EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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Telémaco viaja a Esparta para informase sobre su padre-IV

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Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 4:07 am






CANTO IV.
Telémaco viaja a Esparta para informase sobre su padre

Llegaron estos a la cóncava y cavernosa Lacedemonia y se
encaminaron al palacio del ilustre Menelao. Lo encontraron
con numerosos allegados, celebrando con un banquete la boda
de su hijo e ilustre hija. A su hija iba a enviarla al hijo de
Aquiles, el que rompe las filas enemigas; que en Troya se la
ofreció por vez primera y prometió entregarla, y los dioses
iban a llevarles a término las bodas. Mandábale ir con caballos
y carros a la muy ilustre ciudad de los mirmidones, sobre los
cuales reinaba aquél. A su hijo le entregaba como esposa la
hija de Alector, procedente de Esparta. El vigoroso
Megapentes, su hijo, le había nacido muy querido de una
esclava, que los dioses ya no dieron un hijo a Helena luego que
le hubo nacido el primer hijo la deseada Hermione, que poseía
la hermosura de la dorada Afrodita.
Conque se deleitaban y celebraban banquetes en el gran
palacio de techo elevado los vecinos y parientes del ilustre
Menelao; un divino aedo les cantaba tocando la cítara, y dos
volatineros giraban en medio de ellos, dando comienzo a la
danza.
Y los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el ilustre hijo de
Néstor se detuvieron y detuvieron los caballos a la puerta del
palacio. Violos el noble Eteoneo cuando salía, ágil servidor del
ilustre Menelao, y echó a andar por el palacio para
comunicárselo al pastor de su pueblo. Y poniéndose junto a él
le dijo aladas palabras:
«Hay dos forasteros, Menelao, vástago de Zeus, dos mozos
semejantes al linaje del gran Zeus. Dime si desenganchamos
sus rápidos caballos o les mandamos que vayan a casa de otro
que los reciba amistosamente.»
Y el rubio Menelao le dijo muy irritado:
«Antes no eras tan simple, Eteoneo, hijo de Boeto, mas ahora
dices sandeces corno un niño. También nosotros llegamos aquí,
los dos, después de comer muchas veces por amor de la
hospitalidad de otros hombres. ¡Ojalá Zeus nos quite de la
pobreza para el futuro! Desengancha los caballos de los
forasteros y hazlos entrar para que se les agasaje en la mesa».
Así dijo; salió aquél del palacio y llamó a otros diligentes
servidores para que lo acompañaran. Desengancharon los
caballos sudorosos bajo el yugo y los ataron a los pesebres,
al lado pusieron escanda y mezclaron blanca cebada;
arrimaron los carros al muro resplandeciente e introdujeron
a los forasteros en la divina morada. Estos, al observarlo,
admirábanse del palacio del rey, vástago de Zeus; que había
un resplandor como del sol o de la luna en el palacio de
elevado techo del glorioso Menelao. Luego que se hubieron
saciado de verlo con sus ojos, marcharon a unas bañeras bien
pulidas y se lavaron. Y luego que las esclavas los hubieron
ungido con aceite, les pusieron ropas de lana y mantos y
fueron a sentarse en sillas junto al Atrida Menelao. Y una
esclava vertió agua de lavamanos que traía en bello jarro de
oro sobre fuente de plata y colocó al lado una pulida mesa. Y
la venerable ama de llaves trajo pan y sirvió la mesa
colocando abundantes alimentos, favoreciéndoles entre los que
estaban presentes. Y el trinchador les sacó platos de carnes de
todas clases y puso a su lado copas de oro. Y mostrándoselos,
decía el prudente Menelao:
«Comed y alegraos, que luego que os hayáis alimentado
con estos manjares os preguntaremos quiénes sois de los
hombres. Pues sin duda el linaje de vuestros padres no se ha
perdido, sino que sois vástagos de reyes que llevan cetro de
linaje divino, que los plebeyos no engendran mozos así.»
Así diciendo puso junto a ellos, asiéndolo con la mano, un
grueso lomo asado de buey que le habían ofrecido a él mismo
como presente de honor. Echaron luego mano a los alimentos
colocados delante, y después que arrojaron el deseo de
comida y bebida, Telémaco habló al hijo de Néstor
acercando su cabeza para que los demás no se enteraran:
«Observa, Nestórida grato a mi corazón, el resplandor de
bronce en el resonante palacio, y el del oro, el eléctro, la
plata y el marfil. Seguro que es así por dentro el palacio de
Zeus Olímpico. ¡Cuántas cosas inefables!, el asombro me
atenaza al verlas.»
El rubio Menelao se percató de lo que decía y habló aladas
palabras:
Hijos míos, ninguno de los mortales podría competir con Zeus,
pues son inmortales su casa y posesiones; pero de los hombres
quizá alguno podría competir conmigo —o quizá no— en
riquezas; las he traído en mis naves —y llegué al octavo
año— después de haber padecido mucho y andar errante
mucho tiempo. Errante anduve por Chipre, Fenicia y Egipto;
llegué a los etiopes, a los sidonios, a los erembos y a Libia,
donde los corderos enseguida crían cuernos, pues las ovejas
paren tres veces en un solo año. Ni amo ni pastor andan allí
faltos de queso ni de carne, ni de dulce leche, pues siempre
están dispuestas para dar abundante leche. Mientras
andaba yo errante por allí, reuniendo muchas riquezas,
otro mató a mi hermano a escondidas, sin que se percatara, con
el engaño de su funesta esposa. Así que reino sin alegría sobre
estas riquezas. Ya habréis oído esto de vuestros padres,
quienes quiera que sean, pues sufrí muy mucho y destruí un
palacio muy agradable para vivir que contenía muchos y
valiosos bienes. ¡Ojalá habitara yo mi palacio aún con un tercio
de estos, pero estuvieran sanos y salvos los hombres que
murieron en la ancha Troya lejos de Argos, criadora de
caballos. Y aunque lloro y me aflijo a menudo por todos en mi
palacio, unas veces deleito mi ánimo con el llanto y otras
descanso, que pronto trae cansancio el frío llanto. Mas no me
lamento tanto por ninguno, aunque me aflija, como por uno
que me amarga el sueño y la comida al recordarlo, pues
ninguno de los aqueos sufrió tanto como Odiseo sufrió y
emprendió. Para él habían de ser las preocupaciones, para
mí el dolor siempre insoportable por aquél, pues está lejos
desde hace tiempo y no sabemos si vive o ha muerto. Sin duda
lo lloran el anciano Laertes y la discreta Penélope y Telémaco, a
quien dejó en casa recién nacido.»
