EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
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EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA PRIMERA
CLEANTO y FLECHA
CLEANTO. ¡Ah, felón! ¿Dónde te has metido? ¿No te había yo mandado...?
FLECHA. Sí, señor, y he venido aquí para esperaros a pie firme; pero vuestro señor padre, el más incivil de los hombres, me ha echado a la fuerza y he corrido el riesgo de ser apaleado.
CLEANTO. ¿Cómo va vuestro negocio? Las cosas urgen más que nunca, y, después de haberte visto, he descubierto que mi padre es mi rival.
FLECHA. ¿Vuestro padre enamorado?
CLEANTO. Sí, y me ha costado gran trabajo ocultarle la turbación que me ha producido esa noticia.
FLECHA. ¡Él, dedicarse a amar! ¿En qué diablos piensa? ¿Se burla del mundo? ¿Y se ha hecho el amor para gentes como él?
CLEANTO. Para castigo mío, se le ha metido en la cabeza esta pasión.
FLECHA. Mas ¿por qué razón le ocultáis vuestro amor?
CLEANTO. Para no suscitar sus sospechas y reservarme, en caso necesario, medios más fáciles con los cuales desbaratar ese matrimonio. ¿Qué respuesta te han dado?
FLECHA. A fe mía, señor, los que piden prestado son muy desgraciados; y hay que soportar cosas extrañas cuando se ve uno obligado, como vos, a pasar por las manos de unos usureros sin entrañas.
CLEANTO. ¿No se realizará el negocio?
FLECHA. Perdonad. Nuestro maese Simón, el corredor que nos han dado, hombre activo y lleno de celo, dice que os ha tomado muy a pecho, y asegura que vuestra sola cara ha conquistado su corazón.
CLEANTO. ¿Tendré los quince mil francos que pido?
FLECHA. Sí; mas con algunas pequeñas condiciones, que habréis de aceptar si deseáis que las cosas se lleven a efecto.
CLEANTO. ¿Te ha hecho hablar con el que debe prestar dinero?
FLECHA. ¡Ah! Realmente, no es así. Pone él aún más cuidado que vos en ocultarse, y son estos misterios mayores de lo que pensáis. No quiere en modo alguno decir su nombre, y debe hoy reunirse con vos en una casa prestada, para informarse por vuestra propia boca sobre vuestro caudal y vuestra familia; y no dudo que el solo nombre de vuestro padre facilitará las cosas.
CLEANTO. Y, sobre todo, habiendo muerto nuestra madre, cuya herencia no pueden quitarme.
FLECHA. He aquí algunas cláusulas que él mismo ha dictado a nuestro intermediario para que os sean enseñadas antes de hacer nada: «Supuesto que el prestamista confirme todas sus garantías y que el prestatario sea mayor de edad y de una familia con caudal amplio, sólido, asegurado, claro y libre de toda traba, se extenderá un acta auténtica y exacta ante un notario que sea lo más honrado posible, y el cual, para esos efectos, será escogido por el prestamista, a quien interesa más que esa acta esté debidamente redactada.»
CLEANTO. Nada hay que decir a esto.
FLECHA. «El prestamista, para no cargar su conciencia con ningún escrúpulo, pretende no dar su dinero más que al cinco y medio por ciento.»
CLEANTO. ¿Al cinco y medio? ¡Pardiez! Eso es honrado. No puede uno quejarse.
FLECHA. Es cierto. «Mas como el mencionado prestamista no tiene en su casa la suma de que se trata, y, para complacer al prestatario, se ve obligado él también a pedirla prestada a otro, sobre la base del veinte por ciento, convendrá que el referido primero prestatario abone ese interés, sin perjuicio del resto, considerando que sólo por complacerle el susodicho prestamista se compromete a ese préstamo.»
CLEANTO. ¡Cómo, diablo! ¿Quién es ese árabe? Así resulta más del veinticinco por ciento.
FLECHA. Es cierto, y así lo he dicho. Tenéis que pensarlo.
