EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera-X

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La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera-X Empty La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera-X

Mensaje por Marcela Noemí Silva Mar Abr 16, 2024 5:44 am






CANTO X.
La isla de Eolo. El palacio de Circe la hechicera

Arribamos a la isla Eolia, isla flotante donde habita Eolo
Hipótada, amado de los dioses inmortales. Un muro
indestructible de bronce la rodea, y se yergue como roca pelada.
«Tiene Eolo doce hijos nacidos en su palacio, seis hijas y
seis hijos mozos, y ha entregado sus hijas a sus hijos como
esposas. Siempre están ellos de banquete en casa de su padre y
su venerable madre, y tienen a su alcance alimentos sin cuento.
Durante el día resuena la casa, que huele a carne asada, con
el sonido de la flauta, y por la noche duermen entre colchas
y sobre lechos taladrados junto a sus respetables esposas.
Conque llegamos a la ciudad y mansiones de estos. Durante
un mes me agasajó y me preguntaba detalladamente por Ilión,
por las naves de los argivos y por el regreso de los aqueos, y yo
le relaté todo como me correspondía. Y cuando por fin le
hablé de volver y le pedí que me despidiera, no se negó y me
proporcionó escolta. Me entregó un pellejo de buey de nueve
años que él había desollado, y en él ató las sendas de
mugidores vientos, pues el Cronida le había hecho
despensero de vientos, para que amainara o impulsara al
que quisiera. Sujetó el odre a la curvada nave con un
brillante hilo de plata para que no escaparan ni un poco
siquiera, y me envió a Céfiro para que soplara y condujera a
las naves y a nosotros con ellas. Pero no iba a cumplirlo,
pues nos vimos perdidos por nuestra estupidez.
«Navegamos tanto de día como de noche durante nueve días, y
al décimo se nos mostró por fin la tierra patria y pudimos ver
muy cerca gente calentándose al fuego. Pero en ese momento
me sobrevino un dulce sueño; cansado como estaba, pues
continuamente gobernaba yo el timón de la nave que no se lo
encomendé nunca a ningún compañero, a fin de llegar más
rápidamente a la tierra patria.
«Mis compañeros conversaban entre sí y creían que yo
llevaba a casa oro y plata, regalo del magnánimo Eolo
Hipótada.
Y decía así uno al que tenía al lado:
«"¡Ay, ay, cómo quieren y honran a este todos los hombres a
cuya ciudad y tierra llega! De Troya se trae muchos y buenos
tesoros como botín; en cambio, nosotros, después de llevar a
cabo la misma expedición, volvemos a casa con las manos
vacías. También ahora Eolo le ha entregado esto
correspondiendo a su amistad. Conque, vamos, examinemos
qué es, veamos cuánto oro y plata se encierra en este odre."
«Así hablaban, y prevaleció la decisión funesta de mis
compañeros: desataron el odre y todos los vientos se
precipitaron fuera, mientras que a mis compañeros los
arrebataba un huracán y los llevó llorando de nuevo al ponto
lejos de la patria. Entonces desperté yo y me puse a cavilar en
mi irreprochable ánimo si me arrojaría de la nave para perecer
en el mar o soportaría en silencio y permanecería todavía entre
los vivientes. Conque aguanté y quedéme y me eché sobre la
nave cubriendo mi cuerpo. Y las naves eran arrastradas de
nuevo hacia la isla Eofa por una terrible tempestad de vientos,
mientras mis compañeros se lamentaban.
«Por fin pusimos pie en tierra, hicimos provisión de agua y
enseguida comenzaron mis compañeros a comer junto a las
rápidas naves. Cuando nos habíamos hartado de comida y
bebida tomé como acompañantes al heraldo y a un compañero y
me encaminé a la ínclita morada de Eolo, y lo encontré
banqueteando en compañía de su esposa a hijos. Cuando
llegamos a la casa nos sentamos sobre el umbral junto a las
puertas, y ellos se levantaron admirados y me preguntaron:

«"¿Cómo es que has vuelto, Odiseo? ¿Qué demón maligno
ha caído sobre ti? Pues nosotros te despedimos gentilmente
para que llegaras a tu patria y hogar a donde quiera que te
fuera grato."
«Así dijeron, y yo les contesté con el corazón acongojado:
«"Me han perdido mis malvados compañeros y, además, el
maldito sueño. Así que remediadlo, amigos, pues está en
vuestras manos."
