De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXVI
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXVI
De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXVI
El dolor, pues, y todo lo que enseña, es mi mundo nuevo. Yo vivía enteramente para el placer. Rehuía el dolor y el sufrimiento de cualquier clase. Los detestaba. Estaba resuelto a no verlos en lo posible, es decir, a tratarlos como modos de imperfección. No eran parte de mi plan de vida. No tenían sitio en mi filosofía. Mi madre, que conocía la vida como un todo, solía citarme a menudo los versos de Goethe, escritos por Carlyle en un libro que le había regalado años atrás, y traducidos, me figuro, también por él:
Who never ate his bread in sorrow,
Who never spent the midnight hours
Weeping and waiting for the morrow,
He knows you not, ye Heavenly Powers.
[El que nunca comió su pan con dolor, / el que nunca pasó las horas de la medianoche / llorando y esperando a la mañana, / ése no os conoce, Potencias Celestiales.]
Eran los versos que aquella noble Reina de Prusia, a quien Napoleón trató con tan grosera brutalidad, citaba en su humillación y exilio; eran versos que mi madre citaba a menudo en las tribulaciones de sus últimos años; yo me negaba en rotundo a aceptar o admitir la enorme verdad oculta en ellos. No la podía entender. Recuerdo muy bien que le decía que yo no quería comer mi pan con dolor, ni pasar ninguna noche llorando y esperando despierto un amanecer más amargo. No tenía yo ni idea de que era una de las cosas especiales que los Hados me tenían reservadas; que durante un año entero de mi vida, realmente, iba a hacer poco más. Pero es así como se me ha adjudicado mi parte; y durante los últimos meses, tras terribles luchas y dificultades, he podido comprender algunas de las lecciones que se ocultan en el corazón de la pena. Los clérigos, y la gente que usa frases sin sabiduría, hablan a veces del sufrimiento como un misterio. La verdad es que es una revelación. Se descubren cosas que uno nunca había descubierto. La historia entera se ve desde otra óptica. Lo que sobre el Arte se había sentido oscuramente por instinto, se comprende intelectual y emocionalmente con perfecta claridad de visión y absoluta intensidad de aprehensión.
Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte. Lo que el artista va siempre buscando es ese modo de existencia en el que alma y cuerpo son una unidad indivisible; en el que lo exterior es expresivo de lo interior; en el que la Forma revela. De tales modos de existencia hay no pocos: la juventud y las artes atentas a la juventud pueden servirnos de modelo en un momento; en otro quizá pensemos que, por su sutileza y sensibilidad de impresión, su sugerencia de un espíritu que habita en las cosas externas y se reviste de tierra y aire, de bruma y ciudad por igual, y por la mórbida simpatía de sus estados, y tonos y colores, el arte del paisaje moderno está realizando para nosotros pictóricamente lo que los griegos realizaron con tal perfección plástica. La música, en la que todo contenido está absorbido en la expresión y no se puede separar de ella, es un ejemplo complejo, y una flor o un niño son un ejemplo simple de lo que quiero decir: pero el Dolor es el tipo acabado, lo mismo en la vida que en el Arte.
Tras la Alegría y la Risa puede haber un temperamento grosero, duro y encallecido. Pero tras el Dolor siempre hay Dolor. La Pena, a diferencia del Placer, no lleva mascara. La verdad en el Arte no es ninguna correspondencia entre la idea esencial y la existencia accidental; no es la semejanza de figura y sombra, ni de la forma reflejada en el cristal y la forma misma; no es ningún Eco que baje de la oquedad de un monte, como no es el pozo de agua de plata en el valle que muestra la Luna a la Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el Arte es la unidad de la cosa consigo misma; lo exterior hecho expresivo de lo interior; el alma encarnada; el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no hay verdad comparable al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me parece ser la única verdad. Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista o del apetito, hechas para cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el Dolor se han construido mundos, y en el nacimiento de un niño o de una estrella hay dolor.