CLEANTO. ¿Qué quieres que piense? Necesito dinero, y tengo que acceder a todo.
FLECHA. Ésa ha sido mi respuesta.
CLEANTO. ¿Hay algo más?
FLECHA. Escuchad. Se trata sólo de una pequeña cláusula: «De los quince mil francos solicitados, el prestamista no podrá entregar en dinero más que unas doce mil libras; y para los mil escudos restantes tendrá el prestatario que aceptar las ropas de vestir y de la casa, y las joyas, cuyo inventario va a continuación, y que el referido prestamista ha justipreciado, de buena fe, en el precio más módico que le ha sido posible.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Escuchad el inventario: «Primeramente, un lecho de cuatro patas con cenefas de punto de Hungría, sobrepuestas con gran primor sobre una sábana color aceituna, con seis sillas y el cobertor de lo mismo; todo ello bien dispuesto y forrado de tafetán tornasolado rojo y azul. Más un dosel de cola, de buena sarga de Aumale, rosa seco, con el fleco y los galones de seda.»
CLEANTO. ¿Qué quiere decir eso?
FLECHA. Esperad: «Más un tapiz de los Amores de Gambaud y Macea. Más una gran mesa de nogal, de doce columnas o pilares torneados, que se alarga por los dos extremos, provista, además, de sus seis escabeles.»
CLEANTO. ¿Con quién trato, pardiez?
FLECHA. Tened paciencia. «Más tres grandes mosquetes guarnecidos de nácar de perlas, con las horquillas correspondientes haciendo juego. Más un horno de ladrillo, con dos retortas y tres recipientes, muy útiles para los aficionados a destilar.»
CLEANTO. ¡Me sofoca la rabia!
FLECHA. Calma. «Más un laúd de Bolonia, provisto de todas sus cuerdas o poco menos. Más un juego de boliches y un tablero para damas con un juego de la oca, modernizado desde los griegos, muy apropiado para pasar el tiempo cuando no se tiene nada que hacer. Más una piel de lagarto de tres pies y medio, rellena de heno, curiosidad agradable para colgar del techo de una estancia. Todo lo mencionado anteriormente vale honradamente más de cuatro mil quinientas libras, y queda rebajado a la suma de mil escudos, por consideración del prestamista.»
CLEANTO. ¡Que se lleve el diablo con su consideración a ese traidor y verdugo! ¿Hase visto jamás usura semejante? Y, no contento con el enorme interés que exige, ¿quiere aún obligarme a aceptar por tres mil libras las inútiles antiguallas que ha recogido? No sacaré ni doscientos escudos por todo eso, y, sin embargo, tengo que pasar por lo que quiere, pues está en situación de hacérmelo aceptar todo y me pone, el bandido, el puñal en el cuello.
FLECHA. Os veo, señor, aunque ello os desagrade, tomar el mismo camino que seguía Panurgo para arruinarse, tomando dinero anticipado, comprando caro, vendiendo barato y dilapidando su hacienda por adelantado.
CLEANTO. ¿Y qué quieres que le haga? A esto se ven reducidos los jóvenes de hoy por la maldita avaricia de los padres, ¡y luego se extrañan de que los hijos deseen su muerte!
FLECHA. Hay que confesar que el vuestro irritaría con su ruindad al hombre más prudente del mundo. No tengo, a Dios gracias, inclinaciones muy patibularias, y entre mis compañeros, a los que veo entremeterse en muchos pequeños comercios, sé zafarme hábilmente y apartarme de todas las galanterías que huelen levemente a horca; mas, a deciros verdad, me daría, con sus procedimientos, tentaciones de robarle; y creería, al hacerlo, que realizaba una acción meritoria.
CLEANTO. Trae acá ese inventario, que lo vuelva a leer
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Marcela Noemí Silva- Admin
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Re: EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA II
HARPAGÓN, MAESE SIMÓN, CLEANTO y FLECHA al fondo de la escena
MAESE SIMÓN. Sí, señor; es un joven que necesita dinero; sus negocios le apremian a encontrarlo, y pasará por todo cuanto le prescribáis.
