Viaje terrible:Capítulo III de Roberto Arlt
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Cuentos de Grandes Consagrados y Otros :: Roberto Arlt
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Viaje terrible:Capítulo III de Roberto Arlt
Viaje terrible:Capítulo III de Roberto Arlt
Annie en cambio me abría las puertas de otro mundo más allá en el Oeste.
Yo desconocía el idioma de aquel mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra futura desdicha.
Dije anteriormente que Annie era ingeniero-químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un sabio o poco menos que una sabia- Su especialidad eran los coloides, y dentro de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.
Annie me hablaba constantemente de la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química, pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de Annie.
Su proyecto, o mejor dicho, sus miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme en su "manager"; yo sería el encargado de ponerle el revólver al pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o Annie los reventaba.
Pero si el método químico de Annie no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones de inferioridad.
A nadie se le oculta que todo profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con un colega amigo de especialidades de la materia?
Y si Annie se quedaba conversando con un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de él? No era esto seguro, pero, ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan? Terminaba de hilvanar silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder, una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo al tiempo que gritaba:
—Me han robado el equipaje. Me han robado el equipaje.
Un equipaje no es un pañuelo que se escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas, continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:
—¡Señoras... señores... está prohibido ser adivino en este buque! Semejante golpe de mano era una advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder. El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde conversaba con miss Mariana.
En el camarote de miss Herder se descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos, revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que, aparte de la novela, rniss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.
El Capitán dispuso que los tripulantes, incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor. Recuerdo que mi primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosa-mente y terminó exclamando: —No me quiere.
Con ello quería expresar que el Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:
—Le apuesto a usted cien soles que las maletas de miss Herder aparecen.
Luciano se irguió dignamente y repuso:
—No jugaré con usted un solo cobre, pero le doy a usted mi palabra de honor de que las maletas de miss Herder están perdidas. Evidentemente, Luciano era audaz.
Después de escucharlo, miss Herder se puso a llorar desconsola-damente, pero el pastor protestante aproximándose a ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textualmente:
—Declino pronunciarme sobre la interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.
Evidentemente, la actitud de Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:
—¿Qué diablos ganas con malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?
La señora del pastor dijo, mientras su marido se sumergía en la lectura de la "Vida de San Pablo", que ella sabía echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.
La mujer del pastor por medio de la baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
A las cinco de la tarde, con particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog enrojecida hasta las orejas.
¡Las maletas no habían podido ser recuperadas! "El, personal-mente, se encargó de revisar los ventiladores y las carboneras. No sabía qué decir".
Las maletas de miss Herder evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:
—"Mia cara signorina" (al conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). "Mia cara signorina" ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación (según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.
Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián. Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: "recordaba ahora haber dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto Caldera".
Excuso decir que mi primo se esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los espíritus, exclamó:
—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
La esposa del reverendo Rosemberg repuso:
—¿Cree usted en serio que va a ocurrir algo más?
—Sí.
La pobre mujer dejó caer la cabeza sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss Mariana; Annie susurró en mi oreja: "Tu ' primo es un personaje terrible", y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo, se nos acercó anunciándonos que "el Capitán quería hablar con el señor Luciano".
Después Luciano nos contó que el Capitán le pidió encarecida-mente que no alarmara a la tripulación con sus pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán) le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas; algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien, con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a charlar a mi camarote.
Otras personas, en cambio, reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era increíblemente virtuosa.
Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.
En realidad, aquel fue el viaje de los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.
Muchos comenzaban a sentirse deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón a mi primo.
Annie ya no traía sus libros de química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos en un beso semejante al de una ventosa, el "Blue Star" pudiera haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado. Sin embargo, una noche en que me paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó cautelosamente a mí y me dijo:
—¿No tomará usted a mal que le pregunte si está muy enamorado de miss Annie?
En otra persona esta pregunta no me hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó gracia y no tuve reparos en contestarle:
—Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?
—Si yo le hiciera una confidencia respecto a miss Annie, ¿me delataría usted? Esa impertinente curiosidad que es la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con avidez:
—Cuente con mi discreción.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
—Pues tenga cuidado con lo que hace, porque miss Annie está loca.
Me quedé mirándolo atónito.
—¡Loca!
—Sí. Ella cree que es ingeniero-químico y que ha inventado no sé qué disparates...
—No es posible.
—Pues ya lo ve.
—Le digo que no veo nada.
—Sin embargo es como le digo.
