CANTO VIII. Odiseo agasajado por los feacios
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos de rosa, se levantó del lecho la sagrada fuerza de Alcínoo y se levantó Odiseo del linaje de Zeus, el destructor de ciudades. La sagrada fuerza de Alcínoo los conducía al ágora que los feacios tenían construida cerca de las naves. Y cuando llegaron se sentaron en piedras pulimentadas, cerca unos de otros. Y recorría la ciudad Palas Atenea, que tomó el aspecto del heraldo del prudente Alcínoo, preparando el regreso a su patria para el valeroso Odiseo. La diosa se colocaba cerca de cada hombre y le decía su palabra: «¡Vamos, caudillos y señores de los feacios! Id al ágora para que os informéis sobre el forastero que ha llegado recientemente a casa del prudente Alcínoo después de recorrer el ponto, semejante en su cuerpo a los inmortales.» Así diciendo movía la fuerza y el ánimo de cada uno. Bien pronto el ágora y los asientos se llenaron de hombres que se iban congregando y muchos se admiraron al ver al prudente hijo de Laertes; que Atenea derramaba una gracia divina por su cabeza y hombros e hizo que pareciese más alto y más grueso: así sería grato a todos los feacios y temible y venerable, y llevaría a término muchas pruebas, las que los feacios iban a poner a Odiseo. Cuando se habían reunido y estaban ya congregados, habló entre ellos Alcínoo y dijo: «Oídme, caudillos y señores de los feacios, para que os diga lo que mi ánimo me ordena dentro del pecho. Este forastero —y no sé quién es—ha llegado errante a mi palacio bien de los hombres de Oriente o de los de Occidente; nos pide una escolta y suplica que le sea asegurada. Apresuremos nosotros su escolta como otras veces, que nadie que llega a mi casa está suspirando mucho tiempo por ella. «Vamos, echemos al mar divino una negra nave que navegue por primera vez, y que sean escogidos entre el pueblo cincuenta y dos jóvenes, cuantos son siempre los mejores. Atad bien los remos a los bancos y salid. Preparad a continuación un convite al volver a mi palacio, que a todos se lo ofreceré en abundancia. Esto es lo que ordeno a los jóvenes. Y los demás, los reyes que lleváis cetro, venid, a mi hermosa mansión para que honremos en el palacio al forastero. Que nadie se niegue. Y llamad al divino aedo Demódoco, a quien la divinidad ha otorgado el canto para deleitar siempre que su ánimo lo empuja a cantar.» Así habló y los condujo y ellos le siguieron, los reyes que llevan cetro. El heraldo fue a llamar al divino aedo y los cincuenta y dos jóyenes se dirigieron, como les había ordenado, á la ribera del mar estéril. Cuando llegaron a la negra nave y al mar echaron la nave al abismo del mar y pusieron el mástil y las velas y ataron los remos con correas, todo según correspondía. Extendieron hacia arriba las blancas velas, anclaron a la nave en aguas profundas y se pusieron en camino para ir a la gran casa del prudente Alcínoo. Y los pórticos, el recinto de los patios y las habitaciones se llenaron de hombres que se congregaban, pues eran muchos, jóvenes y ancianos. Para ellos sacrificó Alcínoo doce ovejas y ocho cerdos albidentes y dos bueyes de rotátiles patas. Los desollaron y prepararon a hicieron un agradable banquete. Y se acercó el heraldo con el deseable aedo a quien Musa amó mucho y le había dado lo bueno y lo malo: le privó de los ojos, pero le concedió el dulce canto. Pontónoo le puso un sillón de clavos de plata en medio de los comensales, apoyándolo a una elevada columna, y el heraldo le colgó de un clavo la sonora cítara sobre su cabeza. y le mostró cómo tomarla con las manos. También le puso al lado un canastillo y una linda mesa y una copa de vino para beber siempre que su ánimo le impulsara. Y ellos echaron mano de las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron arrojado el deseo de comida y bebida, Musa empujó al aedo a que cantara la gloria de los guerreros con un canto cuya fama llegaba entonces al ancho cielo: la disputa de Odiseo y del Pelida Aquiles, cómo en cierta ocasión