HARPAGÓN. Pero ¿creéis, maese Simón, que no se corre ningún riesgo? ¿Y sabéis el nombre, los bienes y la familia de ese por quien habláis?
MAESE SIMÓN. No; no puedo informaros de ello muy a fondo, y sólo por casualidad me han dirigido a él; mas él mismo os lo aclarará todo, y su presentador me ha asegurado que os satisfará conocerle. Todo cuanto puedo deciros es que su familia es muy rica, que él no tiene ya madre y que os garantiza, si queréis, que su padre morirá antes de ocho meses.
HARPAGÓN. Eso ya es algo. La caridad, maese Simón, nos obliga a complacer a las personas cuando nos es posible.
MAESE SIMÓN. Eso ya se sabe.
FLECHA. (Bajo, a Cleanto, al reconocer a maese Simón.) ¿Qué quiere decir esto? ¡Nuestro maese Simón hablando con vuestro padre!
CLEANTO. (Bajo, a Flecha.) ¿Le habrán dicho quién soy? ¿Y estarás tú aquí para traicionarme?
MAESE SIMÓN. ¡Ah, ah! ¡Buena prisa tenéis! ¿Quién os ha dicho que era aquí? (A Harpagón.) No he sido yo, señor, al menos, quien les ha revelado vuestro nombre y casa; mas, a mi juicio, no hay gran daño en esto; son personas discretas, y podéis explicaros aquí reunidos.
HARPAGÓN. ¡Cómo!
MAESE SIMÓN. (Señalando a Cleanto.) El señor es la persona que quiere pediros prestadas las quince mil libras de que os he hablado.
HARPAGÓN. ¡Cómo, bigardo! ¿Eres tú quien te entregas a estos ocultos extremos?
CLEANTO. ¡Cómo, padre mío! ¿Sois vos quien realizáis estas acciones vergonzosas? (Maese Simón huye y Flecha va a esconderse..
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Marcela Noemí Silva- Admin
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Re: EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA III
HARPAGÓN y CLEANTO
HARPAGÓN. ¿Y eres tú el que quiere arruinarse con préstamos tan condenables?
CLEANTO. ¿Y sois vos el que procuráis enriqueceros con tan criminales usuras?
HARPAGÓN. ¿Te atreves, después de esto, a aparecer ante mí?
CLEANTO. ¿Y vos os atrevéis, después de esto, a presentaros ante los ojos del mundo?
HARPAGÓN. ¿No te avergüenza, di, llegar a estos excesos, lanzarte a gastos espantosos y llevar a cabo un afrentoso derroche del caudal que tus padres te han reunido con tantos sudores?
CLEANTO. ¿Y no os sonroja deshonrar vuestro linaje con las especulaciones que hacéis, sacrificar gloria y reputación al deseo insaciable de amontonar escudo sobre escudo, superando, en lo tocante a interés, las más infames sutilezas que hayan inventado nunca los más famosos usureros?
HARPAGÓN. ¡Quítate de mi vista, bergante; quítate de mi vista!
CLEANTO. ¿Quién es más criminal a vuestro juicio: el que adquiere un dinero que necesita o el que roba un dinero que no le hace falta?
HARPAGÓN. Vete, te digo, y no me hagas perder los estribos. (Solo.) No me enoja esta aventura, y me servirá de advertencia para estar más alerta que nunca ante todos sus actos.
HARPAGÓN y CLEANTO
HARPAGÓN. ¿Y eres tú el que quiere arruinarse con préstamos tan condenables?
CLEANTO. ¿Y sois vos el que procuráis enriqueceros con tan criminales usuras?
HARPAGÓN. ¿Te atreves, después de esto, a aparecer ante mí?
CLEANTO. ¿Y vos os atrevéis, después de esto, a presentaros ante los ojos del mundo?
HARPAGÓN. ¿No te avergüenza, di, llegar a estos excesos, lanzarte a gastos espantosos y llevar a cabo un afrentoso derroche del caudal que tus padres te han reunido con tantos sudores?
