Eneida: Libro IX
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Eneida: Libro IX
Eneida: Libro IX
Y mientras esto ocurre en lugar bien lejano,
Juno Saturnia del cielo envió a Iris
al valiente Turno. En el bosque de su padre Pilumno
estaba sentado Turno, en un valle sagrado.
Así le habló la hija de Taumante con su boca de rosa:
«Turno, lo que ninguno de los dioses osaría prometerte
en tu deseo, he aquí que el correr de los días te lo ofrece.
Eneas, dejando la ciudad, sus compañeros y sus naves,
se dirige a los cetros del Palatino y a la sede de Evandro.
Y hay más: ha llegado a las últimas ciudades de Etruria
y arma a un puñado de lidios y campesinos recluta.
¿Qué dudas? Éste es el momento de reclamar caballos y carros.
Deja todo retraso y ataca un campo amedrentado.»
Dijo, y con alas iguales se levantó hasta el cielo
y trazó a su paso bajo las nubes un arco enorme.
La conoció el joven y alzó a las estrellas sus palmas
gemelas y con estas palabras la siguió en su huida:
«Iris, gloria del cielo, ¿quién te hizo bajar de las nubes
a la tierra para mí? ¿De dónde este brillante
prodigio repentino? Veo el cielo por la mitad abierto
y el vagar de los astros por su bóveda. Sigo señal tan grande,
quienquiera que a las armas me convocas.» Y dicho esto,
se agachó hasta el agua y líquido bebió de su superficie
implorando a los dioses, y el éter llenó de promesas.
Y ya todo el ejército marchaba en campo abierto
rico de caballos, rico de bordados vestidos y de oro;
Mesapo dirige las primeras filas, y el final los jóvenes
Tirridas; Turno en el centro de la formación como jefe.
Como el Ganges profundo manando por siete apacibles
corrientes en silencio o el Nilo de fecundas aguas
cuando se derrama por los campos y se mete de nuevo en su cauce
Entonces divisan los teucros una súbita nube
de negro polvo y ven surgir tinieblas por el llano.
Y enfrente Caíco el primero a gritos llama desde su atalaya:
«¿Qué masa, ciudadanos, de negra calígine se revuelve?
¡Empuñad raudos el hierro, a las armas, subid a los muros!,
¡aquí está el enemigo, ea! » Con gran griterío se meten
los teucros por todas las puertas y llenan las murallas.
Pues así lo había ordenado al partir el mejor en las armas,
Eneas: si algo ocurría en su ausencia,
que no osaran formar el ejército ni confiarse al llano;
que tras el foso guardasen el campamento y seguros los muros.
Así que si bien el pundonor y la ira les lanzan al combate,
cierran las puertas, sin embargo, y las órdenes cumplen,
y en las huecas torres aguardan armados al enemigo.
Turno, adelantándose volando a la lenta marcha,
acompañado de veinte jinetes escogidos llega de pronto
a la ciudad; monta un caballo tracio con manchas blancas
y se cubre con un yelmo de oro de rojo penacho:
«¿Quién estará, jóvenes, a mi lado? ¿Quién el primero contra el enemigo,
eh?», dice y blande, y arroja al aire su jabalina,
señal para el combate, y altivo se lanza a la llanura.
Lanzan un grito sus compañeros y le siguen con alarido
horrísono; se asombran del cobarde corazón de los teucros,
de que no salgan a campo abierto ni acudan los hombres
al encuentro de sus armas, de que protejan su campo. Enfurecido,
aquí y allá rodea los muros a caballo y busca una entrada imposible.
Y como el lobo que acecha el redil recogido
cuando aúlla a los troncos batido por el viento y la lluvia,
pasada la medianoche; seguros bajo sus madres los corderos
no dejan de balar; él, irritado y negro de ira, se enfurece
con los que nada puede; le agota la rabia por comer
desde hace tiempo y las fauces secas de sangre.
No de otro modo se enciende de furia el rútulo que contempla
muros y campamentos, arde el dolor en sus duros huesos.
¿Por dónde buscar un camino de entrada y de sacar a los teucros
encerrados la manera y desparramarlos por el llano?
La flota, que estaba escondida a un lado de las tiendas
protegida por fosos y por las aguas del río,
la ataca, y fuego pide a los compañeros que le animan
y llena su mano, furioso, con una antorcha encendida.
Acuden los demás entonces (les apremia la presencia de Turno)
y todos los jóvenes se lanzan con negras teas.
Echaron mano al fuego: una luz de pez da la humosa
antorcha y Vulcano brasas mezcladas a las estrellas.
¿Qué dios, oh Musas, alejó de los teucros incendios
tan crueles? ¿Quién libró a los barcos de fuego tan grande?,
decidme: antigua es la fe en lo sucedido y perenne su fama.
En los días en que andaba preparando en el Ida de Frigia
Eneas su flota y se disponía a partir hacia mares remotos,
se dice que la misma madre de los dioses Berecintia
así habló al gran Jove: «Concédeme, hijo, lo que te pide
tu madre querida puesto que has domeñado el Olimpo.
Hay una selva de pinos que he amado muchos años,
un bosque sagrado en lo alto de la roca donde llevaban las ofrendas,
oscuro de negros pinos y de ramas de arce.
Gustosa se lo di al joven dardanio, cuando una flota
precisaba; ahora un temor angustioso me inquieta.
Líbrame de miedo y permite a tu madre esto poder con sus preces:
que no las desarbole ruta alguna ni sean vencidas
por las tempestades, que de algo les valga el ser hijas de nuestras montañas.»
Así le respondió el hijo que hace girar las estrellas del cielo:
«Oh, madre mía, ¿a dónde llamas a los hados? ¿Qué pides para ellas?
¿Que tengan ley inmortal unas naves que manos mortales
han construido y que a salvo arrostre Eneas
peligros inciertos? ¿A qué dios tan gran poder se ha concedido?
En todo caso, cumplida su misión, cuando lleguen un día
a los puertos y las tierras de Ausonia, a cuantas escapen de las olas
y al jefe dardanio conduzcan a los campos laurentes
les quitaré su forma mortal y ordenaré que sean
diosas del ancho mar, igual que la Nereida Doto
y Galatea surcan con sus pechos el ponto espumante.»
Dijo, y lo juró por los ríos de su hermano estigio;
por los torrentes de pez y las orillas del negro remolino
asintió, e hizo temblar el Olimpo entero con su gesto.
Había llegado, pues, el día prometido y habían cumplido
el tiempo marcado las Parcas, cuando de Turno el sacrilegio
hizo apartar a la Madre las antorchas de las naves sagradas.
Brilló entonces una rara luz ante los ojos y una enorme
nube pareció cruzar el cielo de lado de la Aurora
y los coros ideos; luego cae por los aires
una voz horrenda y llena las tropas de rútulos y troyanos:
«No os empeñéis, teucros, en defender mis naves queridas
ni arméis vuestras manos; antes incendiará Turno los mares
que los sagrados pinos. Quedad vosotras libres,
marchaos, diosas del mar; lo manda vuestra madre.»
Y al punto cada barco rompe las cadenas de la orilla
y como delfines, metiendo sus rostros en el agua
buscan el fondo. Salen de ahí (asombroso prodigio)
como otros tantos cuerpos de doncellas y al mar se lanzan.
Se quedaron los rútulos sin habla y hasta Mesapo
asustado sobre inquietos caballos, y ronca resonando duda
la corriente y el Tíber se vuelve desde alta mar.
Mas no abandonó su confianza al bravo Turno;
tanto más alza los ánimos con sus palabras y tanto más grita:
«A los troyanos buscan estas apariciones, Júpiter con ellas
les ha privado de la ayuda acostumbrada: ni dardos ni fuegos
esperan a los rútulos. Así que mares no navegables para los teucros,
sin esperanza alguna de huir: han perdido la mitad de sus recursos,
mientras queda la tierra en nuestras manos: tantos miles,
sus armas blanden los pueblos ítalos. No me asustan las fatales
respuestas de los dioses, si de alguna presumen los frigios;
bastante se ha dado ya a Venus y al hado, que han podido
tocar los troyanos los fértiles campos de Ausonia. Tengo yo hados
contrarios a los suyos, aplastar con la espada a un pueblo
criminal que me robó la esposa; este dolor no toca sólo
a los Atridas, ni sólo a Micenas cabe empuñar las armas.
"Pero basta con morir una vez." Habría bastado el pecado
anterior, mas no odiaron por completo a toda
la raza de las mujeres. Ánimos les dan su confianza
en la empalizada y el estorbo de los fosos, breve demora
de su muerte; mas ¿no vieron de Troya las murallas
fabricadas por mano de Neptuno caer bajo el fuego?
Y vosotros, lo mejor de los míos, ¿quién está dispuesto
a abrir la valla con su espada y entrar conmigo en el campo tembloroso?
No necesito yo las armas de Vulcano, ni barcos
a millares contra los teucros. Que además se les sumen
todos los etruscos por aliados. Las tinieblas y el vano robo
del Paladio, muertos los centinelas de la fortaleza,
no teman: no nos meteremos en la ciega panza de un caballo.
A plena luz no fallará rodear con fuego sus muros.
Les haré sentir que no se las ven con dánaos y jóvenes
pelasgos, a quienes Héctor pudo resistir hasta el décimo año.
Así que ahora, puesto que ya ha pasado lo mejor del día,
cuidad lo que queda vuestros cuerpos, contentos
con lo realizado, y aguardad prestos el combate.»
Se confía entretanto a Mesapo los puestos de guardia
ante las puertas, y ceñir con fuegos las murallas.
Se eligieron dos veces siete rútulos para guardar los muros
con soldados, y a cada uno de ellos le siguen cien
jóvenes de rojo penacho y relucientes de oro.
Acuden y se van turnando, y echados por la hierba
se entregan al vino y vacían las crateras de bronce.
Brillan los fuegos, pasa la noche la guardia
insomne, entre juegos.
Observan esto los troyanos desde su empalizada y las alturas
ganan con sus armas, y, temblando de ansia,
vigilan las puertas y preparan puentes y bastiones,
y disponen sus flechas. Les apremia Mnesteo y el fiero Seresto
a quienes el padre Eneas, si la situación lo requería,
había dado por guías a los jóvenes y caudillos.
Por todos los muros monta guardia la legión echando a suertes
el riesgo por turnos, y lo que debe guardar cada uno.
Niso era centinela de la puerta, valeroso guerrero,
el hijo de Hírtaco, a quien había enviado el Ida rico en caza
de compañero de Eneas, rápido con la lanza y las veloces flechas,
y a su lado Euríalo, su amigo, más hermoso que el cual
no hubo otro entre los Enéadas ni vistió las armas troyanas,
y la flor de la juventud adornaba el rostro imberbe del muchacho.
Un único amor les unía y juntos se lanzaban al combate;
también entonces en guardia común vigilaban la puerta,
Niso dice: «¿Ponen los dioses este ardor en nuestros corazones,
Euríalo, o de cada uno su fiera pasión se vuelve el dios?
Hace tiempo que se agita mi pecho por combatir
o por emprender algo grande, y no se conforma con este tranquilo reposo.
Ya está viendo la confianza que embarga a los rútulos:
Pocas luces se ven, yacen vencidos por el sueño
y el vino, y todo está en silencio. Escucha todavía
cuál es mi duda y qué idea en mi ánimo brota.
Ir en busca de Eneas piden todos, el pueblo
y los padres, y enviarle quien le cuente lo que pasa.
Si me prometen lo que pido para ti (pues a mí la fama
de la acción me basta), creo poder encontrar al pie
de aquel cerro un camino a las torres y murallas de Palanteo.»
Atónito quedó Euríalo, tocado por un ansia muy grande
de gloria, y así se dirige a su ardoroso amigo:
«¿Así que no quieres tomarme en hazaña tan alta, Niso,
por compañero? ¿Sólo he de dejarte en peligro tan grande?
No tal mi padre Ofeltes, avezado a la guerra,
me enseñó al criarme entre el terror de Argos
y las fatigas de Troya, ni así me he portado contigo
en pos del magnánimo Eneas y sus hados extremos.
