¡Chist!
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Cuentos de Antón Chéjov
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¡Chist!
¡Chist!
Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su
hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el
aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita
suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un
manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:
-¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de
todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no
ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un
escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter
lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero
imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy
enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!...
Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente...
Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.
-Nadia -le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible
escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga té y... un
bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin té... El té es lo que me sostiene
cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más
insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos
pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores,
un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico,
plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en
lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "¡Vil!" También hay una
docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas
nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se
rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso
creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los
ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando
las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún
despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del
cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido
del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y
de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto,
Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.
-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con una mueca de mártir-. ¡El óxido de
carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el
nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
Iván Krasnukin, periodista de no mucha importancia, vuelve muy tarde a su
hogar, con talante desapacible, desaliñado y totalmente absorto. Tiene el
aspecto de alguien a quien se espera para hacer una pesquisa o que medita
suicidarse. Da unos paseos por su despacho, se detiene, se despeina de un
manotazo y dice con tono de Laertes disponiéndose a vengar a su hermana:
-¡Estás molido, moralmente agotado, te entregas a la melancolía, y, a pesar de
todo, enciérrate en tu despacho y escribe! ¿Y a esto se llama vida? ¿Por qué no
ha descrito nadie la disonancia dolorosa que se produce en el alma de un
escritor que está triste y debe hacer reír a la gente o que está alegre y debe verter
lágrimas de encargo? Yo debo ser festivo, matarlas callando, e ingenioso, pero
imagínese que me entrego a la melancolía o, una suposición, ¡que estoy
enfermo, que ha muerto mi niño, que mi mujer está de parto!...
Dice todo esto agitando los brazos y moviendo los ojos desesperadamente...
Luego entra en el dormitorio y despierta a su mujer.
-Nadia -le dice-, voy a escribir... Te ruego que no me molesten, me es imposible
escribir si los niños chillan, si las cocineras roncan... Procura que tenga té y... un
bistec, ¿eh?... Ya lo sabes, no puedo escribir sin té... El té es lo que me sostiene
cuando trabajo.
Aquí nada es resultado del azar, del hábito, sino que todo, hasta la cosa más
insignificante, denota una madura reflexión y un programa estricto. Unos
pequeños bustos y retratos de grandes escritores, una montaña de borradores,
un volumen de Belinski con una página doblada, una página de periódico,
plegada negligentemente, pero de manera que se ve un pasaje encuadrado en
lápiz azul, y al margen, con grandes letras, la palabra: "¡Vil!" También hay una
docena de lápices con la punta recién sacada y unos cortaplumas con plumas
nuevas, para que causas externas y accidentes del género de una pluma que se
rompe no puedan interrumpir, ni siquiera un segundo, el libre impulso
creador... Krasnukin se recuesta contra el respaldo del sillón y, cerrando los
ojos, se abisma en la meditación del tema. Oye a su mujer que anda arrastrando
las zapatillas y parte unas astillas para calentar el samovar. Que no está aún
despierta del todo se adivina por el ruido de la tapadera del samovar y del
cuchillo que se le caen a cada instante de las manos. No se tarda en oír el ruido
del agua hirviendo y el chirriar de la carne. La mujer no cesa de partir astillas y
de hacer sonar las tapas redondas y las puertecillas de la estufa. De pronto,
Krasnukin se estremece, abre unos ojos asustados y olfatea el aire.
-¡Dios mío, el óxido de carbono! -gime con una mueca de mártir-. ¡El óxido de
carbono! ¡Esta mujer insoportable se empeña en envenenarme! ¡Dime, en el
nombre de Dios, si puedo escribir en semejantes condiciones!
Pablo Martin- Poeta especial
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Re: ¡Chist!
Corre a la cocina y se extiende en lamentaciones caseras. Cuando, unos
instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta
de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los
ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su
frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer... Su rostro
tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una
jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título
coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta
las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o
entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá...
Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como
quien firma una sentencia de muerte, escribe el título...
-¡Mamá, agua! -grita la voz de su hijo.
-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe. Chist...
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para
volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan
el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: "¡Muy bien, amigo mío!
¡Qué marcha!"
-¡Chist! -rasguea la pluma.
-¡Chist! -dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo
tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza
el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación
contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.
-¡Oiga! -grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja
escribir.
-Perdóneme -responde tímidamente Nicolaievich.
-¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos,
bosteza y mira el reloj.
-¡Dios mío, ya son las tres! -gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy
obligado a trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta
a su mujer y le dice con voz lánguida:
-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no
se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los
objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe,
ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De
qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante,
oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!
-Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme... -dijo al acostarse-.
Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos
el cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si
no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es
horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay,
cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese
un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!...
-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una
cosa sagrada que costaría caro profanar.
-¡Chist! -se oye a través de la casa-. ¡Chist!
instantes después, su mujer le lleva, caminando con precaución sobre la punta
de los pies, una taza de té, él se halla, como antes, sentado en su sillón, con los
ojos cerrados, abismado en su tema. Está inmóvil, tamborilea ligeramente en su
frente con dos dedos y finge no advertir la presencia de su mujer... Su rostro
tiene la expresión de inocencia ultrajada de hace un momento. Igual que una
jovencita a quien se le ofrece un hermoso abanico, antes de escribir el título
coquetea un buen rato ante sí mismo, se pavonea, hace carantoñas... Se aprieta
las sienes o bien se crispa y mete los pies bajo el sillón, como si se sintiese mal o
entrecierra los ojos con aire lánguido, como un gato tumbado sobre un sofá...
Por último, y no sin vacilaciones, adelanta la mano hacia el tintero y, como
quien firma una sentencia de muerte, escribe el título...
-¡Mamá, agua! -grita la voz de su hijo.
-¡Chist! -dice la madre-. Papá escribe. Chist...
Papá escribe a toda velocidad, sin tachones ni pausas, sin tiempo apenas para
volver las hojas. Los bustos y los retratos de los escritores famosos contemplan
el correr de su pluma, inmóviles, y parecen pensar: "¡Muy bien, amigo mío!
¡Qué marcha!"
-¡Chist! -rasguea la pluma.
-¡Chist! -dicen los escritores cuando un rodillazo los sobresalta, al mismo
tiempo que la mesa. Bruscamente, Krasnukin se endereza, deja la pluma y aguza
el oído... Oye un cuchicheo monótono... Es el inquilino de la habitación
contigua, Tomás Nicolaievich, que está rezando sus oraciones.
-¡Oiga! -grita Krasnukin-. ¿Es que no puede rezar más bajo? No me deja
escribir.
-Perdóneme -responde tímidamente Nicolaievich.
-¡Chist!
Cuando ha escrito cinco páginas, Krasnukin se estira de piernas y brazos,
bosteza y mira el reloj.
-¡Dios mío, ya son las tres! -gime-. La gente duerme y yo... ¡sólo yo estoy
obligado a trabajar!
Roto, agotado, con la cabeza caída hacia a un lado, se va al dormitorio, despierta
a su mujer y le dice con voz lánguida:
-Nadia, dame más té. Estoy sin fuerzas...
Escribe hasta las cuatro y escribiría gustosamente hasta las seis, si el asunto no
se hubiese agotado. Coquetear, hacer zalamerías ante sí mismo, delante de los
objetos inanimados, al abrigo de cualquier mirada indiscreta que le atisbe,
ejercer su despotismo y su tiranía sobre el pequeño hormiguero que el destino ha puesto por azar bajo su autoridad, he ahí la sal y la miel de su existencia. ¡De
qué manera este tirano doméstico se parece un poco al hombre insignificante,
oscuro, mudo y sin talento que solemos ver en las salas de redacción!
-Estoy tan agotado que me costará trabajo dormirme... -dijo al acostarse-.
Nuestro trabajo, un trabajo maldito, ingrato, un trabajo de forzado, agota menos
el cuerpo que el alma... Debería tomar bromuro... ¡Ay, Dios es testigo de que si
no fuera por mi familia dejaría este trabajo!... ¡Escribir de encargo! ¡Esto es
horrible!
Duerme hasta las doce o la una, con un sueño profundo y tranquilo... ¡Ay,
cuánto más dormiría aún, qué hermosos sueños tendría, cómo florecería si fuese
un escritor o un editorialista famoso o al menos un editor conocido!...
-¡Ha escrito toda la noche! -cuchichea su mujer con gesto apurado-. ¡Chist!
Nadie se atreve a hablar ni andar, ni a hacer el menor ruido. Su sueño es una
cosa sagrada que costaría caro profanar.
-¡Chist! -se oye a través de la casa-. ¡Chist!
Pablo Martin- Poeta especial
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