Eneida: Libro I
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poesía Lírica-Canciones-Romances-Sonetos :: Epopeya- Poesía y Literatura Épica
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Eneida: Libro I
Eneida: Libro I
Canto las armas y a ese hombre que de las costas de Troya
llegó el primero a Italia prófugo por el hado y a las playas
lavinias, sacudido por mar y por tierra por la violencia
de los dioses a causa de la ira obstinada de la cruel Juno,
tras mucho sufrir también en la guerra, hasta que fundó la ciudad
y trajo sus dioses al Lacio; de ahí el pueblo latino
y los padres albanos y de la alta Roma las murallas.
Cuéntame, Musa, las causas; ofendido qué numen
o dolida por qué la reina de los dioses a sufrir tantas penas
empujó a un hombre de insigne piedad, a hacer frente
a tanta fatiga. ¿Tan grande es la ira del corazón de los dioses?
Hubo una antigua ciudad que habitaron colonos de Tiro,
Cartago, frente a Italia y lejos de las bocas
del Tiber, rica en recursos y violenta de afición a la guerra;
de ella se dice que Juno la cuidó por encima de todas las tierras,
más incluso que a Samos. Aquí estuvieron sus armas,
aquí su carro; que ella sea la reina de los pueblos,
si los hados consienten, la diosa pretende e intenta.
Pero había oído que venía una rama de la sangre troyana
que un día habría de destruir las fortalezas tirias;
para ruina de Libia vendría un pueblo poderoso
y orgulloso en la guerra; así lo hilaban las Parcas.
Eso temiendo y recordando la hija de Saturno otra guerra
que ante Troya emprendiera en favor de su Argos querida,
que aún no habían salido de su corazón las causas del enojo
ni el agudo dolor; en el fondo de su alma
clavado sigue el juicio de Paris y la ofensa de despreciar
su belleza y el odiado pueblo y los honores a Ganimedes raptado.
Más y más encendida por todo esto, agitaba a los de Troya
por todo el mar, resto de los dánaos y del cruel Aquiles,
y los retenía lejos del Lacio. Sacudidos por los hados
vagaban ya muchos años dando vueltas a todos los mares.
Empresa tan grande era fundar el pueblo de Roma.
Apenas daban velas, alegres, a la mar alejándose de las tierras
de Sicilia y surcaban con sus quillas la espuma de sal
cuando Juno, que guarda en su pecho una herida ya eterna,
pensó: «¿Desistiré, vencida, de mi intento
y no podré mantener apartado de Italia al rey de los teucros?
En verdad se me enfrentan los hados. ¿No pudo quemar Palas
la flota de los griegos y hundirlos a ellos mismos en el mar,
por la culpa y la locura de uno solo, de Áyax Oileo?
Ella fue quien lanzó de las nubes el rápido fuego de Jove
y dispersó las naves y dio la vuelta al mar con los vientos;
y a él mientras moría con el pecho atravesado de llamas
se lo llevó en un remolino y lo clavó en escollo puntiagudo.
Y yo, reina que soy de los dioses y de Júpiter
hermana y esposa, contra un solo pueblo tantos años ya
hago la guerra. ¿Acaso alguien querrá adorar
el numen de Juno o suplicante rendirá honor a sus altares?»
En su pecho encendido estas cuitas agitando la diosa
a la patria llegó de los nimbos, lugares preñados de Austros furiosos,
a Eolia. Aquí en vasta caverna el rey Éolo
sujeta con su mando a los vientos que luchan y a las tempestades
sonoras y los frena con cadenas y cárcel.
Ellos enfurecidos hacen sonar su encierro del monte
con gran ruido; Éolo se sienta en lo alto de su fortaleza
empuñando su cetro y suaviza los ánimos y atempera su enojo.
Si así no hiciera, en su arrebato se llevarían los mares sin duda
y las tierras y el cielo profundo y los arrastrarían por los aires.
Pero el padre todopoderoso los escondió en negros antros,
eso temiendo, y la mole de un monte elevado
puso encima y les dio un rey que con criterio cierto
supiera sujetar o aflojar sus riendas según se le ordenase.
Y a él entonces Juno se dirigió suplicante con estas palabras:
«Éolo (pues a ti el padre de los dioses y rey de los hombres
te confió calmar las olas y alzarlas con el viento),
un pueblo enemigo mío navega ahora por el mar Tirreno,
y se lleva a Italia Ilión y los Penates vencidos.
Insufla fuerza a tus vientos y cae sobre sus naves, húndelas,
o haz que se enfrenten y arroja sus cuerpos al mar.
Tengo catorce Ninfas de hermoso cuerpo,
de las que Deyopea es quien tiene más bonita figura;
la uniré a ti en matrimonio estable y haré que sea tuya,
para que por tus méritos pase todos los años
contigo y te haga padre de hermosa descendencia.»
A lo que Éolo repuso: «Cosa tuya, oh reina, saber
lo que deseas; a mí aceptar tus órdenes me corresponde.
Tú pones en mis manos este reino y me ganas el cetro y a Jove,
tú me concedes asistir a los banquetes de los dioses
y me haces señor de los nimbos y las tempestades.»
Luego que dijo estas cosas, golpeó con su lanza el costado
del hueco monte y los vientos, como ejército en formación de combate,
por donde se les abren las puertas se lanzan y soplan las tierras con su torbellino.
Cayeron sobre el mar y lo revuelven desde lo más hondo,
a una el Euro y el Noto y el Ábrego lleno
de tempestades, y lanzan vastas olas a las playas.
Se oye a la vez el grito de los hombres y el crujir de las jarcias;
las nubes ocultan de pronto el cielo y el día
de los ojos de los teucros, una negra noche se acuesta sobre el ponto,
tronaron los polos y el éter reluce con frecuentes relámpagos
y todo se conjura para llevar la muerte a los hombres.
