Carta XI de José Cadalso
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Carta XI de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Las noticias que hemos tenido hasta ahora en Marruecos de la sociedad o vida social de los españoles nos parecía muy buena, por ser muy semejante aquélla a la nuestra, y ser natural en un hombre graduar por esta regla el mérito de los otros. Las mujeres guardadas bajo muchas llaves, las conversaciones de los hombres entre sí muy reservadas, el porte muy serio, las concurrencias pocas, y ésas sujetas a una etiqueta forzosa, y otras costumbres de este tenor no eran tanto efecto de su clima, religión y gobierno, según quieren algunos, como monumentos de nuestro antiguo dominio. En ellas se ven permanecer reliquias de nuestro señorío, aun más que en los edificios que subsisten en Córdoba, Granada, Toledo y otras partes. Pero la franqueza en el trato de estos alegres nietos de aquellos graves abuelos han introducido cierta amistad universal entre todos los ciudadanos de un pueblo, y para los forasteros cierta hospitalidad tan generosa que, en comparación de la antigua España, la moderna es una familia común en que son parientes no sólo todos los españoles, sino todos los hombres.
En lugar de aquellos cumplidos cortos, que se decían las pocas veces que se hablaban, y eso de paso y sin detenerse, si venían encontrados; en lugar de aquellas reverencias pausadas y calculadas según a quién, por quién y delante de quién se hacían; en lugar de aquellas visitas de ceremonia, que se pagaban con tales y tales motivos; en lugar de todo esto, ha sobrevenido un torbellino de visitas diarias, continuas reverencias impracticables a quien no tenga el cuerpo de goznes, estrechos abrazos y continuas expresiones amistosas tan largas de recitar, que uno como yo poco acostumbrado a ellas necesita tomar cinco o seis veces aliento antes de llegar al fin. Bien es verdad que para evitar este último inconveniente (que lo es hasta para los más prácticos), se suele tomar el medio término de pronunciar entre dientes la mitad de estas arengas, no sin mucho peligro de que el sujeto cumplimentado reciba injurias en vez de lisonjas de parte del cumplimentador.
Nuño me llevó anoche a una tertulia (así se llaman cierto número de personas que concurren con frecuencia a una conversación); presentome el ama de la casa, porque has de saber que los amos no hacen papel en ellas: -Señora -dijo-, éste es un moro noble, cualidad que basta para que le admitáis, y honrado, prenda suficiente para que yo le estime. Desea conocer a España; me ha encargado de procurarle todos los medios para ello, y lo presento a toda esta asamblea (lo cual dijo mirando por toda la sala).
La señora me hizo un cumplido de los que acabo de referir, y repitieron otros iguales los concurrentes de uno y otro sexo. Aquella primera noche causó un poco de extrañeza mi modo de llevar el traje europeo y conversación, pero al cabo de otras tres o cuatro noches, lo era yo a todos tan familiar como cualquiera de ellos mismos. Algunos de los tertulianos me enviaron a cumplimentar sobre mi llegada a esta corte y a ofrecerme sus casas. Me hablaron en los paseos y me recibieron sin susto, cuando fui a cumplir con la obligación de visitarlas. Los maridos viven naturalmente en barrio distinto de las mujeres, porque en las casas de éstos no hallé más hombres que los criados y otros como yo, que iban de visita. Los que encontré en la calle o en la tertulia a la segunda vez ya eran amigos míos; a la tercera, ya la amistad era antigua; a la cuarta, ya se había olvidado la fecha; y a la quinta, me entraba y salía por todas partes sin que me hablase alma viviente, ni siquiera el portero; el cual, con la gravedad de su bandolera y bastón, no tenía por conveniente dejar el brasero y garita por tan frívolo motivo como lo era entrarse un moro por la casa de un cristiano.
Aun más que con este ejemplo, se comprueba la franqueza de los españoles de este siglo con la relación de las mesas continuamente dispuestas en Madrid para cuantos se quieran sentar a comer. La primera vez que me hallé en una de ellas conducido por Nuño, creí estar en alguna posada pública según la libertad, aunque tanto la desmentía la magnificencia de su aparato, la delicadeza de la comida y lo ilustre de la compañía. Díjeselo así a mi amigo, manifestándole la confusión en que me hallaba; y él, conociéndola y sonriéndose, me dijo: -El amo de esta casa es uno de los mayores hombres de la monarquía; importará doscientos pesos todos los años lo que él mismo come, y gasta cien mil en su mesa. Otros están en el mismo pie, y él y ellos son vasallos que dan lustre a la corte; y sólo son inferiores al soberano, a quien sirven con tanta lealtad como esplendor. Quedéme absorto, como tú quedarías si presenciaras lo que lees en esta carta.
