EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido

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EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido Empty EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido

Mensaje por blackray Sáb Nov 21, 2015 10:22 am

La Muerte de Sigfrido


Gunter y Hagen, los dos esforzados caballeros, prepararon traidoramente una cacería en el bosque. Con sus afilados venablos iban a la caza del jabalí, del oso y del bisonte. ¿Podría haber algo más atrevido? Al lado de ellos cabalgaba Sigfrido, con noble continente. De comida llevaban toda clase de viandas. Junto a una fuente de frescas aguas iba él luego a perder la vida. Así lo había aconsejado Brunilda, la esposa del rey Gunter.

El animoso caballero fue a ver a Krimilda, mientras cabalgaban en las acémilas sus ricas ropas de montería y las de sus compañeros. Se disponían a atravesar el Rin. Nunca iba Krimilda a sufrir un duelo más grande. A su bien amada la besó en la boca:

«Dios quiera, señora, que te vuelva a ver en sana salud, y tus ojos a mí. Menester es que tengas solaz con tus fieles parientes. A mí no me es posible quedar contigo en casa.»

Recordó ella entonces el secreto -no se atrevió a decirlo a Sigfrido- que había confiado a Hagen. Ahora empezó a lamentarse de haber jamás nacido, y a llorar desaforadamente, la esposa del señor Sigfrido. Ella habló así al héroe:

«Dejad la cacería. Anoche he tenido un sueño aciago: dos jabalíes os perseguían por el monte, y todas las flores se tomaban rojas. No puedo menos de derramar amargas lágrimas. Temo seriamente cualquier perfidia. ¿No habremos ofendido a alguien que ahora nos guarde un odio mortal? Quedaos, dueño y señor mío: yo os lo aconsejo con toda lealtad.»

«Amor mío, yo volveré dentro de pocos días. No sé de nadie de aquí que pueda guardar hacia mi odio alguno. Todos tus parientes me tienen afecto; tampoco he merecido aquí otra cosa de estos caballeros.»

«¡De manera alguna, señor Sigfrido! Yo ciertamente temo tu muerte. Anoche también tuve otro sueño que me hizo sufrir: eran dos montañas que se desplomaban sobre ti; luego no volví a verte. Si persistes en separarte de mi, muy grande será mi congoja.»

Él estrechó en sus brazos a su ejemplar esposa y con amorosos besos le mostró su cariño. Después de haberse despedido de ella partió presto. Ella no volvería, para su desventura, a verlo vivo jamás.

Montados a caballo, se alejaron de allí y entraron en un espeso bosque, buscando solaz en la caza. Numerosos caballeros valientes seguían a Gunter y a su gente. Gernot y Giselher se habían quedado en casa. Muchos rocines cargados cruzaron el Rin delante de ellos, portadores de pan y vino, carne y pescado para los cazadores, además de otras provisiones variadas, como cumple llevar a un rey tan poderoso.

Mandaron montar las tiendas, los arrogantes y bravos caballeros, a la entrada del verde bosque, sobre una isla muy grande, y cerca del lugar por donde habría de salir la caza. Allí llegó también Sigfrido, y esto se lo anunciaron al rey. Los monteros ocuparon sus puestos de ojeo por todas partes. Entonces Sigfrido el muy esforzado dijo:

«¿Quién va a guiamos en el bosque, bravos y animosos guerreros, en pos de la caza?»

«¿Y si nos separásemos -habló ahora Hagen- antes de empezar a cazar? Así podríamos saber mis señores y yo quiénes eran los mejores hombres en esta cacería por el bosque. Nos repartimos los monteros y las jaurías, y que cada uno se apueste en el sitio que le plazca. El que cobre las mejores piezas será felicitado por ello.»

Después de estas palabras no tardaron mucho los cazadores en separarse.

Dijo entonces el señor Sigfrido:

«Yo no he menester de jauría. Me basta con un sabueso que por haber probado el encarne sepa seguir el rastro de la presa a través del bosque. Haremos una buena cacería», dijo el esposo de Krimilda.

