EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca-II

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 3:35 am






CANTO II.
Telémaco reúne en asamblea al pueblo de Ítaca

Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, al punto el amado hijo de Odiseo se levantó
del lecho, vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda
espada y bajo sus pies, brillantes como el aceite, calzó hermosas
sandalias.
Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante a un
dios en su porte y ordenó a los vocipotentes heraldos que
convocaran en asamblea a los aqueos de largo cabello;
aquéllos dieron el bando y estos comenzaron a reunirse con
premura. Después, cuando hubieron sido reunidos y estaban
ya congregados, se puso en camino hacia la plaza —en su mano
una lanza de bronce—; mas no solo, que le seguían dos
lebreles de veloces patas. Entonces derramó Atenea sobre él
una gracia divina y lo contemplaban admirados todos los
ciudadanos; se sentó en el trono de su padre y los ancianos le
cedieron el sitio.
A continuación comenzó a hablar entre ellos el héroe
Egiptio, quien estaba ya encorvado por la vejez y sabía
miles de cosas, pues también su hijo, el lancero Antifo, había
embarcado en las cóncavas naves en compañía del divino
Odiseo hacia Ilión de buenos potros; lo había matado el
salvaje Cíclope en su profunda cueva y lo había preparado
como último bocado de su cena. Aún le quedaban tres: uno
estaba entre los pretendientes y los otros dos cuidaban sin
descanso los bienes paternos. Pero ni aun así se había olvidado
de aquél, siempre lamentándose y afligiéndose. Derramando
lágrimas por su hijo levantó la voz y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros.
Nunca hemos tenido asamblea ni sesión desde que el divino
Odiseo marchó en las cóncavas naves. ¿Quién, entonces, nos
convoca ahora de esta manera? ¿A quién ha asaltado tan
grande necesidad ya sea de los jóvenes o de los ancianos?
¿Acaso ha oído alguna noticia de que llega el ejército, noticia
que quiere revelarnos una vez que él se ha enterado?, ¿o
nos va a manifestar alguna otra cosa de interés para el
pueblo? A mí me parece que es noble, afortunado. ¡Así Zeus
llevara a término lo bueno que él revuelve en su mente!»
Así habló, y el amado hijo de Odiseo se alegró por sus
palabras. Con que ya no estuvo sentado por más tiempo y
sintió un deseo repentino de hablar. Se puso en pie en mitad de
la plaza y le colocó el cetro en la mano el heraldo Pisenor,
conocedor de consejos discretos.
Entonces se dirigió primero al anciano y dijo:
«Anciano, no está lejos ese hombre, soy yo el que ha
convocado al pueblo (y tú lo sabrás pronto), pues el dolor
me ha alcanzado en demasía. No he escuchado noticia
alguna de que llegue el ejército que os vaya a revelar después
de enterarme yo, ni voy a manifestaros ni a deciros nada de
interés para el pueblo, sino un asunto mío privado que me ha
caído sobre el palacio como una peste, o mejor como dos: uno
es que he perdido a mi noble padre, que en otro tiempo
reinaba sobre vosotros aquí presentes y era bueno como un
padre. Pero ahora me ha sobrevenido otra peste aún mayor
que está a punto de destruir rápidamente mi casa y me va a
perder toda la hacienda: asedian a mi madre, aunque ella no
lo quiere, unos pretendientes hijos de hombres que son aquí
los más nobles. Estos tienen miedo de ir a casa de su padre
Icario para que este dote a su hija y se la entregue a quien él
quiera y encuentre el favor de ella. En cambio vienen todos los
días a mi casa y sacrifican bueyes, ovejas y gordas cabras y se
banquetean y beben a cántaros el rojo vino. Así que se están
perdiendo muchos bienes, pues no hay un hombre como
Odiseo que arroje esta maldición de mi casa. Yo todavía no
soy para arrojarla, pero ¡seguro que más adelante voy a ser
débil y desconocedor del valor! En verdad que yo la
rechazaría si me acompañara la fuerza, pues ya no son
soportables las acciones que se han cometido y mi casa está
perdida de la peor manera. Indignaos también vosotros y
avergonzaos de vuestros vecinos, los que viven a vuestro
lado. Y temed la cólera de los dioses, no vaya a ser que
cambien la situación irritados por sus malas acciones. Os lo
ruego por Zeus Olímpico y por Temis, la que disuelve y
reúne las asambleas de los hombres; conteneos, amigos, y
dejad que me consuma en soledad, víctima de la triste pena
— a no ser que mi noble padre Odiseo alguna vez hiciera
mal a los aqueos de hermosas grebas, a cambio de lo cual me
estáis dañando rencorosamente y animáis a los pretendientes.