Todo esto sin duda es muy bueno, porque contribuye a hacer al hombre cada día más sociable. El continuo trato y franqueza descubre mutuamente los corazones de los unos a los otros; hace que se comuniquen las especies y se unan las voluntades.
Así se lo estaba yo diciendo a Nuño, cuando noté que oía con mucha frialdad lo que yo le ponderaba con fervor; pero ¡cuál me sorprendió cuando le oí lo siguiente!:
«Todas las cosas son buenas por un lado y malas por otro, como las medallas que tienen derecho y revés. Esta libertad en el trato, que tanto te hechiza, es como la rosa que tiene las espinas muy cerca del capullo. Sin aprobar la demasiada rigidez del siglo XVI, no puedo conceder tantas ventajas a la libertad moderna. ¿Cuentas por nada la molestia que sufre el que quiere por ejemplo pasearse solo una tarde por distraerse de algún sentimiento o para reflexionar sobre algo que le importe? Conveniencia que lograría en lo antiguo sin hablar a los amigos; y mediante esta franqueza que alabas, se halla rodeado de importunos que le asaltan con mil insulseces sobre el tiempo que hace, los coches que hay en el paseo, color de la bata de tal dama, gusto de librea de tal señor, y otras semejantes. ¿Parécete poca incomodidad la que padece el que tenía ánimo de encerrarse en su cuarto un día, para poner en orden sus cosas domésticas, o entregarse a una lectura que le haga mejor o más sabio? Lo cual también conseguiría en lo antiguo, a no ser el día de su santo o cumpleaños; y en el método de hoy, se halla con cinco o seis visitas sucesivas de gentes ociosas que nada le importan, y que sólo lo hacen por no perder, por falta de ejercitarlo, el sublime privilegio de entrar y salir por cualquier parte, sin motivo ni intención. Si queremos alzar un poco el discurso, ¿crees poco inconveniente, nacido de esta libertad, el que un ministro, con la cabeza llena de negocios arduos, tenga que exponerse, digámoslo así, a las especulaciones de veinte desocupados, o tal vez espías, que con motivo de la mesa franca van a visitarle a la hora de comer, y observar de qué plato come, de qué vino bebe, con cuál convidado se familiariza, con cuál habla mucho, con cuál poco, con cuál nada, a quién en secreto, a quién a voces, a quién pone mala cara, a quién buena, a quién mediana? Piénsalo, reflexiónalo, y lo verás.
»La falta de etiqueta en el actual trato de las mujeres también me parece asunto de poca controversia: si no has olvidado la conversación que tuviste con una señora de no menos juicio que virtud, podrás inferir que redundaba en honor de su sexo la antigua austeridad del nuestro, aunque sobrase, como no lo dudo, algo de aquel tesón, de cuyo extremo nos hemos precipitado rápidamente al otro. No puedo menos de acordarme de la pintura que oí muchas veces a mi abuelo hacer de sus amores, galanteo y boda con la que fue mi abuela. Algún poco de rigor tuvo por cierto en toda la empresa; pero no hubo parte de ella que no fuese un verdadero crisol de la virtud de la dama, del valor del galán y del honor de ambos. La casualidad de concurrir a un sarao en Burgos, la conducta de mi abuelo enamorado desde aquel punto, el modo de introducir la conversación, el declarar su amor a la dama, la respuesta de ella, el modo de experimentar la pasión del caballero (y aquí se complacía el buen viejo contando los torneos, fiestas, músicas, los desafíos y tres campañas que hizo contra los moros por servirla y acreditar su constancia), el modo de permitir ella que se la pidiese a sus padres, las diligencias practicadas entre las dos familias no obstante la conexión que había entre ellas; y, en fin, todos los pasos hasta lograr el deseado fin, indicaban merecerse mutuamente los novios. Por cierto, decía mi abuelo poniéndose sumamente grave, que estuvo a pique de descomponerse la boda, por la casualidad de haberse encontrado en la misma calle, aunque a mucha distancia de la casa, una mañana de San Juan, no sé qué escalera de cuerda, varios pedazos de guitarra, media linterna, al parecer de alguna ronda, y otras varias reliquias de una quimera que había habido la noche anterior y había causado no pequeño escándalo; hasta que se averiguó había procedido todo este desorden de una cuadrilla de capitanes mozalbetes recién venidos de Flandes que se juntaban aquellas noches en una casa de juego del barrio, en la que vivía una famosa dama cortesana».