Más que eso: hay en torno al Dolor una intensa, una extraordinaria realidad. He dicho de mí que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. No hay un solo hombre desdichado de los que están conmigo en este lugar desdichado que no esté en relaciones simbólicas con el secreto mismo de la vida. Porque el secreto de la vida es el sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás de todo. Cuando empezamos a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros, y lo amargo es tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer, y aspiramos no ya a «alimentarnos de miel un mes o dos», sino a no probar otro alimento en todos nuestros años, ignorantes de que mientras tanto podemos estar realmente matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este tema con una de las personalidades mas hermosas de cuantas he conocido: una mujer, cuya simpatía y noble bondad hacia mí antes y después de la tragedia de mi encarcelamiento sería imposible describir; que verdaderamente me ha ayudado, aunque ella no lo sabe, a soportar el peso de mis males más que nadie en el mundo; y todo por el mero hecho de su existencia: por ser lo que es, en parte un ideal y en parte una influencia, una sugerencia de lo que uno podría llegar a ser y a la vez una ayuda real para llegar a serlo, un alma que embalsama el aire común y hace parecer lo espiritual tan natural y sencillo como la luz del sol o el mar, una persona para quien la Belleza y el Dolor caminan de la mano y tienen el mismo mensaje. En la ocasión que ahora tengo presente recuerdo nítidamente haberle dicho que en una sola callejuela de Londres había sufrimiento bastante para demostrar que Dios no amaba al hombre, y que dondequiera que hubiera dolor, aunque sólo fuera el de un niño en un jardincillo llorando por una falta que hubiese o no cometido, la entera faz de la creación quedaba desfigurada por completo. Estaba totalmente equivocado. Ella me lo dijo, pero yo no la podía creer. No estaba en la esfera en donde se alcanza esa convicción. Ahora me parece que el Amor de alguna clase es la única explicación posible de la extraordinaria cantidad de sufrimiento que hay en el mundo. No concibo otra explicación. Estoy convencido de que no la hay, y de que si, como he dicho, se han construido mundos con el Dolor, ha sido por las manos del Amor, porque de ninguna otra manera podía el Alma del hombre para quien se han hecho los mundos alcanzar la plena estatura de su perfección. Placer para el cuerpo hermoso, pero Dolor para el Alma hermosa.
Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo. A lo lejos, como una perla perfecta, se ve la ciudad de Dios. Es tan maravillosa que parece como si un niño pudiera alcanzarla en un día de verano. Y un niño podría. Pero para mí y los que son como yo es diferente. Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo. Es tan difícil mantener «las alturas que el alma es capaz de coronar». Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio por el Tiempo; y de cómo pasa de despacio el tiempo para los que estamos en la cárcel no hace falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y la desesperación que se te filtran en la celda, y en la celda del corazón, con una insistencia tan extraña que tiene uno, por así decirlo, que engalanar y barrer la casa para recibirlos como para un invitado inoportuno, o un amo acerbo, o un esclavo del cual fuera uno esclavo por suerte o por desgracia. Y, aunque en el presente te cueste creerlo, no por ello es menos cierto que para ti, que vives con libertad, comodidad y ocio, es más fácil aprender las lecciones de la Humildad que para mí, que empiezo el día hincándome de rodillas y fregando el suelo de mi celda. Porque la vida de presidio, con sus incontables privaciones y restricciones, te hace rebelde. Lo más terrible no es que te rompa el corazón - los corazones están hechos para romperse-, sino que te lo petrifica. A veces se tiene la impresión de que sólo con una frente de bronce y labios de desdén es posible llegar al final del día. Y el que está en estado de rebeldía no puede recibir la gracia, por emplear la frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con tanta razón, me atrevo a decir-; porque en la vida, como en el Arte, el estado de rebeldía cierra los cauces del alma, y no deja entrar los aires del cielo. Pero yo tengo que aprender esas lecciones aquí, si he de aprenderlas en alguna parte, y he de estar lleno de alegría si tengo puestos los pies en el buen camino y vuelto el rostro hacia «la puerta que se llama Hermosa», aunque pueda caerme muchas veces en el fango, y extraviarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me gusta a veces llamarla, por supuesto que no es ninguna vida nueva, sino sencillamente la continuación, por desarrollo y evolución, de mi vida anterior. Recuerdo, estando en Oxford, haberle dicho a uno de mis amigos -íbamos paseando por las veredas estrechas de Magdalena, pobladas de pájaros, una mañana de junio antes de mi graduación- que quería comer del fruto de todos los árboles del jardín del mundo, y que salía al mundo con esa pasión en mi alma. Y así fue, efectivamente, como salí, y así viví. Mi único error fue limitarme tan exclusivamente a los árboles de lo que