Hay aquí un corazón que desprecia la luz y que cree
que bien puede pagarse con la vida esa gloria que buscas.»
Niso a esto: «En verdad nada de eso temía de ti,
y no sería justo; así el gran Júpiter a ti me devuelva
triunfante o quienquiera que esto contempla con ojos benignos.
Mas si algún dios o alguna mala suerte (como a menudo ves
en tal peligro) me arrastran al desastre,
me gustaría que tú sobrevivieras, más digno de la vida por tu edad.
Que hubiera quien me encomendase a la tierra sacándome
del combate o pagando un rescate, o, si Fortuna lo prohíbe,
que en ausencia las exequias me hiciese y adornase mi tumba.
Y por no ser causa de un dolor tan grande para tu madre,
la pobre, la única entre muchas que valiente ha seguido
a su hijo, sin cuidarse de las murallas del gran Acestes.»
Mas el otro: «No entrelaces en vano argumentos vacíos,
que mi opinión no cede y es inamovible.
Démonos prisa.» Dice y al tiempo despierta a los guardias.
Éstos les relevan y mantienen el turno; dejando el puesto,
él acompaña a Niso y salen en busca de su rey.
Por todas las tierras los demás animales curaban sus cuitas
con el sueño y los corazones olvidados de fatigas;
los primeros caudillos de los teucros, la juventud escogida,
celebraban consejo sobre asuntos importantes del reino,
qué harían y quién sería ya el mensajero de Eneas.
En pie están apoyados en lanzas largas y con sus escudos
en medio del llano y del campamento. Entonces Niso y con él
Euríalo solicitan presurosos ser admitidos sin demora,
que el asunto era importante y la tardanza cara. Julo
el primero les recibió nerviosos y mandó hablar a Niso.
Así entonces el hijo de Hírtaco: «Escuchad con voluntad propicia,
amigos de Eneas, y no juzguéis por nuestros años
lo que traemos. Han callado los rútulos vencidos
por el vino y el sueño. Nosotros mismos un lugar hemos visto
para nuestro plan, que se abre en el cruce de la puerta marina.
Han cesado los fuegos y negra humareda se levanta
hasta el cielo. Si nos permitís aprovechar esta fortuna
para buscar a Eneas y las murallas de Palanteo,
nos veréis al punto regresar con el botín cargados
de una gran matanza. Y no nos engaña el camino en la marcha:
hemos visto antes las primeras casas entre valles oscuros
yendo a menudo de caza y hemos recorrido todo el río.»
Entonces Aletes, maduro de ánimo y grave por sus años:
«¡Dioses de la patria bajo cuyo poder Troya está siempre!
No queréis, sin embargo, destruir por completo a los teucros
cuando ánimos disteis así a nuestros jóvenes y pechos
tan firmes.» Tal diciendo abrazaba a los hombros y las diestras
de ambos, y regaba de llanto su rostro y sus mejillas.
«¿Qué para vosotros, guerreros, qué recompensa digna
pagar se puede por esa hazaña? Lo mejor en seguida
os lo darán los dioses y vosotros mismos: os pagará muy pronto
el resto el piadoso Eneas y, con su edad entera,
Ascanio, que nunca olvida méritos tan grandes.»
«Yo, por mi parte -afirma Ascanio-, para quien la esperanza sola
está en la vuelta de mi padre, a vosotros os pongo por testigos,
Niso, por los grandes Penates y el Lar de Asáraco y el templo
de la canosa Vesta: sea cual sea mi confianza y mi fortuna,
la pongo en vuestro pecho. Buscadme a mi padre,
devolvedme su presencia; nada será triste si lo recupero.
Os daré dos copas llenas de relieves, terminadas
en plata, que mi padre tomó tras la derrota de Arisba,
con dos trípodes iguales, dos grandes talentos de oro,
una cratera antigua que me dio la sidonia Dido.
Ahora, si me cupiera conquistar vencedor Italia,
hacerme con el reino y repartir el botín a suertes,
viste con qué caballo iba Turno y con qué armas, todo
de oro; pues ese caballo y su escudo y su rojo penacho,
son ya tu premio, Niso, libres del sorteo.
Mi padre por su parte dos veces seis madres
bien elegidas y cautivos y todos con sus armas,
y además cuanto campo posee el propio rey Latino.
Y en cuanto a ti, respetable muchacho a quien sigue
de cerca mi edad, te acojo ya con todo el corazón
y te abrazo compañero de todas las fatigas.
No he de buscar gloria alguna sin ti en mis empresas:
tanto en paz como en guerra, en ti residirá mi confianza
mayor de palabra y de obra.» A quien tal dice replica
Euríalo: «Jamás llegará el día que me vea indigno
de acciones tan valientes; sólo, que no se vuelva de espaldas
la suerte favorable. Pero nada más esto te pido, por encima
de todos los regalos: tengo a mi madre, de la rancia estirpe
de Príamo, a quien, desdichada, la tierra de Ilión no retuvo
cuando partí, ni las murallas del rey Acestes.
La dejo yo ahora sin saber nada de todo este riesgo
y sin despedirme (pongo a la noche por testigo
y a tu diestra), que sufrir no puedo lágrimas de mi madre.
Así que tú, te lo ruego, consuela a la desgraciada y mira por la que dejo.
Permíteme llevar esta esperanza y con mayor audacia arrostraré
todos los peligros.» Con el corazón estremecido vertieron
lágrimas los Dardánidas, y el hermoso Julo más que los otros,
y anegó su ánimo esta piadosa imagen de un hijo.
Dice así entonces:
«Puedes prometerte cuanto sea digno de tus grandes empresas.
Pues ella ha de ser mi madre y ha de faltarle sólo
el nombre de Creúsa, y no le aguarda pequeña recompensa
por un hijo así. Sea cual sea el final de tu hazaña,
juro por mi cabeza, por la que antes solía mi padre:
cuanto a ti te prometo a la vuelta si todo va bien,
lo mismo se hará con tu madre y toda su estirpe.»
Así dice entre lágrimas; al tiempo se quita del hombro la espada
de oro que había forjado Licaón de Cnosos con arte
admirable, con la vaina de marfil que rapidez le daba.
A Niso da Mnesteo la piel de un león espantoso,
sus despojos, y el yelmo le cambia el fiel Aletes.
Parten al punto armados; al tiempo que marchan
les sigue con sus votos junto a las puertas todo el grupo
de los principales, jóvenes y viejos, así como el hermoso Julo,
haciendo gala antes de tiempo de ánimo y cuidado de hombre,
les daba muchos encargos para su padre; mas todo
dispersan las brisas y lo entregan sin sentido a las nubes.
Cruzan saliendo los fosos y entre las sombras de la noche
se dirigen al campo enemigo, pero antes serían causa
de muerte para muchos. Los ven tendidos en la hierba
por el vino y el sueño, carros de pie en la playa,
hombres entre ruedas y arreos, las armas por el suelo
y entre las copas. El hijo de Hírtaco así dijo el primero:
«Euríalo, es el momento de atacar, la ocasión a ello nos invita.
Por aquí está el camino. Tú, para que ningún grupo pueda alzarse
a nuestras espaldas, vigila y observa de lejos;
voy a sembrar la muerte abriéndote con ello ancho sendero.»
Así dice y sofoca su voz al tiempo que ataca con la espada
al orgulloso Ramnete, que en mullidos tapices andaba
echado y sueño respiraba de todo su pecho,
rey a la vez que gratísimo augur del rey Turno,
aunque no pudo con su augurio librarse de la muerte.
Acaba a su lado con tres sirvientes que yacían tranquilos
entre sus armas y con el escudero de Remo y con el auriga bajo sus propios
caballos sorprendidos, y corta con la espada los cuellos colgantes.
Luego le arranca al dueño mismo la cabeza y deja su cuerpo
sangrando a borbotones; de negra sangre la tibia tierra
y los lechos se empapan. Y así con Lámiro y Lamo
y con el joven Serrano que mucho había jugado
aquella noche, de hermosa figura, y yacía con el cuerpo
vencido del mucho vino: dichoso él si hubiera igualado
a la noche con su juego y lo hubiera llevado al amanecer;
como un león hambriento moviéndose entre los llenos rediales
(como le pide su loca hambre), devora y arrastra
al tierno ganado mudó de espanto y ruge con boca cruenta.
No menor fue la matanza de Euríalo; también él encendido,
loco se vuelve y se lanza en medio de un gran grupo
sin nombre, de Fado y Herbeso, de Abaris y Reto,
desprevenidos; a Reto despierto y viéndolo todo
que, lleno de miedo, se ocultaba tras una cratera,
le clavó la espada en el pecho hasta la empuñadura
cuando se incorporaba, y la sacó llena de muerte.
Vomita el otro un alma de púrpura y al morir echa
el vino mezclado con la sangre, él prosigue su loco daño.
Y ya se dirigía al grupo de Mesapo; allí veía apagarse
los fuegos y los caballos atados según la costumbre
pacían en la hierba, cuando así Niso brevemente
(pues siente que le arrastra el exceso de sangre y el ansia):
«Dejémoslo -dice-, pues se acerca la luz peligrosa.
Castigo bastante han tenido, un camino se abre entre los enemigos.»
Abandonan numerosos objetos de plata maciza de los soldados,
y armas y crateras, así como hermosos tapices.
Euríalo toma los arreos de Ramnete y un cinturón de placas
de oro, presentes un día que el riquísimo Cédico enviara
a Rémulo de Tíbur, cuando lo hizo su huésped en ausencia;
él los entrega al morir a su nieto para que los tenga;
después de su muerte lo tomaron los rútulos en la guerra y en el combate:
lo coge y se lo cuelga al hombro inútilmente poderoso.
Luego el yelmo de Mesapo, cómodo y adornado de penacho,
se pone. Salen del campo y buscan lugares seguros.
Andaban entretanto jinetes enviados en descubierta
de la ciudad latina, mientras el resto de la tropa acampaba
en el llano, y respuesta traían al rey Turno.
Trescientos, todos con escudos, y Volcente al mando.
Y ya se acercaban al campamento y a sus muros llegaban,
cuando les ven doblar a lo lejos en el camino de la izquierda,
y el yelmo traicionó al descuidado Euríalo en la sombra
brillante de la noche y refulgió tocado por los rayos.
No pasó inadvertido; desde su columna grita Volcente:
«¡Quietos, soldados! ¿Cuál es la causa de la salida?
¿De quién sois soldados y a dónde os dirigís?» Ellos nada responden,
sino que se metieron corriendo en el bosque y se confiaron a la noche.
Se lanzan los jinetes a los senderos conocidos
aquí y allá, y rodean de guardias todos los accesos.
Era una selva erizada de negra encina y zarzas,
que espesos matorrales llenaban por todas partes;
entre ocultos caminos brillaba un raro sendero.
Estorban a Euríalo las tinieblas de las ramas y el pesado
botín y el temor le engaña con la dirección del camino.
Niso escapa, y ya se había librado del enemigo el descuidado
y de los lugares que luego se llamaron albanos
del nombre de Alba (donde el rey latino tenía sus pastos),
y se detuvo y en vano buscó al amigo ausente:
«Pobre Euríalo, ¿por dónde te habrá abandonado?,
¿por dónde seguirte?» Recorriendo de nuevo el difícil camino
de la selva engañosa, observa las huellas recientes
y las sigue hacia atrás y vaga entre los zarzales silenciosos.
Oye los caballos, oye el estrépito y las señales de los que le persiguen,
y no pasa mucho tiempo, cuando un clamor llega
a sus oídos y ve a Euríalo, a quien con el engaño
del lugar y la noche todo el grupo ya lo tiene apresado
en repentina escaramuza y aunque todo lo intenta en vano.
¿Qué hacer? ¿Con qué fuerzas intentaría al joven
rescatar, o con qué armas? ¿Se ha de lanzar a morir
entre las espadas ganando con heridas una muerte hermosa?
Raudo blande la lanza doblando el brazo
y mirando a la alta Luna reza de esta manera:
«Tú, diosa, acude en nuestra ayuda en este trance,
gloria de los astros y guardiana de los bosques, hija de Latona.
