Viaje terrible: Capítulo X de Roberto Arlt
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Viaje terrible: Capítulo X de Roberto Arlt
Viaje terrible:
Capítulo X
de Roberto Arlt
Del confín partían sordos silbos de sirena, el océano se poblaba de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Desde todas las direcciones del cielo aparecieron flotillas de hidroaviones. Yo me eché a llorar como una criatura al abrazarlo al contrabandista de alcaloides.
Esta vez una racha de locura cruzó la nave de un rincón a otro. Las mujeres se arrodillaban en cubierta, de diferentes ángulos salían hombres barbudos y ojerosos, la banda que escandalizaba desnuda en el fondo del compartimiento de máquinas tumbó la verja y en cueros como estaban se lanzaron danzando por todos los pasillos del buque, al tiempo que aullaban de alegría.
Ahora sí que nadie se irritó. Aparecieron cajones con botellas de vino y cerveza. Se bebía. Hubo cantos en coro, todos iban y venían; nadie se lamentaba de los bienes que tenía que perder; en cada pasillo, frente a cada camarote había un tumulto movedizo y siempre renovado de personas que con las manos extendídas ofrecían un vaso de champán, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse el ruido humano crecía más resonante...
De pronto me acordé de Annie. Corriendo me dirigí a su camarote. Continuaba allí, sentada a un costado de la litera de su madre. Una expresión extraña aperplejaba su rostro:
— Annie —le grité—. Annie, ¿no me entiendes?
Ella no me miró. Sonriendo con desvanecida sonrisa de criatura, decía:
— No quiero comer. Te digo que no quiero. Entonces comprendí. Se había vuelto loca. Afuera zumbaban poderosamente las hélices de los primeros aviones, que partían cargados de resucitados.
— Annie —volví a gritarle—, Annie, ¿no me entiendes?
Y ella repitió: — Te digo que no quiero.
Entonces me senté tristemente en la orilla de la litera y allí me quedé junto a ella hasta que vinieron a retirarnos.
Bajamos por una escalerilla hasta un bote. Yo iba junto a mi muchacha como un muerto. Un hidroavión se aproximó a nosotros. Annie no pronunciaba una sola palabra. Yo tomé su mano fría. Ella, su madre y yo subimos al aparato ayudados de un mecánico. Entonces la madre, cuando ya estábamos sentados, me dijo en voz baja:
— Ella siempre estuvo enferma. Siempre, sabe.
Y yo supe en ese momento que el médico de a bordo no había mentido.
Capítulo X
de Roberto Arlt
Del confín partían sordos silbos de sirena, el océano se poblaba de columnas de sonidos. ¡Salvos, salvos! Desde todas las direcciones del cielo aparecieron flotillas de hidroaviones. Yo me eché a llorar como una criatura al abrazarlo al contrabandista de alcaloides.
Esta vez una racha de locura cruzó la nave de un rincón a otro. Las mujeres se arrodillaban en cubierta, de diferentes ángulos salían hombres barbudos y ojerosos, la banda que escandalizaba desnuda en el fondo del compartimiento de máquinas tumbó la verja y en cueros como estaban se lanzaron danzando por todos los pasillos del buque, al tiempo que aullaban de alegría.
Ahora sí que nadie se irritó. Aparecieron cajones con botellas de vino y cerveza. Se bebía. Hubo cantos en coro, todos iban y venían; nadie se lamentaba de los bienes que tenía que perder; en cada pasillo, frente a cada camarote había un tumulto movedizo y siempre renovado de personas que con las manos extendídas ofrecían un vaso de champán, y a medida que aumentaba la alegría de salvarse el ruido humano crecía más resonante...
De pronto me acordé de Annie. Corriendo me dirigí a su camarote. Continuaba allí, sentada a un costado de la litera de su madre. Una expresión extraña aperplejaba su rostro:
— Annie —le grité—. Annie, ¿no me entiendes?
Ella no me miró. Sonriendo con desvanecida sonrisa de criatura, decía:
— No quiero comer. Te digo que no quiero. Entonces comprendí. Se había vuelto loca. Afuera zumbaban poderosamente las hélices de los primeros aviones, que partían cargados de resucitados.
— Annie —volví a gritarle—, Annie, ¿no me entiendes?
Y ella repitió: — Te digo que no quiero.
Entonces me senté tristemente en la orilla de la litera y allí me quedé junto a ella hasta que vinieron a retirarnos.
Bajamos por una escalerilla hasta un bote. Yo iba junto a mi muchacha como un muerto. Un hidroavión se aproximó a nosotros. Annie no pronunciaba una sola palabra. Yo tomé su mano fría. Ella, su madre y yo subimos al aparato ayudados de un mecánico. Entonces la madre, cuando ya estábamos sentados, me dijo en voz baja:
— Ella siempre estuvo enferma. Siempre, sabe.
Y yo supe en ese momento que el médico de a bordo no había mentido.
Armando Lopez- Moderador General
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