Carta XLI de José Cadalso
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Carta XLI de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Nosotros nos vestimos como se vestían dos mil años ha nuestros predecesores; los muebles de las casas son de la misma antigüedad de los vestidos; la misma fecha tienen nuestras mesas, trajes de criados y todo lo restante; por todo lo cual sería imposible explicarte el sentido de esta voz: lujo. Pero en Europa, donde los vestidos se arriman antes de ser viejos, y donde los artesanos más viles de la república son los legisladores más respetados, esta voz es muy común; y para que no leas varias hojas de papel sin entender el asunto de que se trata, haz cuenta que lujo es la abundancia y variedad de las cosas superfluas a la vida.
Los autores europeos están divididos sobre si conviene o no esta variedad o abundancia. Ambos partidos traen especiosos argumentos en su apoyo. Los pueblos que, por su genio inventivo, industria mecánica y sobra de habitantes, han influido en las costumbres de sus vecinos, no sólo lo aprueban, sino que les predican el lujo y los empobrecen, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero. Las naciones que no tienen esta ventaja natural gritan contra la introducción de cuanto en lo exterior choca a su sencillez y traje, y en lo interior los hace pobres.
Cosa fuerte es que los hombres, tan amigos de distinciones y precisiones en unas materias, procedan tan de bulto en otras. Distingan de lujo, y quedarán de acuerdo. Fomente cada pueblo el lujo que resulta de su mismo país, y a ninguno será dañoso. No hay país que no tenga alguno o algunos frutos capaces de adelantamiento y alteración. De estas modificaciones nace la variedad; con ésta se convida la vanidad; ésta fomenta la industria, y de esto resulta el lujo ventajoso al pueblo, pues logra su verdadero objeto, que es el que el dinero físico de los ricos y poderosos no se estanque en sus cofres, sino que se derrame entre los artesanos y pobres.
Esta especie de lujo perjudicará al comercio grande, o sea general; pero nótese que el tal comercio general del día consiste mucho menos en los artículos necesarios que en los superfluos. Por cada fanega de trigo, vara de paño o de lienzo que entra en España, ¡cuánto se vende de cadenas de reloj, vueltas de encaje, palilleros, abanicos, cintas, aguas de olor y otras cosas de esta calidad! No siendo el genio español dado a estas fábricas, ni la población de España suficiente para abastecerlas de obreros es imposible que jamás compitan los españoles con los extranjeros en este comercio; siempre será dañoso a España, pues la empobrece y la esclaviza al capricho de la industria extranjera; y ésta, hallando continuo pábulo en la extracción de los metales oro y plata (única balanza de la introducción de las modas), el efecto sería cada día más exquisito y, por consiguiente, más capaz de agotar el oro y plata que tengan los españoles. En consecuencia de esto, estando el atractivo del lujo refinado y apurado, que engaña a los mismos que conocen que es perjudicial, y juntándose esto con aquello, no tiene fin el daño.
No quedan más que dos medios para evitar que el lujo sea total ruina de esta nación: o superar la industria extranjera, o privarse de su consumo, inventando un lujo nacional que igualmente lisonjeará el orgullo de los poderosos, y les obligaría a hacer a los pobres partícipes de sus caudales.
El primer medio parece imposible, porque las ventajas que llevan las fábricas extranjeras a las españolas son tantas, que no cabe que éstas desbanquen a aquéllas. Las que se establezcan en adelante, y el fomento de las ya establecidas, cuestan a la corona grandes desembolsos. Éstos no pueden resarcirse sino del producto de lo fabricado aquí, y esto siempre será a proporción más caro que lo fabricado afuera; conque lo de afuera siempre tendrá más despacho, porque el comprador acude siempre adonde por el mismo dinero halla más ventaja en la cantidad y calidad, o ambas. Si por algún accidente que no cabe en la especulación, pudiesen estas fábricas dar en el primer año el mismo género, y por el mismo precio que las extrañas, las de fuera, en vista del auge en que están desde tantos años en fuerza de los caudales adquiridos, y visto el fondo ya hecho, pueden muy bien malbaratar su venta, minorando en mucho los precios unos cuantos años; y en este caso, no hay resistencia de parte de las nuestras.
