EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXXI

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:49 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXXI

A cada uno de nosotros se le han adjudicado diferentes destinos. La libertad, el placer, las diversiones, una vida cómoda han sido tu parte, y no eres digno de ella. La mía ha sido de infamia pública, de largo encarcelamiento, de desdicha, de ruina, de deshonra, y tampoco soy digno de ella; todavía no, por lo menos. Recuerdo que solía decir que creía poder soportar una tragedia de verdad si me llegara con manto de púrpura y la máscara de un dolor noble, pero que lo horrendo de la modernidad era que vestía la Tragedia de Comedia, de suerte que las grandes realidades parecían ordinarias o grotescas o faltas de estilo. Eso es muy cierto de la modernidad. Probablemente siempre ha sido cierto de la vida real. Se dice que todos los martirios han parecido mezquinos al espectador. El siglo diecinueve no es excepción a la regla general.

Todo lo que ha rodeado mi tragedia ha sido odioso, mezquino, repelente, falto de estilo. Ya nuestro traje nos hace grotescos. Somos los fantoches del dolor. Somos payasos que tienen roto el corazón. Estamos especialmente ideados para excitar el sentido del humor. El 13 de noviembre de 1895 me llevaron de aquí a Londres. Desde las dos hasta las dos y media de ese día tuve que estar en el andén central de Clapham Junction vestido de presidiario y esposado, a la vista del mundo entero. Me habían sacado de la enfermería sin un momento para prepararme. Era el más grotesco de los objetos posibles. La gente al verme se reía. Con la llegada de cada tren aumentaba el público. Su regocijo no podía ser mayor. Pero eso antes de saber quién era yo. Cuando se lo decían, se reían todavía más. Allí estuve media hora, bajo la lluvia gris de noviembre, rodeado por una chusma que se burlaba de mí. Durante un año después de que me hicieran eso estuve llorando todos los días a la misma hora y por el mismo espacio de tiempo. Esto no es tan trágico como posiblemente te parezca. Para el que está en la cárcel, las lágrimas son parte de la experiencia de cada día. Un día en la cárcel en el que no se llore es un día en que el corazón está duro, no un día en que el corazón esté alegre.

Pues bien, ahora realmente empiezo a sentir más pena por los que se reían que por mí. Claro está que cuando me vieron yo no estaba en mi pedestal. Estaba en la picota. Pero hay que tener una naturaleza muy inimaginativa para interesarse por las personas sólo cuando están en el pedestal. Un pedestal puede ser una cosa muy irreal. Una picota es una realidad terrorífica. Deberían haber sabido también interpretar mejor el dolor. He dicho que tras el Dolor hay siempre Dolor. Aún más sensato sería decir que tras el dolor hay siempre un alma. Y burlarse de un alma dolorida es una cosa horrenda. No pueden ser hermosas las vidas de quienes lo hagan. En la economía extrañamente simple del mundo, sólo se obtiene lo que se da, y a los que no tienen imaginación bastante para traspasar la mera cáscara de las cosas y apiadarse, ¿qué piedad puede dárseles sino la del desprecio? Te he hecho esta relación de cómo me trasladaron aquí únicamente para que te des cuenta de lo duro que me ha resultado sacar otra cosa de mi castigo que amargura y desesperación. Pero tengo que hacerlo, y de vez en cuando tengo momentos de sumisión y aceptación. Toda la primavera puede ocultarse en un solo capullo, y el bajo nido terrero de la alondra puede encerrar la dicha que ha de anunciar los pies de muchas auroras rosadas y rojas, y así también puede ser que la belleza de vida que aún quede para mí se contenga en un momento de rendirse, rebajarse y humillarse. Puedo, de cualquier manera, limitarme a seguir las líneas de mi desarrollo, y aceptando todo lo que me ha pasado hacerme digno de él.

Solía decirse de mí que era demasiado individualista. He de ser mucho más individualista que nunca. He de sacar mucho más de dentro de mí que nunca, y pedirle al mundo mucho menos que nunca. La verdad es que mi ruina no brotó de una vida demasiado individualista, sino demasiado poco. La única acción afrentosa, imperdonable y para siempre despreciable de mi vida fue dejarme arrastrar a apelar a la Sociedad en busca de ayuda y protección contra tu padre. Semejante apelación contra cualquiera habría estado ya bastante mal desde el punto de vista individualista, pero ¿qué excusa podrá haber nunca para haberla hecho contra alguien de semejante naturaleza y aspecto?

