De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde VI
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde VI
De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde VI
Tu motivo más ruin, tu apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había que amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el caso, había que sacrificarlas sin escrúpulo. Sabiendo que con una escena podías siempre salirte con la tuya, era lo más natural que recurrieras, no dudo que casi inconscientemente, a todos los excesos de la violencia ruin. Al final no sabías a qué meta corrías, ni con qué propósito.
Habiendo entrado a saco en mi genio, mi voluntad y mi fortuna, quisiste, con la ceguera de una codicia sin fondo, mi existencia entera. La tomaste. En el momento supremo y trágicamente decisivo de toda mi vida, el que precedió al lamentable paso de iniciar mi acción absurda, de un lado estaba tu padre atacándome con tarjetas repugnantes dejadas en mi club, de otro lado estabas tú atacándome con cartas no menos detestables. La carta que recibí de ti en la mañana del día en que te dejé llevarme al juzgado de guardia para solicitar la ridícula orden de detención de tu padre fue una de las peores que nunca escribieras, y por la más vergonzosa razón. Entre vosotros dos perdí la cabeza. Mi juicio me abandonó. El terror ocupó su lugar. No vi escapatoria posible, lo digo francamente, de ninguno de los dos. Ciegamente avancé como un buey al matadero. Había cometido un error psicológico colosal. Siempre había pensado que el ceder ante ti en las cosas menudas no significaba nada: que cuando llegase un gran momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad en su superioridad natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de voluntad me falló por completo. En la vida no hay verdaderamente cosa pequeña ni grande.
Todas las cosas son del mismo valor y del mismo tamaño. Mi costumbre -al principio fruto, más que nada, de la indiferencia- de ceder a ti en todo había venido a ser insensiblemente una parte real de mi naturaleza. Sin yo saberlo, había estereotipado mi temperamento en un solo estado permanente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la primera edición de sus ensayos, dice Patter que «El fracaso es formar hábitos». Cuando lo dijo, los obtusos de Oxford no vieron en la frase más que una inversión traviesa del texto un tanto manido de la Ética de Aristóteles, pero lleva escondida una verdad prodigiosa, terrible.
Yo te había dejado minar la fuerza de mi carácter, y para mí la formación de un hábito había sido no ya Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido todavía más destructivo para mí que en lo artístico.
Una vez obtenida la orden de detención, tu voluntad fue, no hay que decirlo, la que lo dirigió todo. En unos momentos en los que yo debería haber estado en Londres asesorándome de personas sabias, y considerando con calma la trampa atroz donde me había dejado meter - la ratonera, como tu padre la sigue llamando hasta el día de hoy- , tú te empeñaste en que te llevara a Montecarlo, de todos los lugares repugnantes que hay en el mundo, para poder pasarte todo el día jugando, y toda la noche, mientras estuviera abierto el Casino. En cuanto a mí, que no le veo el encanto al bacará, yo me quedaba afuera solo.
Te negaste a comentar siquiera fuera en cinco minutos la situación en la que tú y tu padre me habíais puesto. Lo mío era sencillamente pagar tus gastos de hotel y tus pérdidas. La más mínima alusión a la prueba que me aguardaba era un fastidio. Una nueva marca de champán que nos recomendaran tenía más interés para ti.
A nuestro regreso a Londres, los amigos que verdaderamente deseaban mi bien me imploraron que me fuera al extranjero, que no afrontara un proceso imposible. Tú les imputaste motivos viles para dar ese consejo, y a mí cobardía por prestarle oídos. Tú me forzaste a quedarme para salir adelante en el estrado, si era posible, con perjurios tontos y absurdos. Al final, yo fui, naturalmente, detenido, y tu padre fue el héroe del día; más aún, en realidad, que el héroe del día; tu familia se codea ahora, mira qué curioso, con los Inmortales: pues por uno de esos efectos grotescos que son, por así decirlo, el elemento gótico de la historia, y que hacen de Clío la menos seria de todas las Musas, tu padre vivirá siempre entre los padres buenos y puros de la literatura de catequesis, tu sitio está con el del Niño Samuel, y yo me veo sentado en el cenagal más bajo de Malebolge, entre Gilles de Retz y el marqués de Sade.
