Justine del Marqués de Sade-Primera parte
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poemas Eróticos - Sensuales :: Ensayos y Clásicos del Erotismo
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Justine del Marqués de Sade-Primera parte
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Justine del Marqués de Sade-Primera parte
La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos. La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Justine del Marqués de Sade-Primera parte
La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos. La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me dice:
—Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
—Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
—¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
—Tenías que negarte —continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con violencia—, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme. Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
—Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
—Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
—¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
—Tenías que negarte —continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con violencia—, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme. Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¿Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? —prosiguió—. Has arriesgado tus días sin conservar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que perezcas, es preciso que aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
—Ahí tienes —le dijo— a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
—¡Qué hermosas nalgas! —decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con brutalidad—. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo para mis dogos! Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mí alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
—¡Vamos! —le dice a su ayudante—, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
—Ya basta —dijo, al cabo de unos minutos—, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte.
—¡Bien, Thérèse! —me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras—. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¿Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren? Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
—Soy muy bueno al salvarte la vida —dice el traidor, al que mis males irritan—, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
—Ahí tienes —le dijo— a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
—¡Qué hermosas nalgas! —decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con brutalidad—. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo para mis dogos! Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mí alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
—¡Vamos! —le dice a su ayudante—, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
—Ya basta —dijo, al cabo de unos minutos—, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte.
—¡Bien, Thérèse! —me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras—. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¿Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren? Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
—Soy muy bueno al salvarte la vida —dice el traidor, al que mis males irritan—, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te ha concedido.
—Pero, señor —contesté—, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se trataba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos. El conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—, vos lo habéis querido; estaba escrito en vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel castillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar, al riesgo que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la aldea de Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asaltada de noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado a su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi primera preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, probablemente peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a su vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
—Aquí tenéis esta carta fatal —dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange—, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
—Aquí tenéis esta carta fatal —dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange—, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Proseguid, querida niña —dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a Thérèse—, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
—¡Ay, señora! —continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia—, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas.
Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint—Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
—¡Ay, señora! —continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia—, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas.
Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint—Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos, pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás los admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los dieciséis. Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los que nadie podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares estaban fuera; reaparecieron en el momento de mi convalecencia.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escuela. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
—Escucha, Thérèse —me dijo la encantadora muchacha con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter—, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint—Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme —me dijo Rosalie—, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escuela. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
—Escucha, Thérèse —me dijo la encantadora muchacha con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter—, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint—Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme —me dijo Rosalie—, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero Rodin, inflexible, enciende en su propia severidad las primeras chispas de su placer que ya brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...
—¡Oh, no, no! —exclama él— ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!
—¡Señor, le prometo que no!
—¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada —me dijo en este momento Rosalie—, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza. Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos —dice acercándose a su víctima—, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tardan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
—¡Oh, no, no! —exclama él— ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!
—¡Señor, le prometo que no!
—¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada —me dijo en este momento Rosalie—, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza. Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos —dice acercándose a su víctima—, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tardan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Vístete —le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él—. Si vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
—Mereces ser castigado —le dice—, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.
—Vaya —le dice el sátiro, al contemplar su éxito—, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.
—¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería —dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...
—¡Ah!, briboncillo —exclama—, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
—¡Oh, cielos! —le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron—, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
—Mereces ser castigado —le dice—, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.
—Vaya —le dice el sátiro, al contemplar su éxito—, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.
—¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería —dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...
—¡Ah!, briboncillo —exclama—, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
—¡Oh, cielos! —le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron—, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Aún no lo sabes todo —me contesta Rosalie—; escucha —me dice regresando conmigo a su habitación—, lo qué has visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que de los muchachos —de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el negociante de Lyon—. Con ello —prosiguió la joven—, las jóvenes no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh, Thérèse —añadió Rosalie precipitándose a mis brazos—, oh, querida amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder defenderme...
—Pero, señorita —le interrumpí, asustada...—, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
—¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos —prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos— ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
—Pero, señorita —le interrumpí, asustada...—, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
—¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos —prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos— ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Tras esto se marchó a comer: después de tales hazañas, necesitaba reponerse. Por la tarde continuaba tanto la clase como la corrección. De haberlo deseado, podía contemplar las nuevas escenas, pero fueron suficientes para convencerme y decidir mi respuesta a las ofertas de aquel malvado. La época en que debía dársela se aproximaba. Dos días después de estos acontecimientos, él mismo vino a pedírmela a mi habitación. Me sorprendió en la cama. El pretexto de ver si quedaba alguna huella de mis heridas le ofreció, sin que yo pudiera oponerme, el derecho de examinarme desnuda, y como llevaba haciéndolo por lo menos dos veces al día desde hacía un mes, sin que yo hubiera notado en él nada que pudiera herir mi pudor, no creí que debiera resistirme. Pero, esta vez, Rodin tenía otras intenciones: cuando ha llegado al objeto de su culto, pasa uno de sus muslos alrededor de mi cintura, y lo aprieta tanto que me encuentro, por decirlo de algún modo, indefensa.