CLEANTO. ¿Y no os sonroja deshonrar vuestro linaje con las especulaciones que hacéis, sacrificar gloria y reputación al deseo insaciable de amontonar escudo sobre escudo, superando, en lo tocante a interés, las más infames sutilezas que hayan inventado nunca los más famosos usureros?
HARPAGÓN. ¡Quítate de mi vista, bergante; quítate de mi vista!
CLEANTO. ¿Quién es más criminal a vuestro juicio: el que adquiere un dinero que necesita o el que roba un dinero que no le hace falta?
HARPAGÓN. Vete, te digo, y no me hagas perder los estribos. (Solo.) No me enoja esta aventura, y me servirá de advertencia para estar más alerta que nunca ante todos sus actos.
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Re: EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA IV
FROSINA y HARPAGÓN
FROSINA. Señor...
HARPAGÓN. Esperad un momento. Volveré para hablaros. (Aparte.) Es conveniente que dé una vueltecita en torno a mi dinero.
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Re: EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA V
FLECHA y FROSINA
FLECHA. (Sin ver a Frosina.) ¡Es muy chusca la aventura! Debe de tener en alguna parte un gran almacén de ropas, pues no hemos reconocido nada en el inventario que tenemos.
FROSINA. ¡Ah, mi pobre Flecha! ¿A qué se debe este encuentro?
FLECHA. ¡Ah, ah! ¿Eres tú, Frosina? ¿Qué vienes a hacer aquí?
FROSINA. Lo que hago en todas partes: entremeterme en asuntos, hacerme servicial a la gente y sacar el mejor provecho que me es posible de las pequeñas aptitudes que pueda yo poseer. Ya sabes que en este mundo hay que vivir con habilidad, y que a las personas como yo el Cielo no nos ha dado más renta que la intriga y el ingenio.
FLECHA. ¿Tienes algún negocio con el amo de la casa?
FROSINA. Sí. Intervengo por él en cierto negocio, del que espero lograr una recompensa.
FLECHA. ¿A él? ¡Ah! A fe mía, bien lista serás si le sacas algo; y te advierto que el dinero, aquí dentro, es carísimo.
FROSINA. Hay ciertos servicios que se pagan maravillosamente.
FLECHA. Soy criado suyo, y no conoces todavía al señor Harpagón. El señor Harpagón es, de todos los humanos, el menos humano; de todos los mortales el más duro y el más avaro. No hay servicio que incite su gratitud hasta hacerle abrir la mano. Alabanzas, aprecio, benevolencia de palabra y amistad, todo lo que queráis; mas dinero, en absoluto. No hay nada más seco y más árido que su buena acogida y sus arrumacos, y dar es una palabra por la que siente tal aversión, que no dice nunca: os doy, sino os presto los buenos días.
FROSINA. ¡Dios mío! Conozco el arte de sonsacar dinero a los hombres; poseo el secreto de lograr su cariño, cosquillear sus corazones y encontrar los puntos por donde son vulnerables.
FLECHA. ¡Bagatelas en este vaso! Te desafío a que enternezcas, por el lado del dinero, al hombre de que se trata. Es un ser inflexible en eso; de una dureza que desespera a todo el mundo; y ya puede uno reventar, que él no se conmueve. En una palabra: ama al dinero más que a la reputación, al honor y a la virtud, y sólo la vista de un pedigüeño le produce convulsiones. Es herirle en su sitio mortal; es atravesarle el corazón, arrancarle las entrañas; y si... Mas aquí vuelve; me retiro.
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Re: EL AVARO DE MOLIÈRE- ACTO SEGUNDO
ESCENA VI
HARPAGÓN y FROSINA
HARPAGÓN. (Bajo.) Todo marcha como es debido. (Alto.) ¿Qué hay, Frosina?
FROSINA. ¡Ah, Dios mío! ¡Qué bien estáis, y qué cara más saludable que tenéis!
HARPAGÓN. ¿Quién, yo?