Ni que decir tiene que, una vez que puse en marcha las fuerzas de la Sociedad, la Sociedad se volvió contra mí, diciendo: «Hasta ahora has vivido desafiando mis leyes, ¿y ahora a esas leyes les pides protección? Pues hasta el fondo se han de aplicar. Atente a lo que has pedido». El resultado es que estoy en la cárcel. Y yo sentía amargamente la ironía y la ignominia de mi posición cuando en el curso de mis tres juicios, empezando por el del juzgado de guardia, veía a tu padre entrar y salir con la esperanza de atraer la atención pública, como si alguien pudiera dejar de observar o recordar el porte y vestimenta de mozo de cuadra, las piernas torcidas, las manos temblonas, el belfo colgante, la sonrisa bestial e imbécil. Incluso cuando no estaba, o no se le veía, sentía yo su presencia, y las espantosas paredes vacías del salón de justicia, hasta el aire, me parecían a veces cuajados de máscaras innumerables de aquella cara simiesca. Ciertamente no ha habido hombre que cayera de una manera tan innoble, y por obra de tan innobles instrumentos, como yo. No sé en qué parte de Dorian Gray digo que «todo cuidado es poco en la elección de los enemigos». Qué lejos estaba de pensar que por un paria iba a acabar en paria yo mismo. Aquel apremiarme, obligarme a pedir ayuda a la Sociedad, es una de las cosas que me hacen despreciarte tanto, que me hacen despreciarme tanto por haber cedido ante ti. El que no me apreciaras como artista era muy excusable. Era temperamental. No lo podías remediar. Pero podías haberme apreciado como Individualista. Para eso no hacía falta ninguna cultura. Pero no lo hiciste, y con eso pusiste el elemento de filisteísmo en una vida que había sido una protesta total contra él, y desde algunos puntos de vista una aniquilación total de él. El elemento filisteo de la vida no consiste en no entender el Arte.

Hay gente encantadora, pescadores, pastores, labriegos, campesinos, personas así, que no saben nada del Arte y son la mismísima sal de la tierra. El filisteo es el que sostiene y secunda las fuerzas mecánicas, pesadas, lerdas y ciegas de la Sociedad, y que no reconoce la fuerza dinámica cuando la ve en un hombre o en un movimiento.

A la gente le pareció horrendo que yo hubiera invitado a cenar a las cosas malas de la vida, y encontrado placer en su compañía. Pero eran, desde el punto de vista con que yo, como artista de la vida, las miraba, enormemente sugestivas y estimulantes. Era como comer con panteras. En el peligro estaba la mitad de la emoción. Yo sentía lo que debe sentir el encantador de serpientes cuando incita a la cobra a salir de la tela pintada o el cesto de mimbre que la envuelve, y le hace abrir la capucha a una orden suya, y mecerse en el aire como se mece reposadamente una planta en el agua. Para mí eran serpientes doradas y brillantes. Su veneno era parte de su perfección. No sabía que cuando me hirieran sería al toque de tu flauta y a sueldo de tu padre. No me siento nada avergonzado de haberlas conocido. Eran intensamente interesantes. De lo que sí me avergüenzo es de la horrible atmósfera de filisteísmo en que tú me metiste. Yo era un artista para tratar con Ariel. Tú me hiciste forcejear con Calibán. En lugar de hacer cosas hermosas, coloridas, musicales como Salomé, y la Tragedia florentina, y La Sainte Courtisane, me vi obligado a mandarle a tu padre largas cartas de abogado y constreñido a apelar a aquello mismo contra lo que siempre protesté. Clibborn y Atkins eran maravillosos en su guerra infame contra la vida. Invitarlos era una aventura increíble. Dumas pére, Cellini, Goya, Edgar Allan Poe o Baudelaire habrían hecho lo mismo. Lo que para mí es asqueroso es el recuerdo de visitas interminables al abogado Humphreys en tu compañía, cuando a la luz siniestra y cegadora de un cuarto pelado nos sentábamos tú y yo muy serios a decirle mentiras serias a un hombre calvo, hasta que yo literalmente gemía y bostezaba de hastío. Ahí fue donde me encontré al cabo de dos años de amistad contigo, en el mismísimo centro de Filistia, lejos de todo lo hermoso, brillante, maravilloso, audaz. Al final tuve yo que adelantarme, por ti, como adalid de la Respetabilidad en la conducta, el Puritanismo en la vida, y la Moralidad en el Arte. Voilá oú mMent les mauvais chemins! [«¡Véase a dónde conducen los malos caminos!»]