Para mí sería más ventajoso que fuerais vosotros quienes
consumen mis propiedades y ganado. Si las comierais
vosotros algún día obtendría la devolución, pues recorrería la
ciudad con mi palabra demandándoos el dinero hasta que me
fuera devuelto todo; ahora, sin embargo, arrojáis sobre mi
corazón dolores incurables.»
Así habló indignado y arrojó el cetro a tierra con un repentino
estallido de lágrimas. Y la lástima se apoderó de todo el
pueblo. Quedaron todos en silencio y nadie se atrevió a
replicar a Telémaco con palabras duras; sólo Antínoo le dijo en
contestación:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de reprimir tu cólera; ¿qué cosa
has dicho, cubriéndonos de vergüenza? Desearías cubrirnos
de baldón. Sabes que los culpables no son los
pretendientes de entre los aqueos, sino tu madre, que sabe
muy bien de astucias. Pues ya es este el tercer año, y con
rapidez se acerca el cuarto, desde que aflige el corazón en el
pecho de los aqueos. A todos da esperanzas y hace
promesas a cada pretendiente enviándole recados; pero su
imaginación maquina otras cosas.
«Y ha meditado este otro engaño en su pecho: levantó un gran
telar en el palacio y allí tejía, telar sutil a inacabable, y sin
dilación nos dijo: "Jóvenes pretendientes míos, puesto que ha
muerto el divino Odiseo, aguardad, por mucho que deseéis
esta boda conmigo, a que acabe este manto —no sea que se
me pierdan inútilmente los hilos—, este sudario para el héroe
Laertes, para cuando lo arrebate el destructor destino de la
muerte de largos lamentos. Que no quiero que ninguna de las
aqueas del pueblo se irrite conmigo si yace sin sudario el que
tanto poseyó."
«Así dijo, y nuestro noble ánimo la creyó. Así que durante el
día tejía la gran tela y por la noche, colocadas antorchas a su
lado, la destejía. Su engaño pasó inadvertido durante tres
años y convenció a los aqueos, pero cuando llegó el cuarto
año y pasaron las estaciones, una de sus mujeres, que lo
sabía todo, nos lo reveló y sorprendimos a esta destejiendo la
brillante tela. Así fue como la terminó, y no voluntariamente,
sino por la fuerza.
«Conque esta es la respuesta que te dan los pretendientes,
para que la conozcas tú mismo y la conozcan todos los
aqueos: envía por tu madre y ordénala que se case con quien
la aconseje su padre y a ella misma agrade. Pero si todavía
sigue atormentando mucho tiempo a los hijos de los aqueos
ejercitando en su mente las cualidades que le ha concedido
Atenea en exceso (ser entendida en trabajos femeninos muy
bellos y tener pensamientos agudos y astutos como nunca
hemos oído que tuvieran ninguna de las aqueas de lindas
trenzas ni siquiera de las que vivieron antiguamente,
como Tiro, Alcmena y Micena de linda corona —ninguna de
ellas pensó planes semejantes a los de Penélope—), entonces,
esto al menos no habrá sido lo más conveniente que haya
planeado. Pues tu hacienda y propiedades te serán
devoradas mientras ella mantenga semejante decisión que los
dioses han puesto ahora en su pecho. Se está creando para sí
una gran gloria, pero para ti solo la añoranza de tu mucha
hacienda.
«En cuanto a nosotros, no marcharemos a nuestros trabajos ni
a parte alguna hasta que se case con el que quiera de los
aqueos.»
Y le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo, no me es posible echar de mi casa contra su
voluntad a la que me ha dado a luz, a la que me ha criado,
mientras mi padre está en otra parte de la tierra, viva él o esté
muerto. Y será terrible para mí devolver a Icario muchas
cosas si envío a mi madre por propia iniciativa. Por parte de
mi padre sufriré castigo y otros me darán la divinidad,
puesto que mi madre conjurará a las diosas Erinias si se
marcha de casa, y también por parte de los hombres tendré
castigo. Por esto jamás diré yo esa palabra. Conque, si
vuestro ánimo se irrita por esto, salid de mi palacio y
preparaos otros banquetes comiendo vuestras posesiones e
invitándoos en vuestras casas recíprocamente, que yo clamaré
a los dioses, que viven siempre, por si Zeus me concede que
vuestras obras sean castigadas de algún modo: ¡pereceréis al
punto, sin nadie que os vengue, dentro de este palacio!»
