El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Grandes Poetas y Escritores Consagrados :: Oscar Wilde
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El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II
El crimen de lord Arthur Saville de Oscar Wilde- Capítulo II
Diez minutos más tarde, lord Arthur Savile, con la cara lívida de terror y los ojos enloquecidos de angustia, precipitábase fuera de Bentinck-House. Se abrió paso entre el tropel de lacayos, cubiertos de pieles, que esperaban bajo la marquesina del gran pabellón.
Lord Arthur parecía no ver ni oír absolutamente nada,
La noche era muy fría y los mecheros de gas alrededor de la plaza centelleaban, vacilantes, baja los latigazos del viento; pero él sentía en sus manos un calor febril y las sienes le ardían como brasas.
Andaba zigzagueando por la acera, como un beodo. Un policía le miró con curiosidad al pasar y un mendigo que salió del quicio de un portal para pedirle limosna retrocedió aterrado, al ver un infortunio mayor que el suyo. En un momento dado, lord Arthur Savile se detuvo debajo de un farol y se miró las manos. Creyó ver la mancha de sangre que las delataba y un débil grito brotó de sus labios trémulos.
¡Asesino! Ésta era la palabra que había leído el quiromántico sobre ellas. ¡Asesino! La noche misma parecía saberlo y el viento desolado la zumbaba en sus oídos. Los rincones oscuros de las calles estaban llenos de aquella acusación, que gesticulaba ante sus ojos en los tejados.
Primero fue al parque, cuyo boscaje sombrío parecía fascinarle. Se apoyó en la verja con aire extenuado, refrescando su frente con la humedad del hierro y escuchando el silencio rumoroso de los árboles.
«¡Asesino! ¡Asesino!», se repitió, como si por dirigirse de nuevo la acusación pudiera atenuar el sentido de la palabra. El sonido de su propia voz le hizo estremecer y, a pesar de esto, deseó casi que el eco recogiese y despertara de sus sueños a la ciudad adormecida. Sentía impulsos de detener al primer transeúnte casual y contárselo todo.
Después siguió su marcha, vagando alrededor de la calle de Oxford, por un laberinto de callejuelas estrechas e ignominiosas. Dos mujeres de caras pintarrajeadas se mofaron de él a su paso. De un patio lóbrego llegó hasta sus oídos un ruido de juramentos y de golpes, seguidos de gritos penetrantes; y apretujados en montón, bajo una puerta húmeda y fría, vio las espaldas arqueadas y los cuerpos agotados de la pobreza y la decrepitud. Le sobrecogió una extraña piedad.
Aquellos hijos del pecado y de la miseria, ¿estaban fatalmente predestinados como él? ¿Acaso no eran tan sólo, como él, muñecos de un guiñol monstruoso?
Y, sin embargo, no fue el misterio, sino la comedia del sufrimiento la que le conmovió con su absoluta inutilidad y su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente y qué desprovisto de armonía le pareció todo! Le dejó atónito el desacuerdo existente entre el optimismo superficial de nuestro tiempo y la realidad de la vida. Era todavía muy joven.
Al cabo de un rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle, silenciosa, parecía una larga cinta de plata bruñida, moteada aquí y allá por los oscuros arabescos de las sombras movedizas.
A lo lejos redondeábase en círculo la línea de luces de los faroles de gas vacilantes, y ante una casita rodeada por un muro estaba parado un coche de alquiler, solitario, cuyo cochero dormía en el interior. Lord Arthur se dirigió con paso rápido en dirección a la plaza de Porland, mirando a cada momento a su alrededor, como si temiera que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban parados dos hombres leyendo un anuncio en una valla. Un extraño sentimiento de curiosidad le dominó y cruzó la calle hacia aquel sitio. Ya cerca, la palabra asesino impresa en letras negras hirió sus ojos.
Se detuvo y una oleada de rubor tiñó sus mejillas. Era un bando ofreciendo una recompensa a quien facilitase detalles que cooperasen a la detención de un individuo de estatura regular, entre los treinta y los cuarenta años, que llevaba un sombrero blanco de alas levantadas, una chaqueta negra y unos pantalones escoceses y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur leyó y releyó el anuncio. Se preguntó si aquel hombre sería detenido y cómo se habría hecho aquella herida. ¡Quizá algún día su nombre se vería expuesto de igual modo en los muros de Londres! ¡Quizá algún día pondrían también su cabeza a precio!
Aquel pensamiento le dejó descompuesto de horror y, girando sobre sus talones, huyó en la noche.