Si algún presente llevó hasta tus altares mi padre Hírtaco
por mí; si los aumenté yo en mis cacerías o los colgué
de tu bóveda o los clavé en tus sagrados techos,
concédeme dispersar este grupo y guía mis disparos por el aire.»
Dijo, y lanzó su hierro haciendo fuerza
con todo su cuerpo. La lanza voladora azota las sombras
de la noche y se clava en la espalda de Sulmón y se quiebra
allí, y la madera clavada el corazón le atraviesa.
Éste se revuelve vomitando un río caliente de su pecho,
helado, y golpea sus ijares en largos espasmos.
Miran a su alrededor. Aún más enardecido,
hete aquí que otra lanza sopesaba a la altura de la oreja.
Mientras corren confundidos, silbando llega el asta
a las sienes de Tago y se clava tibia en el cerebro atravesado.
Enloquece el feroz Volcente sin poder ver al que lanza
los disparos, y sin poder arrojarse ardiendo sobre él.
«Pues tú mientras tanto vas a pagar con tu sangre caliente
el castigo por ambos», dijo, y al tiempo empuñando su espada
marchaba contra Euríalo. Fuera de sí entonces, aterrado,
grita Niso y ya no aguanta más escondido
en las tinieblas, ni puede soportar un dolor tan grande:
«¡A mí, a mí, aquí está el que lo hizo! ¡Volved a mí las armas,
rútulos! Mío ha sido el plan, y nada osó éste
ni nada pudo; el cielo y los astros que lo saben son mis testigos;
él sólo amó demasiado a un infeliz amigo.»
Tales gritos daba, mas la espada impulsada con fuerza
traspasa las costillas y rompe el blanco pecho.
Cae Euríalo herido de muerte, y por su hermoso cuerpo
corre la sangre y se derrumba su cuello sobre los hombros:
como cuando la flor encarnada que siega el arado
languidece y muere, o como la amapola de lacio cuello
inclina la cabeza bajo el peso de la lluvia.
Mas Niso se lanza en medio y sólo entre tantos
quiere a Volcente, sólo en Volcente se fija.
Los enemigos lo rodean y de cerca lo acosan
por todas partes. No ceja por ello y voltea su espada
relampagueante, hasta que en la boca del rútulo que gritaba
la clavó de frente y muriendo quitó la vida a su enemigo.
Se arrojó entonces sobre su exánime amigo,
acribillado, y allí descansó al fin con plácida muerte.
¡Afortunados ambos! Si algo pueden mis versos,
jamás día alguno os borrará del tiempo memorioso,
mientras habite la roca inamovible del Capitolio
la casa de Eneas y su poder mantenga el padre romano.
Los rútulos vencedores se hacen con el botín y los despojos
y llevan llorando al campamento a Volcente sin vida.
No fue menor el duelo en el campo al hallar a Ramnete
exangüe y tan gran matanza de los mejores,
y a Serrano y a Numa. Un gran corro se forma
ante sus cuerpos y los hombres medio muertos y el lugar reciente
de tibia muerte y los ríos espumantes llenos de sangre.
Reconocen entre ellos los despojos y el casco reluciente
de Mesapo y los arreos con tanto sudor ganados.
Y ya la Aurora primera regaba las tierras con el nuevo día
abandonando el lecho azafrán de Titono.
Con el sol ya esparcido, descubiertas por la luz las cosas,
Turno llama a sus hombres a las armas revestido él mismo
con sus armas: forman las broncíneas columnas para el combate,
cada cual las suyas, y aguzan sus iras con diversas consignas.
Clavan incluso las propias cabezas en lanzas enhiestas
(lamentable espectáculo) de Euríalo y Niso, y las siguen con gran griterío.
Los duros Enéadas en la parte izquierda de los muros
dispusieron su línea (la derecha la ciñen las aguas),
y ocupan los fosos enormes y en las altas torres
se colocan, tristes; conmovían a los desgraciados los rostros clavados
de sus hombres, tan conocidos, chorreando negra sangre.
Volando entretanto con sus plumas Fama la mensajera
corre por la ciudad asustada y llega a los oídos de la madre
de Euríalo. Y de pronto dejó el calor sus huesos, desgraciada,
el huso se escapó de sus manos y cayeron los ovillos.
Sale corriendo la infeliz y con alaridos de mujer
mesándose el cabello, fuera de sí, busca los muros
y las primeras filas, y no se fija en los hombres ni en el peligro
ni en los disparos, y llena entonces el cielo con su lamento:
«¿Así te veo, Euríalo? ¿Eres tú, el reposo postrero
de mis años, y has podido dejarme sola,
cruel? Y cuando te enviaron a peligros tan grandes,
¿no se dio a tu madre el hablarte por última vez?
¡Ay! Yaces en tierra extraña botín de los perros latinos
y de sus buitres. Siendo tu madre, ni tus exequias te he podido
hacer, ni he cerrado tus ojos, ni lavé tus heridas,
cubriéndote con la tela que te estaba tejiendo a toda prisa,
de día y de noche, y en el telar consolaba mis cuitas de vieja.
¿Dónde buscarte? ¿Qué tierra guarda ahora tu cuerpo
y tus miembros lacerados y tu cadáver roto? ¿Esto me traes
de ti, hijo mío? ¿Esto es lo que he seguido por mar y por tierra?
Atravesadme, si queda aún piedad; contra mí todas las flechas
disparad, rútulos, matadme la primera con la espada;
o tú, gran padre de los dioses, ten piedad y esta odiada
cabeza sepulta bajo el Tártaro con tu rayo,
que de otro modo no puedo quebrar esta vida cruel.»
Con este llanto tocados los ánimos, un triste lamento
brota de todos, se entorpecen las fuerzas rotas para el combate.
Ideo y Áctor, como inflamaba la pena de todos,
por orden de Ilioneo y de julo que mucho lloraba
la cogen y en sus manos la conducen a casa.
Y lanzó a lo lejos la tuba su terrible sonido
de bronce canoro, sigue un clamor y el cielo retumba.
Rápidamente forman los volscos su tortuga
y se disponen a llenar los fosos y arrancar la empalizada;
busca la entrada una parte y subir a los muros con escalas
por donde hay menos tropa y clarea la espesa
corona de soldados. Responden los teucros lanzando
todo tipo de dardos y los derriban con duros troncos,
habituados a defender sus muros en una larga guerra.
Hacían rodar también piedras de gran peso, por si podían
quebrar la cubierta columna, aunque bajo la densa
tortuga todo se está dispuesto a resistir.
Y ya no aguantan más. Pues por donde el grupo es más compacto,
acuden los teucros y hacen rodar una mole tremenda
que aplasta por completo a los rútulos y destroza la cubierta
de sus armas. Y ya no se cuidan los rútulos bravos
de atacar con un Marte ciego, sino que compiten
en echarlos del muro con proyectiles.
En otra parte blandía Mecencio con horrible aspecto
un pino etrusco y lleva fuegos humeantes;
y Mesapo, domador de caballos, prole de Neptuno,
abre la empalizada y escalas pide para la muralla.
A vosotras, Calíope, os pido que inspiréis al que canta
los desastres que el hierro causó, qué muertos Turno
dejó atrás, a quién envió cada cual al Orco,
y desplegad conmigo las grandes vueltas de la guerra.
Había una torre de gran tamaño y puentes elevados,
adecuada al lugar, que los ítalos con grande empeño
todos se esforzaban en tomar y abatir con la mayor violencia
de sus recursos, y los troyanos, al contrario, defendían
con piedras y dardos, apiñados, por el hueco de las saeteras.
Turno el primero lanzó una antorcha encendida
y clavó en el costado la llama que, inflamada del viento,
hizo presa en las tablas y se pegó a las puertas consumidas.
Asustados se agitaban en su interior y escapar pretendían
de la desgracia. Al amontonarse y hacerse hacia atrás,
a la parte libre de fuego, cayó de repente la torre
bajo el peso y resuena con el fragor todo el cielo.
Caen medio muertos al suelo bajo la enorme mole
y se clavan en sus propios dardos y traspasan
sus pechos los duros troncos. Apenas escaparon
Helénor y Lico; de ellos, en la flor de la edad Helénor,
para el rey meonio al que la esclava Licimnia en secreto
había criado y enviado a Troya con armas prohibidas,
ligero con su espada desnuda y el blanco escudo, aún sin gloria.
Y cuando se vio en medio de millares de los de Turno,
que de un lado y de otro se alzaban tropas latinas,
cual la fiera acosada por densa corona de cazadores
se revuelve contra las flechas y se arroja a la muerte
a sabiendas y se lanza de un salto sobre los venablos,
no de otro modo el joven a morir entre los enemigos
se lanza, y corre allí donde más densas son las flechas.
Lico, por su parte, mucho mejor con los pies, entre los enemigos
y entre sus armas busca los muros huyendo y se empeña
en tocar con la mano su parte más alta y las diestras de sus compañeros.
Turno le sigue igual con los pies que con las flechas
y, vencedor, le increpa: «¿Pensabas poder escaparte,
loco, de nuestras manos?» Y lo agarra colgado
como estaba y lo arranca con gran parte del muro.
Como cuando a una liebre o a un cisne de blanco cuerpo
lo toma en sus garras el escudero de Jove ganando altura,
o el lobo de Marte se lleva del redil a un cordero
que reclama su madre con muchos balidos. De todas partes
se alza el clamor: entran y rellenan con tierra los fosos,
lanzan otros a los tejados teas encendidas.
Ilioneo con un peñasco y un enorme trozo de monte
a Lucetio que se acercaba a la puerta con su antorcha,
Líger a Ematión, a Corineo abate Asilas,
hábil éste con la jabalina y aquél de lejos con la flecha que engaña;
Céneo a Ortigio, al vencedor Céneo Turno,
Turno a Itis y Clonio, y a Prómolo y Dioxipo,
y a Ságaris y a Idas que las altas torres defendía;
Capis a Priverno, a quien había alcanzado primero
la lanza ligera de Temillas: deja, loco, el escudo y se lleva
la mano a la herida, así que llega volando una flecha
y le clava la mano al costado izquierdo y desgarra
con su herida mortal el camino escondido del aliento.
Estaba el hijo de Arcente con egregias armas
revestido de su clámide bordada y brillante de púrpura hibera,
con hermoso aspecto, al que su padre Arcente había enviado
criado en el bosque de Marte junto a los arroyos
del Simeto, donde el altar benigno de Palico y pingüe:
dejando las lanzas Mecencio su honda estridente
volteó tres veces en torno a su cabeza con la correa,
y golpeó de frente el centro de sus sienes con plomo
fundido y lo dejó tendido en la arena del suelo.
Se dice que entonces por primera vez lanzó en la guerra
una rápida flecha Ascanio, acostumbrado como estaba a asustar
a fieras huidizas, y tumbó con su mano al fuerte Numano,
apodado Rémulo, que hacía poco se había unido
en matrimonio con la hermosa pequeña de Turno.
Iba en primera fila dando voces dignas e indignas
de decir y con el pecho henchido de su nuevo
poder, y avanzaba orgulloso gritando:
«¿No os avergüenza estar de nuevo asediados tras una empalizada,
frigios dos veces prisioneros, y levantar una muralla ante la muerte?
¡Mira, tú! ¡Los que nos pedían matrimonio por la fuerza!
¿Qué dios a Italia, o qué locura os ha traído?
No están aquí los Atridas ni el urdidor de historias, Ulises:
raza dura por la estirpe, llevamos primero a los hijos
al río y los endurecemos con el hielo cruel y las olas;
no duermen nuestros niños por la caza y fatigan los bosques,
es su juego montar caballos y disparar flechas con sus arcos.
Y la juventud, hecha al trabajo y con poco conforme,
o doma la tierra con rastrillos o golpea con la guerra las ciudades.
Toda la edad la pasamos con el hierro y con la lanza vuelta
el lomo de los novillos sin que de la vejez la torpeza picamos
apague las fuerzas de nuestro pecho ni altere su vigor:
ceñimos nuestras canas con el yelmo y traer nos agrada
constantemente nuevos botines y vivir de la rapiña.
