De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXIII
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXIII
De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXIII
Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mundo, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su propia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que quería, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecencias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mirada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embotado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza.
Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facultad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos quitan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu silencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta para poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantarse todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros. Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruinado a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación inmisericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo había hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de cons ecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sensaciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Otros desgraciados, cuando los meten en la cárcel, aunque despojados de la belleza del mundo, al menos están a salvo, en alguna medida, de los golpes más mortíferos del mundo, de sus dardos más temibles. Pueden ocultarse en lo oscuro de sus celdas, y de su propia desgracia hacer como un santuario. El mundo, una vez que ha conseguido lo que quería, sigue su camino, y a ellos les deja sufrir en paz. No ha sido así conmigo. Pena tras pena han venido a llamar a las puertas de la cárcel en mi busca. Han abierto de par en par las puertas y las han dejado entrar. Pocos o ninguno de mis amigos han podido verme. Pero mis enemigos han tenido paso franco a mí siempre. Dos veces en mis comparecencias públicas ante el Tribunal de Quiebras, otras dos veces en mis traslados públicos de una prisión a otra, he sido expuesto en condiciones de humillación indescriptible a la mirada y la mofa de los hombres. El mensajero de la Muerte me ha traído sus noticias y ha seguido adelante, y en total soledad, y aislado de todo lo que pudiera darme consuelo o sugerir alivio, he tenido que soportar la carga intolerable de tristeza y remordimiento que el recuerdo de mi madre ponía sobre mí y sigue poniendo. Apenas el tiempo había embotado, que no curado, esa herida, cuando me llegan de mi esposa cartas violentas, duras y amargas, por conducto de su abogado. De inmediato se me acusa y amenaza de pobreza.
Eso lo puedo soportar. Puedo hacerme a cosas aún peores. Pero me arrebatan legalmente a mis dos hijos; y eso es y seguirá siendo siempre para mí un motivo de aflicción infinita, de suplicio infinito, de dolor sin fin y sin límite. Que la ley decida, y se arrogue la facultad de decidir, que yo soy indigno de estar con mis propios hijos, eso es absolutamente horrible para mí. La ignominia de la prisión no es nada comparada con eso. Envidio a los otros hombres que pasean el patio conmigo. Estoy seguro de que sus hijos los esperan, aguardan su venida, los recibirán con dulzura.
Los pobres son más sabios, más caritativos, más bondadosos, más sensibles que nosotros. A sus ojos la cárcel es una tragedia en la vida de un hombre, un infortunio, un percance, algo que reclama la solidaridad de los demás. Hablan del que está encarcelado, y no dicen sino que está «en un apuro». Es la expresión que usan siempre, y lleva dentro la sabiduría perfecta del Amor. En la gente de nuestro rango no es así. Entre nosotros la cárcel te hace un paria. Yo, y la gente como yo, apenas si tenemos derecho al aire y al sol. Nuestra presencia contamina los placeres de los demás. Nadie nos acoge cuando reaparecemos. Revisitar los atisbos de la luna no es para nosotros. Hasta nuestros hijos nos quitan. Esos bellos vínculos con la humanidad se rompen. Estamos condenados a estar solos, aunque nuestros hijos vivan. Se nos niega lo único que podría sanarnos y ayudarnos, poner bálsamo en el corazón golpeado y paz en el alma dolorida.
Y a todo eso se ha añadido el hecho pequeño y duro de que con tus acciones y con tu silencio, con lo que has hecho y lo que has dejado sin hacer, has conseguido que cada día de mi largo encarcelamiento se me hiciera todavía más difícil de soportar. Hasta el pan y el agua de la prisión los has cambiado con tu conducta: lo uno lo has hecho amargo, lo otro salobre para mí. La tristeza que deberías haber compartido la has duplicado, el dolor que deberías haber tratado de aliviar lo has hecho angustia. No me cabe ninguna duda de que no era ésa tu intención. Sé que no era ésa tu intención. Fue simplemente ese «único defecto verdaderamente fatal de tu carácter, tu absoluta falta de imaginación».