discutieron en el suntuoso banquete de los dioses con horribles palabras. Y el soberano de hombres; Agamenón, se alegraba en su ánimo de que riñeran los mejores de los aqueos. Así se lo había dicho con su oráculo Febo Apolo en la divina Pitó cuando sobre pasó el umbral de piedra para ir a consultarle; en aquel momento comenzó a desarrollarse el principio de la calamidad para teucros y dánaos por los designios del gran Zeus. Esta cantaba el muy ilustre aedo. Entonces Odiseo tomó con sus pesadas manos su grande, purpúrea manta; se lo echó par encima de la cabeza y cubrió su hermoso rostro; le daba vergüenza dejar caer lágrimas bajo sus párpados delante de los feacios. Siempre que el divino aedo dejaba de cantar se enjugaba las lágrimas y retiraba el manto de su cabeza y, tomando una copa doble, hacía libaciones a los dioses. Pero cuando comenzaba otra vez —lo impulsaban a cantar los más nobles de los feacios porque gozaban con sus versos—, Odiseo se cubría nuevamente la cabeza y lloraba. A los demás les pasó inadvertido que derramaba lágrimas. Sólo Alcínoo lo advirtió y observó, pues estaba sentado al lado y le oía gemir gravemente. Entonces dijo el soberano a los feacios amantes del remo: «¡Oídme, caudillos y señores de los feacios! Ya hemos gozado del bien distribuido banquete y de la cítara que es compañera del festín espléndido; salgamos y probemos toda clase de juegos. Así también el huésped contará a los suyos al volver a casa cuánto superamos a los demás en el pugilato, en la lucha, en el salto y en la carrera.» Así habló y los condujo y ellos les siguieron. El heraldo colgó del clavo la sonora cítara y tomó de la mano a Demódoco; lo sacó del mégaron y lo conducía por el mismo camino que llevaban los mejores de los feacios para admirar los juegos. Se pusieron en camino para ir al ágora y los seguía una gran multitud, miles. Y se pusieron en pie muchos y vigorosos jóvenes, se levantó Acroneo, y Ocíalo, y Elatreo, y Nauteo, y Primneo, y Anquíalo, y Eretmeo, y Ponteo, y Poreo, y Toón, y Anabesineo, y Anfíalo, hijo de Polineo Tectónida. Se levantó también Eurfalo, semejante a Ares, funesto para los mortales, el que más sobresalía en cuerpo y hermosura de todos los feacios después del irreprochable Laodamante. También se pusieron en pie tres hijos del egregio Alcínoo: Laodamante, Halio y Élitoneo, parecido a un dios. Estos hicieron la primera prueba con los pies. Desde la línea de salida se les extendía la pista y volaban velozmente por la llanura levantando polvo. Entre ellos fue con mucho el mejor en el correr el irreprochable Clitoneo; cuanto en un campo noval es el alcance de dos mulas, tanto se les adelantó llegando a la gente mientras los otros se quedaron atrás. Luego hicieron la prueba de la fatigosa lucha y en esta venció Euríalo a todos los mejores. Y en el salto fue Anfíalo el mejor, y en el disco fue Elatreo el mejor de todos con mucho, y en el pugilato Laodamante, el noble hijo de Alcínoo. Y cuando todos hubieron deleitado su ánimo con los juegos, entre ellos habló Laodamante, el hijo de Alcínoo: «Aquí, amigos, preguntemos al huésped si conoce y ha aprendido algún juego. Que no es vulgar en su natural: en sus músculos y piernas, en sus dos brazos, en su robusto cuello y en su gran vigor. Y no carece de vigor juvenil, sino que está quebrantado por numerosos males; que no creo yo que haya cosa peor que el mar para abatir a un hombre por fuerte que sea.» Y Euríalo le contestó y dijo: «Has hablado como te corresponde. Ve tú mismo a desafiarlo y manifiéstale tu palabra.» Cuando le oyó se adelantó el noble hijo de Alcínoo, se puso en medio y dijo a Odiseo: «Ven aquí, padre huésped, y prueba tú también los juegos si es que has aprendido alguno. Es natural que los conozcas, pues no hay gloria mayor para el hombre mientras vive que lo que hace con sus pies o con sus manos. Vamos, pues, haz la prueba y arroja de tu ánimo las penas, pues tu viaje no se diferirá por más tiempo; ya la nave te ha sido botada y tienes preparados unos acompañantes.» Y