La taza
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La taza
La taza
Como esa japonesa invisible en el fondo de la taza de té, así me siento esta mañana. Se me aparece su imagen, al final del brebaje a contraluz, sonriente pero secreta. Así es la felicidad, pienso. Nos toma por asalto en un instante y es tan efímera como el olor a miel de este té y tan frágil como la porcelana y tan sorpresiva como el rostro de esta mujer japonesa, con su flor oriental adornando su pelo. Y es luminosa, sí, necesita de la luz para revelarse ante nuestros ojos. Nos asecha desde la oscuridad, sólo se hace visible si es atravesada por la luz. Entonces sonríe y gentilmente nos muestra su serena belleza.
Sostengo mi taza con las dos manos y llevo su fino borde a mi boca. Esta es la última taza que me queda, la heredé de mi madre y ella de su abuela y mi abuela de una tía rica que quién sabe de quién la heredó y allí se termina el árbol genealógico. Imagino a un hombre bebiendo en esta taza, descubriendo el rostro sonriente, enamorándose de esa mujer que se le entrega con los labios apenas entreabiertos tan cerca de los suyos. Una mujer que huele a flores de té y a jazmines. Cercana y a la vez inalcanzable, visible y oculta. Así es el amor, pensará el hombre y volverá a llenar la taza y a beber hasta el fondo por el sólo placer de mirarla un insante más, iluminada por el sol.
Ahora es una niña la que sostiene la taza entre sus manos, lo hace con cuidado, advertida de su fragilidad. Y bebé de a sorbitos la bebida dulce y caliente, con disfrute, y cuando inclina la taza para atrapar la última gota, la sorprende su imagen. Asi es la magia, piensa la niña. Una princesa que por encantamiento se encuentra atrapada en una taza de porcelana china.
Adriana Agrelo
Como esa japonesa invisible en el fondo de la taza de té, así me siento esta mañana. Se me aparece su imagen, al final del brebaje a contraluz, sonriente pero secreta. Así es la felicidad, pienso. Nos toma por asalto en un instante y es tan efímera como el olor a miel de este té y tan frágil como la porcelana y tan sorpresiva como el rostro de esta mujer japonesa, con su flor oriental adornando su pelo. Y es luminosa, sí, necesita de la luz para revelarse ante nuestros ojos. Nos asecha desde la oscuridad, sólo se hace visible si es atravesada por la luz. Entonces sonríe y gentilmente nos muestra su serena belleza.
Sostengo mi taza con las dos manos y llevo su fino borde a mi boca. Esta es la última taza que me queda, la heredé de mi madre y ella de su abuela y mi abuela de una tía rica que quién sabe de quién la heredó y allí se termina el árbol genealógico. Imagino a un hombre bebiendo en esta taza, descubriendo el rostro sonriente, enamorándose de esa mujer que se le entrega con los labios apenas entreabiertos tan cerca de los suyos. Una mujer que huele a flores de té y a jazmines. Cercana y a la vez inalcanzable, visible y oculta. Así es el amor, pensará el hombre y volverá a llenar la taza y a beber hasta el fondo por el sólo placer de mirarla un insante más, iluminada por el sol.
Ahora es una niña la que sostiene la taza entre sus manos, lo hace con cuidado, advertida de su fragilidad. Y bebé de a sorbitos la bebida dulce y caliente, con disfrute, y cuando inclina la taza para atrapar la última gota, la sorprende su imagen. Asi es la magia, piensa la niña. Una princesa que por encantamiento se encuentra atrapada en una taza de porcelana china.
Adriana Agrelo
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Galius- Moderador General
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