Carta XXIV de José Cadalso
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Carta XXIV de José Cadalso
De Gazel a Ben-Beley
Uno de los motivos de la decadencia de las artes de España es, sin duda, la repugnancia que tiene todo hijo a seguir la carrera de sus padres. En Londres, por ejemplo, hay tienda de zapatero que ha ido pasando de padres a hijos por cinco o seis generaciones, aumentándose el caudal de cada poseedor sobre el que dejó su padre, hasta tener casas de campo y haciendas considerables en las provincias, gobernados estos estados por el mismo desde el banquillo en que preside a los mozos de zapatería en la capital. Pero en este país cada padre quiere colocar a su hijo más alto, y si no, el hijo tiene buen cuidado de dejar a su padre más abajo; con cuyo método ninguna familia se fija en gremio alguno determinado de los que contribuyen al bien de la república por la industria y comercio o labranza, procurando todos con increíble anhelo colocarse por éste o por el otro medio en la clase de los nobles, menoscabando a la república en lo que producirían si trabajaran. Si se redujese siquiera su ambición de ennoblecerse al deseo de descansar y vivir felices, tendría alguna excusa moral este defecto político; pero suelen trabajar más después de ennoblecidos.
En la misma posada en que vivo se halla un caballero que acaba de llegar de Indias con un caudal considerable. Inferiría cualquiera racional que, conseguido ya el dinero, medio para todos los descansos del mundo, no pensaría el indiano más que en gozar de lo que fue a adquirir por varios modos a muchos millares de leguas. Pues no, amigo. Me ha comunicado su plan de operaciones para toda su vida aunque cumpla doscientos años. «Ahora me voy -me dijo- a pretender un hábito; luego, un título de Castilla; después, un empleo en la corte; con esto buscaré una boda ventajosa para mi hija; pondré un hijo en tal parte, otro en cual parte; casaré una hija con un marqués, otra con un conde. Luego pondré pleito a un primo mío sobre cuatro casas que se están cayendo en Vizcaya; después otro a un tío segundo sobre un dinero que dejó un primo segundo de mi abuelo». Interrumpí su serie de proyectos, diciéndole: «Caballero, si es verdad que os halláis con seiscientos mil pesos duros en oro o plata, tenéis ya cincuenta años cumplidos y una salud algo dañada por los viajes y trabajos, ¿no sería más prudente consejo el escoger la provincia más saludable del mundo, estableceros en ella, buscar todas las comodidades de la vida, pasar con descanso lo que os queda de ella, amparar a los parientes pobres, hacer bien a vuestros vecinos y esperar con tranquilidad el fin de vuestros días sin acarreárosla con tantos proyectos, todos de ambición y codicia?». «No, señor -me respondió con furia-; como yo lo he ganado, que lo ganen otros. Sobresalir entre los ricos, aprovecharme de la miseria de alguna familia pobre para ingerirme en ella, y hacer casa son los tres objetos que debe llevar un hombre como yo». Y en esto se salió a hablar con una cuadrilla de escribanos, procuradores, agentes y otros, que le saludaron con el tratamiento que las pragmáticas señalan para los Grandes del reino; lisonjas que, naturalmente, acabarán con lo que fue el fruto de sus viajes y fatigas, y que eran cimiento de su esperanza y necedad.
Uno de los motivos de la decadencia de las artes de España es, sin duda, la repugnancia que tiene todo hijo a seguir la carrera de sus padres. En Londres, por ejemplo, hay tienda de zapatero que ha ido pasando de padres a hijos por cinco o seis generaciones, aumentándose el caudal de cada poseedor sobre el que dejó su padre, hasta tener casas de campo y haciendas considerables en las provincias, gobernados estos estados por el mismo desde el banquillo en que preside a los mozos de zapatería en la capital. Pero en este país cada padre quiere colocar a su hijo más alto, y si no, el hijo tiene buen cuidado de dejar a su padre más abajo; con cuyo método ninguna familia se fija en gremio alguno determinado de los que contribuyen al bien de la república por la industria y comercio o labranza, procurando todos con increíble anhelo colocarse por éste o por el otro medio en la clase de los nobles, menoscabando a la república en lo que producirían si trabajaran. Si se redujese siquiera su ambición de ennoblecerse al deseo de descansar y vivir felices, tendría alguna excusa moral este defecto político; pero suelen trabajar más después de ennoblecidos.
En la misma posada en que vivo se halla un caballero que acaba de llegar de Indias con un caudal considerable. Inferiría cualquiera racional que, conseguido ya el dinero, medio para todos los descansos del mundo, no pensaría el indiano más que en gozar de lo que fue a adquirir por varios modos a muchos millares de leguas. Pues no, amigo. Me ha comunicado su plan de operaciones para toda su vida aunque cumpla doscientos años. «Ahora me voy -me dijo- a pretender un hábito; luego, un título de Castilla; después, un empleo en la corte; con esto buscaré una boda ventajosa para mi hija; pondré un hijo en tal parte, otro en cual parte; casaré una hija con un marqués, otra con un conde. Luego pondré pleito a un primo mío sobre cuatro casas que se están cayendo en Vizcaya; después otro a un tío segundo sobre un dinero que dejó un primo segundo de mi abuelo». Interrumpí su serie de proyectos, diciéndole: «Caballero, si es verdad que os halláis con seiscientos mil pesos duros en oro o plata, tenéis ya cincuenta años cumplidos y una salud algo dañada por los viajes y trabajos, ¿no sería más prudente consejo el escoger la provincia más saludable del mundo, estableceros en ella, buscar todas las comodidades de la vida, pasar con descanso lo que os queda de ella, amparar a los parientes pobres, hacer bien a vuestros vecinos y esperar con tranquilidad el fin de vuestros días sin acarreárosla con tantos proyectos, todos de ambición y codicia?». «No, señor -me respondió con furia-; como yo lo he ganado, que lo ganen otros. Sobresalir entre los ricos, aprovecharme de la miseria de alguna familia pobre para ingerirme en ella, y hacer casa son los tres objetos que debe llevar un hombre como yo». Y en esto se salió a hablar con una cuadrilla de escribanos, procuradores, agentes y otros, que le saludaron con el tratamiento que las pragmáticas señalan para los Grandes del reino; lisonjas que, naturalmente, acabarán con lo que fue el fruto de sus viajes y fatigas, y que eran cimiento de su esperanza y necedad.
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