—Thérèse —me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de toda duda—, ya estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gratitud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil, sólo necesito esto —prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que disponía...—. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero —prosiguió— es de los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!... ¡qué piel tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos, se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
—Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo —continué ofreciéndole mi miserable bolsa—, tomad el que consideréis oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres, suponía deshonesta por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin, digo, me mira con atención:
—Thérèse —continúa al cabo de un instante—, es bastante inoportuno que te hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
—Señor —le contesté—, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. —No te preocupes —me contestó Rodin—, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse.
Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te marches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...
—Thérèse —me dice entonces paseando sus manos de modo como para despojarme de toda duda—, ya estás restablecida, querida, ahora puedes demostrarme la gratitud que veo que rebosa tú corazón. La manera es fácil, sólo necesito esto —prosiguió el traidor inmovilizándome con todas las fuerzas de que disponía...—. Sí, sólo esto, esta es mi recompensa, nunca exijo otra cosa de las mujeres... Pero —prosiguió— es de los más hermosos que he visto en mi vida... ¡Qué redondeces!... i qué elasticidad!... ¡qué piel tan fina!... ¡Oh, qué ganas tengo de disfrutarlo!...
Al decir eso, Rodin, verosímilmente ya dispuesto a la ejecución de sus proyectos, se ve obligado a soltarme un momento para acabar de realizarlos. Yo aprovecho la libertad que me concede, y, soltándome de sus brazos, le digo:
—Señor, le ruego que se convenza de que no hay nada en el mundo que pueda obligarme a los horrores que parecéis desear. Estoy de acuerdo en que os debo agradecimiento, pero no lo satisfaré al precio de un crimen. Soy pobre y muy desdichada, sin duda; pero no importa, ahí tenéis el escaso dinero que poseo —continué ofreciéndole mi miserable bolsa—, tomad el que consideréis oportuno, y dejadme abandonar esta casa, por favor, ya que estoy en condiciones de hacerlo.
Rodin, sorprendido de una resistencia que no esperaba en una joven desprovista de recursos, y que, según una injusticia común en los hombres, suponía deshonesta por el solo hecho de que se hallaba en la miseria, Rodin, digo, me mira con atención:
—Thérèse —continúa al cabo de un instante—, es bastante inoportuno que te hagas la vestal conmigo... Creo que tenía derecho a algunas complacencias por tu parte. No importa, conserva tu dinero, pero no me abandones. Me satisface mucho tener a una joven decente en mi casa, ¡las que me rodean lo son tan poco!... Ya que si en este caso te muestras tan virtuosa, confío en que lo serás también en todos. Mis intereses coincidirán, mi hija te quiere, acaba de suplicarme hace sólo un momento que te pidiera que no nos abandonaras. Quédate, pues, con nosotros, te invito a ello.
—Señor —le contesté—, no sería feliz. Las dos mujeres que os sirven aspiran a todos los sentimientos que vos queráis concederles. Me verían con celos, y tarde o temprano me vería obligada a abandonaros. —No te preocupes —me contestó Rodin—, no temas ninguno de los efectos de los celos de estas mujeres. Yo sabré mantenerlas en su sitio guardando el tuyo, y sólo tú poseerás mi confianza sin que ello te procure ningún riesgo. Pero para seguir siendo digna de ella, es bueno que sepas que la primera cualidad que exijo de ti, Thérèse, es una discreción a toda prueba. Aquí ocurren muchas cosas, muchas que contrariarán tus principios virtuosos. Hay que verlo todo, hija mía, oírlo todo, y jamás decir nada... Quédate conmigo, Thérèse.
Quédate, hija mía. Recibiré con alegría que no te marches. En medio de los muchos vicios a que me arrastran un temperamento fogoso, una mente desenfrenada y un corazón muy inclinado al vicio, tendré por lo menos el consuelo de contar con un ser virtuoso cerca de mí, y en cuyo seno me arrojaré como a los pies de un dios, cuando esté ahíto de mis excesos...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
«¡Oh, cielos!», pensé en aquel momento, «así que la virtud es necesaria, indispensable para el hombre, ¡ya que el propio vicioso se siente obligado a tranquilizarse con ella, y utilizarla como amparo!» Recordando a continuación las peticiones que me había hecho Rosalie de que no la abandonara, y creyendo descubrir en Rodin algunos buenos principios, me comprometí decididamente a seguir en su casa.