me parecía ser el lado soleado del jardín, y esquivar el otro lado por su sombra y su oscuridad. El fracaso, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, las lágrimas incluso, las palabras truncas que salen de los labios del dolor, el remordimiento que hace caminar sobre espinas, la conciencia que condena, la humillación de uno mismo que castiga, la miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la angustia que escoge la arpillera por vestido y en su propia bebida pone hiel, todas ésas eran cosas que me daban miedo. Y como había resuelto no saber nada de ellas, me vi obligado a probarlas una tras otra, a nutrirme de ellas, a pasar un tiempo, de hecho, sin otro alimento. No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría sido limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y prefigurado en mi arte. Algo está en «El príncipe feliz»; algo en «El joven rey», sobre todo en el pasaje donde el obispo le dice al muchacho arrodillado: «El que hizo la desdicha, ¿no es mas sabio que tú?», una frase que cuando la escribí me pareció poco mas que una frase; mucho está oculto en la nota de Fatalidad que corre como un hilo de púrpura por el paño de oro de Dorian Cray; en «El crítico artista» está expuesto en muchos colores; en El alma del hombre está consignado con sencillez y en letras demasiado fáciles de leer; es uno de los estribillos cuyos motivos recurrentes hacen que Salomé se parezca tanto a una pieza musical y la traban como una balada; en el poema en prosa del hombre que del bronce de la imagen del «Placer que vive para un Momento» tiene que hacer la imagen del «Dolor que permanece para Siempre », está encarnado. No podría haber sido de otro modo. En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. El Arte es un símbolo, porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la realización última de la vida artística. Porque la vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su aceptación franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater pretende reconciliar la vida artística con la vida de la religión, en el sentido profundo, dulce y austero de la palabra. Pero Mario es poco más que un espectador: un espectador ideal, sí, y a quien le es dado «contemplar el espectáculo de la vida con emociones apropiadas», que es como Wordsworth define el verdadero objetivo del poeta; pero sólo un espectador, y quizá una pizca demasiado atento a la elegancia de las vasijas del Santuario para darse cuenta de que lo que contempla es el Santuario del Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en El alma del hombre que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mismo, y había tomado como tipos no sólo al pastor en el monte y el preso en su celda, sino también al pintor para quien el mundo es un desfile y el poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haberle dicho una vez a Ándré Gide, estando con él en un café de París, que la Metafísica tenía escaso interés real para mí y la Moral absolutamente ninguno, pero que no había nada de cuanto dijeron Platón o Cristo que no pudiera trasladarse inmediatamente a la esfera del Arte, y ahí encontrar su total cumplimiento. Era una generalización tan profunda como novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra esa unidad estrecha de personalidad y perfección que es lo que realmente distingue el Arte clásico del romántico y hace de Cristo el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la propia base de su naturaleza era la misma que la de la naturaleza del artista, una imaginación intensa y flamígera. Él realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. El comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. Ahora veras ¿verdad que sí? que cuando me escribiste en mi tribulación: «Cuando no estás en tu pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente», estabas tan lejos del verdadero temple del artista como de lo que Matthew Arnold llama «el secreto de Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que lo que le ocurra a otro te ocurre a ti, y si quieres una inscripción para leerla al alba y a la noche, y para el placer o para el dolor, escribe en la pared de tu casa con letras que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»; y si alguien te preguntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele que quiere decir «el corazón del Señor Jesucristo y el cerebro de Shakespeare».
El dolor, pues, y todo lo que enseña, es mi mundo nuevo. Yo vivía enteramente para el placer. Rehuía el dolor y el sufrimiento de cualquier clase. Los detestaba. Estaba resuelto a no verlos en lo posible, es decir, a tratarlos como modos de imperfección. No eran parte de mi plan de vida. No tenían sitio en mi filosofía. Mi madre, que conocía la vida como un todo, solía citarme a menudo los versos de Goethe, escritos por Carlyle en un libro que le había regalado años atrás, y traducidos, me figuro, también por él:
Who never ate his bread in sorrow,
Who never spent the midnight hours
Weeping and waiting for the morrow,
He knows you not, ye Heavenly Powers.
[El que nunca comió su pan con dolor, / el que nunca pasó las horas de la medianoche / llorando y esperando a la mañana, / ése no os conoce, Potencias Celestiales.]
