De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XI
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
Página 1 de 1.
De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XI
De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XI
No era la primera vez que había tenido que salvarte de ti mismo. Concluías tu carta diciendo: «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente». ¡Ah, qué fibra tan grosera revela eso! ¡Qué falta total de imaginación! ¡Qué insensible, qué vulgar era ya el temperamento! «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente.» Cuántas veces han vuelto a mí esas palabras en la triste celda solitaria de las diversas cárceles a donde me han mandado. Me las he dicho una y otra vez, y he visto en ellas, espero que injustamente, algo del secreto de tu extraño silencio. Que tú me escribieras eso, cuando la propia enfermedad y la fiebre que sufría las había contraído por cuidarte, fue, no hay que decirlo, de una zafiedad y crudeza repugnantes; pero que cualquier ser humano del mundo escribiera eso a otro sería un pecado que no tiene perdón, si hubiera algún pecado que no lo tuviese.
Confieso que cuando acabé tu carta me sentía casi poluto, como si con asociarme a alguien de tal naturaleza hubiera manchado y envilecido mi vida irreparablemente. Y es verdad que eso había hecho, pero para saber hasta qué punto tenía que vivir seis meses más. Resolví conmigo mismo volver a Londres el viernes, y ver a sir George Lewis personalmente para pedirle que escribiera a tu padre diciéndole que había tomado la determinación de jamás, bajo ninguna circunstancia, dejarte entrar en mi casa, sentarte a mi mesa, hablar conmigo, pasear conmigo, ni en ningún lugar ni tiempo acompañarme de ninguna manera. Hecho esto, te habría escrito únicamente para informarte del curso de acción que había adoptado; las razones inevitablemente las habrías visto tú. Lo tenía todo dispuesto el jueves por la noche, y el viernes por la mañana, mientras desayunaba antes de partir, abrí casualmente el periódico y vi en él un telegrama donde decía que tu hermano mayor, el verdadero cabeza de familia, el heredero del título, el sostén de la casa, había sido hallado muerto en una acequia, con el arma descargada a su lado. El horror de las circunstancias de la tragedia, de la que ahora se sabe que fue un accidente, pero entonces teñida de una insinuación más sombría; el patetismo de la muerte súbita de un hombre querido por todos los que le conocían, y casi en vísperas, por decirlo así, de su boda; mi conciencia de la desdicha que iba a ser para tu madre la pérdida de la persona que era su consuelo y su alegría en la vida, y que, como ella misma me dijera una vez, desde el día en que nació no le había hecho derramar ni una sola lágrima; mi conciencia de tu propio aislamiento, al estar tus otros hermanos en Europa, y por lo tanto ser tú el único al que tu madre y tu hermana podían mirar, no sólo para compañía de su dolor, sino también para esas pesadas responsabilidades de horrible detalle que la Muerte siempre trae consigo; el mero sentimiento de las lacrimae rerum, de las lágrimas de que está hecho el mundo, y de la tristeza de todo lo humano: de la confluencia de esos pensamientos y emociones agolpados en mi cerebro brotó una piedad infinita de ti y de tu familia.
De mis propios dolores y acritudes contra ti me olvidé. Lo que tú habías sido para mí en mi enfermedad no podía yo serlo para ti en tu duelo. Al momento te telegrafié mi condolencia más honda, y en la carta subsiguiente te invité a venir a mi casa tan pronto como pudieras. Sentía que abandonarte en ese preciso momento, y formalmente por medio de un abogado, habría sido demasiado terrible para ti.
A tu regreso a la ciudad desde el escenario material de la tragedia, a donde habías sido convocado, viniste enseguida a mí con dulzura y sencillez, vestido de luto y con los ojos empañados de lágrimas. Buscabas consuelo y ayuda como podría buscarlos un niño. Yo te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice también mía tu pena, para ayudarte a soportarla.