FROSINA. No he visto nunca un cutis tan lozano y saludable.
HARPAGÓN. ¿De veras?
FROSINA. ¡Cómo! No habéis estado jamás en vuestra vida tan joven como ahora, y veo mozos de veinticinco años más viejos que vos.
HARPAGÓN. Sin embargo, Frosina, tengo sesenta bien cumplidos.
FROSINA. ¿Y qué? ¿Qué son sesenta años? ¡Vaya una cosa! Es la flor de la edad, y entráis ahora en la más bella época del hombre.
HARPAGÓN. Es cierto; pero veinte años menos, sin embargo, no me perjudicarían, creo yo.
FROSINA. ¿Os burláis? No necesitáis eso, y sois de una madera como para vivir hasta los cien años.
HARPAGÓN. ¿Lo creéis así?
FROSINA. Con seguridad. Tenéis todos los indicios de ello. Erguíos. ¡Oh! Ahí está, entre vuestros ojos, una señal de larga vida.
HARPAGÓN. ¿Eres entendida en eso?
FROSINA. Sin duda. Mostradme vuestra mano. ¡Ah, Dios mío, qué línea de vida!
HARPAGÓN. ¿Cómo?
FROSINA. ¿No veis hasta dónde llega esta línea?
HARPAGÓN. ¿Y qué quiere decir eso?
FROSINA. A fe mía, he dicho cien años; pero ¡si vais a pasar de los ciento veinte!
HARPAGÓN. ¿Es posible?
FROSINA. Habrá que mataros, digo, y enterraréis a vuestros hijos y a los hijos de vuestros hijos.
HARPAGÓN. ¡Tanto mejor...! ¿Cómo marcha nuestro negocio?
FROSINA. ¿Es necesario preguntarlo? ¿E intervengo yo en algo que no alcance éxito? Tengo, para los casamientos sobre todo, un talento especial; no hay partido en el mundo que no encuentre yo medio de emparejar en poco tiempo, y creo que, si se me metiera en la cabeza, casaría al Gran Turco con la República de Venecia. No había, indudablemente, grandes dificultades en este negocio. Como tengo trato con ellas, las he hablado a ambas a fondo de vos, y he dicho a la madre la pasión que habéis concebido por Mariana al verla pasar por la calle y tomar el aire en su ventana.
HARPAGÓN. .¿Y qué ha contestado?
FROSINA. Ha recibido la proposición con alegría, y cuando la he manifestado que deseabais grandemente que su hija asistiera esta noche al contrato de esponsales que debe firmarse para la vuestra, ha accedido ella gustosa y me la ha confiado para eso.
HARPAGÓN. Es que me veo obligado, Frosina, a dar de cenar al señor Anselmo, y me alegraría mucho que participase ella del festín.
FROSINA. Tenéis razón. Debe ella, después de comer, visitar a vuestra hija, y desde aquí tiene el propósito de dar una vuelta por la feria, para venir luego a la cena.
HARPAGÓN.. Pues bien: irán juntas en mi carroza, que les prestaré.
FROSINA. Eso le parecerá muy bien.
HARPAGÓN. Pero, Frosina, ¿has hablado a la madre respecto a la dote que pueda dar a su hija? ¿Le has dicho que era necesario que ayudase un poco, que hiciese algún esfuerzo, que se exprimiera en una ocasión como ésta? Porque, eso sí, no se puede uno casar con una joven sin que aporte algo.
FROSINA. ¡Cómo! Es una joven que os aportará doce mil libras de renta.
HARPAGÓN. ¡Doce mil libras de renta!