Luego un viejo montero escogió un buen podenco, y llevó en poco rato a su señor a un sitio donde había caza abundante. Toda pieza que sacaron de su guarida fue cobrada por los monteros, como hoy todavía hacen los buenos cazadores. Cuantas piezas levantó el sabueso, las abatió con su brazo Sigfrido el muy valiente, el héroe de los Países Bajos: era tan raudo su corcel, que ninguna se le escapaba. Así alcanzó delante de todos la gloria del triunfo en aquella batida. Mostraba en todas cosas gran maestría. La pieza que él mató con su mano fue la primera cobrada en la cacería: era un jabato de gran fuerza. Al poco rato tropezó con un león descomunal. Cuando éste fue levantado por el sabueso, Sigfrido disparó el arco, donde había puesto una afilada flecha. La fiera, alcanzada, a duras penas pudo dar tres saltos. Sus compañeros de caza felicitaron al héroe. Poco después derribó un bisonte y un alce, cuatro poderosos uros y un enorme ciervo, de temible estampa. Su caballo le llevaba tan rápido que ninguno se le escapó. Pocos ciervos y ciervas eran capaces de huir. Levantó luego el sabueso un gran jabalí, cuando se ponía ya en fuga, el vencedor de la cacería le salió al paso y se arrojó sobre él. Pero la bestia, llena de rabia, se lanzó en seguida al ataque. Entonces el esposo de Krimilda lo derribó de un tajo de su espada. Para cualquier otro cazador el lance no hubiera sido fácil. Cuando lo dejó tendido, sujetaron al sabueso. Pronto supieron los burgundios lo rico de su botín.

Dijeron entonces sus monteros:

«Si es de vuestro agrado, señor Sigfrido, dejadnos gozar de una parte de la caza. Si no, vais a acabar con toda la caza del monte y del bosque.»

Una sonrisa asomó entonces en los labios del valiente y esforzado caballero.

Oyóse en aquel punto por doquier gran ruido y alboroto. Hombres y jaurías hacían tal estruendo, que montes y bosques resonaban con el eco. Los cazadores habían soltado una jauría de veinticuatro sabuesos.

Muchas bestias hubieron de perder allí la vida. Esperaban los otros conseguir que se les diera el premio de la victoria. Pero no pudo ser, cuando se vio al valiente Sigfrido presentarse ante la hoguera del campamento. La cacería había terminado, pero no del todo. Los que regresaban al campamento traían consigo muchas pieles de animales y gran cantidad de piezas. ¡Ay, cuántas de ellas fueron llevadas a la cocina para las gentes del rey!

En este momento hizo anunciar el rey a los avezados cazadores que quería comer. Resonó luego la trompa en un solo y fuerte toque. De esta suerte supieron ellos que el noble príncipe se hallaba ya en su albergada. Uno de los monteros de Sigfrido habló entonces:

«Señor, la llamada de la trompa he oído. Eso es señal de que debemos regresar al campamento. Voy a contestarla.»

Pronto en repetidos toques hicieron acudir a los demás compañeros. Habló en este punto el señor Sigfrido:

«Hora es de que nosotros salgamos también del bosque.»

Su corcel lo llevaba con paso firme; los otros se daban prisa en seguirle. Con el ruido levantaron de su cobijo a un animal muy terrible: era un oso feroz. Volviéndose a los que le seguían, dijo el héroe:

«Compañeros, vamos a gozar de una buena diversión. Soltad el sabueso: el oso que estoy viendo ha de venir con nosotros al campamento. Como no se escape a toda prisa, no podrá librarse de lo que le espera. »

Soltaron el sabueso, Y el oso de un salto echó a correr. Entonces el esposo de Krimilda se dispuso a alcanzarlo a caballo. Pero le cerraba el paso un gran estorbo: árboles caídos. La empresa se hacía imposible. El feroz animal creía haberse salvado del cazador. El arrogante y esforzado caballero descabalgó al punto y echó a correr en pos de la bestia. El oso estaba desprevenido y no podía escapársele. En un momento lo atrapó, y, sin causarle herida alguna, lo ató sin más tardanza. La bestia no pudo arañar ni morder al héroe. Este la sujetó a la silla, y al instante volvió a montar. Así, por diversión, y gracias a su gran bravura, llevó el animal hasta el campamento el valiente y esforzado caballero.