No era la primera vez que había tenido que salvarte de ti mismo. Concluías tu carta diciendo: «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente». ¡Ah, qué fibra tan grosera revela eso! ¡Qué falta total de imaginación! ¡Qué insensible, qué vulgar era ya el temperamento! «Cuando no estás subido al pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente.» Cuántas veces han vuelto a mí esas palabras en la triste celda solitaria de las diversas cárceles a donde me han mandado. Me las he dicho una y otra vez, y he visto en ellas, espero que injustamente, algo del secreto de tu extraño silencio. Que tú me escribieras eso, cuando la propia enfermedad y la fiebre que sufría las había contraído por cuidarte, fue, no hay que decirlo, de una zafiedad y crudeza repugnantes; pero que cualquier ser humano del mundo escribiera eso a otro sería un pecado que no tiene perdón, si hubiera algún pecado que no lo tuviese.
Confieso que cuando acabé tu carta me sentía casi poluto, como si con asociarme a alguien de tal naturaleza hubiera manchado y envilecido mi vida irreparablemente. Y es verdad que eso había hecho, pero para saber hasta qué punto tenía que vivir seis meses más. Resolví conmigo mismo volver a Londres el viernes, y ver a sir George Lewis personalmente para pedirle que escribiera a tu padre diciéndole que había tomado la determinación de jamás, bajo ninguna circunstancia, dejarte entrar en mi casa, sentarte a mi mesa, hablar conmigo, pasear conmigo, ni en ningún lugar ni tiempo acompañarme de ninguna manera. Hecho esto, te habría escrito únicamente para informarte del curso de acción que había adoptado; las razones inevitablemente las habrías visto tú. Lo tenía todo dispuesto el jueves por la noche, y el viernes por la mañana, mientras desayunaba antes de partir, abrí casualmente el periódico y vi en él un telegrama donde decía que tu hermano mayor, el verdadero cabeza de familia, el heredero del título, el sostén de la casa, había sido hallado muerto en una acequia, con el arma descargada a su lado. El horror de las circunstancias de la tragedia, de la que ahora se sabe que fue un accidente, pero entonces teñida de una insinuación más sombría; el patetismo de la muerte súbita de un hombre querido por todos los que le conocían, y casi en vísperas, por decirlo así, de su boda; mi conciencia de la desdicha que iba a ser para tu madre la pérdida de la persona que era su consuelo y su alegría en la vida, y que, como ella misma me dijera una vez, desde el día en que nació no le había hecho derramar ni una sola lágrima; mi conciencia de tu propio aislamiento, al estar tus otros hermanos en Europa, y por lo tanto ser tú el único al que tu madre y tu hermana podían mirar, no sólo para compañía de su dolor, sino también para esas pesadas responsabilidades de horrible detalle que la Muerte siempre trae consigo; el mero sentimiento de las lacrimae rerum, de las lágrimas de que está hecho el mundo, y de la tristeza de todo lo humano: de la confluencia de esos pensamientos y emociones agolpados en mi cerebro brotó una piedad infinita de ti y de tu familia.
De mis propios dolores y acritudes contra ti me olvidé. Lo que tú habías sido para mí en mi enfermedad no podía yo serlo para ti en tu duelo. Al momento te telegrafié mi condolencia más honda, y en la carta subsiguiente te invité a venir a mi casa tan pronto como pudieras. Sentía que abandonarte en ese preciso momento, y formalmente por medio de un abogado, habría sido demasiado terrible para ti.
A tu regreso a la ciudad desde el escenario material de la tragedia, a donde habías sido convocado, viniste enseguida a mí con dulzura y sencillez, vestido de luto y con los ojos empañados de lágrimas. Buscabas consuelo y ayuda como podría buscarlos un niño. Yo te abrí mi casa, mi hogar, mi corazón. Hice también mía tu pena, para ayudarte a soportarla.
Ruben- Poeta especial
- Cantidad de envíos : 661
Puntos : 44842
Fecha de inscripción : 02/03/2013
Temas similares
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde III
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XIX
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde IV
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XX
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde V
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XIX
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde IV
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XX
» De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde V
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.