—Mire, doctor. Yo he conversado con Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un endiablado conocimiento...
—Pues está loca por eso... por creerse ingeniero-químico...
—¿Nada más?
—¿Le parece poco?
—No, no es que me parezca poco, sino que no termino de entenderlo...
—Mire. La historia es más simple de lo que usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente ingeniero-químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio, durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda, usted?
—Le juro que lo escucho y no sé qué pensar.
—Es terrible. La madre, por consejo de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le dejo porque me esperan en la enfermería.
Desapareció el médico y yo quedé en el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una loca! Me apreté las sienes con desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:
—Todo lo que te ha dicho ese médico borracho es mentira.
Respiré aliviado. Miss Annie no estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua amarilla.
Respiré aliviado. Ninguno de los juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista, no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente ha sufrido considerables transformaciones desde sus comienzos y estas transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.
No. No. No. Miss Annie no estaba loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?
Veinticuatro horas después me había olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de un reloj giró tan apresuradamente.
Abandonada en mis brazos, la cabeza reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.
Había resuelto que la acompañara a Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle mis imperfecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.
Perdimos la noción del tiempo. Los días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había transcurrido una enorme cantidad de tiempo.
Entonces me asombré de no haberle contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:
—¿No has tenido un hermano, tú?
Annie me miró asombrada:
—Tengo dos hermanos.
—¿No has tenido un hermano que murió en un accidente de laboratorio?
La extrañeza de Annie creció desmesuradamente:
—¿De dónde sacas esa historia? Le conté lo que me había sucedido con el médico.
Annie se paseó cavilosamente de mi brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:
—Si te digo algo, ¿me prometes que no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?
—No.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Es una promesa como la que le hiciste a él?
—Te doy mi palabra. Digas lo que me digas me callaré.
—Pues bien. Fíjate que ayer... no; fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso... y que podías infectarme.
—Pero ese hombre es un canalla.
—Me imagino que sí. Yo creo que no es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo aburre y se entretiene en inventar historias.
Annie en cambio me abría las puertas de otro mundo más allá en el Oeste.
Yo desconocía el idioma de aquel mundo amarillo y curvado, pero esto no era lo grave, lo grave consistía en que yo carecía de una profesión, lo cual me ponía en inferioridad de condiciones frente a Annie. Esta incapacidad podía transformarse en el eje de nuestra futura desdicha.
Dije anteriormente que Annie era ingeniero-químico y esta referencia puede carecer de importancia cuando los informados carecen de conocimientos científicos que les permitan apreciar cuánto trabajo y estudio se requiere para alcanzar este título. Annie era un sabio o poco menos que una sabia- Su especialidad eran los coloides, y dentro de los coloides, la goma, es decir, el caucho, o mejor dicho, el látex. A lo que parece, Annie había descubierto un procedimiento para evitar que la deshidratación del látex provocara su coagulación, lo que le permitiría efectuar poco menos que una revolución en la industria de los tejidos engomados, o mejor dicho, a mi entender, en la industria de los impermeables.
Annie me hablaba constantemente de la revolución o ruina que les acaecería a los fabricantes de impermeables en cuanto su invento se pusiera en marcha. Yo no entendía una palabra de química, pero no era todavía suficientemente bruto para desestimar las confidencias de Annie.
Su proyecto, o mejor dicho, sus miras acerca de mi persona eran amplias. Ella tenía el proyecto de convertirme en su "manager"; yo sería el encargado de ponerle el revólver al pecho a todos los fabricantes de impermeables. Adquirían la patente de Annie o Annie los reventaba.
Pero si el método químico de Annie no daba resultados, ¿qué hacía yo? Annie daba por hecho que todos los fabricantes de impermeables se apresurarían a adquirir los derechos de su invención, pero yo dudaba y llegaba en último término a la conclusión de que un día me encontraría casado con una ingeniero químico y en terribles condiciones de inferioridad.
A nadie se le oculta que todo profesional apasionado desea tener alguien con quien intercambiar impresiones acerca de las experiencias que recoge en su profesión. Y Annie si se casaba conmigo no podría conversar de goma, ni de química, ni de coloides, en primer término porque yo no sabía absolutamente nada de química y en segundo término porque la química no me interesaba. ¿Y qué podría yo responderle a Annie el día que me dijera que llegaba tarde a casa porque se había quedado conversando con un colega amigo de especialidades de la materia?
