TEATRO.
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TEATRO.
Pensamientos
Teatro
de Jean-Jacques Rousseau
TEATRO.
Al teatro es adonde conviene ir a estudiar, no las costumbres, sino el gusto: allí, mucho mas que en ninguna otra parte, es donde se manifiesta a los que saben reflexionar. El teatro no se ha hecho para la verdad, es hecho para adular, para divertir a los hombres: no hay escuela en donde se aprenda tan bien el arte de agradarles y de interesar el corazón humano.
El estudio del teatro conduce al de la poesía: ambos tienen exactamente el mismo objeto.
El mal que se achaca al teatro no es precisamente el de inspirar pasiones criminales, sino el de disponer nuestra alma a sentimientos muy tiernos, que en seguida se satisfacen a costa de la virtud. Las dulces emociones que en él se experimentan, no tienen por sí mismas un objeto determinado, pero producen la necesidad de él: no dan precisamente el amor, pero preparan a sentirlo; no eligen la persona a quien debe amarse, pero nos obligan a hacer esta elección. Suponiendo que fuese cierto que en el teatro solo se pintan pasiones legítimas, ¿se sigue de aquí que las impresiones son mas débiles, y que los efectos son menos peligrosos? Como si las vivas imagenes de una ternura inocente fuesen menos dulces, menos seductoras, menos capaces de inflamar un corazón sensible, que las de un amor criminal a quien el horror del vicio sirve a lo menos de contraveneno. Cuando el patricio Manilio fué arrojado del Senado de Roma por haber dado un beso a su mujer en presencia de su hija, considerando esta acción sino en sí misma, ¿que tenia de reprensible? Nada sin duda; lejos de serlo, anunciaba un sentimiento laudable; pero los castos fuegos de la madre podían inspirarlos impuros a la hija. Esto era, pues, hacer de una acción muy honesta un ejemplo de corrupción. He aquí el efecto de los amores que se permiten en el teatro.
Si los héroes de algunas piezas someten el amor al deber, al admirar su fuerza prestamos
el corazón a su debilidad: aprendemos menos a imitar su valor que a ponernos en el caso de necesitarlo: es, sí, mayor ejercicio para la virtud; pero quien se atreve a exponerla a estos combates, merece sucumbir a ellos. El amor, el amor mismo toma su máscara para sorprenderla; se adorna de su entusiasmo, usurpa su fuerza, afecta su lenguaje; y cuando uno se apercibe del error, ¡que tarde es ya para salir de él! ¡Cuántos hombres de buen fondo, seducidos por estas apariencias, de amantes tiernos y generosos que eran al principio, se han hecho por grados viles corruptores, sin costumbres, sin respeto a la fe conyugal, sin miramiento a los derechos de la confianza y de la amistad! ¡Dichoso aquel que sabe reconocerse al borde del precipicio, y guardarse de caer en él! ¿Debemos esperar a detenernos en medio de una carrera rápida? ¿Aprenderemos a hacernos superiores a la ternura, enterneciéndonos todos los días? Se triunfa con facilidad de una débil inclinación; pero aquel que ha conocido el verdadero amor y ha sabido vencerle, ¡ah, perdonemos a este mortal, si existe, que se atreva a aspirar a la virtud!
Si es cierto que el hombre necesita diversiones, es menester a lo menos convenir que no son permitidas sino en cuanto son necesarias, y que toda diversión inútil es un mal para un ser cuya vida es tan corta y el tiempo tan precioso. El estado de hombre tiene sus placeres que derivan de su naturaleza y nacen de sus trabajos, de sus relaciones, de sus necesidades; y estos placeres, tanto mas dulces cuanto el que los gusta tiene el alma mas sana, hacen a cualquiera que sabe gozar de ellos poco sensible a todos los demás. Un padre, un hijo, un marido, un ciudadano, tienen deberes tan caros que llenar, que no les dejan tiempo alguno para abandonarse al fastidio; pero el descontento de sí mismo, el peso de la ociosidad, el olvido de los gustos sencillos y naturales, son los que hacen tan necesaria una diversión extraña. Yo no estoy muy bien con que necesitemos tener de continuo el corazón sobre la escena, como si estuviese mal dentro de nosotros. La naturaleza misma ha dictado la respuesta de aquel bárbaro a quien se alababa la magnificencia del Circo y de los juegos establecidos en Roma. ¿No tienen los Romanos (preguntó este buen hombre) mujeres
ni hijos? El bárbaro tenía razón. Creemos reunirnos en el espectáculo, y allí es cabalmente donde cada uno de nosotros se aísla; allí es donde va a olvidar a sus amigos, a sus vecinos, a sus allegados, para interesarse en unas fabulas, para llorar las desgracias de los muertos, ó reír a costa de los vivos. El hombre firme, prudente, siempre igual a sí mismo, no es fácil de imitarse en el teatro; y aun cuando lo fuese, la imitación menos variada no agradaría al vulgo: este con dificultad se interesaría en una imagen que no es la suya, y en la cual no reconocería ni sus costumbres ni sus pasiones. Jamás se identifica el corazón humano con unos objetos que conoce serle absolutamente extraños. Así el hábil poeta, el poeta que sabe el arte de acertar tratando de agradar al pueblo y a los hombres vulgares, se guarda bien de presentarles la imagen sublime de un corazón dueño de sí mismo, que no escucha mas que la voz de la sabiduría; pero encanta a los espectadores con caracteres siempre en contradicción, que quieren y no quieren, hacen resonar el teatro con gritos y gemidos que nos obligan a compadecerlos
aun en el mismo acto que cumple con su deber, y a pensar que la virtud es una cosa bien triste, pues que hace tan miserables a sus amigos. Por este medio, pues, es por el que, con imitaciones mas fáciles y diversas, el poeta mueve y lisonjea mas a los espectadores.