Y para mí lo curioso es que intentaras imitar a tu padre en sus principales características. No entiendo que fuera para ti un modelo cuando debería haber sido una advertencia, si no es porque siempre que entre dos personas hay odio, hay alguna clase de unión o hermandad. Supongo que, por alguna extraña ley de antipatía de los símiles, os aborrecíais, no porque en tantos puntos fuerais tan diferentes, sino por ser en algunos tan parecidos. En junio de 1893, cuando saliste de Oxford sin título y con deudas, en sí pequeñas pero considerables para un hombre de la renta de tu padre, él te escribió una carta muy vulgar, violenta e insultante. La carta con que tú le contestaste era peor en todos los sentidos, y naturalmente mucho menos excusable, y por consiguiente te enorgulleció mucho. Recuerdo muy bien que me dijiste con tu aire más fatuo que podías derrotar a tu padre «en su propio terreno». Gran verdad. Pero ¡vaya terreno! ¡Vaya competición! Tú te reías y te burlabas de tu padre porque se retirase de la casa de tu primo donde vivía para escribirle cartas puercas desde un hotel cercano. Tú hacías lo mismo conmigo. Constantemente almorzabas conmigo en un restaurante público, te enfadabas o hacías una escena durante el almuerzo, y luego te retirabas al White's Club a escribirme una carta de lo más sucio. La única diferencia entre tu padre y tú era que tú, después de despacharme la carta por mensajero especial, te presentabas en mi piso unas horas más tarde, no para pedir disculpas, sino para saber si había encargado cena en el Savoy, y si no, por qué no. A veces llegabas incluso antes de que hubiera leído la carta ofensiva. Me acuerdo que en una ocasión me habías pedido que invitara a almorzar en el Café Royal a dos de tus amigos, a uno de los cuales no le había visto en la vida. Así lo hice, y a petición tuya encargué por adelantado un almuerzo especialmente lujoso. Recuerdo que se hizo llamar al chef, y se dieron instrucciones particulares acerca de los vinos. En lugar de ir al almuerzo me mandaste al Café una carta insultante, calculada para que me llegase cuando ya llevábamos media hora esperándote. Yo leí la primera línea, vi de qué se trataba, y echándomela al bolsillo les expliqué a tus amigos que estabas súbitamente indispuesto, y que el resto de la carta se refería a tus síntomas. La verdad es que no la leí hasta la hora de vestirme para cenar en Tite Street aquella noche. Estaba en el medio de su cenagal, preguntándome con infinita tristeza cómo podías escribir cartas que eran verdaderamente como la baba y el espumarajo en labios de un epiléptico, cuando entró mi criado para decirme que estabas en el vestíbulo y empeñado en verme cinco minutos. Al punto ordené que subieras. Llegaste, reconozco que muy asustado y pálido, pidiéndome consejo y auxilio, porque te habían dicho que un enviado riel abogado Lumley había estado preguntando por ti en Cadogan Place, y temías estar amenazado por el lío de Oxford o algún peligro nuevo. Yo te tranquilicé; te dije, como así resultó ser, que probablemente no sería más que la factura de alguna tienda, y te dejé quedarte a cenar y pasar la velada conmigo. Tú no dijiste una sola palabra sobre tu odiosa carta, ni yo tampoco. La traté simplemente como un síntoma desdichado de un temperamento desdichado. Jamás se aludió al tema. Escribirme una carta asquerosa a las dos y media y correr a mí en busca de ayuda y apoyo a las siete y cuarto de la misma tarde era en tu vida una cosa de lo más natural. Bien aventajaste a tu padre en esos hábitos, lo mismo que en otros. Cuando las cartas repugnantes que él te había escrito se leyeron en vista pública, él lógicamente sintió vergüenza y fingió que lloraba. Si sus propios abogados hubieran leído las que tú le enviaste, el horror y la repugnancia de todos los presentes habrían sido todavía mayores. Ni era sólo que en el estilo «le derrotases en su propio terreno», sino que en el modo de ataque le dabas quince y raya. Te valías del telegrama público y de la tarjeta postal sin sobre. Yo creo que esos modos de incordio se los podías haber dejado a gente como Alfred Wood, que tiene ahí su única fuente de ingresos. ¿No te parece? Lo que para él y los de su calaña era una profesión fue para ti un placer, y bien malo. Ni has abandonado tampoco la horrible costumbre de escribir cartas ofensivas después de todo lo que a mí me ha ocurrido con ellas y por ellas. Aún la cue ntas entre tus habilidades, y la ejercitas con mis amigos, con quienes me han tratado bien en la cárcel, como Robert Sherard y otros. Debería darte vergüenza. Cuando Robert Sherard supo por mí que yo no quería que publicaras ningún artículo sobre mí en el Mercure de France, con o sin cartas, deberías haberle estado agradecido por averiguar mis deseos al respecto, y evitar que sin querer me hicieras todavía más daño del que ya me habías hecho. Recuerda que una carta paternalista y filistea sobre «juego limpio» con «un hombre caído» está muy bien para un periódico inglés. Está en las viejas tradiciones del periodismo inglés en lo que respecta a su actitud hacia los artistas. Pero en Francia ese tono nos habría hecho objeto, a mí de ridículo y a ti de desprecio. Yo no habría podido autorizar ningún artículo sin conocer su objetivo, tono, planteamiento y demás. En el arte las buenas intenciones no tienen el menor valor. Todo el arte malo ha nacido de buenas intenciones. Ni es Robert Sherard el único de mis amigos al que has dirigido cartas amargas y virulentas porque quisieron consultar mis deseos y pareceres en asuntos que me concernían, la publicación de artículos sobre mí, la dedicatoria de tus versos, la entrega de mis cartas y regalos, etcétera. También a otros los has molestado o intentado molestar.
Ruben
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