Se aflojan de pronto de frío las fuerzas de Eneas,
gime y lanzando hacia el cielo ambas palmas
dice: «Tres veces y cuatro veces, ay, bienaventurados
cuantos hallaron la muerte bajo las altas murallas de Troya,
a la vista de sus padres. ¡Oh, el más valiente de los dánaos,
Tidida! ¡Y no haber podido yo caer de Ilión en los campos
a tus manos y que hubieras librado con tu diestra esta alma mía
donde fue abatido el fiero Héctor por la lanza del Eácida,
donde el gran Sarpedón, donde el Simunte arrastra
en sus aguas tanto yelmo y escudo, y tantos cuerpos esforzados!»
Cuando así se quejaba un estridente golpe del Aquilón
sacude de frente la vela y lanza las olas a las estrellas.
Se quiebran los remos, se vuelve la proa y ofrece
el costado a las olas, viene después enorme un montón de agua;
unos quedan suspendidos en lo alto de la ola; a estos otros se les abre el mar
y les deja ver la tierra entre las olas en agitado remolino de arena.
A tres las coge y las lanza el Noto contra escollos ocultos
(a esos escollos que asoman en medio del mar los llaman los ítalos Aras,
enorme espina de la superficie del agua), a tres el Euro las arrastra
de alta mar a los bajíos y a las Sirtes, triste espectáculo,
y las encalla en los vados y las cerca de un banco de arena.
A una que llevaba a los licios y al leal Orontes,
ante sus propios ojos la golpea en la popa una ola gigante
cayendo de lo alto: la sacudida arrastra de cabeza
al piloto, rodando; a aquélla tres veces la hace girar
la tromba en su sitio antes de que la trague veloz torbellino.
Desperdigados aparecen algunos nadando en la amplia boca,
las armas de los hombres, los tablones y el tesoro troyano entre las olas.
Ya la nave poderosa de Ilioneo, ya la del fuerte Acates
y la que lleva a Abante y la de Aletes el anciano
la tempestad las vence; por las maderas sueltas de los flancos
reciben todas el agua enemiga y se abren en rendijas.
Entretanto Neptuno advirtió por el ruido tan grande que el mar se agitaba,
se desataba la tormenta y el agua volvía de los profundos abismos
y, gravemente afectado, miró desde lo alto
sacando su plácida cabeza por encima del agua.
Ve por todo el mar la flota deshecha de Eneas,
y a los troyanos atrapados por las olas y la ruina del cielo;
y no se le escaparon al hermano las trampas y la ira de Juno.
Así que llama ante él al Céfiro y al Euro, y así les dice:
«¿A tanto ha llegado el orgullo de la raza vuestra?
¿Ya revolvéis el cielo y la tierra sin mi numen, vientos,
y os atrevéis a levantar moles tan grandes?
Os voy a... Pero, antes conviene volver a componer las olas agitadas.
Más adelante pagaréis con pena bien distinta vuestro atrevimiento.
Marchaos ya de aquí y decid esto a vuestro rey:
el gobierno del mar y el cruel tridente no a él,
sino a mí, los confió la suerte. Se ocupa él de las rocas enormes,
Euro, vuestras moradas; que se jacte en aquella residencia
Éolo y reine en la cerrada cárcel de los vientos.»
Así habla, y antes de decirlo aplaca el mar hinchado
y dispersa el montón de nubes y vuelve a traer el sol.
Cimótoe y Tritón intentan a la vez sacar las naves
del filoso escollo; las alza él con su propio tridente
y abre las vastas Sirtes y serena el mar
y recorre la cresta de las olas con sus ruedas ligeras.
Y como en un gran pueblo cuando a menudo surge
el motín y se enciende el corazón de los villanos,
y vuelan ya piedras y antorchas y la locura sirve a las armas.
Entonces, si pueden ver a un hombre de grave piedad
y méritos, callan y se detienen a su lado con el oído atento;
él gobierna con palabras sus ímpetus y ablanda sus corazones:
así decayó todo ruido en el mar luego que el padre
contemplando la superficie y llevado a cielo abierto
conduce sus caballos y vuela dando rienda suelta a su carro.
Los agotados Enéadas intentan ganar a la carrera
las costas más próximas y se dirigen hacia las playas de Libia.
Hay un lugar en una profunda ensenada y, ofreciendo sus costados,
una isla lo hace puerto rompiendo contra ellos cuanta ola
viene del mar, que se divide en arcos de reflujo.
Aquí y allá vastos roquedales y farallones gemelos
amenazan al cielo, bajo la cima de los cuales calla
en gran extensión un mar seguro; se añade por encima un decorado
de selvas relucientes y se alza un negro bosque de horrible sombra.
Una gruta se abre enfrente, de colgantes escollos;
dentro, aguas dulces y sitiales en la roca viva,
morada de Ninfas. Se sujetan aquí las naves cansadas
sin maroma alguna, no las ata el ancla con su curvo mordisco.
Aquí llega Eneas con las siete naves que reunir pudo
del número total, y desembarcando con gran ansia de tierra
toman los troyanos posesión de la anhelada arena
y tienden en la playa los cuerpos de sal entumecidos.
Y primero Acates le hizo brotar al pedernal la chispa
y prendió con ella unas hojas y puso alrededor
árido alimento y raudo sacó del pábulo la llama.
Luego, cansados de fatigas, sacan el alimento de Ceres
que el agua empapó y las armas cereales y se aprestan
a tostar en las llamas la comida rescatada y a entregarla al molino.
Trepa mientras Eneas al acantilado y revisa a lo lejos
cuanto se ve del mar, por si divisar puede a alguno
arrastrado por el viento, y las birremes frigias, a Anteo
o a Capis o las armas de Caíco en lo alto de sus popas.
Ninguna nave a la vista, observa sin embargo a tres ciervos
vagando por la playa; sigue por detrás entera
la manada y pace larga formación por los valles.
