EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXII

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:26 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXII

Cuando mis amigos más prudentes o menos complacientes me avisaron o me dejaron por mi amistad contigo, te reíste con desprecio. Te reíste a carcajadas cuando, al escribirte tu padre su primera carta insultante contra mí, te dije que era consciente de no ser más que una cabeza de turco en vuestra horrenda guerra y que entre los dos acabaríais conmigo. Pero todas esas cosas habían ocurrido como yo dije que sucederían, en lo que hace a resultados. No tenías excusa para no ver cómo se había cumplido todo. ¿Por qué no me escribiste? ¿Fue cobardía? ¿Fue insensibilidad? ¿Qué fue? El hecho de que yo estuviera indignado contigo, y hubiera manifestado mi indignación, era mayor motivo para escribir. Si mi carta te parecía justa, debías haber escrito. Si te parecía injusta en lo más mínimo, debías haber escrito. Yo esperaba una carta. Estaba seguro de que por fin verías que si el viejo afecto, el amor tantas veces declarado, los mil gestos de cariño mal correspondido que te había prodigado, las mil deudas impagadas de gratitud que me debías; que si todo eso no era nada para ti, el mero deber, el más estéril de todos los lazos que unen a los hombres, te haría escribir. No puedes decir que pensaras seriamente que sólo se me permitía recibir comunicaciones de orden práctico de miembros de mi familia. Sabías perfectamente que cada doce semanas Robbie me mandaba un pequeño resumen de noticias literarias. No cabe cosa más encantadora que sus cartas, por su ingenio, su crítica inteligente y concentrada, su ligereza: son cartas de verdad; son como oír hablar a una persona; tienen la calidad de una causerie intime francesa: y en sus delicadas deferencias hacia mí, unas veces apelando a mi juicio, otras a mi sentido del humor, otras a mi instinto de la belleza o a mi cultura y recordándome de cien formas sutiles que en otro tiempo fui para muchos un árbitro del estilo en el Arte, para algunos el árbitro supremo, demue stra tener el tacto del amor además del tacto de la literatura. Sus cartas han sido para mí los pequeños mensajeros de ese mundo hermoso e irreal del Arte donde en otro tiempo fui Rey, y donde de hecho habría seguido siendo Rey si no me hubiera dejado llevar al mundo imperfecto de las pasiones groseras e inacabadas, del apetito sin distinción, el deseo sin límite y la codicia informe. Pero, con todo y con eso, no me digas que no podías entender, o concebir al menos en tu propio magín, que, aun por las razones ordinarias de la mera curiosidad psicológica, habría sido para mí más interesante saber de ti que enterarme de que Alfred Austin quería sacar un libro de poemas, o que Street estaba escribiendo crítica de teatro para el Daily Chronicle, o que uno que no sabe decir un panegírico sin tartamudear había declarado a la señora Meynell la nueva Sibila del Estilo.

¡Ah, si hubieras sido tú el encarcelado!: no diré que por una falta mía, que una idea tan horrible ni la podría soportar, sino por una falta tuya, por un error tuyo, fe en un amigo indigno, desliz en el cenagal de la sensualidad, confianza mal puesta o amor mal dirigido, o ninguna de esas cosas o todas, ¿crees que yo te habría dejado reconcomerte en las tinieblas y la soledad sin intentar de alguna manera, por pequeña que fuese, ayudarte a llevar el fardo amargo de tu desgracia? ¿Crees que no te habría hecho saber que si tú sufrías, yo sufría también; que si llorabas, también había lágrimas en mis ojos; y que si yacías en la casa de la servidumbre y despreciado de los hombres, yo con mis propias penas había hecho una casa donde habitar hasta tu vuelta, un tesoro donde todo lo que los hombres te habían negado estaría guardado para sanarte, aumentado al ciento por uno? Si la amarga necesidad, o la prudencia para mí más amarga aún, me hubieran impedido estar cerca de ti y me hubieran robado la alegría de tu presencia, aunque fuera viéndote entre barrotes y en figura de ignominia, yo te habría escrito a toda hora con la esperanza de que una mera frase, una sola palabra, siquiera un eco entrecortado de Amor te llegase. Si te hubieras negado a recibir mis cartas, aun así habría escrito, para que supieras que en cualquier caso siempre había cartas esperándote. Muchos lo han hecho conmigo. Cada tres meses hay personas que me escriben, o que proponen escribirme. Sus cartas y comunicaciones se guardan. Me serán entregadas cuando salga de la cárcel. Sé que están ahí. Sé los nombres de las personas que las han escrito. Sé que están llenas de solidaridad, de bondad y de afecto. Eso me basta. No necesito saber más. Tu silencio ha sido horrible. Y no ha sido un silencio sólo de semanas y meses, sino de años; de años incluso para la cuenta de los que, como tú, viven velozmente en la felicidad, y apenas entrevén los pies dorados de los días que pasan danzando, y pierden el aliento persiguiendo el placer. Es un silencio sin excusa; un silencio sin atenuantes. Yo sabía que tenías los pies de barro. ¿Quién lo iba a saber mejor? Cuando escribí, entre mis aforismos, que eran únicamente los pies de barro los que hacían precioso el oro de la imagen, en ti estaba pensando. Pero no es una imagen de oro con pies de barro lo que has hecho de ti mismo. Con el mismísimo polvo del camino común que las pezuñas del ganado convierten en cieno has modelado tu perfecto retrato para que yo lo mire, de modo que, no importa cuál hubiera sido mi deseo secreto, me fuera ya imposible sentir otra cosa que desprecio y desdén por ti, y sentir otra cosa que desprecio y desdén por mí mismo. Y dejando a un lado todas las demás razones, tu indiferencia, tu respeto del mundo, tu insensibilidad, tu prudencia, como lo quieras llamar, se me ha hecho doblemente amarga por las peculiares circunstancias que acompañaron o siguieron a mi caída.
Ruben
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