No sabía apenas dónde estaba. Recordaba confusamente haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, perdiéndose en una gigantesca maraña de calles sombrías, y empezaba a despuntar el alba cuando se dio cuenta, por fin, de que se hallaba en Piccadilly-Circus. A1 poco rato, cuando pasaba por Belgrave-Square, se encontró con los grandes carros de transporte que se dirigían al mercado de Covent-Garden. Los carreteros con sus blusas blancas y sus rostros agradables, bronceados por el sol, de revueltos cabellos rizados, apresuraban vigorosamente el paso restallando sus fustas y hablándose a gritos. Sobre el lomo de un enorme caballo gris, el primero de la reata, iba montado un mozo mofletudo con un ramito de prímulas en su sombrero de alas caídas, agarrándose con mano firme a las crines y riendo a carcajadas. En la claridad matinal los grandes montones de legumbres se destacaban como bloques de jade verde sobre los pétalos rosados de una flor mágica. Lord Arthur experimentó un sentimiento de viva conmoción, sin que pudiese decir a punto fijo por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le emocionaba inefablemente y pensó en todos los días que despuntan y mueren en medio de la tempestad. Aquellos hombres rudos, con sus voces broncas, su grosero buen humor y su andar perezoso, ¡qué Londres más extraño veían! ¡Un Londres lleno de los crímenes nocturnos y del humo del día; una ciudad pálida, fantasmagórica; una ciudad desolada de tumbas! Se preguntó lo que pensarían de ella y si sabrían algo de sus esplendores y de sus vergüenzas, de sus goces soberbios, tan bellos de color; de su hambre atroz y de todo cuanto brota y se marchita en Londres desde la mañana hasta la noche. Probablemente, para ellos era tan sólo el mercado adonde llevaban a vender sus productos y en el que no permanecían más que unas horas a lo sumo, dejando a su regreso las calles todavía en silencio y las casas aún dormidas. Sintió un gran placer en verlos pasar. Por muy zafios que fuesen con sus zapatones claveteados y sus andares ordinarios, llevaban consigo algo de la Arcadia. Lord Arthur vio que habían vivido con la naturaleza y que ésta les enseñó la paz, y envidió su ignorancia.
Cuando llegó al final de Belgrave-Square, el cielo era de un azul desvanecido y los pájaros empezaban a piar en los jardines.
Diez minutos más tarde, lord Arthur Savile, con la cara lívida de terror y los ojos enloquecidos de angustia, precipitábase fuera de Bentinck-House. Se abrió paso entre el tropel de lacayos, cubiertos de pieles, que esperaban bajo la marquesina del gran pabellón.
Lord Arthur parecía no ver ni oír absolutamente nada,
La noche era muy fría y los mecheros de gas alrededor de la plaza centelleaban, vacilantes, baja los latigazos del viento; pero él sentía en sus manos un calor febril y las sienes le ardían como brasas.
Andaba zigzagueando por la acera, como un beodo. Un policía le miró con curiosidad al pasar y un mendigo que salió del quicio de un portal para pedirle limosna retrocedió aterrado, al ver un infortunio mayor que el suyo. En un momento dado, lord Arthur Savile se detuvo debajo de un farol y se miró las manos. Creyó ver la mancha de sangre que las delataba y un débil grito brotó de sus labios trémulos.
¡Asesino! Ésta era la palabra que había leído el quiromántico sobre ellas. ¡Asesino! La noche misma parecía saberlo y el viento desolado la zumbaba en sus oídos. Los rincones oscuros de las calles estaban llenos de aquella acusación, que gesticulaba ante sus ojos en los tejados.
Primero fue al parque, cuyo boscaje sombrío parecía fascinarle. Se apoyó en la verja con aire extenuado, refrescando su frente con la humedad del hierro y escuchando el silencio rumoroso de los árboles.
«¡Asesino! ¡Asesino!», se repitió, como si por dirigirse de nuevo la acusación pudiera atenuar el sentido de la palabra. El sonido de su propia voz le hizo estremecer y, a pesar de esto, deseó casi que el eco recogiese y despertara de sus sueños a la ciudad adormecida. Sentía impulsos de detener al primer transeúnte casual y contárselo todo.
Después siguió su marcha, vagando alrededor de la calle de Oxford, por un laberinto de callejuelas estrechas e ignominiosas. Dos mujeres de caras pintarrajeadas se mofaron de él a su paso. De un patio lóbrego llegó hasta sus oídos un ruido de juramentos y de golpes, seguidos de gritos penetrantes; y apretujados en montón, bajo una puerta húmeda y fría, vio las espaldas arqueadas y los cuerpos agotados de la pobreza y la decrepitud. Le sobrecogió una extraña piedad.