El segundo medio, cual es la invención de un lujo nacional, parecerá a muchos tan imposible como el primero, porque hace mucho tiempo que reina la epidemia de la imitación y que los hombres se sujetan a pensar por el entendimiento de otros, y no cada uno por el suyo. Pero aun así, retrocediendo dos siglos en la historia, veremos que se vuelve imitación lo que ahora parece invención.
Siempre que para constituir el lujo baste la profusión, novedad y delicadez, digo que ha habido dos siglos ha (y, por consiguiente, no es imposible que lo haya ahora) un lujo nacional; lo que me parece demostrable de este modo:
En los tiempos inmediatos a la conquista de América, no había las fábricas extranjeras en que se refunde hoy el producto de aquellas minas, porque el establecimiento de las dichas fábricas es muy moderno respecto a aquella época; y no obstante esto, había lujo, pues había profusión, abundancia y delicadez (respecto de que si no lo hubiera habido, entonces no se hubiera gastado sino lo preciso). Luego hubo en aquel tiempo un lujo considerable, puramente nacional; esto es, dimanado de los artículos que ofrece la naturaleza sin pasar los Pirineos. ¿Por qué, pues, no lo puede haber hoy, como lo hubo entonces? Pero ¿cuál fue?
Indáguese en qué consistía la magnificencia de aquellos ricoshombres. No se avergüencen los españoles de su antigüedad, que por cierto es venerable la de aquel siglo. Dedíquense a hacerla revivir en lo bueno, y remediarán por un medio fácil y loable la exacción de tanto dinero como arrojan cada año, a cuya pérdida añaden la nota de ser tenidos por unos meros administradores de las minas que sus padres ganaron a costa de tanta sangre y trabajos.
¡Extraña suerte es la de la América! ¡Parece que está destinada a no producir jamás el menor beneficio a sus poseedores! Antes de la llegada de los europeos, sus habitantes comían carne humana, andaban desnudos, y los dueños de la mayor parte de la plata y oro del orbe no tenían la menor comodidad de la vida. Después de su conquista, sus nuevos dueños, los españoles, son los que menos aprovechan aquella abundancia.
Volviendo al lujo extranjero y nacional, éste, en la antigüedad que he dicho, consistía, a más de varios artículos ya olvidados, en lo exquisito de sus armas, abundancia y excelencia de sus caballos, magnificencia de sus casas, banquetes de increíble número de platos para cada comida, fábricas de Segovia y Córdoba, servido personal voluntario al soberano, bibliotecas particulares, etcétera; todo lo cual era producto de España y se fabricaba por manos españolas. Vuélvanse a fomentar estas especies y, consiguiéndose el fin político del lujo (que, como está ya dicho, es el reflujo de los caudales excesivos de los ricos a los pobres), se verán en breves años multiplicarse la población, salir de la miseria los necesitados, cultivarse los campos, adornarse las ciudades, ejercitarse la juventud y tomar el Estado su antiguo vigor. Éste es el cuadro del antiguo lujo. ¿Cómo retrataremos el moderno? Copiemos los objetos que nos ofrecen a la vista, sin lisonjearlos ni ofenderlos. El poderoso de este siglo (hablo del acaudalado, cuyo dinero físico es el objeto del lujo) ¿en qué gasta sus rentas? Despiértanle dos ayudas de cámara primorosamente peinados y vestidos; toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero francés; sale con un coche que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces; paga a un maestro de música y otro de baile, ambos extranjeros; asiste a una ópera italiana, bien o mal representada, o a una tragedia francesa, bien o mal traducida; y al tiempo de acostarse, puede decir esta oración: «Doy gracias al cielo de que todas mis operaciones de hoy han salido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata ha estado en mi poder».
Hasta aquí he hablado con relación a la política, pues considerando sobre las costumbres, esto es, hablando no como estadista, sino como filósofo, «todo lujo es dañoso, porque multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, dorando los vicios, hace despreciable la virtud, siendo ésta la única que produce los verdaderos bienes y gustos».
