De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XVII
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XVII
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta de la cárcel se cerró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado por la angustia, desatinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?». Me recordaba que, al menos, no habías querido hacerme daño; me obligué a pensar que lo único que habías hecho era tender un arco a la ventura, y la flecha había atravesado a un rey entre las juntas del arnés. Haberte puesto en la balanza con la más pequeña de mis penas, la más mezquina de mis pérdidas, habría sido, pensaba, injusto. Resolví mirarte como a alguien que también sufría. Me forcé a creer que al fin se había caído la venda de tus ojos, tanto tiempo ciegos. Me imaginaba, con dolor, cuál habría sido tu espanto cuando contemplaste la obra terrible de tus manos. Hubo momentos, incluso en aquellos días oscuros, los más oscuros de toda mi vida, en que hasta anhelé consolarte. Tan seguro estaba de que por fin te habías dado cuenta de lo que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener el vicio supremo, la superficialidad. De hecho, fue un verdadero dolor para mí tener que comunicarte que debía reservar forzosamente mi primera oportunidad de recibir carta para asuntos familiares; pero mi cuñado me había escrito diciendo que con una sola vez que escribiera a mi mujer, ella, por mí y por nuestros hijos, renunciaría a pedir el divorcio. Sentí que ése era mi deber. Dejando aparte otras razones, no podía soportar la idea de que me separasen de Cyril, mi hermoso, amante y amable hijo, mi amigo sobre todos los amigos, mi compañero sobre todos los compañeros, del que un solo cabello de su cabecita de oro me habría sido más caro y valioso, no diré que tú de la cabeza a los pies, sino que toda la crisolita del mundo entero; como siempre lo había sido, aunque yo llegué a entenderlo demasiado tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve noticias tuyas. Robert Sherard, el mas valiente y caballeroso de todos los seres brillantes, me viene a ver, y entre otras cosas me dice que en el ridículo Mercure de France, con su absurda afectación de ser el verdadero centro de la corrupción literaria, estás a punto de publicar un artículo sobre mí con muestras de mis cartas. Me pregunta si es realmente por deseo mío. Yo me quedé estupefacto, y muy contrariado, y di orden de parar aquello inmediatamente. Habías dejado mis cartas por medio para que las robaran tus compañeros chantajistas, para que las escamoteara el servicio de los hoteles, para que las vendieran las criadas. Eso no era más que descuido y falta de apreciación de lo que yo te escribía. Pero que te propusieras seriamente publicar extractos del resto me pareció casi increíble. ¿Y qué cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la primera noticia que tuve de ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían presentado en la cárcel los abogados de tu padre, y me entregaron personalmente una notificación de fa llido por unas miserables 700 libras, el importe de sus costas. Fui declarado insolvente público y se me ordenó comparecer ante el juez. Yo estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y volveré sobre ese tema, de que esas costas las debería haber pagado tu familia. Tú personalmente habías asumido la responsabilidad de afirmar que tu familia las pagaría. Por eso el abogado tomó el caso como lo tomó. La responsabilidad era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso en nombre de la familia, tenías que haber sentido que eras tú el que había atraído sobre mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer era ahorrarme la ignominia añadida de la quiebra por una suma absolutamente despreciable, menos de la mitad de lo que me había gastado en ti en tres cortos meses de verano en Goring. Pero de eso no hablemos más por ahora. Sí que recibí por medio del pasante, lo reconozco, un mensaje tuyo sobre el asunto, o por lo menos relacionado con la ocasión. El día que vino a tomar mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa -estábamos en presencia del vigilante-, y, luego de consultar un papel que sacó del bolsillo, me dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de- Lys le envía sus recuerdos». Yo me le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo no le entendía. «El caballero está en estos momentos en el extranjero», añadió misteriosamente.