Se detiene entonces y empuña al punto el arco y las veloces
flechas, las armas que el fiel Acates le llevaba,
y abate los primeros a los que van delante con la cabeza erguida.
de cuernos como árboles, después a la tropa y alborota
a toda la manada acosándolos con sus disparos en el espeso bosque;
y no paró hasta que, vencedor, siete hermosos ejemplares
pone en el suelo, hasta igualar el número de naves;
luego vuelve al puerto y entre todos los compañeros los reparte.
Distribuye después el vino que el buen Acestes había puesto en orzas
Y les había entregado el héroe cuando dejaban la costa trinacria,
y consuela sus afligidos corazones con estas palabras:
«Compañeros míos (pues que no ignoramos lo que son desgracias),
cosas más graves, habéis sufrido, y a éstas también un dios pondrá fin.
Habéis pasado ya la rabia de Escila y los escollos que resuenan
fuertemente, y conocéis también las piedras del Ciclope:
recobrad el ánimo y deponed ese triste temor,
que quizá hasta esto recordaremos un día con gusto.
Entre diversas fatigas, entre tantas circunstancias adversas
buscamos el Lacio, donde nos muestran los hados
sedes apacibles; allí renacer deben los reinos de Troya.
Aguantad y guardaos para tiempos mejores.»
Así dice, y aunque graves cuitas lo afligen,
simula esperanza en su rostro, guardando en su pecho una pena profunda.
Ellos se aprestan al botín y van preparando la comida;
separan el lomo de las costillas y las vísceras sacan;
unos lo cortan en trozos que clavan, temblando, en los asadores,
colocan otros los calderos en la playa y se encargan del fuego.
Recobran luego las fuerzas comiendo y echados en la hierba
se llenan de un Baco añejo y de pingüe carne.
Después de saciar su hambre con el banquete y retirar la mesa,
echan de menos en larga plática a los amigos perdidos,
divididos entre la esperanza y el miedo, pensando bien que viven,
bien que han llegado al final y no les oirán llamarlos.
Y en especial el piadoso Eneas lamenta la pérdida ya del fiero
Orontes, ya de Amico y el destino cruel de Lico
y al valiente Gías y al valiente Cloanto.
Y habían ya acabado cuando Júpiter de lo alto del éter,
mirando el mar velero y las tierras que se extienden
y las costas y los dilatados pueblos, así se detuvo
en la cima del cielo y clavó sus ojos en los reinos de Libia.
Y a él que revolvía en su pecho cuitas tales,
afligida y llenos de lágrimas sus ojos brillantes,
se dirige Venus: «Oh, tú que gobiernas con poder eterno
las cosas humanas y divinas y aterrorizas con el rayo.
¿Qué delito tan grande ha podido cometer mi Eneas
contra ti? ¿Cuál los troyanos que ven cerrarse ante Italia
el orbe entero de las tierras cuando tantas muertes han sufrido?
Cierto es que has prometido que de aquí al correr del tiempo
saldrían los romanos, de aquí los caudillos de la sangre de Teucro
que bajo su poder tendrían el mar y las tierras todas.
¿Qué pensamiento, padre mío, cambiar te ha hecho?
Sólo eso en verdad me consolaba de la caída de Troya
y sus tristes ruinas, compensando con otros unos hados adversos;
pero ahora la suerte sigue igual para unos hombres a quienes tantas
desgracias han sacudido. ¿Qué límite marcas, rey soberano, a sus fatigas?
Anténor, escapando de entre los aqueos, pudo llegar
a los golfos de Iliria y entrar a salvo en el reino
de los liburnos y superar las fuentes del Timavo,
de donde entre el vasto rugido de los montes por nueve bocas
baja mar desatado y golpea los campos con sonoro piélago.
Pudo por fin fundar la ciudad de Pátavo y las sedes
de los teucros y dio un nombre a su pueblo y de Troya las armas
clavó; ahora descansa acomodado en plácido reposo.
Y nosotros, tu estirpe, a quienes concedes el alcázar del cielo,
nos vemos abandonados con las naves perdidas (¡terrible!),
por el enojo de una sola y se nos aparta de las ítalas costas.
¿Es éste el premio a la piedad? ¿Así nos repones en el trono?»
El sembrador de dioses y de hombres, sonriéndole,
con el rostro con el que el cielo serena y las tormentas,
libó los besos de su hija, y luego le dice:
«Deja ese miedo, Citerea, que intacto permanece para ti
el sino de los tuyos; verás la ciudad y las prometidas murallas
de Lavinio y llevarás, sublime, hasta las estrellas del cielo
al magnánimo Eneas; que no ha cambiado mi opinión.
Éste (lo diré, pues esa cuita te devora,
claramente y dando vueltas removeré los arcanos del destino),
te librará en Italia una gran guerra y a pueblos feroces
golpeará e impondrá a sus hombres leyes y murallas,
hasta que el tercer verano le vea reinando en el Lacio
y pasen tres inviernos desde la derrota de los rútulos.
En cuanto a su hijo Ascanio, al que ahora se da el sobrenombre
de Julo (que Ilo era mientras de Ilión la fuerza se sostuvo),
ha de cumplir con su poder treinta grandes giros
del paso de los meses, y de la sede de Lavinio trasladará
su reino, y ceñirá de fuertes murallas Alba Longa.
Aquí se reinará trescientos años completos
por la raza de Héctor, hasta que Ilia, princesa sacerdotisa,
preñada de Marte le dará con su parto una prole gemela.
Después, contento bajo el rubio manto de una loba nodriza
Rómulo se hará cargo del pueblo y alzará las murallas
de Marte y por su nombre le dará el de romano.
Y yo no pongo a éstos ni meta ni límite de tiempo:
les he confiado un imperio sin fin. Y hasta la áspera Juno,
que ahora fatiga de miedo el mar y las tierras y el cielo,
cambiará su opinión para mejor, y velará conmigo
por los romanos, por los dueños del mundo y el pueblo togado.