Así dijo y provocó en Telémaco el deseo de llorar por su
padre. Cayó a tierra una lágrima de sus párpados al oír hablar
de este, y sujetó ante sus ojos el purpúreo manto con las manos.
Menelao se percató de ello, y dudaba en su mente y en su
corazón si dejarle que recordara a su padre o indagar él
primero y probarlo en cada cosa en particular. En tanto que
agitaba esto en su mente y en su corazón, salió Helena de su
perfumada estancia de elevado techo semejante a Afrodita, la
de rueca de oro.
Colocó Adrastra junto a ella un sillón bien trabajado, y Alcipe
trajo un tapete de suave lana. También trajo Filo la canastilla
de plata que le había dado Alcandra, mujer de Pólibo, quien
habitaba en Tebas la de Egipto, donde las casas guardan
muchos tesoros. (Dio Pólibo a Menelao dos bañeras de plata,
dos trípodes y diez talentos de oro. Y aparte, su esposa hizo a
Helena bellos obsequios: le regaló una rueca de oro v una
canastilla sostenida por ruedas de plata, sus bordes
terminados con oro.) Ofreciósela, pues, Filo, llena de hilo
trabajado, y sobre él se extendía un huso con lana de color
violeta. Y se sentó en la silla y a sus pies tenía un escabel. Y
luego preguntó a su esposo, con su palabra, cada detalle:
«¿Sabemos ya, Menelao, vástago de Zeus, quiénes de los
hombres se precian de ser estos que han llegado a nuestra
casa? ¿Me engañaré o será cierto lo que voy a decir? El ánimo
me lo manda. Y es que creo que nunca vi a nadie tan
semejante, hombre o mujer (¡el asombro me atenaza al
contemplarlo!), como este se parece al magnífico hijo de
Odiseo, a Telémaco, a quien aquel hombre dejó recién nacido
en casa cuando los aqueos marchasteis a Troya por causa de
mí, ¡desvergonzada!, para llevar la guerra.»
Y el rubio Menelao le contestó diciendo:
«También pienso yo ahora, mujer, tal como lo imaginas, pues
tales eran los pies y las manos de aquél, y las miradas de sus
ojos, y la cabeza y por encima los largos cabellos. Así que, al
recordarme a Odiseo, he referido ahora cuánto sufrió y se
fatigó aquél por mí.
Y él vertía espeso llanto de debajo de sus cejas sujetando con
las manos el purpúreo manto ante sus ojos.»
Y luego Pisístrato, el hijo de Néstor, le dijo:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de tu pueblo, en
verdad este es el hijo de aquél, tal como dices, pero es
prudente y se avergüenza en su ánimo de decir palabras
descaradas al venir por primera vez ante ti, cuya voz nos
cumple como la de un dios.
«Néstor me ha enviado, el caballero de Gerenia, para seguirlo
como acompañante, pues deseaba verte a fin de que le
sugirieras una palabra o una obra. Pues muchos pesares tiene
en palacio el hijo de un padre ausente si no tiene otros
defensores como le sucede a Telémaco. Ausentóse su padre y
no hay otros defensores entre el pueblo que lo aparten de la
desgracia.»
Y el rubio Menelao contestó y dijo a este:
«!Ay!, ha venido a mi casa el hijo del querido hombre que
por mí padeció muchas pruebas. Pensaba estimarlo por
encima de los demás argivos cuando volviera, si es que Zeus
Olímpico, el que ve a lo ancho, nos concedía a los dos regresar
en las veloces naves. Le habría dado como residencia una
ciudad en Argos y le habría edificado un palacio trayéndolo
desde Itaca con sus bienes, su hijo y todo el pueblo, después de
despoblar una sola ciudad de las que se encuentran en las
cercanías y son ahora gobernadas por mí. Sin duda nos
habríamos reunido con frecuencia estando aquí y nada nos
habría separado en siendo amigos y estando contentos, hasta
que la negra nube de la muerte nos hubiera envuelto. Pero
debía envidiarlo el dios que ha hecho a aquel desdichado el
único que no puede regresar.»
Así dijo y despertó en todos el deseo de llorar. Lloraba la
argiva Helena, nacida de Zeus, y lloraba Telémaco y el Atrida
Menelao. Tampoco el hijo de Néstor tenía sus ojos sin llanto,
pues recordaba en su interior al irreprochable Antíloco, a
quien mató el ilustre hijo de la resplandeciente Eos. Y
acordándose de él dijo aladas palabras:
«Atrida, decía el anciano Néstor cuando lo mentábamos en su
palacio, y conversábamos entre nosotros, que eres muy sensato
entre los mortales. Conque ahora, si es posible, préstame
atención. A mí no me cumple lamentarme después de la cena,
pero va a llegar Eos, la que nace de la mañana. No me
importará entonces llorar a quien de los mortales haya perecido
y arrastrado su destino. Esta es la única honra para los
miserables mortales, que se corten el cabello y dejen caer las
lágrimas por sus mejillas. Pues también murió un mi hermano
que no era el peor de los argivos —tú debes saberlo, pues yo ni
fui ni lo vi—, y dicen que era Antíloco superior a los demás,
rápido en la carrera y luchador.»
Y le contestó y dijo el rubio Menelao:
«Amigo, has hablado como hablaría y obraría un hombre
sensato y que tuviera más edad que tú. Eres hijo de tal padre
porque también tú hablas prudentemente. Es fácil de
reconocer la descendencia del hombre a quien el Cronida
concede felicidad cuando se casa o cuando nace, como ahora
ha concedido a Néstor envejecer cada día tranquilamente en su
palacio y que sus hijos sean prudentes y los mejores con la
lanza. Mas dejemos el llanto que se nos ha venido antes y
pensemos de nuevo en la cena; y que viertan agua para las
manos. Que Telémaco y yo tendremos unas palabras al
amanecer para conversar entre nosotros.»
