Carta X de José Cadalso
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Carta X de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
La poligamia entre nosotros está no sólo autorizada por el gobierno, sino mandada expresamente por la religión. Entre estos europeos, la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre. Esto te parecerá extraño; no me lo pareció menos, pero me confirma en que es verdad, no sólo la vista, pues ésta suele engañarnos por la apariencia de las cosas, sino la conversación de una noble cristiana, con quien concurrí el otro día a una casa. La sala estaba llena de gentes, todas pendientes del labio de un joven de veinte años, que había usurpado con inexplicable dominio la atención del concurso. Si la rapidez de estilo, volubilidad de la lengua, torrente de voces, movimiento continuo de un cuerpo airoso y gestos majestuosos formasen un orador perfecto, ninguno puede serlo tanto. Hablaba un idioma particular; particular, digo, porque aunque todas las voces eran castellanas, no lo eran las frases. Tratábase de las mujeres, y se reducía el objeto de su arenga a ostentar un sumo desprecio hacia aquel sexo. Cansose mucho, después de cansarnos a todos; sacó el reloj y dijo: «Esta es la hora»; y de un brinco se puso fuera del cuarto. Quedamos libres de aquel tirano de la conversación, y empezamos a gozar del beneficio del habla, que yo pensé disfrutar por derecho de naturaleza hasta que la experiencia me enseñó que no había tal libertad. Así como al acabarse la tempestad vuelven los pajaritos al canto que le interrumpieron los truenos, así nos volvimos a hablar los unos a los otros; y yo como más impaciente, pregunté a la mujer más inmediata a mi silla: «¿Qué hombre es éste?».
-¿Qué quieres, Gazel, qué quieres que te diga? -respondió ella con la cara llena de un afecto entre vergüenza y dolor-. Ésta es una casta nueva entre nosotros; una provincia nuevamente descubierta en la península; o, por mejor decir, una nación de bárbaros que hacen en España una invasión peligrosa, si no se atajan sus primeros sucesos. Bástete saber que la época de su venida es reciente, aunque es pasmosa la rapidez de su conquista y la duración de su dominio. Hasta entonces las mujeres, un poco más sujetas en el trato, estaban colocadas más altas en la estimación; viejos, mozos y niños nos miraban con respeto; ahora nos tratan con despejo. Éramos entonces como los dioses Penates que los gentiles guardaban encerrados dentro de sus casas, pero con suma veneración; ahora somos como el dios Término, que no se guardaba con puertas ni cerrojos, pero quedaba expuesto a la irreverencia de los hombres, y aun de los brutos.
Según lo que te digo, y otro tanto que te callo me dijo la cristiana, podrás inferir que los musulmanes no tratamos peor a la hermosa mitad del género humano; por lo que he ido viendo, saco la misma consecuencia, y me confirmo mucho más en ella con lo que oí pocos días ha a un mozo militar, sin duda hermano del que acabo de retratar en esta carta. Preguntome cuántas mujeres componían mi serrallo. Respondíle que en vista de la tal cual altura en que me veo, y atendida mi decencia precisa, había procurado siempre mantenerme con alguna ostentación; y que así, entre muchas cuyos nombres apenas sé, tengo doce blancas y seis negras. -Pues, amigo -dijo el mozo-, yo, sin ser moro ni tener serrallo, ni aguantar los quebraderos de cabeza que acarrea el gobierno de tantas hembras, puedo jurarte que entre las que me llevo de asalto, las que desean capitular, y las que se me entregan sin aguantar sitio, salgo a otras tantas por día como tú tienes por toda tu vida entera y verdadera-. Calló y aplaudiose a sí mismo con una risita, a mi ver poco oportuna.
Ahora, amigo Ben-Beley, 18 mujeres por día en los 365 del año de estos cristianos, son 6.570 conquistas las de este Hernán Cortés del género femenino; y contando con que este héroe gaste solamente desde los 17 años de su edad hasta los 33 en semejantes hazañas, tenemos que asciende el total de sus prisioneras en los 17 años útiles de su vida a la suma y cantidad de 111.690, salvo yerro de cuenta; y echando un cálculo prudencial de las que podrá encadenar en lo restante de su vida con menos osadía que en los años de armas tomar, añadiendo las que corresponden a los días que hay de pico sobre los 365 de los años regulares en los que ellos llaman bisiestos, puedo decir que resulta que la suma total llega al pie de 150.000, número pasmoso de que no puede jactarse ninguna serie entera de emperadores turcos o persas.
De esto conjeturarás ser muy grande la relajación en las costumbres; lo es sin duda, pero no total. Aún abundan matronas dignas de respeto, incapaces de admitir yugo tan duro como ignominioso; y su ejemplo detiene a otras en la orilla misma del precipicio. Las débiles aún conservan el conocimiento de su misma flaqueza y profesan respeto a la fortaleza de las otras. Y desde la inmediación del trono sale un resplandor de virtud, que alumbra como sol a las buenas y castiga como rayo a las malas. Hace muchos años que las joyas más preciosas de la corona son las virtudes de quien las lleva; y la mano ocupada en el cetro detiene la rienda al vicio, que correría desenfrenado si no le sujetara fuerza tan invencible.