Así lo quiero. Al correr de los lustros llegará un tiempo
en que la casa de Asáraco someterá a esclavitud a Ftía
y la ilustre Micenas y mandará en la vencida Argos.
Nacerá troyano César, de limpio origen, que el imperio
ha de llevar hasta el Océano y su fama a los astros,
Julio, con nombre que le viene del gran Julo.
Lo acogerás, segura, tú en el cielo cuando llegue cargado
con los despojos de oriente; también él será invocado con votos.
Con el fin de las guerras más suave se hará el áspero siglo:
la canosa Lealtad, y Vesta y Quirino con su hermano Remo
darán sus leyes, y serán cerradas las sanguinarias puertas de la Guerra
con trancas reforzadas y con hierro; dentro, impío, el Furor
sentado sobre sus armas crueles y atado con cien nudos
de cadenas a la espalda rugirá erizado con su boca de sangre.»
Esto dice, y envía desde el cielo al que Maya engendró
a que se abran las tierras y los nuevos alcázares de Cartago
acojan a los teucros, para que no los rechace de sus tierras
Dido, ignorando el destino. Vuela aquél por el cielo abierto
con el impulso de sus alas y se presenta raudo en las costas de Libia.
Y ya cumple las órdenes y rinden los púnicos su fiero corazón
porque el dios lo quiere, y la que más la reina aguarda
a los troyanos con ánimo sereno y bondadosa mente.
El piadoso Eneas, en esto, dando muchas vueltas en la noche,
apenas nació la luz sustentadora, decidió salir
y explorar los nuevos lugares, las costas que ganaron con el viento,
e indagar quién las habita (como no ve cultivos),
si hombres o fieras, y traer exacta noticia a sus compañeros.
En una quebrada del bosque, bajo el hueco de una roca sus naves
oculta entre árboles y sombras de espanto.
Y él se marcha sólo con la compañía de Acates
apretando en sus manos dos lanzas de ancho filo.
En medio del bosque se le presentó su madre con los rasgos
y el aspecto de una doncella, y con las armas de una doncella
espartana, cual fatiga la tracia a sus caballos
Harpálice, o al Hebro alado sobrepasa corriendo;
pues presto el arco lo llevaba colgado de sus hombros
según la costumbre de caza y dejaba flotar al viento sus cabellos,
desnuda la rodilla y la ropa suelta recogida en un nudo.
Y habló la primera: «¡Eh, jóvenes! Decidme si de las mías
habéis visto a alguna, de mis hermanas, vagando por aquí
con la aljaba y con la piel de lince llena de manchas,
o siguiendo a gritos la carrera de un jabalí espumante.»
Así Venus, y así de Venus el hijo comenzó por su parte:
«Ni hemos oído ni hemos visto a ninguna de tus hermanas.
¿Cómo he de llamarte, muchacha?, pues no tienes cara
de mortal ni suena tu voz como la de los hombres, oh diosa sin duda
(¿quizá hermana de Febo o una de la sangre de las Ninfas?).
Sé feliz y ojalá, seas quien seas, alivies nuestra carga
y nos digas por fin bajo qué cielo, a qué lugar del mundo
hemos ido a parar. Ignorantes del lugar y de sus hombres
vagamos, por el viento y el vasto oleaje aquí arrojados.
Hará caer nuestra diestra muchas víctimas ante tus altares.»
Venus entonces: «En verdad no me creo digna de tales honores.
Llevar aljaba es costumbre de las muchachas de Tiro
y anudar en alto sus piernas a coturnos de púrpura.
Tierra de púnicos es la que ves, tirios y la ciudad de Agénor,
y las fronteras con los libios, pueblo terrible en la guerra.
Tiene el mando Dido, de su ciudad tiria escapada
huyendo de su hermano. Larga es la ofensa, largos
los avatares; mas seguiré lo más sobresaliente de la historia.
De ésta el esposo era Siqueo, el hombre más rico en oro
de los fenicios, y lo amó la infeliz con amor sin medida,
desde que su padre la entregara sin mancha y la uniera con él en primeros
auspicios. Pero el poder en Tiro lo ostentaba su hermano
Pigmalión, terrible más que todos los otros por sus crímenes.
Y vino a ponerse entre ambos la locura. Éste a Siqueo,
impío ante las aras y ciego de pasión por el oro,
sorprende a escondidas con su espada, sin cuidarse
del amor de su hermana; su acción ocultó por mucho tiempo
y con mentiras y esperanzas vanas engañó a la amante afligida.
Pero en sueños se le presentó el propio fantasma de su insepulto
esposo, con los rasgos asombrosamente pálidos;
las aras crueles descubrió y el pecho por el hierro
atravesado, y desveló todo el crimen secreto de su casa.
La anima luego a disponer la huida y salir de su patria,
y saca de la tierra antiguos tesoros escondidos,
ayuda para el camino, gran cantidad de oro y de plata.
Conmovida por esto preparaba Dido su partida y a los compañeros.
Acuden aquellos que más odiaban al cruel tirano,
o que más le temían; de unas naves que dispuestas estaban
se apoderan y las cargan de oro. Se van por el mar
las riquezas del avaro Pigmalión; una mujer dirige la empresa.
Llegaron a estos lugares, donde ahora ves enormes murallas
y nace el alcázar de una joven Cartago,
y compraron el suelo, que por esto llamaron Birsa,
cuanto pudieron rodear con una piel de toro.
Mas, ¿qué hay de vosotros? ¿De dónde habéis llegado
o a dónde os dirigís?» A quien tal preguntaba, aquél
entre suspiros y sacando la voz de lo hondo del pecho:
«¡Oh, diosa! Si hubiera de empezar desde el principio
y tiempo tuvieras de escuchar los anales de nuestras fatigas,
antes encerraría Véspero al día en el Olimpo.
Desde la antigua Troya, y puede que el nombre de Troya
haya llegado a tus oídos, sacudidos por mares diversos,
por azar, una tormenta nos lanzó a las costas de Libia.