Así dijo, y Asfalión vertió agua sobre sus manos, rápido
servidor del ilustre Menelao; y ellos echaron mano de los
alimentos que tenían preparados delante. Entonces Helena,
nacida de Zeus, pensó otra cosa: al pronto echó en el vino
del que bebían una droga para disipar el dolor y aplacadora
de la cólera que hacía echar a olvido todos los males. Quien
la tomara después de mezclada en la crátera, no derramaría
lágrimas por las mejillas durante un día, ni aunque hubieran
muerto su padre y su madre o mataran ante sus ojos con el
bronce a su hermano o a su hijo. Tales drogas ingeniosas tenía
la hija de Zeus, y excelentes, las que le había dado
Polidamna, esposa de Ton, la egipcia, cuya fértil tierra
produce muchísimas drogas, y después de mezclarlas muchas
son buenas y muchas perniciosas; y allí cada uno es médico que
sobresale sobre todos los hombres, pues es vástago de Peón.
Así pues, luego que echó la droga ordenó que se escanciara
vino de nuevo; y contestó y dijo su palabra:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, y vosotros, hijos de
hombres nobles. En verdad el dios Zeus nos concede unas
veces bienes y otras males, pues lo puede todo. Comed ahora
sentados en el palacio y deleitaos con palabras, que yo voy a
haceros un relato oportuno. Yo no podría contar ni enumerar
todos los trabajos de Odiseo el sufridor, pero sí esto que realizó
y soportó el animoso varón en el pueblo de los troyanos
donde los aqueos padecisteis penalidades: infligiéndose a sí
mismo vergonzosas heridas y echándose por los hombros
ropas miserables, se introdujo como un siervo en la ciudad de
anchas calles de sus enemigos. Así que ocultándose, se parecía
a otro varón, a un mendigo, quien no era tal en las naves de
los aqueos. Y como tal se introdujo en la ciudad de los
troyanos, pero ninguno de ellos le hizo caso; sólo yo lo
reconocí e interrogué, y él me evitaba con astucia. Sólo cuando
lo hube lavado y arreglado con aceite, puesto un vestido y
jurado con firme juramento que no lo descubriría entre los
troyanos hasta que llegara a las rápidas naves y a las tiendas,
me manifestó Odiseo todo el plan de los aqueos. Y después de
matar a muchos troyanos con afilado bronce, marchó junto a
los argivos llevándose abundante información. Entonces las
troyanas rompieron a llorar con fuerza, mas mi corazón se
alegraba, porque ya ansiaba regresar rápidamente a mi casa y
lamentaba la obcecación que me otorgó Afrodita cuando
me condujo allí lejos de mi patria, alejándome de mi hija,
de mi cama y de mi marido, que no es inferior a nadie ni en
juicio ni en porte.»
Y el rubio Menelao le contestó y dijo:
«Sí, mujer, todo lo has dicho como te corresponde. Yo
conocí el parecer y la inteligencia de muchos héroes y he
visitado muchas tierras. Pero nunca vi con mis ojos un
corazón tal como era el del sufridor Odiseo. ¡Como esto que
hizo y aguantó el recio varón en el pulido caballo donde
estábamos los mejores de los argivos para llevar muerte y
desgracia a los troyanos! Después llegaste tú —debió
impulsarte un dios que quería conceder gloria a los
troyanos— yo seguía a Deífobo semejante a los dioses. Tres
veces lo acercaste a palpar la cóncava trampa y llamaste a los
mejores dánaos, designando a cada uno por su nombre,
imitando la voz de las esposas de cada uno de los argivos.
También yo y el hijo de Tideo y el divino Odiseo, sentados
en el centro, lo oímos cuando nos llamaste. Nosotros dos
tratamos de echar a andar para salir o responder luego
desde dentro. Pero Odiseo lo impidió y nos contuvo, aunque
mucho lo deseábamos. Así que los demás hijos de los aqueos
quedaron en silencio, y sólo Anticlo deseaba contestarte con su
palabra. Pero Odiseo apretó su fuerte mano reciamente sobre
la boca y salvó a todos los aqueos. Y mientras lo retenía, lo
llevó lejos Palas Atenea.»
Y le contestó Telémaco discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombres, ello es
más doloroso, pues esto no lo apartó de la funesta muerte ni
aunque tenía dentro un corazón de hierro. Pero, vamos, envíanos
a la cama para que nos deleitemos ya con el dulce sueño.»
Así dijo, y la argiva Helena ordenó a las esclavas colocar camas
bajo el pórtico y disponer hermosas mantas de púrpura, extender
por encima colchas y sobre ellas ropas de lana para cubrirse. Así
que salieron de la sala sosteniendo antorchas en sus manos y
prepararon las camas. Y un heraldo condujo a los huéspedes.
Acostáronse allí mismo, en el vestíbulo de la casa, el héroe
Telémaco y el ilustre hijo de Néstor. El Atrida durmió en el
interior del magnífico palacio y Helena, de largo peplo, se acostó
junto a él, la divina entre las mujeres.
Y cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, Menelao, el de recia voz guerrera, se levantó del lecho,
vistió sus vestidos, colgó de su hombro la aguda espada y bajo
sus pies brillantes como el aceite calzó hermosas sandalias.
Luego se puso en marcha, salió del dormitorio semejante de
frente a un dios y se sentó junto a Telémaco, le dijo su
palabra y le llamó por su nombre:
«¿Qué necesidad lo trajo aquí, héroe Telémaco, a la divina
Lacedemonia, sobre el ancho lomo del mar? ¿Es un asunto
público o privado? Dímelo sinceramente.»