«Así dije, tratando de calmarlos con mis suaves palabras,
pero ellos quedaron en silencio, y por fin su padre me contestó:
«"Márchate enseguida de esta isla, tú, el más reprobable de los
vivientes, que no me es lícito acoger ni despedir a un hombre
que resulta odioso a los dioses felices. ¡Fuera!, ya que has
llegado aquí odiado por los inmortales."
«Así diciendo, me arrojó de su casa entre profundos
lamentos. Así que continuamos navegando con el corazón
acongojado, y el vigor de mis hombres se gastaba con el
doloroso remar, pues debido a nuestra insensatez ya no se
nos presentaba medio de volver.
«Navegamos tanto de día como de noche durante seis días, y
al séptimo arribamos a la escarpada ciudadela de Lamo, a
Telépilo de Lestrigonia, donde el pastor que entra llama a
voces al que sale y este le contesta; donde un hombre que no
duerma puede cobrar dos jornales, uno por apacentar vacas y
otro por conducir blancas ovejas, pues los caminos del día y
de la noche son cercanos.
«Cuando llegamos a su excelente Puerto —lo rodea por todas
partes roca escarpada, y en su boca sobresalen dos acantilados,
uno frente a otro, por lo que la entrada es estrecha—, todos
mis compañeros amarraron dentro sus curvadas naves, y
estas quedaron atadas, muy juntas, dentro del Puerto, pues no
se hinchaban allí las olas ni mucho ni poco, antes bien había en
torno una blanca bonanza. Sólo yo detuve mi negra nave fuera
del Puerto, en el extremo mismo, sujeté el cable a la roca y
subiendo a un elevado puesto de observación me quedé allí:
no se veía labor de bueyes ni de hombres, sólo humo que se
levantaba del suelo.
«Entonces envié a mis compañeros para que indagaran qué
hombres eran de los que comen pan sobre la tierra, eligiendo a
dos hombres y dándoles como tercer compañero a un heraldo.
Partieron estos y se encaminaron por una senda llana por
donde los carros llevaban leña a la ciudad desde los altos
montes. Y se toparon con una moza que tomaba agua delante
de la ciudad, con la robusta hija de Antifates Lestrigón. Había
bajado hasta la fuente Artacia de bella corriente, de donde
solían llevar agua a la ciudad. Acercándose mis compañeros se
dirigieron a ella y le preguntaron quién era el rey y sobre
quiénes reinaba. Y enseguida les mostró el elevado palacio de
su padre. Apenas habían entrado, encontraron a la mujer del
rey, grande como la cima de un monte, y se atemorizaron ante
ella. Hizo esta venir enseguida del ágora al ínclito Antifates,
su esposo, quien tramó la triste muerte para aquéllos. Así
que agarró a uno de mis compañeros y se lo preparó como
almuerzo, pero los otros dos se dieron a la fuga y llegaron a las
naves. Entonces el rey comenzó a dar grandes voces por la
ciudad, y los gigantescos Lestrígones que lo oyeron
empezaron a venir cada uno de un sitio, a miles, y se parecían
no a hombres, sino a gigantes. Y desde las rocas comenzaron a
arrojarnos peñascos grandes como hombres, así que junto a las
naves se elevó un estruendo de hombres que morían y de
navíos que se quebraban. Además, ensartábanlos como si
fueran peces y se los llevaban como nauseabundo festín.
«Conque mientras mataban a estos dentro del profundo
Puerto, saqué mi aguda espada de junto al muslo y corté las
amarras de mi nave de azuloscura proa. Y, apremiando a mis
compañeros, les ordené que se inclinaran sobre los remos
para poder escapar de la desgracia. Y todos a un tiempo
saltaron sobre ellos, pues temían morir.
«Así que mi nave evitó de buena gana las elevadas rocas
en dirección al ponto, mientras que las demás se perdían
allí todas juntas. Continuamos navegando con el corazón
acongojado, huyendo de la muerte gozosos, aunque
habíamos perdido a los compañeros.
«Y llegamos a la isla de Eea, donde habita Circe, la de lindas
trenzas, la terrible diosa dotada de voz, hermana carnal del
sagaz Eetes: ambos habían nacido de Helios, el que lleva la
luz a los mortales, y de Perses, la hija de Océano.