le respondió y dijo el muy astuto Odiseo: «¡Laodamante! ¿Por qué me ordenáis tal cosa por burlaros de mí? Las perlas ocupan mi interior más que los juegos. Yo he sufrido antes mucho y mucho he soportado. Y ahora estoy sentado en vuestra asamblea necesitando el regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo.» Entonces, Euríalo le contestó y le echó en cara: «No, huésped, no te asemejas a un hombre entendido en juegos, cuantos hay en abundancia entre los hombres, sino al que está siempre en una nave de muchos bancos, a un comandante de marinos mercantes que cuida de la carga y vigila las mercancías y las ganancias debidas al pillaje. No tienes traza de atleta.» Y lo miró torvamente y le contestó el muy astuto Odiseo: «¡Huésped! No has hablado bien y me pareces un insensato. Los dioses no han repartido de igual modo a todos sus amables dones de hermosura, inteligencia y elocuencia. Un hombre es inferior por su aspecto, pero la divinidad lo corona con la hermosura de la palabra y todos miran hacia él complacidos. Les habla con firmeza y con suavidad respetuosa y sobresale entre los congregados, y lo contemplan como a un dios cuando anda por la ciudad. «Otro, por el contrario, se parece a los inmortales en su porte, pero no lo corona la gracia cuando habla. «Así tu aspecto es distinguido y ni un dios lo habría formado de otra guisa, mas de inteligencia eres necio. Me has movido el ánimo dentro del pecho al hablar inconvenientemente. No soy desconocedor de los juegos como tú aseguras, antes bien, creo que estaba entre los primeros mientras confiaba en mi juventud y mis brazos. Pero ahora estoy poseído por la adversidad y los dolores, pues he soportado mucho guerreando con los hombres y atravesando las dolorosas olas. Pero aun así, aunque haya padecido muchos males, probaré en los juegos: tu palabra ha mordido mi corazón y me has provocado al hablar.» Dijo, y con su mismo vestido se levantó, tomó un disco mayor y más ancho y no poco más pesado que con el que solían competir entre sí los feacios. Le dio vueltas, lo lanzó de su pesada mano y la piedra resonó. Echáronse a tierra los feacios de largos remos, hombres ilustres por sus naves, por el ímpetu de la piedra, y esta sobrevoló todas las señales al salir velozmente de su mano. Atenea le puso la señal tomando la forma de un hombre, le dijo su palabra y lo llamó por su nombre: «Incluso un ciego, forastero, distinguiría a tientas la señal, pues no está mezclada entre la multitud sino mucho más adelante; confía en esta prueba; ninguno de los feacios la alcanzará ni sobrepasará.» Así habló, y se alegró el sufridor, el divino Odiseo gozoso porque había visto en la competición un compañero a su favor. Y entonces habló más suavemente a los feacios: «Alcanzad esta señal, jóvenes; en breve lanzaré, creo yo, otra piedra tan lejos o aún más. Y aquél entre los demás feacios, salvo Laodamante, a quien su corazón y su ánimo le impulse, que venga acá, que haga la prueba —puesto que me habéis irritado en exceso— en el pugilato o en la lucha o en la carrera; a nada me niego. Pues Laodamante es mi huésped: ¿Quién lucharía con el que lo honra como huésped? Es hombre loco y de poco precio el que propone rivalizar en los juegos a quien le da hospitalidad en tierra extranjera, pues se cierra a sí mismo la puerta. Pero de los demás no rechazo a ninguno ni lo desprecio, sino que quiero verlo y ejecutar las pruebas frente a él. Que no soy malo en todas las competiciones cuantas hay entre los hombres. Sé muy bien tender el arco bien pulimentado; sería el primero en tocar a un hombre enviando mi dardo entre una multitud de enemigos aunque lo rodearan muchos compañeros y lanzaran flechas contra los hombres. Solo Filoctetes me superaba en el arco en el pueblo de los troyanos cuando disparábamos los aqueos. De los demás os aseguro que yo soy el mejor con mucho, de cuantos mortales hay sobre la tierra que comen pan. Aunque no pretendo rivalizar con hombres antepasados como Heracles y Eurito Ecaliense, los que