Yo soy Eneas piadoso que, arrancados al enemigo, mis Penates
llevo en mi flota conmigo; mi fama es conocida más allá del cielo.
Busco Italia, mi patria, y desciende mi raza del supremo Jove.
Me lancé al mar de Frigia con dos veces diez naves,
en pos de mi destino, bajo la guía de mi divina madre.
Siete apenas han sobrevivido al castigo de las olas y del Euro.
Yo mismo, desconocido y necesitado, vago por los desiertos de Libia,
expulsado de Europa y de Asia.» Y no consintió Venus
que más se quejase, y así dijo, interrumpiendo su dolor:
«Seas quien seas, y ya que has llegado a esta ciudad tiria,
no creo que consumas las auras de la vida odiado por los dioses.
Así que prosigue y vete desde aquí a los umbrales de la reina.
Pues que han vuelto tus amigos y que tu flota ha vuelto
te anuncio, y que al cambiar los Aquilones está en seguro,
si es que mis padres no me enseñaron mal a leer los augurios.
Mira dos grupos de seis cisnes volando en formación alegres,
a quienes dejando la región del éter el ave de Júpiter
turbaba a cielo abierto; ahora en larga fila ya parecen
elegir una tierra o mirar desde lo alto la elegida:
igual que en su retorno juegan aquéllos con alas estridentes
y recorren en círculo el cielo y lanzan su canto,
no de otra forma tus naves y tus jóvenes
o han entrado ya en puerto o buscan su boca a toda vela.
Así que prosigue, y, por donde te lleva el camino, dirige tus pasos.»
Dijo, y relució su nuca de rosa al darse la vuelta,
y desde lo más alto exhalaron sus cabellos de ambrosía
un olor divino; cayó su vestido hasta los mismos pies
y se marchó con el andar de una diosa verdadera. Entonces
reconoció aquél a su madre que escapaba y así la siguió con la voz:
«¿Por qué tan a menudo, también tú cruel, te burlas de tu hijo
con falsas imágenes? ¿Por qué no se me da juntar mi diestra
con la suya y oír y devolver palabras de verdad?»
Éste fue su reproche y encaminó sus pasos hacia las murallas.
Pero Venus cubrió con una sombra oscura a los caminantes
y derramó la diosa a su alrededor un manto de niebla,
para que nadie pudiera verlos y nadie tocarlos,
o urdir un retraso o las causas inquirir de su llegada.
Ella misma, volando, se va a Pafos y encontró alegre
de nuevo su morada, donde tiene su templo y cien altares
arden con incienso de Saba y huelen a guirnaldas recién cortadas.
Reemprendieron entretanto su camino, por donde avanza el sendero,
y ya subían ala colina que mucho asoma por encima
de la ciudad y ve desde lo alto el alcázar de enfrente.
Se asombra Eneas de la mole, cabañas otro tiempo,
se asombra de las puertas y del ir y venir por las calzadas.
Se afanan con fiebre los tirios: unos trazan la muralla
y levantan la fortaleza y hacen rodar las piedras en sus manos;
otros eligen un lugar para su techo y lo rodean de un surco;
leyes están dictando los jueces y el senado sagrado.
Unos aquí excavan el puerto; otros preparan profundos
cimientos para el teatro y sacan enormes columnas
de las rocas que habrán de decorar la escena futura.
Igual que las abejas al entrar el verano por los campos floridos
se afanan bajo el sol, sacando fuera las crías ya adultas
de la especie, o espesando la líquida miel
o hinchando las celdillas con el dulce néctar,
o toman la carga de las que van llegando o en formación cerrada
de la colmena arrojan al perezoso rebaño de los zánganos;
hierve el trabajo y de la miel se escapa un olor a tomillo.
«Afortunados los que ven sus murallas alzarse»,
exclama Eneas de la ciudad contemplando los tejados.
Encerrado en la niebla (asombra decirlo) se mete
en el centro y se mezcla a la gente sin ser visto.
Un bosque se alzaba en el corazón de la ciudad, de sombra amenísima,
donde, arrojados por el torbellino y las aguas, sacaron
del suelo los púnicos la primera señal que Juno soberana
les había mostrado: la cabeza de un brioso caballo; que habría de ser
por los siglos un pueblo famoso en la guerra y próspero en la paz.
Aquí levantaba la sidonia Dido un templo enorme
a Juno, opulento de ofrendas y del numen de la diosa,
y para él se alzaban sobre la escalinata dinteles de bronce y vigas
con bronce trabadas, y chirriaban en sus goznes las puertas de bronce.
En este bosque por primera vez el insólito espectáculo disipó
su temor, y se atrevió Eneas por primera vez a esperar
salvación y a más confiar en medio de la adversidad.
Y así, mientras todo contempla al pie del templo enorme,
esperando a la reina, mientras contempla absorto de la ciudad
cuál sea la suerte, y las brigadas de obreros y el esfuerzo
de los trabajos, ve por orden las luchas de Troya
y las guerras que había divulgado la fama por todo el orbe,
y a los Atridas y a Príamo y con ambos al cruel Aquiles.
Se detuvo, y entre lágrimas dijo: «¿Qué lugar, Acates,
qué región de la tierra no está llena de nuestras fatigas?
Mira Príamo. Aquí también se premia la virtud,
lágrimas hay para las penas y tocan el corazón las cosas de los hombres.
Deja ese miedo, que esta fama alguna ayuda habrá de reportarte.»
Dice así y alimenta su ánimo con la pintura inane
entre grandes gemidos, y humedece su rostro inagotable río.
Pues veía cómo por aquí escapaban los griegos peleando
de Pérgamo alrededor, acosados por la juventud troyana;
por aquí los frigios, al perseguirles con su carro Aquiles empenachado.