«Allí nos dejamos llevar silenciosamente por la nave a lo largo de
la ribera hasta un puerto acogedor de naves y es que nos
conducía un dios. Desembarcamos y nos echamos a dormir
durante dos días y dos noches, consumiendo nuestro ánimo por
motivo del cansancio y el dolor. Pero cuando Eos, de lindas
trenzas, completó el tercer día, tomé ya mi lanza y aguda espada
y, levantándome de junto a la nave, subí a un puesto de
observación por si conseguía divisar labor de hombres y oír
voces. Cuando hube subido a un puesto de observación, me
detuve y ante mis ojos ascendía humo de la tierra de anchos
caminos a través de unos encinares y espeso bosque, en el
palacio de Circe. Así que me puse a cavilar en mi interior si
bajaría a indagar, pues había visto humo enrojecido.
«Mientras así cavilaba me pareció lo mejor dirigirme primero
a la rápida nave y a la ribera del mar para distribuir
alimentos a mis compañeros, y enviarlos a que indagaran
ellos. Y cuando ya estaba cerca de la curvada nave, algún dios
se compadeció de mí —solo como estaba—, pues puso en mi
camino un enorme ciervo de elevada cornamenta. Bajaba este
desde el pasto del bosque a beber al río, pues ya lo tenía
agobiado la fuerza del sol. Así que en el momento en que salía
lo alcancé en medio de la espalda, junto al espinazo.
Atravesólo mi lanza de bronce de lado a lado y se desplomó
sobre el polvo chillando —y su vida se le escapó volando. Me
puse sobre él, saqué de la herida la lanza de bronce y lo dejé
tirado en el suelo. Entre tanto, corté mimbres y varillas y,
trenzando una soga como de una braza, bien torneada por
todas partes, até los pies del terrible monstruo. Me dirigí a la
negra nave con el animal colgando de mi cuello y apoyado en
mi lanza, pues no era posible llevarlo sobre el hombro con
una sola mano —y es que la bestia era descomunal. Arrojéla
por fin junto a la nave y desperté a mis compañeros,
dirigiéndome a cada uno en particular con dulces palabras:
«"Amigos, no descenderemos a la morada de Hades —por
muy afligidos que estemos—, hasta que nos llegue el día
señalado. Conque, vamos, mientras tenemos en la rápida nave
comida y bebida, pensemos en comer y no nos dejemos
consumir por el hambre."
«Así dije, y pronto se dejaron persuadir por mis palabras. Se
quitaron de encima las ropas, junto a la ribera del estéril mar, y
contemplaron con admiración al ciervo —y es que la bestia era
descomunal. Así que cuando se hartaron de verlo con sus
ojos, lavaron sus manos y se prepararon espléndido festín.
«Así pasamos todo el día, hasta que se puso el sol, dándonos a
comer abundante carne y delicioso vino. Y cuando se puso el
sol y cayó la oscuridad nos echamos a dormir junto a la ribera
del mar.
«Cuando se mostró Eos, la que nace de la mañana, la de
dedos de rosa los reuní en asamblea y les comuniqué mi
palabra:
«"Escuchad mis palabras, compañeros, por muchas
calamidades que hayáis soportado. Amigos, no sabemos
dónde cae el Poniente ni dónde el Saliente, dónde se oculta
bajo la tierra Helios, que alumbra a los mortales, ni dónde se
levanta. Conque tomemos pronto una resolución, si es que
todavía es posible, que yo no lo creo. Al subir a un elevado
puesto de observación he visto una isla a la que rodea, como
corona, el ilimitado mar. Es isla de poca altura, y he podido
ver con mis ojos, en su mismo centro, humo a través de unos
encinares y espeso bosque."
«Así dije, y a mis compañeros se les quebró el corazón cuando
recordaron las acciones de Antifates Lestrigón y la violencia
del magnánimo Cíclope, el comedor de hombres.
Lloraban a gritos y derramaban abundante llanto; pero nada
conseguían con lamentarse. Entonces dividí en dos grupos a
todos mis compañeros de buenas grebas y di un jefe a cada
grupo. A unos los mandaba yo y a los otros el divino Euríloco.
Enseguida agitamos unos guijarros en un casco de bronce y
saltó el guijarro del magnánimo Euríloco. Conque se puso en
camino y con él veintidós compañeros que lloraban, y nos
dejaron atrás a nosotros gimiendo también.
