Eneida: Libro XII
2 participantes
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poesía Lírica-Canciones-Romances-Sonetos :: Epopeya- Poesía y Literatura Épica
Página 1 de 1.
Eneida: Libro XII
Eneida: Libro XII
Turno, aun cuando ve que ceden los latinos quebrantados
por un Marte adverso, que se le exigen ahora las promesas,
que a él se dirigen todos los ojos, arde implacable aún más
y levanta su ánimo. Como el león aquel en los campos de Cartago
que, tocado en el pecho por una grave herida de los cazadores,
lanza entonces sus armas al ataque y se goza sacudiendo
la abultada melena en su cerviz e impávido quiebra
el dardo clavado del mercenario y ruge con la boca ensangrentada.
No de otro modo crece la violencia en el fogoso Turno.
Se dirige entonces así al rey y comienza sombrío de esta manera:
«No hay duda ninguna en Turno, ni razón para que los Enéadas
cobardes retiren su desafío o rechacen lo pactado.
Parto para el combate. Cumple el rito, padre, y prepara la tregua.
O con esta diestra mía enviaré al Tártaro al dardanio
desertor de Asia (que se sienten y lo vean los latinos)
y yo solo responderé con mi espada a la común ofensa,
o que nos someta a su poder y reciba a Lavinia por esposa.»
A él le respondió Latino con ánimo sosegado:
«Oh, joven de valeroso corazón, cuanto tú destacas
por tu fiereza, tanto más justo es que yo
delibere y sopese, prudente, todas las salidas.
Tienes los reinos de tu padre Dauno, tienes muchas ciudades
tomadas por la fuerza y tiene además Latino oro y coraje;
hay en el Lacio otras muchas sin casar y en los campos laurentes,
que no desmerecen por su linaje. Deja que cosas no fáciles de decir
descubra sin engaños y graba ala vez esto en tu corazón:
no me estaba permitido unir a mi hija con ninguno de los antiguos
pretendientes, y así lo anunciaban todos los dioses y los hombres.
Vencido por tu amor, vencido por la sangre emparentada
y por las lágrimas de mi afligida esposa, rompí todos los vínculos;
dejé a mi yerno sin su prometida, empuñé armas impías.
Ves por ello, Turno, qué azares a mí me persiguen
y qué guerras, cuántas fatigas eres el primero en sufrir.
Dos veces vencidos en un gran combate, defendemos apenas en la ciudad
las esperanzas ítalas; se calientan de nuevo las aguas del Tíber
con nuestra sangre y blanquean de huesos las grandes llanuras.
¿A dónde me dejo llevar una y otra vez? ¿Qué locura me hace cambiar de idea?
Si, desaparecido Turno, dispuesto estoy a aceptarlos por aliados,
¿por qué no evito mejor el combate cuando aún vive?
¿Qué dirán mis parientes rútulos, qué el resto
de Italia si a la muerte (¡la fortuna desmienta mis palabras!)
te entrego, pretendiente de mi hija y de nuestra boda?
Estudia las alternativas de la guerra, ten piedad de tu anciano
padre a quien hoy, afligido, separa de ti la lejana
patria Árdea.» En modo alguno se abate la violencia de Turno
con estas palabras; aumenta más aún y se agrava con la medicina.
En cuanto pudo hablar, insistió de esta manera:
«Todo ese afán de protegerme, te suplico, óptimo padre, ese afán
depón y déjame sufrir la muerte a cambio de la gloria.
También nosotros, oh padre, dardos y hierro no flojo lanzamos
con la diestra, y de sus heridas mana igualmente la sangre.
Él tendrá lejos a su divina madre, sin que cubrir pueda
su huida con nube mujeril y ocultarse en sombras vanas.»
Mas la reina, asustada de la nueva suerte del combate,
lloraba y dispuesta a morir sujetaba al yerno ardiente:
«Turno, yo a ti por estas lágrimas, por el nombre de Amata
si es que te importa algo. Tú eres ahora su única esperanza,
tú el descanso de su mísera vejez, en tus manos la honra y el poder
de Latino, en ti se apoya toda mi casa vacilante.
Esto sólo te pido: no acudas al combate con los teucros.
Sea cual sea el resultado que te aguarda en ese duelo,
también a mí, Turno, me aguarda; al tiempo dejaré
esta odiada luz y no veré, cautiva, a Eneas de yerno.»
Escuchó Lavinia las palabras de su madre entre lágrimas
que regaban sus mejillas encendidas; un intenso rubor
las hizo arder y corrió por su rostro caliente.
Como si alguno mancha con púrpura de sangre
el marfil de la India o como enrojecen los blancos lirios
al mezclarse con muchas rosas, tal color presentaba el rostro de la muchacha.
A él lo turba el amor y clava su mirada en la muchacha;
arde más por las armas y con pocas palabras dice a Amata:
«No, te ruego, no me persigas con lágrimas ni con agüero
tan fatal cuando me lanzo al encuentro del duro Marte,
madre mía; pues Turno no puede demorar libremente su muerte.
Tú, Idmón, sé mi mensajero y lleva al tirano frigio estas
palabras mías que no han de placerle. Llevada en sus ruedas de púrpura
en cuanto enrojezca en el cielo la Aurora de mañana,
que no lleve a los teucros contra los rútulos; descansen las armas de rútulos
y teucros, decidamos esta guerra con nuestra sangre
y conquiste a su esposa Lavinia en aquel llano.»
Luego que dijo esto y rápido se retiró a su tienda,
pide sus caballos y goza viéndolos relinchar ante él;
la propia Oritía los entregó como premio a Pilumno
y ganaban a la nieve en blancura y en rapidez al viento.
Los rodean sus atentos aurigas y con la palma de la mano
acarician y palmean sus pechos y les peinan las crines del cuello.
Él mismo después rodea sus hombros con la loriga
rígida de oro y blanco oricalco y a la vez coloca en su sitio
la espada y el escudo y las puntas de su roja cresta,
la espada que el mismo dios señor del fuego había forjado
para su padre Dauno metiéndola al rojo en las aguas estigias.
Luego, ase con fuerza la pesada lanza que se alzaba
apoyada a una columna en el centro de la sala,
despojo del aurunco Áctor, y blandiéndola la hace vibrar
al tiempo que grita: «Ahora, lanza mía que nunca has defraudado
mis ruegos, ahora es el momento; antes el grandísimo Áctor
y ahora te lleva de Turno la diestra; concédeme abatir su cuerpo
y arrancar y destrozar con fuerte mano la loriga
del frigio afeminado y manchar en el polvo sus cabellos
rizados con el hierro caliente y empapados de mirra.»
Con tal furia se agita y de toda la cara le saltan
chispas encendidas, brilla el fuego en sus ojos salvajes,
como lanza el toro al inicio de la lucha mugidos
terribles o trata de llevar la ira a sus cuernos
sacudiendo el tronco de un árbol y a los vientos desafía
con sus embestidas o se prepara para pelear barriendo la arena.
Entretanto no menos terrible con las armas de su madre
aguza Eneas su Marte y se inflama de ira,
satisfecho de dirimir la guerra con el pacto propuesto.
Conforta entonces a sus compañeros y el miedo del afligido Julo
haciéndoles ver el destino, y ordena llevar respuesta cierta
al rey Latino y que los mensajeros le presenten condiciones de paz.
Nació el día siguiente y apenas regaba con su luz
las cumbres de los montes, cuando primero se alzan del profundo abismo
los caballos del Sol y luz respiran por las narices abiertas.
Bajo las murallas de la gran ciudad midiendo el campo
para el duelo los rútulos y los hombres de Troya disponían
hogares en el centro, y para los dioses comunes altares
de hierba. Otros portaban agua y fuego cubiertos con la falda
de franjas de púrpura y ceñidas las sienes de verbena.
Avanza la legión de los ausónidas y a puertas llenas
se derraman los escuadrones armados. Acude luego todo
el ejército troyano y el tirreno con armas diversas,
cubiertos de hierro no de otro modo que si les convocase
la fiera cita de Marte. Y entre tantos miles dan vueltas
los propios caudillos, soberbios de púrpura y oro:
Mnesteo del linaje de Asáraco y el fuerte Asilas
y Mesapo domador de caballos, prole de Neptuno.
Y cuando, al darse la señal, cada cual ocupó su sitio,
clavan en tierra las lanzas y apoyan los escudos.
Entonces acudieron con ansia las madres y el pueblo inerme
y los ancianos sin fuerzas ocuparon las torres y las azoteas
de las casas; otros se colocan en lo alto de las puertas.
Mas Juno (¡ay!) desde lo alto de un monte (que hoy Albano
se llama: no tenía entonces ni nombre, ni culto, ni fama)
vigilaba observando la llanura y ambas
líneas de laurentes y troyanos y la ciudad de Latino.
Al punto así habló a la hermana de Turno,
una diosa a otra diosa, que preside los pantanos y los ríos
sonoros (a ella Júpiter, el alto rey del éter,
le concedió este honor al arrancarle la virginidad):
«Ninfa, gloria de los ríos, gratísima a nuestro corazón,
sabes cómo a ti sola entre todas las latinas cuantas
subieron al ingrato lecho del generoso Júpiter
te he preferido y te he dado con gusto un lugar en el cielo.
Aprende, Yuturna, y no me acuses, tu propio dolor.
Hasta donde Fortuna parecía consentir y las Parcas dejaban
que las cosas fueran bien para el Lacio, he protegido a Turno y tus murallas.
Ahora veo que el joven se enfrenta a hados desiguales
y se acerca el día de las Parcas y la fuerza enemiga.
No puedo contemplar este duelo con mis ojos, ni el pacto.
Tú, si te atreves a algo más eficaz por tu hermano,
adelante, puedes hacerlo. Quizá días mejores aguardan a los desgraciados.»
Apenas acabó cuando Yuturna se deshizo en lágrimas
y tres y cuatro veces golpeó su hermoso pecho con la mano.
«No es hora ésta de lágrimas -dice Juno Saturnia-.
Date prisa y, si hay algún medio, salva a tu hermano de la muerte;
o provoca tú misma la guerra y rompe el pacto conseguido.
Inspiro yo tu atrevimiento.» Exhortándola así la deja
indecisa y con el ánimo turbado por triste herida.
Llegan entretanto los reyes y Latino sobre su carro
de cuatro caballos impresionante (le ciñen
las sienes brillantes doce rayos de oro,
emblema del Sol, su abuelo), va Turno sobre su biga blanca,
agitando con la mano dos astiles de ancho hierro.
Luego el padre Eneas, origen de la estirpe romana,
ardiente con su escudo de estrellas y sus armas celestes
y Ascanio a su lado, segunda esperanza de la gran Roma,
salen del campamento, y el sacerdote vestido de blanco puro
llevó una cría de la erizada cerda y una oveja
intonsa y acercó los animales a los altares encendidos.
Aquéllos, con los ojos vueltos hacia el sol naciente,
ofrecen harina salada con las manos y marcan con el hierro
las sienes de los animales, y liban con las páteras los altares.
Entonces Eneas piadoso reza de este modo con la espada enhiesta:
«Sé ahora, Sol, mi testigo en esta invocación junto con la tierra
por la que soportar he podido tantas fatigas,
y el padre todopoderoso y tú, su Saturnia esposa
(más favorable ya por fin, te suplico), y tú, ínclito Marte,
que toda guerra pliegas, padre, a tu voluntad;
a las fuentes y a los ríos invoco y a todas las divinidades
del alto éter y a todos los poderes divinos del mar cerúleo:
si acaso la victoria cae del lado del ausonio Turno,
acordado queda que los vencidos se retiren a la ciudad de Evandro,
Julo dejará los campos y nunca más empuñarán sus armas,
rebeldes, los Enéadas ni desafiarán a estos reinos con la espada.
Si, por el contrario, sonríe la Victoria a nuestro Marte
(como creo mejor y mejor con su numen lo confirmen los dioses),
no haré yo que los ítalos obedezcan a los teucros
ni pido el reino para mí: ambos pueblos, invictos,
se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto.
Ritos y dioses les daré; tenga sus armas Latino, mi suegro,
y su dominio soberano mi suegro: para mí levantarán
los teucros murallas y Lavinia dará su nombre a la ciudad.»
Así Eneas el primero, así le sigue después Latino
mirando hacia el cielo y tiende su diestra a las estrellas:
«Yo por lo mismo juro, Eneas, por la tierra, el mar, las estrellas
y la doble estirpe de Latona y Jano bifronte,
y el poder de los dioses infernales y los sagrarios del severo Dite;
escuche esto el padre que con su rayo sanciona los pactos.
Toco los altares y llamo entre vosotros por testigos a fuegos y dioses:
ningún día habrá de romper a los ítalos esta paz y este pacto,
salgan como salgan las cosas; ni a mí, que así lo quiero, me moverá
fuerza alguna, no, aunque por medio de un diluvio pueda
confundir la tierra con las aguas y hacer que caiga el cielo hasta el Tártaro,
igual que este cetro (pues por caso llevaba el cetro en la diestra)
nunca echará ramas de leve fronda ni sombras,
puesto que fue arrancado un día en las selvas desde la raíz
y carece de madre y perdió por el hierro su cabello y sus brazos;
árbol un tiempo, hoy la mano del orfebre lo encerró entre adornos
de bronce y lo entregó a los padres latinos para que lo llevasen.»
Con tales palabras confirmaban entre ellos su pacto
ante la general contemplación de los próceres. Luego, según el rito
consagradas degüellan ante el fuego las víctimas y vivas les arrancan
las vísceras, y colman los altares de fuentes rebosantes.
Pero a los rútulos ese duelo desigual les parecía
ya y sentimientos diversos se mezclaban en sus pechos,
y más aún cuando les ven llegar no iguales en fuerzas.
A ello contribuye el caminar con paso callado de Turno
venerando suplicante el altar con los ojos bajos,
así como sus juveniles mejillas y la palidez del cuerpo del joven.
En cuanto su hermana Yuturna vio que se extendían
los murmullos y que cambiaba el lábil parecer del pueblo.
entre los soldados simulando el aspecto de Camerte,
que desde los antepasados tenía una estirpe gloriosa y era famoso
el renombre del valor de su padre, valerosísimo él también con las armas,
se mete entre los soldados, sabedora de las condiciones,
y siembra rumores diversos, y dice de este modo:
«¿No os da vergüenza, rútulos, ofrecer una sola vida
a cambio de tantas tan valiosas? ¿Es que no somos iguales
en número o fuerzas? Vaya, no son más que arcadios y troyanos
y el escuadrón del destino, la Etruria hostil a Turno:
apenas tenemos enemigos, si combatimos uno a uno.