—Thérèse —me dijo Rodin al cabo de unos días—, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas libras de sueldo.
Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación. Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien, y tal vez a su mismo padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.
No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que deseaba, pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.
—No creas —contestaba a mis sabios consejos— que la especie de homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías. Aquellos que, a partir de lo que he hecho contigo, sostuvieran por esa actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me expongo a una especie de peligro, encuentro algo que me protege de él, lo utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una sociedad totalmente viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil. Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo depende de la opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los climas y que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender su futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la inmutabilidad en el rango de las perfecciones de lo Eterno. Pero la virtud está totalmente privada de esta característica: no existen dos pueblos en la superficie del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud no tiene nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada nuestro culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del país en que se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben reverenciarla por su condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por su preponderancia como convención social de los atentados de quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que, por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se adecuarán mejor a su físico o a sus órganos; existirán, pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es buena;
—Thérèse —me dijo Rodin al cabo de unos días—, voy a colocarte al lado de mi hija. Así, no tendrás que mezclarte con mis otras dos doncellas, y te doy trescientas libras de sueldo.
Una colocación semejante era una especie de fortuna en mi situación. Inflamada por el deseo de devolver a Rosalie al bien, y tal vez a su mismo padre, si adquiría algún poder sobre él, no me arrepentí en absoluto de lo que acababa de hacer... Después de hacerme vestir, Rodin me llevó al instante ante su hija, anunciándole que me entregaba a ella. Rosalie me recibió con exaltadas muestras de júbilo, y me instalé inmediatamente.
No pasaron ocho días sin que comenzara a trabajar en las conversiones que deseaba, pero el empecinamiento de Rodin rompía todas mis medidas.
—No creas —contestaba a mis sabios consejos— que la especie de homenaje que he rendido a la virtud en tu persona sea una prueba de que la aprecio, ni de que la prefiero al vicio. Si así lo supusieras, Thérèse, te equivocarías. Aquellos que, a partir de lo que he hecho contigo, sostuvieran por esa actitud la importancia o la necesidad de la virtud, caerían en un gran error, y me molestaría mucho que tú creyeras que esta es mi manera de pensar. La caseta que me sirve de amparo en la caza cuando los rayos ardientes del sol se clavan a plomo en mi persona, no es ciertamente un monumento útil, su necesidad sólo es circunstancial. Yo me expongo a una especie de peligro, encuentro algo que me protege de él, lo utilizo, pero ¿es por ello menos inútil?, ¿puede ser menos despreciable? En una sociedad totalmente viciosa, la virtud no serviría de nada. Como las nuestras no son así, es absolutamente preciso burlarla, o utilizarla, a fin de tener menos que temer de los que la siguen. Si nadie la adoptara, se volvería inútil. Así que no me equivoco cuando sostengo que su necesidad sólo depende de la opinión o de las circunstancias. La virtud no es una cosa de un valor incontestable, sólo es una manera de comportarse, que varía según los climas y que, por consiguiente, no tiene nada de real: eso basta para entender su futilidad. Sólo lo constante es realmente bueno; lo que cambia perpetuamente no puede aspirar al carácter de bondad. He ahí por qué se ha puesto la inmutabilidad en el rango de las perfecciones de lo Eterno. Pero la virtud está totalmente privada de esta característica: no existen dos pueblos en la superficie del globo que sean virtuosos de la misma manera. Así que la virtud no tiene nada de real, nada de intrínsecamente bueno, y no merece para nada nuestro culto. Hay que utilizarla como un apoyo, adoptar astutamente la del país en que se vive, a fin de que los que la practican por gusto, o deben reverenciarla por su condición, nos dejen tranquilos, y a fin de que esta virtud, respetada donde vivís, nos proteja, por su preponderancia como convención social de los atentados de quienes profesan el vicio. Pero repito una vez más que todo eso es circunstancial, y nada de ello asigna un mérito real a la virtud. Virtud que, por otra parte, resulta imposible para determinados hombres. Ahora bien, ¿cómo me convencerás de que una virtud que combate o que contraría las pasiones puede hallarse en la naturaleza? Y si no está ahí, ¿cómo puede ser buena? Serán, sin duda, los hombres movidos por los vicios opuestos a esas virtudes los preferibles, ya que serán los únicos modos... las únicas maneras de ser que se adecuarán mejor a su físico o a sus órganos; existirán, pues, según esta hipótesis, unos vicios muy útiles. No obstante, ¿cómo lo será la virtud si me demuestras que pueden serlo sus contrarios? Te han argumentado en contra de eso que la virtud es útil para los demás, y, en ese sentido, es buena;
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