Y Telémaco le contestó discretamente:
«Atrida Menelao, vástago de Zeus, caudillo de hombre, he
venido por si podías darme alguna noticia sobre mi padre. Se
consume mi casa y mis ricos campos se pierden; el palacio
está lleno de hombres malvados que continuamente
degüellan gordas ovejas y cuernitorcidos bueyes de rotátiles
patas, los pretendientes de mi madre, que tienen una
arrogancia insolente. Por esto me llego ahora a tus rodillas,
por si quieres contarme su luctuosa muerte, la hayas visto con
tus propios ojos o hayas escuchado el relato de algún
caminante; digno de lástima más que nadie lo parió su madre.
Y no endulces tus palabras por respeto ni piedad; antes bien,
cuéntame detalladamente cómo llegaste a verlo. Te lo suplico,
si es que alguna vez mi padre, el noble Odiseo, lo prometió
y cumplió alguna palabra o alguna obra en el pueblo de
los troyanos, donde los aqueos sufristeis penalidades.
Acuérdate de esto ahora y cuéntame la verdad».
Y le contestó irritado el rubio Menelao:
«¡Ay, ay, conque quieren dormir en el lecho de un hombre
intrépido quienes son cobardes! Como una cierva acuesta a
sus dos recién nacidos cervatillos en la cueva de un fuerte león
y mientras sale a buscar pasto en las laderas y los herbosos
valles, aquél regresa a su guarida y da vergonzosa muerte a
ambos, así Odiseo dará vergonzosa muerte a aquéllos. ¡Padre
Zeus, Atenea y Apolo, ojalá que fuera como cuando en la
bien construida Lesbos se levantó para disputar y luchó
con Filomeleides, lo derribó violentamente y todos los
aqueos se alegraron! Ojalá que con tal talante se enfrentara
Odiseo con los pretendientes: corto el destino de todos sería y
amargas sus nupcias. En cuanto a lo que me preguntas y
suplicas, no querría apartarme de la verdad y engañarte.
Conque no lo ocultaré ni guardaré secreto sobre lo que me dijo
el veraz anciano del mar.
«Los dioses me retuvieron en Egipto, aunque ansiaba regresar
aquí, por no realizar hecatombes perfectas; que siempre quieren
los dioses que nos acordemos de sus órdenes. Hay una isla en el
ponto de agitadas olas delante de Egipto —la llaman Faro—, tan
lejos cuanto una cóncava nave puede recorrer en un día si sopla
por detrás sonoro viento, y un puerto de buen fondeadero de
donde echan al mar las equilibradas naves, luego de sacar negra
agua. Retuviéronme allí los dioses veinte días, y no aparecían los
vientos que soplan favorables, los que conducen a la naves sobre
el ancho lomo del mar. Todos los víveres y el vigor de mis
hombres se habría acabado a no ser que una de las diosas se
hubiera compadecido y sentido piedad de mí, Idoteas, la hija del
valiente Proteo, el anciano de los mares, pues la conmovió el
ánimo. Encontróse conmigo cuando vagaba solo lejos de mis
compañeros (continuamente vagaban estos por la isla pescando
con curvos anzuelos, pues el hambre retorcía sus estómagos), y
acercándose me dijo estas palabras: "¿Eres así de simple y
atontado, forastero, o te abandonas de buen grado y gozas
padeciendo males?, puesto que permaneces en la isla desde hace
tiempo sin poder hallar remedio y se consume el ánimo de tus
compañeros." Así dijo, y yo le contesté:
"Te diré, quienquiera que seas de las diosas, que no estoy
detenido de buen grado; que debo haber faltado a los
inmortales que poseen el ancho cielo. Pero dime tú, pues los
dioses lo saben todo, quién de ellos me detiene y aparta de
mi camino, y cómo llevaré a cabo el regreso a través del
ponto rico en peces." Así dije, y ella, la divina entre las
diosas, me respondió luego: "Forastero, te voy a informar
muy sinceramente. Viene aquí con frecuencia el veraz
anciano del mar, el inmortal Proteo egipcio, que conoce
las profundidades de todo el mar, siervo de Poseidón y dicen
que él me engendró y es mi padre. Si tú pudieras apresarlo
de alguna manera, poniéndote al acecho, él lo diría el
camino, la extensión de la ruta y cómo llevarás a cabo el
regreso a través del ponto rico en peces. Y también lo diría,
vástago de Zeus, si es que lo deseas, lo bueno y lo malo que ha
sucedido en tu palacio después que emprendiste este viaje
largo y difícil." Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sugiéreme tú
misma una emboscada contra el divino anciano a fin de que no
me rehúya si me conoce y se da cuenta de ante mano, pues es
difícil para un hombre mortal sujetar a un dios." Así dije, y ella,
la divina entre las diosas, me respondió luego: "Yo lo diré esto
muy sinceramente. Cuando el sol va por el centro del cielo,
el veraz anciano marino sale del mar con el soplo de
Céfiro, oculto por el negro encrespamiento de las olas. Una
vez fuera, se acuesta en honda gruta y a su alrededor
duermen apiñadas las focas, descendientes de la hermosa
Halosidne, que salen del canoso mar exhalando el amargo
olor de las profundidades marinas. Yo lo conduciré allí al
despuntar la aurora, lo acostaré enseguida y escogerás a tres
compañeros, a los mejores de tus naves de buenos bancos.
Te diré todas las argucias de este anciano: primero contará y
pasará revista a las focas y cuando las haya contado y visto
todas, se acostará en medio de ellas como el pastor de un
rebaño de ovejas. Tan pronto como lo veáis durmiendo,
poned a prueba vuestra fuerza y vigor y retenedlo allí mismo,
aunque trate de huir ansioso y precipitado. Intentará tornarse
en todos los reptiles que hay sobre la tierra, así como en agua y
en violento fuego. Pero vosotros retenedlo con firmeza y
apretad más fuerte. Y cuando él lo pregunte, volviendo a
mostrarse tal como lo visteis durmiendo, abstente de la
violencia y suelta al anciano. Y pregúntale cuál de los dioses lo
maltrata y cómo llevarás a cabo el regreso a través del ponto
rico en peces."
Habiendo hablado así, se sumergió en el ponto alborotado y
yo marché hacia las naves que se encontraban en la arena. Y
mientras caminaba, mi corazón agitaba muchos
pensamientos. Pero una vez que llegué a las naves y al mar,
preparamos la cena y se nos vino la divina noche. Entonces nos
acostamos en la ribera del mar.