Él en verdad seguirá a los dioses, ante cuyos altares
se ofrece, en fama, y vivo andará de boca en boca;
nosotros perderemos la patria y a obedecer a amos orgullosos
nos veremos obligados, ya que ahora nos sentamos tranquilos por los campos.»
Se encendió la opinión de los jóvenes con tales palabras
más y más aún y serpea la agitación entre los soldados;
los mismos laurentes cambiaron y los mismos latinos.
Quienes ya ansiaban el descanso en el combate y de la patria
la salvación quieren ahora armas, y piden que se rompa
el pacto y lamentan la inicua suerte de Turno.
Otra cosa aún mayor añade a esto Yuturna, y envía
del alto cielo una señal, la más eficaz en turbar
el corazón de los ítalos y en engañarles con su visión.
Pues surcando el rojo cielo, el águila leonada de Jove
perseguía a las aves de la ribera y a la ruidosa turba
del alígero ejército, cuando, de pronto, cae hasta las olas
y se lleva feroz en sus garras un bellísimo cisne.
Concentraron su atención los ítalos, y todos los pájaros
abandonan entre graznidos su huida (asombrosa visión)
y oscurecen el éter con sus alas y acosan por las auras
a su enemigo formando una nube, hasta que se rindió vencida
por la fuerza y el peso de la carga y dejó escapar el águila la presa
de sus garras al río y a lo lejos se perdió entre las nubes.
Saludan entonces los rútulos con gritos el augurio
y aprestan sus brazos y el primero el augur Tolumnio
dice: «Esto era, esto, lo que yo tantas veces he pedido.
Siento y reconozco a los dioses; bajo mi guía, desgraciados,
corred alas armas, que un extranjero feroz con la guerra
os espanta como a débiles aves, y por la fuerza arrasa
vuestras costas. Escapará él también y llevará sus velas
bien lejos. Vosotros, cerrad filas como un solo hombre
y defended peleando al rey que se os ha arrebatado.»
Dijo, y abalanzándose disparó su dardo contra los enemigos
que tenía enfrente; lanza el cornejo su estridente silbido
y corta certero el aire. Al punto sigue a esto un gran clamor,
y todas las filas se agitaron y se inflamaron los corazones con el tumulto.
Enfrente justo se encontraban los bellísimos cuerpos
de nueve hermanos, tantos cuantos leal esposa
tirrena diera, ella sola, al arcadio Galipo. Vuela la lanza
y atraviesa a uno de ellos por donde se pega al vientre
el cosido cinturón y muerde la fíbula las correas del costado,
al joven de hermosa figura y relucientes armas
le traspasa las costillas y lo tumba en la rubia arena.
Y sus hermanos, falange ya animosa ahora de dolor inflamada,
empuñan unos las espadas y otros el hierro volador
arrebatan y ciegos se lanzan. Acuden a su encuentro
las tropas de laurentes y en seguida se desbordan apretados
los troyanos y los agilinos y los arcadios de pintadas armas;
así, igual ansia se apodera de todos por decidir con el hierro.
Saquearon los altares, vuela por todo el cielo agitada
tempestad de dardos y estalla una tormenta de hierro,
retiran las crateras y los fuegos. Huye el propio Latino
llevándose de nuevo los dioses ofendidos por la ruptura del pacto.
Preparan otros los carros o ponen sus cuerpos de un salto
sobre los caballos y aparecen con las espadas enhiestas.
Mesapo, ansioso por desbaratar el pacto, al rey tirreno
Aulestes, que portaba su insignia de rey,
aterra enfrentándosele a caballo; cae éste al retirarse
y rueda, desgraciado, de cabeza y hombros con las aras
que tenía a la espalda. Mas enardecido vuela hasta él con su lanza
Mesapo y con ella, como una viga, lo hiere gravemente
desde lo alto del caballo, aunque mucho suplicaba, y así dice:
« ¡Ya lo tiene! Es ésta la mejor víctima ofrecida a los grandes dioses.»
Acuden los ítalos y despojan los miembros calientes.
Al ataque, arranca Corineo del ara un tizón quemado
y a Ebiso que corría preparando su golpe
le llena la cara de llamas: prendió su barba enorme
y olió al arder. Le sigue aún aquél
y agarra con la izquierda la cabellera del turbado enemigo
y le hace morder el polvo poniéndole encuna la rodilla;
de esta guisa hiere con la rígida espada el costado. Podalirio a Also,
un pastor que irrumpía en primera fila entre los dardos,
persiguiéndole le da alcance con la espada desnuda. Mas él, blandiendo
la segur, abre por la mitad la frente y el mentón del adversario
y riega en gran extensión las armas con la sangre esparcida.
Un duro descanso cayó sobre sus ojos y un sueño
de hierro, se oculta su luz para una noche eterna.
El piadoso Eneas, por su parte, tendía su diestra inerme
con la cabeza descubierta y llamaba a gritos a los suyos:
«¿A dónde corréis? ¿De dónde nace esta repentina discordia? ¡
Reprimid, ay, vuestra ira! Acordado está ya el pacto
y fijadas todas sus leyes. Mío sólo es el derecho a combatir,
dejadme y alejad el miedo. Yo firmaré pactos
firmes con mi mano; estas víctimas me deben ya a Turno.»
En medio de estas palabras, entre razones tales,
he aquí que hasta el héroe se escapó una flecha de alas estridentes
sin que se sepa qué mano la lanzó, con qué impulso voló,
quién brindó a los rútulos, si un dios o el azar,
gloria tan grande; en secreto quedó la fama de la hazaña
y nadie se jactó de la herida de Eneas.
Turno, al ver que Eneas se retiraba de la formación
y a sus jefes turbados, arde inflamado por súbita esperanza;
reclama sus caballos y a la vez las armas, y sube orgulloso
de un salto al carro y sacude con las manos las riendas.
Pensando en muchas cosas entrega a la muerte a valientes guerreros.
Arrolla a muchos, medio muertos: o devora las filas
con su carro o arroja a los que huyen lanzas robadas.
Cual sanguinario Marte cuando junto a las aguas
del gélido Hebro, agitado, golpea su escudo y los salvajes
caballos lanza al galope, a guerra tocando, y ellos a campo abierto
vuelan más que los Notos y el Céfiro, gimen los confines
de Tracia bajo el golpe de sus cascos y alrededor se agitan
los fantasmas del negro Terror, de la Ira y la Insidia, séquito del dios:
así azuza Turno, impetuoso, en medio del combate
sus caballos humeantes de sudor, saltando sobre los enemigos
muertos sin piedad; el rápido casco salpica rocíos
de sangre y pisa una arena ensangrentada.
Y entregó ya a la muerte a Esténelo y a Támiro y a Folo,
a éste de cerca y a éste, al otro de lejos; de lejos a ambos
Imbrásidas, a Glauco y a Lades, a los que Ímbraso mismo
había criado en Licia y había adornado con armas iguales
para llegar a las manos o para ganar a caballo a los vientos.
En parte distinta se mete en el centro del combate Eumedes,
prole preclara en la guerra del antiguo Dolón
que llevaba al abuelo en el nombre y al padre en el arrojo y las manos;
éste un día como llegara a espiar al campamento de los dánaos,
osó reclamar para sí en recompensa el carro del Pelida,
y le pagó el Tidida con premio bien distinto
por tal hazaña y no aspira ya a los caballos de Aquiles.
Cuando Turno lo divisó a lo lejos en campo abierto,
persiguiéndole antes con la lanza ligera largo trecho,
detiene su pareja de caballos y salta del carro y se lanza
sobre él, caído ya sin aliento, y pisándole el cuello con el pie
le arranca la espada de la diestra y le clava su brillo
hasta el fondo en la garganta y añade además:
«¡Aquí tienes, troyano, los campos y la Hesperia que buscaste
con la guerra! ¡Mídelos con tu cuerpo! Estos premios reciben
quienes osan probarme con la espada. Así levantan sus murallas.»
Con la punta de su lanza hace que le acompañe Asbistes,
y Clóreo y Síbaris y Dares y Tersíloco
y, resbalando del lomo de su caballo montaraz, Timetes.
Y como el aliento del Bóreas edonio cuando silba
en lo profundo del Egeo y persigue a las olas hasta la playa;
por donde cayeron los vientos se escapan las nubes al cielo:
así ante Turno, allí donde se abre camino, ceden los escuadrones,
corren revueltas las filas; su propio ímpetu lo lleva
y al correr del carro agita la brisa su penacho volador.
No aguantó Fegeo sus amenazas ni el rugir de su ánimo
y se lanzó contra el carro y torció con la diestra los hocicos
espumantes por los frenos de los caballos lanzados al galope.
Mientras lo arrastran y cuelga del yugo, indefenso, lo alcanza
una ancha lanza que se clava y desgarra la loriga
de doble malla y llega a probar el cuerpo con una herida.
Él, sin embargo, iba vuelto hacia el enemigo cubierto
con su escudo y trata de defenderse sacando la espada
cuando una rueda y el eje lanzado a la carrera lo empujaron
y lo lanzaron de cabeza al suelo y Turno, alcanzándole
entre el final del casco y el borde superior de la coraza,
la cabeza le quitó con la espada y dejó su tronco en la arena.
Y mientras, vencedor, tanta muerte causa Turno por los campos,
Mnesteo entretanto y el fiel Acates y Ascanio
con ellos se llevaron al campamento ensangrentado a Eneas,
que cada dos pasos se apoyaba en su larga lanza.
Su enfurece y se empeña en arrancar el dardo
de la caña quebrada y pide como remedio el camino más rápido,
que corten la herida con la hoja de la espada y abran del todo
el escondite de la flecha y lo manden de nuevo al combate.
Y estaba ya a su lado aquel que Febo amaba más que a los demás,
el Yásida Yápige, a quien un día, cautivo de violento amor,
Apolo mismo, satisfecho, sus propias artes y sus atributos
le ofrecía, el augurio, la cítara y las rápidas flechas.
Él, para prolongar la vida del padre moribundo,
prefirió conocer los poderes de las hierbas y su uso
para curar y practicar sin gloria un arte callado.
Estaba Eneas de pie gritando amargamente apoyado en enorme
lanza, en presencia de muchos jóvenes y de Julo
afligido, inmóvil a las lágrimas. El viejo, ceñido,
con el manto recogido a la manera peonia,
con el poder de su mano y la fuerza de las hierbas de Febo
mucho se afana en vano, en vano mueve el dardo
con la diestra y agarra el hierro con tenaz pinza.
Ninguna Fortuna gobierna su camino, en nada le asiste Apolo
su protector y un cruel espanto se hace más y más intenso
en la llanura y más se acerca la desgracia. Ya ven que se forma
en el cielo una nube de polvo: están llegando los jinetes y una lluvia de dardos
cae en el corazón del campamento. Sube al éter un triste clamor
de jóvenes combatientes que caen bajo un Marte severo.
Venus entonces, conmovida como madre por el indigno dolor
de su hijo, recoge el díctamo en el Ida cretense,
el tallo de hojas rugosas que en una flor acaba
de púrpura; no desconocen esta hierba las cabras
agrestes cuando se clavan en su lomo las flechas voladoras.
Venus, con la figura escondida en una oscura nube,
lo trajo y con él tiñe el agua vertida en un brillante
cuenco, curando en secreto, y la riega con los jugos
de la salutífera ambrosía y con la pánace olorosa.
Fomenta con este brebaje la herida el longevo Yápige,
sin saberlo, y de pronto escapa de su cuerpo
todo dolor, dejó de manar sangre la herida profunda.
Y salió al fin la flecha siguiendo sin que nadie la forzase
la mano y volvieron de nuevo a su sitio las antiguas fuerzas.
«Rápido, las armas del héroe. ¿Por qué estáis parados?» exclama
Yápige y enciende el primero los ánimos contra el enemigo.
«No salen estas cosas de humanos recursos ni de un arte
magistral, y no es mía, Eneas, la mano que te cura.
Alguien mayor lo hace y un dios, de nuevo, te envía a empresas mayores.»
Él, ávido de combate, había encerrado en oro sus piernas
por una y otra parte, y detesta el retraso y vibra su lanza.
Luego que ajusta el escudo al costado y la loriga a la espalda,
abraza a Ascanio rodeado por completo de armas
y besándole suavemente a través del yelmo, le dice:
«Aprende de mí, muchacho, el valor y el esfuerzo verdadero,
y de otros la fortuna. Ahora mi diestra te dará
protección en la guerra y te conducirá entre grandes trofeos.
Tú, en cuanto haya madurado tu edad, procura
recordarlo y, repitiéndote en el corazón los ejemplos de los tuyos,
te inciten tu padre Eneas y Héctor, tu tío.»
Después de pronunciar estas palabras, se lanzó enorme por la puerta
blandiendo en su mano pesada lanza; a la vez en apretadas filas
corren Anteo y Mnesteo y toda la turba sale
del campamento abandonado. Se cubre entonces el llano
de un polvo cegador y tiembla la tierra sacudida por sus pasos.
Los vio Turno llegar desde el opuesto terraplén,
lo vieron los ausonios y corrió por dentro de sus huesos
helado temblor; antes que ninguno de los latinos Yuturna
escuchó y reconoció el alboroto y huyó despavorida.
Vuela Eneas y arrastra negra columna en campo abierto.
Cual la nube cuando, desatada la tormenta, avanza
por el mar hacia tierra (los corazones, ay, de los desgraciados campesinos
lo presienten de lejos y se estremecen: abatirá sus árboles
y arrasará sus sembrados, todo arramblará en gran extensión);
vuelan por delante y llevan su bramido a la playa los vientos.
Tal conduce su ejército el caudillo reteo
contra el enemigo y todos se agrupan en apretadas
cuñas. Hiere Timbreo con la espada al grande Osiris,
Mnesteo mata a Arcetio y a Epulón Acates
y a Ufente Gías; cae también Tolumnio el augur,
el primero que lanzara su dardo contra los enemigos.
Álzase el clamor hasta el cielo y a su vez rechazados
por los campos los rútulos dan la espalda en polvorienta fuga,
y Eneas no se digna en abatir de muerte a los que huyen
ni a quienes le hacen frente a pie firme ataca ni a los que lanzan
sus dardos: dando vueltas por la densa calígine
busca sólo a Turno, sólo a él le exige el duelo.
Agitada por esta inquietud en su corazón, la virago Yuturna
a Metisco, el auriga de Turno, en medio de sus riendas,
lo lanza fuera, y apartado del timón lo deja lejos;
se pone ella misma y lleva en sus manos las ondulantes correas
todo simulando, la voz, el cuerpo y las armas de Metisco.