Así habló Telémaco, y Zeus que ve a lo ancho, le echó a volar
dos águilas desde arriba, desde las cumbres de la montaña.
Estas se dirigían volando a la par del soplo del viento cerca
una de otra, extendidas las alas. Cuando llegaron al centro
de la plaza, donde mucho se habla, comenzaron a dar vueltas
batiendo sus espesas alas y llegaron cerca de las cabezas de
todos, y en sus ojos brillaba la muerte. Y desgarrándose con
las uñas mejillas y cuellos se lanzaron por la derecha a través
de las casas y la ciudad de los itacenses. Admiraron estos
aterrados a las aves cuando las vieron con sus ojos, y
removían en su corazón qué era lo que iba a cumplirse. Y
entre ellos habló el anciano héroe Haliterses Mastorida, pues
sólo él aventajaba a los de su edad en conocer los pájaros y
explicar presagios. Levantó la voz con buenas intenciones
hacia ellos y comenzó a hablar:
«Ahora, itacenses, escuchadme a mí lo que voy a deciros
—y es sobre todo a los pretendientes a quienes voy a hacer
esta revelación—: sobre ellos anda dando vueltas una gran
desgracia, pues Odiseo ya no estará mucho tiempo lejos de
los suyos, sino que ya está cerca, en alguna parte, y está
sembrando la muerte y el destino para todos estos. También
para otros muchos de los que habitamos Itaca, hermosa al
atardecer, habrá desgracias. Pensemos entonces cuanto antes
cómo ponerles término o bien que se lo pongan ellos a sí
mismos, pues esto será lo que más les conviene. Y yo no
vaticino como un inexperto, sino como uno que sabe bien. Os
aseguro que todo se está cumpliendo para él como se lo dije
cuando los argivos embarcaron para Ilión y con ellos marchó
el astuto Odiseo. Le dije que sufriría muchas calamidades, que
perdería a todos sus compañeros y que volvería a casa a los
veinte años desconocido de todos. Y ya se está cumpliendo
todo.»
Y le contestó Eurímaco, hijo de Pólibo:
«Viejo, vete ya a casa a profetizar a tus hijos, no sea que sufran
alguna desgracia en el futuro. Estas cosas las vaticino yo
mucho mejor que tú. Numerosos son los pájaros que van y
vienen bajo los rayos del Sol y no todos son de agüero. Está
claro que Odiseo ha muerto lejos —¡ojalá que hubieras
perecido tú también con él!; no habrías dicho tantos vaticinios
ni habrías incitado al irritado Telémaco esperando
ansiosamente un regalo para tu casa, por si te lo daba. Conque
voy a hablarte, y esto sí se va a cumplir: si tú, sabedor de
muchas y antiguas cosas, incitas con tus palabras a un
hombre más joven a que se irrite, para él mismo primero
será más penoso —pues nada podrá conseguir con estas
predicciones—, y a ti, viejo, te pondremos una multa que te
será doloroso pagar. Y tu dolor será insoportable.
En cuanto a Telémaco, yo mismo voy a darle un consejo
delante de todos: que ordene a su madre volver a casa de su
padre. Ellos le prepararán unas nupcias y le dispondrán una
muy abundante dote, cuanta es natural que acompañe a una
hija querida. No creo yo que los hijos de los aqueos renuncien
a su pretensión laboriosa, pues no tememos a nadie a pesar
de todo y no, desde luego, a Telémaco por mucha palabrería
que muestre. Tampoco hacemos caso del presagio sin
cumplimiento que tú, viejo, nos revelas haciéndotenos
todavía más odioso. Igualmente serán devorados tus bienes
de mala manera y jamás lo serán compensados, al menos
mientras ella entretenga a los aqueos respecto de su boda.
Pues nosotros nos mantenemos expectantes todos los días y
rivalizamos por causa de su excelencia, y no marchamos tras
otras con las que a cada uno nos convendría casar.»