A vosotros os va la ropa teñida de púrpura brillante
y de azafrán, os gusta la indolencia y entregaros a la danza,
y tienen mangas vuestras túnicas y cintas vuestras mitras.
¡Oh, frigias en verdad, más que frigios! Andad por las cumbres
del Díndimo donde soléis escuchar el canto de la flauta.
Que os llaman los tímpanos y el boj berecintio de la Madre
del Ida; dejad las armas a los hombres y soltad el hierro.»
Que así se jactase gritando amenazas
no pudo soportar Ascanio, y tensó de frente su flecha
en el nervio de caballo y abriendo los brazos
se detuvo para ganar antes con sus votos el favor de Jove:
«¡Júpiter todopoderoso, aprueba esta audaz empresa!
Yo mismo llevaré a tus templos solemnes presentes
y sacrificaré ante tus aras un novillo de frente dorada,
blanco, que alcance con la cabeza a su madre,
que embista ya y que esparza la arena con sus patas.»
Lo escuchó y tronó por la izquierda en región serena
del cielo el padre, al tiempo que silba el arco fatal.
Escapa con horrible zumbido la flecha disparada
y atraviesa la cabeza de Rémulo y cruza con la punta
el hueco de sus sienes. « ¡Anda, búrlate del valor con jactancia!
Esta respuesta envían a los rútulos los frigios dos veces prisioneros.»
No dijo más Ascanio. Los teucros le siguen con sus gritos
y vibran de alegría y sus ánimos lanzan al cielo.
Veía casualmente desde lo alto Apolo de larga cabellera
en la región del cielo la ciudad y las tropas ausonias,
sentado en una nube, y al vencedor Julo así le dice:
«¡Bravo por ese nuevo valor, muchacho! ¡Así se va a las estrellas,
hijo de dioses que dioses engendrarás! Con razón, toda guerra
cesará bajo el linaje de Asáraco que los hados nos mandan,
y Troya no te basta.» A la vez que esto dice caer se deja
del alto éter, hiende las auras que respiran
y busca a Ascanio; cambia entonces la forma de sus rasgos
por los del viejo Butes. Éste fue antes del dardanio
Anquises escudero y leal centinela de sus umbrales;
luego el padre se lo dio a Ascanio por compañero.
Iba Apolo en todo igual al viejo, en la voz y el color
Y los blancos cabellos y las armas de sombrío sonido,
ya] enardecido Julo se dirige con estas palabras:
«Sea suficiente, hijo de Eneas, abatir impunemente con tus flechas
a Numano. El gran Apolo te ha otorgado
esta gloria primera y no ve mal tus armas iguales a las suyas;
deja ahora el combate, muchacho.» Tras comenzar así, Apolo
dejó su aspecto mortal en medio del discurso
y escapó hacia el aire sutil, lejos de los ojos.
Reconocieron al dios los jefes dardanios y las divinas
flechas oyeron resonar en la huida y su aljaba.
Y así, con sus palabras y por la voluntad de Febo
alejan a Ascanio ávido de pelea, y vuelven ellos mismos
de nuevo al combate y lanzan sus almas a peligros abiertos.
En todo el muro sale el clamor por los bastiones,
tensan los arcos fieros y retuercen los amientos.
Todo el suelo se cubre de flechas y los escudos y los cavos
yelmos resuenan con los golpes; se traba un áspero combate.
Cuanto sacude la tierra el chaparrón que viene de poniente
con las Cabrillas lluviosas, como los nimbos cargados de granizo
se lanzan sobre los ríos, cuando Júpiter hórrido de Austros
lanza una tormenta de agua y rompe las huecas nubes en el cielo.
Pándaro y Bitias, hijo de Alcánor Ideo,
a quienes crió en el bosque de Jove la silvestre Yera,
jóvenes como los abetos de su patria y sus montes,
abren la puerta que las encomendó la orden de su jefe,
fiados en sus armas, e invitan además a pasar al enemigo.
Ellos se quedan dentro ante las torres a izquierda y derecha
armados con la espada y luciendo sus enhiestos penachos:
como dos encinas se alzan al aire junto a la líquida corriente
en las orillas del Po o cerca del Átesis ameno,
y levantan al cielo sus cabezas frondosas y agitan la altísima copa.
Los rútulos irrumpen en la entrada en cuanto la vieron abierta;
en seguida Quercente y Aquículo, hermoso con sus armas,
y Tmaro lanzado de ánimo y el marcial Hemón
con todos sus hombres, o se volvieron y dieron la espalda
o en el mismo umbral de la puerta dejaron sus vidas.
Entonces crece aún más el furor en los corazones discordes,
y ya los troyanos reunidos en el mismo lugar se agrupan
y osan hacerles frente y salir adelante.
Al caudillo Turno, enfurecido en otra parte
y asustando a los hombres le llega la noticia de que hierve
el enemigo con la nueva matanza y ofrece las puertas abiertas.
Deja lo emprendido y llevado de una ira tremenda
corre a la puerta dardania y contra los hermanos orgullosos.
Y tumba primero arrojando su lanza a Antífates
(pues era el primero en presentarse), bastardo del noble Sarpedón,
de madre tebana: vuela el ítalo cornejo
por el aire sutil y clavado en el estómago se esconde
en lo hondo del pecho; devuelve la gruta de la negra herida
un río de espuma y se empapa el hierro del pulmón atravesado.
Luego a Mérope y Erimanto con su mano y tumba a Afidno,
luego a Bitias con los ojos en llamas y el ánimo excitado,
no con la jabalina (pues a una jabalina no habría dado él su vida),
sino que disparó con intenso silbido una falárica sacudida
a modo de un rayo, que ni dos pieles de toro
ni la loriga fiel, de oro y doble escama,
resistieron; caen desastados sus miembros enormes,
exhala la tierra un gemido y resuena sobre el gran escudo.
Así cae a veces en la costa eubea de Bayas
un pilar de piedra que con grandes moles construyen
antes y lo lanzan al mar; inclinado,
se precipita y se queda clavado en el fondo;
se revuelven las aguas y se elevan las negras arenas,
y entonces tiembla del ruido la alta Prócida e Inárime,
duro lecho impuesto a Tifeo por orden de Jove.
Marte entonces poderoso en las armas, ánimo y fuerzas
dio a los latinos y puso en su pecho estímulos agrios,
y envió a los teucros el negro Temor y la Huida.
Llegan de todas partes, pues se les da ocasión de combatir,
y el dios de la guerra se mete en su pecho.
Pándaro, cuando ve derribado el cuerpo de su hermano
y en qué lugar se halla la fortuna y cómo andan las cosas,
atranca la puerta con gran violencia girando los goznes
y empujando con sus anchos hombros, y a muchos de los suyos
deja fuera del recinto en trance difícil;
mas a otros los cierra consigo y los recibe corriendo,
¡loco!, sin ver al rey rútulo en medio de la tropa,
que irrumpe y queda además encerrado dentro de la ciudad,
como un tigre tremendo entre corderos indefensos.
Al punto brilló en sus ojos una nueva luz y las armas
resonaron horribles, en su casco tremolan las crestas
de sangre y despide con su escudo rayos brillantes.
Reconocen los Enéadas la odiada cara, turbados de repente,
y los miembros inmensos. El gran Pándaro entonces
salta y lleno de ira por la muerte del hermano
exclama: «No es éste el palacio de la dote de Amata,
ni Ardea recibe a Turno en los muros patrios.
Estás viendo un campo enemigo, no hay forma de escapar.»
Turno le replica sonriente con pecho sereno:
«Empieza tú, si te atreves, y cruza conmigo tu diestra;
contarás a Príamo que aquí también has encontrado a Aquiles.»
Así dijo. El otro con todas sus fuerzas blande
y arroja su lanza llena de nudos y con la corteza;
le recibieron las auras. Desvió Juno Saturnia
el golpe inminente y se clava la lanza en la puerta.
«No escaparás tú de esta arma que maneja con fuerza
mi diestra, ni es como tú el que ahora golpea»:
así dice, y salta con la espada en alto
y entre las sienes por mitad le parte con el hierro
la frente y las jóvenes mandíbulas con espantosa herida.
Suena el golpe, la tierra se ve sacudida por el enorme peso,
cubre el suelo al morir con los miembros derribados
y las armas sangrientas de sesos, y en partes iguales
le cuelga la cabeza acá y allá sobre uno y otro hombro.
Se dispersan huyendo de miedo temblorosos los troyanos,
y si al punto el vencedor se hubiera cuidado
de romper con su mano los cerrojos y abrir las puertas a sus compañeros,
habría sido aquél el último día de la guerra y de un pueblo.
Mas la locura y el ansia de matar insana, furioso
lo lanzaron contra los de enfrente.
Primero se ocupa de Fáleris y Giges al que corta el jarrete,
luego toma las lanzas de los que huyen y se las arroja
a la espalda, Juno le brinda ánimos y fuerzas.
Les siguen Halis y Fégeo, con el escudo atravesado:
luego, ignorantes en los muros que seguían combatiendo,
Alcandro y Halio, Noemón y Prítanis.
A la derecha del terraplén, esforzado con su vibrante espada
ve venir a su encuentro a Linceo llamando a sus amigos;
su cabeza quedó en el suelo, lejos, junto al casco,
arrancada de cerca de un solo golpe. Después a Amico,
el exterminador de fieras, mejor que el cual otro no había
en untar las flechas con la mano y armar el hierro de veneno,
y a Clitio el Eólida y a Créteo, el amigo de las Musas,
Créteo de las Musas compañero, a quien siempre placían
versos y cítaras y marcar el ritmo con las cuerdas,
siempre caballos y armas cantaba y las guerras de los hombres.
Acuden por último los jefes de los teucros enterados
de la matanza de los suyos, Mnesteo y el fiero Seresto,
y dispersados ven a sus compañeros y al enemigo en casa.
Y Mnesteo: «¿A dónde huís, a dónde?», dice.
«¿Es que tenéis más muros u otras murallas más allá?
¿Un solo hombre, ciudadanos, rodeado del todo
por vuestras defensas causará impunemente
estrago tan grande en la ciudad? ¿Mandará al Orco a tantos
de los mejores jóvenes? ¿No os da pena, cobardes y vergüenza
del gran Eneas y de la pobre patria, de los antiguos dioses?»
Encendidos con tales palabras se animan y en línea cerrada
se detienen. Turno salía del combate poco a poco
y el río buscaba y la parte que ciñen las olas.
Con bríos mayores acuden por esto los teucros con gran griterío
y apretaban el cerco como cuando con nubes de flechas
acosa la partida al cruel león, y él, asustado,
feroz, mirando fieramente retrocede y ni el valor ni la ira
le permiten echar a correr, ni puede revolverse en contra
aun deseándolo, entre las flechas y los hombres.
No de otro modo, dudando, Turno vuelve sus pasos
sin prisa hacia atrás y su ánimo se enciende de rabia.
Aún dos veces se lanzó en medio de sus enemigos,
y dos veces les puso en fuga desordenada por los muros;
pero rápidamente acuden a la vez todos los hombres del campo
y no se atreve Juno, la hija de Saturno, a darle en su contra
fuerzas bastantes, pues Júpiter mandó a la aérea Iris
desde el cielo llevando a su hermana órdenes terminantes,
si Turno no salía de las altas murallas de los teucros.
Y es que no resiste ya el joven ni con el escudo
ni con su diestra, así se ve acosado por los dardos
que le arrojan por doquier. De repicar no cesa en sus huecas
sienes el casco y se rajan por las piedras los sólidos bronces,
y ha perdido los penachos y en su cabeza no aguanta el escudo
los golpes; redoblan sus disparos los troyanos
y el propio Mnesteo, como un rayo. Corre el sudor entonces
por todo su cuerpo y forma (respirar ya no puede)
un río de pez, un doloroso jadeo sacude sus miembros agotados.
Así que, finalmente, se arrojó al río de cabeza
con todas sus armas. Él en su amarillo remolino
lo acogió al caer y lo sacó fuera sobre plácidas olas,
y feliz lo devolvió a sus compañeros, limpio de sangre.
