Carta LV de José Cadalso
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Carta LV de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
-¿Para qué quiere el hombre hacer fortuna? -decía Nuño a uno que no piensa en otra cosa-. Comprendo que el pobre necesitado anhele a tener con qué comer y que el que está en mediana constitución aspire a procurarse algunas más conveniencias; pero tanto conato y desvelo para adquirir dignidades y empleos, no veo a qué conduzcan. En el estado de medianía en que me hallo, vivo con tranquilidad y sin cuidado, sin que mis operaciones sean objeto de la crítica ajena, ni motivo para remordimientos de mi propio corazón. Colocado en la altura que tú apeteces, no comeré más, ni dormiré mejor, ni tendré más amigos, ni he de libertarme de las enfermedades comunes a todos los hombres; por consiguiente, no tendría entonces más gustosa vida que tengo ahora. Sólo una reflexión me hizo en otros tiempos pensar alguna vez en declararme cortesano de la fortuna y solicitar sus favores. ¡Cuán gustoso me sería, decíame yo a mí mismo, el tener en mi mano los medios de hacer bien a mis amigos! Y luego llamaba mi memoria los nombres y prendas de mis más queridos, y los empleos que les daría cuando yo fuese primer ministro; pues nada menos apetecía, porque con nada menos se contentaba mi oficiosa ambición. Éste es mozo de excelentes costumbres, selecta erudición y genio afable: quiero darle un obispado. Otro sujeto de consumada prudencia, genio desinteresado y lo que se llama don de gentes, hágalo virrey de Méjico. Aquél es soldado de vocación, me consta su valor personal, y su cabeza no es menos guerrera que su brazo: le daré un bastón de general. Aquel otro, sobre ser de una casa de las más distinguidas del reino, está impuesto en el derecho de gentes, tiene un mayorazgo cuantioso, sabe disimular una pena y un gusto, ha tenido la curiosidad de leer todos los tratados de paces, y tiene de estas obras la más completa colección: le enviaré a cualquiera de las embajadas de primera clase; y así de los demás amigos.
¡Qué consuelo para mí cuando me pueda mirar como segundo criador de todos éstos! No sólo mis amigos serán partícipes de mi fortuna, sino también con más fuerte razón lo serán mis parientes y criados. ¡Cuántos primos, sobrinos y tíos vendrán de mi lugar y los inmediatos a acogerse a mi sombra! No seré yo como muchos poderosos que desconocen a sus parientes pobres. Muy al contrario, yo mismo presentaré en público todos estos novicios de fortuna hasta que estén colocados, sin negar los vínculos con que naturaleza me ligó a ellos. A su llegada necesitarán mi auxilio; que después ellos mismos se harán lugar por sus prendas y talentos, y más por la obligación de dejarme airoso.
Mis criados también, que habrán sabido asistir con lealtad y trabajo a mi persona, pasar malas noches, llevar mis órdenes y hacer mi voluntad, ¡cuán acreedores son a mi beneficencia! Colocaréles en varios empleos de honra y provecho. A los diez años de mi elevación, la mitad del imperio será hechura mía, y moriré con la complacencia de haber colmado de bienes a cuantos hombres he conocido.
Esta consideración es sin duda muy grata para quien tiene un corazón naturalmente benigno y propenso a la amistad; es capaz de mover el pecho menos ambicioso, y sacar de su retiro al hombre más apartado para hacerle entrar en las carreras de la fortuna y autoridad. Pero dos reflexiones me entibiaron el ardor que me había causado este deseo de hacer bien a otros. La primera es la ingratitud tan frecuente, y casi universal, que se halla en las hechuras, aunque sea de la más inmediata obligación; de lo cual cada uno puede tener suficientes ejemplos en su respectiva esfera. La segunda es que el poderoso así colocado no puede dispensar los empleos y dignidades según su capricho ni voluntad, sino según el mérito de los concurrentes. No es dueño, sino administrador de las dignidades, y debe considerarse como hombre caído de las nubes, sin vínculos de parentesco, amistad ni gratitud, y, por tanto, tendrá mil veces que negar su protección a las personas de su mayor aprecio por no hacer agravio a un desconocido benemérito.
Sólo puede disponer a su arbitrio -añadió Nuño- de los sueldos que goza, según los empleos que ejerce, y de su patrimonio peculiar.
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