos volver rápidamente al ganado de finas
patas, gordo por la grasa, abundante ganado, y lo condujimos
hasta llegar a la nave.
«Nuestros compañeros dieron la bienvenida a los que
habíamos escapado de la muerte, y a los otros los lloraron
entre gemidos. Pero yo no permití que lloraran, haciéndoles
señas negativas con mis cejas, antes bien, les di órdenes de
embarcar al abundante ganado de hermosos vellones y de
navegar el salino mar.
«Embarcáronlo enseguida y se sentaron sobre los bancos, y,
sentados, batían el canoso mar con los remos.
«Conque cuando estaba tan lejos como para hacerme oír si
gritaba, me dirigí al Cíclope con mordaces palabras:
«"Cíclope, no estaba privado de fuerza el hombre cuyos
compañeros ibas a comerte en la cóncava cueva con tu
poderosa fuerza. Con razón te tenían que salir al encuentro
tus malvadas acciones, cruel, pues no tuviste miedo de
comerte a tus huéspedes en tu propia casa. Por ello te han
castigado Zeus y los demás dioses."
«Así hablé, y él se irritó más en su corazón. Arrancó la cresta
de un gran monte, nos la arrojó y dio detrás de la nave de
azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para que alcanzara
lo alto del timón. El mar se levantó por la caída de la piedra, y
el oleaje arrastró en su reflujo, la nave hacia el litoral y la
impulsó hacia tierra. Entonces tomé con mis manos un largo
botador y la empujé hacia fuera, y di órdenes a mis compañeros
de que se lanzaran sobre los remos para escapar del peligro,
haciéndoles señas con mi cabeza. Así que se inclinaron hacia
adelante y remaban. Cuando en nuestro recorrido estábamos
alejados dos veces la distancia de antes, me dirigí al Cíclope,
aunque mis compañeros intentaban impedírmelo con dulces
palabras a uno y otro lado:
«"Desdichado, ¿por qué quieres irritar a un hombre salvaje?,
un hombre que acaba de arrojar un proyectil que ha hecho
volver a tierra nuestra nave y pensábamos que íbamos a morir
en el sitio. Si nos oyera gritar o hablar machacaría nuestras
cabezas y el madero del navío, tirándonos una roca de aristas
resplandecientes, ¡tal es la longitud de su tiro!"

«Así hablaron, pero no doblegaron mi gran ánimo y me dirigí
de nuevo a él airado:
«"Cíclope, si alguno de los mortales hombres te pregunta por
la vergonzosa ceguera de tu ojo, dile que lo ha dejado ciego
Odiseo, el destructor de ciudades; el hijo de Laertes que tiene
su casa en Itaca."
«Así hablé, y él dio un alarido y me contestó con su palabra:
«"¡Ay, ay, ya me ha alcanzado el antiguo oráculo! Había aquí un
adivino noble y grande, Telemo Eurímida, que sobresalía por sus
dotes de adivino y envejeció entre los Cíclopes vaticinando. Este
me dijo que todo esto se cumpliría en el futuro, que me vería
privado de la vista a manos de Odiseo. Pero siempre esperé que
llegara aquí un hombre grande y bello, dotado de un gran vigor;
sin embargo, uno que es pequeño, de poca valía y débil me ha
cegado el ojo después de sujetarme con vino. Pero ven acá,
Odiseo, para que te ofrezca los dones de hospitalidad y exhorte
al ínclito, al que conduce su carro por la tierra, a que te dé
escolta, pues soy hijo suyo y él se gloría de ser mi padre. Sólo él,
si quiere, me sanará, y ningún otro de los dioses felices ni de los
mortales hombres."
«Así habló, y yo le contesté diciendo:
«"¡Ojalá pudiera privarte también de la vida y de la existencia
y enviarte a la mansión de Hades! Así no te curaría el ojo ni el
que sacude la tierra."
«Así dije, y luego hizo él una súplica a Poseidón soberano,
tendiendo su mano hacia el cielo estrellado:
«"Escúchame tú, Poseidón, el que abrazas la tierra, el de
cabellera azuloscura. Si de verdad soy hijo tuyo —y tú te
precias de ser mi padre—, concédeme que Odiseo, el
destructor de ciudades, no llegue a casa, el hijo de Laertes que
tiene su morada en Itaca. Pero si su destino es que vea a los
suyos y llegue a su bien edificada morada y a su tierra patria,
que regrese de mala manera: sin sus compañeros, en nave
ajena, y que encuentre calamidades en casa."
«Así dijo suplicando, y le escuchó el de azuloscura cabellera.
A continuación levantó de nuevo una piedra mucho mayor y
la lanzó dando vueltas. Hizo un esfuerzo inmenso y dio detrás
de la nave de azuloscura proa, tan cerca que faltó poco para
que alcanzara lo alto del timón. Y el mar se levantó por la
caída de la piedra, y el oleaje arrastró en su reflujo la nave
hacia el litoral y la impulsó hacia tierra.
«Conque por fin llegamos a la isla donde las demás naves de
buenos bancos nos aguardaban reunidas. Nuestros compañeros
estaban sentados llorando alrededor, anhelando continuamente
nuestro regreso. Al llegar allí, arrastramos la nave sobre la
arena y desembarcamos sobre la ribera del mar. Sacamos de la
cóncava nave los ganados del Cíclope y los repartimos de modo
que nadie se fuera sin su parte correspondiente.
«Mis compañeros, de hermosas grebas, me dieron a mí solo,
al repartir el ganado, un carnero de más, y lo sacrifiqué sobre
la playa en honor de Zeus, el que reúne las nubes, el hijo de
Crono, el que es soberano de todos, y quemé los muslos. Pero
no hizo caso de mi sacrificio, sino que meditaba el modo de
que se perdieran todas mis naves de buenos bancos y mis
fieles compañeros.
«Estuvimos sentados todo el día comiendo carne sin parar y
bebiendo dulce vino, hasta el sumergirse de Helios. Y cuando
Helios se sumergió y cayó la oscuridad, nos echamos a dormir
sobre la ribera del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, di orden a mis compañeros de que embarcaran y
soltaran amarras, y ellos embarcaron, se sentaron sobre los
bancos y, sentados, batían el canoso mar con los remos.
«Así que proseguimos navegando desde allí, nuestro corazón
acongojado, huyendo con gusto de la muerte, aunque habíamos
perdido a nuestros compañeros.»

Marcela Noemí Silva
Marcela Noemí Silva
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