Entonces le contestó Telémaco discretamente:
«Eurímaco y demás ilustres pretendientes: no voy a apelar más
a vosotros ni tengo más que decir; ya lo saben los dioses y
todos los aqueos. Pero dadme ahora una rápida nave y veinte
compañeros que puedan llevar a término conmigo un viaje
aquí y allá, pues me voy a Esparta y a la arenosa Pilos para
enterarme del regreso de mi padre, largo tiempo ausente, por
si alguno de los mortales me lo dice o escucho la Voz que
viene de Zeus, la que, sobre todas, lleva a los hombres las
noticias. Si oigo que mi padre vive y está de vuelta, soportaré
todavía otro año; pero si oigo que ha muerto y que ya no vive,
regresaré enseguida a mi tierra patria, levantaré una tumba en
su honor y le ofrendaré exequias en abundancia, cuantas está
bien, y entregaré mi madre a un marido.»
Así hablando se sentó, y entre ellos se levantó Méntor,
que era compañero del irreprochable Odiseo y a quien este
al marchar en las naves había encomendado toda su casa —
que obedecieran todos al anciano y que él conservara todo
intacto—. Este levantó la voz con buenos sentimientos hacia
ellos y dijo:
«Escuchadme ahora a mí, itacenses, lo que voy a deciros: ¡que
de ahora en adelante ningún rey portador de cetro sea
benévolo, ni amable, ni bondadoso, y no sea justo en su
pensamiento, sino que siempre sea cruel y obre injustamente!,
pues del divino Odiseo no se acuerda ninguno de los
ciudadanos sobre los que reinó, aunque era tierno como un
padre. Mas yo me lamento no de que los esforzados
pretendientes cometan acciones violentas por la maldad de su
espíritu, pues exponen sus propias cabezas al comerse con
violencia la hacienda de Odiseo, asegurando que este ya no
volverá jamás. Me irrito más bien contra el resto del pueblo,
de qué modo estáis todos sentados en silencio y, aun siendo
muchos, no contenéis a los pretendientes, que son pocos,
cercándoles con vuestras palabras.»
Y le contestó Leócrito, el hijo de Evenor:
«Obstinado Méntor, ayuno de sesos; ¿qué has dicho
incitándolos a que nos contengan? Difícil sería incluso a
hombres más numerosos luchar por un banquete. Pues
aunque el itacense Odiseo viniera en persona y maquinara en
su mente arrojar del palacio a los nobles pretendientes que se
banquetean en su casa, no se alegraría su esposa de que
viniera, por mucho que lo desee, sino que allí mismo atraería
sobre sí vergonzosa muerte si luchara con hombres más
numerosos. Y tú no has hablado como te corresponde.
Vamos, ciudadanos, dispersaos cada uno a sus trabajos. A
este le ayudarán para el viaje Méntor y Halitérses, que son
compañeros de su padre desde hace mucho tiempo. Aunque
sentado por mucho tiempo, creo yo, escuchará las noticias en
Itaca y jamás llevará a término tal viaje. »
Así habló y disolvió la asamblea rápidamente. Se dispersaron
cada uno a su casa y los pretendientes marcharon al palacio
del divino Odiseo.
Telémaco, en cambio, se alejó hacia la orilla del mar, lavó sus
manos en el canoso mar y suplicó a Atenea:
«Préstame oídos tú, divinidad que llegaste ayer a mi palacio
y me diste la orden de marchar en una nave sobre el
brumoso ponto para informarme sobre el regreso de mi
padre, largo tiempo ausente. Todo esto lo están retrasando
los aqueos, sobre todo los pretendientes, funestamente
arrogantes.»
Así habló suplicándole; Atenea se le acercó semejante a Méntor
en la figura y voz y se dirigió a él con aladas palabras:
«Telémaco, no serás en adelante cobarde ni estúpido si has
heredado el noble corazón de tu padre; ¡cómo era él para
realizar obras y palabras! Por esto tu viaje no va a ser
infructuoso ni baldío. Pero si no eres hijo de aquél y de
Penélope, no tengo esperanza alguna de que lleves a cabo lo
que meditas. Pocos, en efecto, son los hijos iguales a su padre;
la mayoría son peores y sólo unos pocos son mejores que su
padre. Pero puesto que en el futuro no vas a ser cobarde ni
estúpido ni te ha abandonado del todo el talento de Odiseo,
hay esperanza de que llegues a realizar tal empresa.
«Deja, pues, ahora las intenciones y pensamientos de los
enloquecidos pretendientes, pues no son sensatos ni justos; no
saben que la muerte y la negra Ker están ya a su lado para
matar a todos en un día. El viaje que preparas ya no está tan
lejano para ti, y es que yo soy tan buen amigo de tu padre que
te voy a aparejar una rápida nave y acompañar en persona.