Aquellos hijos del pecado y de la miseria, ¿estaban fatalmente predestinados como él? ¿Acaso no eran tan sólo, como él, muñecos de un guiñol monstruoso?
Y, sin embargo, no fue el misterio, sino la comedia del sufrimiento la que le conmovió con su absoluta inutilidad y su grotesca falta de sentido. ¡Qué incoherente y qué desprovisto de armonía le pareció todo! Le dejó atónito el desacuerdo existente entre el optimismo superficial de nuestro tiempo y la realidad de la vida. Era todavía muy joven.
Al cabo de un rato se encontró frente a la iglesia de Marylebone. La calle, silenciosa, parecía una larga cinta de plata bruñida, moteada aquí y allá por los oscuros arabescos de las sombras movedizas.
A lo lejos redondeábase en círculo la línea de luces de los faroles de gas vacilantes, y ante una casita rodeada por un muro estaba parado un coche de alquiler, solitario, cuyo cochero dormía en el interior. Lord Arthur se dirigió con paso rápido en dirección a la plaza de Porland, mirando a cada momento a su alrededor, como si temiera que le siguiesen. En la esquina de la calle Rich estaban parados dos hombres leyendo un anuncio en una valla. Un extraño sentimiento de curiosidad le dominó y cruzó la calle hacia aquel sitio. Ya cerca, la palabra asesino impresa en letras negras hirió sus ojos.
Se detuvo y una oleada de rubor tiñó sus mejillas. Era un bando ofreciendo una recompensa a quien facilitase detalles que cooperasen a la detención de un individuo de estatura regular, entre los treinta y los cuarenta años, que llevaba un sombrero blanco de alas levantadas, una chaqueta negra y unos pantalones escoceses y que tenía una cicatriz en la mejilla derecha. Lord Arthur leyó y releyó el anuncio. Se preguntó si aquel hombre sería detenido y cómo se habría hecho aquella herida. ¡Quizá algún día su nombre se vería expuesto de igual modo en los muros de Londres! ¡Quizá algún día pondrían también su cabeza a precio!
Aquel pensamiento le dejó descompuesto de horror y, girando sobre sus talones, huyó en la noche.
No sabía apenas dónde estaba. Recordaba confusamente haber vagado por un laberinto de casas sórdidas, perdiéndose en una gigantesca maraña de calles sombrías, y empezaba a despuntar el alba cuando se dio cuenta, por fin, de que se hallaba en Piccadilly-Circus. A1 poco rato, cuando pasaba por Belgrave-Square, se encontró con los grandes carros de transporte que se dirigían al mercado de Covent-Garden. Los carreteros con sus blusas blancas y sus rostros agradables, bronceados por el sol, de revueltos cabellos rizados, apresuraban vigorosamente el paso restallando sus fustas y hablándose a gritos. Sobre el lomo de un enorme caballo gris, el primero de la reata, iba montado un mozo mofletudo con un ramito de prímulas en su sombrero de alas caídas, agarrándose con mano firme a las crines y riendo a carcajadas. En la claridad matinal los grandes montones de legumbres se destacaban como bloques de jade verde sobre los pétalos rosados de una flor mágica. Lord Arthur experimentó un sentimiento de viva conmoción, sin que pudiese decir a punto fijo por qué. Había algo en la delicada belleza del alba que le emocionaba inefablemente y pensó en todos los días que despuntan y mueren en medio de la tempestad. Aquellos hombres rudos, con sus voces broncas, su grosero buen humor y su andar perezoso, ¡qué Londres más extraño veían! ¡Un Londres lleno de los crímenes nocturnos y del humo del día; una ciudad pálida, fantasmagórica; una ciudad desolada de tumbas! Se preguntó lo que pensarían de ella y si sabrían algo de sus esplendores y de sus vergüenzas, de sus goces soberbios, tan bellos de color; de su hambre atroz y de todo cuanto brota y se marchita en Londres desde la mañana hasta la noche. Probablemente, para ellos era tan sólo el mercado adonde llevaban a vender sus productos y en el que no permanecían más que unas horas a lo sumo, dejando a su regreso las calles todavía en silencio y las casas aún dormidas. Sintió un gran placer en verlos pasar. Por muy zafios que fuesen con sus zapatones claveteados y sus andares ordinarios, llevaban consigo algo de la Arcadia. Lord Arthur vio que habían vivido con la naturaleza y que ésta les enseñó la paz, y envidió su ignorancia.
Cuando llegó al final de Belgrave-Square, el cielo era de un azul desvanecido y los pájaros empezaban a piar en los jardines.
Ruben- Poeta especial
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