Como cuando por las grandes salas de un rico señor
vuela y con sus alas recorre los patios profundos la negra golondrina,
capturando pequeñas presas y alimento para los gárrulos nidos,
y ya por los pórticos vacíos, ya alrededor de los estanques
húmedos suena: así Yuturna entre los enemigos
avanza con sus caballos y a todo se enfrenta volando en el rápido carro
y aquí y allá deja ver a su hermano en triunfo
sin permitirle combatir, y vuela lejos sin rumbo definido.
Eneas, no menos, recorre en su persecución las torcidas vueltas
y persigue al héroe y entre las formaciones deshechas con gran
voz le llama. Cuantas veces echó la vista al enemigo
e intentó a la carrera la fuga de los alados caballos,
tantas veces Yuturna dio la vuelta y cambió la dirección del carro.
¡Ay! ¿Qué puede hacer? En vano fluctúa en olas cambiantes
y diversos afanes su atención reclaman a partes distintas.
Y así Mesapo, veloz en la carrera, que en la izquierda
llevaba por caso dos pesadas lanzas de punta de hierro,
blandiendo una de ellas se la arrojó con golpe certero.
Se detuvo Eneas, y, poniéndose de rodillas,
se protegió con sus armas; mas la lanza veloz aún le arrancó
la punta del yelmo y lo dejó sin los penachos más altos.
Crecen entonces las iras y, empujado por las trampas
cuando advirtió que se alejaban los caballos y se llevaban el carro,
invocando profundamente a Júpiter y las aras del pacto violado,
se lanza ya por fin al centro y con Marte propicio
provoca terrible espantosa matanza sin distinción
alguna y libera todas las riendas de su enojo.
¿Qué dios podrá ahora explicarme con versos tanta desgracia?
¿Quién las diversas matanzas y la muerte de los jefes a quienes por uno
y otro lado en toda la llanura persigue ya Turno, ya el héroe
troyano? ¿Te plugo que se enfrentaran con tan gran tumulto,
Júpiter, pueblos que debían vivir bajo una paz eterna?
Eneas al rútulo Sucrón (primer encuentro que detuvo
en su lugar a los teucros que huían) sin gran resistencia
lo ataca de costado, y, por donde más veloces son los hados, la espada
cruel le traspasó las costillas y la reja del pecho.
Turno a Amico, caído del caballo, y a su hermano Diores,
haciéndoles frente a pie, a uno según venía con la larga punta
y al otro con la espada les hiere, y cuelga del carro
las dos cabezas cortadas y las lleva chorreando sangre.
Eneas envía a la muerte á Talos y Tanais y al fuerte Cetego
los tres en un solo encuentro, y al triste Onites,
nombre equionio, del linaje de su madre Peridía.
El otro a los hermanos llegados de Licia y de los campos de Apolo
y a Menetes, el joven que en vano odió las guerras,
arcadio, que tenía su trabajo junto a las aguas de Lerna
rica en peces y su humilde morada sin conocer los deberes
de los poderosos, y sembraba su padre una tierra arrendada.
Y como fuegos encendidos por partes diversas
en una selva árida o en crepitantes ramas de laurel,
o cuando en rápida carrera de lo alto de los montes
caen resonando espúmeos torrentes y corren al mar
y arrasa cada uno su camino: así de impetuosos
ambos, Turno y Eneas, se lanzan al combate; ya, ya
arde la ira por dentro y estallan los pechos que no conocen
la derrota, ya se busca la herida con todas las fuerzas.
Éste a Murrano, orgulloso de sus mayores y de los nombres
antiguos de sus abuelos y de su estirpe, que toda bajaba de los reyes latinos,
lo lanza de cabeza con una piedra y el torbellino
de una enorme roca y lo tumba en el suelo; lo arrollaron las ruedas
entre los yugos y las correas, y con repetida pisada le golpea
encima el casco veloz de los caballos, olvidados de su dueño.
El otro sale al encuentro de Hilo que se le echaba encima
gritando a grandes voces y apunta su tiro a las sienes doradas;
la lanza se le quedó clavada en el cerebro a través del casco.
Y a ti tampoco, Créteo, el más valiente de los griegos, tu diestra
te libró de Turno, ni protegieron sus dioses a Cupenco
de la llegada de Eneas; colocó su pecho en el camino
de hierro y de nada le valió al pobre su escudo de bronce.
A ti también, Éolo, te vieron las llanuras laurentes
sucumbir y cubrir mucho suelo con tu espalda.
Caes, y no pudieron las falanges argivas tumbarte
ni el que acabó con los reinos de Príamo, Aquiles;
aquí estaba la meta de tu muerte: tu alta casa al pie del Ida,
de Lirneso tu alta casa, en el suelo laurente tu sepulcro.
Todas las líneas se enfrentaron ya y todos los latinos,
todos los Dardánidas, Mnesteo y el fiero Seresto
y Mesapo domador de caballos y el fuerte Asilas
y la falange de los etruscos y los escuadrones arcadios de Evandro;
se empeñan por sí cada uno los soldados en el supremo esfuerzo,
sin dilación ni reposo contienden en vasto combate.
En este punto su bellísima madre inspiró a Eneas el pensamiento
de ir hacia los muros y dirigir a la ciudad su ejército
con rapidez y golpear a los latinos con repentina derrota.
Él según va siguiendo a Turno entre tropas diversas
aquí y allá dando vueltas al campo, ve la ciudad
inmune ante guerra tan grande e impunemente tranquila.
Al momento le encendió la imagen de una guerra mayor:
llama a Mnesteo y a Sergesto y al fiero Seresto,
sus jefes, y toma un altozano a donde acude el resto
de la legión de los teucros, codo con codo, sin deponer las armas
ni los escudos. De pie en el centro, en lo alto del montículo habla:
«No haya retraso alguno tras mis palabras, Júpiter está de nuestro lado:
así que nadie me vaya más lento por lo repentino de la acción.
Hoy la ciudad causa de la guerra, corazón del reino de Latino,
a menos que acepten recibir el yugo y someterse vencidos,
la voy a destruir y pondré a ras de suelo sus tejados humeantes.
¿Acaso he de esperar que le venga bien a Turno
batirse conmigo y quiera, aun vencido, atacar de nuevo?
Ésta es la cabeza, ciudadanos, éste el eje de una guerra nefanda.
A las antorchas, rápido. Vamos a vindicar el pacto con fuego.»
Había dicho, y todos con igual ánimo por combatir
forman una cuña y como densa mole se dirigen a los muros;
aparecieron de pronto las escalas y repentinamente el fuego.
Corren unos a las puertas y matan a los primeros,
otros disparan sus armas y oscurecen el cielo de flechas.
Eneas también, entre los primeros, al pie de los muros tiende
su diestra y acusa a grandes voces a Latino
y reclama el testimonio de los dioses de verse de nuevo forzado a combatir,
dos veces ya los ítalos enemigos, segunda vez que rompen el pacto.
Nace la discordia entre los atribulados ciudadanos;
abrir la ciudad ordenan unos y ofrecer las puertas abiertas
a los Dardánidas y hay quien trae al propio rey hasta los muros.
Otros empuñan las armas y prosiguen la defensa de la muralla,
encerrados como cuando a las abejas azuzó el pastor en la toba
llena de escondrijos y la llenó de humo insoportable;
ellas dentro, nerviosas por su suerte, por su campamento de cera
discurren y encienden su encono con gran estruendo;
se agita el negro olor por el lugar y resuenan entonces
las piedras por dentro en ciego murmullo, escapa el humo al aire libre.
Acaeció, además, a los latinos exhaustos esta desgracia,
que sacudió con el duelo desde su base a la ciudad entera.
La reina cuando vio al enemigo llegando a las casas,
que escalaban los muros, que el fuego volaba a los tejados
sin que tropa alguna de los rútulos les saliera al paso, ni de Turno,
pensó la infeliz que el joven, en algún avatar del combate,
había sucumbido y turbada de pronto su mente por el dolor
grita que ella es la causa, la culpa y el origen de estos males,
y tras decir muchas locuras, fuera de sí de pena,
resuelta a morir con su mano rasga el manto purpúreo
y ata en una alta viga el nudo de una muerte infame.
Luego que las desgraciadas latinas se enteraron de este desastre,
se ensañó la primera la hija Lavinia con sus cabellos de oro
y sus mejillas de oro y enloqueció en su torno
todo el resto del grupo, resuenan los alaridos por toda la casa.
De aquí se extiende por toda la ciudad funesta la noticia;
se abaten los ánimos, va Latino con las vestiduras rasgadas,
atónito ante el sino de su esposa y la ruina de su ciudad,
manchando de sucio polvo sus canas desatadas.
Alejado entretanto en el campo de batalla el belicoso Turno
persigue, ya menos confiado, a unos cuantos dispersos,
menos contento cada vez del trotar de sus caballos.
La brisa le llevó todos estos gritos confundidos
con ciegos terrores y llegó hasta sus tensos oídos
el sonido de una ciudad convulsionada y el siniestro murmullo.
«¡Ay de mí! ¿Qué duelo tan grande sacude las murallas?
¿Por qué esos gritos de todos los rincones de la ciudad?»
Así dice y se detiene, fuera de sí, tirando de las riendas.
Y su hermana, según iba transformada en el auriga
Metisco y gobernaba carro, caballos y riendas,
se le dirige con estas palabras: «Sigamos por aquí, Turno,
a los de Troya, por donde ya se nos abren las puertas de la victoria;
otros hay que pueden defender con su brazo las casas.
Eneas ataca a los ítalos y traba combates,
inflijamos también nosotros con mano cruel muertes a los teucros.
Ni saldrás del combate con menos víctimas ni con menos gloria.»
Turno a eso:
«¡Ay, hermana! Hace tiempo te reconocí, cuando con tus mañas
conturbaste la primera el pacto y te entregaste a esta guerra,
y en vano pretendes ahora no ser una diosa. Mas, ¿quién del Olimpo
sacándote quiso que soportaras fatigas tan grandes?
¿Tal vez para que vieras la muerte cruel de tu pobre hermano?
¿Qué me queda, pues, o qué Fortuna puede ya salvarme?
He visto ante mis propios ojos llamarme con su voz
a Murrano -y nadie para mí más querido que él-,
cómo inmenso caía vencido por inmensa herida.
Cayó el desgraciado Ufente para no ser testigo
de nuestro deshonor; son los teucros señores de su cuerpo y armas.
¿He de tolerar que arrasen las casas (lo único ya
que nos faltaba) sin desmentir con mi diestra las palabras de Drances?
¿Volveré la espalda y ha de ver esta tierra cómo huye Turno?
¿Hasta ese punto es morir una desgracia? Sedme propicios,
Manes míos, que se me han vuelto en contra los dioses del cielo.
Alma pura descenderé hasta vosotros sin conocer esa culpa,
jamás indigno de la grandeza de mis antepasados.»
Apenas había acabado de hablar: he aquí que vuela entre los enemigos
Saces sobre espumante caballo herido de frente
en la cara por una flecha y cae implorando a Turno por su nombre:
«Turno, en ti la última esperanza, ten piedad de los tuyos.
Nos fulmina Eneas con sus armas y con abatir amenaza
las fortalezas más altas de los ítalos y exterminarlos,
y ya vuelan las teas a los tejados. Hacia ti los latinos dirigen
sus rostros, hacia ti sus ojos; duda hasta el rey Latino
a quién llamar yerno o a qué pacto plegarse.
Y además la reina, quien más en ti confiaba, con su propia
mano se ha dado muerte y ha huido asustada de la luz.
Solos ante las puertas Mesapo y el fiero Atinas
resisten el asalto. En su torno de uno y otro lado falanges
se alzan apretadas y se eriza un campo de espigas de hierro
con los filos de punta, y tú dando vueltas por la hierba desierta con tu carro.»
Quedóse Turno atónito confundido por la imagen varia
de los acontecimientos y se quedó, fija la mirada, en silencio;
una gran vergüenza y la locura que se mezcla con el duelo arden en un solo corazón
y un amor sacudido por la furia y un valor consciente.
En cuanto se apartaron las sombras y la luz volvió a su cabeza,
dirigió a las murallas los círculos ardientes de sus ojos,
agitado, y contempló la gran ciudad desde su carro.
Y hete aquí que ondeaba en el cielo un remolino de llamas
agitándose entre los tablones y envolviendo la torre,
esa torre que él mismo había levantado de compacto armazón,
y le había puesto ruedas por debajo y altos puentes por arriba.
«Ya hermana, ya me vence mi destino; deja de entretenerme.
Marchemos a donde el dios me llama y la Fortuna fiera.
Establecido está que me bata con Eneas; lo está, aunque amargo sea,
que me conforme con la muerte y no me verás, hermana, por más tiempo
sin gloria. Déjame antes, te ruego, desfogar mi furia.»
Dijo, y rápido dio un salto del carro al campo
y entre los enemigos se lanza y los dardos y a su hermana afligida
deja y rompe el centro de las líneas con rápida carrera.
Y como una roca cuando se precipita de la cima del monte
y cae arrancada por el viento o un temporal de lluvia
la arrastró o la dejó caer el peso de sus años;
avanza por el abismo el terrible monte con gran impulso
y salta en el suelo, bosque, ganados y hombres
arrastrando consigo: por las filas deshechas así corre
Turno hacia los muros de la ciudad donde copiosa la tierra
está empapada de la sangre vertida y rechina el aire de flechas,
y hace una señal con la mano y dice a la vez a grandes voces:
«Dejadlo ya, rútulos, y contened vosotros vuestros dardos, latinos.
Sea cual sea la fortuna, mía es; más justo es que yo sólo
cumpla el pacto por vosotros y lo resuelva con mi espada.»
Todos se apartaron y le hicieron un sitio en el centro.
Mas el padre Eneas, al escuchar el nombre de Turno,
deja los muros y las altas fortalezas deja
y acaba con toda demora, interrumpe todos sus planes
exultante de alegría y espantosas hace sonar sus armas:
como el Atos, o el Érice, o con sus crujientes encinas
cuando brama el propio padre Apenino o se goza
alzándose hasta el cielo con su cumbre nevada.
Y ya entonces los rútulos a porfía y los troyanos y todos
los ítalos habían vuelto sus ojos, quienes estaban en lo alto
de la muralla y quienes con el ariete atacaban la base de los muros,
y soltaron las armas de sus hombros. Asombrado contempla Latino
cómo dos grandes hombres, nacidos en partes bien distintas
del orbe, habían llegado a enfrentarse y deciden su suerte con la espada.
Y ellos, cuando quedó libre el campo con sitio suficiente,
tras lanzarse de lejos en rápido asalto las lanzas,
comienzan el duelo con los escudos y el bronce sonoro.
Se escapa de la tierra un gemido; entonces con repetidos golpes de espada
se atacan, el azar y el valor se confunden en uno.