«Encontraron en un valle la morada de Circe, edificada con
piedras talladas, en lugar abierto. La rodeaban lobos
montaraces y leones, a los que había hechizado dándoles
brebajes maléficos, pero no atacaron a mis hombres, sino que se
levantaron y jugueteaban alrededor moviendo sus largas colas.
Como cuando un rey sale del banquete y le rodean sus perros
moviendo la cola —pues siempre lleva algo que calme sus
impulsos—, así los lobos de poderosas uñas y los leones
rodearon a mis compañeros, moviendo la cola. Pero estos se
echaron a temblar cuando vieron las terribles bestias.
Detuviéronse en el pórtico de la diosa de lindas trenzas y
oyeron a Circe que cantaba dentro con hermosa voz,
mientras se aplicaba a su enorme e inmortal telar —¡y qué
suaves, agradables y brillantes son las labores de las diosas!
Entonces comenzó a hablar Polites, caudillo de hombres, mi
más preciado y valioso compañero:
«"Amigos, alguien —no sé si diosa o mujer— está dentro
cantando algo hermoso mientras se aplica a su gran telar —que
todo el piso se estremece con el sonido—. Conque hablémosle
enseguida."
«Así dijo, y ellos comenzaron a llamar a voces. Salió la diosa
enseguida, abrió las brillantes puertas y los invitó a entrar.
Y todos la siguieron en su ignorancia, pero Euríloco se
quedó allí barruntando que se trataba de una trampa. Los
introdujo, los hizo sentar en sillas y sillones, y en su presencia
mezcló queso, harina y rubia miel con vino de Pramnio. Y
echó en esta pócima brebajes maléficos para que se
olvidaran por completo de su tierra patria.
«Después que se lo hubo ofrecido y lo bebieron, golpeólos con
su varita y los encerró en las pocilgas. Quedaron estos con
cabeza, voz, pelambre y figura de cerdos, pero su mente
permaneció invariable, la misma de antes. Así quedaron
encerrados mientras lloraban; y Circe les echó de comer
bellotas, fabucos y el fruto del cornejo, todo lo que comen los
cerdos que se acuestan en el suelo.
«Conque Euríloco volvió a la rápida, negra nave para
informarme sobre los compañeros y su amarga suerte, pero
no podía decir palabra —con desearlo mucho—, porque
tenía atravesado el corazón por un gran dolor: sus ojos se
llenaron de lágrimas y su ánimo barruntaba el llanto. Cuando
por fin le interrogamos todos llenos de admiración, comenzó a
contarnos la pérdida de los demás compañeros:
«"Atravesamos los encinares como ordenaste, ilustre Odiseo, y
encontramos en un valle una hermosa mansión edificada con
piedras talladas, en lugar abierto. Allí cantaba una diosa o
mujer mientras se aplicaba a su enorme telar; los
compañeros comenzaron a llamar a voces; salió ella, abrió las
brillantes puertas y nos invitó a entrar. Y todos la siguieron
en su ignorancia, pero yo no me quedé por barruntar que se
trataba de una trampa. Así que desaparecieron todos juntos y
no volvió a aparecer ninguno de ellos, y eso que los esperé
largo tiempo sentado."
«Así habló; entonces me eché al hombro la espada de clavos
de plata, grande, de bronce, y el arco en bandolera, y le
ordené que me condujera por el mismo camino, pero él se
abrazó a mis rodillas y me suplicaba, y, lamentándose, me
dirigía aladas palabras:
« “No me lleves allí a la fuerza, Odiseo de linaje divino;
déjame aquí, pues sé que ni volverás tú ni traerás a ninguno
de tus compañeros. Huyamos rápidamente con estos, pues
quizá podamos todavía evitar el día funesto".
«Así habló, pero yo le contesté diciendo:
«"Euríloco, quédate tú aquí comiendo y bebiendo junto a la
negra nave, que yo me voy. Me ha venido una necesidad
imperiosa."