incluso con los inmortales rivalizaban en el arco. Por eso murió el gran Eurito y no llegó a la vejez en su palacio, pues Apolo lo mató irritado porque le había desafiado a tirar con el arco. «También lanzo la jabalina a donde nadie llegaría con una flecha. Sólo temo a la carrera, no sea que uno de los feacios me sobrepase; que fui excesivamente quebrantado en medio del abundante oleaje, puesto que no había siempre provisiones en la nave y por esto mis miembros están flojos.» Así habló, y todos enmudecieron en silencio. Sólo Alcínoo contestó y dijo: «Huésped, puesto que esto que dices entre nosotros no es desagradable, sino que quieres mostrar la valía que te acompaña, irritado porque este hombre se ha acercado a injuriarte en el certamen —pues no pondría en duda tu valía cualquier mortal que supiera en su interior decir cosas apropiadas—. Pero, vamos, atiende a mi palabra para que a tu vez se lo comuniques a cualquiera de los héroes, cuando comas en tu palacio junto a tu esposa y tus hijos, acordándote de nuestra valía: qué obras nos concede Zeus también a nosotros continuamente ya desde nuestros antepasados. No somos irreprochables púgiles ni luchadores, pero corremos velozmente con los pies y somos los mejores en la navegación; continuamente tenemos agradables banquetes y cítara y bailes y vestidos mudables y baños calientes y camas. «Conque, vamos, bailarines de los feacios, cuantos sois los mejores, danzad; así podrá también decir el huésped a los suyos cuando regrese a casa cuánto superamos a los demás en la náutica y en la carrera y en el baile y en el canto. Que alguien vaya a llevar a Demódoco la sonora cítara que yace en algún lugar de nuestro palacio.» Así habló Alcínoo semejante a un dios, y se levantó un heraldo para llevar la curvada cítara de la habitación del rey. También se levantaron árbitros elegidos, nueve en total —los que organizaban bien cada cosa en los concursos—, allanaron el piso y ensancharon la hermosa pista. Se acercó el heraldo trayendo la sonora cítara a Demódoco y este enseguida salió al centro. A su alrededor se colocaron unos jóvenes adolescentes conocedores de la danza y batían la divina pista con los pies. Odiseo contemplaba el brillo de sus pies y quedó admirado en su ánimo. Y Demódoco, acompañándose de la cítara, rompió a cantar bellamente sobre los amores de Ares y de la de linda corona, Afrodita: cómo se unieron por primera vez a ocultas en el palacio de Hefesto. Ares le hizo muchos regalos y deshonró el lecho y la cama de Hefesto, el soberano. Entonces se lo fue a comunicar Helios, que los había visto unirse en amor. Cuando oyó Hefesto la triste noticia, se puso en camino hacia su fragua meditando males en su interior; colocó sobre el tajo el enorme yunque y se puso a forjar unos hilos irrompibles, indisolubles, para que se quedaran allí firmemente. Y cuando había construido su trampa irritado contra Ares, se puso en camino hacia su dormitorio, donde tenía la cama, y extendió los hilos en círculo por todas partes en torno a las patas de la cama; muchos estaban tendidos desde arriba, desde el techo, como suaves hilos de araña, hilos que no podría ver nadie, ni siquiera los dioses felices, pues estaban fabricados con mucho engaño. Y cuando toda su trampa estuvo extendida alrededor de la cama, simuló marcharse a Lemnos, bien edificada ciudad, la que le era más querida de todas las tierras. Ares, el que usa riendas de oro, no tuvo un espionaje ciego, pues vio marcharse lejos a Hefesto, al ilustre herrero, y se puso en camino hacia el palacio del muy ilustre Hefesto deseando el amor de la diosa de linda corona, de la de Citera. Estaba ella sentada, recién venida de junto a su padre, el poderoso hijo de Cronos. Y él entró en el palacio y la tomó de la mano y la llamó por su nombre: «Ven acá, querida, vayamos al lecho y acostémonos, pues Hefesto ya no está entre nosotros, sino que se ha marchado a Lemnos, junto a los sintias, de salvaje lengua.» Así habló, y a ella le pareció deseable acostarse. Y los dos marcharon