Y mientras esto ocurre en lugar bien lejano,
Juno Saturnia del cielo envió a Iris
al valiente Turno. En el bosque de su padre Pilumno
estaba sentado Turno, en un valle sagrado.
Así le habló la hija de Taumante con su boca de rosa:
«Turno, lo que ninguno de los dioses osaría prometerte
en tu deseo, he aquí que el correr de los días te lo ofrece.
Eneas, dejando la ciudad, sus compañeros y sus naves,
se dirige a los cetros del Palatino y a la sede de Evandro.
Y hay más: ha llegado a las últimas ciudades de Etruria
y arma a un puñado de lidios y campesinos recluta.
¿Qué dudas? Éste es el momento de reclamar caballos y carros.
Deja todo retraso y ataca un campo amedrentado.»
Dijo, y con alas iguales se levantó hasta el cielo
y trazó a su paso bajo las nubes un arco enorme.
La conoció el joven y alzó a las estrellas sus palmas
gemelas y con estas palabras la siguió en su huida:
«Iris, gloria del cielo, ¿quién te hizo bajar de las nubes
a la tierra para mí? ¿De dónde este brillante
prodigio repentino? Veo el cielo por la mitad abierto
y el vagar de los astros por su bóveda. Sigo señal tan grande,
quienquiera que a las armas me convocas.» Y dicho esto,
se agachó hasta el agua y líquido bebió de su superficie
implorando a los dioses, y el éter llenó de promesas.
Y ya todo el ejército marchaba en campo abierto
rico de caballos, rico de bordados vestidos y de oro;
Mesapo dirige las primeras filas, y el final los jóvenes
Tirridas; Turno en el centro de la formación como jefe.
Como el Ganges profundo manando por siete apacibles
corrientes en silencio o el Nilo de fecundas aguas
cuando se derrama por los campos y se mete de nuevo en su cauce
Entonces divisan los teucros una súbita nube
de negro polvo y ven surgir tinieblas por el llano.
Y enfrente Caíco el primero a gritos llama desde su atalaya:
«¿Qué masa, ciudadanos, de negra calígine se revuelve?
¡Empuñad raudos el hierro, a las armas, subid a los muros!,
¡aquí está el enemigo, ea! » Con gran griterío se meten
los teucros por todas las puertas y llenan las murallas.
Pues así lo había ordenado al partir el mejor en las armas,
Eneas: si algo ocurría en su ausencia,
que no osaran formar el ejército ni confiarse al llano;
que tras el foso guardasen el campamento y seguros los muros.
Así que si bien el pundonor y la ira les lanzan al combate,
cierran las puertas, sin embargo, y las órdenes cumplen,
y en las huecas torres aguardan armados al enemigo.
Turno, adelantándose volando a la lenta marcha,
acompañado de veinte jinetes escogidos llega de pronto
a la ciudad; monta un caballo tracio con manchas blancas
y se cubre con un yelmo de oro de rojo penacho:
«¿Quién estará, jóvenes, a mi lado? ¿Quién el primero contra el enemigo,
eh?», dice y blande, y arroja al aire su jabalina,
señal para el combate, y altivo se lanza a la llanura.
Lanzan un grito sus compañeros y le siguen con alarido
horrísono; se asombran del cobarde corazón de los teucros,
de que no salgan a campo abierto ni acudan los hombres
al encuentro de sus armas, de que protejan su campo. Enfurecido,
aquí y allá rodea los muros a caballo y busca una entrada imposible.
Y como el lobo que acecha el redil recogido
cuando aúlla a los troncos batido por el viento y la lluvia,
pasada la medianoche; seguros bajo sus madres los corderos
no dejan de balar; él, irritado y negro de ira, se enfurece
con los que nada puede; le agota la rabia por comer
desde hace tiempo y las fauces secas de sangre.
No de otro modo se enciende de furia el rútulo que contempla
muros y campamentos, arde el dolor en sus duros huesos.
¿Por dónde buscar un camino de entrada y de sacar a los teucros
encerrados la manera y desparramarlos por el llano?
La flota, que estaba escondida a un lado de las tiendas
protegida por fosos y por las aguas del río,
la ataca, y fuego pide a los compañeros que le animan
y llena su mano, furioso, con una antorcha encendida.
Acuden los demás entonces (les apremia la presencia de Turno)
y todos los jóvenes se lanzan con negras teas.
Echaron mano al fuego: una luz de pez da la humosa
antorcha y Vulcano brasas mezcladas a las estrellas.
¿Qué dios, oh Musas, alejó de los teucros incendios
tan crueles? ¿Quién libró a los barcos de fuego tan grande?,
decidme: antigua es la fe en lo sucedido y perenne su fama.
En los días en que andaba preparando en el Ida de Frigia
Eneas su flota y se disponía a partir hacia mares remotos,
se dice que la misma madre de los dioses Berecintia
así habló al gran Jove: «Concédeme, hijo, lo que te pide
tu madre querida puesto que has domeñado el Olimpo.
Hay una selva de pinos que he amado muchos años,
un bosque sagrado en lo alto de la roca donde llevaban las ofrendas,
oscuro de negros pinos y de ramas de arce.
Gustosa se lo di al joven dardanio, cuando una flota
precisaba; ahora un temor angustioso me inquieta.
Líbrame de miedo y permite a tu madre esto poder con sus preces:
que no las desarbole ruta alguna ni sean vencidas
por las tempestades, que de algo les valga el ser hijas de nuestras montañas.»
Así le respondió el hijo que hace girar las estrellas del cielo:
«Oh, madre mía, ¿a dónde llamas a los hados? ¿Qué pides para ellas?
¿Que tengan ley inmortal unas naves que manos mortales
han construido y que a salvo arrostre Eneas
peligros inciertos? ¿A qué dios tan gran poder se ha concedido?
En todo caso, cumplida su misión, cuando lleguen un día
a los puertos y las tierras de Ausonia, a cuantas escapen de las olas
y al jefe dardanio conduzcan a los campos laurentes
les quitaré su forma mortal y ordenaré que sean
diosas del ancho mar, igual que la Nereida Doto
y Galatea surcan con sus pechos el ponto espumante.»
Dijo, y lo juró por los ríos de su hermano estigio;
por los torrentes de pez y las orillas del negro remolino
asintió, e hizo temblar el Olimpo entero con su gesto.
Había llegado, pues, el día prometido y habían cumplido
el tiempo marcado las Parcas, cuando de Turno el sacrilegio
hizo apartar a la Madre las antorchas de las naves sagradas.
Brilló entonces una rara luz ante los ojos y una enorme
nube pareció cruzar el cielo de lado de la Aurora
y los coros ideos; luego cae por los aires
una voz horrenda y llena las tropas de rútulos y troyanos:
«No os empeñéis, teucros, en defender mis naves queridas
ni arméis vuestras manos; antes incendiará Turno los mares
que los sagrados pinos. Quedad vosotras libres,
marchaos, diosas del mar; lo manda vuestra madre.»
Y al punto cada barco rompe las cadenas de la orilla
y como delfines, metiendo sus rostros en el agua
buscan el fondo. Salen de ahí (asombroso prodigio)
como otros tantos cuerpos de doncellas y al mar se lanzan.
Se quedaron los rútulos sin habla y hasta Mesapo
asustado sobre inquietos caballos, y ronca resonando duda
la corriente y el Tíber se vuelve desde alta mar.
Mas no abandonó su confianza al bravo Turno;
tanto más alza los ánimos con sus palabras y tanto más grita:
«A los troyanos buscan estas apariciones, Júpiter con ellas
les ha privado de la ayuda acostumbrada: ni dardos ni fuegos
esperan a los rútulos. Así que mares no navegables para los teucros,
sin esperanza alguna de huir: han perdido la mitad de sus recursos,
mientras queda la tierra en nuestras manos: tantos miles,
sus armas blanden los pueblos ítalos. No me asustan las fatales
respuestas de los dioses, si de alguna presumen los frigios;
bastante se ha dado ya a Venus y al hado, que han podido
tocar los troyanos los fértiles campos de Ausonia. Tengo yo hados
contrarios a los suyos, aplastar con la espada a un pueblo
criminal que me robó la esposa; este dolor no toca sólo
a los Atridas, ni sólo a Micenas cabe empuñar las armas.
"Pero basta con morir una vez." Habría bastado el pecado
anterior, mas no odiaron por completo a toda
la raza de las mujeres. Ánimos les dan su confianza
en la empalizada y el estorbo de los fosos, breve demora
de su muerte; mas ¿no vieron de Troya las murallas
fabricadas por mano de Neptuno caer bajo el fuego?
Y vosotros, lo mejor de los míos, ¿quién está dispuesto
a abrir la valla con su espada y entrar conmigo en el campo tembloroso?
No necesito yo las armas de Vulcano, ni barcos
a millares contra los teucros. Que además se les sumen
todos los etruscos por aliados. Las tinieblas y el vano robo
del Paladio, muertos los centinelas de la fortaleza,
no teman: no nos meteremos en la ciega panza de un caballo.
A plena luz no fallará rodear con fuego sus muros.
Les haré sentir que no se las ven con dánaos y jóvenes
pelasgos, a quienes Héctor pudo resistir hasta el décimo año.
Así que ahora, puesto que ya ha pasado lo mejor del día,
cuidad lo que queda vuestros cuerpos, contentos
con lo realizado, y aguardad prestos el combate.»
Se confía entretanto a Mesapo los puestos de guardia
ante las puertas, y ceñir con fuegos las murallas.
Se eligieron dos veces siete rútulos para guardar los muros
con soldados, y a cada uno de ellos le siguen cien
jóvenes de rojo penacho y relucientes de oro.
Acuden y se van turnando, y echados por la hierba
se entregan al vino y vacían las crateras de bronce.
Brillan los fuegos, pasa la noche la guardia
insomne, entre juegos.
Observan esto los troyanos desde su empalizada y las alturas
ganan con sus armas, y, temblando de ansia,
vigilan las puertas y preparan puentes y bastiones,
y disponen sus flechas. Les apremia Mnesteo y el fiero Seresto
a quienes el padre Eneas, si la situación lo requería,
había dado por guías a los jóvenes y caudillos.
Por todos los muros monta guardia la legión echando a suertes
el riesgo por turnos, y lo que debe guardar cada uno.
Niso era centinela de la puerta, valeroso guerrero,
el hijo de Hírtaco, a quien había enviado el Ida rico en caza
de compañero de Eneas, rápido con la lanza y las veloces flechas,
y a su lado Euríalo, su amigo, más hermoso que el cual
no hubo otro entre los Enéadas ni vistió las armas troyanas,
y la flor de la juventud adornaba el rostro imberbe del muchacho.
Un único amor les unía y juntos se lanzaban al combate;
también entonces en guardia común vigilaban la puerta,
Niso dice: «¿Ponen los dioses este ardor en nuestros corazones,
Euríalo, o de cada uno su fiera pasión se vuelve el dios?
Hace tiempo que se agita mi pecho por combatir
o por emprender algo grande, y no se conforma con este tranquilo reposo.
Ya está viendo la confianza que embarga a los rútulos:
Pocas luces se ven, yacen vencidos por el sueño
y el vino, y todo está en silencio. Escucha todavía
cuál es mi duda y qué idea en mi ánimo brota.
Ir en busca de Eneas piden todos, el pueblo
y los padres, y enviarle quien le cuente lo que pasa.
Si me prometen lo que pido para ti (pues a mí la fama
de la acción me basta), creo poder encontrar al pie
de aquel cerro un camino a las torres y murallas de Palanteo.»
Atónito quedó Euríalo, tocado por un ansia muy grande
de gloria, y así se dirige a su ardoroso amigo:
«¿Así que no quieres tomarme en hazaña tan alta, Niso,
por compañero? ¿Sólo he de dejarte en peligro tan grande?
No tal mi padre Ofeltes, avezado a la guerra,
me enseñó al criarme entre el terror de Argos
y las fatigas de Troya, ni así me he portado contigo
en pos del magnánimo Eneas y sus hados extremos.
