Carta LVI de José Cadalso
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Carta LVI de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
Los días de correo o de ocupación suelo pasar después de comer a una casa inmediata a la mía, donde se juntan bastantes gentes que forman una graciosa tertulia. Siempre he hallado en su conversación cosa que me quite la melancolía y distraiga de cosas serías y pesadas; pero la ocurrencia de hoy me ha hecho mucha gracia. Entré cuando acababan de tomar café y empezaban a conversar. Una señora se iba a poner al clave; dos señoritos de poca edad leían con mucho misterio un papel en el balcón; otra dama estaba haciendo una escarapela; un oficial joven estaba vuelto de espaldas a la chimenea; uno viejo empezaba a roncar sentado en un sillón a la lumbre; un abate miraba al jardín, y al mismo tiempo leía algo en un libro negro y dorado; y otras gentes hablaban. Saludáronme al entrar todos, menos unas tres señoras y otros tantos jóvenes que estaban embebidos en una conversación al parecer la más seria. -Hijas mías -decía una de ellas-, nuestra España nunca será más de lo que es. Bien sabe el cielo que me muero de pesadumbre, porque quiero bien a mi patria. -Vergüenza tengo de ser española -decía la segunda-. -¿Qué dirán las naciones extrañas? -decía la que faltaba. -¡Jesús, y cuánto mejor fuera haberme quedado yo en el convento en Francia, que no venir a España a ver estas miserias! -dijo la que aún no había hablado. -Teniente coronel soy yo, y con algunos méritos extraordinarios; pero quisiera ser alférez de húsares en Hungría primero que vivir en España -dijo uno de los tres que estaban con las tres. -Bien lo he dicho yo mil veces -dijo uno del triunvirato-, bien lo he dicho yo: la monarquía no puede durar lo que queda del siglo; la decadencia es rápida, la ruina inmediata. ¡Lástima como ella! ¡Válgame Dios! -Pero, señor -dijo el que quedaba- ¿no se toma providencia para semejantes daños? Me aturdo. Crean ustedes que en estos casos siente un hombre saber leer y escribir. ¿Qué dirán de nosotros más allá de los Pirineos?
Asustáronse todos al oír tales lamentaciones. -¿Qué es esto? -decían unos. -¿Qué hay? -repetían otros. Proseguían las tres parejas con sus quejas y gemidos, deseoso cada uno y cada una de sobresalir en lo enérgico. Yo también sentíme conmovido al oír tanta ponderación de males, y, aunque menos interesado que los otros en los sucesos de esta nación, pregunté cuál era el motivo de tanto lamento. -¿Es acaso -dije yo- alguna noticia de haber desembarcado los argelinos en la costa de Andalucía y haber devastado aquellas hermosas provincias? -No, no -me dijo una dama-; no, no; más que eso es lo que lloramos. -¿Se ha aparecido alguna nueva nación de indios bravos y han invadido el Nuevo Méjico por el Norte? -Tampoco es eso, sino mucho más que eso -dijo otra de las patriotas. -¿Alguna peste -insté yo- ha acabado con todos los ganados de España, de modo que esta nación se vea privada de sus lanas preciosísimas? -Poco importa eso -dijo uno de los celosos ciudadanos- respecto de lo que pasa.
Fuiles diciendo otra infinidad de daños públicos a que están expuestas las monarquías, preguntando si alguno de ellos había sucedido, cuando al cabo de mucho tiempo, lágrimas, sollozos, suspiros, quejas, lamentos, llantos, y hasta invectivas contra los astros y estrellas, la que había callado, y que parecía la más juiciosa de todas, exclamó con voz muy dolorida: -¿Creerás, Gazel, que en todo Madrid no se ha hallado cinta de este color, por mas que se ha buscado?
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