Y como en el gran Sila o en las cumbres del Taburno
cuando dos toros en áspero combate con la testuz
gacha se atacan, se apartaron asustados los pastores,
asiste el rebaño todo mudo de miedo, y dudan las novillas
quién será el amo del bosque, a quién ha de seguir entera la manada;
ellos cambian golpes con gran violencia
y enredan topándose los cuernos y con ríos de sangre
lavan sus cuellos y lomos, muge gimiendo todo el bosque.
No de otro modo el troyano Eneas y el héroe Daunio
chocan con sus escudos; un intenso fragor llena el aire.
El mismo Júpiter sostiene los dos platillos de la balanza
en equilibrio y coloca encima el sino distinto de ambos,
a quién condena el duelo, hacia dónde se inclina el peso de la muerte.
Salta aquí Turno creyéndose a salvo, y se alza con todo
su cuerpo levantando en alto la espada
y golpea: gritan los troyanos y los temblorosos latinos,
y atentas están las dos filas. Pero la pérfida espada
se quiebra y abandona al ardiente en mitad del golpe,
si no acude en su ayuda la huida. Huye más veloz que el Euro
en cuanto vio la empuñadura desconocida y su diestra inerme.
Es fama que, cuando montaba en los caballos uncidos
para el inicio del combate, había nervioso cogido
la espada de su auriga Metisco, dejándole la de su padre;
y ésa, mientras los teucros huían en desbandada, fue largo rato
suficiente. Cuando hubo de enfrentarse a las divinas armas de Vulcano,
la mortal lama se disolvió con el golpe como hielo
quebradizo, brillan sus pedazos en la rubia arena.
Así que enloquecido escapa Turno por partes diversas del llano,
y ahora aquí y luego allá trenza círculos inciertos;
pues le encerraron por doquier los teucros en densa corona
y por un lado vasta laguna le rodea y por otro las escarpadas murallas.
Y no menos Eneas, aunque a veces le estorban las rodillas
que la flecha entorpeció y le impiden correr,
le persigue y enardecido acosa con su pie el pie del fugitivo:
como a veces el perro de caza tras atrapar a un ciervo
encerrado por el río y cercado por el miedo
a las rojas plumas, lo acosa con su carrera y sus ladridos,
y el otro por su parte, asustado por las trampas y la profunda ribera,
huye y huye otra vez por mil caminos, mas el umbro fogoso
se le pega con la boca abierta y casi ya lo tiene y como si así fuera
apretó las mandíbulas y le engañó el mordisco inane;
se levanta entonces un clamor y las riberas y la laguna
alrededor responden y truena todo el cielo con el tumulto.
Turno huye a la vez y a la vez increpa a los rútulos todos
por su nombre llamando a cada cual y reclama la espada que bien conocía.
Eneas al contrario amenaza con la muerte y un final
inmediato a quien le asista y espanta a los temblorosos
jurando que arrasará su ciudad, y, aun herido, sigue adelante.
Cinco vueltas completan corriendo y otras tantas repiten
de acá para allá, y no están en juego premios pequeños
o de competición, sino que pelean por la vida y la sangre de Turno.
Un acebuche de amargas hojas consagrado a Fauno
allí se había alzado, venerable leño un día para los marineros
donde solían, salvados de las aguas, colgar sus ofrendas
al dios laurente y dejar el exvoto de sus vestiduras;
pero los teucros sin atención alguna el tronco sagrado
habían arrancado para poder atacar con campo libre.
En ella estaba la lanza de Eneas, ahí su impulso
la había dejado clavada y en terco abrazo la retenía.
Se apoyó y quiso arrancar el asta con su mano
el Dardánida y perseguir con su disparo a quien corriendo
no podía alcanzar. Y entonces Turno, loco de miedo:
«Fauno, te suplico. Ten piedad -dice- y sujeta tú el hierro,
óptima Tierra, si siempre cumplí con vuestros honores,
los que, por el contrario, han profanado con la guerra los Enéadas.»
Dijo, yla ayuda del dios invocó con votos no vanos.
Pues mucho lo intentó y se entretuvo en el tronco tenaz
sin poder abrir con fuerza alguna Eneas
el mordisco de la madera. Mientras se empeña fiero e insiste,
de nuevo convertida en la figura del auriga Metisco
corre la diosa Daunia y entrega la espada a su hermano.
Venus, indignada por esta licencia de la Ninfa audaz,
intervino y arrancó el arma de la raíz profunda.
Ya los dos enardecidos con sus armas y con el ánimo repuesto,
uno fiado en su espada, el otro fiero y erguido con su lanza,
se ponen frente a frente anhelando los encuentros de Marte.
Entretanto a Juno el rey del todopoderoso Olimpo,
como de una rubia nube seguía el combate, le dice:
«¿Cuál será ya el final, esposa mía? ¿Qué es lo que queda ya?
Sabes bien, y así lo reconoces, que al cielo se debe Eneas
como dios tutelar de la patria, y que a las estrellas lo han de alzar los hados.
¿Qué estás tramando o con qué esperanza te agarras a las nubes heladas?
¿Fue justo mancillar a un dios con herida mortal?
¿Y la espada (pues qué podría Yuturna sin ti),
entregársela a Turno y acrecentar la fuerza del vencido?
Déjalo ya por fin y pliégate a mis ruegos,
que no te devore en silencio un dolor tan grande ni me lleguen
de tu dulce boca con tanta frecuencia amargos reproches.
Hemos llegado al final. Has podido sacudir a los troyanos
por tierra y por mar, encender una guerra nefanda,
destrozar una casa y cubrir de luto un himeneo:
que vayas más allá, te lo prohíbo.» Así comenzó Júpiter;
así le contestó la diosa Saturnia con la mirada baja:
«Porque sabía bien que era ésa tu voluntad, gran Júpiter,
he abandonado muy a mi pesar a Turno y sus tierras;
y no me verías tú ahora, sola en mi sede del aire
aguantando lo que debo y lo que no: estaría junto a las filas
revestida de llamas y arrastraría a los teucros a acerbos combates.
Persuadí (lo confieso) de que ayudase a su pobre hermano
a Yuturna y vi bien que por su vida intentase empresas mayores,
aunque no, sin embargo, que el arco tensara y las flechas;
lo juro por las fuentes implacables del río estigio,
el solo temor religioso que se asignó a los dioses del cielo.
Y ahora me aparto en verdad y abandono los odiados combates.
Sólo esto, que no está fijado por ley alguna del destino,
te pido por el Lacio, por la grandeza de los tuyos:
puesto que ya preparan la paz con felices (así sea)
matrimonios, puesto que ya firman leyes y pactos,
no permitas que cambien los naturales del Lacio
su antiguo nombre o se hagan troyanos y se les llame teucros,
o que cambien su lengua esos hombres o alteren de vestir su forma.
Que sea el Lacio, que por los siglos sean los reyes albanos,
sea por el valor de los ítalos poderosa la estirpe romana.
Sucumbió, y deja que así sea, Troya junto con su nombre.»
Sonriéndole, el autor de los hombres y de las cosas:
«Eres la hermana de Jove y el segundo vástago de Saturno.
Agitas en tu pecho olas tan grandes de enojo...
Pero, ea, deja ese furor que en vano concebiste:
te concedo lo que quieres y me rindo, vencido y satisfecho.
Conservarán los ausonios su lengua y las costumbres de su patria
y como es será su nombre; mezclados sólo de sangre,
los teucros se les agregarán. Costumbres y ritos sagrados
les daré y a todos haré latinos con una sola lengua.
La estirpe que de aquí nacerá, mezclada con la sangre ausonia,
verás que supera en piedad a los hombres y a los dioses,
y ningún pueblo te rendirá culto como ellos.»
Asintió a esto Juno y, satisfecha, cambió sus deseos;
en ese momento abandona el cielo y deja la nube.
Hecho esto, da vueltas el padre en su interior a otra cosa,
y se dispone a apartar a Yuturna de las armas de su hermano.
Hay dos pestes gemelas, llamadas Furias;
a ellas y a la tartárea Megera las tuvo la noche oscura
en uno y el mismo parto, y las ciñó de iguales
anillos de serpientes y las dotó del viento de sus alas.
Éstas se muestran junto al trono de Júpiter y en el umbral del rey
implacable y aguijan el terror de los sufridos mortales
si alguna vez el rey de los dioses dispone la horrífica muerte
y las enfermedades, o estremece con la guerra a las ciudades culpables.
A una de ellas la envió rápida de las cumbres del cielo
Júpiter y le ordenó servir de presagio a Yuturna.
Vuela aquélla y en rápido torbellino se dirige a la tierra.
No de otro modo la flecha que la cuerda lanza a través de las nubes
cuando, armada de la hiel del cruel veneno, el parto,
el parto o el cidonio, la disparó dardo incurable,
y silbando atraviesa sin que nadie la vea las rápidas sombras:
así se lanzó la hija de la Noche y se encaminó a las tierras.
Cuando divisa los ejércitos de Ilión y las tropas de Turno,
tomando de pronto la figura de la pequeña ave
que a veces en las tumbas o en los tejados desiertos
posada canta hasta tarde en la noche, lúgubre entre las sombras;
con tal figura se presenta la peste ante los ojos
de Turno y revuela gimiendo y golpea el escudo con sus alas.
Una extraña torpeza aflojó sus miembros de miedo,
y de horror se le erizó el cabello y clavada se quedó la voz en su garganta.
pero de lejos cuando el estridor reconoció y las alas de la Furia,
se mesa la infeliz Yuturna los sueltos cabellos,
se hiere la hermana el rostro con las uñas y el pecho con los puños:
«¿Cómo puede ahora, Turno, ayudarte tu hermana?
¿Qué me queda, pobre de mí? ¿Con qué artimañas podría
prolongarte la vida? ¿Es que puedo enfrentarme a un monstruo tal?
Ya, ya abandono las filas. No me espantéis, que ya estoy asustada,
pájaros horribles: reconozco el azote de vuestras alas
y el sonido letal, y no se me ocultan las órdenes altivas
del magnánimo Jove. ¿Así me paga por mi virginidad?
¿Para qué me dio una vida eterna? ¿Por qué de la muerte
me quitó la condición? ¡Podría acabar con penas tan grandes
ahora mismo, y acompañar a mi pobre hermano entre las sombras!
¿Yo, inmortal? ¿Podría haber algo dulce para mí
sin ti, hermano mío? ¡Ay! ¿Qué profundo abismo lo suficiente
se me abrirá para llevar a una diosa junto a los Manes profundos?»
Sólo esto dijo y se tapó la cabeza con su manto glauco
entre muchos gemidos, y se ocultó la diosa en el fondo del río.
Eneas sigue atacando y hace brillar su lanza
grande como un árbol, y así habla con pecho terrible:
«¿Qué es lo que ahora te entretiene? ¿Por qué te retrasas, Turno?
No a la carrera; debemos pelear de cerca con armas terribles.
Conviértete en todo lo que gustes y reúne cuanto puedas
de valor y de trucos; toca con tus alas, si quieres,
los astros altísimos y ocúltate encerrado en los abismos de la tierra.»
El otro, sacudiendo la cabeza: «No me asustan tus fogosas palabras,
arrogante; los dioses me asustan y Júpiter de enemigo.»
Y sin más decir pone sus ojos en una piedra enorme,
una antigua y enorme piedra que estaba tirada en el llano,
puesta como marca en el campo para evitar querellas por los sembrados.
Apenas podrían aguantarla sobre la cerviz doce hombres escogidos,
musculosos como hoy los produce nuestra tierra;
él la alzó con mano temblorosa y la blandía contra su enemigo
irguiéndose más aún el héroe y lanzado a la carrera.
Mas ni se reconoció al correr ni al avanzar
o al tomar la enorme piedra en sus manos y vibrarla;
vacilan sus rodillas, un escalofrío le cuajó la gélida sangre.
Y además la roca lanzada al vacío por el guerrero
ni recorrió toda su distancia ni cumplió el golpe.
Y como en sueños, cuando de noche lánguido reposo
nos cierra los ojos; en vano nos parece que queremos emprender
ansiosas carreras y en medio del intento sucumbimos
extenuados; no puede la lengua, no nos bastan las conocidas
fuerzas del cuerpo y no salen voces ni palabras.
Así a Turno, por donde su valor le lleva a buscar una salida,
la diosa cruel le niega el camino. Dan vueltas entonces en su pecho
variados sentimientos; contempla a los rútulos y la ciudad
y vacila de miedo y le estremece buscar la muerte,
ni cómo escapar o con qué fuerza atacar al enemigo
ve, ni siquiera su carro ni a su hermana la auriga.
Contra sus dudas blande Eneas el dardo fatal,
calculando la fortuna con los ojos, y con todo su cuerpo
lo dispara de lejos. Nunca tiemblan así las piedras que arroja
la máquina mural ni con rayo tan terrible
estallan los truenos. Vuela como negro torbellino
el asta llevando un cruel final y desgarra los bordes
de la coraza y el último cerco del séptuplo escudo;
silbando le atraviesa el muslo. Cae golpeado
cuan grande es Turno al suelo doblando la rodilla.
Se alzan los rútulos en un gemido y resuena todo
el monte alrededor y los bosques profundos devuelven el eco.
Él, desde el suelo suplicante, los ojos y la diestra implorante
le tiende, y dice: «Lo he merecido en verdad, y no me arrepiento;
aprovecha tu suerte. Si el pensamiento de un padre
desgraciado puede conmoverte, te ruego (también tú tuviste
a tu padre Anquises), ten piedad de la vejez de Dauno
y devuélveme a los míos, aunque sea mi cuerpo
despojado de la luz. Has ganado y los ausonios me han visto
vencido tender las palmas; tuya es Lavinia por esposa,
no vayas con tu odio más allá.» Se detuvo fiero en sus armas
Eneas volviendo los ojos y frenó el golpe de su diestra;
estas palabras habían empezado a inclinar sus dudas
cada vez más, cuando apareció en lo alto de su hombro
el desgraciado tahalí y relucieron las correas con los conocidos bullones
del muchacho, de Palante, a quien Turno abatiera vencido
por su herida, y llevaba en sus hombros el trofeo enemigo.
Él, cuando se le fijó en los ojos el recuerdo
del cruel dolor y su botín, encendido de furia y con ira
terrible: «¡A ti te gustaría escapar ahora revestido
con los despojos de los míos! Palante te inmola con este golpe,
y Palante se cobra el castigo con una sangre criminal.»
Así diciendo le hunde furioso en pleno pecho
la espada; a él se le desatan los miembros de frío
y se le escapa la vida con un gemido, doliente, a las sombras.