Y no lejos de allí las blancas velas de las tiendas de Reso
reconoce entre lágrimas: entregadas al sueño primero,
el hijo de Tideo las llenaba desangre en gran carnicería
y se lleva al campamento los fogosos caballos antes de que
probasen los pastos de Troya y bebieran del Janto.
En otra parte Troilo escapando tras perder sus armas,
pobre muchacho en desigual combate con Aquiles,
los caballos lo arrastran y cuelga caído del carro vacío,
sujetando las riendas sin embargo; nuca y cabellos
le arrastran por el suelo, y escribe en el polvo con la lanza vuelta.
Mientras tanto, las mujeres de Ilión subían al templo
de Palas inicua, sueltos los cabellos, un peplo
a ofrecerle suplicantes, tristes y golpeándose el pecho con las palmas,
y la diosa les daba la espalda, en el suelo clavados los ojos.
Tres veces había arrastrado Aquiles el cuerpo de Héctor
en torno a los muros de Troya y lo cambiaba sin vida por oro.
No pudo más, y deja escapar un gemido de lo hondo del pecho,
cuando los despojos, cuando el carro y cuando el cuerpo de su pobre amigo
y a Príamo tendiendo sus manos inermes contempla.
También él se vio, mezclado con los príncipes de los aqueos,
y el ejército de la Aurora y las armas del negro Memnón.
Guía la marcha de las amazonas de escudos lunados
Pentesilea, que arde enloquecida entre millares,
con áureo ceñidor bajo el pecho descubierto,
guerrera, doncella que se atreve a combatir contra hombres.
Mientras contempla todo esto el dardanio Eneas maravillado,
mientras se queda absorto atento sólo a lo que ve,
la reina hacia el templo, la bellísima Dido,
se encamina con numeroso séquito de jóvenes.
Cual en las riberas del Eurotas o en las laderas del Cinto
Diana dirige a sus coros de Oréadas que la siguen a miles
y se agolpan a un lado y a otro; ella la aljaba
lleva al hombro y sobresale de todas las diosas al caminar
(se agita de gozo el pecho callado de Latona):
así estaba Dido, así de alegre caminaba
entre todos apresurando las obras de su futuro reino.
Y a las puertas de la diosa, bajo la bóveda del templo
se sentó sobre alto sitial rodeada de sus armas.
Impartía justicia y leyes a los hombres y la tarea de las obras
distribuía en partes iguales o dejaba a la suerte,
cuando de pronto Eneas ve llegar entre gran concurso
de gente a Anteo y a Sergesto y al valiente Cloanto
y a algunos otros teucros a quienes negro tornado
había dispersado por el mar, lanzándolos a otras orillas.
Pasmado se quedó y a la vez Acates se conmueve
de alegría y de miedo; ardían ansiosos por estrechar
sus diestras, mas la dudosa situación turba sus corazones.
Se contienen y escondidos en el hueco de la nube observan
cuál ha sido la suerte de sus hombres, dónde han dejado las naves,
a qué vienen; pues llegaban escogidos de toda la flota
a pedir favor y se dirigían al templo gritando.
Luego que entraron y se les permitió hablar delante de todos,
de este modo comienza el gran Ilioneo, con pecho sereno:
«Oh, reina, a quien Júpiter ha dado fundar una nueva ciudad
y en justicia que frenaras a pueblos soberbios.
Los pobres troyanos, batidos por los vientos de todos los mares,
te suplicamos: aleja el fuego maldito de nuestras naves,
perdona a un pueblo piadoso y vigila de cerca nuestras cosas.
Que no hemos venido a debelar con la espada los Penates
de Libia, ni a llevar a la costa un botín apresado;
no somos de ánimo guerrero ni es de vencidos soberbia tamaña.
Hay un lugar al que llaman los griegos con el nombre de Hesperia,
una tierra antigua, poderosa en las armas y fértil de suelo,
que habitaron los hombres de Enotria; hoy se dice que sus descendientes
llaman Italia al pueblo por el nombre de su jefe.
Ése era nuestro rumbo,
cuando de pronto Orión tempestuoso surgió sobre las olas
y nos lanzó a bajíos sin salida y con Austros tenaces del todo
nos dispersó con el agua por encima entre olas y escollos
inaccesibles; unos pocos logramos ganar a nado nuestras playas.
¿Qué clase de hombres es ésta y qué patria tan bárbara permite
una costumbre así? Se nos impide la hospitalidad de la playa,
guerras nos levantan y nos prohíben detenernos en la orilla.
Si despreciáis la raza de los hombres y las armas mortales,
temed al menos a los dioses que no olvidan lo bueno y lo malo.
Un rey teníamos, Eneas; más justo que él no hubo otro
ni de mayor piedad, ni más grande en la guerra y las armas.
Si los hados protegen a este hombre, si se alimenta del aura
etérea y no duerme aún en las sombras crueles,
no cabe miedo alguno, ni habrá de pesarte el cumplir
la primera con nosotros. Ciudades tenemos en la región de los sículos
y armas, y el famoso Acestes de sangre troyana.
Permítasenos arrastrar a tierra la flota que desarboló el viento
y reparar su madera en los bosques y cortar nuevos remos,
y, si es posible, recobrados nuestros amigos y nuestro rey,
buscar Italia y gozosos dirigirnos a Italia y al Lacio;
y si no, si nuestra salvación se ha perdido y a ti, óptimo padre de los teucros,
te guarda el mar de Libia y no queda esperanza ya de Julo,
al menos al estrecho de Sicilia, a los lugares dispuestos
de donde llegamos hasta aquí, y al rey Acestes volvamos.»
Así dijo Ilioneo; así a la vez todos suspiraban los Dardánidas.
Brevemente entonces, la cabeza inclinada, habla Dido:
«Sacad el miedo de vuestro corazón, teucros, dejad esas cuitas.
Lo difícil de la situación y el que el reino sea nuevo tales cosas
me obligan a tramar y a defender con guardias todo mi suelo.