a la cama y se acostaron. A su alrededor se extendían los hilos fabricados del prudence Hefesto y no les era posible mover los miembros ni levantarse. Entonces se dieron cuenta que no había escape posible. Y llegó a su lado el muy ilustre cojo de ambos pies, pues había vuelto antes de llegar a tierra de Lemnos; Helios mantenía la vigilancia y le dio la noticia y se puso en camino hacia su palacio, acongojado su corazón. Se detuvo en el pórtico y una rabia salvaje se apoderó de él, y gritó estrepitosamente haciéndose oír de todos los dioses: «Padre Zeus y los demás dioses felices que vivís siempre, venid aquí para que veáis un acto ridículo y vergonzoso: cómo Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra continuamente porque soy cojo y se entrega amorosamente al pernicioso Ares; que él es hermoso y con los dos pies, mientras que yo soy lisiado. Pero ningún otro es responsable, sino mis dos padres: ¡no me debían haber engendrado! Pero mirad dónde duermen estos dos en amor; se han metido en mi propia cama. Los estoy viendo y me lleno de dolor, pues nunca esperé ni por un instante que iban a dormir así por mucho que se amaran. Pero no van a desear ambos seguir durmiendo, que los sujetará mi trampa y las ligaduras hasta que mi padre me devuelva todos mis regalos de esponsales, cuantos le entregué por la muchacha de cara de perra. Porque su hija era bella, pero incapaz de contener sus deseos.» Así habló, y los dioses se congregaron junto a la casa de piso de bronce. Llegó Poseidón, el que conduce su carro por la tierra; llegó el subastador, Hermes, y llegó el soberano que dispara desde lejos, Apolo. Pero las hembras, las diosas, se quedaban por vergüenza en casa cada una de ellas. Se apostaron los dioses junto a los pórticos, los dadores de bienes, y se les levantó inextinguible la risa al ver las artes del prudente Hefesto. Y al verlo, decía así uno al que tenía más cerca: «No prosperan las malas acciones; el lento alcanza al veloz. Así, ahora, Hefesto, que es lento, ha cogido con sus artes a Ares, aunque es el más veloz de los dioses que ocupan el Olimpo, cojo como es. Y debe la multa por adulterio.»
Así decían unos a otros. Y el soberano, hijo de Zeus, Apolo, se dirigió a Hermes: «Hermes, hijo de Zeus, Mensajero, dador de bienes, ¿te gustaría dormir en la cama junto a la dorada Afrodita sujeto por fuertes ligaduras?» Y le contestó el mensajero el Argifonte: «¡Así sucediera esto, soberano disparador de lejos, Apolo! ¡Que me sujetaran interminables ligaduras tres veces más que ésas y que vosotros me mirarais, los dioses y todas las diosas!» Así dijo y se les levantó la risa a los inmortales dioses. Pero a Poseidón no le sujetaba la risa y no dejaba de rogar a Hefesto, al insigne artesano, que liberara a Ares. Y le habló y le dirigió aladas palabras: «Suéltalo y te prometo, como ordenas, que te pagaré todo lo que es justo entre los inmortales dioses.» Y le contestó el insigne cojo de ambos pies: «No, Poseidón, que conduces tu carro por la tierra, no me ordenes eso; sin valor son las fianzas que se toman por gente sin valor. ¿Cómo iba yo a requerirte entre los inmortales dioses si Ares se escapa evitando la deuda y las ligaduras? Y le respondió Poseidón, el que sacude la tierra:
«Hefesto, si Ares huye sin pagar la deuda, yo mismo te la pagaré.» Y le contestó el muy insigne cojo de ambos pies: «No es posible ni está bien negarme a tu palabra.» Así hablando los liberó de las ligaduras la fuerza de Hefesto. Y cuando se vieron libres de las ligaduras, aunque eran muy fuertes, se levantaron enseguida: él marchó a Tracia y ella se llegó a Chipre, Afrodita, la que ama la risa. Allí la lavaron las Gracias y la ungieron con aceite inmortal, cosas que aumentan el esplendor de los dioses que viven siempre y la vistieron deseables vestidos, una maravilla para verlos. Esto cantaba el muy insigne aedo. Odiseo gozaba en su interior al oírlo y también los demás feacios que usan largos remos, hombres insignes por sus naves. Alcínoo ordenó a Halio y