Y si Annie se quedaba conversando con un especialista en la materia, ¿quién podía impedir que Annie se enamorase de él? No era esto seguro, pero, ¿no es acaso una ley que los iguales se buscan? Terminaba de hilvanar silenciosamente dichas reflexiones la quinta mañana de nuestro viaje, mientras formaba parte de la rueda de pasajeros que integraban la señora del pastor Rosemberg y mi primo. Luciano trataba de consolar a la señora del pastor de la pérdida que sufriera en el incendio (tres pijamas, una salida de baño, varias camisetas y fotografías de la localidad abandonada), cuando la señorita Herder, una feminista sueca que ocupaba un camarote junto a los de la familia del caballero peruano, enarbolando sus flacos y pecosos brazos, apareció corriendo al tiempo que gritaba:
—Me han robado el equipaje. Me han robado el equipaje.
Un equipaje no es un pañuelo que se escamotea a las primeras de cambio. Involuntariamente dirigimos los ojos al conde de la Espina y Marquesi que conversaba risueñamente con miss Mariana. El caballero de Malta, como si no percibiera la intención de nuestras miradas, continuó conversando con la coqueta, mientras que mi primo exclamó:
—¡Señoras... señores... está prohibido ser adivino en este buque! Semejante golpe de mano era una advertencia seria. En consecuencia resolvimos ir en masa a protestar ante el Capitán por la falta de vigilancia y orden que esto suponía. El Capitán, a pesar de ser un perfecto bruto, como creo haber dejado establecido en otra parte, escuchó nuestras protestas con talante sombrío. A él también le impresionaba la coincidencia (llamémosla coincidencia) del cambio de nombre del buque con una serie de acontecimientos cada vez más graves, como si efectivamente se desarrollaran bajo el auspicio de esa superstición. Murmuró algo que no entendimos y luego, con pasos enérgicos, se dirigió al camarote de miss Herder. El conde de la Espina y Marquesi, por supuesto, no se movió del lugar donde conversaba con miss Mariana.
En el camarote de miss Herder se descubría el orden del vacío. Faltaban dos maletas de cuero, razonablemente pesadas, y un maletín de mano. En el maletín de mano miss Herder guardaba los originales de una novela. Yo conocía dos capítulos, y cuando me enteré de la desaparición del maletín pensé que los dioses protectores del Sentido Común trataban de impedir que miss Herder intentara estupidizar a sus prójimos, revelándoles las tonterías que germinaban en su caletre. Bueno, el caso es que, aparte de la novela, rniss Herder quedaba con lo puesto. Eso no podía ser.
El Capitán dispuso que los tripulantes, incluso el radiotelegrafista, encabezando cada uno una comisión de varios hombres, registrara íntegramente el buque. El registro comenzó a la diez de la mañana. Todos los pasajeros quedamos preventivamente confinados en el comedor. Recuerdo que mi primo se acercó a un florero y significativamente sacó de allí una margarita de papel. Luego comenzó a arrancarle pétalo tras pétalo; lo hacía despaciosa-mente y terminó exclamando: —No me quiere.
Con ello quería expresar que el Capitán no encontraría las maletas de miss Herder y esta conclusión era tan arriesgada que el caballero peruano dirigiéndose a mi primo le dijo:
—Le apuesto a usted cien soles que las maletas de miss Herder aparecen.
Luciano se irguió dignamente y repuso:
—No jugaré con usted un solo cobre, pero le doy a usted mi palabra de honor de que las maletas de miss Herder están perdidas. Evidentemente, Luciano era audaz.
Después de escucharlo, miss Herder se puso a llorar desconsola-damente, pero el pastor protestante aproximándose a ella le dijo que no hiciera caso de las predicciones de mi primo. El conde de la Espina y Marquesi agregó que las predicciones efectuadas sobre la base del arrancamiento de pétalos de margaritas son únicamente válidas en casos amorosos, pero no en los de pérdidas de maletas. Esta ingeniosa sutileza del conde encontró un amplio círculo de partidarios y Luciano, enfoscándose en una sonrisa pedantesca, dijo textualmente:
—Declino pronunciarme sobre la interpretación del conde, pero sostengo nuevamente que las maletas no aparecerán.
Evidentemente, la actitud de Luciano era estúpida. Me acerqué a él y le dije:
—¿Qué diablos ganas con malquistarte con esta gente? Todos están deseando que alguien te tome de los pies y te arroje al agua. ¿Por qué no te callas?