«Así diciendo, me alejé de la nave y del mar. Y cuando en mi
marcha por el valle iba ya a llegar a la mansión de Circe, la de
muchos brebajes, me salió al encuentro Hermes, el de la varita
de oro, semejante a un adolescente, con el bozo apuntándole ya
y radiante de juventud. Me tomó de la mano y, llamándome
por mi nombre, dijo:
«"Desdichado, ¿cómo es que marchas solo por estas lomas,
desconocedor como eres del terreno? Tus compañeros están
encerrados en casa de Circe, como cerdos, ocupando bien
construidas pocilgas. ¿Es que vienes a rescatarlos? No creo que
regreses ni siquiera tú mismo, sino que te quedarás donde los
demás. Así que, vamos, te voy a librar del mal y a salvarte.
Mira, toma este brebaje benéfico, cuyo poder te protegerá del
día funesto, y marcha a casa de Circe. Te voy a manifestar
todos los malvados propósitos de Circe: te preparará una
poción y echará en la comida brebajes, pero no podrá
hechizarte, ya que no lo permitirá este brebaje benéfico que te
voy a dar. Te aconsejaré con detalle: cuando Circe trate de
conducirte con su larga varita, saca de junto a tu muslo la
aguda espada y lánzate contra ella como queriendo matarla.
Entonces te invitará, por miedo, a acostarte con ella. No
rechaces por un momento el lecho de la diosa, a fin de que
suelte a tus compañeros y te acoja bien a ti. Pero debes
ordenarla que jure con el gran juramento de los dioses felices
que no va a meditar contra ti maldad alguna ni te va a hacer
cobarde y poco hombre cuando te hayas desnudado”.
«Así diciendo, me entregó el Argifonte una planta que había
arrancado de la tierra y me mostró su propiedades: de raíz era
negra, pero su flor se asemejaba a la leche. Los dioses la llaman
moly, y es difícil a los hombres mortales extraerla del suelo,
pero los dioses lo pueden todo.
«Luego marchó Hermes al lejano Olimpo a través de la isla
boscosa y yo me dirigí a la mansión de Circe. Y mientras
marchaba, mi corazón revolvía muchos pensamientos. Me
detuve ante las puertas de la diosa de lindas trenzas, me puse
a gritar y la diosa oyó mi voz. Salió esta, abrió las brillantes
puertas y me invitó a entrar. Entonces yo la seguí con el
corazón acongojado. Me introdujo e hizo sentar en un
sillón de clavos de plata, hermoso, bien trabajado, y bajo mis
pies había un escabel. Preparóme una pócima en copa de oro,
para que la bebiera, y echó en ella un brebaje, planeando
maldades en su corazón.
«Conque cuando me lo hubo ofrecido y lo bebí —aunque
no me había hechizado—, tocóme con su varita y, llamándome
por mi nombre, dijo:
«"Marcha ahora a la pocilga, a tumbarte en compañía de tus
amigos."
«Así dijo, pero yo, sacando mi aguda espada de junto al
muslo, me lancé sobre Circe, como deseando matarla. Ella dio
un fuerte grito y corriendo se abrazó a mis rodillas y,
lamentándose, me dirigió aladas palabras:
«"¿Quién y de dónde eres? ¿Dónde tienes tu ciudad y tus
padres? Estoy sobrecogida de admiración, porque no has
quedado hechizado a pesar de haber bebido estos brebajes.
Nadie, ningún otro hombre ha podido soportarlos una vez que
los ha bebido y han pasado el cerco de sus dientes. Pero tú
tienes en el pecho un corazón imposible de hechizar. Así que
seguro que eres el asendereado Odiseo, de quien me dijo el
de la varita de oro, el Argifonte que vendría al volver de
Troya en su rápida, negra nave. Conque, vamos, vuelve tu
espada a la vaina y subamos los dos a mi cama, para que
nos entreguemos mutuamente unidos en amor y lecho."
«Así dijo, pero yo me dirigí a ella y le contesté:
«"Circe, ¿cómo quieres que sea amoroso contigo? A mis
compañeros los has convertido en cerdos en tu palacio, y a
mí me retienes aquí y, con intenciones perversas, me invitas a
subir a tu aposento y a tu cama para hacerme cobarde y poco
hombre cuando esté desnudo. No desearía ascender a tu
cama si no aceptaras al menos, diosa, jurarme con gran
juramento que no vas a meditar contra mí maldad alguna."
«Así dije, y ella al punto juró como yo le había dicho.
Conque, una vez que había jurado y terminado su promesa,
subí a la hermosa cama de Circe.