Eran los versos que aquella noble Reina de Prusia, a quien Napoleón trató con tan grosera brutalidad, citaba en su humillación y exilio; eran versos que mi madre citaba a menudo en las tribulaciones de sus últimos años; yo me negaba en rotundo a aceptar o admitir la enorme verdad oculta en ellos. No la podía entender. Recuerdo muy bien que le decía que yo no quería comer mi pan con dolor, ni pasar ninguna noche llorando y esperando despierto un amanecer más amargo. No tenía yo ni idea de que era una de las cosas especiales que los Hados me tenían reservadas; que durante un año entero de mi vida, realmente, iba a hacer poco más. Pero es así como se me ha adjudicado mi parte; y durante los últimos meses, tras terribles luchas y dificultades, he podido comprender algunas de las lecciones que se ocultan en el corazón de la pena. Los clérigos, y la gente que usa frases sin sabiduría, hablan a veces del sufrimiento como un misterio. La verdad es que es una revelación. Se descubren cosas que uno nunca había descubierto. La historia entera se ve desde otra óptica. Lo que sobre el Arte se había sentido oscuramente por instinto, se comprende intelectual y emocionalmente con perfecta claridad de visión y absoluta intensidad de aprehensión.
Yo veo ahora que el dolor, por ser la emoción suprema de que el hombre es capaz, es a la vez el tipo y la prueba de todo gran Arte. Lo que el artista va siempre buscando es ese modo de existencia en el que alma y cuerpo son una unidad indivisible; en el que lo exterior es expresivo de lo interior; en el que la Forma revela. De tales modos de existencia hay no pocos: la juventud y las artes atentas a la juventud pueden servirnos de modelo en un momento; en otro quizá pensemos que, por su sutileza y sensibilidad de impresión, su sugerencia de un espíritu que habita en las cosas externas y se reviste de tierra y aire, de bruma y ciudad por igual, y por la mórbida simpatía de sus estados, y tonos y colores, el arte del paisaje moderno está realizando para nosotros pictóricamente lo que los griegos realizaron con tal perfección plástica. La música, en la que todo contenido está absorbido en la expresión y no se puede separar de ella, es un ejemplo complejo, y una flor o un niño son un ejemplo simple de lo que quiero decir: pero el Dolor es el tipo acabado, lo mismo en la vida que en el Arte.
Tras la Alegría y la Risa puede haber un temperamento grosero, duro y encallecido. Pero tras el Dolor siempre hay Dolor. La Pena, a diferencia del Placer, no lleva mascara. La verdad en el Arte no es ninguna correspondencia entre la idea esencial y la existencia accidental; no es la semejanza de figura y sombra, ni de la forma reflejada en el cristal y la forma misma; no es ningún Eco que baje de la oquedad de un monte, como no es el pozo de agua de plata en el valle que muestra la Luna a la Luna y Narciso a Narciso. La verdad en el Arte es la unidad de la cosa consigo misma; lo exterior hecho expresivo de lo interior; el alma encarnada; el cuerpo movido por el espíritu. Por eso no hay verdad comparable al Dolor. Hay momentos en que el Dolor me parece ser la única verdad. Otras cosas podrán ser ilusiones de la vista o del apetito, hechas para cegar lo uno y empachar lo otro, pero con el Dolor se han construido mundos, y en el nacimiento de un niño o de una estrella hay dolor.
Más que eso: hay en torno al Dolor una intensa, una extraordinaria realidad. He dicho de mí que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. No hay un solo hombre desdichado de los que están conmigo en este lugar desdichado que no esté en relaciones simbólicas con el secreto mismo de la vida. Porque el secreto de la vida es el sufrimiento. Eso es lo que se oculta detrás de todo. Cuando empezamos a vivir, lo dulce es tan dulce para nosotros, y lo amargo es tan amargo, que inevitablemente dirigimos todos nuestros deseos al placer, y aspiramos no ya a «alimentarnos de miel un mes o dos», sino a no probar otro alimento en todos nuestros años, ignorantes de que mientras tanto podemos estar realmente matando de hambre el alma.
Recuerdo haber hablado una vez sobre este tema con una de las personalidades mas hermosas de cuantas he conocido: una mujer, cuya simpatía y noble bondad hacia mí antes y después de la tragedia de mi encarcelamiento sería imposible describir; que verdaderamente me ha ayudado, aunque ella no lo sabe, a soportar el peso de mis males más que nadie en el mundo; y todo por el mero hecho de su existencia: por ser lo que es, en parte un ideal y en parte una influencia, una sugerencia de lo que uno podría llegar a ser y a la vez una ayuda real para llegar a serlo, un alma que embalsama el aire común y hace parecer lo espiritual tan natural y sencillo como la luz del sol o el mar, una persona para quien la Belleza y el Dolor caminan de la mano y tienen el mismo mensaje. En la ocasión que ahora tengo presente recuerdo nítidamente haberle dicho que en una sola callejuela de Londres había sufrimiento bastante para demostrar que Dios no amaba al hombre, y que dondequiera que hubiera dolor, aunque sólo fuera el de un niño en un jardincillo llorando por una falta que hubiese o no cometido, la entera faz de la creación quedaba desfigurada por completo. Estaba totalmente equivocado. Ella me lo dijo, pero yo no la podía creer. No estaba en la esfera en donde se alcanza esa convicción. Ahora me parece que el Amor de alguna clase es la única explicación posible de la extraordinaria cantidad de sufrimiento que hay en el mundo. No concibo otra explicación. Estoy convencido de que no la hay, y de que si, como he dicho, se han construido mundos con el Dolor, ha sido por las manos del Amor, porque de ninguna otra manera podía el Alma del hombre para quien se han hecho los mundos alcanzar la plena estatura de su perfección. Placer para el cuerpo hermoso, pero Dolor para el Alma hermosa.