«Tan pronto como apuntó la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa, me marché luego a la orilla del mar, el de
anchos caminos, suplicando mucho a los dioses. Y llevé tres
compañeros en los que más fiaba para empresas de toda suerte.
«Entre tanto, Idotea, que se había sumergido en el ancho
seno del mar, sacó cuatro pieles de foca del ponto, todas
ellas recién desolladas, pues había ideado un engaño contra
su padre: había cavado hoyos en la arena del mar y se sentó
para esperar. Nosotros llegamos muy cerca de ella, nos
acostó en fila y echó sobre cada uno una piel. La
emboscada era angustiosa, pues nos atormentaba
terriblemente el mortífero olor de las focas criadas en el mar.
Pues ¿quién se acostaría junto a un monstruo marino? Pero
ella nos salvó y nos dio un gran remedio: colocó a cada uno
debajo de la nariz ambrosía que despedía un muy agradable
olor y acabó con la fetidez del monstruo. Esperamos toda la
mañana con ánimo resignado y las focas salieron del mar
apiñadas y se tendieron en fila sobre la ribera. El anciano salió
del mar al mediodía y encontró a las rollizas focas, pasó revista
a todas y contó el número. Nos contó los primeros entre los
monstruos, pero no se percató su ánimo de que había engaño.
A continuación se acostó también él. Conque nos lanzamos
gritando y le echamos mano. El anciano no se olvidó de sus
engañosas artes, y primero se convirtió en melenudo león, en
dragón, en pantera, en gran jabalí; también se convirtió en
fluida agua y en árbol de frondosa copa, mas nosotros lo
reteníamos con fuerte coraje. Y cuando el artero anciano
estaba ya fastidiado me preguntó y me dijo: "Quién de los
dioses, hijo de Atreo, te aconsejó para que me apresaras contra
mi voluntad tendiéndome emboscada? ¿Qué necesitas de mí?"
Así dijo, y yo le contesté y dije: "Sabes anciano (¿por qué me
dices esto intentando engañarme?) que tiempo ha que
estoy retenido en esta isla sin poder hallar remedio y mi
corazón se me consume dentro. Pero dime —puesto que los
dioses lo saben todo— quién de los inmortales me detiene y
aparta de mi camino y cómo llevaré a cabo el regreso a través
del ponto rico en peces." Así dije, y al punto me contestó y
dijo: "Debieras haber hecho al embarcar hermosos sacrificios
a Zeus y a los demás dioses que poseen el ancho cielo para
llegar a tu patria navegando sobre el ponto rojo como el vino.
No creo que tu destino sea ver a los tuyos y llegar a tu bien
edificada casa y a tu patria hasta que vuelvas a recorrer las
aguas del Egipto, río nacido de Zeus y sacrifiques sagradas
hecatombes a los dioses inmortales que poseen el ancho cielo.
Entonces los dioses te concederán el camino que tanto deseas."
Así dijo y se me conmovió el corazón, pues me mandaba ir
de nuevo a Egipto a través del ponto, sombrío camino, largó
y difícil. Pero aun así le contesté y le dije: "Anciano, haré
como mandas. Pero, vamos, dime e infórmame con verdad si
llegaron sanos y salvos todos los aqueos que Néstor y yo
dejamos cuando partimos de Troya o murió alguno de cruel
muerte en su nave o a manos de los suyos después de
soportar la guerra laboriosa."
Así dije, y él me contestó y dijo: "¡Atrida!, ¿por qué me preguntas
esto? No te es necesario saberlo ni conocer mi pensamiento. Te
aseguro que no estarás mucho tiempo sin llanto luego que te
enteres de todo, pues muchos de ellos murieron y muchos han
sobrevivido. Sólo dos jefes de los aqueos que visten bronce
murieron en el regreso (pues tú mismo asististe a la guerra); y
uno que vive aún está retenido en el vasto ponto. Ayante pereció
junto con sus naves de largos remos: primero lo arrimó Poseidón
a las grandes rocas de Girea y lo salvó del mar, y habría
escapado de la muerte, aunque odiado de Atenea, si no hubiera
pronunciado una palabra orgullosa y se hubiera obcecado
grandemente. Dijo que escaparía al gran abismo del mar contra
la voluntad de los dioses.
Poseidón le oyó hablar orgullosamente y a continuación,
cogiendo con sus manos el tridente, golpeó la roca Girea y la
dividió: una parte quedo allí, pero se desplomó en el ponto el
trozo sobre el que Ayante, sentado desde el principio, había
incurrido en gran cegazón; y lo arrastró hacia el inmenso y
alborotado ponto. Así pereció después de beber la salobre agua.
«"También tu hermano escapó a la maldición de Zeus y huyó en
las cóncavas naves, pues lo salvó la venerable Hera. Mas cuando
estaba a punto de llegar al escarpado monte de Malea, arrebatólo
una tempestad que lo llevó gimiendo penosamente por el ponto
rico en peces, hasta un extremo del campo donde en otro tiempo
habitó Tiestes; mas entonces la habitaba Egisto, el hijo de Tiestes.
Así que cuando, una vez allí, le parecía feliz el regreso y los
dioses cambiaron el viento y llegaron a sus casas, entonces tu
hermano pisó alegre su tierra patria: tocaba y besaba la tierra y le
caían muchas ardientes lágrimas cuando contemplaba con júbilo
su tierra. Pero lo vio desde una atalaya el vigilante que había
puesto allí el tramposo Egisto (le había ofrecido en recompensa
dos talentos de oro). Vigilaba este desde hacía un año, para que
no le pasara inadvertido si llegaba y recordara su impetuosa
fuerza. Y marchó a palacio para dar la noticia al pastor de su
pueblo. Y enseguida Egisto tramó una engañosa trampa:
eligiendo los veinte mejores hombres entre el pueblo, los puso
en emboscada y luego mandó preparar un banquete en otra
parte, y marchó a llamar a Agamenón, pastor de su pueblo, con
caballos y carros meditando obras indignas. Condújolo,
desconocedor de su muerte, y mientras lo agasajaba lo mató
como se mata a un buey en el pesebre. No quedó vivo ninguno
de los compañeros del Atrida que lo acompañaban, ni ninguno
de Egisto, que todos fueron muertos en el palacio."