Turno, aun cuando ve que ceden los latinos quebrantados
por un Marte adverso, que se le exigen ahora las promesas,
que a él se dirigen todos los ojos, arde implacable aún más
y levanta su ánimo. Como el león aquel en los campos de Cartago
que, tocado en el pecho por una grave herida de los cazadores,
lanza entonces sus armas al ataque y se goza sacudiendo
la abultada melena en su cerviz e impávido quiebra
el dardo clavado del mercenario y ruge con la boca ensangrentada.
No de otro modo crece la violencia en el fogoso Turno.
Se dirige entonces así al rey y comienza sombrío de esta manera:
«No hay duda ninguna en Turno, ni razón para que los Enéadas
cobardes retiren su desafío o rechacen lo pactado.
Parto para el combate. Cumple el rito, padre, y prepara la tregua.
O con esta diestra mía enviaré al Tártaro al dardanio
desertor de Asia (que se sienten y lo vean los latinos)
y yo solo responderé con mi espada a la común ofensa,
o que nos someta a su poder y reciba a Lavinia por esposa.»
A él le respondió Latino con ánimo sosegado:
«Oh, joven de valeroso corazón, cuanto tú destacas
por tu fiereza, tanto más justo es que yo
delibere y sopese, prudente, todas las salidas.
Tienes los reinos de tu padre Dauno, tienes muchas ciudades
tomadas por la fuerza y tiene además Latino oro y coraje;
hay en el Lacio otras muchas sin casar y en los campos laurentes,
que no desmerecen por su linaje. Deja que cosas no fáciles de decir
descubra sin engaños y graba ala vez esto en tu corazón:
no me estaba permitido unir a mi hija con ninguno de los antiguos
pretendientes, y así lo anunciaban todos los dioses y los hombres.
Vencido por tu amor, vencido por la sangre emparentada
y por las lágrimas de mi afligida esposa, rompí todos los vínculos;
dejé a mi yerno sin su prometida, empuñé armas impías.
Ves por ello, Turno, qué azares a mí me persiguen
y qué guerras, cuántas fatigas eres el primero en sufrir.
Dos veces vencidos en un gran combate, defendemos apenas en la ciudad
las esperanzas ítalas; se calientan de nuevo las aguas del Tíber
con nuestra sangre y blanquean de huesos las grandes llanuras.
¿A dónde me dejo llevar una y otra vez? ¿Qué locura me hace cambiar de idea?
Si, desaparecido Turno, dispuesto estoy a aceptarlos por aliados,
¿por qué no evito mejor el combate cuando aún vive?
¿Qué dirán mis parientes rútulos, qué el resto
de Italia si a la muerte (¡la fortuna desmienta mis palabras!)
te entrego, pretendiente de mi hija y de nuestra boda?
Estudia las alternativas de la guerra, ten piedad de tu anciano
padre a quien hoy, afligido, separa de ti la lejana
patria Árdea.» En modo alguno se abate la violencia de Turno
con estas palabras; aumenta más aún y se agrava con la medicina.
En cuanto pudo hablar, insistió de esta manera:
«Todo ese afán de protegerme, te suplico, óptimo padre, ese afán
depón y déjame sufrir la muerte a cambio de la gloria.
También nosotros, oh padre, dardos y hierro no flojo lanzamos
con la diestra, y de sus heridas mana igualmente la sangre.
Él tendrá lejos a su divina madre, sin que cubrir pueda
su huida con nube mujeril y ocultarse en sombras vanas.»
Mas la reina, asustada de la nueva suerte del combate,
lloraba y dispuesta a morir sujetaba al yerno ardiente:
«Turno, yo a ti por estas lágrimas, por el nombre de Amata
si es que te importa algo. Tú eres ahora su única esperanza,
tú el descanso de su mísera vejez, en tus manos la honra y el poder
de Latino, en ti se apoya toda mi casa vacilante.
Esto sólo te pido: no acudas al combate con los teucros.
Sea cual sea el resultado que te aguarda en ese duelo,
también a mí, Turno, me aguarda; al tiempo dejaré
esta odiada luz y no veré, cautiva, a Eneas de yerno.»
Escuchó Lavinia las palabras de su madre entre lágrimas
que regaban sus mejillas encendidas; un intenso rubor
las hizo arder y corrió por su rostro caliente.
Como si alguno mancha con púrpura de sangre
el marfil de la India o como enrojecen los blancos lirios
al mezclarse con muchas rosas, tal color presentaba el rostro de la muchacha.
A él lo turba el amor y clava su mirada en la muchacha;
arde más por las armas y con pocas palabras dice a Amata:
«No, te ruego, no me persigas con lágrimas ni con agüero
tan fatal cuando me lanzo al encuentro del duro Marte,
madre mía; pues Turno no puede demorar libremente su muerte.
Tú, Idmón, sé mi mensajero y lleva al tirano frigio estas
palabras mías que no han de placerle. Llevada en sus ruedas de púrpura
en cuanto enrojezca en el cielo la Aurora de mañana,
que no lleve a los teucros contra los rútulos; descansen las armas de rútulos
y teucros, decidamos esta guerra con nuestra sangre
y conquiste a su esposa Lavinia en aquel llano.»
Luego que dijo esto y rápido se retiró a su tienda,
pide sus caballos y goza viéndolos relinchar ante él;
la propia Oritía los entregó como premio a Pilumno
y ganaban a la nieve en blancura y en rapidez al viento.
Los rodean sus atentos aurigas y con la palma de la mano
acarician y palmean sus pechos y les peinan las crines del cuello.
Él mismo después rodea sus hombros con la loriga
rígida de oro y blanco oricalco y a la vez coloca en su sitio
la espada y el escudo y las puntas de su roja cresta,
la espada que el mismo dios señor del fuego había forjado
para su padre Dauno metiéndola al rojo en las aguas estigias.
Luego, ase con fuerza la pesada lanza que se alzaba
apoyada a una columna en el centro de la sala,
despojo del aurunco Áctor, y blandiéndola la hace vibrar
al tiempo que grita: «Ahora, lanza mía que nunca has defraudado
mis ruegos, ahora es el momento; antes el grandísimo Áctor
y ahora te lleva de Turno la diestra; concédeme abatir su cuerpo
y arrancar y destrozar con fuerte mano la loriga
del frigio afeminado y manchar en el polvo sus cabellos
rizados con el hierro caliente y empapados de mirra.»
Con tal furia se agita y de toda la cara le saltan
chispas encendidas, brilla el fuego en sus ojos salvajes,
como lanza el toro al inicio de la lucha mugidos
terribles o trata de llevar la ira a sus cuernos
sacudiendo el tronco de un árbol y a los vientos desafía
con sus embestidas o se prepara para pelear barriendo la arena.
Entretanto no menos terrible con las armas de su madre
aguza Eneas su Marte y se inflama de ira,
satisfecho de dirimir la guerra con el pacto propuesto.
Conforta entonces a sus compañeros y el miedo del afligido Julo
haciéndoles ver el destino, y ordena llevar respuesta cierta
al rey Latino y que los mensajeros le presenten condiciones de paz.
Nació el día siguiente y apenas regaba con su luz
las cumbres de los montes, cuando primero se alzan del profundo abismo
los caballos del Sol y luz respiran por las narices abiertas.
Bajo las murallas de la gran ciudad midiendo el campo
para el duelo los rútulos y los hombres de Troya disponían
hogares en el centro, y para los dioses comunes altares
de hierba. Otros portaban agua y fuego cubiertos con la falda
de franjas de púrpura y ceñidas las sienes de verbena.
Avanza la legión de los ausónidas y a puertas llenas
se derraman los escuadrones armados. Acude luego todo
el ejército troyano y el tirreno con armas diversas,
cubiertos de hierro no de otro modo que si les convocase
la fiera cita de Marte. Y entre tantos miles dan vueltas
los propios caudillos, soberbios de púrpura y oro:
Mnesteo del linaje de Asáraco y el fuerte Asilas
y Mesapo domador de caballos, prole de Neptuno.
Y cuando, al darse la señal, cada cual ocupó su sitio,
clavan en tierra las lanzas y apoyan los escudos.
Entonces acudieron con ansia las madres y el pueblo inerme
y los ancianos sin fuerzas ocuparon las torres y las azoteas
de las casas; otros se colocan en lo alto de las puertas.
Mas Juno (¡ay!) desde lo alto de un monte (que hoy Albano
se llama: no tenía entonces ni nombre, ni culto, ni fama)
vigilaba observando la llanura y ambas
líneas de laurentes y troyanos y la ciudad de Latino.
Al punto así habló a la hermana de Turno,
una diosa a otra diosa, que preside los pantanos y los ríos
sonoros (a ella Júpiter, el alto rey del éter,
le concedió este honor al arrancarle la virginidad):
«Ninfa, gloria de los ríos, gratísima a nuestro corazón,
sabes cómo a ti sola entre todas las latinas cuantas
subieron al ingrato lecho del generoso Júpiter
te he preferido y te he dado con gusto un lugar en el cielo.
Aprende, Yuturna, y no me acuses, tu propio dolor.
Hasta donde Fortuna parecía consentir y las Parcas dejaban
que las cosas fueran bien para el Lacio, he protegido a Turno y tus murallas.
Ahora veo que el joven se enfrenta a hados desiguales
y se acerca el día de las Parcas y la fuerza enemiga.
No puedo contemplar este duelo con mis ojos, ni el pacto.
Tú, si te atreves a algo más eficaz por tu hermano,
adelante, puedes hacerlo. Quizá días mejores aguardan a los desgraciados.»
Apenas acabó cuando Yuturna se deshizo en lágrimas
y tres y cuatro veces golpeó su hermoso pecho con la mano.
«No es hora ésta de lágrimas -dice Juno Saturnia-.
Date prisa y, si hay algún medio, salva a tu hermano de la muerte;
o provoca tú misma la guerra y rompe el pacto conseguido.
Inspiro yo tu atrevimiento.» Exhortándola así la deja
indecisa y con el ánimo turbado por triste herida.
Llegan entretanto los reyes y Latino sobre su carro
de cuatro caballos impresionante (le ciñen
las sienes brillantes doce rayos de oro,
emblema del Sol, su abuelo), va Turno sobre su biga blanca,
agitando con la mano dos astiles de ancho hierro.
Luego el padre Eneas, origen de la estirpe romana,
ardiente con su escudo de estrellas y sus armas celestes
y Ascanio a su lado, segunda esperanza de la gran Roma,
salen del campamento, y el sacerdote vestido de blanco puro
llevó una cría de la erizada cerda y una oveja
intonsa y acercó los animales a los altares encendidos.
Aquéllos, con los ojos vueltos hacia el sol naciente,
ofrecen harina salada con las manos y marcan con el hierro
las sienes de los animales, y liban con las páteras los altares.
Entonces Eneas piadoso reza de este modo con la espada enhiesta:
«Sé ahora, Sol, mi testigo en esta invocación junto con la tierra
por la que soportar he podido tantas fatigas,
y el padre todopoderoso y tú, su Saturnia esposa
(más favorable ya por fin, te suplico), y tú, ínclito Marte,
que toda guerra pliegas, padre, a tu voluntad;
a las fuentes y a los ríos invoco y a todas las divinidades
del alto éter y a todos los poderes divinos del mar cerúleo:
si acaso la victoria cae del lado del ausonio Turno,
acordado queda que los vencidos se retiren a la ciudad de Evandro,
Julo dejará los campos y nunca más empuñarán sus armas,
rebeldes, los Enéadas ni desafiarán a estos reinos con la espada.
Si, por el contrario, sonríe la Victoria a nuestro Marte
(como creo mejor y mejor con su numen lo confirmen los dioses),
no haré yo que los ítalos obedezcan a los teucros
ni pido el reino para mí: ambos pueblos, invictos,
se pongan bajo leyes iguales en eterno pacto.
Ritos y dioses les daré; tenga sus armas Latino, mi suegro,
y su dominio soberano mi suegro: para mí levantarán
los teucros murallas y Lavinia dará su nombre a la ciudad.»
Así Eneas el primero, así le sigue después Latino
mirando hacia el cielo y tiende su diestra a las estrellas:
«Yo por lo mismo juro, Eneas, por la tierra, el mar, las estrellas
y la doble estirpe de Latona y Jano bifronte,
y el poder de los dioses infernales y los sagrarios del severo Dite;
escuche esto el padre que con su rayo sanciona los pactos.
Toco los altares y llamo entre vosotros por testigos a fuegos y dioses:
ningún día habrá de romper a los ítalos esta paz y este pacto,
salgan como salgan las cosas; ni a mí, que así lo quiero, me moverá
fuerza alguna, no, aunque por medio de un diluvio pueda
confundir la tierra con las aguas y hacer que caiga el cielo hasta el Tártaro,
igual que este cetro (pues por caso llevaba el cetro en la diestra)
nunca echará ramas de leve fronda ni sombras,
puesto que fue arrancado un día en las selvas desde la raíz
y carece de madre y perdió por el hierro su cabello y sus brazos;
árbol un tiempo, hoy la mano del orfebre lo encerró entre adornos
de bronce y lo entregó a los padres latinos para que lo llevasen.»
Con tales palabras confirmaban entre ellos su pacto
ante la general contemplación de los próceres. Luego, según el rito
consagradas degüellan ante el fuego las víctimas y vivas les arrancan
las vísceras, y colman los altares de fuentes rebosantes.
Pero a los rútulos ese duelo desigual les parecía
ya y sentimientos diversos se mezclaban en sus pechos,
y más aún cuando les ven llegar no iguales en fuerzas.
A ello contribuye el caminar con paso callado de Turno
venerando suplicante el altar con los ojos bajos,
así como sus juveniles mejillas y la palidez del cuerpo del joven.
En cuanto su hermana Yuturna vio que se extendían
los murmullos y que cambiaba el lábil parecer del pueblo.
entre los soldados simulando el aspecto de Camerte,
que desde los antepasados tenía una estirpe gloriosa y era famoso
el renombre del valor de su padre, valerosísimo él también con las armas,
se mete entre los soldados, sabedora de las condiciones,
y siembra rumores diversos, y dice de este modo:
«¿No os da vergüenza, rútulos, ofrecer una sola vida
a cambio de tantas tan valiosas? ¿Es que no somos iguales
en número o fuerzas? Vaya, no son más que arcadios y troyanos
y el escuadrón del destino, la Etruria hostil a Turno:
apenas tenemos enemigos, si combatimos uno a uno.
Él en verdad seguirá a los dioses, ante cuyos altares
se ofrece, en fama, y vivo andará de boca en boca;
nosotros perderemos la patria y a obedecer a amos orgullosos
nos veremos obligados, ya que ahora nos sentamos tranquilos por los campos.»
Se encendió la opinión de los jóvenes con tales palabras
más y más aún y serpea la agitación entre los soldados;
los mismos laurentes cambiaron y los mismos latinos.