«Entre tanto, cuatro siervas faenaban en el palacio, las que
tiene como asistentas en su morada. Son de las que han
nacido de fuentes, de bosques y de los sagrados ríos que
fluyen al mar. Una colocaba sobre los sillones cobertores
hermosos y alfombras debajo; otra extendía mesas de plata
ante los sillones, y sobre ellas colocaba canastillas de oro; la
tercera mezclaba delicioso vino en una crátera de plata y
distribuía copas de oro, y la cuarta traía agua y encendía
abundante fuego bajo un gran trípode y así se calentaba el
agua. Cuando el agua comenzó a hervir en el brillante bronce,
me sentó en la bañera y me lavaba con el agua del gran
trípode, vertiéndola agradable sobre mi cabeza y hombros, a
fin de quitar de mis miembros el cansancio que come el vigor.
Cuando me hubo lavado, ungido con aceite y vestido hermosa
túnica y manto, me condujo e hizo sentar sobre un sillón de
clavos de plata, hermoso, bien trabajado y bajo mis pies había
un escabel. Una sierva derramó sobre fuente de plata el
aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que me
lavara, y al lado extendió una mesa pulimentada. La venerable
ama de llaves puso comida sobre ella y añadió abundantes
piezas escogidas, favoreciéndome entre los presentes. Y me
invitaba a que comiera, pero esto no placía a mi ánimo y
estaba sentado con el pensamiento en otra parte, pues mi
ánimo presentía la desgracia. Cuando Circe me vio sentado sin
echar mano a la comida y con fuerte pesar, colocóse a mi
lado y me dirigió aladas palabras:
«"¿Por qué, Odiseo, permaneces sentado como un mudo
consumiendo tu ánimo y no tocas siquiera la comida y la
bebida? Seguro que andas barruntando alguna otra
desgracia, pero no tienes nada que temer, pues ya te he jurado
un poderoso juramento."
«Así habló, y entonces le contesté diciendo:
«"Circe, ¿qué hombre como es debido probaría comida o
bebida antes de que sus compañeros quedaran libres y él los
viera con sus ojos? Conque, si me invitas con buena voluntad a
beber y comer, suelta a mis fieles compañeros para que pueda
verlos con mis ojos."
«Así dije; Circe atravesó el mégaron con su varita en las
manos, abrió las puertas de las pocilgas y sacó de allí a los que
parecían cerdos de nueve años. Después se colocaron enfrente,
y Circe, pasando entre ellos, untaba a cada uno con otro
brebaje. Se les cayó la pelambre que había producido el
maléfico brebaje que les diera la soberana Circe y se
convirtieron de nuevo en hombres aún más jóvenes que antes
y más bellos y robustos de aspecto. Y me reconocieron y cada
uno me tomaba de la mano. A todos les entró un llanto
conmovedor —toda la casa resonaba que daba pena—, y hasta
la misma diosa se compadeció de ellos. Así que se vino a mi
lado y me dijo la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides,
marcha ya a tu rápida nave junto a la ribera del mar. Antes
que nada, arrastrad la nave hacia tierra, llevad vuestras
posesiones y armas todas a una gruta y vuelve aquí después
con tus fieles compañeros."
«Así dijo, mi valeroso ánimo se dejó persuadir y me puse en
camino hacia la rápida nave junto a la ribera del mar.
Conque encontré junto a la rápida nave a mis fieles
compañeros que lloraban lamentablemente derramando
abundante llanto. Como las terneras que viven en el campo
salen todas al encuentro y retozan en torno a las vacas del
rebaño que vuelven al establo después de hartarse de pastar
(pues ni los cercados pueden ya retenerlas y, mugiendo sin
cesar corretean en torno a sus madres), así me rodearon
aquéllos, llorando cuando me vieron con sus ojos. Su ánimo se
imaginaba que era como si hubieran vuelto a su patria y a la
misma ciudad de Itaca, donde se habían criado y nacido. Y,
lamentándose, me decían aladas palabras:
«"Con tu vuelta, hijo de los dioses, nos hemos alegrado lo
mismo que si hubiéramos llegado a nuestra patria Itaca.
Vamos, cuéntanos la pérdida de los demás compañeros."
«Así dijeron, y yo les hablé con suaves palabras:
«"Antes que nada, empujaremos la rápida nave a tierra y
llevaremos hasta una gruta nuestras posesiones y armas todas.