pues si se da por supuesto que sólo se hace lo que es bueno para los demás, yo, a mi vez, sólo recibiré de ellos el bien. Este razonamiento es un sofisma; a cambio del poco bien que recibo de los demás, debido a que practican la virtud, con la obligación de practicarla a mi vez me creo un millón de sacrificios que no compensan en absoluto. De modo que, al recibir menos de lo que doy, hago un mal negocio; sufro más de las privaciones que soporto por ser virtuoso que bienes recibo de los que lo son; al no ser en absoluto equitativo el acuerdo, no debo someterme a él, y convencido, siendo virtuoso, de no hacer a los demás tanto bien como pesares recibiré obligándome a serlo, ¿no será mejor que renuncie a procurarles una dicha que debe costarme tanto mal? Resta ahora el daño que puedo hacer a los demás siendo vicioso, y el mal que a mi vez recibiré si todo el mundo se me asemeja. Estoy de acuerdo en que al admitir una total circulación de los vicios, corro seguramente un peligro; pero el pesar provocado por lo que arriesgo está compensado por el placer de lo que hago arriesgar a los demás; con lo que ya tenemos la igualdad restablecida, a partir de entonces todo el mundo es más o menos igualmente feliz: cosa que no ocurre, y no podría ocurrir, en una sociedad en la que unos son buenos y los otros malos, porque esta mezcla crea trampas perpetuas que no existen en el otro caso. En la sociedad mezclada, todos los intereses son diversos: ahí está la fuente de una infinidad de desdichas. En la otra asociación, todos los intereses son iguales, cada individuo que la compone está dotado de los mismos gustos, de las mismas inclinaciones, todos caminan hacia el mismo objetivo, todos son dichosos. Pero, os dicen los necios, «el mal no nos hace felices». No, cuando se ha convenido ensalzar el bien; pero despreciad, envileced lo que llamáis el bien, y sólo reverenciaréis lo que cometíais la necedad de llamar el mal. Todos los hombres sentirán placer en cometerlo, no porque esté permitido (eso sería a veces una razón para disminuir su atractivo), sino porque las leyes ya no lo castigarán, y disminuyen, por el temor que inspiran, el placer con que la naturaleza ha dotado al crimen.
»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se entreguen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley que proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este punto de vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y aquel a quien no le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja. Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se siente o muy feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de penoso; así que no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y convencional; pero, en realidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo alcanza un instante no es por ello más hermosa.
»Imagino una sociedad en la que se convenga que el incesto (supongamos este delito entre otros muchos), que el incesto, digo, sea un crimen: los que se entreguen a él serán desdichados, porque la opinión, las leyes, el culto, todo acudirá a condenar sus placeres; y los que deseen cometer este mal, y no se atrevan por culpa de esos frenos, serán igualmente desdichados. Así que la ley que proscriba el incesto, sólo habrá ocasionado infortunados. Que en la sociedad vecina el incesto no sea en absoluto un crimen, los que no lo deseen no serán desdichados, y los que lo deseen serán dichosos. Así que la sociedad que haya permitido esta acción será más conveniente para los hombres que la que la haya convertido en crimen. Ocurre lo mismo con todas las restantes acciones torpemente consideradas como criminales: observándolas bajo este punto de vista, creáis una multitud de desdichados; permitiéndolas, nadie se queja; pues el que ama una acción determinada se entrega a ella en paz, y aquel a quien no le interesa, o permanece en una especie de indiferencia que no es nada dolorosa, o se compensa de la lesión que ha podido recibir por la multitud de otras lesiones con que carga a su vez a aquellos de los que ha tenido queja. Por consiguiente todo el mundo, en una sociedad criminal, se siente o muy feliz, o en un estado de despreocupación que no tiene nada de penoso; así que no hay nada bueno, nada respetable, nada adecuado para causar la felicidad en lo que se denomina la virtud. Que los que la sigan no se enorgullezcan, por tanto, de esta especie de homenaje que el tipo de constitución de nuestras sociedades nos obliga a tributarle: es un asunto meramente circunstancial y convencional; pero, en realidad, este culto es quimérico, y la virtud que lo alcanza un instante no es por ello más hermosa.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Tal era la lógica infernal de las desdichadas pasiones de Rodin, pero Rosalie, más dulce y mucho menos corrompida, Rosalie, que detestaba los horrores a que era sometida, se entregaba más dócilmente a mis opiniones. Yo deseaba ardorosamente hacerle cumplir sus primeros deberes religiosos; para ello habría debido confiarme a algún sacerdote, y Rodin no quería ninguno en su casa; le horrorizaban tanto como el culto que profesaban: por nada en el mundo habría soportado a alguno cerca de su hija; y acompañar a esta joven a un director era igualmente imposible: Rodin jamás dejaba salir a Rosalie sin compañía. Hubo que esperar, pues, a que se presentara alguna ocasión; y, mientras llegaba, yo instruía a la joven. Enseñándole a saborear las virtudes, le descubría las de la religión, le desvelaba sus santos dogmas y sus sublimes misterios: juntaba de tal modo esos dos sentimientos en su joven corazón que los hacía indispensables para la dicha de su vida.