Hay aquí un corazón que desprecia la luz y que cree
que bien puede pagarse con la vida esa gloria que buscas.»
Niso a esto: «En verdad nada de eso temía de ti,
y no sería justo; así el gran Júpiter a ti me devuelva
triunfante o quienquiera que esto contempla con ojos benignos.
Mas si algún dios o alguna mala suerte (como a menudo ves
en tal peligro) me arrastran al desastre,
me gustaría que tú sobrevivieras, más digno de la vida por tu edad.
Que hubiera quien me encomendase a la tierra sacándome
del combate o pagando un rescate, o, si Fortuna lo prohíbe,
que en ausencia las exequias me hiciese y adornase mi tumba.
Y por no ser causa de un dolor tan grande para tu madre,
la pobre, la única entre muchas que valiente ha seguido
a su hijo, sin cuidarse de las murallas del gran Acestes.»
Mas el otro: «No entrelaces en vano argumentos vacíos,
que mi opinión no cede y es inamovible.
Démonos prisa.» Dice y al tiempo despierta a los guardias.
Éstos les relevan y mantienen el turno; dejando el puesto,
él acompaña a Niso y salen en busca de su rey.
Por todas las tierras los demás animales curaban sus cuitas
con el sueño y los corazones olvidados de fatigas;
los primeros caudillos de los teucros, la juventud escogida,
celebraban consejo sobre asuntos importantes del reino,
qué harían y quién sería ya el mensajero de Eneas.
En pie están apoyados en lanzas largas y con sus escudos
en medio del llano y del campamento. Entonces Niso y con él
Euríalo solicitan presurosos ser admitidos sin demora,
que el asunto era importante y la tardanza cara. Julo
el primero les recibió nerviosos y mandó hablar a Niso.
Así entonces el hijo de Hírtaco: «Escuchad con voluntad propicia,
amigos de Eneas, y no juzguéis por nuestros años
lo que traemos. Han callado los rútulos vencidos
por el vino y el sueño. Nosotros mismos un lugar hemos visto
para nuestro plan, que se abre en el cruce de la puerta marina.
Han cesado los fuegos y negra humareda se levanta
hasta el cielo. Si nos permitís aprovechar esta fortuna
para buscar a Eneas y las murallas de Palanteo,
nos veréis al punto regresar con el botín cargados
de una gran matanza. Y no nos engaña el camino en la marcha:
hemos visto antes las primeras casas entre valles oscuros
yendo a menudo de caza y hemos recorrido todo el río.»
Entonces Aletes, maduro de ánimo y grave por sus años:
«¡Dioses de la patria bajo cuyo poder Troya está siempre!
No queréis, sin embargo, destruir por completo a los teucros
cuando ánimos disteis así a nuestros jóvenes y pechos
tan firmes.» Tal diciendo abrazaba a los hombros y las diestras
de ambos, y regaba de llanto su rostro y sus mejillas.
«¿Qué para vosotros, guerreros, qué recompensa digna
pagar se puede por esa hazaña? Lo mejor en seguida
os lo darán los dioses y vosotros mismos: os pagará muy pronto
el resto el piadoso Eneas y, con su edad entera,
Ascanio, que nunca olvida méritos tan grandes.»
«Yo, por mi parte -afirma Ascanio-, para quien la esperanza sola
está en la vuelta de mi padre, a vosotros os pongo por testigos,
Niso, por los grandes Penates y el Lar de Asáraco y el templo
de la canosa Vesta: sea cual sea mi confianza y mi fortuna,
la pongo en vuestro pecho. Buscadme a mi padre,
devolvedme su presencia; nada será triste si lo recupero.
Os daré dos copas llenas de relieves, terminadas
en plata, que mi padre tomó tras la derrota de Arisba,
con dos trípodes iguales, dos grandes talentos de oro,
una cratera antigua que me dio la sidonia Dido.
Ahora, si me cupiera conquistar vencedor Italia,
hacerme con el reino y repartir el botín a suertes,
viste con qué caballo iba Turno y con qué armas, todo
de oro; pues ese caballo y su escudo y su rojo penacho,
son ya tu premio, Niso, libres del sorteo.
Mi padre por su parte dos veces seis madres
bien elegidas y cautivos y todos con sus armas,
y además cuanto campo posee el propio rey Latino.
Y en cuanto a ti, respetable muchacho a quien sigue
de cerca mi edad, te acojo ya con todo el corazón
y te abrazo compañero de todas las fatigas.
No he de buscar gloria alguna sin ti en mis empresas:
tanto en paz como en guerra, en ti residirá mi confianza
mayor de palabra y de obra.» A quien tal dice replica
Euríalo: «Jamás llegará el día que me vea indigno
de acciones tan valientes; sólo, que no se vuelva de espaldas
la suerte favorable. Pero nada más esto te pido, por encima
de todos los regalos: tengo a mi madre, de la rancia estirpe
de Príamo, a quien, desdichada, la tierra de Ilión no retuvo
cuando partí, ni las murallas del rey Acestes.
La dejo yo ahora sin saber nada de todo este riesgo
y sin despedirme (pongo a la noche por testigo
y a tu diestra), que sufrir no puedo lágrimas de mi madre.
Así que tú, te lo ruego, consuela a la desgraciada y mira por la que dejo.
Permíteme llevar esta esperanza y con mayor audacia arrostraré
todos los peligros.» Con el corazón estremecido vertieron
lágrimas los Dardánidas, y el hermoso Julo más que los otros,
y anegó su ánimo esta piadosa imagen de un hijo.
Dice así entonces:
«Puedes prometerte cuanto sea digno de tus grandes empresas.
Pues ella ha de ser mi madre y ha de faltarle sólo
el nombre de Creúsa, y no le aguarda pequeña recompensa
por un hijo así. Sea cual sea el final de tu hazaña,
juro por mi cabeza, por la que antes solía mi padre:
cuanto a ti te prometo a la vuelta si todo va bien,
lo mismo se hará con tu madre y toda su estirpe.»
Así dice entre lágrimas; al tiempo se quita del hombro la espada
de oro que había forjado Licaón de Cnosos con arte
admirable, con la vaina de marfil que rapidez le daba.
A Niso da Mnesteo la piel de un león espantoso,
sus despojos, y el yelmo le cambia el fiel Aletes.
Parten al punto armados; al tiempo que marchan
les sigue con sus votos junto a las puertas todo el grupo
de los principales, jóvenes y viejos, así como el hermoso Julo,
haciendo gala antes de tiempo de ánimo y cuidado de hombre,
les daba muchos encargos para su padre; mas todo
dispersan las brisas y lo entregan sin sentido a las nubes.
Cruzan saliendo los fosos y entre las sombras de la noche
se dirigen al campo enemigo, pero antes serían causa
de muerte para muchos. Los ven tendidos en la hierba
por el vino y el sueño, carros de pie en la playa,
hombres entre ruedas y arreos, las armas por el suelo
y entre las copas. El hijo de Hírtaco así dijo el primero:
«Euríalo, es el momento de atacar, la ocasión a ello nos invita.
Por aquí está el camino. Tú, para que ningún grupo pueda alzarse
a nuestras espaldas, vigila y observa de lejos;
voy a sembrar la muerte abriéndote con ello ancho sendero.»
Así dice y sofoca su voz al tiempo que ataca con la espada
al orgulloso Ramnete, que en mullidos tapices andaba
echado y sueño respiraba de todo su pecho,
rey a la vez que gratísimo augur del rey Turno,
aunque no pudo con su augurio librarse de la muerte.
Acaba a su lado con tres sirvientes que yacían tranquilos
entre sus armas y con el escudero de Remo y con el auriga bajo sus propios
caballos sorprendidos, y corta con la espada los cuellos colgantes.
Luego le arranca al dueño mismo la cabeza y deja su cuerpo
sangrando a borbotones; de negra sangre la tibia tierra
y los lechos se empapan. Y así con Lámiro y Lamo
y con el joven Serrano que mucho había jugado
aquella noche, de hermosa figura, y yacía con el cuerpo
vencido del mucho vino: dichoso él si hubiera igualado
a la noche con su juego y lo hubiera llevado al amanecer;
como un león hambriento moviéndose entre los llenos rediales
(como le pide su loca hambre), devora y arrastra
al tierno ganado mudó de espanto y ruge con boca cruenta.
No menor fue la matanza de Euríalo; también él encendido,
loco se vuelve y se lanza en medio de un gran grupo
sin nombre, de Fado y Herbeso, de Abaris y Reto,
desprevenidos; a Reto despierto y viéndolo todo
que, lleno de miedo, se ocultaba tras una cratera,
le clavó la espada en el pecho hasta la empuñadura
cuando se incorporaba, y la sacó llena de muerte.
Vomita el otro un alma de púrpura y al morir echa
el vino mezclado con la sangre, él prosigue su loco daño.
Y ya se dirigía al grupo de Mesapo; allí veía apagarse
los fuegos y los caballos atados según la costumbre
pacían en la hierba, cuando así Niso brevemente
(pues siente que le arrastra el exceso de sangre y el ansia):
«Dejémoslo -dice-, pues se acerca la luz peligrosa.
Castigo bastante han tenido, un camino se abre entre los enemigos.»
Abandonan numerosos objetos de plata maciza de los soldados,
y armas y crateras, así como hermosos tapices.
Euríalo toma los arreos de Ramnete y un cinturón de placas
de oro, presentes un día que el riquísimo Cédico enviara
a Rémulo de Tíbur, cuando lo hizo su huésped en ausencia;
él los entrega al morir a su nieto para que los tenga;
después de su muerte lo tomaron los rútulos en la guerra y en el combate:
lo coge y se lo cuelga al hombro inútilmente poderoso.
Luego el yelmo de Mesapo, cómodo y adornado de penacho,
se pone. Salen del campo y buscan lugares seguros.
Andaban entretanto jinetes enviados en descubierta
de la ciudad latina, mientras el resto de la tropa acampaba
en el llano, y respuesta traían al rey Turno.
Trescientos, todos con escudos, y Volcente al mando.
Y ya se acercaban al campamento y a sus muros llegaban,
cuando les ven doblar a lo lejos en el camino de la izquierda,
y el yelmo traicionó al descuidado Euríalo en la sombra
brillante de la noche y refulgió tocado por los rayos.
No pasó inadvertido; desde su columna grita Volcente:
«¡Quietos, soldados! ¿Cuál es la causa de la salida?
¿De quién sois soldados y a dónde os dirigís?» Ellos nada responden,
sino que se metieron corriendo en el bosque y se confiaron a la noche.
Se lanzan los jinetes a los senderos conocidos
aquí y allá, y rodean de guardias todos los accesos.
Era una selva erizada de negra encina y zarzas,
que espesos matorrales llenaban por todas partes;
entre ocultos caminos brillaba un raro sendero.
Estorban a Euríalo las tinieblas de las ramas y el pesado
botín y el temor le engaña con la dirección del camino.
Niso escapa, y ya se había librado del enemigo el descuidado
y de los lugares que luego se llamaron albanos
del nombre de Alba (donde el rey latino tenía sus pastos),
y se detuvo y en vano buscó al amigo ausente:
«Pobre Euríalo, ¿por dónde te habrá abandonado?,
¿por dónde seguirte?» Recorriendo de nuevo el difícil camino
de la selva engañosa, observa las huellas recientes
y las sigue hacia atrás y vaga entre los zarzales silenciosos.
Oye los caballos, oye el estrépito y las señales de los que le persiguen,
y no pasa mucho tiempo, cuando un clamor llega
a sus oídos y ve a Euríalo, a quien con el engaño
del lugar y la noche todo el grupo ya lo tiene apresado
en repentina escaramuza y aunque todo lo intenta en vano.
¿Qué hacer? ¿Con qué fuerzas intentaría al joven
rescatar, o con qué armas? ¿Se ha de lanzar a morir
entre las espadas ganando con heridas una muerte hermosa?
Raudo blande la lanza doblando el brazo
y mirando a la alta Luna reza de esta manera:
«Tú, diosa, acude en nuestra ayuda en este trance,
gloria de los astros y guardiana de los bosques, hija de Latona.
