El príncipe que perdió la risa
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El príncipe que perdió la risa
El príncipe que perdió la risa
Escrito por: Neli Garrido de Rodríguez
Esta historia ocurrió hace muchísimos años, en una época en que había reyes y palacios por todas partes. Es la historia de un príncipe que vivía en un país muy hermoso, lleno de montañas, bosques, llanuras y ríos.
Desde pequeño, el príncipe se preparó para reinar. Se pasaba días y días estudiando estrategia militar sobre unos enormes mapas. Y días y días con los sabios del reino que le enseñaban historia, matemáticas, geografía, y todo lo que hasta ese momento se sabía. Jamás salía del palacio. No conocía más gente que sus servidores y su ejército y no quería perder tiempo en fiestas, paseos o diversiones. Su única idea era reinar y que su reino fuera el más poderoso del mundo. Y lo consiguió.
Todas las guerras eran ganadas por soldados hábilmente adiestrados. Nuevas tierras conquistadas aumentaban su poderío. El tesoro de sus arcas crecía y crecía sin cesar. Su fama se extendía a lo largo y a lo ancho. Pero, en realidad, nadie lo conocía. Un día, cansado de tanto hacer cálculos y programar batallas, salió a los jardines de su palacio. Era un día de primavera y las flores asomaban enloquecidas de color y perfume. Y los pájaros cantaban por todas partes.
El príncipe aspiró hondamente el aire fresco y puro, se acercó a una flor hermosa, y quiso reír, contagiado de tanta alegría. Pero no pudo. Lo intentó varias veces, pero ¡nada! Quiso entonces ensayar aunque solo fuera una sonrisa... Pero no lo lograba. ¡Se había olvidado! ¡Se había olvidado de reír!
Ante ese descubrimiento el príncipe, espantado, anunció a gritos:
–¡He perdido la risa! ¡He perdido la risa! La noticia se extendió rápidamente, atravesó corredores, se introdujo en los salones, en los dormitorios, salió por las ventanas, entró por las puertas, llegó a la cocina, salió a los patios, a los jardines, a la caballeriza...
–¡El príncipe ha perdido la risa! ¡El príncipe ha perdido la risa! La noticia seguía veloz recorriendo el palacio. Y la orden no se hizo esperar: –¡A buscar la risa del príncipe! ¡A buscarla sin perder un minuto de tiempo! El príncipe, agobiado, con la cabeza entre las manos, repetía sin cesar: –¿Dónde está mi risa? ¿Dónde está?
En tanto, toda la servidumbre, y los pajes, y el ama de llaves, y los cocineros, y los consejeros, ¡y hasta los ministros! buscaban por todos los rincones la risa perdida.
Abrían armarios y baúles, miraban debajo de los muebles, en todos los cajones, detrás de los cuadros, debajo de las alfombras... Revisaron la sala de armas, el sótano, la bodega, en fin... en todas, todas partes, hasta que no quedó ni un centímetro del palacio sin revisar. Inútil. Inútil todo. La risa no aparecía por ninguna parte. Y el príncipe continuaba en su triste pose, sin moverse. Solo de tanto en tanto repetía como un autómata: –¿Dónde está mi risa? ¿Dónde está? Entonces enviaron pregoneros para que recorrieran la ciudad. –¡Quien encuentre la risa del príncipe será recompensado generosamente! –decían.
Y así fueron llegando al palacio cientos de personas que decían traer la risa perdida. Le contaban chistes, le hacían cosquillas. Pero inútil. La risa no aparecía. Artistas talentosos exhibieron sus habilidades frente al príncipe. Hermosas bailarinas, exquisitos cantantes, graciosísimos titiriteros y cómicos aseguraban traer la risa perdida; pero a todos, invariablemente, les respondía el príncipe:
–Esa que traen, es la risa de ustedes. No la mía. Y seguía tan apenado como antes. Entonces se reunieron los sabios más ancianos, que conocían toda la sabiduría antigua. Y también los más jóvenes, que conocían toda la sabiduría nueva. Y pensaron tres días y tres noches. Hasta que por fin todos llegaron a la misma conclusión: –Si el príncipe no recupera la risa, morirá. ¡Nadie puede vivir sin reír! Entonces el príncipe decidió salir, él mismo, a buscarla. Prepararon equipaje para varios días. Cargaron carruajes con alimentos y demás enseres como para llegar hasta donde fuese necesario. El príncipe, adelante, montó en un caballo blanco sobre el que cargó también dos alforjas llenas de monedas de oro, se ciñó la espada, y dijo: –Si alguien tiene mi risa y no quiere dármela, se la compraré; y si no quiere el oro, ¡la ganaré con mi espada! Y emprendió la marcha acompañado por una numerosa comitiva. Pueblo por pueblo, calle por calle, casa por casa, preguntaban sin cesar. Pero en vano. Nadie había visto la risa perdida.