¡Qué magnífica apostura tenía conforme cabalgaba hacia el campamento! Su jabalina era muy larga, recia y gruesa. Una espada de bellos adornos le colgaba hasta las espuelas. La trompa que llevaba era hermosa y de oro rojo. Nunca oí hablar de un atuendo de caza mejor. El manto que vestía era de fina lana negra. Llevaba también una gorra de marta cibelina, de gran valor. ¡Ay, cuánto oro recamado adornaba su carcaj! Estaba éste recubierto de piel de pantera, a causa de su agradable olor. También llevaba un arco que había que tensar con arte mecánica, a menos que fuera el propio héroe el que lo tensara con su brazo. Todo su ropaje estaba hecho de piel de nutria. Desde la cabeza a los pies podían verse otras pieles de distinto color. Sobre el esplendor de ellas refulgían adornos de oro en los dos costados del bravo campeón de la cacería. También llevaba a Balmung una espada bien labrada y formidable, tan afilada que cada vez que golpeaba un yelmo jamás fallaba. Sus aristas eran de buen temple. De esta arma estaba muy orgulloso el magnífico cazador. Como es menester que os dé cuenta en pormenor, os diré que su valioso carcaj estaba lleno de saetas de gran calidad, con monturas de oro y el hierro del ancho de una mano. A quien fuera alcanzado por ellas le esperaba una muerte rápida.

Cabalgaba el noble caballero con el porte ufano de un buen cazador. Los hombres de Gunter contemplaban cómo avanzaba hacia ellos. Salieron a su encuentro y tomaron el corcel de las riendas. Trabado a su silla de montar llevaba un oso enorme y de gran fuerza. Después de apearse del caballo, Sigfrido le deshizo las ataduras de patas y boca. De repente estalló el aullido desaforado de la jauría, en cuanto los perros vieron al oso. La bestia quería volver al bosque, y hubo gran revuelo entre las gentes. Con todo el alboroto, el oso fue a parar a las cocinas. ¡Ay, cuántos cocineros y pinches hubieron de escapar de la lumbre! Bien de ollas fueron volcadas, y tizones desparramados. ¡Ay, qué de buenos manjares se pudieron ver entre las cenizas! Los señores y su escolta saltaron de los asientos. El oso empezó a enfurecerse. Mandó entonces el rey soltar los perros, que estaban sujetos a las correas. Si la caza hubiera acabado, aquélla hubiera sido una feliz jornada.

No tardaron ya más los valientes en salir corriendo en pos del oso, provistos de arcos y jabalinas. Pero era tal la cantidad de perros, que nadie se atrevía a arrojar un arma. Tan grande era el griterío, que todos los montes resonaban.

El oso echó a correr de allí, huyendo de los perros. Nadie fue capaz de seguirlo más que el esposo de Krimilda, que logró alcanzarlo y darle muerte con la espada. Luego volvieron a llevar el oso hasta las hogueras del campamento.

Quienes contemplaron la proeza hubieron de declarar que Sigfrido era un hombre muy fornido. Luego se pidió a los cazadores que se sentaran a las mesas. Muchos de ellos lo hicieron sobre un hermoso prado. ¡Ay, qué manjares tan sabrosos les sirvieron a los nobles monteros!

Mas los que debían escanciar el vino no acababan de aparecer. Pero no fueron nunca mejor servidos otros héroes. Si no hubiera habido entre ellos intenciones tan alevosas, habrían quedado limpios de toda infamia aquellos caballeros.


Última edición por Blackray el Sáb Nov 21, 2015 10:23 am, editado 1 vez
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EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido Empty Re: EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido

Mensaje por blackray Sáb Nov 21, 2015 10:22 am

Dijo entonces el señor Sigfrido:

«Estoy asombrado: puesto que nos traen de la cocina tantas provisiones, ¿por qué no nos sirven el vino los escanciadores? Si no se agasaja mejor a los cazadores, yo no estoy dispuesto a tomar parte en otra cacería. Yo creía haber merecido que se prestara más atención.»

El rey, desde su mesa, le habló entonces aviesamente:

«Será una satisfacción desagraviaros por nuestra falta. La culpa de esto la tiene Hagen, que con gusto nos dejaría morir de sed.»