Si algún presente llevó hasta tus altares mi padre Hírtaco
por mí; si los aumenté yo en mis cacerías o los colgué
de tu bóveda o los clavé en tus sagrados techos,
concédeme dispersar este grupo y guía mis disparos por el aire.»
Dijo, y lanzó su hierro haciendo fuerza
con todo su cuerpo. La lanza voladora azota las sombras
de la noche y se clava en la espalda de Sulmón y se quiebra
allí, y la madera clavada el corazón le atraviesa.
Éste se revuelve vomitando un río caliente de su pecho,
helado, y golpea sus ijares en largos espasmos.
Miran a su alrededor. Aún más enardecido,
hete aquí que otra lanza sopesaba a la altura de la oreja.
Mientras corren confundidos, silbando llega el asta
a las sienes de Tago y se clava tibia en el cerebro atravesado.
Enloquece el feroz Volcente sin poder ver al que lanza
los disparos, y sin poder arrojarse ardiendo sobre él.
«Pues tú mientras tanto vas a pagar con tu sangre caliente
el castigo por ambos», dijo, y al tiempo empuñando su espada
marchaba contra Euríalo. Fuera de sí entonces, aterrado,
grita Niso y ya no aguanta más escondido
en las tinieblas, ni puede soportar un dolor tan grande:
«¡A mí, a mí, aquí está el que lo hizo! ¡Volved a mí las armas,
rútulos! Mío ha sido el plan, y nada osó éste
ni nada pudo; el cielo y los astros que lo saben son mis testigos;
él sólo amó demasiado a un infeliz amigo.»
Tales gritos daba, mas la espada impulsada con fuerza
traspasa las costillas y rompe el blanco pecho.
Cae Euríalo herido de muerte, y por su hermoso cuerpo
corre la sangre y se derrumba su cuello sobre los hombros:
como cuando la flor encarnada que siega el arado
languidece y muere, o como la amapola de lacio cuello
inclina la cabeza bajo el peso de la lluvia.
Mas Niso se lanza en medio y sólo entre tantos
quiere a Volcente, sólo en Volcente se fija.
Los enemigos lo rodean y de cerca lo acosan
por todas partes. No ceja por ello y voltea su espada
relampagueante, hasta que en la boca del rútulo que gritaba
la clavó de frente y muriendo quitó la vida a su enemigo.
Se arrojó entonces sobre su exánime amigo,
acribillado, y allí descansó al fin con plácida muerte.
¡Afortunados ambos! Si algo pueden mis versos,
jamás día alguno os borrará del tiempo memorioso,
mientras habite la roca inamovible del Capitolio
la casa de Eneas y su poder mantenga el padre romano.
Los rútulos vencedores se hacen con el botín y los despojos
y llevan llorando al campamento a Volcente sin vida.
No fue menor el duelo en el campo al hallar a Ramnete
exangüe y tan gran matanza de los mejores,
y a Serrano y a Numa. Un gran corro se forma
ante sus cuerpos y los hombres medio muertos y el lugar reciente
de tibia muerte y los ríos espumantes llenos de sangre.
Reconocen entre ellos los despojos y el casco reluciente
de Mesapo y los arreos con tanto sudor ganados.
Y ya la Aurora primera regaba las tierras con el nuevo día
abandonando el lecho azafrán de Titono.
Con el sol ya esparcido, descubiertas por la luz las cosas,
Turno llama a sus hombres a las armas revestido él mismo
con sus armas: forman las broncíneas columnas para el combate,
cada cual las suyas, y aguzan sus iras con diversas consignas.
Clavan incluso las propias cabezas en lanzas enhiestas
(lamentable espectáculo) de Euríalo y Niso, y las siguen con gran griterío.
Los duros Enéadas en la parte izquierda de los muros
dispusieron su línea (la derecha la ciñen las aguas),
y ocupan los fosos enormes y en las altas torres
se colocan, tristes; conmovían a los desgraciados los rostros clavados
de sus hombres, tan conocidos, chorreando negra sangre.
Volando entretanto con sus plumas Fama la mensajera
corre por la ciudad asustada y llega a los oídos de la madre
de Euríalo. Y de pronto dejó el calor sus huesos, desgraciada,
el huso se escapó de sus manos y cayeron los ovillos.
Sale corriendo la infeliz y con alaridos de mujer
mesándose el cabello, fuera de sí, busca los muros
y las primeras filas, y no se fija en los hombres ni en el peligro
ni en los disparos, y llena entonces el cielo con su lamento:
«¿Así te veo, Euríalo? ¿Eres tú, el reposo postrero
de mis años, y has podido dejarme sola,
cruel? Y cuando te enviaron a peligros tan grandes,
¿no se dio a tu madre el hablarte por última vez?
¡Ay! Yaces en tierra extraña botín de los perros latinos
y de sus buitres. Siendo tu madre, ni tus exequias te he podido
hacer, ni he cerrado tus ojos, ni lavé tus heridas,
cubriéndote con la tela que te estaba tejiendo a toda prisa,
de día y de noche, y en el telar consolaba mis cuitas de vieja.
¿Dónde buscarte? ¿Qué tierra guarda ahora tu cuerpo
y tus miembros lacerados y tu cadáver roto? ¿Esto me traes
de ti, hijo mío? ¿Esto es lo que he seguido por mar y por tierra?
Atravesadme, si queda aún piedad; contra mí todas las flechas
disparad, rútulos, matadme la primera con la espada;
o tú, gran padre de los dioses, ten piedad y esta odiada
cabeza sepulta bajo el Tártaro con tu rayo,
que de otro modo no puedo quebrar esta vida cruel.»
Con este llanto tocados los ánimos, un triste lamento
brota de todos, se entorpecen las fuerzas rotas para el combate.
Ideo y Áctor, como inflamaba la pena de todos,
por orden de Ilioneo y de julo que mucho lloraba
la cogen y en sus manos la conducen a casa.
Y lanzó a lo lejos la tuba su terrible sonido
de bronce canoro, sigue un clamor y el cielo retumba.
Rápidamente forman los volscos su tortuga
y se disponen a llenar los fosos y arrancar la empalizada;
busca la entrada una parte y subir a los muros con escalas
por donde hay menos tropa y clarea la espesa
corona de soldados. Responden los teucros lanzando
todo tipo de dardos y los derriban con duros troncos,
habituados a defender sus muros en una larga guerra.
Hacían rodar también piedras de gran peso, por si podían
quebrar la cubierta columna, aunque bajo la densa
tortuga todo se está dispuesto a resistir.
Y ya no aguantan más. Pues por donde el grupo es más compacto,
acuden los teucros y hacen rodar una mole tremenda
que aplasta por completo a los rútulos y destroza la cubierta
de sus armas. Y ya no se cuidan los rútulos bravos
de atacar con un Marte ciego, sino que compiten
en echarlos del muro con proyectiles.
En otra parte blandía Mecencio con horrible aspecto
un pino etrusco y lleva fuegos humeantes;
y Mesapo, domador de caballos, prole de Neptuno,
abre la empalizada y escalas pide para la muralla.
A vosotras, Calíope, os pido que inspiréis al que canta
los desastres que el hierro causó, qué muertos Turno
dejó atrás, a quién envió cada cual al Orco,
y desplegad conmigo las grandes vueltas de la guerra.
Había una torre de gran tamaño y puentes elevados,
adecuada al lugar, que los ítalos con grande empeño
todos se esforzaban en tomar y abatir con la mayor violencia
de sus recursos, y los troyanos, al contrario, defendían
con piedras y dardos, apiñados, por el hueco de las saeteras.
Turno el primero lanzó una antorcha encendida
y clavó en el costado la llama que, inflamada del viento,
hizo presa en las tablas y se pegó a las puertas consumidas.
Asustados se agitaban en su interior y escapar pretendían
de la desgracia. Al amontonarse y hacerse hacia atrás,
a la parte libre de fuego, cayó de repente la torre
bajo el peso y resuena con el fragor todo el cielo.
Caen medio muertos al suelo bajo la enorme mole
y se clavan en sus propios dardos y traspasan
sus pechos los duros troncos. Apenas escaparon
Helénor y Lico; de ellos, en la flor de la edad Helénor,
para el rey meonio al que la esclava Licimnia en secreto
había criado y enviado a Troya con armas prohibidas,
ligero con su espada desnuda y el blanco escudo, aún sin gloria.
Y cuando se vio en medio de millares de los de Turno,
que de un lado y de otro se alzaban tropas latinas,
cual la fiera acosada por densa corona de cazadores
se revuelve contra las flechas y se arroja a la muerte
a sabiendas y se lanza de un salto sobre los venablos,
no de otro modo el joven a morir entre los enemigos
se lanza, y corre allí donde más densas son las flechas.
Lico, por su parte, mucho mejor con los pies, entre los enemigos
y entre sus armas busca los muros huyendo y se empeña
en tocar con la mano su parte más alta y las diestras de sus compañeros.
Turno le sigue igual con los pies que con las flechas
y, vencedor, le increpa: «¿Pensabas poder escaparte,
loco, de nuestras manos?» Y lo agarra colgado
como estaba y lo arranca con gran parte del muro.
Como cuando a una liebre o a un cisne de blanco cuerpo
lo toma en sus garras el escudero de Jove ganando altura,
o el lobo de Marte se lleva del redil a un cordero
que reclama su madre con muchos balidos. De todas partes
se alza el clamor: entran y rellenan con tierra los fosos,
lanzan otros a los tejados teas encendidas.
Ilioneo con un peñasco y un enorme trozo de monte
a Lucetio que se acercaba a la puerta con su antorcha,
Líger a Ematión, a Corineo abate Asilas,
hábil éste con la jabalina y aquél de lejos con la flecha que engaña;
Céneo a Ortigio, al vencedor Céneo Turno,
Turno a Itis y Clonio, y a Prómolo y Dioxipo,
y a Ságaris y a Idas que las altas torres defendía;
Capis a Priverno, a quien había alcanzado primero
la lanza ligera de Temillas: deja, loco, el escudo y se lleva
la mano a la herida, así que llega volando una flecha
y le clava la mano al costado izquierdo y desgarra
con su herida mortal el camino escondido del aliento.
Estaba el hijo de Arcente con egregias armas
revestido de su clámide bordada y brillante de púrpura hibera,
con hermoso aspecto, al que su padre Arcente había enviado
criado en el bosque de Marte junto a los arroyos
del Simeto, donde el altar benigno de Palico y pingüe:
dejando las lanzas Mecencio su honda estridente
volteó tres veces en torno a su cabeza con la correa,
y golpeó de frente el centro de sus sienes con plomo
fundido y lo dejó tendido en la arena del suelo.
Se dice que entonces por primera vez lanzó en la guerra
una rápida flecha Ascanio, acostumbrado como estaba a asustar
a fieras huidizas, y tumbó con su mano al fuerte Numano,
apodado Rémulo, que hacía poco se había unido
en matrimonio con la hermosa pequeña de Turno.
Iba en primera fila dando voces dignas e indignas
de decir y con el pecho henchido de su nuevo
poder, y avanzaba orgulloso gritando:
«¿No os avergüenza estar de nuevo asediados tras una empalizada,
frigios dos veces prisioneros, y levantar una muralla ante la muerte?
¡Mira, tú! ¡Los que nos pedían matrimonio por la fuerza!
¿Qué dios a Italia, o qué locura os ha traído?
No están aquí los Atridas ni el urdidor de historias, Ulises:
raza dura por la estirpe, llevamos primero a los hijos
al río y los endurecemos con el hielo cruel y las olas;
no duermen nuestros niños por la caza y fatigan los bosques,
es su juego montar caballos y disparar flechas con sus arcos.
Y la juventud, hecha al trabajo y con poco conforme,
o doma la tierra con rastrillos o golpea con la guerra las ciudades.
Toda la edad la pasamos con el hierro y con la lanza vuelta
el lomo de los novillos sin que de la vejez la torpeza picamos
apague las fuerzas de nuestro pecho ni altere su vigor:
ceñimos nuestras canas con el yelmo y traer nos agrada
constantemente nuevos botines y vivir de la rapiña.