«Así dijo, y se me conmovió el corazón; lloraba sentado en la
arena, y mi corazón no quería vivir ya ni ver la luz del sol. Y
después que me harté de llorar y agitarme me dijo el veraz
anciano del mar: "No llores, hijo de Atreo, mucho tiempo y sin
cesar, puesto que así no hallaremos ningún remedio. Conque
trata de volver a tu patria rápidamente, pues o lo encontrarás
aún vivo o bien Orestes lo habrá matado adelantándose y tú
puedes estar presente a sus funerales." Así dijo, y mi corazón y
ánimo valeroso se caldearon de nuevo en mi pecho, aunque
estaba afligido. Y le hablé y le dije aladas palabras: "De estos ya
sé ahora. Nómbrame, pues, al tercer hombre, el que, aún vivo,
está retenido en el vasto ponto o está ya muerto. Pues aunque
afligido quiero oírlo." Así le dije, y él al punto me contestó y me
dijo: "El hijo de Laertes que habita en Itaca. Lo vi en una isla
derramando abundante llanto, en el palacio de la ninfa Calipso,
que lo retiene por la fuerza. No puede regresar a su tierra, pues
no tiene naves provistas de remos ni compañeros que lo
acompañen por el ancho lomo del mar. Respecto a ti, Menelao,
vástago de Zeus, no está determinado por los dioses que mueras
en Argos, criadora de caballos, enfrentándote con tu destino, sino
que los inmortales lo enviarán a la llanura Elisia, al extremo de la
tierra, donde está el rubio Radamanto. Allí la vida de los
hombres es más cómoda, no hay nevadas y el invierno no es
largo; tampoco hay lluvias, sino que Océano deja siempre paso a
los soplos de Céfiro que sopla sonoramente para refrescar a los
hombres. Porque tienes por esposa a Helena y para ellos eres
yerno de Zeus."
«Y hablando así, se sumergió en el alborotado ponto. Yo
enfilé hacia las naves con mis divinos compañeros, y
mientras caminaba, mi corazón agitaba muchas cosas; y
luego que llegamos a la nave y al mar, preparamos la cena y
se nos echó encima la divina noche; así que nos acostamos en
la ribera del mar.
«Y cuando apareció Eos, la que nace de la mañana, la de dedos
de rosa, en primer lugar lanzamos al mar divino las naves y
colocamos los mástiles y velas en las proporcionadas naves y
todos se fueron a sentar en los bancos; y sentados en fila,
batían el canoso mar con los remos.
«Detuve las naves en el Egipto, río nacido de Zeus, e hice
perfectas hecatombes. Y cuando había puesto fin a la cólera de
los dioses que existen siempre, levanté un túmulo a Agamenón
para que su gloria sea inextinguible.
«Acabado esto, partí, y los inmortales me concedieron viento
favorable y rápidamente me devolvieron a mi tierra. Pero,
vamos, permanece ahora en mi palacio, hasta que llegue el
undécimo o el duodécimo día. Entonces te despediré y te daré
como espléndidos regalos tres caballos y un carro bien trabajado;
también te daré una hermosa copa para que hagas libaciones a
los dioses inmortales y te acuerdes de mí todos los días.»
Y a su vez, Telémaco le contestó discretamente:
«¡Atrida!, no me retengas aquí durante mucho tiempo, pues
yo permanecería un año junto a ti sin que me atenazara la
nostalgia de mi casa ni de mis padres, que me cumple
sobremanera escuchar tus relatos y palabras. Pero ya mis
compañeros estarán disgustados en la divina Pilos y tú me
retienes aquí hace tiempo. Que el regalo que me des sea un
objeto que se pueda conservar. Los caballos no los llevaré a
Itaca, te los dejaré aquí como ornato, pues tú reinas en una
llanura vasta en la que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y
blanca cebada que cría el campo. En Itaca no hay recorridos
extensos ni prado; es tierra criadora de cabras y más
encantadora que la criadora de caballos. Pues ninguna de las
islas que se reclinan sobre el mar es apta para el paso de
caballos ni rica en prados, a Itaca menos que ninguna.»
Así dijo, y Menelao, de recia voz guerrera, sonrió y lo acarició
con la mano; le llamó por su nombre y le dijo su palabra:
«Hijo querido, eres de sangre noble, según hablas. Te
cambiaré el regalo, pues puedo. Y de cuantos objetos hay en
mi palacio que se pueden conservar, te daré el más hermoso y
el de más precio. Te daré una crátera bien trabajada, de plata
toda ella y con los bordes pulidos en oro. Es obra de Hefesto;
me la dio el héroe Fedimo, rey de los sidonios, cuando me
alojó en su casa al regresar. Esto es lo que quiero regalarte.»
Mientras departían entre sí iban llegando los invitados al
palacio del divino rey. Unos traían ovejas, otros llevaban
confortante vino, y las esposas de lindos velos les enviaban el
pan. Así preparaban comida en el palacio.
Entre tanto, los pretendientes se complacían arrojando discos y
venablos ante el palacio de Odiseo, en el sólido pavimento
donde acostumbraban, llenos de arrogancia.
Hallábanse sentados Antínoo y Eurímaco, semejantes a los
dioses, los jefes de los pretendientes y los mejores con
preferencia por su valor. Y acercándoseles el hijo de Fronio,
Noemón, le preguntó y dijo a Antínoo su palabra:
«Antínoo, ¿sabemos cuándo vendrá Telémaco de la
arenosa Pilos o no? Se fue llevándose mi nave y preciso de
ella para pasar a la espaciosa Elide, donde tengo doce yeguas
y mulos no domados, buenos para el laboreo; si traigo
alguno de estos podría domarlo.»
Así dijo, y ellos quedaron atónitos, pues no pensaban que
Telémaco hubiera marchado a Pilos de Neleo, sino que se
encontraba en el campo con las ovejas o con el porquerizo.
