Ensayo III. En torno al casticismo DE miguel de Unamuno
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Ensayo III. En torno al casticismo DE miguel de Unamuno
Ensayo III
El elemento intelectivo es lo que «ahoga y mata la expresión natural y sencilla», sofocada al peso de categorías; la expresión única brota de la idealidad de lo real concreto.
Obedecen nuestros héroes castizos a la ley externa, tanto más opresiva cuanto menos intimada en ellos, abundando en conflictos entre dos deberes, entre dos imperativos categóricos, sin nimbo en que concordarse. A la presión exterior oponen, cual tensión interna, una voluntad muy desnuda, que es lo que Schopenhauer gustaba en los castellanos por él tan citados y alabados. Acá vino también Merimée a buscar impresiones fuertes y caracteres simples, bravíos y enteros.
En las disputas teológicas que provocaron el calvinismo, primero, y el jansenismo, más tarde, teólogos españoles fueron los principales heraldos del libre albedrío. ¡Frases vigorosas el «no me da la real gana» y el «no importa»! Y aún las hay más enérgicas y castizas, que vienen como anillo al dedo a la doctrina schopenhaueriana de que la voluntad es lo genérico, así como la inteligencia lo individuante en el hombre, que el foco, Brennpunkt, de aquélla son los órganos genitales. Todo español sabe de dónde le salen las voliciones enérgicas.
-«Y teniendo yo más alma, ¿tengo menos libertad?»- grita Segismundo. Tener más alma es tener más voluntad entera, más masa de acción, más intensa; no mayor inteligencia ni más complejo espíritu.
En Pedro Crespo se une a la justicia la venganza y tenemos un rey a quien llaman unos el Cruel y el Justiciero otros. Entre nosotros buscaba Schopenhauer ejemplos del anhelo de llevar «al dominio de la experiencia la justicia eterna, la individuación» dedicando a las veces toda una vida a vengar un entuerto, y con previsión del patíbulo.
Es proverbial nuestro castizo horror al trabajo, nuestra holgazanería y nuestra vieja idea de que «ninguna cosa baja tanto al hombre como ganar de comer en oficio mecánico», proverbial la miseria que se siguió a nuestra edad del oro, proverbiales nuestros pordioseros y mendigos y nuestros holgazanes que se echan a tomar el sol y se pasaban con la sopa de nuestros conventos. El que se hizo hidalgo peleando moriría antes que deshonrar sus manos.
Francisco Pizarro en el momento de ir a pasar su Rubicón, traza con la espada una gran raya en tierra y dice: «por aquí se va al Perú a ser ricos; por acá se va a Panamá a ser pobres; escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere.»
Llegó a componerse de frailes y monjas la tercera parte de la población de España, y en tiempo de Felipe III, a principios del siglo xvii, salían de España, según el licenciado Pedro Fernández de Navarrete, al año, 40.000 personas «aptas para todos los ministerios de mar y tierra».
Los celos en el teatro calderoniano son de honor ofendido, y los celosos matan sin besar como Ótelo, sin amor, por conclusión de silogismos y en frío, y a las veces por meras sospechas, y aun sabiendo inocente a la mujer «sólo por razón de estado» como «el labrador más honrado»
En España no juegan papel histórico sobresaliente las queridas de los reyes.
Pocas cosas tan genuinamente castellanas como el ordenancísmo, acompañado de pronunciamientos. Ordenancismo más que absolutismo a la francesa, ni despotismo oriental, ni tiranía italiana.
Cada uno de estos individuos se afirma frente a los oíros, y para hacer respetar su derecho, su individualidad, busca ser temido. Preocúpase de la opinión pública, preocupación que es el fondo del honor, y cuida conservar el buen nombre y la nobleza. La bárbara ley del honor no es otra cosa que la necesidad de hacerse respetar, llevada a punto de sacrificar a ella la vida. « ¡Muera yo, viva mi fama!» exclamó Rodrigo Arias al ser herido mortalmente por D. Diego Ordóñez de Lara.
¡Antes mártir que confesor! ¡Tesón, tesón hasta morir, y morir como D. Rodrigo en la horca! No hay que flaquear, y si se flaquea, que no lo sepan.
“no dirá la venganza lo que no dijo la afrenta” ¡Gran virtud el silencio y el secreto para la casta de Pero Mundo! Ya de antiguo cuidaban más de él que de la vida; su fidelidad brillaba en el secreto. Saepe tormentis pro silentio rerum immortui adeo ilUs fortior tacita rnitatis cura quam vitae, decía dé los españoles Justino.