Nosotros nos vestimos como se vestían dos mil años ha nuestros predecesores; los muebles de las casas son de la misma antigüedad de los vestidos; la misma fecha tienen nuestras mesas, trajes de criados y todo lo restante; por todo lo cual sería imposible explicarte el sentido de esta voz: lujo. Pero en Europa, donde los vestidos se arriman antes de ser viejos, y donde los artesanos más viles de la república son los legisladores más respetados, esta voz es muy común; y para que no leas varias hojas de papel sin entender el asunto de que se trata, haz cuenta que lujo es la abundancia y variedad de las cosas superfluas a la vida.
Los autores europeos están divididos sobre si conviene o no esta variedad o abundancia. Ambos partidos traen especiosos argumentos en su apoyo. Los pueblos que, por su genio inventivo, industria mecánica y sobra de habitantes, han influido en las costumbres de sus vecinos, no sólo lo aprueban, sino que les predican el lujo y los empobrecen, persuadiéndoles ser útil lo que les deja sin dinero. Las naciones que no tienen esta ventaja natural gritan contra la introducción de cuanto en lo exterior choca a su sencillez y traje, y en lo interior los hace pobres.
Cosa fuerte es que los hombres, tan amigos de distinciones y precisiones en unas materias, procedan tan de bulto en otras. Distingan de lujo, y quedarán de acuerdo. Fomente cada pueblo el lujo que resulta de su mismo país, y a ninguno será dañoso. No hay país que no tenga alguno o algunos frutos capaces de adelantamiento y alteración. De estas modificaciones nace la variedad; con ésta se convida la vanidad; ésta fomenta la industria, y de esto resulta el lujo ventajoso al pueblo, pues logra su verdadero objeto, que es el que el dinero físico de los ricos y poderosos no se estanque en sus cofres, sino que se derrame entre los artesanos y pobres.
Esta especie de lujo perjudicará al comercio grande, o sea general; pero nótese que el tal comercio general del día consiste mucho menos en los artículos necesarios que en los superfluos. Por cada fanega de trigo, vara de paño o de lienzo que entra en España, ¡cuánto se vende de cadenas de reloj, vueltas de encaje, palilleros, abanicos, cintas, aguas de olor y otras cosas de esta calidad! No siendo el genio español dado a estas fábricas, ni la población de España suficiente para abastecerlas de obreros es imposible que jamás compitan los españoles con los extranjeros en este comercio; siempre será dañoso a España, pues la empobrece y la esclaviza al capricho de la industria extranjera; y ésta, hallando continuo pábulo en la extracción de los metales oro y plata (única balanza de la introducción de las modas), el efecto sería cada día más exquisito y, por consiguiente, más capaz de agotar el oro y plata que tengan los españoles. En consecuencia de esto, estando el atractivo del lujo refinado y apurado, que engaña a los mismos que conocen que es perjudicial, y juntándose esto con aquello, no tiene fin el daño.
No quedan más que dos medios para evitar que el lujo sea total ruina de esta nación: o superar la industria extranjera, o privarse de su consumo, inventando un lujo nacional que igualmente lisonjeará el orgullo de los poderosos, y les obligaría a hacer a los pobres partícipes de sus caudales.
El primer medio parece imposible, porque las ventajas que llevan las fábricas extranjeras a las españolas son tantas, que no cabe que éstas desbanquen a aquéllas. Las que se establezcan en adelante, y el fomento de las ya establecidas, cuestan a la corona grandes desembolsos. Éstos no pueden resarcirse sino del producto de lo fabricado aquí, y esto siempre será a proporción más caro que lo fabricado afuera; conque lo de afuera siempre tendrá más despacho, porque el comprador acude siempre adonde por el mismo dinero halla más ventaja en la cantidad y calidad, o ambas. Si por algún accidente que no cabe en la especulación, pudiesen estas fábricas dar en el primer año el mismo género, y por el mismo precio que las extrañas, las de fuera, en vista del auge en que están desde tantos años en fuerza de los caudales adquiridos, y visto el fondo ya hecho, pueden muy bien malbaratar su venta, minorando en mucho los precios unos cuantos años; y en este caso, no hay resistencia de parte de las nuestras.
El segundo medio, cual es la invención de un lujo nacional, parecerá a muchos tan imposible como el primero, porque hace mucho tiempo que reina la epidemia de la imitación y que los hombres se sujetan a pensar por el entendimiento de otros, y no cada uno por el suyo. Pero aun así, retrocediendo dos siglos en la historia, veremos que se vuelve imitación lo que ahora parece invención.