Y el final de todo es que tengo que perdonarte. He de hacerlo. No escribo esta carta para poner amargura en tu corazón, sino para arrancarla del mío. Por mi propio bien tengo que perdonarte. No puede uno tener siempre una víbora comiéndole el pecho, ni levantarse todas las noches para sembrar abrojos en el jardín del alma. No me será nada difícil hacerlo, si tú me ayudas un poco. Todo lo que me hicieras en los viejos tiempos siempre lo perdonaba de buen grado. Entonces eso no te hacía ningún bien. Sólo aquel en cuya vida no haya ninguna mancha puede perdonar pecados. Pero ahora que estoy humillado y deshonrado es otra cosa. Mi perdón ahora debería significar mucho para ti. Algún día te darás cuenta. Sea enseguida o no, pronto o tarde o nunca, para mí el camino está claro. No puedo permitir que vayas por la vida con el peso en el corazón de haber arruinado a un hombre como yo. Ese pensamiento podría sumirte en una indiferencia despiadada, o en una tristeza morbosa. Tengo que tomar ese peso de ti y echarlo sobre mis hombros. Tengo que decirme que ni tú ni tu padre, multiplicados por mil, podríais haber arruinado a un hombre como yo; que yo me arruiné; y que nadie, ni grande ni pequeño, se arruina si no es por su propia mano. Estoy totalmente dispuesto a hacerlo. Estoy intentando hacerlo, aunque en estos momentos no te lo parezca. Si he presentado esta acusación inmisericorde contra ti, piensa qué acusación presento sin misericordia contra mí. Lo que tú me hiciste fue terrible, pero lo que yo me hice fue mucho más terrible aún.
Yo era un hombre que estaba en relaciones simbólicas con el arte y la cultura de mi época. Eso lo había comprendido yo solo ya en los albores de mi edad adulta, y se lo había hecho comprender a mi época después. Pocos mantienen esa posición en vida y la ven reconocida. La suele descubrir, si la descubre, el historiador, o el crítico, mucho después de que el hombre y su tiempo hayan pasado. En mi caso no fue así. La sentí yo mismo, e hice que otros la sintieran. Byron fue una figura simbólica, pero sus relaciones fueron con la pasión de su época y su cansancio de la pasión. Las mías eran con algo mas noble, más permanente, de cons ecuencias más vitales, de mayor alcance.
Los dioses me lo habían dado casi todo. Tenía genialidad, un apellido distinguido, posición social elevada, brillantez, osadía intelectual; hacía del arte una filosofía, y de la filosofía un arte; alteraba las mentes de los hombres y los colores de las cosas; no había nada que dijera o hiciera que no causara asombro; tomé el teatro, la forma más objetiva que conoce el arte, y lo convertí en un modo de expresión tan personal como la canción o el soneto, a la vez que ensanchaba su radio y enriquecía su caracterización; teatro, novela, poema en rima, poema en prosa, diálogo sutil o fantástico, todo lo que tocaba lo hacía hermoso con un género nuevo de hermosura; a la verdad misma le di lo falso no menos que lo verdadero como legítimos dominios, y mostré que lo falso y lo verdadero no son sino formas de existencia intelectual. Traté el Arte como la realidad suprema, la vida como un mero modo de ficción; desperté la imaginación de mi siglo de suerte que crease mito y leyenda alrededor de mí; resumí todos los sistemas en una frase, y toda la existencia en una agudeza.
Junto con esas cosas, tenía otras distintas. Me dejaba arrastrar a largas rachas de indolencia sensual y sin sentido. Me divertía ser un fláneur, un dandy, un personaje mundano. Me rodeaba de naturalezas mezquinas y de mentes inferiores. Vine a ser el manirroto de mi propio genio, y malbaratar una juventud eterna me proporcionaba un curioso gozo. Cansado de estar en las alturas, iba deliberadamente a las bajuras en busca de nuevas sensaciones. Lo que la paradoja era para mí en la esfera del pensamiento, eso vino a ser la perversidad en la esfera de la pasión. El deseo, al final, era una enfermedad, o una locura, o ambas cosas. Me hice desatento a las vidas de los demás. Tomaba el placer donde me placía y seguía de largo. Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. Dejé de ser Señor de mí mismo. Ya no era el Capitán de mi Alma, y no lo sabía. Dejé que tú me dominaras, y que tu padre me atemorizara. Acabé en una espantosa deshonra. Ahora para mí sólo queda una cosa, la absoluta Humildad: lo mismo que para ti sólo queda una cosa, la absoluta Humildad también. Te vendría bien bajar al polvo y aprenderla a mi lado.
Ruben- Poeta especial
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