A vosotros os va la ropa teñida de púrpura brillante
y de azafrán, os gusta la indolencia y entregaros a la danza,
y tienen mangas vuestras túnicas y cintas vuestras mitras.
¡Oh, frigias en verdad, más que frigios! Andad por las cumbres
del Díndimo donde soléis escuchar el canto de la flauta.
Que os llaman los tímpanos y el boj berecintio de la Madre
del Ida; dejad las armas a los hombres y soltad el hierro.»
Que así se jactase gritando amenazas
no pudo soportar Ascanio, y tensó de frente su flecha
en el nervio de caballo y abriendo los brazos
se detuvo para ganar antes con sus votos el favor de Jove:
«¡Júpiter todopoderoso, aprueba esta audaz empresa!
Yo mismo llevaré a tus templos solemnes presentes
y sacrificaré ante tus aras un novillo de frente dorada,
blanco, que alcance con la cabeza a su madre,
que embista ya y que esparza la arena con sus patas.»
Lo escuchó y tronó por la izquierda en región serena
del cielo el padre, al tiempo que silba el arco fatal.
Escapa con horrible zumbido la flecha disparada
y atraviesa la cabeza de Rémulo y cruza con la punta
el hueco de sus sienes. « ¡Anda, búrlate del valor con jactancia!
Esta respuesta envían a los rútulos los frigios dos veces prisioneros.»
No dijo más Ascanio. Los teucros le siguen con sus gritos
y vibran de alegría y sus ánimos lanzan al cielo.
Veía casualmente desde lo alto Apolo de larga cabellera
en la región del cielo la ciudad y las tropas ausonias,
sentado en una nube, y al vencedor Julo así le dice:
«¡Bravo por ese nuevo valor, muchacho! ¡Así se va a las estrellas,
hijo de dioses que dioses engendrarás! Con razón, toda guerra
cesará bajo el linaje de Asáraco que los hados nos mandan,
y Troya no te basta.» A la vez que esto dice caer se deja
del alto éter, hiende las auras que respiran
y busca a Ascanio; cambia entonces la forma de sus rasgos
por los del viejo Butes. Éste fue antes del dardanio
Anquises escudero y leal centinela de sus umbrales;
luego el padre se lo dio a Ascanio por compañero.
Iba Apolo en todo igual al viejo, en la voz y el color
Y los blancos cabellos y las armas de sombrío sonido,
ya] enardecido Julo se dirige con estas palabras:
«Sea suficiente, hijo de Eneas, abatir impunemente con tus flechas
a Numano. El gran Apolo te ha otorgado
esta gloria primera y no ve mal tus armas iguales a las suyas;
deja ahora el combate, muchacho.» Tras comenzar así, Apolo
dejó su aspecto mortal en medio del discurso
y escapó hacia el aire sutil, lejos de los ojos.
Reconocieron al dios los jefes dardanios y las divinas
flechas oyeron resonar en la huida y su aljaba.
Y así, con sus palabras y por la voluntad de Febo
alejan a Ascanio ávido de pelea, y vuelven ellos mismos
de nuevo al combate y lanzan sus almas a peligros abiertos.
En todo el muro sale el clamor por los bastiones,
tensan los arcos fieros y retuercen los amientos.
Todo el suelo se cubre de flechas y los escudos y los cavos
yelmos resuenan con los golpes; se traba un áspero combate.
Cuanto sacude la tierra el chaparrón que viene de poniente
con las Cabrillas lluviosas, como los nimbos cargados de granizo
se lanzan sobre los ríos, cuando Júpiter hórrido de Austros
lanza una tormenta de agua y rompe las huecas nubes en el cielo.
Pándaro y Bitias, hijo de Alcánor Ideo,
a quienes crió en el bosque de Jove la silvestre Yera,
jóvenes como los abetos de su patria y sus montes,
abren la puerta que las encomendó la orden de su jefe,
fiados en sus armas, e invitan además a pasar al enemigo.
Ellos se quedan dentro ante las torres a izquierda y derecha
armados con la espada y luciendo sus enhiestos penachos:
como dos encinas se alzan al aire junto a la líquida corriente
en las orillas del Po o cerca del Átesis ameno,
y levantan al cielo sus cabezas frondosas y agitan la altísima copa.
Los rútulos irrumpen en la entrada en cuanto la vieron abierta;
en seguida Quercente y Aquículo, hermoso con sus armas,
y Tmaro lanzado de ánimo y el marcial Hemón
con todos sus hombres, o se volvieron y dieron la espalda
o en el mismo umbral de la puerta dejaron sus vidas.
Entonces crece aún más el furor en los corazones discordes,
y ya los troyanos reunidos en el mismo lugar se agrupan
y osan hacerles frente y salir adelante.
Al caudillo Turno, enfurecido en otra parte
y asustando a los hombres le llega la noticia de que hierve
el enemigo con la nueva matanza y ofrece las puertas abiertas.
Deja lo emprendido y llevado de una ira tremenda
corre a la puerta dardania y contra los hermanos orgullosos.
Y tumba primero arrojando su lanza a Antífates
(pues era el primero en presentarse), bastardo del noble Sarpedón,
de madre tebana: vuela el ítalo cornejo
por el aire sutil y clavado en el estómago se esconde
en lo hondo del pecho; devuelve la gruta de la negra herida
un río de espuma y se empapa el hierro del pulmón atravesado.
Luego a Mérope y Erimanto con su mano y tumba a Afidno,
luego a Bitias con los ojos en llamas y el ánimo excitado,
no con la jabalina (pues a una jabalina no habría dado él su vida),
sino que disparó con intenso silbido una falárica sacudida
a modo de un rayo, que ni dos pieles de toro
ni la loriga fiel, de oro y doble escama,
resistieron; caen desastados sus miembros enormes,
exhala la tierra un gemido y resuena sobre el gran escudo.
Así cae a veces en la costa eubea de Bayas
un pilar de piedra que con grandes moles construyen
antes y lo lanzan al mar; inclinado,
se precipita y se queda clavado en el fondo;
se revuelven las aguas y se elevan las negras arenas,
y entonces tiembla del ruido la alta Prócida e Inárime,
duro lecho impuesto a Tifeo por orden de Jove.
Marte entonces poderoso en las armas, ánimo y fuerzas
dio a los latinos y puso en su pecho estímulos agrios,
y envió a los teucros el negro Temor y la Huida.
Llegan de todas partes, pues se les da ocasión de combatir,
y el dios de la guerra se mete en su pecho.
Pándaro, cuando ve derribado el cuerpo de su hermano
y en qué lugar se halla la fortuna y cómo andan las cosas,
atranca la puerta con gran violencia girando los goznes
y empujando con sus anchos hombros, y a muchos de los suyos
deja fuera del recinto en trance difícil;
mas a otros los cierra consigo y los recibe corriendo,
¡loco!, sin ver al rey rútulo en medio de la tropa,
que irrumpe y queda además encerrado dentro de la ciudad,
como un tigre tremendo entre corderos indefensos.
Al punto brilló en sus ojos una nueva luz y las armas
resonaron horribles, en su casco tremolan las crestas
de sangre y despide con su escudo rayos brillantes.
Reconocen los Enéadas la odiada cara, turbados de repente,
y los miembros inmensos. El gran Pándaro entonces
salta y lleno de ira por la muerte del hermano
exclama: «No es éste el palacio de la dote de Amata,
ni Ardea recibe a Turno en los muros patrios.
Estás viendo un campo enemigo, no hay forma de escapar.»
Turno le replica sonriente con pecho sereno:
«Empieza tú, si te atreves, y cruza conmigo tu diestra;
contarás a Príamo que aquí también has encontrado a Aquiles.»
Así dijo. El otro con todas sus fuerzas blande
y arroja su lanza llena de nudos y con la corteza;
le recibieron las auras. Desvió Juno Saturnia
el golpe inminente y se clava la lanza en la puerta.
«No escaparás tú de esta arma que maneja con fuerza
mi diestra, ni es como tú el que ahora golpea»:
así dice, y salta con la espada en alto
y entre las sienes por mitad le parte con el hierro
la frente y las jóvenes mandíbulas con espantosa herida.
Suena el golpe, la tierra se ve sacudida por el enorme peso,
cubre el suelo al morir con los miembros derribados
y las armas sangrientas de sesos, y en partes iguales
le cuelga la cabeza acá y allá sobre uno y otro hombro.
Se dispersan huyendo de miedo temblorosos los troyanos,
y si al punto el vencedor se hubiera cuidado
de romper con su mano los cerrojos y abrir las puertas a sus compañeros,
habría sido aquél el último día de la guerra y de un pueblo.
Mas la locura y el ansia de matar insana, furioso
lo lanzaron contra los de enfrente.
Primero se ocupa de Fáleris y Giges al que corta el jarrete,
luego toma las lanzas de los que huyen y se las arroja
a la espalda, Juno le brinda ánimos y fuerzas.
Les siguen Halis y Fégeo, con el escudo atravesado:
luego, ignorantes en los muros que seguían combatiendo,
Alcandro y Halio, Noemón y Prítanis.
A la derecha del terraplén, esforzado con su vibrante espada
ve venir a su encuentro a Linceo llamando a sus amigos;
su cabeza quedó en el suelo, lejos, junto al casco,
arrancada de cerca de un solo golpe. Después a Amico,
el exterminador de fieras, mejor que el cual otro no había
en untar las flechas con la mano y armar el hierro de veneno,
y a Clitio el Eólida y a Créteo, el amigo de las Musas,
Créteo de las Musas compañero, a quien siempre placían
versos y cítaras y marcar el ritmo con las cuerdas,
siempre caballos y armas cantaba y las guerras de los hombres.
Acuden por último los jefes de los teucros enterados
de la matanza de los suyos, Mnesteo y el fiero Seresto,
y dispersados ven a sus compañeros y al enemigo en casa.
Y Mnesteo: «¿A dónde huís, a dónde?», dice.
«¿Es que tenéis más muros u otras murallas más allá?
¿Un solo hombre, ciudadanos, rodeado del todo
por vuestras defensas causará impunemente
estrago tan grande en la ciudad? ¿Mandará al Orco a tantos
de los mejores jóvenes? ¿No os da pena, cobardes y vergüenza
del gran Eneas y de la pobre patria, de los antiguos dioses?»
Encendidos con tales palabras se animan y en línea cerrada
se detienen. Turno salía del combate poco a poco
y el río buscaba y la parte que ciñen las olas.
Con bríos mayores acuden por esto los teucros con gran griterío
y apretaban el cerco como cuando con nubes de flechas
acosa la partida al cruel león, y él, asustado,
feroz, mirando fieramente retrocede y ni el valor ni la ira
le permiten echar a correr, ni puede revolverse en contra
aun deseándolo, entre las flechas y los hombres.
No de otro modo, dudando, Turno vuelve sus pasos
sin prisa hacia atrás y su ánimo se enciende de rabia.
Aún dos veces se lanzó en medio de sus enemigos,
y dos veces les puso en fuga desordenada por los muros;
pero rápidamente acuden a la vez todos los hombres del campo
y no se atreve Juno, la hija de Saturno, a darle en su contra
fuerzas bastantes, pues Júpiter mandó a la aérea Iris
desde el cielo llevando a su hermana órdenes terminantes,
si Turno no salía de las altas murallas de los teucros.
Y es que no resiste ya el joven ni con el escudo
ni con su diestra, así se ve acosado por los dardos
que le arrojan por doquier. De repicar no cesa en sus huecas
sienes el casco y se rajan por las piedras los sólidos bronces,
y ha perdido los penachos y en su cabeza no aguanta el escudo
los golpes; redoblan sus disparos los troyanos
y el propio Mnesteo, como un rayo. Corre el sudor entonces
por todo su cuerpo y forma (respirar ya no puede)
un río de pez, un doloroso jadeo sacude sus miembros agotados.
Así que, finalmente, se arrojó al río de cabeza
con todas sus armas. Él en su amarillo remolino
lo acogió al caer y lo sacó fuera sobre plácidas olas,
y feliz lo devolvió a sus compañeros, limpio de sangre.
Marcela Noemí Silva- Admin
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