Entonces caí de golpe, y recuerdo que, por primera y última vez en toda mi vida de presidio, solté la carcajada. En esa carcajada iba todo el desprecio del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y los hechos subsiguientes me demostrarían que había visto bien- que nada de lo ocurrido te había hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos seguías siendo el príncipe gentil de una comedia trivial, no la figura sombría de un espectáculo trágico. Todo lo que había pasado no era mas que una pluma para la gorra que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno para el jubón que oculta un corazón que el Odio, y el Odio solamente, calienta, y que el Amor, y el Amor solamente, encuentra frío. ¡Príncipe Fleurde- Lys! Sin duda hacías muy bien en comunicarte conmigo bajo nombre supuesto. Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre alguno. En la vasta prisión donde entonces estaba encarcelado, no era más que el número y la letra de una pequeña celda de una larga galería, uno entre mil números sin vida, como entre mil vidas sin vida. Pero seguramente habría muchos nombres de verdad en la historia de verdad que te habrían cuadrado mucho mejor, y con los que no me habría sido nada difícil reconocerte al instante. No se me ocurrió buscarte tras las lentejuelas de una visera de pacotilla sólo apta para una mascarada cómica. ¡Ah, si tu alma hubiera estado como para su propia perfección, incluso debería haber estado lacerada de pena, doblegada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habría sido ése el disfraz escogido para entrar a su sombra en la Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida son lo que parecen, y por esa razón, por extraño que te resulte, a menudo son difíciles de interpretar. Pero las cosas pequeñas de la vida son símbolos. Por ellas es como mejor recibimos las lecciones amargas. Tu elección aparentemente casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá siendo, simbólica. Te revela.
Tras mi terrible sentencia, cuando me vestí de presidiario y la puerta de la cárcel se cerró, me quedé así, entre las ruinas de mi vida maravillosa, aplastado por la angustia, desatinado por el terror, aturdido por el sufrimiento. Pero no quise odiarte. Todos los días me decía: «Hoy tengo que conservar el Amor en mi corazón, porque si no, ¿cómo soportaré el día?». Me recordaba que, al menos, no habías querido hacerme daño; me obligué a pensar que lo único que habías hecho era tender un arco a la ventura, y la flecha había atravesado a un rey entre las juntas del arnés. Haberte puesto en la balanza con la más pequeña de mis penas, la más mezquina de mis pérdidas, habría sido, pensaba, injusto. Resolví mirarte como a alguien que también sufría. Me forcé a creer que al fin se había caído la venda de tus ojos, tanto tiempo ciegos. Me imaginaba, con dolor, cuál habría sido tu espanto cuando contemplaste la obra terrible de tus manos. Hubo momentos, incluso en aquellos días oscuros, los más oscuros de toda mi vida, en que hasta anhelé consolarte. Tan seguro estaba de que por fin te habías dado cuenta de lo que habías hecho.
No se me ocurrió entonces que pudieras tener el vicio supremo, la superficialidad. De hecho, fue un verdadero dolor para mí tener que comunicarte que debía reservar forzosamente mi primera oportunidad de recibir carta para asuntos familiares; pero mi cuñado me había escrito diciendo que con una sola vez que escribiera a mi mujer, ella, por mí y por nuestros hijos, renunciaría a pedir el divorcio. Sentí que ése era mi deber. Dejando aparte otras razones, no podía soportar la idea de que me separasen de Cyril, mi hermoso, amante y amable hijo, mi amigo sobre todos los amigos, mi compañero sobre todos los compañeros, del que un solo cabello de su cabecita de oro me habría sido más caro y valioso, no diré que tú de la cabeza a los pies, sino que toda la crisolita del mundo entero; como siempre lo había sido, aunque yo llegué a entenderlo demasiado tarde.
Dos semanas después de tu petición tuve noticias tuyas. Robert Sherard, el mas valiente y caballeroso de todos los seres brillantes, me viene a ver, y entre otras cosas me dice que en el ridículo Mercure de France, con su absurda afectación de ser el verdadero centro de la corrupción literaria, estás a punto de publicar un artículo sobre mí con muestras de mis cartas. Me pregunta si es realmente por deseo mío. Yo me quedé estupefacto, y muy contrariado, y di orden de parar aquello inmediatamente. Habías dejado mis cartas por medio para que las robaran tus compañeros chantajistas, para que las escamoteara el servicio de los hoteles, para que las vendieran las criadas. Eso no era más que descuido y falta de apreciación de lo que yo te escribía. Pero que te propusieras seriamente publicar extractos del resto me pareció casi increíble. ¿Y qué cartas eran? No pude informarme. Ésa fue la primera noticia que tuve de ti. Me desagradó.