La poligamia entre nosotros está no sólo autorizada por el gobierno, sino mandada expresamente por la religión. Entre estos europeos, la religión la prohíbe y la tolera la pública costumbre. Esto te parecerá extraño; no me lo pareció menos, pero me confirma en que es verdad, no sólo la vista, pues ésta suele engañarnos por la apariencia de las cosas, sino la conversación de una noble cristiana, con quien concurrí el otro día a una casa. La sala estaba llena de gentes, todas pendientes del labio de un joven de veinte años, que había usurpado con inexplicable dominio la atención del concurso. Si la rapidez de estilo, volubilidad de la lengua, torrente de voces, movimiento continuo de un cuerpo airoso y gestos majestuosos formasen un orador perfecto, ninguno puede serlo tanto. Hablaba un idioma particular; particular, digo, porque aunque todas las voces eran castellanas, no lo eran las frases. Tratábase de las mujeres, y se reducía el objeto de su arenga a ostentar un sumo desprecio hacia aquel sexo. Cansose mucho, después de cansarnos a todos; sacó el reloj y dijo: «Esta es la hora»; y de un brinco se puso fuera del cuarto. Quedamos libres de aquel tirano de la conversación, y empezamos a gozar del beneficio del habla, que yo pensé disfrutar por derecho de naturaleza hasta que la experiencia me enseñó que no había tal libertad. Así como al acabarse la tempestad vuelven los pajaritos al canto que le interrumpieron los truenos, así nos volvimos a hablar los unos a los otros; y yo como más impaciente, pregunté a la mujer más inmediata a mi silla: «¿Qué hombre es éste?».
-¿Qué quieres, Gazel, qué quieres que te diga? -respondió ella con la cara llena de un afecto entre vergüenza y dolor-. Ésta es una casta nueva entre nosotros; una provincia nuevamente descubierta en la península; o, por mejor decir, una nación de bárbaros que hacen en España una invasión peligrosa, si no se atajan sus primeros sucesos. Bástete saber que la época de su venida es reciente, aunque es pasmosa la rapidez de su conquista y la duración de su dominio. Hasta entonces las mujeres, un poco más sujetas en el trato, estaban colocadas más altas en la estimación; viejos, mozos y niños nos miraban con respeto; ahora nos tratan con despejo. Éramos entonces como los dioses Penates que los gentiles guardaban encerrados dentro de sus casas, pero con suma veneración; ahora somos como el dios Término, que no se guardaba con puertas ni cerrojos, pero quedaba expuesto a la irreverencia de los hombres, y aun de los brutos.
Según lo que te digo, y otro tanto que te callo me dijo la cristiana, podrás inferir que los musulmanes no tratamos peor a la hermosa mitad del género humano; por lo que he ido viendo, saco la misma consecuencia, y me confirmo mucho más en ella con lo que oí pocos días ha a un mozo militar, sin duda hermano del que acabo de retratar en esta carta. Preguntome cuántas mujeres componían mi serrallo. Respondíle que en vista de la tal cual altura en que me veo, y atendida mi decencia precisa, había procurado siempre mantenerme con alguna ostentación; y que así, entre muchas cuyos nombres apenas sé, tengo doce blancas y seis negras. -Pues, amigo -dijo el mozo-, yo, sin ser moro ni tener serrallo, ni aguantar los quebraderos de cabeza que acarrea el gobierno de tantas hembras, puedo jurarte que entre las que me llevo de asalto, las que desean capitular, y las que se me entregan sin aguantar sitio, salgo a otras tantas por día como tú tienes por toda tu vida entera y verdadera-. Calló y aplaudiose a sí mismo con una risita, a mi ver poco oportuna.
Ahora, amigo Ben-Beley, 18 mujeres por día en los 365 del año de estos cristianos, son 6.570 conquistas las de este Hernán Cortés del género femenino; y contando con que este héroe gaste solamente desde los 17 años de su edad hasta los 33 en semejantes hazañas, tenemos que asciende el total de sus prisioneras en los 17 años útiles de su vida a la suma y cantidad de 111.690, salvo yerro de cuenta; y echando un cálculo prudencial de las que podrá encadenar en lo restante de su vida con menos osadía que en los años de armas tomar, añadiendo las que corresponden a los días que hay de pico sobre los 365 de los años regulares en los que ellos llaman bisiestos, puedo decir que resulta que la suma total llega al pie de 150.000, número pasmoso de que no puede jactarse ninguna serie entera de emperadores turcos o persas.
De esto conjeturarás ser muy grande la relajación en las costumbres; lo es sin duda, pero no total. Aún abundan matronas dignas de respeto, incapaces de admitir yugo tan duro como ignominioso; y su ejemplo detiene a otras en la orilla misma del precipicio. Las débiles aún conservan el conocimiento de su misma flaqueza y profesan respeto a la fortaleza de las otras. Y desde la inmediación del trono sale un resplandor de virtud, que alumbra como sol a las buenas y castiga como rayo a las malas. Hace muchos años que las joyas más preciosas de la corona son las virtudes de quien las lleva; y la mano ocupada en el cetro detiene la rienda al vicio, que correría desenfrenado si no le sujetara fuerza tan invencible.
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