Este hábito de someter a sus pasiones a las gentes que se nos hace amar, altera y muda de tal modo nuestros juicios sobre las cosas laudables, que nos acostumbramos a honrar la debilidad de alma bajo el nombre de sensibilidad, y a mirar como hombres duros y sin sentimiento a aquellos en quienes la severidad del deber en todas ocasiones sobrepuja a las afecciones naturales. Al contrario, estimamos como gentes de un buen natural a aquellos que vivamente afectados de todo, son el juguete eterno de los acaecimientos; a aquellos que lloran como mujeres la pérdida de lo que amaban; a aquellos a quienes una amistad desordenada hace injustos para servir a sus amigos; a aquellos que no conocen otra regla que la ciega inclinación de su corazón; a aquellos, en fin, que alabados siempre del sexo que los subyuga, no tienen otras virtudes que sus pasiones, ni otro mérito que su debilidad. De este modo la igualdad, la fuerza, la constancia, el amor de la justicia, el imperio de la razón, vienen a ser insensiblemente unas cualidades aborrecibles, unos vicios a quienes se desacredita. Los hombres se hacen honrar por todo lo que les hace dignos de desprecio; y este trastorno, esta ruina de las sanas opiniones, es el efecto infalible de las lecciones que vamos a tomar al teatro.
Bajo cualquier aspecto que este se mire, en lo trágico ó en lo cómico, siempre se ve que haciéndonos de día en día más sensibles por diversión y por juguete, al amor, a la cólera, y a todas las otras pasiones, perdemos toda la fuerza para resistirlas cuando nos asaltan de veras; y que el teatro, animando y fomentando en nosotros las disposiciones que convendría contener y reprimir, hace que domine lo que debería obedecer: lejos de hacernos mejores y mas felices, nos hace peores y aun mas desgraciados, y pagar a nuestra costa el cuidado que allí se tiene de agradarnos y lisonjearnos.
Nada hay que no sea bueno sobre la escena sino la razón. Un hombre sin pasiones, ó que a todas las dominase, no podría allí
interesar a nadie; y ya se ha notado que un estoico en la tragedia sería un personaje insoportable, y en la comedia, cuando mas, haría reír.
El amor es el reinado de las mujeres: ellas son las que necesariamente dan en él la ley; porque según el orden de la naturaleza las pertenece la resistencia, y los hombres no pueden vencer esta resistencia sino a costa de su libertad. Un efecto de las piezas en que domina el amor, es pues entender el imperio del sexo, hacer de las casadas y de las solteras los preceptores del público, y darlas sobre los espectadores el mismo poder que tienen sobre sus maridos ó sus amantes. ¿Y pensamos que este orden no tenga inconvenientes, y que aumentando con tanto interés el ascendiente de las mujeres, serán los hombres mejor gobernados?
La misma causa que en nuestras piezas trágicas y cómicas da el ascendiente a las mujeres sobre los hombres, le da también a los jóvenes sobre los ancianos; y este es otro trastorno de las relaciones naturales, que no es menos reprensible, pues que estando allí siempre el interés por los amantes, se sigue de aquí que los personajes mas avanzados en edad nunca pueden hacer mas que papeles subalternos, donde para formar el nudo de la intriga sirve de obstáculo a los deseos de los jóvenes amantes, y entonces son aborrecibles; ó ellos mismos son enamorados.
En las tragedias se hace de ellos unos tiranos y usurpadores; en las comedias unos celosos, unos usureros, y unos padres insoportables contra quienes todo el mundo conspira para engañarlos. He aquí bajo que aspecto tan honroso se muestra a la vejez en el teatro: he aquí que respeto se inspira a los jóvenes hacia ella. Agradezcamos al ilustre autor de Zaira y Nanina el haber sustraído a este desprecio al venerable Lusiñan y al buen viejo Humbert. Hay algunos otros; pero ¿basta esto para detener el torrente de la preocupación pública, y para borrar el envilecimiento en que la mayor parte de los autores se complacen en mostrar la edad de la sabiduría, de la experiencia y de la autoridad? ¿Quién puede dudar que el hábito de ver siempre en los ancianos unos personajes odiosos en el teatro no ayude a menospreciarlos en la sociedad, y que a acostumbrándose a confundir a aquellos
que se ven en el mundo con los vejetes y los Don Roques de la comedia, no se desprecie a todos igualmente?
Karla Benitez- Moderadora
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