«Conque marcha ahora a tu casa a reunirte con los
pretendientes; prepara provisiones y mételas todas en
recipientes, el vino en cántaros, y la harina, sustento de los
hombres, en pellejos espesos. Yo voy por el pueblo a reunir
voluntarios. Existen numerosas naves en Itaca, rodeada de
corriente, nuevas y viejas; veré cuál es la mejor y
aparejándola rápidamente la lanzaremos al ancho ponto.»
Así habló Atenea, hija de Zeus, y Telémaco ya no aguardó
más, pues había escuchado la voz de un dios. Así que se puso
en camino, su corazón acongojado, hacia el palacio y encontró
a los altivos pretendientes degollando cabras y asando cerdos
en el patio.
Antínoo se encaminó riendo hacia Telémaco, le tomó de la
mano, le dijo su palabra y le llamó por su nombre:
«Telémaco, fanfarrón, incapaz de contener tu cólera, que no
ocupe tu pecho ninguna acción o palabra mala, sino comer y
beber conmigo como antes. Los aqueos te prepararán una nave
y remeros elegidos para que llegues con más rapidez a la
agradable Pilos en busca de noticias de tu ilustre padre.»
Y le respondió Telémaco discretamente:
«Antínoo, no me es posible comer callado en vuestra
arrogante compañía y gozar tranquilamente. ¿O es que no es
bastante que me hayáis destruido hasta ahora muchas y
buenas cosas de mi propiedad, pretendientes, mientras era
todavía un niño? Mas ahora que ya soy grande y que,
escuchando la palabra de los demás, comprendo todo y el
arrojo me ha crecido en el pecho, intentaré enviaros las
funestas Keres, ya sea marchando a Pilos o aquí mismo, en el
pueblo.
«Me marcho —y el viaje que os anuncio no será infructuoso—
como pasajero, pues no poseo naves ni remeros. Esto os
parecía lo más ventajoso para vosotros!»
Así dijo y retiró con rapidez su mano de la mano de Antínoo.
Y los pretendientes se aplicaban al banquete dentro del
palacio y se mofaban de él zahiriéndolo con sus palabras.
Así decía uno de los jóvenes arrogantes:
«Seguro que Telémaco nos está meditando la muerte; traerá
alguien de la arenosa Pilos para que lo defienda o tal vez de
Esparta, pues mucho lo desea. O quizá quiere ir a Efira, tierra
fértil, a fin de traer de allí venenos que corrompen la vida y
echarlos en la crátera para destruirnos a todos.»
Y otro de los jóvenes arrogantes decía:
«¿Quién sabe si, marchando en la cóncava nave, no perece
también él vagando lejos de los suyos como Odiseo! Así nos
acrecentaría el trabajo, pues repartiríamos todos sus bienes y
la casa se la daríamos a su madre y al que con ella
casara para que la conservaran.»
Mientras así hablaban descendió Telémaco a la despensa de
elevado techo de su padre, espaciosa, donde había oro
amontonado en el suelo y bronce, y en arcones vestidos, y
oloroso aceite en abundancia. También había allí dispuestas
en fila, junto a la pared, tinajas de añejo vino sabroso que
contenían sin mezcla la divina bebida por si alguna vez volvía
a casa Odiseo después de sufrir dolores sin cuento. Las
puertas que allí había se podían cerrar fuertemente
ensambladas, eran de dos hojas, y permanecía allí día y noche
un ama de llaves que vigilaba todo con la agudeza de su
mente, Euriclea, hija de Ope Pisenórida.
A esta dirigió Telémaco su palabra llamándola a la despensa:
«Vamos, ama, sácame en ánforas sabroso vino, el más
preciado después del que tú guardas pensando en aquel
desdichado, por si viene algún día Odiseo de linaje divino
después de evitar la muerte y las Keres; lléname doce hasta
arriba y ajusta todas con tapas. Échame también harina en
bien cosidos pellejos, hasta veinte medidas de harina de trigo
molido. Solo tú debes saberlo. Que esté todo preparado, pues
lo recogeré por la tarde cuando ya mi madre haya subido al
piso de arriba y esté ocupada en acostarse. Me marcho a
Esparta y a la arenosa Pilos para enterarme del regreso de mi
padre, por si oigo algo.»
