EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde IX

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:00 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde IX

La piedad, mi antiguo afecto por ti, la consideración a tu madre, para quien tu muerte en tan terribles circunstancias habría sido un golpe casi insoportable, el horror de pensar que una vida tan joven, y que entre todos sus feos defectos aún tenía en sí una promesa de belle za, pudiera tener un fin tan repuls ivo, la mera humanidad: todo eso, si hicieran falta excusas, debe servirme de excusa por haber consentido otorgarte una última entrevista. Cuando llegué a París, tus lágrimas, derramadas una y otra vez durante toda la velada, que caían sobre tus mejillas como lluvia mientras comíamos primero en Voisin y cenábamos después en Paillard; la alegría no fingida que mostraste al verme, tomándome de la mano siempre que podías, como si fueras un niño dulce y penitente; tu contrición, tan sencilla y sincera, en aquel momento, me hicieron acceder a reanudar nuestra amistad. Dos días después habíamos vuelto a Londres, tu padre te vio almorzando conmigo en el Café Royal, se sentó a mi mesa, bebió de mi vino, y esa tarde, mediante una carta dirigida a ti, inició su primer ataque contra mí.

Puede ser extraño, pero otra vez me vi puesto, no diré en la ocasión, sino en el deber de separarme de ti. No hace falta que te señale que me refiero a tu conducta conmigo en Brighton del 10 al 13 de octubre de 1894. Remontarse a hace tres años es mucho para ti. Pero los que vivimos en la cárcel, y en cuyas vidas no hay más acontecimiento que la pena, tenemos que medir el tiempo por espasmos de dolor y el registro de los momentos amargos. No tenemos otra cosa en que pensar. El sufrimiento -por curioso que esto pueda parecerte- es el medio por el que existimos, y es el único medio por el que somos conscientes de existir; y el recuerdo del sufrimiento en el pasado nos es necesario como garantía, evidencia, de nuestra identidad continuada. Entre yo y el recuerdo de la alegría hay un abismo no menos profundo que entre yo y la alegría en su inmediatez. Si nuestra vida juntos hubiera sido como el mundo se la imaginaba, una vida tan sólo de placer, disipación y risas, yo no sería capaz de recordar ni uno solo de sus pasajes. Es porque estuvo llena de momentos y días trágicos, amargos, siniestros en sus avisos, grises o tremendos en sus escenas monótonas y violencias indecorosas, por lo que veo u oigo cada incidente con todo su detalle, veo y oigo, de hecho, poco más. Hasta tal punto se nutren los hombres de dolor en este lugar, que mi amistad contigo, en la forma en que me veo forzado a recordarla, se me aparece siempre como un preludio consonante con esos variados modos de angustia que cada día tengo que atravesar; más aún, como algo que los exige; como si mi vida, no obstante lo que pareciera a mis ojos y a los de los demás, hubiera sido constantemente una auténtica Sinfonía del Dolor, pasando por sus movimientos rítmicamente enlazados hasta su cierta resolución, con esa inevitabilidad que caracteriza en el Arte el tratamiento de todo gran tema.

He hablado de tu conducta conmigo durante tres días seguidos, hace tres años, ¿no es verdad? Yo estaba solo en Worthing, tratando de acabar mi última obra de teatro. Las dos visitas que me habías hecho habían acabado. De pronto apareciste por tercera vez, con un acompañante, y llegaste a proponer que se alojara en mi casa. Yo (reconocerás ahora que con toda propiedad) me negué en rotundo. Os atendí, naturalmente; no me quedaba otro remedio; pero fuera, no en mi casa. Al día siguiente, un lunes, tu compañero volvió a las obligaciones de su profesión, y tú te quedaste conmigo. Aburrido de Worthing, y todavía más, no me cabe duda, de mis esfuerzos infructuosos por concentrar mi atención en la obra, la única cosa que en aquel momento me interesaba, insistes en que te lleve al Grand Hotel de Brighton. La noche de nuestra llegada caes enfermo con esa temible fiebre baja estúpidamente llamada influenza; tu segundo, si no tercer, ataque. No tengo que recordarte cómo te atendí y te cuidé, no sólo con todo lujo de frutas, flores, regalos, libros y todas esas cosas que pueden comprarse con dinero, sino con ese afecto, ternura y amor que, pienses tú lo que pienses, no se compran con dinero. Salvo una hora de caminata por las mañanas, y una hora de paseo en coche por las tardes, no salí del hotel. Conseguí uvas especiales de Londres para ti, porque las que había en el hotel no te gustaban; inventé cosas para agradarte, permanecía contigo o en la habitación contigua a la tuya, me sentaba a tu lado todas las noches para sosegarte o distraerte.

A los cuatro o cinco días te recuperas, y yo alquilo unas habitaciones para tratar de terminar la obra. Tú, por supuesto, me acompañas. En la mañana del día siguiente a nuestra instalación me pongo muy malo. Tú tienes que ir a Londres a un asunto, pero prometes volver por la tarde. En Londres te encuentras a un amigo, y no vuelves a Brighton hasta última hora del día siguiente; para entonces yo tengo una fiebre terrible, y el médico descubre que me has contagiado la influenza. No podría imaginarse cosa más incómoda para un enfermo que lo que resultaron ser aquellas habitaciones. Mi cuarto de estar está en el primer piso, mi dormitorio en el tercero. No hay ningún criado para atenderme, ni nadie siquiera para enviar un recado ni traer lo que mande el médico. Pero estás tú. No me inquieto. Los dos días siguientes me dejas completamente solo, sin cuidados, sin asistencia, sin nada. No era cuestión de uvas, flores ni regalos encantadores: era cuestión de lo más imprescindible; yo no podía procurarme ni la leche que me había mandado el médico; la limonada se dijo que era imposible; y cuando te rogué que me llevaras un libro de la librería, o si no tenían lo que yo quería que escogieras otra cosa, ni te molestaste en ir. Y cuando en consecuencia yo me quedo todo el día sin nada que leer, me dices con toda tranquilidad que me compraste el libro y prometieron enviarlo, afirmación que después descubrí por casualidad haber sido totalmente falsa desde el principio hasta el final. Todo ese tiempo estabas, por supuesto, viviendo a mi costa, paseando en coche, cenando en el Grand Hotel, y de hecho sólo apareciendo por mi habitación en busca de dinero. El sábado por la noche, habiéndome tenido totalmente desatendido y solo desde por la mañana, te pedí que volvieras después de cenar y me hicieras un rato de compañía. En tono irritado y con malos modales me lo prometes. Espero hasta las once y no apareces. Entonces te dejé una nota en tu habitación sólo recordándote la promesa que me habías hecho, y cómo la habías cumplido. A las tres de la mañana, sin poder dormir y atormentado por la sed, bajo al cuarto de estar, en medio de la oscuridad y del frío, con la esperanza de encontrar agua allí. Te encontré a ti. Te abalanzaste sobre mí con cuantas palabras atroces te pudieron sugerir un estado descontrolado y una naturaleza indisciplinada y sin educación.
Ruben
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