Cuando digo que estoy convencido de estas cosas hablo con demasiado orgullo. A lo lejos, como una perla perfecta, se ve la ciudad de Dios. Es tan maravillosa que parece como si un niño pudiera alcanzarla en un día de verano. Y un niño podría. Pero para mí y los que son como yo es diferente. Se puede captar una cosa en un momento único, pero se la pierde en las largas horas que le siguen con pies de plomo. Es tan difícil mantener «las alturas que el alma es capaz de coronar». Es en la Eternidad donde pensamos, pero nos movemos despacio por el Tiempo; y de cómo pasa de despacio el tiempo para los que estamos en la cárcel no hace falta que vuelva a hablar, ni del cansancio y la desesperación que se te filtran en la celda, y en la celda del corazón, con una insistencia tan extraña que tiene uno, por así decirlo, que engalanar y barrer la casa para recibirlos como para un invitado inoportuno, o un amo acerbo, o un esclavo del cual fuera uno esclavo por suerte o por desgracia. Y, aunque en el presente te cueste creerlo, no por ello es menos cierto que para ti, que vives con libertad, comodidad y ocio, es más fácil aprender las lecciones de la Humildad que para mí, que empiezo el día hincándome de rodillas y fregando el suelo de mi celda. Porque la vida de presidio, con sus incontables privaciones y restricciones, te hace rebelde. Lo más terrible no es que te rompa el corazón - los corazones están hechos para romperse-, sino que te lo petrifica. A veces se tiene la impresión de que sólo con una frente de bronce y labios de desdén es posible llegar al final del día. Y el que está en estado de rebeldía no puede recibir la gracia, por emplear la frase que tanto le gusta a la Iglesia -y con tanta razón, me atrevo a decir-; porque en la vida, como en el Arte, el estado de rebeldía cierra los cauces del alma, y no deja entrar los aires del cielo. Pero yo tengo que aprender esas lecciones aquí, si he de aprenderlas en alguna parte, y he de estar lleno de alegría si tengo puestos los pies en el buen camino y vuelto el rostro hacia «la puerta que se llama Hermosa», aunque pueda caerme muchas veces en el fango, y extraviarme a menudo en la niebla.
Esta vida nueva, como por mi amor a Dante me gusta a veces llamarla, por supuesto que no es ninguna vida nueva, sino sencillamente la continuación, por desarrollo y evolución, de mi vida anterior. Recuerdo, estando en Oxford, haberle dicho a uno de mis amigos -íbamos paseando por las veredas estrechas de Magdalena, pobladas de pájaros, una mañana de junio antes de mi graduación- que quería comer del fruto de todos los árboles del jardín del mundo, y que salía al mundo con esa pasión en mi alma. Y así fue, efectivamente, como salí, y así viví. Mi único error fue limitarme tan exclusivamente a los árboles de lo que me parecía ser el lado soleado del jardín, y esquivar el otro lado por su sombra y su oscuridad. El fracaso, la desgracia, la pobreza, el dolor, la desesperación, el sufrimiento, las lágrimas incluso, las palabras truncas que salen de los labios del dolor, el remordimiento que hace caminar sobre espinas, la conciencia que condena, la humillación de uno mismo que castiga, la miseria que pone cenizas sobre su cabeza, la angustia que escoge la arpillera por vestido y en su propia bebida pone hiel, todas ésas eran cosas que me daban miedo. Y como había resuelto no saber nada de ellas, me vi obligado a probarlas una tras otra, a nutrirme de ellas, a pasar un tiempo, de hecho, sin otro alimento. No lamento ni un solo instante haber vivido para el placer. Lo hice hasta el fondo, como se debe hacer todo lo que uno haga. No hubo placer que no experimentara. Eché la perla de mi alma a una copa de vino. Bajé por el sendero de las prímulas al son de flautas. Viví de miel. Pero haber continuado en la misma vida habría sido malo porque habría sido limitador. Tenía que pasar adelante. La otra mitad del jardín también tenía sus secretos para mí.