La señora del pastor dijo, mientras su marido se sumergía en la lectura de la "Vida de San Pablo", que ella sabía echar las cartas y que en broma las echaría para comprobar si las maletas de miss Herder aparecerían o no, y así lo hizo.
La mujer del pastor por medio de la baraja llegó a la conclusión de que las maletas serían halladas dentro del camarote de un hombre rubio, y todos acogieron con sonrisas estas optimistas anticipaciones y Luciano, por toda respuesta, se limitó a encogerse de hombros.
A las cinco de la tarde, con particular satisfacción de mi primo, apareció el Capitán, la cara de bulldog enrojecida hasta las orejas.
¡Las maletas no habían podido ser recuperadas! "El, personal-mente, se encargó de revisar los ventiladores y las carboneras. No sabía qué decir".
Las maletas de miss Herder evaporadas tan absolutamente, inspiraron al conde de la Espina y Marquesi, que poniéndose de pie y mirándola a miss Herder, dijo:
—"Mia cara signorina" (al conde le gustaba mezclar palabras italianas con las castellanas). "Mia cara signorina" ¿no padecerá usted de accesos de sonambulismo y en uno de esos ataques habrá arrojado las maletas al mar? Miss Herder negó terminantemente padecer de sonambulismo. Por último, las mujeres del pasaje resolvieron hacer una colecta de prendas hasta que llegaran a un puerto donde la Compañía de Navegación (según el Capitán) indemnizaría a miss Herder de la pérdida de sus efectos.
Hubo un momento en que miss Herder pareció dispuesta a suicidarse, pero el hijo del emir de Damasco se dedicó a consolarla en nombre de la colectividad musulmana con tanta vehemencia, que miss Herder optó por no suicidarse y sí rendirse al encanto magnético que trascendía de los ojos morunos del gran barbián. Bruscamente, miss Herder lanzó un grito de alegría: "recordaba ahora haber dejado una copia de su novela en la casa de una prima que vivía en Puerto Caldera".
Excuso decir que mi primo se esponjaba de alegría. En un arranque de vastas intuiciones en el mundo de los espíritus, exclamó:
—¡Esto no es nada comparado con lo que va a suceder!
La esposa del reverendo Rosemberg repuso:
—¿Cree usted en serio que va a ocurrir algo más?
—Sí.
La pobre mujer dejó caer la cabeza sobre el hombro de su esposo; el reverendo examinó a mi primo con sospechosa curiosidad; el conde de la Espina se inclinó confidencial sobre el oído de miss Mariana; Annie susurró en mi oreja: "Tu ' primo es un personaje terrible", y en aquel mismo momento el heroico grumete, que tan denodadamente se batiera con las cortinas inflamadas del camarote del reverendo, se nos acercó anunciándonos que "el Capitán quería hablar con el señor Luciano".
Después Luciano nos contó que el Capitán le pidió encarecida-mente que no alarmara a la tripulación con sus pronósticos. Verdad es que el Capitán (y esto nos lo dijo después el Capitán) le ordenó a Luciano que se dejara de profetizar, y enérgicamente, bajo la expresa y formal amenaza de encerrarlo en un calabozo como volviera a abrir la boca para vaticinar desgracias. Pero ya era tarde. Los augurios de mi primo habían dado vida a un secreto temor que se despertaba en el subconsciente de todos los tripulantes. Hasta el último de los carboneros tenía conocimiento de que a bordo existía un pasajero con un impresionante acierto para olfatear desgracias. Las señoras sentíanse tan atemorizadas que, reuniéndose en un rincón del comedor, observaban asustadas a mi primo. Otras rezando novenas le deseaban una mala muerte. En general, todos le cobraban antipatía a Luciano a medida que se iban sobreexcitando. Varias damas llegaron a sentirse enfermas; algunas no se atrevían a abandonar la litera, como la madre de Annie, quien, con gran alegría de mi parte, sustrayéndose a la vigilancia maternal, venía a charlar a mi camarote.
Otras personas, en cambio, reaccionaban tan nerviosamente que, porque un camarero (el zapatero redimido del tirapié) dejó caer una bandeja en el comedor, la tercera hermana de la mujer del caballero peruano se lanzó a chillar histéricamente. Fue menester retirarla del comedor presa de un ataque de nervios. Era esta señorita una dama entrada en años, de peinado liso y empaque severo, hilvanada de alfileres desde la punta de los pies hasta la nuez del pescuezo. Decía de sí misma que era increíblemente virtuosa.