Siempre que para constituir el lujo baste la profusión, novedad y delicadez, digo que ha habido dos siglos ha (y, por consiguiente, no es imposible que lo haya ahora) un lujo nacional; lo que me parece demostrable de este modo:
En los tiempos inmediatos a la conquista de América, no había las fábricas extranjeras en que se refunde hoy el producto de aquellas minas, porque el establecimiento de las dichas fábricas es muy moderno respecto a aquella época; y no obstante esto, había lujo, pues había profusión, abundancia y delicadez (respecto de que si no lo hubiera habido, entonces no se hubiera gastado sino lo preciso). Luego hubo en aquel tiempo un lujo considerable, puramente nacional; esto es, dimanado de los artículos que ofrece la naturaleza sin pasar los Pirineos. ¿Por qué, pues, no lo puede haber hoy, como lo hubo entonces? Pero ¿cuál fue?
Indáguese en qué consistía la magnificencia de aquellos ricoshombres. No se avergüencen los españoles de su antigüedad, que por cierto es venerable la de aquel siglo. Dedíquense a hacerla revivir en lo bueno, y remediarán por un medio fácil y loable la exacción de tanto dinero como arrojan cada año, a cuya pérdida añaden la nota de ser tenidos por unos meros administradores de las minas que sus padres ganaron a costa de tanta sangre y trabajos.
¡Extraña suerte es la de la América! ¡Parece que está destinada a no producir jamás el menor beneficio a sus poseedores! Antes de la llegada de los europeos, sus habitantes comían carne humana, andaban desnudos, y los dueños de la mayor parte de la plata y oro del orbe no tenían la menor comodidad de la vida. Después de su conquista, sus nuevos dueños, los españoles, son los que menos aprovechan aquella abundancia.
Volviendo al lujo extranjero y nacional, éste, en la antigüedad que he dicho, consistía, a más de varios artículos ya olvidados, en lo exquisito de sus armas, abundancia y excelencia de sus caballos, magnificencia de sus casas, banquetes de increíble número de platos para cada comida, fábricas de Segovia y Córdoba, servido personal voluntario al soberano, bibliotecas particulares, etcétera; todo lo cual era producto de España y se fabricaba por manos españolas. Vuélvanse a fomentar estas especies y, consiguiéndose el fin político del lujo (que, como está ya dicho, es el reflujo de los caudales excesivos de los ricos a los pobres), se verán en breves años multiplicarse la población, salir de la miseria los necesitados, cultivarse los campos, adornarse las ciudades, ejercitarse la juventud y tomar el Estado su antiguo vigor. Éste es el cuadro del antiguo lujo. ¿Cómo retrataremos el moderno? Copiemos los objetos que nos ofrecen a la vista, sin lisonjearlos ni ofenderlos. El poderoso de este siglo (hablo del acaudalado, cuyo dinero físico es el objeto del lujo) ¿en qué gasta sus rentas? Despiértanle dos ayudas de cámara primorosamente peinados y vestidos; toma café de Moca exquisito en taza traída de la China por Londres; pónese una camisa finísima de Holanda, luego una bata de mucho gusto tejida en León de Francia; lee un libro encuadernado en París; viste a la dirección de un sastre y peluquero francés; sale con un coche que se ha pintado donde el libro se encuadernó; va a comer en vajilla labrada en París o Londres las viandas calientes, y en platos de Sajonia o China las frutas y dulces; paga a un maestro de música y otro de baile, ambos extranjeros; asiste a una ópera italiana, bien o mal representada, o a una tragedia francesa, bien o mal traducida; y al tiempo de acostarse, puede decir esta oración: «Doy gracias al cielo de que todas mis operaciones de hoy han salido dirigidas a echar fuera de mi patria cuanto oro y plata ha estado en mi poder».
Hasta aquí he hablado con relación a la política, pues considerando sobre las costumbres, esto es, hablando no como estadista, sino como filósofo, «todo lujo es dañoso, porque multiplica las necesidades de la vida, emplea el entendimiento humano en cosas frívolas y, dorando los vicios, hace despreciable la virtud, siendo ésta la única que produce los verdaderos bienes y gustos».
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