Luego, apresuraos a seguirme todos, para que veáis a vuestros
compañeros comer y beber en casa de Circe, pues tienen
comida sin cuento."
«Así dije, y enseguida obedecieron mis órdenes. Sólo Euríloco
trataba de retenerme a todos los compañeros y, hablándoles,
decía aladas palabras:
«"Desgraciados, ¿a dónde vamos a ir? ¿Por qué deseáis vuestro
daño bajando a casa de Circe, que os convertirá a todos en
cerdos, lobos o leones para que custodiéis por la fuerza su
gran morada, como ya hizo el Cíclope cuando nuestros
compañeros llegaron a su establo y con ellos el audaz Odiseo?
También aquéllos perecieron por la insensatez de este."
«Así habló; entonces dudé si sacar la larga espada de junto
a mi robusto muslo y, cortándole la cabeza, arrojarla contra el
suelo, aunque era pariente mío cercano. Pero mis compañeros
me lo impidieron, cada uno de un lado, con suaves palabras:
«"Hijo de los dioses, dejaremos aquí a este, si tú así lo ordenas,
para que se quede junto a la nave y la custodie. Y a nosotros
llévanos a la sagrada mansión de Circe."
«Así diciendo, se alejaron de la nave y del mar. Pero Euríloco
no se quedó atrás, junto a la cóncava nave, sino que nos siguió,
pues temía mis terribles amenazas.
«Entre tanto, Circe lavó gentilmente a mis otros compañeros
que estaban en su morada, los ungió con brillante aceite y los
vistió con túnicas y mantos. Y los encontramos cuando se
estaban banqueteando en el palacio. Cuando se vieron unos a
otros y se contaron todo, rompieron a llorar entre lamentos, y
la casa toda resonaba. Así que la divina entre las diosas se
vino a mi lado y dijo:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides,
no excitéis más el abundante llanto, pues también yo conozco
los trabajos que habéis sufrido en el ponto lleno de peces y los
daños que os han causado en tierra firme hombres
enemigos. Conque, vamos, comed vuestra comida y bebed
vuestro vino hasta que recobréis las fuerzas que teníais el día que
abandonasteis la tierra patria de la escarpada Itaca; que ahora
estáis agotados y sin fuerzas; con el duro vagar siempre en
vuestras mientes. Y vuestro ánimo no se llena de pensamientos
alegres, pues ya habéis sufrido mucho."
«Así dijo, y nuestro valeroso ánimo se dejó persuadir. Allí nos
quedamos un año entero —día tras día—, dándonos a comer
carne en abundancia y delicioso vino. Pero cuando se cumplió el
año y volvieron las estaciones con el transcurrir de los meses —
ya habían pasado largos días— me llamaron mis fieles
compañeros y me dijeron:
«"Amigo, piensa ya en la tierra patria, si es que tu destino es que
te salves y llegues a tu bien edificada morada y a tu tierra patria."
«Así dijeron, y mi valeroso ánimo se dejó persuadir.
Estuvimos todo un día, hasta la puesta del sol, comiendo
carne en abundancia y delicioso vino. Y cuando se puso el sol y
cayó la oscuridad, mis compañeros se acostaron en el sombrío
palacio. Pero yo subí a la hermosa cama de Circe y,
abrazándome a sus rodillas, la supliqué, y la diosa escuchó mi
voz. Y hablándole, decía aladas palabras:
«"Circe, cúmpleme la promesa que me hiciste de enviarme a
casa, que mi ánimo ya está impaciente y el de mis compañeros,
quienes, cuando tú estás lejos, me consumen el corazón
llorando a mi alrededor."
«Así dije, y al punto contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides,
no permanezcáis más tiempo en mi palacio contra vuestra
voluntad. Pero antes tienes que llevar a cabo otro viaje; tienes
que llegarte a la mansión de Hades y la terrible Perséfone para
pedir oráculo al alma del tebano Tiresias, el adivino ciego,
cuya mente todavía está inalterada. Pues sólo a este, incluso
muerto, ha concedido Perséfone tener conciencia; que los
demás revolotean como sombras."
«Así dijo, y a mí se me quebró el corazón. Rompí a llorar sobre
el lecho, y mi corazón ya no quería vivir ni volver a contemplar
la luz del sol.