¡Cuánto cuesta someterse a la ley no hecha carne, categórica y externa! « ¡Cuánto cuesta el ser noble y cuánto el honor cuesta!», exclama Jimena. ¡Honor, «vil ley del mundo, loca, bárbara, ley tan terrible del honor»!
Son de oír en -A secreto agravio secreta venganza (escena 6° de la jornada III), los desahogos de D. Lope de Almeida contra esa ley.
En la francesada, no era el fin de los españoles — decía G. Pechio— la gloria, sino la independencia, que a haberse batido por el honor habríase acabado la guerra en la batalla de Tudela. Y a Stendhal le parecía el único, le seul, pueblo que supo resistir a Napoleón absolutamente puro de honor estúpido, béte; de lo que hay de estúpido en el honor.
Son nuestros caballeros más brutales y menos amadamados, menos tiernos ¡en derretimientos, más fastuosos y guapos que elegantes y finos, menos dados también a la sensiblería ginecolátríca. «Dios, Patria y Rey», es la divisa de los nuestros, más bien que «Dieii, l’honneur et les dames». Cuando más la dama, no les dames; el fondo de Amadís es su casta fidelidad a Oriana, virtud que brilla también en Don Quijote. ¡Desgraciada la mujer cuando la hacen ídolo!
De todos los países católicos, acaso haya sido el más católico nuestra España castiza.
El catolicismo dominicano y el jesuístico, son tan castellanos como italiano el cristianismo franciscano. Una fe, un pastor, una grey, unidad sobre todo, unidad venida de lo alto, y reposo además, y sumisión y obediencia perinde ac cadáver.
Que las castizas guerras de nuestra edad de oro fueron de religión… Esta era el lazo social, y la unidad religiosa forma suprema de la social. Para demarcar, por vía de remoción, la unidad nacional, se expulsó judíos y moriscos y se cerró la puerta a luteranos, por «sediciosos, perturbadores de la república.
Durante la Reconquista no había empeño alguno en convertir a los moros, con los que se entendían no mal los cristianos. El Cid del Cantar jamás piensa en tal cosa, pelea con ellos para ganarse el pan (verso 673); y al no poder venderlos considera que nada gana con descabezarlos (versos 619-620).
El elemento intelectivo es lo que «ahoga y mata la expresión natural y sencilla», sofocada al peso de categorías; la expresión única brota de la idealidad de lo real concreto.
Obedecen nuestros héroes castizos a la ley externa, tanto más opresiva cuanto menos intimada en ellos, abundando en conflictos entre dos deberes, entre dos imperativos categóricos, sin nimbo en que concordarse. A la presión exterior oponen, cual tensión interna, una voluntad muy desnuda, que es lo que Schopenhauer gustaba en los castellanos por él tan citados y alabados. Acá vino también Merimée a buscar impresiones fuertes y caracteres simples, bravíos y enteros.
En las disputas teológicas que provocaron el calvinismo, primero, y el jansenismo, más tarde, teólogos españoles fueron los principales heraldos del libre albedrío. ¡Frases vigorosas el «no me da la real gana» y el «no importa»! Y aún las hay más enérgicas y castizas, que vienen como anillo al dedo a la doctrina schopenhaueriana de que la voluntad es lo genérico, así como la inteligencia lo individuante en el hombre, que el foco, Brennpunkt, de aquélla son los órganos genitales. Todo español sabe de dónde le salen las voliciones enérgicas.
-«Y teniendo yo más alma, ¿tengo menos libertad?»- grita Segismundo. Tener más alma es tener más voluntad entera, más masa de acción, más intensa; no mayor inteligencia ni más complejo espíritu.
En Pedro Crespo se une a la justicia la venganza y tenemos un rey a quien llaman unos el Cruel y el Justiciero otros. Entre nosotros buscaba Schopenhauer ejemplos del anhelo de llevar «al dominio de la experiencia la justicia eterna, la individuación» dedicando a las veces toda una vida a vengar un entuerto, y con previsión del patíbulo.
Es proverbial nuestro castizo horror al trabajo, nuestra holgazanería y nuestra vieja idea de que «ninguna cosa baja tanto al hombre como ganar de comer en oficio mecánico», proverbial la miseria que se siguió a nuestra edad del oro, proverbiales nuestros pordioseros y mendigos y nuestros holgazanes que se echan a tomar el sol y se pasaban con la sopa de nuestros conventos. El que se hizo hidalgo peleando moriría antes que deshonrar sus manos.