¿Quién no ha oído hablar de la estirpe de Eneas y la ciudad de Troya,
de su valor y sus hombres o de las llamas de guerra tan grande?
Que no tenemos los púnicos corazones tan endurecidos
ni tan lejos de la ciudad tiria unce el Sol sus caballos.
Así que, tanto si ansiáis la grandeza de Hesperia y los campos saturnios
como el suelo de Érice y el reino de Acestes,
os dejaré marchar protegidos por mi auxilio y podréis disponer de mis recursos.
¿Que preferís quedaros conmigo en pie de igualdad en mi reino?
La ciudad que estoy levantando vuestra es; varad vuestras naves;
ninguna distinción habré de hacer entre tirio y troyano.
Y ojalá que en alas del mismo Noto llegase también
Eneas, vuestro rey; al punto enviaré por las playas hombres
de confianza y haré que recorran los confines de Libia,
por si anda perdido por algún bosque o ciudad.»
Con el ánimo recobrado por estas palabras, el fuerte Acates
y el padre Eneas también, impacientes, ardían por salir
de la nube. Y Acates el primero interroga a Eneas:
«Hijo de diosa, ¿qué opinión se alza en tu pecho?
Todo estás viendo a salvo, y recobrados los amigos y la flota.
Sólo uno falta, a quien nosotros mismos vimos perderse
en medio de las olas; responde lo demás a las palabras de tu madre.»
Apenas acabó de hablar cuando se abre la nube
de repente, y se esfuma disipándose por cielo abierto.
Allí apareció Eneas y en una blanca luz resplandeció,
con la cara y el cuerpo como un dios; que su misma madre
había insuflado al hijo brillante cabellera y la luz púrpura
de la juventud y en sus ojos alegres resplandores:
como añaden las manos adornos al marfil o como de rubio oro
se engarza la plata o la piedra de Paros.
Así entonces se dirige a la reina y a todos de repente,
inesperado, dice: «Aquí me tenéis, soy quien buscáis.
Soy el troyano Eneas, rescatado del oleaje libio.
Oh, tú, la única en apiadarse de las fatigas indecibles de Troya,
que a nosotros, restos de los dánaos, agotados por mar y tierra
de toda clase de calamidades, de todo privados,
a tu ciudad y a tu casa nos asocias. No podemos, Dido,
darte las gracias que mereces, ni puede todo el pueblo troyano,
perdido como está y disperso por el ancho mundo.
Mas los dioses a ti, si algún numen vela por los piadosos, si es que
algo queda de justicia y una inteligencia que sabe lo que es justo,
digna recompensa habrán de darte. ¿Qué siglos tan felices
te vieron nacer? ¿Qué padres tan grandes así te engendraron?
Mientras hacia el mar corran los ríos, mientras recorran las sombras
las quebradas de los montes, mientras estrellas alimente el cielo,
permanecerá siempre el honor y la gloria de tu nombre,
sea cual sea la tierra que me llama.» Así que habló, al amigo
Ilioneo buscó con su diestra y con la izquierda a Seresto,
y a los demás después, y al valiente Gías y al valiente Cloanto.
Sin aliento se quedó la sidonia Dido, por la visión primero,
después por tanta desventura del héroe y así habló con su boca:
«¿Qué desventura, hijo de la diosa, en medio de tan grandes peligros
te persigue? ¿Qué fuerza te arroja a riberas salvajes?
¿No eres tú aquel Eneas que la madre Venus al dardanio
Anquises le engendró junto a las aguas del frigio Simunte?
Y recuerdo muy bien que Teucro vino a Sidón
expulsado de la tierra de su padre, buscando un nuevo reino
con la ayuda de Belo; andaba entonces mi padre Belo
asolando la rica Chipre y a su poder, vencedor, la tenía sometida.
Pues ya desde aquel tiempo me era conocida la ruina
de la ciudad troyana, y tu nombre, y los reyes pelasgos.
Él mismo, un enemigo, hablaba de los teucros con la mayor alabanza
y se pretendía descendiente de una antigua estirpe de teucros.
Así que vamos, jóvenes, entrad en nuestras casas.
Que a mí también fortuna parecida quiso traerme,
sacudida por fatigas sin cuento, por último a esta tierra;
no aprendo a ayudar al malhadado sin conocer la desgracia.»
Así dice, y conduce al tiempo a Eneas a los techos
reales y al tiempo ordena sacrificios en los templos de los dioses.
Y envía a la vez a los compañeros de la playa no menos
de veinte toros, cien erizados lomos
de enormes cerdos, cien corderos bien cebados con sus madres,
presentes y gozo del día.
Y se dispone con lujo de reyes el interior del palacio,
espléndido, y preparan los banquetes en las habitaciones:
telas trabajadas con esmero y de soberbia púrpura,
mucha plata en las mesas y, labradas en oro,
las valerosas hazañas de los padres, la sucesión larguísima
de batallas que tantos guerreros libraron desde el antiguo origen de la raza.
Eneas (pues no deja descansar a sus pensamientos su amor
de padre) envía por delante a las naves rápido a Acates,
que cuente a Ascanio todo esto y a la ciudad lo traiga;
todo el cuidado de su querido padre se pone en Ascanio.
Presentes además salvados de la ruina de Troya
manda traer, un vestido bordado con dibujos de oro
y un velo festoneado en acanto azafrán,
ornato de la argiva Helena que había traído ella
de Micenas al venir a Pérgamo y a unos prohibidos
himeneos, maravilloso regalo de su madre Leda;
y el cetro además que un día llevara llione,
la mayor de las hijas de Príamo, y para el cuello un collar
de perlas, y una doble corona de oro y de gemas.
Cumpliendo a toda prisa cubría Acates el camino a las naves.
Pero la Citerea nuevas mañas, nuevos planes urde
en su pecho, para que con la cara y el cuerpo del dulce Ascanio
Cupido se presente y encienda con sus regalos
la pasión de la reina, y meta el fuego en sus huesos.