Laodamante que danzaran solos, pues nadie rivalizaba con ellos. Así que tomaron en sus manos una hermosa pelota de púrpura (se la había hecho el sabio Pólibo); el uno la lanzaba hacia las sombrías nubes doblándose hacia atrás y el otro saltando hacia arriba la recibía con facilidad antes de tocar el suelo con sus pies. Después; cuando habían hecho la prueba de lanzar la pelota en línea recta, danzaban sobre la tierra nutricia cambiando a menudo sus posiciones; los demás jóvenes aplaudían en pie entre la concurrencia y gradualmente se levantaba un gran murmullo. Fue entonces cuando el divino Odiseo se dirigió a Alcínoo: «Alcínoo, poderoso, el más insigne de todo tu pueblo, con razón me asegurabas que erais los mejores bailarines. Se ha presentado esto como un hecho cumplido, la admiración se apodera de mí al verlo.» Así habló, y se alegró la sagrada fuerza de Alcínoo. Y enseguida dijo a los feacios amantes del remo: «Escuchad, caudillos y señores de los feacios. El huésped me parece muy discreto. Vamos, démosle un regalo de hospitalidad, como es natural. Puesto que gobiernan en el pueblo doce esclarecidos reyes —yo soy el decimotercero—, cada uno de estos entregadle un vestido bien lavado y un manto y un talento de estimable oro. Traigámoslo enseguida todos juntos para que el huésped, con ello en sus manos, se acerque al banquete con ánimo gozoso. Y que Euríalo lo aplaque con sus palabras y con un regalo, que no dijo su palabra como le correspondía.» Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y se lo aconsejaron a Euríalo. Y cada uno envió un heraldo para que trajera los regalos. Entonces, Euríalo le contestó y dijo: «Alcínoo poderoso, el más señalado de todo el pueblo, aplacaré al huésped como tú ordenas. Le regalaré esta espada Coda de bronce, cuya empuñadura es de plata y cuya vaina está rodeada de marfil recién cortado. Y le será de mucho valor.» Así dijo, y puso en manos de Odiseo la espada de clavos de plaza; le habló y le dirigió aladas palabras: «Salud, padre huésped, si alguna palabra desagradable ha sido dicha, que la arrebaten los vendavales y se la lleven. Y a ti, que los dioses te concedan ver a tu esposa y llegar a tu patria, pues sufres penalidades largo tiempo ya lejos de los tuyos.» Y le contestó y dijo el muy astuto Odiseo: «También a ti, amigo, salud y que los dioses te concedan felicidad, y que después no sientas nostalgia de la espada esta que ya me has dado aplacándome con tus palabras.» Así dijo, y colocó la espada de clavos de plata en torno a sus hombros. Cuando se sumergió Helios, ya tenía él a su lado los insignes regalos; los ilustres heraldos los llevaban al palacio de Alcínoo y los hijos del irreprochable Alcínoo los recibieron y colocaron los muy hermosos regalos junto a su venerable madre. Ante ellos marchaba la sagrada fuerza de Alcínoo y al llegar se sentaron en elevados sillones. Entonces se dirigió a Arete la fuerza de Alcínoo: «Trae acá, mujer, un arcón insigne, el que sea mejor. Y en él coloca un vestido bien lavado y un manto. Calentadle un caldero de bronce con fuego alrededor y templad el agua para que se lave y vea bien puestos todos los regalos que le han traído aquí los irreprochables feacios, y goce con el banquete escuchando también la música de una tonada. También yo le entregaré esta copa mía hermosísima, de oro, para qua se acuerde de mí todos los días al hacer libaciones en su palacio a Zeus y a los demás dioses.» Así dijo, y Arete ordenó a sus esclavas que colocaran al fuego un gran trípode lo antes posible. Ellas colocaron al fuego ardiente una bañera de tres patas, echaron agua, pusieron leña y la encendieron debajo. Y el fuego lamía el vientre de la bañera y se calentaba el agua. Entretanto Arete traía de su tálamo un arcón hermosísimo para el huésped en él había colocado los lindos regalos, vestidos y oro, que los feacios le habían dado. También había colocado en el arcón un hermoso vestido y un manto y le habló y le dirigió aladas palabras: «Mira tú mismo esta tapa y échale enseguida