Tu motivo más ruin, tu apetito más bajo, tu pasión más vulgar, eran para ti leyes a las que había que amoldar siempre las vidas de los demás, y a las cuales, llegado el caso, había que sacrificarlas sin escrúpulo. Sabiendo que con una escena podías siempre salirte con la tuya, era lo más natural que recurrieras, no dudo que casi inconscientemente, a todos los excesos de la violencia ruin. Al final no sabías a qué meta corrías, ni con qué propósito.
Habiendo entrado a saco en mi genio, mi voluntad y mi fortuna, quisiste, con la ceguera de una codicia sin fondo, mi existencia entera. La tomaste. En el momento supremo y trágicamente decisivo de toda mi vida, el que precedió al lamentable paso de iniciar mi acción absurda, de un lado estaba tu padre atacándome con tarjetas repugnantes dejadas en mi club, de otro lado estabas tú atacándome con cartas no menos detestables. La carta que recibí de ti en la mañana del día en que te dejé llevarme al juzgado de guardia para solicitar la ridícula orden de detención de tu padre fue una de las peores que nunca escribieras, y por la más vergonzosa razón. Entre vosotros dos perdí la cabeza. Mi juicio me abandonó. El terror ocupó su lugar. No vi escapatoria posible, lo digo francamente, de ninguno de los dos. Ciegamente avancé como un buey al matadero. Había cometido un error psicológico colosal. Siempre había pensado que el ceder ante ti en las cosas menudas no significaba nada: que cuando llegase un gran momento podría reafirmar mi fuerza de voluntad en su superioridad natural. No fue así. En el gran momento mi fuerza de voluntad me falló por completo. En la vida no hay verdaderamente cosa pequeña ni grande.
Todas las cosas son del mismo valor y del mismo tamaño. Mi costumbre -al principio fruto, más que nada, de la indiferencia- de ceder a ti en todo había venido a ser insensiblemente una parte real de mi naturaleza. Sin yo saberlo, había estereotipado mi temperamento en un solo estado permanente y fatal. Por eso, en el sutil epílogo a la primera edición de sus ensayos, dice Patter que «El fracaso es formar hábitos». Cuando lo dijo, los obtusos de Oxford no vieron en la frase más que una inversión traviesa del texto un tanto manido de la Ética de Aristóteles, pero lleva escondida una verdad prodigiosa, terrible.
Yo te había dejado minar la fuerza de mi carácter, y para mí la formación de un hábito había sido no ya Fracaso, sino Ruina. Éticamente habías sido todavía más destructivo para mí que en lo artístico.
Una vez obtenida la orden de detención, tu voluntad fue, no hay que decirlo, la que lo dirigió todo. En unos momentos en los que yo debería haber estado en Londres asesorándome de personas sabias, y considerando con calma la trampa atroz donde me había dejado meter - la ratonera, como tu padre la sigue llamando hasta el día de hoy- , tú te empeñaste en que te llevara a Montecarlo, de todos los lugares repugnantes que hay en el mundo, para poder pasarte todo el día jugando, y toda la noche, mientras estuviera abierto el Casino. En cuanto a mí, que no le veo el encanto al bacará, yo me quedaba afuera solo.
Te negaste a comentar siquiera fuera en cinco minutos la situación en la que tú y tu padre me habíais puesto. Lo mío era sencillamente pagar tus gastos de hotel y tus pérdidas. La más mínima alusión a la prueba que me aguardaba era un fastidio. Una nueva marca de champán que nos recomendaran tenía más interés para ti.
A nuestro regreso a Londres, los amigos que verdaderamente deseaban mi bien me imploraron que me fuera al extranjero, que no afrontara un proceso imposible. Tú les imputaste motivos viles para dar ese consejo, y a mí cobardía por prestarle oídos. Tú me forzaste a quedarme para salir adelante en el estrado, si era posible, con perjurios tontos y absurdos. Al final, yo fui, naturalmente, detenido, y tu padre fue el héroe del día; más aún, en realidad, que el héroe del día; tu familia se codea ahora, mira qué curioso, con los Inmortales: pues por uno de esos efectos grotescos que son, por así decirlo, el elemento gótico de la historia, y que hacen de Clío la menos seria de todas las Musas, tu padre vivirá siempre entre los padres buenos y puros de la literatura de catequesis, tu sitio está con el del Niño Samuel, y yo me veo sentado en el cenagal más bajo de Malebolge, entre Gilles de Retz y el marqués de Sade.
Ruben- Poeta especial
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