La segunda llegó poco después. Se habían presentado en la cárcel los abogados de tu padre, y me entregaron personalmente una notificación de fa llido por unas miserables 700 libras, el importe de sus costas. Fui declarado insolvente público y se me ordenó comparecer ante el juez. Yo estaba firmemente convencido, y lo sigo estando, y volveré sobre ese tema, de que esas costas las debería haber pagado tu familia. Tú personalmente habías asumido la responsabilidad de afirmar que tu familia las pagaría. Por eso el abogado tomó el caso como lo tomó. La responsabilidad era toda tuya. Aun al margen de tu compromiso en nombre de la familia, tenías que haber sentido que eras tú el que había atraído sobre mí toda la ruina; lo menos que se podía hacer era ahorrarme la ignominia añadida de la quiebra por una suma absolutamente despreciable, menos de la mitad de lo que me había gastado en ti en tres cortos meses de verano en Goring. Pero de eso no hablemos más por ahora. Sí que recibí por medio del pasante, lo reconozco, un mensaje tuyo sobre el asunto, o por lo menos relacionado con la ocasión. El día que vino a tomar mis declaraciones, se inclinó sobre la mesa -estábamos en presencia del vigilante-, y, luego de consultar un papel que sacó del bolsillo, me dijo en voz baja: «El príncipe Fleur-de- Lys le envía sus recuerdos». Yo me le quedé mirando. Él repitió el mensaje. Yo no le entendía. «El caballero está en estos momentos en el extranjero», añadió misteriosamente.
Entonces caí de golpe, y recuerdo que, por primera y última vez en toda mi vida de presidio, solté la carcajada. En esa carcajada iba todo el desprecio del mundo. ¡El príncipe Fleur-de-Lys! Vi -y los hechos subsiguientes me demostrarían que había visto bien- que nada de lo ocurrido te había hecho comprender lo más mínimo. A tus ojos seguías siendo el príncipe gentil de una comedia trivial, no la figura sombría de un espectáculo trágico. Todo lo que había pasado no era mas que una pluma para la gorra que orla una cabeza estrecha, una flor de adorno para el jubón que oculta un corazón que el Odio, y el Odio solamente, calienta, y que el Amor, y el Amor solamente, encuentra frío. ¡Príncipe Fleurde- Lys! Sin duda hacías muy bien en comunicarte conmigo bajo nombre supuesto. Yo, en aquellos momentos, no tenía nombre alguno. En la vasta prisión donde entonces estaba encarcelado, no era más que el número y la letra de una pequeña celda de una larga galería, uno entre mil números sin vida, como entre mil vidas sin vida. Pero seguramente habría muchos nombres de verdad en la historia de verdad que te habrían cuadrado mucho mejor, y con los que no me habría sido nada difícil reconocerte al instante. No se me ocurrió buscarte tras las lentejuelas de una visera de pacotilla sólo apta para una mascarada cómica. ¡Ah, si tu alma hubiera estado como para su propia perfección, incluso debería haber estado lacerada de pena, doblegada por el remordimiento y humillada por la aflicción, no habría sido ése el disfraz escogido para entrar a su sombra en la Casa del Dolor! Las cosas grandes de la vida son lo que parecen, y por esa razón, por extraño que te resulte, a menudo son difíciles de interpretar. Pero las cosas pequeñas de la vida son símbolos. Por ellas es como mejor recibimos las lecciones amargas. Tu elección aparentemente casual de un nombre fingido fue, y lo seguirá siendo, simbólica. Te revela.
Ruben- Poeta especial
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