FROSINA. Sí. Ante todo, está alimentada y educada con un gran ahorro de estómago. Es una joven acostumbrada a vivir de ensalada, de leche, de queso y manzanas, y que no necesitará, por consiguiente, ni mesa bien servida, ni caldos exquisitos, ni cebadas mondadas constantes, ni las demás delicadas fruslerías que requeriría cualquier otra mujer; y esto no representa tan poco que no ascienda todos los años a tres mil francos, por lo menos. Aparte de esto, sólo le preocupa un aseo muy sencillo y no le gustan los vestidos costosos, ni las ricas joyas, ni los muebles suntuosos, a los que tan apasionadamente aficionadas son las de su sexo; y este capítulo equivale a más de cuatro mil libras al año. Además, siente una aversión horrible por el juego, lo cual no es corriente en las mujeres de hoy; y conozco a una de nuestro barrio que ha perdido al treinta y cuarenta veinte mil francos este año. Mas no contemos sino la cuarta parte. Cinco mil francos al juego, por año, y cuatro mil en vestidos y joyas, suman nueve mil libras; y poniendo mil escudos para la comida, ¿no tenéis ahora los doce mil francos contantes y sonantes, al año?
HARPAGÓN. Sí; no está mal; mas esa cuenta no tiene nada de real.
FROSINA. Perdonadme. ¿No es algo real aportaros en matrimonio una gran sobriedad, la herencia de un gran afán por la sencillez del atavío y la adquisición de un gran caudal de odio al juego?
HARPAGÓN. Es una chanza querer formar su dote con todos los gastos que ella no hará. No voy a dar recibo de lo que no me han dado, y tengo que percibir algo.
FROSINA. ¡Dios mío! Ya percibiréis bastante; y ellas me han hablado de cierto lugar donde tienen bienes, que pasarán a ser vuestros.
HARPAGÓN. Habrá que verlo. Pero queda, Frosina, otra cosa que me inquieta. La moza es joven, como ves, y las jóvenes, generalmente, sólo aman a los de su edad y buscan únicamente su compañía; temo que un hombre de mi edad no sea de su gusto y que esto ocasione en mi casa ciertos pequeños desórdenes que no me convendrían.
FROSINA. ¡Ah, qué mal la conocéis! Ésa es otra particularidad que pensaba deciros. Tiene una aversión espantosa por todos los jóvenes, y sólo siente amor por los viejos.
HARPAGÓN. ¿Ella?
FROSINA. Sí, ella. Quisiera que la hubierais oído hablar acerca de eso. No puede soportar en absoluto la vista de un joven, pero siente el mayor encanto, dice ella, cuando logra ver a un apuesto viejo con una barba majestuosa. Los más viejos son para ella los más seductores, y os aconsejo que no os hagáis con ella más joven de lo que sois. Quiere, cuando menos, que sea uno sexagenario; y no hace todavía cuatro meses, estando a punto de casarse, rompió el compromiso matrimonial porque descubrió que su amante sólo contaba cincuenta y seis años y no usó antiparras3 para firmar el contrato.
HARPAGÓN. ¿Por eso tan sólo?
FROSINA. Sí. Dijo que a ella no le satisfacían cincuenta y seis años solamente, y que le agradaban, sobre todo, las narices que sostenían anteojos.
HARPAGÓN. En verdad, me dices una cosa muy nueva.
FROSINA. Eso va más allá de lo que os pudiera decir. Tiene en su cuarto algunos cuadros y estampas; mas ¿qué creéis que son: Adonis, Céfalo, Paris y Apolo? No. Bellos retratos de Saturno, del rey Príamo, del anciano Néstor y del buen padre Anquises, a hombros de su hijo.
HARPAGÓN. ¡Es admirable! No lo hubiera imaginado nunca; y me satisface mucho saber que es así su carácter. En efecto: de haber sido yo mujer, no me hubieran gustado los jóvenes.
FROSINA. Lo creo. ¡Linda cosa para amarlos! ¡Son unos mocosos, unos presumidos, para sentir antojos por ellos! ¡Y me gustaría saber qué atractivo pueden ofrecer!
HARPAGÓN. Yo, por mi parte, no los comprendo en absoluto, y no sé cómo hay mujeres que los aman tanto.
FROSINA. Hay que estar loca de remate. Encontrar amable a la juventud, ¿es tener juicio? ¿Son hombres unos boquirrubios y puede sentirse apego por esos animales?