un nudo, no sea que alguien la fuerce en el viaje cuando duermas dulce sueño al marchar en la negra nave.» Cuando escuchó esto el sufridor, el divino Odiseo, adaptó la tapa y le echó enseguida un bien trabado nudo, el que le había enseñado en otro tiempo la soberana Circe. Acto seguido el ama de llaves ordenó que lo lavaran una vez metido en la bañera, y él vio con gusto el baño caliente, pues no se había cuidado a menudo de él desde que había abandonado la morada de Calipso, la de lindas trenzas. En aquella época le estaba siempre dispuesto el baño como para un dios. Cuando las esclavas lo habían lavado y ungido con aceite y le habían puesto túnica y manto, salió de la bañera y fue hacia los hombres que bebían vino. Y Nausícaa, que tenía una hermosura dada por los dioses se detuvo junto a un pilar del bien fabricado techo. Y admiraba a Odiseo al verlo en sus ojos; y le habló y le dijo aladas palabras: «Salud, huésped, acuérdate de mí cuando estés en tu patria, pues es a mí la primera a quien debes la vida.»
Y le contestó y le dijo el muy astuto Odiseo: «Nausícaa, hija del valeroso Alcínoo, que me conceda Zeus, el que truena fuerte, el esposo de Hera, volver a mi casa y ver el día del regreso. Y a ti, incluso allí te haré súplicas como a una diosa, pues tú, muchacha, me has devuelto la vida.» Dijo, y se sentó en su sillón junto al rey Alcínoo. Y ellos ya estaban repartiendo las porciones y mezclando el vino. Y un heraldo se acercó conduciendo al deseable aedo, a Demódoco, honrado en el pueblo, y le hizo sentar en medio de los comensales apoyándolo junto a una enorme columna. Entonces se dirigió al heraldo el muy inteligente Odiseo, mientras cortaba el lomo —pues aún sobraba mucho— de un albidente cerdo (y alrededor había abundante grasa): «Heraldo, van acá, entrega esta carne a Demódoco para que lo coma, que yo le mostraré cordialidad por triste que esté. Pues entre todos los hombres terrenos los aedos participan de la honra y del respeto, porque Musa les ha enseñado el canto y ama a la raza de los aedos.» Así dijo, el heraldo lo llevó y se lo puso en las manos del héroe Demódoco, y este lo recibió y se alegró en su ánimo. Y ellos echaban mano de las viandas que tenían delante.
Cuando hubieron arrojado lejos de sí el deseo de bebida y de comida, ya entonces se dirigió a Demódoco el muy inteligente Odiseo: «Demódoco, muy por encima de todos los mortales te alabo: seguro que te han enseñado Musa, la hija de Zeus, o Apolo. Pues con mucha belleza cantas el destino de los aqueos —cuánto hicieron y sufrieron y cuánto soportaron— como si tú mismo lo hubieras presenciado o lo hubieras escuchado de otro allí presente! «Pero, vamos, pasa a otro tema y canta la estratagema del caballo de madera que fabricó Epeo con la ayuda de Atenea; la emboscada que en otro tiempo condujo el divino Odiseo hasta la Acrópolis, llenándola de los hombres que destruyeron Ilión. «Si me narras esto como te corresponde, yo diré bien alto a todos los hombres que la divinidad te ha concedido benigna el divino canto.» Así habló, y Demódoco, movido por la divinidad, inició y mostró su canto desde el momento en que los argivos se embarcaron en las naves de buenos bancos y se dieron a la mar después de incendiar las tiendas de campaña. Ya estaban los emboscados con el insigne Odiseo en el ágora de los troyanos, ocultos dentro del caballo, pues los mismos troyanos lo habían arrastrado hasta la Acrópolis. Así estaba el caballo, y los troyanos deliberaban en medio de una gran incertidumbre sentados alrededor de este. Y les agradaban tres decisiones: rajar la cóncava madera con el mortal bronce, arrojarlo por las rocas empujándolo desde lo alto, o dejar que la gran estatua sirviera para aplacar a los dioses. Esta última decisión es la que iba a cumplirse. Pues era su Destino que perecieran una vez que la ciudad encerrara el gran caballo de madera donde estaban sentados todos los mejores de los argivos portando la muerte y Ker para los troyanos. Y cantaba cómo los hijos de los aqueos