Y es que teme a una casa ambigua y a los tirios de dos lenguas;
la abrasa feroz Juno y aumenta por la noche su cuidado.
Así que con estas palabras se dirige al alígero Amor:
«Hijo mío, mi fuerza, mi gran poder, el único
que despreciar puede los dardos tifeos de tu excelso padre,
en ti me refugio y suplicante tu ayuda reclamo.
Que tu hermano Eneas anda en el mar sacudido
por todas las costas a causa del odio de la acerba Juno,
lo sabes muy bien y a menudo de nuestro dolor te doliste.
Ahora lo retiene la fenicia Dido y lo entretiene con blandas
palabras, y me temo a dónde puede conducirle
la hospitalidad de Juno: no dejará pasar ocasión como ésta.
Por eso estoy planeando conquistar antes a la reina con engaños
y ceñirla de fuego, para que no cambie por algún otro dios
y conmigo se vea atada con un gran amor a Eneas.
Escucha ahora mi plan para que puedas lograrlo.
Por orden de su querido padre se dispone a acudir a la ciudad
sidonia el niño real, el objeto mayor de mis cuitas,
llevando consigo los presentes rescatados al mar y a las llamas de Troya;
voy a ocultarlo, profundamente dormido, en las cumbres
de Citera o en la sagrada morada de la Idalia,
para que enterarse no pueda de mis engaños o interponerse.
Tú, por no más de una noche, toma su aspecto
con engaño, y, niño, como eres, viste los conocidos rasgos del niño
de modo que, cuando te tome en su regazo felicísima Dido
entre las mesas reales y el licor llieo,
cuando te dé sus abrazos y te llene de dulces besos,
le insufles sin que lo advierta tu fuego y la engañes con tu droga.»
Obedece Amor las palabras de su madre querida y las alas
deja y toma gozoso los andares de Julo.
Venus por su lado plácida quietud vierte por los miembros
de Ascanio, y en sus brazos la diosa lo lleva a los altos
bosques de Idalia, donde la suave mejorana lo perfuma
y lo envuelve con sus flores y su dulce sombra.
Iba ya obediente al mandato Cupido y llevaba
los reales presentes a los tirios, alegre con la guía de Acates.
Al llegar, la reina se instaló por fin en un lecho
de oro con soberbios tapices y se puso en el centro,
y ya el padre Eneas y ya la juventud troyana
se presentan y se colocan sobre asientos de púrpura.
Presentan los criados agua a las manos y el fruto de Ceres
reparten en cestas y paños ofrecen de flecos cortados.
Dentro hay cincuenta criadas a cuyo cuidado está la provisión
ordenada de las viandas y quemar perfumes a los Penates;
otras cien y otros tantos servidores de la misma edad
para colmar de viandas las mesas y servir las copas.
No faltan tampoco los tirios, que en gran número acuden
al alegre palacio; se les pide descansar en cojines bordados
y admiran los regalos de Eneas, admiran a Julo,
el rostro resplandeciente del dios y sus fingidas palabras,
y el vestido y el velo bordado de acanto azafrán.
En especial la infeliz fenicia, rendida a la perdición que acecha,
no puede saciar su corazón y se abrasa mirando,
y por igual la emocionan los presentes y el muchacho.
Éste, luego que se colgó de los brazos y el cuello de Eneas
y colmó el gran amor de su falso padre,
busca a la reina. Ella con los ojos, con su corazón todo
se le prende y lo atrae a su pecho ignorante Dido
de qué dios terrible se le sienta, desdichada. Y él recordando
a su madre Acidalia, a borrar poco a poco a Siqueo
comienza y trata ya de cambiar con el amor de un vivo
su corazón ha tiempo apagado y un pecho no acostumbrado.
Tan pronto se descansó en el banquete y quitaron las mesas,
disponen grandes crateras y coronan los vinos.
Llena el bullicio la mansión y resuenan las voces por los amplios
salones; cuelgan encendidas las lámparas del dorado
artesón y derrotan las antorchas con su llama a la noche.
Pidió en ese momento la reina una pesada pátera de oro
y de gemas y la llenó de vino puro, como Belo y todos
desde Belo solían; luego se hizo el silencio en la sala:
«Júpiter, pues dicen que está a tu cargo el derecho de hospitalidad,
ojalá permitas que sea éste un día alegre para los tirios y cuantos
salieron de Troya, y que de él se acuerden nuestros descendientes.
Que nos asista Baco, dispensador de goces, y Juno benigna;
y vosotros, tirios, celebrad esta reunión con alegría.»
Dijo, y libó sobre la mesa la ofrenda del vino
y, hecha la libación, lo probó la primera con los labios apenas;
convidó luego a Bitias, quien sin dudarlo se tragó la copa
espumante hasta topar con el oro macizo;
después los demás príncipes. El crinado Yopas hace sonar
su cítara dorada cual le enseñó Atlante gigantesco.
Canta éste el vagar de la luna y del sol las fatigas,
el origen de hombres y animales, del agua y del fuego,
Arturo y las lluviosas Híades y los dos Triones,
por qué tanto se apresuran a bañarse en el Océano los soles
de invierno o por qué se demoran las lentas noches;
redoblan sus aplausos los tirios y los troyanos les siguen.
Pasaba también la noche en animada charla
la infeliz Dido, y un largo amor bebía,
preguntando una y otra cosa sobre Príamo, una y otra sobre Héctor;
ya con qué armas se había presentado el hijo de la Aurora,
ya cómo eran de Diomedes los caballos, ya por la figura de Aquiles:
«Ea, mi huésped; comienza por el principio y cuéntanos»,
dijo, «las trampas de los dánaos y las desgracias de los tuyos
y tu peregrinar; pues ya es el séptimo verano
que vagar te ve por todas las tierras y los mares.»
Marcela Noemí Silva- Admin
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Re: Eneida: Libro I
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Re: Eneida: Libro I
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