Naturalmente, todo eso está anunciado y prefigurado en mi arte. Algo está en «El príncipe feliz»; algo en «El joven rey», sobre todo en el pasaje donde el obispo le dice al muchacho arrodillado: «El que hizo la desdicha, ¿no es mas sabio que tú?», una frase que cuando la escribí me pareció poco mas que una frase; mucho está oculto en la nota de Fatalidad que corre como un hilo de púrpura por el paño de oro de Dorian Cray; en «El crítico artista» está expuesto en muchos colores; en El alma del hombre está consignado con sencillez y en letras demasiado fáciles de leer; es uno de los estribillos cuyos motivos recurrentes hacen que Salomé se parezca tanto a una pieza musical y la traban como una balada; en el poema en prosa del hombre que del bronce de la imagen del «Placer que vive para un Momento» tiene que hacer la imagen del «Dolor que permanece para Siempre », está encarnado. No podría haber sido de otro modo. En cada momento de nuestra vida somos lo que vamos a ser no menos que lo que hemos sido. El Arte es un símbolo, porque el hombre es un símbolo.
Es, si soy capaz de alcanzarlo plenamente, la realización última de la vida artística. Porque la vida artística es simple autodesarrollo. La humildad en el artista es su aceptación franca de todas las experiencias, lo mismo que el Amor en el artista es simplemente ese sentido de la Belleza que revela al mundo su cuerpo y su alma. En Mario el epicúreo Pater pretende reconciliar la vida artística con la vida de la religión, en el sentido profundo, dulce y austero de la palabra. Pero Mario es poco más que un espectador: un espectador ideal, sí, y a quien le es dado «contemplar el espectáculo de la vida con emociones apropiadas», que es como Wordsworth define el verdadero objetivo del poeta; pero sólo un espectador, y quizá una pizca demasiado atento a la elegancia de las vasijas del Santuario para darse cuenta de que lo que contempla es el Santuario del Dolor.
Yo veo un nexo mucho más íntimo e inmediato entre la verdadera vida de Cristo y la verdadera vida del artista, y me produce un vivo placer pensar que mucho antes de que el Dolor se enseñorease de mis días y me atase a su rueda había yo escrito en El alma del hombre que el que quiera vivir como Cristo tiene que ser entera y absolutamente él mismo, y había tomado como tipos no sólo al pastor en el monte y el preso en su celda, sino también al pintor para quien el mundo es un desfile y el poeta para quien el mundo es una canción. Recuerdo haberle dicho una vez a Ándré Gide, estando con él en un café de París, que la Metafísica tenía escaso interés real para mí y la Moral absolutamente ninguno, pero que no había nada de cuanto dijeron Platón o Cristo que no pudiera trasladarse inmediatamente a la esfera del Arte, y ahí encontrar su total cumplimiento. Era una generalización tan profunda como novedosa.
Y no es únicamente que en Cristo se descubra esa unidad estrecha de personalidad y perfección que es lo que realmente distingue el Arte clásico del romántico y hace de Cristo el verdadero precursor del movimiento romántico en la vida, sino que la propia base de su naturaleza era la misma que la de la naturaleza del artista, una imaginación intensa y flamígera. Él realizó en toda la esfera de las relaciones humanas esa simpatía imaginativa que en la esfera del Arte es el único secreto de la creación. El comprendió la lepra del leproso, la tiniebla del ciego, la fiera miseria de los que viven para el placer, la extraña pobreza de los ricos. Ahora veras ¿verdad que sí? que cuando me escribiste en mi tribulación: «Cuando no estás en tu pedestal no eres interesante. La próxima vez que estés enfermo me iré inmediatamente», estabas tan lejos del verdadero temple del artista como de lo que Matthew Arnold llama «el secreto de Jesús». Lo uno o lo otro te habría enseñado que lo que le ocurra a otro te ocurre a ti, y si quieres una inscripción para leerla al alba y a la noche, y para el placer o para el dolor, escribe en la pared de tu casa con letras que el sol dore y la luna argente: «Lo que le ocurra a otro me ocurre a mí»; y si alguien te preguntase qué puede querer decir esa inscripción, respóndele que quiere decir «el corazón del Señor Jesucristo y el cerebro de Shakespeare».
Ruben- Poeta especial
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