De tanto andar, ya habían dejado lejos todas las poblaciones. De pronto se encontraron a la entrada de un espesísimo bosque. Antes de internarse en él, preguntaron a un árbol que parecía ser el más viejo de todos: –¿No sabes si anda por aquí una risa perdida? –No lo sé. El bosque es muy grande ¡y hay tantos lugares para esconderse!
Y continuó: –Pero, ¿quién es el dueño de la risa perdida? –Yo, señor –contestó el príncipe. –Mucha gente para buscar una sola risa –dijo el árbol. Y agregó–: Que entre sólo el dueño a buscarla. Con mucha pena despidió el príncipe a su séquito y, solo con su caballo, las alforjas y su espada, se internó en el bosque. El bosque era oscuro. Escasos rayos de sol se filtraban entre el tupido follaje de los grandes árboles. El príncipe buscaba afanosamente. –¡Risaaaa...! ¡Risaaaa! –llamaba a grandes voces. –... isa, ... isaaa –respondía el eco. –¿Dónde estás escondidaaaaaa? –volvía a gritar. –... idaaa, ... idaaaaa –respondía el eco.
La maraña era cada vez más espesa. Con su espada se abría camino, ya cortando la maleza ya matando las alimañas que lo atacaban. Pero no volvía atrás. –¡Risaaaa! ¡Risaaaa! –volvía a gritar. –... isaaa... isaaaa –respondía siempre el eco. Y siguió andando y andando, y se encontró fuera del bosque. Apenas había caminado un trecho, cuando se encontró con un viejecito que llevaba un gran atado de leña sobre sus espaldas. Tan encorvado caminaba, que parecía que con la cabeza iba a tocar el suelo. El príncipe desmontó y, agachándose mucho para verle la cara, le preguntó:
–Abuelo, ¿no has visto por aquí una risa perdida? –¿Cómo puedo ver una risa, si lo único que veo en mi camino es tierra y más tierra? El príncipe lo ayudó a bajar la leña, la cargó luego sobre su caballo y le dijo: –Llévatelo, abuelo, para que no cargues más leña, y si ves mi risa perdida, dile que la ando buscando. Y siguió andando y andando, con las alforjas al hombro.
Y el príncipe estaba muy fatigado. Llegó a un trigal dorado que se extendía ante su vista y parecía nunca acabar. Se disponía a sentarse cuando escuchó unas risas muy cercanas. Muchas risas. ¡Risas sonoras y cristalinas! “Acaso esté allí”, pensó, esperanzado. Entonces, internándose entre las espigas, se encontró con un grupo de muchachos y muchachas que segaban el trigo. –¿No han visto por aquí una risa perdida? –preguntó.
Todos rieron sorprendidos. Pero, al ver el rostro tan triste del forastero, callaron. –No es broma –continuó–, he perdido mi risa. –¿Cómo era? –preguntó una joven –. ¿Fuerte? ¿Suave?
– ¿Aguda? ¿Grave? –dijo otra. –¿Era grande o pequeña? –preguntó un tercero. El príncipe no supo responder. ¿Cómo era su risa? Hacía tanto que la había perdido que ya ni recordaba cómo era.
–No lo sé, no lo sé –dijo desalentado. –No te preocupes. Descansa, comparte nuestra merienda y, después, seguro la encontrarás. Merendaron todos con el príncipe y, como buenos amigos, se contaron muchas cosas: sus preocupaciones y sus alegrías, sus tristezas y sus esperanzas. –Si pudiera comprar un pedazo de tierra, mi padre anciano no tendría que trabajar más –decía uno de ellos. –Yo quisiera comprar una vaca –decía una joven muy rubia –. Ella nos daría leche, con la leche haríamos quesos, los quesos se venden muy bien, y mis hermanitos podrían ir a la escuela.