Quienes ya ansiaban el descanso en el combate y de la patria
la salvación quieren ahora armas, y piden que se rompa
el pacto y lamentan la inicua suerte de Turno.
Otra cosa aún mayor añade a esto Yuturna, y envía
del alto cielo una señal, la más eficaz en turbar
el corazón de los ítalos y en engañarles con su visión.
Pues surcando el rojo cielo, el águila leonada de Jove
perseguía a las aves de la ribera y a la ruidosa turba
del alígero ejército, cuando, de pronto, cae hasta las olas
y se lleva feroz en sus garras un bellísimo cisne.
Concentraron su atención los ítalos, y todos los pájaros
abandonan entre graznidos su huida (asombrosa visión)
y oscurecen el éter con sus alas y acosan por las auras
a su enemigo formando una nube, hasta que se rindió vencida
por la fuerza y el peso de la carga y dejó escapar el águila la presa
de sus garras al río y a lo lejos se perdió entre las nubes.
Saludan entonces los rútulos con gritos el augurio
y aprestan sus brazos y el primero el augur Tolumnio
dice: «Esto era, esto, lo que yo tantas veces he pedido.
Siento y reconozco a los dioses; bajo mi guía, desgraciados,
corred alas armas, que un extranjero feroz con la guerra
os espanta como a débiles aves, y por la fuerza arrasa
vuestras costas. Escapará él también y llevará sus velas
bien lejos. Vosotros, cerrad filas como un solo hombre
y defended peleando al rey que se os ha arrebatado.»
Dijo, y abalanzándose disparó su dardo contra los enemigos
que tenía enfrente; lanza el cornejo su estridente silbido
y corta certero el aire. Al punto sigue a esto un gran clamor,
y todas las filas se agitaron y se inflamaron los corazones con el tumulto.
Enfrente justo se encontraban los bellísimos cuerpos
de nueve hermanos, tantos cuantos leal esposa
tirrena diera, ella sola, al arcadio Galipo. Vuela la lanza
y atraviesa a uno de ellos por donde se pega al vientre
el cosido cinturón y muerde la fíbula las correas del costado,
al joven de hermosa figura y relucientes armas
le traspasa las costillas y lo tumba en la rubia arena.
Y sus hermanos, falange ya animosa ahora de dolor inflamada,
empuñan unos las espadas y otros el hierro volador
arrebatan y ciegos se lanzan. Acuden a su encuentro
las tropas de laurentes y en seguida se desbordan apretados
los troyanos y los agilinos y los arcadios de pintadas armas;
así, igual ansia se apodera de todos por decidir con el hierro.
Saquearon los altares, vuela por todo el cielo agitada
tempestad de dardos y estalla una tormenta de hierro,
retiran las crateras y los fuegos. Huye el propio Latino
llevándose de nuevo los dioses ofendidos por la ruptura del pacto.
Preparan otros los carros o ponen sus cuerpos de un salto
sobre los caballos y aparecen con las espadas enhiestas.
Mesapo, ansioso por desbaratar el pacto, al rey tirreno
Aulestes, que portaba su insignia de rey,
aterra enfrentándosele a caballo; cae éste al retirarse
y rueda, desgraciado, de cabeza y hombros con las aras
que tenía a la espalda. Mas enardecido vuela hasta él con su lanza
Mesapo y con ella, como una viga, lo hiere gravemente
desde lo alto del caballo, aunque mucho suplicaba, y así dice:
« ¡Ya lo tiene! Es ésta la mejor víctima ofrecida a los grandes dioses.»
Acuden los ítalos y despojan los miembros calientes.
Al ataque, arranca Corineo del ara un tizón quemado
y a Ebiso que corría preparando su golpe
le llena la cara de llamas: prendió su barba enorme
y olió al arder. Le sigue aún aquél
y agarra con la izquierda la cabellera del turbado enemigo
y le hace morder el polvo poniéndole encuna la rodilla;
de esta guisa hiere con la rígida espada el costado. Podalirio a Also,
un pastor que irrumpía en primera fila entre los dardos,
persiguiéndole le da alcance con la espada desnuda. Mas él, blandiendo
la segur, abre por la mitad la frente y el mentón del adversario
y riega en gran extensión las armas con la sangre esparcida.
Un duro descanso cayó sobre sus ojos y un sueño
de hierro, se oculta su luz para una noche eterna.
El piadoso Eneas, por su parte, tendía su diestra inerme
con la cabeza descubierta y llamaba a gritos a los suyos:
«¿A dónde corréis? ¿De dónde nace esta repentina discordia? ¡
Reprimid, ay, vuestra ira! Acordado está ya el pacto
y fijadas todas sus leyes. Mío sólo es el derecho a combatir,
dejadme y alejad el miedo. Yo firmaré pactos
firmes con mi mano; estas víctimas me deben ya a Turno.»
En medio de estas palabras, entre razones tales,
he aquí que hasta el héroe se escapó una flecha de alas estridentes
sin que se sepa qué mano la lanzó, con qué impulso voló,
quién brindó a los rútulos, si un dios o el azar,
gloria tan grande; en secreto quedó la fama de la hazaña
y nadie se jactó de la herida de Eneas.
Turno, al ver que Eneas se retiraba de la formación
y a sus jefes turbados, arde inflamado por súbita esperanza;
reclama sus caballos y a la vez las armas, y sube orgulloso
de un salto al carro y sacude con las manos las riendas.
Pensando en muchas cosas entrega a la muerte a valientes guerreros.
Arrolla a muchos, medio muertos: o devora las filas
con su carro o arroja a los que huyen lanzas robadas.
Cual sanguinario Marte cuando junto a las aguas
del gélido Hebro, agitado, golpea su escudo y los salvajes
caballos lanza al galope, a guerra tocando, y ellos a campo abierto
vuelan más que los Notos y el Céfiro, gimen los confines
de Tracia bajo el golpe de sus cascos y alrededor se agitan
los fantasmas del negro Terror, de la Ira y la Insidia, séquito del dios:
así azuza Turno, impetuoso, en medio del combate
sus caballos humeantes de sudor, saltando sobre los enemigos
muertos sin piedad; el rápido casco salpica rocíos
de sangre y pisa una arena ensangrentada.
Y entregó ya a la muerte a Esténelo y a Támiro y a Folo,
a éste de cerca y a éste, al otro de lejos; de lejos a ambos
Imbrásidas, a Glauco y a Lades, a los que Ímbraso mismo
había criado en Licia y había adornado con armas iguales
para llegar a las manos o para ganar a caballo a los vientos.
En parte distinta se mete en el centro del combate Eumedes,
prole preclara en la guerra del antiguo Dolón
que llevaba al abuelo en el nombre y al padre en el arrojo y las manos;
éste un día como llegara a espiar al campamento de los dánaos,
osó reclamar para sí en recompensa el carro del Pelida,
y le pagó el Tidida con premio bien distinto
por tal hazaña y no aspira ya a los caballos de Aquiles.
Cuando Turno lo divisó a lo lejos en campo abierto,
persiguiéndole antes con la lanza ligera largo trecho,
detiene su pareja de caballos y salta del carro y se lanza
sobre él, caído ya sin aliento, y pisándole el cuello con el pie
le arranca la espada de la diestra y le clava su brillo
hasta el fondo en la garganta y añade además:
«¡Aquí tienes, troyano, los campos y la Hesperia que buscaste
con la guerra! ¡Mídelos con tu cuerpo! Estos premios reciben
quienes osan probarme con la espada. Así levantan sus murallas.»
Con la punta de su lanza hace que le acompañe Asbistes,
y Clóreo y Síbaris y Dares y Tersíloco
y, resbalando del lomo de su caballo montaraz, Timetes.
Y como el aliento del Bóreas edonio cuando silba
en lo profundo del Egeo y persigue a las olas hasta la playa;
por donde cayeron los vientos se escapan las nubes al cielo:
así ante Turno, allí donde se abre camino, ceden los escuadrones,
corren revueltas las filas; su propio ímpetu lo lleva
y al correr del carro agita la brisa su penacho volador.
No aguantó Fegeo sus amenazas ni el rugir de su ánimo
y se lanzó contra el carro y torció con la diestra los hocicos
espumantes por los frenos de los caballos lanzados al galope.
Mientras lo arrastran y cuelga del yugo, indefenso, lo alcanza
una ancha lanza que se clava y desgarra la loriga
de doble malla y llega a probar el cuerpo con una herida.
Él, sin embargo, iba vuelto hacia el enemigo cubierto
con su escudo y trata de defenderse sacando la espada
cuando una rueda y el eje lanzado a la carrera lo empujaron
y lo lanzaron de cabeza al suelo y Turno, alcanzándole
entre el final del casco y el borde superior de la coraza,
la cabeza le quitó con la espada y dejó su tronco en la arena.
Y mientras, vencedor, tanta muerte causa Turno por los campos,
Mnesteo entretanto y el fiel Acates y Ascanio
con ellos se llevaron al campamento ensangrentado a Eneas,
que cada dos pasos se apoyaba en su larga lanza.
Su enfurece y se empeña en arrancar el dardo
de la caña quebrada y pide como remedio el camino más rápido,
que corten la herida con la hoja de la espada y abran del todo
el escondite de la flecha y lo manden de nuevo al combate.
Y estaba ya a su lado aquel que Febo amaba más que a los demás,
el Yásida Yápige, a quien un día, cautivo de violento amor,
Apolo mismo, satisfecho, sus propias artes y sus atributos
le ofrecía, el augurio, la cítara y las rápidas flechas.
Él, para prolongar la vida del padre moribundo,
prefirió conocer los poderes de las hierbas y su uso
para curar y practicar sin gloria un arte callado.
Estaba Eneas de pie gritando amargamente apoyado en enorme
lanza, en presencia de muchos jóvenes y de Julo
afligido, inmóvil a las lágrimas. El viejo, ceñido,
con el manto recogido a la manera peonia,
con el poder de su mano y la fuerza de las hierbas de Febo
mucho se afana en vano, en vano mueve el dardo
con la diestra y agarra el hierro con tenaz pinza.
Ninguna Fortuna gobierna su camino, en nada le asiste Apolo
su protector y un cruel espanto se hace más y más intenso
en la llanura y más se acerca la desgracia. Ya ven que se forma
en el cielo una nube de polvo: están llegando los jinetes y una lluvia de dardos
cae en el corazón del campamento. Sube al éter un triste clamor
de jóvenes combatientes que caen bajo un Marte severo.
Venus entonces, conmovida como madre por el indigno dolor
de su hijo, recoge el díctamo en el Ida cretense,
el tallo de hojas rugosas que en una flor acaba
de púrpura; no desconocen esta hierba las cabras
agrestes cuando se clavan en su lomo las flechas voladoras.
Venus, con la figura escondida en una oscura nube,
lo trajo y con él tiñe el agua vertida en un brillante
cuenco, curando en secreto, y la riega con los jugos
de la salutífera ambrosía y con la pánace olorosa.
Fomenta con este brebaje la herida el longevo Yápige,
sin saberlo, y de pronto escapa de su cuerpo
todo dolor, dejó de manar sangre la herida profunda.
Y salió al fin la flecha siguiendo sin que nadie la forzase
la mano y volvieron de nuevo a su sitio las antiguas fuerzas.
«Rápido, las armas del héroe. ¿Por qué estáis parados?» exclama
Yápige y enciende el primero los ánimos contra el enemigo.
«No salen estas cosas de humanos recursos ni de un arte
magistral, y no es mía, Eneas, la mano que te cura.
Alguien mayor lo hace y un dios, de nuevo, te envía a empresas mayores.»
Él, ávido de combate, había encerrado en oro sus piernas
por una y otra parte, y detesta el retraso y vibra su lanza.
Luego que ajusta el escudo al costado y la loriga a la espalda,
abraza a Ascanio rodeado por completo de armas
y besándole suavemente a través del yelmo, le dice:
«Aprende de mí, muchacho, el valor y el esfuerzo verdadero,
y de otros la fortuna. Ahora mi diestra te dará
protección en la guerra y te conducirá entre grandes trofeos.
Tú, en cuanto haya madurado tu edad, procura
recordarlo y, repitiéndote en el corazón los ejemplos de los tuyos,
te inciten tu padre Eneas y Héctor, tu tío.»
Después de pronunciar estas palabras, se lanzó enorme por la puerta
blandiendo en su mano pesada lanza; a la vez en apretadas filas
corren Anteo y Mnesteo y toda la turba sale
del campamento abandonado. Se cubre entonces el llano
de un polvo cegador y tiembla la tierra sacudida por sus pasos.
Los vio Turno llegar desde el opuesto terraplén,
lo vieron los ausonios y corrió por dentro de sus huesos
helado temblor; antes que ninguno de los latinos Yuturna
escuchó y reconoció el alboroto y huyó despavorida.
Vuela Eneas y arrastra negra columna en campo abierto.
Cual la nube cuando, desatada la tormenta, avanza
por el mar hacia tierra (los corazones, ay, de los desgraciados campesinos
lo presienten de lejos y se estremecen: abatirá sus árboles
y arrasará sus sembrados, todo arramblará en gran extensión);
vuelan por delante y llevan su bramido a la playa los vientos.
Tal conduce su ejército el caudillo reteo
contra el enemigo y todos se agrupan en apretadas
cuñas. Hiere Timbreo con la espada al grande Osiris,
Mnesteo mata a Arcetio y a Epulón Acates
y a Ufente Gías; cae también Tolumnio el augur,
el primero que lanzara su dardo contra los enemigos.
Álzase el clamor hasta el cielo y a su vez rechazados
por los campos los rútulos dan la espalda en polvorienta fuga,
y Eneas no se digna en abatir de muerte a los que huyen
ni a quienes le hacen frente a pie firme ataca ni a los que lanzan
sus dardos: dando vueltas por la densa calígine
busca sólo a Turno, sólo a él le exige el duelo.
Agitada por esta inquietud en su corazón, la virago Yuturna
a Metisco, el auriga de Turno, en medio de sus riendas,
lo lanza fuera, y apartado del timón lo deja lejos;
se pone ella misma y lleva en sus manos las ondulantes correas
todo simulando, la voz, el cuerpo y las armas de Metisco.
Como cuando por las grandes salas de un rico señor
vuela y con sus alas recorre los patios profundos la negra golondrina,
capturando pequeñas presas y alimento para los gárrulos nidos,
y ya por los pórticos vacíos, ya alrededor de los estanques
húmedos suena: así Yuturna entre los enemigos
avanza con sus caballos y a todo se enfrenta volando en el rápido carro
y aquí y allá deja ver a su hermano en triunfo
sin permitirle combatir, y vuela lejos sin rumbo definido.