HARPAGÓN. Es lo que digo yo todos los días: ¡con su voz feble, sus tres pelos de barba levantados como los de un gato, sus pelucas de estopa, sus calzas caídas y sus estómagos desarreglados!
FROSINA. ¡Eh! ¡Bien formados resultan junto a una persona como vos! Vos sois un hombre de verdad, que recrea la vista, y hay que estar hecho y vestido así para engendrar amor.
HARPAGÓN. ¿Me encuentras bien?
FROSINA. ¡Cómo! Embelesáis, y vuestro rostro es digno de ser pintado. Volveos un poco, por favor. No puede haber nada mejor. Que os vea andar. He aquí un cuerpo modelado, libre y desenvuelto como es debido y que no altera dolencia alguna.
HARPAGÓN. No padezco ninguna grave, a Dios gracias. Tan sólo mi fluxión me ataca de cuando en cuando.
FROSINA. ¡Ah, eso no es nada! Vuestra fluxión no os sienta mal, y toséis con gracia.
HARPAGÓN. Y, dime: ¿Mariana no me ha visto aún? ¿No se ha fijado en mí al pasar?
FROSINA. No; mas hemos hablado mucho de vos. Le he hecho un retrato de vuestra persona, y no he dejado de alabarle vuestro mérito y lo beneficioso que para ella sería tener un marido como vos.
HARPAGÓN. Has hecho bien, y te lo agradezco.
FROSINA. Quisiera, señor, haceros un pequeño ruego. Tengo un pleito y estoy a punto de perder por falta de algún dinero (Harpagón adopta un aire serio.), y podríais fácilmente proporcionarme la ganancia de este pleito si tuvierais alguna bondad conmigo. No os podéis imaginar el placer que tendrá ella en veros. (Harpagón recobra su aire alegre.) ¡ Ah, cómo le gustaréis! ¡Vuestra gorguera a la antigua producirá un efecto admirable sobre su ánimo! Mas, sobre todo, le encantarán vuestras calzas atadas a la ropilla con cordones. Es para volverla loca por vos; y un amante acordonado así será para ella un incentivo maravilloso.
HARPAGÓN. En verdad, me encantas diciéndome esto.
FROSINA. Os aseguro, señor, que el resultado de este pleito es para mí decisivo. (Harpagón recobra su aire serio.) Estoy arruinada si lo pierdo; y una pequeña ayuda reharía mis negocios. Quisiera yo que hubierais visto el embeleso en que se hallaba oyéndome hablar de vos. (Harpagón recobra su aire alegre.) La dicha estalla en sus ojos ante el relato de vuestras cualidades; y la he dejado con una impaciencia suma al ver ese casamiento enteramente concertado.
HARPAGÓN. Me has dado un gran placer, Frosina, y te debo, lo confieso, todas las gratitudes del mundo.
FROSINA. Os ruego, señor, que me entreguéis el pequeño socorro que os pido. (Harpagón recobra de nuevo su aire serio.) Esto me repondrá y os quedaré eternamente agradecida.
HARPAGÓN. Adiós; voy a terminar mi correspondencia.
FROSINA. Os aseguro, señor, que no podríais socorrerme en una mayor necesidad.
HARPAGÓN. Ordenaré que mi carroza esté preparada para llevaros a la fiesta.
FROSINA. No os importunaría si no me viese obligada a ello por la necesidad.
HARPAGÓN. Y cuidaré de que se cene temprano para que no os sintáis desfallecida.
FROSINA. No me neguéis el favor que os pido. No os podéis imaginar, señor, el gran placer que...
HARPAGÓN. Me voy. Ahora me llaman. Hasta luego.
FROSINA. (Sola.) ¡Que te den unas fiebres, maldito perro de todos los diablos! El muy avaro se ha cerrado a todos mis ataques; mas no hay que abandonar, sin embargo, la negociación; me queda la otra parte, en último caso, de donde estoy segura que sacaré una buena recompensa.
FIN DEL ACTO SEGUNDO
Marcela Noemí Silva- Admin
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Armando Lopez- Moderador General
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