Mas, al fin, Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo:
«Háblame sinceramente. ¿Cuándo se fue y qué mozos lo
acompañaban? ¿Los mejores de Itaca o sus obreros y
criados? Que también pudo hacerlo así. Dime también con
verdad, para que yo lo sepa, si te quitó la negra nave por la
fuerza y contra tu voluntad o se la diste de buen grado, luego
de suplicarte una y otra vez.»
Y Noemón, el hijo de Fronio, le contestó:
«Yo mismo se la di de buen grado. ¿Qué se podría hacer si te
la pide un hombre como él, con el ánimo lleno de
preocupaciones? Sería difícil negársela. Los jóvenes que le
acompañaban son los que sobresalen entre nosotros en el
pueblo. También vi embarcando como jefe a Méntor, o a un
dios, pues así parecía en todo. Lo que me extraña es que vi
ayer por la mañana al divino Méntor aquí, y eso que entonces
se embarcó para Pilos.»
Cuando así hubo hablado marchó hacia la casa de su padre, y a
estos se les irritó su noble ánimo. Hicieron sentar a los
pretendientes todos juntos y detuvieron sus juegos. Y entre ellos
habló irritado Antínoo, hijo de Eupites; su corazón rebosaba
negra cólera y sus ojos se asemejaban al resplandeciente
fuego: «¡Ay, ay, buen trabajo ha realizado Telémaco
arrogantemente con este viaje; y decíamos que no lo llevaría a
cabo! Contra la voluntad de tantos hombres un crío se ha
marchado sin más, después de botar una nave y elegir los
mejores entre el pueblo. Enseguida comenzará a ser un azote.
¡Así Zeus le destruya el vigor antes de que llegue a la plenitud de
la juventud Conque, ea, dadme una rápida nave y veinte
compañeros para ponerle emboscada y esperarle cuando vuelva
en el estrecho entre Itaca y la escarpada Same. Para que el viaje
que ha emprendido por causa de su padre le resulte funesto.»
Así dijo, y todos aprobaron sus palabras y lo apremiaban.
Así que se levantaron y se pusieron en camino hacia el palacio
de Odiseo.
Penélope no tardó mucho en enterarse de los planes que los
pretendientes meditaban en secreto. Pues se los comunicó el
heraldo Medonte, que escuchó sus decisiones aunque estaba
fuera del patio cuando estos las urdían dentro. Y se puso en
camino por el palacio para comunicárselo a Penélope. Cuando
atravesaba el umbral le dijo esta:
«Heraldo, ¿a qué te mandan los ilustres pretendientes? ¿Acaso
para que ordenes a las esclavas del divino Odiseo que dejen
sus labores y les preparen comida? ¡Ojalá dejaran de
cortejarme y de reunirse y cenaran su última y definitiva cena!
Con tanto reuniros aquí estáis acabando con muchos bienes,
con las posesiones del prudence Telémaco. ¿No habéis oído
contar a vuestros padres cuando erais niños cómo era Odiseo
con ellos, que ni hizo ni dijo nada injusto en el pueblo? Este es
el proceder habitual de los divinos reyes: a un hombre le
odian mientras que a otro le aman. Pero aquél jamás hizo
injusticia a hombre alguno. Así que han quedado al
descubierto vuestro ánimo a injustas obras, y no tenéis
agradecimiento por sus beneficios.»
Y a su vez le dijo Medonte, de pensamientos prudentes:
«Reina, ¡ojalá fuera esta el mayor mal! Pero los pretendientes
meditan otro mucho mayor y más penoso que ojalá no
cumpla el Cronida! Desean ardientemente matar a Telémaco
con el agudo bronce cuando vuelva a casa, pues partió a la
augusta Pilos y a la divina Lacedemonia en busca de noticias
dé su padre.»
Así dijo. Flaqueáronle a Penélope las rodillas y el corazón, el
estupor le arrebató las palabras por largo tiempo, y los ojos se
le llenaron de lágrimas, y la vigorosa voz se le quedó
detenida. Más tarde le contestó y dijo:
«¡Heraldo! ¿Por qué se ha marchado mi hijo? No precisaba
embarcar en las naves que navegan veloces, que son para los
hombres caballos en la mar y atraviesan la abundante
humedad. ¿Acaso lo hizo para que no quede ni siquiera su
nombre entre los hombres?» Y le contestó a continuación
Medonte, conocedor de prudencia:
«No sé si lo impulsó algún dios o su propio ánimo a ir a Pilos
para indagar acerca del regreso de su padre o del destino con el
que se ha enfrentado.»
Cuando hubo hablado así, se fue por el palacio de Odiseo.
Envolvió a Penélope una pena mortal y no soportó estar
sentada en la silla, de las que había abundancia en la casa, sino
que se sentó en el muy trabajado umbral de su aposento,
quejándose de manera lamentable. Y a su alrededor gemían
todas las criadas, cuantas había en el palacio, jóvenes y
viejas. Y Penélope les dijo, llorando agudamente:
«Escuchadme, amigas, pues el Olímpico me ha concedido
dolores por encima de las que nacieron o se criaron conmigo:
perdí primero a un esposo noble de corazón de león y que se
distinguía entre los dánaos por excelencias de todas clases, un
noble varón cuya vasta gloria se extiende por la Hélade y hasta
el centro de Argos.
«Y ahora las tempestades han arrebatado sin gloria del palacio
a mi amado hijo. No me enteré cuándo marchó. Desdichadas,
tampoco a vosotras se os ocurrió levantarme de la cama,
aunque bien sabíais cuándo partió aquél en la cóncava y
negra nave; pues si hubiera barruntado que pensaba en este
viaje, se habría quedado aquí por más que lo ansiara o me
habría tenido que dejar muerta en el palacio. Vamos, que llame
alguna al anciano Dolio, mi esclavo, el que me dio mi padre
cuando vine aquí y cuida mi huerto abundante en árboles,
para que vaya cerca de Laertes lo antes posible a contarle
todo esto, por si urdiendo alguna astucia en su mente sale a
quejarse a los ciudadanos que desean destruir el linaje de
Odiseo, semejante a un dios.»