Inútilmente acribillaba a miradas al hijo del emir de Damasco, pero el excelente musulmán, olvidado por completo de miss Mariana, a la que pretendiera al comienzo del viaje, se dedicaba empeñosamente a miss Herder, cuyas defensas eran más débiles a medida que pasaban los días. El ginecólogo de a bordo se paseaba socarronamente, augurando que miss Herder en ese viaje perdería no tan sólo sus maletas sino también la tranquilidad.
En realidad, aquel fue el viaje de los compromisos, pues miss Mariana parecía ahora dispuesta a descifrar todos los misterios del alfabeto Morse pasándose los días en que el radiotelegrafista estaba libre en el camarote de éste. En vista de semejante pérdida, el conde de la Espina y Marquesi se asoció al contrabandista de cocaína y en la sala de primeros auxilios, él, don Tubito, el médico y el señor X se entregaban a desaforadas partidas de naipes, desplumándose recíprocamente como tahúres. El Capitán transcurría sombrío sus días, encerrado en la timonera, y por intermedio de miss Mariana supe que el aparato de telegrafía sin hilos no funcionaba aún. Nuestra situación evidentemente era antirreglamentaria y extraña, ya que nos encontrábamos sumamente alejados de la costa. Hacia el Este quedaba el Perú; navegábamos ahora sobre los abismos más profundos que los oceanógrafos creen haber sondado en el océano Pacífico.
Muchos comenzaban a sentirse deprimidos. Algunos creían percibir una amenaza de muerte suspendida sobre sus cabezas. Parecía que una deidad superior tratase socarronamente de darle razón a mi primo.
Annie ya no traía sus libros de química al camarote. Sus brazos enlazándose tras mi nuca me ataban a su vida con nudo inmortal. Cuando sus labios se entreabrían para adherirse a los míos en un beso semejante al de una ventosa, el "Blue Star" pudiera haberse ido al fondo de los abismos. No nos hubiéramos enterado. Sin embargo, una noche en que me paseaba por el primer puente, aguardando la hora de reunirme con miss Annie, me ocurrió un hecho sumamente extraño. El médico de a bordo, se acercó cautelosamente a mí y me dijo:
—¿No tomará usted a mal que le pregunte si está muy enamorado de miss Annie?
En otra persona esta pregunta no me hubiera sabido bien; en el médico borrachín semejante curiosidad me causó gracia y no tuve reparos en contestarle:
—Sí. Estoy enamorado: ¿Por qué?
—Si yo le hiciera una confidencia respecto a miss Annie, ¿me delataría usted? Esa impertinente curiosidad que es la eterna enemiga del enamorado me perdió. Sin saber reprimirme le respondí con avidez:
—Cuente con mi discreción.
—¿Me da usted su palabra?
—Sí.
—Pues tenga cuidado con lo que hace, porque miss Annie está loca.
Me quedé mirándolo atónito.
—¡Loca!
—Sí. Ella cree que es ingeniero-químico y que ha inventado no sé qué disparates...
—No es posible.
—Pues ya lo ve.
—Le digo que no veo nada.
—Sin embargo es como le digo.
—Mire, doctor. Yo he conversado con Annie muchas horas. Salvo esa particularidad de la química, de la que tiene un endiablado conocimiento...
—Pues está loca por eso... por creerse ingeniero-químico...
—¿Nada más?
—¿Le parece poco?
—No, no es que me parezca poco, sino que no termino de entenderlo...
—Mire. La historia es más simple de lo que usted cree. Miss Annie tuvo un hermano que era efectivamente ingeniero-químico. Miss Annie estaba sumamente encariñada con ese único hermano, que murió a consecuencia de un accidente sufrido en un laboratorio, durante la verificación de un experimento. La impresión que le causó este suceso fue tan tremenda, que acabó por sufrir un trastorno mental. ¿Duda, usted?
—Le juro que lo escucho y no sé qué pensar.
—Es terrible. La madre, por consejo de unos especialistas, ha sacado a viajar a esta desgraciada hija. Bueno, le dejo porque me esperan en la enfermería.
Desapareció el médico y yo quedé en el puente de la nave, frente al océano negro y el cielo cuajado de estrellas rutilantísimas y como quien ha visto un fantasma. ¡Miss Annie loca! ¡Y yo enamorado de una loca! Me apreté las sienes con desesperación, y de pronto, como si alguien, como si otro fantasma quisiera salvarme de la tremenda revelación, una voz sutil murmuró en mi oído interno:
—Todo lo que te ha dicho ese médico borracho es mentira.