Eneas, no menos, recorre en su persecución las torcidas vueltas
y persigue al héroe y entre las formaciones deshechas con gran
voz le llama. Cuantas veces echó la vista al enemigo
e intentó a la carrera la fuga de los alados caballos,
tantas veces Yuturna dio la vuelta y cambió la dirección del carro.
¡Ay! ¿Qué puede hacer? En vano fluctúa en olas cambiantes
y diversos afanes su atención reclaman a partes distintas.
Y así Mesapo, veloz en la carrera, que en la izquierda
llevaba por caso dos pesadas lanzas de punta de hierro,
blandiendo una de ellas se la arrojó con golpe certero.
Se detuvo Eneas, y, poniéndose de rodillas,
se protegió con sus armas; mas la lanza veloz aún le arrancó
la punta del yelmo y lo dejó sin los penachos más altos.
Crecen entonces las iras y, empujado por las trampas
cuando advirtió que se alejaban los caballos y se llevaban el carro,
invocando profundamente a Júpiter y las aras del pacto violado,
se lanza ya por fin al centro y con Marte propicio
provoca terrible espantosa matanza sin distinción
alguna y libera todas las riendas de su enojo.
¿Qué dios podrá ahora explicarme con versos tanta desgracia?
¿Quién las diversas matanzas y la muerte de los jefes a quienes por uno
y otro lado en toda la llanura persigue ya Turno, ya el héroe
troyano? ¿Te plugo que se enfrentaran con tan gran tumulto,
Júpiter, pueblos que debían vivir bajo una paz eterna?
Eneas al rútulo Sucrón (primer encuentro que detuvo
en su lugar a los teucros que huían) sin gran resistencia
lo ataca de costado, y, por donde más veloces son los hados, la espada
cruel le traspasó las costillas y la reja del pecho.
Turno a Amico, caído del caballo, y a su hermano Diores,
haciéndoles frente a pie, a uno según venía con la larga punta
y al otro con la espada les hiere, y cuelga del carro
las dos cabezas cortadas y las lleva chorreando sangre.
Eneas envía a la muerte á Talos y Tanais y al fuerte Cetego
los tres en un solo encuentro, y al triste Onites,
nombre equionio, del linaje de su madre Peridía.
El otro a los hermanos llegados de Licia y de los campos de Apolo
y a Menetes, el joven que en vano odió las guerras,
arcadio, que tenía su trabajo junto a las aguas de Lerna
rica en peces y su humilde morada sin conocer los deberes
de los poderosos, y sembraba su padre una tierra arrendada.
Y como fuegos encendidos por partes diversas
en una selva árida o en crepitantes ramas de laurel,
o cuando en rápida carrera de lo alto de los montes
caen resonando espúmeos torrentes y corren al mar
y arrasa cada uno su camino: así de impetuosos
ambos, Turno y Eneas, se lanzan al combate; ya, ya
arde la ira por dentro y estallan los pechos que no conocen
la derrota, ya se busca la herida con todas las fuerzas.
Éste a Murrano, orgulloso de sus mayores y de los nombres
antiguos de sus abuelos y de su estirpe, que toda bajaba de los reyes latinos,
lo lanza de cabeza con una piedra y el torbellino
de una enorme roca y lo tumba en el suelo; lo arrollaron las ruedas
entre los yugos y las correas, y con repetida pisada le golpea
encima el casco veloz de los caballos, olvidados de su dueño.
El otro sale al encuentro de Hilo que se le echaba encima
gritando a grandes voces y apunta su tiro a las sienes doradas;
la lanza se le quedó clavada en el cerebro a través del casco.
Y a ti tampoco, Créteo, el más valiente de los griegos, tu diestra
te libró de Turno, ni protegieron sus dioses a Cupenco
de la llegada de Eneas; colocó su pecho en el camino
de hierro y de nada le valió al pobre su escudo de bronce.
A ti también, Éolo, te vieron las llanuras laurentes
sucumbir y cubrir mucho suelo con tu espalda.
Caes, y no pudieron las falanges argivas tumbarte
ni el que acabó con los reinos de Príamo, Aquiles;
aquí estaba la meta de tu muerte: tu alta casa al pie del Ida,
de Lirneso tu alta casa, en el suelo laurente tu sepulcro.
Todas las líneas se enfrentaron ya y todos los latinos,
todos los Dardánidas, Mnesteo y el fiero Seresto
y Mesapo domador de caballos y el fuerte Asilas
y la falange de los etruscos y los escuadrones arcadios de Evandro;
se empeñan por sí cada uno los soldados en el supremo esfuerzo,
sin dilación ni reposo contienden en vasto combate.
En este punto su bellísima madre inspiró a Eneas el pensamiento
de ir hacia los muros y dirigir a la ciudad su ejército
con rapidez y golpear a los latinos con repentina derrota.
Él según va siguiendo a Turno entre tropas diversas
aquí y allá dando vueltas al campo, ve la ciudad
inmune ante guerra tan grande e impunemente tranquila.
Al momento le encendió la imagen de una guerra mayor:
llama a Mnesteo y a Sergesto y al fiero Seresto,
sus jefes, y toma un altozano a donde acude el resto
de la legión de los teucros, codo con codo, sin deponer las armas
ni los escudos. De pie en el centro, en lo alto del montículo habla:
«No haya retraso alguno tras mis palabras, Júpiter está de nuestro lado:
así que nadie me vaya más lento por lo repentino de la acción.
Hoy la ciudad causa de la guerra, corazón del reino de Latino,
a menos que acepten recibir el yugo y someterse vencidos,
la voy a destruir y pondré a ras de suelo sus tejados humeantes.
¿Acaso he de esperar que le venga bien a Turno
batirse conmigo y quiera, aun vencido, atacar de nuevo?
Ésta es la cabeza, ciudadanos, éste el eje de una guerra nefanda.
A las antorchas, rápido. Vamos a vindicar el pacto con fuego.»
Había dicho, y todos con igual ánimo por combatir
forman una cuña y como densa mole se dirigen a los muros;
aparecieron de pronto las escalas y repentinamente el fuego.
Corren unos a las puertas y matan a los primeros,
otros disparan sus armas y oscurecen el cielo de flechas.
Eneas también, entre los primeros, al pie de los muros tiende
su diestra y acusa a grandes voces a Latino
y reclama el testimonio de los dioses de verse de nuevo forzado a combatir,
dos veces ya los ítalos enemigos, segunda vez que rompen el pacto.
Nace la discordia entre los atribulados ciudadanos;
abrir la ciudad ordenan unos y ofrecer las puertas abiertas
a los Dardánidas y hay quien trae al propio rey hasta los muros.
Otros empuñan las armas y prosiguen la defensa de la muralla,
encerrados como cuando a las abejas azuzó el pastor en la toba
llena de escondrijos y la llenó de humo insoportable;
ellas dentro, nerviosas por su suerte, por su campamento de cera
discurren y encienden su encono con gran estruendo;
se agita el negro olor por el lugar y resuenan entonces
las piedras por dentro en ciego murmullo, escapa el humo al aire libre.
Acaeció, además, a los latinos exhaustos esta desgracia,
que sacudió con el duelo desde su base a la ciudad entera.
La reina cuando vio al enemigo llegando a las casas,
que escalaban los muros, que el fuego volaba a los tejados
sin que tropa alguna de los rútulos les saliera al paso, ni de Turno,
pensó la infeliz que el joven, en algún avatar del combate,
había sucumbido y turbada de pronto su mente por el dolor
grita que ella es la causa, la culpa y el origen de estos males,
y tras decir muchas locuras, fuera de sí de pena,
resuelta a morir con su mano rasga el manto purpúreo
y ata en una alta viga el nudo de una muerte infame.
Luego que las desgraciadas latinas se enteraron de este desastre,
se ensañó la primera la hija Lavinia con sus cabellos de oro
y sus mejillas de oro y enloqueció en su torno
todo el resto del grupo, resuenan los alaridos por toda la casa.
De aquí se extiende por toda la ciudad funesta la noticia;
se abaten los ánimos, va Latino con las vestiduras rasgadas,
atónito ante el sino de su esposa y la ruina de su ciudad,
manchando de sucio polvo sus canas desatadas.
Alejado entretanto en el campo de batalla el belicoso Turno
persigue, ya menos confiado, a unos cuantos dispersos,
menos contento cada vez del trotar de sus caballos.
La brisa le llevó todos estos gritos confundidos
con ciegos terrores y llegó hasta sus tensos oídos
el sonido de una ciudad convulsionada y el siniestro murmullo.
«¡Ay de mí! ¿Qué duelo tan grande sacude las murallas?
¿Por qué esos gritos de todos los rincones de la ciudad?»
Así dice y se detiene, fuera de sí, tirando de las riendas.
Y su hermana, según iba transformada en el auriga
Metisco y gobernaba carro, caballos y riendas,
se le dirige con estas palabras: «Sigamos por aquí, Turno,
a los de Troya, por donde ya se nos abren las puertas de la victoria;
otros hay que pueden defender con su brazo las casas.
Eneas ataca a los ítalos y traba combates,
inflijamos también nosotros con mano cruel muertes a los teucros.
Ni saldrás del combate con menos víctimas ni con menos gloria.»
Turno a eso:
«¡Ay, hermana! Hace tiempo te reconocí, cuando con tus mañas
conturbaste la primera el pacto y te entregaste a esta guerra,
y en vano pretendes ahora no ser una diosa. Mas, ¿quién del Olimpo
sacándote quiso que soportaras fatigas tan grandes?
¿Tal vez para que vieras la muerte cruel de tu pobre hermano?
¿Qué me queda, pues, o qué Fortuna puede ya salvarme?
He visto ante mis propios ojos llamarme con su voz
a Murrano -y nadie para mí más querido que él-,
cómo inmenso caía vencido por inmensa herida.
Cayó el desgraciado Ufente para no ser testigo
de nuestro deshonor; son los teucros señores de su cuerpo y armas.
¿He de tolerar que arrasen las casas (lo único ya
que nos faltaba) sin desmentir con mi diestra las palabras de Drances?
¿Volveré la espalda y ha de ver esta tierra cómo huye Turno?
¿Hasta ese punto es morir una desgracia? Sedme propicios,
Manes míos, que se me han vuelto en contra los dioses del cielo.
Alma pura descenderé hasta vosotros sin conocer esa culpa,
jamás indigno de la grandeza de mis antepasados.»
Apenas había acabado de hablar: he aquí que vuela entre los enemigos
Saces sobre espumante caballo herido de frente
en la cara por una flecha y cae implorando a Turno por su nombre:
«Turno, en ti la última esperanza, ten piedad de los tuyos.
Nos fulmina Eneas con sus armas y con abatir amenaza
las fortalezas más altas de los ítalos y exterminarlos,
y ya vuelan las teas a los tejados. Hacia ti los latinos dirigen
sus rostros, hacia ti sus ojos; duda hasta el rey Latino
a quién llamar yerno o a qué pacto plegarse.
Y además la reina, quien más en ti confiaba, con su propia
mano se ha dado muerte y ha huido asustada de la luz.
Solos ante las puertas Mesapo y el fiero Atinas
resisten el asalto. En su torno de uno y otro lado falanges
se alzan apretadas y se eriza un campo de espigas de hierro
con los filos de punta, y tú dando vueltas por la hierba desierta con tu carro.»
Quedóse Turno atónito confundido por la imagen varia
de los acontecimientos y se quedó, fija la mirada, en silencio;
una gran vergüenza y la locura que se mezcla con el duelo arden en un solo corazón
y un amor sacudido por la furia y un valor consciente.
En cuanto se apartaron las sombras y la luz volvió a su cabeza,
dirigió a las murallas los círculos ardientes de sus ojos,
agitado, y contempló la gran ciudad desde su carro.
Y hete aquí que ondeaba en el cielo un remolino de llamas
agitándose entre los tablones y envolviendo la torre,
esa torre que él mismo había levantado de compacto armazón,
y le había puesto ruedas por debajo y altos puentes por arriba.
«Ya hermana, ya me vence mi destino; deja de entretenerme.
Marchemos a donde el dios me llama y la Fortuna fiera.
Establecido está que me bata con Eneas; lo está, aunque amargo sea,
que me conforme con la muerte y no me verás, hermana, por más tiempo
sin gloria. Déjame antes, te ruego, desfogar mi furia.»
Dijo, y rápido dio un salto del carro al campo
y entre los enemigos se lanza y los dardos y a su hermana afligida
deja y rompe el centro de las líneas con rápida carrera.
Y como una roca cuando se precipita de la cima del monte
y cae arrancada por el viento o un temporal de lluvia
la arrastró o la dejó caer el peso de sus años;
avanza por el abismo el terrible monte con gran impulso
y salta en el suelo, bosque, ganados y hombres
arrastrando consigo: por las filas deshechas así corre
Turno hacia los muros de la ciudad donde copiosa la tierra
está empapada de la sangre vertida y rechina el aire de flechas,
y hace una señal con la mano y dice a la vez a grandes voces:
«Dejadlo ya, rútulos, y contened vosotros vuestros dardos, latinos.
Sea cual sea la fortuna, mía es; más justo es que yo sólo
cumpla el pacto por vosotros y lo resuelva con mi espada.»
Todos se apartaron y le hicieron un sitio en el centro.
Mas el padre Eneas, al escuchar el nombre de Turno,
deja los muros y las altas fortalezas deja
y acaba con toda demora, interrumpe todos sus planes
exultante de alegría y espantosas hace sonar sus armas:
como el Atos, o el Érice, o con sus crujientes encinas
cuando brama el propio padre Apenino o se goza
alzándose hasta el cielo con su cumbre nevada.
Y ya entonces los rútulos a porfía y los troyanos y todos
los ítalos habían vuelto sus ojos, quienes estaban en lo alto
de la muralla y quienes con el ariete atacaban la base de los muros,
y soltaron las armas de sus hombros. Asombrado contempla Latino
cómo dos grandes hombres, nacidos en partes bien distintas
del orbe, habían llegado a enfrentarse y deciden su suerte con la espada.
Y ellos, cuando quedó libre el campo con sitio suficiente,
tras lanzarse de lejos en rápido asalto las lanzas,
comienzan el duelo con los escudos y el bronce sonoro.
Se escapa de la tierra un gemido; entonces con repetidos golpes de espada
se atacan, el azar y el valor se confunden en uno.
Y como en el gran Sila o en las cumbres del Taburno
cuando dos toros en áspero combate con la testuz
gacha se atacan, se apartaron asustados los pastores,
asiste el rebaño todo mudo de miedo, y dudan las novillas
quién será el amo del bosque, a quién ha de seguir entera la manada;
ellos cambian golpes con gran violencia
y enredan topándose los cuernos y con ríos de sangre
lavan sus cuellos y lomos, muge gimiendo todo el bosque.