asolaron la ciudad una vez que salieron del caballo y abandonaron la cóncava emboscada. Y cantaba que unos por un lado y otros por otro iban devastando la elevada ciudad, pero que Odiseo marchó semejante a Ares en compañía del divino Menelao hacia el palacio de Deífobo. Y dijo que, una vez allí, sostuvo el más terrible combate y que al fin venció con la ayuda de la valerosa Atenea. Esto es lo que cantaba el insigne aedo, y Odiseo se derretía: el llanto empapaba sus mejillas deslizándose de sus párpados. Como una mujer llora a su marido arrojándose sobre él caído ante su ciudad y su pueblo por apartar de esta y de sus hijos el día de la muerte —ella lo contempla moribundo y palpitante, y tendida sobre él llora a voces; los enemigos cortan con sus lanzas la espalda y los hombros de los ciudadanos y se los llevan prisioneros para soportar el trabajo y la pena, y las mejillas de esta se consumen en un dolor digno de lástima—, así Odiseo destilaba bajo sus párpados un llanto digno de lástima. A los demás les pasó desapercibido que derramaba lágrimas, y sólo Alcínoo lo advirtió y observó sentado como estaba cerca de él y le oyó gemir pesadamente. Entonces dijo al punto a los feacios amantes del remo: «Escuchad, caudillos y señores de los feacios. Que Demódoco detenga su cítara sonora, pues no agrada a todos al cantar esto. Desde que estamos cenando y comenzó el divino aedo, no ha dejado el huésped un momento el lamentable llanto. El dolor le rodea el ánimo. «Varnos, que se detenga para que gocemos todos por igual, los que le damos hospitalidad y el huésped, pues así será mucho mejor. Que por causa del venerable huésped se han preparado estas cosas, la escolta y amables regalos, cosas que le entregamos como muestra de afecto. Como un hermano es el huésped y el suplicante para el hombre que goce de sensatez por poca que sea. Por ello, tampoco tú escondas en tu pensamiento astuto lo que voy a preguntarte, pues lo mejor es hablar. Dime tu nombre, el que te llamaban allí tu madre y tu padre y los demás, los que viven cerca de ti. Pues ninguno de los hombres carece completamente de nombre, ni el hombre del pueblo ni el noble, una vez que han nacido. Antes bien, a todos se lo ponen sus padres una vez que lo han dado a luz. Dime también tu tierra, tu pueblo y tu ciudad para que te acompañen allí las naves dotadas de inteligencia. Pues entre los feacios no hay pilotos ni timones en sus naves, cosas que otras naves tienen. Ellas conocen las intenciones y los pensamientos de los hombres y conocen las ciudades y los fértiles campos de todos los hombres. Recorren velozmente el abismo del mar aunque estén cubiertas por la oscuridad y la niebla, y nunca tienen miedo de sufrir daño ni de ser destruidas. Pero yo he oído decir en otro tiempo a mi padre Nausítoo que Poseidón estaba celoso de nosotros porque acompañamos a todos sin daño. Y decía que algún día destruiría en el nebuloso ponto a una bien fabricada nave de los feacios al volver de una escolta y nos bloquearía la ciudad con un gran monte. Así decía el anciano; que la divinidad cumpla esto o lo deje sin cumplir, como sea agradable a su ánimo. «Pero, vamos, dime —e infórmame en verdad.—, por dónde has andado errante y a qué regiones de hombres has llegado. Háblame de ellos y de sus bien habitadas ciudades, los que son duros y salvajes y no justos, y los que son amigos de los forasteros y tienen sentimientos de veneración hacia los dioses. Dime también por qué lloras y te lamentas en tu ánimo al oír el destino de los argivos, de los dánaos y de Ilión. Esto lo han hecho los dioses y han urdido la perdición para esos hombres, para que también sea motivo de canto pará los venideros. ¿Es que ha perecido ante Ilión algún pariente tuyo..., un noble yerno, o suegro, los que son más objeto de preocupación después de nuestra propia sangre y linaje? ¿O un noble amigo de sentimientos agradables? Pues no es inferior a un hermano el amigo que tiene pensamientos discretos.»
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