«Cuando me había hartado de llorar y de agitarme, le dije,
contestándole:
«"Circe, ¿y quién iba a conducirme en este viaje? Porque a la
mansión de Hades nunca ha llegado nadie en negra nave."
«Así dije, y al punto me contestó la divina entre las diosas:
«"Hijo de Laertes, de linaje divino, Odiseo rico en ardides, no
sientas necesidad de guía en tu nave. Coloca el mástil,
extiende las blancas velas y siéntate. El soplo de Bóreas la
llevará, y cuando hayas atravesado el Océano y llegues a las
planas riberas y al bosque de Perséfone —esbeltos álamos
negros y estériles cañaverales—, amarra la nave allí mismo,
sobre el Océano de profundas corrientes, y dirígete a la
espaciosa morada de Hades. Hay un lugar donde desembocan
en el Aqueronte el Piriflegetón y el Kotyto, difluente de la
laguna Estigia, y una roca en la confluencia de los dos sonoros
ríos. Acércate allí, héroe —así te lo aconsejo—, y, cavando un
hoyo como de un codo por cada lado, haz una libación en
honor de todos los muertos, primero con leche y miel, luego
con delicioso vino y en tercer lugar, con agua. Y esparce por
encima blanca harina. Suplica insistentemente a las inertes
cabezas de los muertos y promete que, cuando vuelvas a Itaca,
sacrificarás una vaca que no haya parido, la mejor, y llenarás
una pira de obsequios y que, aparte de esto, sólo a Tiresias le
sacrificarás una oveja negra por completo, la que sobresalga
entre vuestro rebaño. Cuando hayas suplicado a la famosa
rata de los difuntos, sacrifica allí mismo un carnero y una
borrega negra, de cara hacia el Erebo; y vuélvete para dirigirte
a las corrientes del río, donde se acercarán muchas almas de
difuntos. Entonces ordena a tus compañeros que desuellen las
víctimas que yacen en tierra atravesadas por el agudo bronce,
que las quemen después de desollarlas y que supliquen a los
dioses, al tremendo Hades y a la terrible Perséfone. Y tú saca
de junto al muslo la aguda espada y siéntate sin permitir que
las inertes cabezas de los muertos se acerquen a la sangre
antes de que hayas preguntado a Tiresias. Entonces llegará el
adivino, caudillo de hombres, que te señalará el viaje, la
longitud del camino y el regreso, para que marches sobre el
ponto lleno de peces."
«Así dijo, y enseguida apareció Eos, la del trono de oro. Me
vistió de túnica y manto, y ella; la ninfa, se puso una túnica
grande, sutil y agradable, echó un hermoso ceñidor de oro a
su cintura y sobre su cabeza puso un velo. Entonces recorrí el
palacio apremiando a mis compañeros con suaves palabras,
poniéndome al lado de cada hombre:
«"Ya no durmáis más tiempo con dulce sueño; marchémonos,
que la soberana Circe me ha revelado todo."
«Así dije, y su valeroso ánimo se dejó persuadir. Pero ni
siquiera de allí pude llevarme sanos y salvos a mis
compañeros. Había un tal Elpenor, el más joven de todos, no
muy brillante en la guerra ni muy dotado de mientes, que, por
buscar la fresca, borracho como estaba, se había echado a
dormir en el sagrado palacio de Circe, lejos de los compañeros.
Cuando oyó el ruido y el tumulto, levantóse de repente y no
reparó en volver para bajar la larga escalera, sino que cayó
justo desde el techo. Y se le quebraron las vértebras del cuello
y su alma bajó al Hades.
«Cuando se acercaron los demás les dije mi palabra:
«"Seguro que pensáis que ya marchamos a casa, a la querida
patria, pero Circe me ha indicado otro viaje a las mansiones de
Hades y la terrible Perséfone para pedir oráculo al tebano
Tiresias."
«A sí dije, y el corazón se les quebró; sentáronse de nuevo a
llorar y se mesaban los cabellos. Pero nada consiguieron con
lamentarse.
«Y cuándo ya partíamos acongojados hacia la nave y la ribera del
mar derramando abundante llanto, acercóse Circe a la negra
nave y ató un carnero y una borrega negra, marchando
inadvertida. ¡Con facilidad!, pues ¿quién podría ver con sus ojos
a un dios comiendo aquí o allá si este no quiere?»

Marcela Noemí Silva
Marcela Noemí Silva
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