El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo IV
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo IV
El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo IV
En Venecia se encontró con su hermano lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos unas semanas encantadoras. Por la mañana vagaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde, recibían generalmente visitas a bordo del yate y, por la noche, comían en el Florian y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina; pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocurrido algún accidente y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de confianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre.
Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinar. Lord Arthur, al principio, se negó terminantemente a acompañarle; pero Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que, si seguía viviendo en el hotel Danieli, se moriría de tedio y el día 15, por la mañana, se hicieron a la vela con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable y la vida al aire libre hizo reaparecer los frescos colores en las mejillas de lord Arthur; pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupaciones respecto a lady Clementina y, a pesar de las exhortaciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia.
Cuando desembarcó de su góndola en los escalones del hotel, el dueño fue a su encuentro llevando un telegrama. Lord Arthur se lo arrebató de las manos y lo abrió, rasgándolo con brusco ademán. ¡Éxito total!: lady Clementina había muerto repentinamente, por la noche, cinco días antes.
El primer pensamiento de lord Arthur fue para Sybil y le envió un telegrama anunciándole su regreso inmediato a Londres. En seguida ordenó a su criado que preparase el equipaje para el rápido de aquella noche, quintuplicó la propina a su gondolero y subió hacia su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí le esperaban tres cartas. Una de ellas llena de cariño, con un pésame muy sentido, era de Sybil; las otras, de la madre de Arthur y del notario de lady Clementina. Parecía ser que la vieja señora cenó con la duquesa la noche antes de su muerte. Encantó a todo el mundo con su gracejo y esprit pero se retiró temprano, quejándose de dolor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su lecho, sin que pareciese haber sufrido en modo alguno.
Se avisó entonces a sir Mathew Reid, pero era ya inútil, y fue enterrada en Beauchamp-Chalcote el día 22. Pocos días antes de su muerte hizo testamento. Dejaba a lord Arthur su casita de la calle de Curzon. Todo su mobiliario, su capital, su galería de cuadros, menos la colección de miniaturas, que legaba a su hermana lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que dejaba a Sybil Merton. El inmueble no valía mucho; pero míster Mansfield, el notario, deseaba vivamente que viniese lord Arthur lo antes posible, porque había muchas deudas que pagar, ya que lady Clementina no pudo tener nunca sus cuentas en regla. A lord Arthur le conmovió mucho aquel buen recuerdo de lady Clementina y pensó que míster Podgers tenía realmente que asumir una grave responsabilidad en aquel asunto. Su amor por Sybil dominó, sin embargo, cualquier otra emoción y la plena conciencia de que había cumplido su deber le tranquilizó, dándole ánimos. Al llegar a Charing Cross se sintió dichoso por completo. Los Merton le recibieron muy afectuosos. Sybil le hizo prometer que no toleraría ningún obstáculo que se interpusiera entre ellos y quedó fijada la boda para el 7 de junio. La vida le parecía, una vez más, brillante y hermosa, y toda su antigua alegría renacía en él.
Sin embargo, estando pocos días después haciendo el inventario de la casa de la calle Curzon con el notario de lady Clementina y con Sybil, quemando paquetes, cartas amarillentas y desechando extrañas antiguallas, de pronto la joven lanzó un grito de alegría.
-¿Qué has encontrado, Sybil? -inquirió lord Arthur, levantando la cabeza y sonriendo.
-Esta bombonerita de plata. ¡Es preciosa! Parece holandesa. ¿Me la regalas? Las amatistas no me sentarán bien, creo yo, hasta que tenga ochenta años.
Era la cajita con la cápsula de aconitina.
Lord Arthur se estremeció y un rubor repentino inflamó sus mejillas. Ya casi no se acordaba de lo que había hecho y le pareció una extraña coincidencia que fuese Sybil, por cuyo amor pasó todas aquellas angustias, la primera en recordárselo.
-Tuya es, desde luego. Fui yo quien se la regaló a lady Clem.
-¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y este bombón, me lo das también? No sabía que le gustasen los dulces a lady Clementina. La creía demasiado intelectual.
Lord Arthur se quedó intensamente pálido y una idea horrible cruzó por su imaginación.
-¡Un bombón, Sybil! ¿Qué quieres decir? -preguntó con voz ronca y apagada.
-Sí; hay un bombón dentro; uno solo, rancio ya y sucio... No me resulta nada apetitoso, Pero ¿qué sucede, Arthur? ¡Estás muy pálido!
Lord Arthur saltó de su silla y cogió la bombonera. Dentro estaba la píldora ambarina, con su glóbulo de veneno. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lady Clementina había fallecido de muerte natural!
La conmoción que le produjo aquel descubrimiento fue superior a sus fuerzas. Tiró la píldora al fuego y se desplomó sobre el sofá con un grito desesperado.
En Venecia se encontró con su hermano lord Surbiton, que acababa de llegar de Corfú en su yate. Los dos jóvenes pasaron juntos unas semanas encantadoras. Por la mañana vagaban a caballo por el Lido o iban de un lado para otro por los canales verdes en su alargada góndola negra; por la tarde, recibían generalmente visitas a bordo del yate y, por la noche, comían en el Florian y fumaban innumerables cigarrillos paseando por la plaza. A pesar de todo, lord Arthur no era feliz. Todos los días recorría la columna de defunciones del Times, esperando encontrar la noticia de la muerte de lady Clementina; pero siempre sufría una decepción. Empezó a temer que le hubiese ocurrido algún accidente y sintió muchas veces no haberle dejado tomar la aconitina cuando quiso ella probar sus efectos. Las cartas de Sybil, aunque llenas de amor, de confianza y de ternura, tenían con frecuencia un tono triste, y a veces pensaba que se había separado de ella para siempre.