Las noticias que hemos tenido hasta ahora en Marruecos de la sociedad o vida social de los españoles nos parecía muy buena, por ser muy semejante aquélla a la nuestra, y ser natural en un hombre graduar por esta regla el mérito de los otros. Las mujeres guardadas bajo muchas llaves, las conversaciones de los hombres entre sí muy reservadas, el porte muy serio, las concurrencias pocas, y ésas sujetas a una etiqueta forzosa, y otras costumbres de este tenor no eran tanto efecto de su clima, religión y gobierno, según quieren algunos, como monumentos de nuestro antiguo dominio. En ellas se ven permanecer reliquias de nuestro señorío, aun más que en los edificios que subsisten en Córdoba, Granada, Toledo y otras partes. Pero la franqueza en el trato de estos alegres nietos de aquellos graves abuelos han introducido cierta amistad universal entre todos los ciudadanos de un pueblo, y para los forasteros cierta hospitalidad tan generosa que, en comparación de la antigua España, la moderna es una familia común en que son parientes no sólo todos los españoles, sino todos los hombres.
En lugar de aquellos cumplidos cortos, que se decían las pocas veces que se hablaban, y eso de paso y sin detenerse, si venían encontrados; en lugar de aquellas reverencias pausadas y calculadas según a quién, por quién y delante de quién se hacían; en lugar de aquellas visitas de ceremonia, que se pagaban con tales y tales motivos; en lugar de todo esto, ha sobrevenido un torbellino de visitas diarias, continuas reverencias impracticables a quien no tenga el cuerpo de goznes, estrechos abrazos y continuas expresiones amistosas tan largas de recitar, que uno como yo poco acostumbrado a ellas necesita tomar cinco o seis veces aliento antes de llegar al fin. Bien es verdad que para evitar este último inconveniente (que lo es hasta para los más prácticos), se suele tomar el medio término de pronunciar entre dientes la mitad de estas arengas, no sin mucho peligro de que el sujeto cumplimentado reciba injurias en vez de lisonjas de parte del cumplimentador.
Nuño me llevó anoche a una tertulia (así se llaman cierto número de personas que concurren con frecuencia a una conversación); presentome el ama de la casa, porque has de saber que los amos no hacen papel en ellas: -Señora -dijo-, éste es un moro noble, cualidad que basta para que le admitáis, y honrado, prenda suficiente para que yo le estime. Desea conocer a España; me ha encargado de procurarle todos los medios para ello, y lo presento a toda esta asamblea (lo cual dijo mirando por toda la sala).
La señora me hizo un cumplido de los que acabo de referir, y repitieron otros iguales los concurrentes de uno y otro sexo. Aquella primera noche causó un poco de extrañeza mi modo de llevar el traje europeo y conversación, pero al cabo de otras tres o cuatro noches, lo era yo a todos tan familiar como cualquiera de ellos mismos. Algunos de los tertulianos me enviaron a cumplimentar sobre mi llegada a esta corte y a ofrecerme sus casas. Me hablaron en los paseos y me recibieron sin susto, cuando fui a cumplir con la obligación de visitarlas. Los maridos viven naturalmente en barrio distinto de las mujeres, porque en las casas de éstos no hallé más hombres que los criados y otros como yo, que iban de visita. Los que encontré en la calle o en la tertulia a la segunda vez ya eran amigos míos; a la tercera, ya la amistad era antigua; a la cuarta, ya se había olvidado la fecha; y a la quinta, me entraba y salía por todas partes sin que me hablase alma viviente, ni siquiera el portero; el cual, con la gravedad de su bandolera y bastón, no tenía por conveniente dejar el brasero y garita por tan frívolo motivo como lo era entrarse un moro por la casa de un cristiano.
Aun más que con este ejemplo, se comprueba la franqueza de los españoles de este siglo con la relación de las mesas continuamente dispuestas en Madrid para cuantos se quieran sentar a comer. La primera vez que me hallé en una de ellas conducido por Nuño, creí estar en alguna posada pública según la libertad, aunque tanto la desmentía la magnificencia de su aparato, la delicadeza de la comida y lo ilustre de la compañía. Díjeselo así a mi amigo, manifestándole la confusión en que me hallaba; y él, conociéndola y sonriéndose, me dijo: -El amo de esta casa es uno de los mayores hombres de la monarquía; importará doscientos pesos todos los años lo que él mismo come, y gasta cien mil en su mesa. Otros están en el mismo pie, y él y ellos son vasallos que dan lustre a la corte; y sólo son inferiores al soberano, a quien sirven con tanta lealtad como esplendor. Quedéme absorto, como tú quedarías si presenciaras lo que lees en esta carta.