No de otro modo el troyano Eneas y el héroe Daunio
chocan con sus escudos; un intenso fragor llena el aire.
El mismo Júpiter sostiene los dos platillos de la balanza
en equilibrio y coloca encima el sino distinto de ambos,
a quién condena el duelo, hacia dónde se inclina el peso de la muerte.
Salta aquí Turno creyéndose a salvo, y se alza con todo
su cuerpo levantando en alto la espada
y golpea: gritan los troyanos y los temblorosos latinos,
y atentas están las dos filas. Pero la pérfida espada
se quiebra y abandona al ardiente en mitad del golpe,
si no acude en su ayuda la huida. Huye más veloz que el Euro
en cuanto vio la empuñadura desconocida y su diestra inerme.
Es fama que, cuando montaba en los caballos uncidos
para el inicio del combate, había nervioso cogido
la espada de su auriga Metisco, dejándole la de su padre;
y ésa, mientras los teucros huían en desbandada, fue largo rato
suficiente. Cuando hubo de enfrentarse a las divinas armas de Vulcano,
la mortal lama se disolvió con el golpe como hielo
quebradizo, brillan sus pedazos en la rubia arena.
Así que enloquecido escapa Turno por partes diversas del llano,
y ahora aquí y luego allá trenza círculos inciertos;
pues le encerraron por doquier los teucros en densa corona
y por un lado vasta laguna le rodea y por otro las escarpadas murallas.
Y no menos Eneas, aunque a veces le estorban las rodillas
que la flecha entorpeció y le impiden correr,
le persigue y enardecido acosa con su pie el pie del fugitivo:
como a veces el perro de caza tras atrapar a un ciervo
encerrado por el río y cercado por el miedo
a las rojas plumas, lo acosa con su carrera y sus ladridos,
y el otro por su parte, asustado por las trampas y la profunda ribera,
huye y huye otra vez por mil caminos, mas el umbro fogoso
se le pega con la boca abierta y casi ya lo tiene y como si así fuera
apretó las mandíbulas y le engañó el mordisco inane;
se levanta entonces un clamor y las riberas y la laguna
alrededor responden y truena todo el cielo con el tumulto.
Turno huye a la vez y a la vez increpa a los rútulos todos
por su nombre llamando a cada cual y reclama la espada que bien conocía.
Eneas al contrario amenaza con la muerte y un final
inmediato a quien le asista y espanta a los temblorosos
jurando que arrasará su ciudad, y, aun herido, sigue adelante.
Cinco vueltas completan corriendo y otras tantas repiten
de acá para allá, y no están en juego premios pequeños
o de competición, sino que pelean por la vida y la sangre de Turno.
Un acebuche de amargas hojas consagrado a Fauno
allí se había alzado, venerable leño un día para los marineros
donde solían, salvados de las aguas, colgar sus ofrendas
al dios laurente y dejar el exvoto de sus vestiduras;
pero los teucros sin atención alguna el tronco sagrado
habían arrancado para poder atacar con campo libre.
En ella estaba la lanza de Eneas, ahí su impulso
la había dejado clavada y en terco abrazo la retenía.
Se apoyó y quiso arrancar el asta con su mano
el Dardánida y perseguir con su disparo a quien corriendo
no podía alcanzar. Y entonces Turno, loco de miedo:
«Fauno, te suplico. Ten piedad -dice- y sujeta tú el hierro,
óptima Tierra, si siempre cumplí con vuestros honores,
los que, por el contrario, han profanado con la guerra los Enéadas.»
Dijo, yla ayuda del dios invocó con votos no vanos.
Pues mucho lo intentó y se entretuvo en el tronco tenaz
sin poder abrir con fuerza alguna Eneas
el mordisco de la madera. Mientras se empeña fiero e insiste,
de nuevo convertida en la figura del auriga Metisco
corre la diosa Daunia y entrega la espada a su hermano.
Venus, indignada por esta licencia de la Ninfa audaz,
intervino y arrancó el arma de la raíz profunda.
Ya los dos enardecidos con sus armas y con el ánimo repuesto,
uno fiado en su espada, el otro fiero y erguido con su lanza,
se ponen frente a frente anhelando los encuentros de Marte.
Entretanto a Juno el rey del todopoderoso Olimpo,
como de una rubia nube seguía el combate, le dice:
«¿Cuál será ya el final, esposa mía? ¿Qué es lo que queda ya?
Sabes bien, y así lo reconoces, que al cielo se debe Eneas
como dios tutelar de la patria, y que a las estrellas lo han de alzar los hados.
¿Qué estás tramando o con qué esperanza te agarras a las nubes heladas?
¿Fue justo mancillar a un dios con herida mortal?
¿Y la espada (pues qué podría Yuturna sin ti),
entregársela a Turno y acrecentar la fuerza del vencido?
Déjalo ya por fin y pliégate a mis ruegos,
que no te devore en silencio un dolor tan grande ni me lleguen
de tu dulce boca con tanta frecuencia amargos reproches.
Hemos llegado al final. Has podido sacudir a los troyanos
por tierra y por mar, encender una guerra nefanda,
destrozar una casa y cubrir de luto un himeneo:
que vayas más allá, te lo prohíbo.» Así comenzó Júpiter;
así le contestó la diosa Saturnia con la mirada baja:
«Porque sabía bien que era ésa tu voluntad, gran Júpiter,
he abandonado muy a mi pesar a Turno y sus tierras;
y no me verías tú ahora, sola en mi sede del aire
aguantando lo que debo y lo que no: estaría junto a las filas
revestida de llamas y arrastraría a los teucros a acerbos combates.
Persuadí (lo confieso) de que ayudase a su pobre hermano
a Yuturna y vi bien que por su vida intentase empresas mayores,
aunque no, sin embargo, que el arco tensara y las flechas;
lo juro por las fuentes implacables del río estigio,
el solo temor religioso que se asignó a los dioses del cielo.
Y ahora me aparto en verdad y abandono los odiados combates.
Sólo esto, que no está fijado por ley alguna del destino,
te pido por el Lacio, por la grandeza de los tuyos:
puesto que ya preparan la paz con felices (así sea)
matrimonios, puesto que ya firman leyes y pactos,
no permitas que cambien los naturales del Lacio
su antiguo nombre o se hagan troyanos y se les llame teucros,
o que cambien su lengua esos hombres o alteren de vestir su forma.
Que sea el Lacio, que por los siglos sean los reyes albanos,
sea por el valor de los ítalos poderosa la estirpe romana.
Sucumbió, y deja que así sea, Troya junto con su nombre.»
Sonriéndole, el autor de los hombres y de las cosas:
«Eres la hermana de Jove y el segundo vástago de Saturno.
Agitas en tu pecho olas tan grandes de enojo...
Pero, ea, deja ese furor que en vano concebiste:
te concedo lo que quieres y me rindo, vencido y satisfecho.
Conservarán los ausonios su lengua y las costumbres de su patria
y como es será su nombre; mezclados sólo de sangre,
los teucros se les agregarán. Costumbres y ritos sagrados
les daré y a todos haré latinos con una sola lengua.
La estirpe que de aquí nacerá, mezclada con la sangre ausonia,
verás que supera en piedad a los hombres y a los dioses,
y ningún pueblo te rendirá culto como ellos.»
Asintió a esto Juno y, satisfecha, cambió sus deseos;
en ese momento abandona el cielo y deja la nube.
Hecho esto, da vueltas el padre en su interior a otra cosa,
y se dispone a apartar a Yuturna de las armas de su hermano.
Hay dos pestes gemelas, llamadas Furias;
a ellas y a la tartárea Megera las tuvo la noche oscura
en uno y el mismo parto, y las ciñó de iguales
anillos de serpientes y las dotó del viento de sus alas.
Éstas se muestran junto al trono de Júpiter y en el umbral del rey
implacable y aguijan el terror de los sufridos mortales
si alguna vez el rey de los dioses dispone la horrífica muerte
y las enfermedades, o estremece con la guerra a las ciudades culpables.
A una de ellas la envió rápida de las cumbres del cielo
Júpiter y le ordenó servir de presagio a Yuturna.
Vuela aquélla y en rápido torbellino se dirige a la tierra.
No de otro modo la flecha que la cuerda lanza a través de las nubes
cuando, armada de la hiel del cruel veneno, el parto,
el parto o el cidonio, la disparó dardo incurable,
y silbando atraviesa sin que nadie la vea las rápidas sombras:
así se lanzó la hija de la Noche y se encaminó a las tierras.
Cuando divisa los ejércitos de Ilión y las tropas de Turno,
tomando de pronto la figura de la pequeña ave
que a veces en las tumbas o en los tejados desiertos
posada canta hasta tarde en la noche, lúgubre entre las sombras;
con tal figura se presenta la peste ante los ojos
de Turno y revuela gimiendo y golpea el escudo con sus alas.
Una extraña torpeza aflojó sus miembros de miedo,
y de horror se le erizó el cabello y clavada se quedó la voz en su garganta.
pero de lejos cuando el estridor reconoció y las alas de la Furia,
se mesa la infeliz Yuturna los sueltos cabellos,
se hiere la hermana el rostro con las uñas y el pecho con los puños:
«¿Cómo puede ahora, Turno, ayudarte tu hermana?
¿Qué me queda, pobre de mí? ¿Con qué artimañas podría
prolongarte la vida? ¿Es que puedo enfrentarme a un monstruo tal?
Ya, ya abandono las filas. No me espantéis, que ya estoy asustada,
pájaros horribles: reconozco el azote de vuestras alas
y el sonido letal, y no se me ocultan las órdenes altivas
del magnánimo Jove. ¿Así me paga por mi virginidad?
¿Para qué me dio una vida eterna? ¿Por qué de la muerte
me quitó la condición? ¡Podría acabar con penas tan grandes
ahora mismo, y acompañar a mi pobre hermano entre las sombras!
¿Yo, inmortal? ¿Podría haber algo dulce para mí
sin ti, hermano mío? ¡Ay! ¿Qué profundo abismo lo suficiente
se me abrirá para llevar a una diosa junto a los Manes profundos?»
Sólo esto dijo y se tapó la cabeza con su manto glauco
entre muchos gemidos, y se ocultó la diosa en el fondo del río.
Eneas sigue atacando y hace brillar su lanza
grande como un árbol, y así habla con pecho terrible:
«¿Qué es lo que ahora te entretiene? ¿Por qué te retrasas, Turno?
No a la carrera; debemos pelear de cerca con armas terribles.
Conviértete en todo lo que gustes y reúne cuanto puedas
de valor y de trucos; toca con tus alas, si quieres,
los astros altísimos y ocúltate encerrado en los abismos de la tierra.»
El otro, sacudiendo la cabeza: «No me asustan tus fogosas palabras,
arrogante; los dioses me asustan y Júpiter de enemigo.»
Y sin más decir pone sus ojos en una piedra enorme,
una antigua y enorme piedra que estaba tirada en el llano,
puesta como marca en el campo para evitar querellas por los sembrados.
Apenas podrían aguantarla sobre la cerviz doce hombres escogidos,
musculosos como hoy los produce nuestra tierra;
él la alzó con mano temblorosa y la blandía contra su enemigo
irguiéndose más aún el héroe y lanzado a la carrera.
Mas ni se reconoció al correr ni al avanzar
o al tomar la enorme piedra en sus manos y vibrarla;
vacilan sus rodillas, un escalofrío le cuajó la gélida sangre.
Y además la roca lanzada al vacío por el guerrero
ni recorrió toda su distancia ni cumplió el golpe.
Y como en sueños, cuando de noche lánguido reposo
nos cierra los ojos; en vano nos parece que queremos emprender
ansiosas carreras y en medio del intento sucumbimos
extenuados; no puede la lengua, no nos bastan las conocidas
fuerzas del cuerpo y no salen voces ni palabras.
Así a Turno, por donde su valor le lleva a buscar una salida,
la diosa cruel le niega el camino. Dan vueltas entonces en su pecho
variados sentimientos; contempla a los rútulos y la ciudad
y vacila de miedo y le estremece buscar la muerte,
ni cómo escapar o con qué fuerza atacar al enemigo
ve, ni siquiera su carro ni a su hermana la auriga.
Contra sus dudas blande Eneas el dardo fatal,
calculando la fortuna con los ojos, y con todo su cuerpo
lo dispara de lejos. Nunca tiemblan así las piedras que arroja
la máquina mural ni con rayo tan terrible
estallan los truenos. Vuela como negro torbellino
el asta llevando un cruel final y desgarra los bordes
de la coraza y el último cerco del séptuplo escudo;
silbando le atraviesa el muslo. Cae golpeado
cuan grande es Turno al suelo doblando la rodilla.
Se alzan los rútulos en un gemido y resuena todo
el monte alrededor y los bosques profundos devuelven el eco.
Él, desde el suelo suplicante, los ojos y la diestra implorante
le tiende, y dice: «Lo he merecido en verdad, y no me arrepiento;
aprovecha tu suerte. Si el pensamiento de un padre
desgraciado puede conmoverte, te ruego (también tú tuviste
a tu padre Anquises), ten piedad de la vejez de Dauno
y devuélveme a los míos, aunque sea mi cuerpo
despojado de la luz. Has ganado y los ausonios me han visto
vencido tender las palmas; tuya es Lavinia por esposa,
no vayas con tu odio más allá.» Se detuvo fiero en sus armas
Eneas volviendo los ojos y frenó el golpe de su diestra;
estas palabras habían empezado a inclinar sus dudas
cada vez más, cuando apareció en lo alto de su hombro
el desgraciado tahalí y relucieron las correas con los conocidos bullones
del muchacho, de Palante, a quien Turno abatiera vencido
por su herida, y llevaba en sus hombros el trofeo enemigo.
Él, cuando se le fijó en los ojos el recuerdo
del cruel dolor y su botín, encendido de furia y con ira
terrible: «¡A ti te gustaría escapar ahora revestido
con los despojos de los míos! Palante te inmola con este golpe,
y Palante se cobra el castigo con una sangre criminal.»
Así diciendo le hunde furioso en pleno pecho
la espada; a él se le desatan los miembros de frío
y se le escapa la vida con un gemido, doliente, a las sombras.
Marcela Noemí Silva- Admin
- Cantidad de envíos : 3292
Puntos : 64845
Fecha de inscripción : 26/06/2009
Rosko- Moderador Musical
- Cantidad de envíos : 4767
Puntos : 56797
Fecha de inscripción : 06/04/2012
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poesía Lírica-Canciones-Romances-Sonetos :: Epopeya- Poesía y Literatura Épica
Página 1 de 1.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.