Dijo entonces Hagen de Trónege:

«Muy querido señor, yo creía que la cacería de hoy iba a ser en el Spessari. Allí es adonde mandé el vino. Si hoy estamos sin bebida, en adelante yo me cuidaré de evitarlo.»

Habló ahora el señor Sigfrido:

«¡Malhaya! Deberían haberme traído siete acémilas cargadas de hidromiel y ponche. De no haber podido ser así, habría que haber levantado el campamento más cerca del Rin.»

Hagen de Trónege replicó entonces:

«Nobles y valientes caballeros, yo conozco cerca de aquí una fuente de agua fresca (no debéis enfureceros). y allí debemos ir.»

Este consejo había de causar gran desventura a más de un caballero.

Sigfrido el valeroso hubo de sucumbir al tormento de la sed. Con tanta mayor presteza hizo que le retiraran la mesa, pues quería encaminarse a la fuente que brotaba al pie del monte. Los caballeros habían tramado la traición con perfidia.

Las piezas cobradas por el brazo de Sigfrido fueron enviadas a Burgundia en carretas. Cuantos las veían hacían grandes alabanzas de él.

Hagen había quebrantado gravemente la lealtad que le debía a Sigfrido. Cuando se disponían a partir hacia el tilo de ancha copa, dijo Hagen de Trónege:

«Me han contado a menudo que no había nada que pudiera alcanzar al esposo de Krimilda cuando él se pone a correr con empeño. ¡Ojalá nos lo quisiera demostrar ahora!»

Habló entonces el bravo Sigfrido, el de los Países Bajos:

«Bien podéis probarlo si estáis dispuestos a competir conmigo corriendo desde aquí a la fuente. Cuando lo hagamos, habrá que declarar vencedor a quien se haya visto ganar la cartera.»

«Pues ahora vamos a hacer la prueba», dijo Hagen el guerrero.

Y replicó el valiente Sigfrido:

«Entonces yo me echaré sobre la hierba a vuestros pies.»

Al oír esto, ¡cuál no seria el gozo de Gunter!

Continuó el bravo caballero:

«Todavía voy a añadir algo. Pienso llevar encima todos mis pertrechos: la jabalina, el escudo y todo atuendo de caza.»

Y sin más tardar ciñó el carcaj y la espada.

Los otros dos se despojaron entonces de sus vestiduras. De pie se les vio a los dos en sus blancas camisas. Como dos panteras salvajes corrieron ambos por el verde trébol. Pero pronto se vio llegar junto a la fuente, el primero, al bravo Sigfrido. Él salió victorioso en todo ante muchos caballeros.

Pronto se desprendió de la espada y se desembarazó del carcaj. La recia jabalina la dejó apoyada en una rama de tilo. Allí, al lado del hontanar, lleno de majestad, quedó en pie el huésped de los burgundios. Las virtudes cortesanas de Sigfrido eran muy grandes. El escudo lo dejó en el suelo allí donde manaba la fuente. Por ardiente que fuera su sed, el héroe no quería beber antes de que lo hiciera el rey. ¡Mal se lo había de agradecer el soberano!

La fuente tenia el agua fresca, clara y agradable. Gunter se agachó hacia la corriente. Cuando hubo bebido, volvióse a levantar. De buena gana hubiera hecho lo mismo Sigfrido. Pero él hubo de pagar su buena crianza.

El arco y la espada, todo lo quitó Hagen de allí. Luego volvió de un salto a donde estaba la jabalina. Ahora se puso a buscar la señal que había en la ropa del valiente. Cuando el señor Sigfrido estaba inclinado sobre la fuente, le clavó la jabalina en la cruz señalada en la espalda Por la herida brotó abundante la sangre que saltó del corazón, hasta manchar las ropas de Hagen. Nunca podrá héroe alguno cometer tamaña felonía. Clavada en el corazón le dejó entonces el arma. Jamás en esta vida corrió Hagen tan furiosamente huyendo de un hombre. Cuando el señor Sigfrido se percató de su terrible herida, saltó loco de furor de la fuente. En medio de la espalda seguía clavado el hierro de la larga jabalina. El príncipe creía poder encontrar, allí el arco o la espada: entonces habría pagado merecidamente Hagen su vileza.