Así, uno y otro, y todos, dijeron cuáles eran las cosas que más ambicionaban. Cuando se despedían, el príncipe, entregándoles las alforjas llenas de monedas de oro, les dijo: –Repártanselas, y que ellas los ayuden a realizar sus sueños. Y siguió andando y andando, hasta que se encontró con dos hombres que llevaban una enorme jaula llena de pájaros. Los pobrecitos volaban y se chocaban unos a otros en su afán desesperado por escapar. El príncipe los detuvo y les preguntó:
–Amigos, ¿han visto por ahí una risa perdida? –¿Una risa perdida? ¿De qué color? –dijeron, sonriendo. ¿De qué color era su risa? No lo sabía. Entonces les dijo: –Acaso se encuentre entre los pájaros. ¿Adónde los llevan? –Al mercado. –Los compro todos –dijo el príncipe. Pero entonces se dio cuenta de que no tenía una sola moneda. Se quitó la capa, toda recamada en oro y pedrería, y la ofreció a cambio. Los dos hombres, asombrados, aceptaron el trato rápidamente, y salieron corriendo antes de que el príncipe se arrepintiera. Una vez solo, frente a la jaula de los pájaros, el príncipe, casi llorando, preguntó: –¿Está entre ustedes una risa perdida? No sé cómo era, ni qué color tenía. Solo sé que era mía. Pero los pájaros solo pudieron responderle con su canto lastimero:
–¿Cómo podemos ver una risa, encerrados en esta jaula? El príncipe abrió la jaula y los pájaros alborozados revolotearon a su alrededor, acariciándolo con sus hermosas alas. Y, cantando alegremente, echaron a volar, diciendo: –Buscaremos por los vientos, por las nubes. Buscaremos tu risa perdida. Buscaremos... buscaremos...
El príncipe siguió andando. Andando, andando, andando. El calor lo extenuaba. Sus zapatos ya tenían agujeros. Poco a poco fue despojándose de su ropa y arrojándola al camino. Primero, la pesada chaqueta, luego la camisa bordada, después los zapatos, luego la espada. Así, una a una, hasta quedar apenas con los pantalones.
Y siguió andando y andando. El sol le fue dorando el torso y los pies se le endurecieron de tanto caminar sobre las piedras. Por fin llegó a un lago de aguas limpísimas y quietas. Apenas había mojado sus manos en el agua fresca, cuando un niño se asomó entre los árboles. Ilusionado, el príncipe le preguntó: –Niño, he perdido mi risa. ¿La has visto tú por ahí? –No, no he visto por aquí ninguna risa extraña.
Y, a su vez, preguntó: –¿Quién eres? –Soy el príncipe. El niño lo miró de arriba abajo y, sin poder contenerse, dijo riendo: –Si tú eres el príncipe, yo soy la risa que has perdido. Y se puso a reír con tantas ganas que el príncipe no pudo menos que mirarse en el lago. –¿Este soy yo? ¿Este es el príncipe? En efecto: nada menos parecido a un príncipe que la imagen lastimosa que le devolvía el agua. Y le dio tanta risa su figura que empezó a reír con el niño, tanto, tanto, que la risa le impregnó la cara, se le enredó en los cabellos, le recorrió los brazos, se deslizó por su cuerpo y corrió por sus piernas hasta el mismísimo dedo gordo.
Rió tanto tanto que contagió a los árboles, al lago y a los pájaros. Y cuando estuvo lleno de risa, se dio cuenta de que su risa era idéntica a la del niño: clara y fresca. Que era una risa grande, grande. Que tenía color azul y verde. Que tenía gusto a agua. Y entonces buscó al niño para darle las gracias... Pero el niño ya no estaba. El príncipe no sentía cansancio ni tenía más penas. Y saltando, saltando, de la mano de su risa recuperada, emprendió el regreso a su palacio.
Pablo Martin- Poeta especial
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Armando Lopez- Moderador General
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