Francisco Pizarro en el momento de ir a pasar su Rubicón, traza con la espada una gran raya en tierra y dice: «por aquí se va al Perú a ser ricos; por acá se va a Panamá a ser pobres; escoja el que sea buen castellano lo que más bien le estuviere.»
Llegó a componerse de frailes y monjas la tercera parte de la población de España, y en tiempo de Felipe III, a principios del siglo xvii, salían de España, según el licenciado Pedro Fernández de Navarrete, al año, 40.000 personas «aptas para todos los ministerios de mar y tierra».
Los celos en el teatro calderoniano son de honor ofendido, y los celosos matan sin besar como Ótelo, sin amor, por conclusión de silogismos y en frío, y a las veces por meras sospechas, y aun sabiendo inocente a la mujer «sólo por razón de estado» como «el labrador más honrado»
En España no juegan papel histórico sobresaliente las queridas de los reyes.
Pocas cosas tan genuinamente castellanas como el ordenancísmo, acompañado de pronunciamientos. Ordenancismo más que absolutismo a la francesa, ni despotismo oriental, ni tiranía italiana.
Cada uno de estos individuos se afirma frente a los oíros, y para hacer respetar su derecho, su individualidad, busca ser temido. Preocúpase de la opinión pública, preocupación que es el fondo del honor, y cuida conservar el buen nombre y la nobleza. La bárbara ley del honor no es otra cosa que la necesidad de hacerse respetar, llevada a punto de sacrificar a ella la vida. « ¡Muera yo, viva mi fama!» exclamó Rodrigo Arias al ser herido mortalmente por D. Diego Ordóñez de Lara.
¡Antes mártir que confesor! ¡Tesón, tesón hasta morir, y morir como D. Rodrigo en la horca! No hay que flaquear, y si se flaquea, que no lo sepan.
“no dirá la venganza lo que no dijo la afrenta” ¡Gran virtud el silencio y el secreto para la casta de Pero Mundo! Ya de antiguo cuidaban más de él que de la vida; su fidelidad brillaba en el secreto. Saepe tormentis pro silentio rerum immortui adeo ilUs fortior tacita rnitatis cura quam vitae, decía dé los españoles Justino.
¡Cuánto cuesta someterse a la ley no hecha carne, categórica y externa! « ¡Cuánto cuesta el ser noble y cuánto el honor cuesta!», exclama Jimena. ¡Honor, «vil ley del mundo, loca, bárbara, ley tan terrible del honor»!
Son de oír en -A secreto agravio secreta venganza (escena 6° de la jornada III), los desahogos de D. Lope de Almeida contra esa ley.
En la francesada, no era el fin de los españoles — decía G. Pechio— la gloria, sino la independencia, que a haberse batido por el honor habríase acabado la guerra en la batalla de Tudela. Y a Stendhal le parecía el único, le seul, pueblo que supo resistir a Napoleón absolutamente puro de honor estúpido, béte; de lo que hay de estúpido en el honor.
Son nuestros caballeros más brutales y menos amadamados, menos tiernos ¡en derretimientos, más fastuosos y guapos que elegantes y finos, menos dados también a la sensiblería ginecolátríca. «Dios, Patria y Rey», es la divisa de los nuestros, más bien que «Dieii, l’honneur et les dames». Cuando más la dama, no les dames; el fondo de Amadís es su casta fidelidad a Oriana, virtud que brilla también en Don Quijote. ¡Desgraciada la mujer cuando la hacen ídolo!
De todos los países católicos, acaso haya sido el más católico nuestra España castiza.
El catolicismo dominicano y el jesuístico, son tan castellanos como italiano el cristianismo franciscano. Una fe, un pastor, una grey, unidad sobre todo, unidad venida de lo alto, y reposo además, y sumisión y obediencia perinde ac cadáver.
Que las castizas guerras de nuestra edad de oro fueron de religión… Esta era el lazo social, y la unidad religiosa forma suprema de la social. Para demarcar, por vía de remoción, la unidad nacional, se expulsó judíos y moriscos y se cerró la puerta a luteranos, por «sediciosos, perturbadores de la república.
Durante la Reconquista no había empeño alguno en convertir a los moros, con los que se entendían no mal los cristianos. El Cid del Cantar jamás piensa en tal cosa, pelea con ellos para ganarse el pan (verso 673); y al no poder venderlos considera que nada gana con descabezarlos (versos 619-620).
Brisa del Mar- Cantidad de envíos : 48
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Re: Ensayo III. En torno al casticismo DE miguel de Unamuno
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