Respiré aliviado. Miss Annie no estaba loca. Yo no quería que estuviese loca. Lo que me contara el médico descalificado era el simple producto de una intoxicación alcohólica y tratando de desvanecer en la superficie de mi conciencia las señales perturbadoras que su revelación me causara, me puse a caminar con pasos rápidos a lo largo de la pasarela. De pronto se desprendió del horizonte oceánico una luna amarilla y enorme como la rueda de un carro, que proyectó entre el confín y la nave una vereda de agua amarilla.
Respiré aliviado. Ninguno de los juicios, de las palabras, de las actitudes de miss Annie revelaban a una persona que sufre trastornos mentales. En cuanto a su invento para perfeccionar la industria de las telas engomadas, aunque parezca disparatado a simple vista, no lo es en modo alguno, ya que la industria de la tela engomada técnicamente ha sufrido considerables transformaciones desde sus comienzos y estas transformaciones fueron obras de inventores desconocidos para nosotros, pero que en sus momentos ganaron abundantes sumas de dinero.
No. No. No. Miss Annie no estaba loca. Aquella maldita historia era producto de la descentrada imaginación del ginecólogo borracho. ¿No se le había ocurrido ya una vez la disparatada idea de que la señora del pastor Rosemberg estaba por alumbrar y no pretendió introducirse en su camarote, armado de un fórceps descomunal?
Veinticuatro horas después me había olvidado definitivamente de aquella fantasía de nuestro médico y me entregaba sin restricción alguna al amor de Annie. Las horas volaban entre los dedos de nuestras manos ligadas por caricias, como plumas aventadas. Nunca el horario de un reloj giró tan apresuradamente.
Abandonada en mis brazos, la cabeza reclinada sobre mi pecho, los ojos perdidos en el espacio, Annie pasaba las horas de la noche a mi lado. Después que su madre se había dormido, se deslizaba hasta mi camarote. Semejante a un fantasma, sobre el fondo del cielo estrellado, veía su silueta obscura detenerse un instante frente al ojo de buey, luego avanzaba, sus brazos desnudos me apretaban contra su pecho y durante un montón de horas nos olvidábamos del cielo y de la tierra.
Había resuelto que la acompañara a Shangai. Conocía ahora los accidentes de mi vida, pues yo no quise disimularle mis imperfecciones, que eran muchas y graves. Annie tenía varios proyectos en los que yo iba honestamente involucrado. Esta posibilidad de no apartarnos nunca hacía que nos entregáramos a nuestros goces con desmedida seguridad.
Perdimos la noción del tiempo. Los días, las horas, voltearon ante nuestros ojos como si todo lo externo formara parte de un sueño que no nos atañía en lo más mínimo. Yo veía a mi primo en las horas de las comidas, escuchaba maquinalmente sus reflexiones; luego me apartaba de él para esperar la llegada de Annie que se deslizaba hasta mi camarote. El día en que recordé a los cuatro borrachos que se reunían con el médico en la sala de primeros auxilios tuve la impresión de que había transcurrido una enorme cantidad de tiempo.
Entonces me asombré de no haberle contado a Annie lo ocurrido noches anteriores en el puente al encontrarme con el médico de a bordo, y bruscamente le pregunté:
—¿No has tenido un hermano, tú?
Annie me miró asombrada:
—Tengo dos hermanos.
—¿No has tenido un hermano que murió en un accidente de laboratorio?
La extrañeza de Annie creció desmesuradamente:
—¿De dónde sacas esa historia? Le conté lo que me había sucedido con el médico.
Annie se paseó cavilosamente de mi brazo por frente a los ojos de buey del comedor, luego:
—Si te digo algo, ¿me prometes que no vas a ir a pedirle explicaciones a ese hombre?
—No.
—¿Lo prometes?
—Lo prometo.
—¿Es una promesa como la que le hiciste a él?
—Te doy mi palabra. Digas lo que me digas me callaré.
—Pues bien. Fíjate que ayer... no; fue anteayer, el médico se me acercó y después de hacerme jurar por todos los santos que no te diría una palabra, me dijo que tuviera cuidado porque a pesar de tu buen aspecto estabas gravemente tuberculoso... y que podías infectarme.
—Pero ese hombre es un canalla.
—Me imagino que sí. Yo creo que no es médico sino un estudiante de medicina descalificado. La vida de a bordo lo aburre y se entretiene en inventar historias.
Karla Benitez- Moderadora
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Re: Viaje terrible:Capítulo III de Roberto Arlt
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