Así habló; rompió en lamentos su nodriza Euriclea y dijo
llorando aladas palabras:
«¿Por qué, hijo mío, tienes en tu interior este proyecto? ¿Por
dónde quieres ir a una tierra tan grande siendo el
bienamado hijo único? Ha sucumbido lejos de su patria
Odiseo, de linaje divino, en un país desconocido, y estos te
andan meditando la muerte para el mismo momento en que
te marches, para que mueras en emboscada. Ellos se lo
repartirán todo. Anda, quédate aquí sentado sobre tus cosas;
no tienes necesidad ninguna de sufrir penalidades en el estéril
ponto ni de andar errante.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Anímate, ama, puesto que esta decisión me ha venido no sin
un dios. Ahora júrame que no dirás esto a mi madre antes de
que llegue el día décimo o el duodécimo, o hasta que ella
misma me eche de menos y oiga que he partido, para que no
afee, desgarrándola, su hermosa piel.»
Así habló, y la anciana juró por los dioses con gran juramento
que no lo haría. Cuando hubo jurado y llevado a término este
juramento, vertió enseguida vino en las ánforas y echó harina
en bien cosidos sacos. Y Telémaco se puso en camino hacia las
habitaciones de abajo para reunirse con los pretendientes.
Entonces la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra idea.
Tomando la forma de Telémaco marchó por toda la ciudad y
poniéndose cerca de cada hombre les decía su palabra; les
ordenaba que se congregaran con el crepúsculo junto a la rápida
nave. Después pidió una rápida nave a Noemón, esclarecido hijo
de Fronio, y este se la ofreció de buena gana. Y se sumergió
Helios y todos los caminos se llenaron de sombras. Entonces
empujó hacia el mar a la rápida nave, puso en ella todas las
provisiones que suelen llevar las naves de buenos bancos y la
detuvo al final del puerto.
Los valientes compañeros ya se habían congregado en
grupo, pues la diosa había movido a cada uno en particular.
Entonces, la diosa de ojos brillantes, Atenea, concibió otra
idea: se puso en camino hacia el palacio del divino Odiseo
y una vez allí derramó dulce sueño sobre los
pretendientes, los hechizó cuando bebían e hizo caer las copas
de sus manos. Y estos se apresuraron por la ciudad para ir a
dormir y ya no estuvieron sentados por más tiempo, pues el
sueño se posaba sobre sus párpados.
Entonces Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a Telémaco
llamándolo desde fuera del palacio, agradable para vivir,
asemejándose a Méntor en la figura y timbre de voz:
«Ya tienes sentados al remo a tus compañeros de hermosas
grebas y esperan tu partida. Vamos, no retrasemos por más
tiempo el viaje.»
Así habló, y lo condujo rápidamente Palas Atenea, y él
marchaba en pos de las huellas de la diosa. Cuando llegaron a
la nave y al mar encontraron sobre la ribera a los aqueos de
largo cabello y entre ellos habló la sagrada fuerza de Telémaco:
«Aquí, los míos, traigamos las provisiones; ya está todo junto
en mi palacio. Mi madre no está enterada de nada ni las demás
esclavas; sólo una ha oído mi palabra.»
Así habló y los condujo, y ellos le seguían de cerca. Se llevaron
todo y lo pusieron en la nave de buenos bancos como había
ordenado el querido hijo de Odiseo.
Subió luego Telémaco a la nave; Atenea iba delante y se sentó
en la popa, y a su lado se sentó Telémaco.
Los compañeros soltaron las amarras, subieron todos y se
sentaron en los bancos. Y Atenea, de ojos brillantes, les envió
un viento favorable, el fresco Céfiro que silba sobre el ponto
rojo como el vino.
Telémaco animó a sus compañeros, les ordenó que se
asieran a las jarcias y e stos escucharon al que les urgía.
Levantaron el mástil de abeto y lo colocaron dentro del
hueco construido en medio, lo ataron con maromas y
extendieron las blancas velas con bien retorcidas correas de
piel de buey. El viento hinchó la vela central y las purpúreas
olas bramaron a los lados de la quilla de la nave en su
marcha, y corría apresurando su camino sobre las olas.
Después ataron los aparejos a la rápida nave y levantaron las
cráteras llenas de vino hasta los bordes haciendo libaciones a
los inmortales dioses, que han nacido para siempre, y entre
todos especialmente a la de ojos brillantes, a la hija de Zeus.
Y la nave continuó su camino toda la noche y durante el
amanecer.





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