Todo esto sin duda es muy bueno, porque contribuye a hacer al hombre cada día más sociable. El continuo trato y franqueza descubre mutuamente los corazones de los unos a los otros; hace que se comuniquen las especies y se unan las voluntades.
Así se lo estaba yo diciendo a Nuño, cuando noté que oía con mucha frialdad lo que yo le ponderaba con fervor; pero ¡cuál me sorprendió cuando le oí lo siguiente!:
«Todas las cosas son buenas por un lado y malas por otro, como las medallas que tienen derecho y revés. Esta libertad en el trato, que tanto te hechiza, es como la rosa que tiene las espinas muy cerca del capullo. Sin aprobar la demasiada rigidez del siglo XVI, no puedo conceder tantas ventajas a la libertad moderna. ¿Cuentas por nada la molestia que sufre el que quiere por ejemplo pasearse solo una tarde por distraerse de algún sentimiento o para reflexionar sobre algo que le importe? Conveniencia que lograría en lo antiguo sin hablar a los amigos; y mediante esta franqueza que alabas, se halla rodeado de importunos que le asaltan con mil insulseces sobre el tiempo que hace, los coches que hay en el paseo, color de la bata de tal dama, gusto de librea de tal señor, y otras semejantes. ¿Parécete poca incomodidad la que padece el que tenía ánimo de encerrarse en su cuarto un día, para poner en orden sus cosas domésticas, o entregarse a una lectura que le haga mejor o más sabio? Lo cual también conseguiría en lo antiguo, a no ser el día de su santo o cumpleaños; y en el método de hoy, se halla con cinco o seis visitas sucesivas de gentes ociosas que nada le importan, y que sólo lo hacen por no perder, por falta de ejercitarlo, el sublime privilegio de entrar y salir por cualquier parte, sin motivo ni intención. Si queremos alzar un poco el discurso, ¿crees poco inconveniente, nacido de esta libertad, el que un ministro, con la cabeza llena de negocios arduos, tenga que exponerse, digámoslo así, a las especulaciones de veinte desocupados, o tal vez espías, que con motivo de la mesa franca van a visitarle a la hora de comer, y observar de qué plato come, de qué vino bebe, con cuál convidado se familiariza, con cuál habla mucho, con cuál poco, con cuál nada, a quién en secreto, a quién a voces, a quién pone mala cara, a quién buena, a quién mediana? Piénsalo, reflexiónalo, y lo verás.
»La falta de etiqueta en el actual trato de las mujeres también me parece asunto de poca controversia: si no has olvidado la conversación que tuviste con una señora de no menos juicio que virtud, podrás inferir que redundaba en honor de su sexo la antigua austeridad del nuestro, aunque sobrase, como no lo dudo, algo de aquel tesón, de cuyo extremo nos hemos precipitado rápidamente al otro. No puedo menos de acordarme de la pintura que oí muchas veces a mi abuelo hacer de sus amores, galanteo y boda con la que fue mi abuela. Algún poco de rigor tuvo por cierto en toda la empresa; pero no hubo parte de ella que no fuese un verdadero crisol de la virtud de la dama, del valor del galán y del honor de ambos. La casualidad de concurrir a un sarao en Burgos, la conducta de mi abuelo enamorado desde aquel punto, el modo de introducir la conversación, el declarar su amor a la dama, la respuesta de ella, el modo de experimentar la pasión del caballero (y aquí se complacía el buen viejo contando los torneos, fiestas, músicas, los desafíos y tres campañas que hizo contra los moros por servirla y acreditar su constancia), el modo de permitir ella que se la pidiese a sus padres, las diligencias practicadas entre las dos familias no obstante la conexión que había entre ellas; y, en fin, todos los pasos hasta lograr el deseado fin, indicaban merecerse mutuamente los novios. Por cierto, decía mi abuelo poniéndose sumamente grave, que estuvo a pique de descomponerse la boda, por la casualidad de haberse encontrado en la misma calle, aunque a mucha distancia de la casa, una mañana de San Juan, no sé qué escalera de cuerda, varios pedazos de guitarra, media linterna, al parecer de alguna ronda, y otras varias reliquias de una quimera que había habido la noche anterior y había causado no pequeño escándalo; hasta que se averiguó había procedido todo este desorden de una cuadrilla de capitanes mozalbetes recién venidos de Flandes que se juntaban aquellas noches en una casa de juego del barrio, en la que vivía una famosa dama cortesana».
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