Y a su vez le dijo su nodriza Euriclea:
«¡Hija mía!, mátame con implacable bronce o déjame en
palacio, mas no te ocultaré mi palabra; yo sabía todo esto y le
di cuanto ordenó, pan y dulce vino, y me tomó un solemne
juramento: que no te lo dijera antes de que llegara el
duodécimo día o tú misma lo echaras de menos y escucharas
que se había marchado, para que no afearas llorando tu
hermosa piel.
«Vamos, báñate, toma vestidos limpios para tu cuerpo y sube
al piso superior con las esclavas. Y suplica a Atenea, hija de
Zeus, portador de égida, pues ella, en efecto, lo salvará de la
muerte. No hagas desgraciado a un pobre anciano, pues no
creo en absoluto que el linaje del hijo de Arcisio sea odiado
por los bienaventurados dioses; que alguno sobrevivirá que
ocupe el palacio de elevado techo y posea en la lejanta los
fértiles campos.»
Así diciendo, calmóse y cerró sus ojos al llanto.
Y luego de bañarse y coger vestidos limpios para su cuerpo,
subió al piso superior con las criadas y colocó en una cesta
granos de cebada. E imploró a Atenea:
«Escúchame, hija de Zeus, portador de égida, Atritona; si
alguna vez el muy hábil Odiseo quemó en el palacio gordos
muslos de buey o de oveja, acuérdate de ellos ahora, salva a mi
hijo y aleja a los muy orgullosos pretendientes.»
Cuando hubo hablado así lanzó el grito ritual y la diosa
escuchó su oración. Los pretendientes alborotaban en la
sombría sala, y uno de los jóvenes orgullosos decía:
«La reina muy solicitada por nosotros prepara sus nupcias
sin saber que ha sido fabricada la muerte para su hijo.»
Así decía uno, ignorando lo que había ocurrido. Y entre ellos
habló Antínoo y dijo:
«Desgraciados, evitad toda palabra arrogante, no sea que
alguien se la vaya a comunicar. Mas, vamos, levantémonos
y ejecutemos en silencio ese plan que a todos nos cumple.»
Cuando hubo dicho así, escogió a los veinte mejores y se
dirigió hacia la rápida nave y a la orilla del mar. Arrastráronla
primero al profundo mar y colocaron el mástil y las velas a
la negra nave. Prepararon luego los remos con estrobos de
cuero todo como corresponde, desplegaron las blancas velas y
los audaces sirvientes les trajeron las armas. Anclaron la nave
en aguas profundas y luego que hubieron desembarcado
comieron allí y esperaron a que cayera la tarde.
Entre tanto, la discreta Penélope yacía en ayunas en el piso
superior sin tomar comida ni bebida, cavilando si su ilustre
hijo escaparía a la muerte o sucumbiría a manos de los
soberbios pretendientes. Y le sobrevino el dulce sueño
mientras meditaba lo que suele meditar un león entre una
muchedumbre de hombres cuando lo llevan acorralado en
engañoso círculo. Dormía reclinada y todos sus miembros se
aflojaron.
En esto, tramó otro plan la diosa de ojos brillantes, Atenea:
construyó una figura semejante al cuerpo de una mujer, de
Iftima, hija del magnánimo Icario, a la que había desposado
Eumelo, que tenía su casa en Feras, y envióla al palacio del
divino Odiseo para que aliviara del llanto y los gemidos a
Penélope, que se lamentaba entre sollozos. Entró en el
dormitorio por la correa del pasador, se colocó sobre la cabeza
de Penélope y le dijo su palabra:
«Penélope, ¿duermes afligida en tu corazón? No, los dioses
que viven fácilmente no van a permitir que llores ni te aflijas,
pues tu hijo ya está en su camino de vuelta, que en nada es
culpable a los ojos de los dioses.»
Y le contestó luego la discreta Penélope, durmiendo
plácidamente en las mismas puertas del sueño:
«Hermana, ¿por qué has venido? No sueles venir con
frecuencia, al menos hasta ahora, ya que vives muy lejos.
«Así que me mandas dejar los lamentos y los numerosos dolores
que se agitan en mi interior, a mí que ya he perdido mi marido
noble y valiente como un león, dotado de toda clase de virtudes
entre los dánaos, cuya fama de nobleza es extensa en la Hélade y
hasta el centro de Argos. Ahora de nuevo mi hijo amado ha
partido en cóncava nave, mi hijo inocente desconocedor de obras
y palabras. Es por este por quien me lamento más que por aquél.
Por este tiemblo y temo no le vaya a pasar algo, sea por obra de
los del pueblo a donde ha marchado o sea en el mar. Pues
muchos enemigos traman contra él deseando matarlo antes de
que llegue a su tierra patria.»
Y le contestó la imagen invisible:
«Ánimo, no temas ya nada en absoluto. Esta es quien le
acompaña como guía, Palas Atenea —pues puede—, a
quien cualquier hombre desearía tener a su lado. Se ha
compadecido de tus lamentos y me ha enviado ahora para que
te comunique esto.»
Y le contestó a su vez la prudente Penélope:
«Si de verdad eres una diosa y has oído la voz de un dios,
vamos, háblame también de aquel desdichado, si vive aún y
contempla la luz del sol o ya ha muerto y está en el Hades.»
Y le contestó y dijo la imagen invisible:
«De aquél no te voy a decir de fijo si vive o ha muerto, que
es malo hablar cosas vanas.»
Así diciendo, desapareció en el viento por la cerradura de la
puerta. Y ella se desperezó del sueño, la hija de Icario. Y su
corazón se calmó, porque en lo más profundo de la noche se
le había presentado un claro sueño.
Conque los pretendientes embarcaron y navegaban los
húmedos caminos removiendo en su interior la muerte para
Telémaco.
Hay una isla pedregosa en mitad del mar entre Itaca y la
escarpada Same, la isla de Asteris. No es grande, pero tiene
puertos de doble entrada que acogen a las naves. Así que allí
se emboscaron los aqueos y esperaban a Telémaco.




Marcela Noemí Silva
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