Cuando el malherido no pudo hallar la espada, no le quedó otra arma que el escudo. Alejándose de la fuente, corrió entonces al encuentro de Hagen. Ahora no pudo escapársele el hombre de Gunter. Aunque estaba herido de muerte, sus tajos eran tan desaforados que del escudo saltaban las piedras preciosas, y quedó enteramente destrozado. Al huésped de noble apostura le hubiera agradado poderse vengar.

Pronto fue derribado Hagen por la fuerza de su brazo. La violencia del golpe lo hizo resonar en toda la isla. De haber empuñado una espada, habría sido la muerte de Hagen.

Tanto le irritaba la grave herida, que padeció por ella honda aflicción. El color de la faz se había tornado lívido; ya no podía tenerse en pie. Las fuerzas de su cuerpo tenían necesariamente que agotarse. En su color pálido se iban marcando las señales de la muerte. Luego había de ser llorado por más de una hermosa dama. Entonces cayó entre las flores el esposo de Krimilda. Podía verse correr a borbotones la sangre de la herida. Empezó ahora a denostar -tal era su desventura- a quienes habían urdido su muerte alevosa. En el umbral de la muerte, dijo entonces:

«¡Malvados y cobardes! ¿De qué valieron mis servicios, ahora que me habéis asesinado! Siempre os guardé fidelidad, y éste es el premio que recibo. Mala se la urdisteis a vuestros deudos. Todos vuestros descendientes nacerán manchados de vuestro crimen. Habéis desahogado vuestra cólera en demasía sobre mi persona. Para vergüenza vuestra, huirán de vosotros los buenos guerreros.»

Todos los caballeros corrieron a donde Sigfrido yacía moribundo. Para muchos de ellos fue aquélla una triste jornada. Los que aún le guardaban alguna lealtad hubieron de llorarle. Bien lo había merecido el valiente y gallardo caballero.

El rey de Burgundia lamentó entonces su muerte. Pero el moribundo replicó:

«No es menester que llore el daño quien lo ha cometido: lo que merece es graves reproches. Mejor seria que dejara el llanto!»

Habló ahora el terrible Hagen:

«No sé en verdad por qué os lamentáis. Por fin se acabaron nuestros desvelos y nuestras cuitas. No habrá ninguno que se atreva a hacernos frente. Contento estoy de haber dado fin a su poderío.»

«Fácil es jactarse ahora -dijo entonces Sigfrido-. Si yo hubiese descubierto vuestra criminal intención, ya habría sabido guardar mi vida de vosotros. Nada me duele tanto como el pensar en Krimilda, mi esposa. Dios me perdone el haber engendrado un hijo, al cual echarán en cara alguna vez que alguien de los suyos mató traidoramente. Si yo pudiera, con razón me lamentaría de ello.»

Luego siguió el moribundo, en tono lastimero:

«Si queráis, noble rey, dar todavía en este mundo una prueba de lealtad a alguien, dejadme encomendar a vuestra protección a mi esposa muy amada, y que ella tenga algún provecho de ser hermana vuestra. Apelo a vuestra buena crianza de príncipe para que le prestéis ayuda y protección. A mí, mucho me habrán de esperar mi padre y mis hombres. Nunca sufrió mujer mayor dolor por el hombre amado.»

A su alrededor, las flores se habían teñido de sangre. Él luchaba con la muerte; pero no por mucho tiempo, porque el arma de la muerte siempre ha sido muy cruel. Ahora ya no podría hablar más el valiente y gallardo caballero.

Cuando los señores vieron que el héroe había muerto. lo tendieron sobre un escudo de oro rojo y deliberaron cómo habrían de hacer para encubrir lo que Hagen había hecho. Muchos de ellos decían:

«Mal paso hemos dado. Menester es que todos lo oculten y convengan en declarar que el esposo de Krimilda salió a cazar a solas y le mataron unos bandidos cuando iba por el bosque.»

Dijo entonces Hagen de Trónege:

«Yo lo llevaré a Worms. A mi no me importa si lo averigua la que tanto ha hecho sufrir a Brunilda. Llore lo que llore. muy poco me va a preocupar.»

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EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido Empty Re: EL CANTAR DE LOS NIBELUNGOS. La Muerte de Sigfrido

Mensaje por sabra Sáb Nov 21, 2015 4:56 pm

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