Al cabo de quince días, lord Surbiton se cansó de Venecia y decidió recorrer la costa hasta Rávena, pues oyó decir que había mucha caza en el Pinar. Lord Arthur, al principio, se negó terminantemente a acompañarle; pero Surbiton, a quien quería muchísimo, le persuadió por fin de que, si seguía viviendo en el hotel Danieli, se moriría de tedio y el día 15, por la mañana, se hicieron a la vela con un fuerte viento nordeste y un mar bastante picado. La travesía fue agradable y la vida al aire libre hizo reaparecer los frescos colores en las mejillas de lord Arthur; pero hacia el día 22 volvieron a invadirle sus preocupaciones respecto a lady Clementina y, a pesar de las exhortaciones de Surbiton, regresó en tren a Venecia.
Cuando desembarcó de su góndola en los escalones del hotel, el dueño fue a su encuentro llevando un telegrama. Lord Arthur se lo arrebató de las manos y lo abrió, rasgándolo con brusco ademán. ¡Éxito total!: lady Clementina había muerto repentinamente, por la noche, cinco días antes.
El primer pensamiento de lord Arthur fue para Sybil y le envió un telegrama anunciándole su regreso inmediato a Londres. En seguida ordenó a su criado que preparase el equipaje para el rápido de aquella noche, quintuplicó la propina a su gondolero y subió hacia su habitación con paso ligero y corazón alegre. Allí le esperaban tres cartas. Una de ellas llena de cariño, con un pésame muy sentido, era de Sybil; las otras, de la madre de Arthur y del notario de lady Clementina. Parecía ser que la vieja señora cenó con la duquesa la noche antes de su muerte. Encantó a todo el mundo con su gracejo y esprit pero se retiró temprano, quejándose de dolor de estómago. A la mañana siguiente la encontraron muerta en su lecho, sin que pareciese haber sufrido en modo alguno.
Se avisó entonces a sir Mathew Reid, pero era ya inútil, y fue enterrada en Beauchamp-Chalcote el día 22. Pocos días antes de su muerte hizo testamento. Dejaba a lord Arthur su casita de la calle de Curzon. Todo su mobiliario, su capital, su galería de cuadros, menos la colección de miniaturas, que legaba a su hermana lady Margaret Rufford, y su collar de amatistas, que dejaba a Sybil Merton. El inmueble no valía mucho; pero míster Mansfield, el notario, deseaba vivamente que viniese lord Arthur lo antes posible, porque había muchas deudas que pagar, ya que lady Clementina no pudo tener nunca sus cuentas en regla. A lord Arthur le conmovió mucho aquel buen recuerdo de lady Clementina y pensó que míster Podgers tenía realmente que asumir una grave responsabilidad en aquel asunto. Su amor por Sybil dominó, sin embargo, cualquier otra emoción y la plena conciencia de que había cumplido su deber le tranquilizó, dándole ánimos. Al llegar a Charing Cross se sintió dichoso por completo. Los Merton le recibieron muy afectuosos. Sybil le hizo prometer que no toleraría ningún obstáculo que se interpusiera entre ellos y quedó fijada la boda para el 7 de junio. La vida le parecía, una vez más, brillante y hermosa, y toda su antigua alegría renacía en él.
Sin embargo, estando pocos días después haciendo el inventario de la casa de la calle Curzon con el notario de lady Clementina y con Sybil, quemando paquetes, cartas amarillentas y desechando extrañas antiguallas, de pronto la joven lanzó un grito de alegría.
-¿Qué has encontrado, Sybil? -inquirió lord Arthur, levantando la cabeza y sonriendo.
-Esta bombonerita de plata. ¡Es preciosa! Parece holandesa. ¿Me la regalas? Las amatistas no me sentarán bien, creo yo, hasta que tenga ochenta años.
Era la cajita con la cápsula de aconitina.
Lord Arthur se estremeció y un rubor repentino inflamó sus mejillas. Ya casi no se acordaba de lo que había hecho y le pareció una extraña coincidencia que fuese Sybil, por cuyo amor pasó todas aquellas angustias, la primera en recordárselo.
-Tuya es, desde luego. Fui yo quien se la regaló a lady Clem.
-¡Oh, gracias, Arthur! ¿Y este bombón, me lo das también? No sabía que le gustasen los dulces a lady Clementina. La creía demasiado intelectual.
Lord Arthur se quedó intensamente pálido y una idea horrible cruzó por su imaginación.
-¡Un bombón, Sybil! ¿Qué quieres decir? -preguntó con voz ronca y apagada.
-Sí; hay un bombón dentro; uno solo, rancio ya y sucio... No me resulta nada apetitoso, Pero ¿qué sucede, Arthur? ¡Estás muy pálido!
Lord Arthur saltó de su silla y cogió la bombonera. Dentro estaba la píldora ambarina, con su glóbulo de veneno. ¡A pesar de todos sus esfuerzos, lady Clementina había fallecido de muerte natural!
La conmoción que le produjo aquel descubrimiento fue superior a sus fuerzas. Tiró la píldora al fuego y se desplomó sobre el sofá con un grito desesperado.
Ruben- Poeta especial
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