—Señorita —le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción—, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal beneficio? Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza! Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir: «Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las pérdidas que deparan turbaría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido aquella voz imperiosa de Dios que su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la verdad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por nosotros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es incontestablemente la virtud.
—Señorita —le decía un día recogiendo las lágrimas de su compunción—, ¿puede el hombre cegarse hasta el punto de creer que no está destinado a un fin mejor? ¿No basta con que haya sido dotado del poder y de la facultad de conocer a su Dios para convencerse de que este favor sólo le ha sido concedido para cumplir los deberes que le impone? Ahora bien, ¿cuál puede ser la base del culto debido al Eterno, si no es la virtud de la que él mismo es el ejemplo? ¿Puede el Creador de tantas maravillas tener otras leyes que el bien? Y nuestros corazones ¿pueden complacerle si el bien no es su elemento? Me parece que con las almas sensibles no cabría utilizar otros motivos de amor hacia este Ser supremo que los que inspira la gratitud. ¿No es un favor habernos hecho disfrutar de las bellezas de este universo, y no le debemos alguna gratitud por tal beneficio? Pero una razón aún más poderosa establece y verifica la cadena universal de nuestros deberes; ¿por qué nos negaríamos a cumplir los que exige su ley, si son los mismos que consolidan nuestra dicha con los hombres? ¿No es dulce sentir que nos hacemos dignos del Ser supremo sólo con ejercer las virtudes que deben realizar nuestro contento en la Tierra, y los medios que nos hacen dignos de vivir con nuestros semejantes son los mismos que nos dan después de esta vida la seguridad de renacer al lado del trono de Dios? ¡Ah, Rosalie, cómo se ciegan los que quieren arrebatarnos esta esperanza! Engañados, seducidos por sus miserables pasiones, prefieren negar las virtudes eternas que abandonar lo que puede hacerles dignos de ellas. Prefieren decir: «Nos engañan», que confesar que se engañan ellos mismos. La idea de las pérdidas que deparan turbaría sus indignas voluptuosidades; ¿les parece menos espantoso aniquilar la esperanza del cielo que privarse de lo que debe ganársela? Pero cuando estas tiránicas pasiones se debilitan en ellos, cuando el velo se desgarra, cuando ya nada contraste en su corazón corrompido aquella voz imperiosa de Dios que su delirio desconocía, ¡cómo debe ser, oh, Rosalie, el cruel retorno a ellos mismos! ¡Y cómo el remordimiento que lo acompaña debe hacerles pagar caro el instante de error que los cegaba! Ese es el estado en el que hay que juzgar al hombre para regular su propia conducta: no es ni en la ebriedad, ni en el arrebato de una fiebre ardiente donde debemos creer lo que dice, sino cuando su razón apaciguada, gozando de toda su energía, busca la verdad, la adivina y la ve. Entonces deseamos por nosotros mismos al Ser santo antes desconocido; le imploramos, nos consuela; le rezamos, nos escucha. ¿Eh? ¿Por qué negaría entonces, por qué desconocería, ese objeto tan necesario para la felicidad? ¿Por qué preferiría decir con el hombre extraviado: «No hay Dios», cuando el corazón del hombre razonable me ofrece, en cualquier instante, las pruebas de la existencia de ese Ser divino? ¿No es mejor, pues, soñar con los locos que pensar justamente con los cuerdos? Todo se desprende, en cualquier caso, de este primer principio: en tanto que existe un Dios, ese Dios merece un culto, y la base principal de ese culto es incontestablemente la virtud.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
De estas primeras verdades, yo deducía fácilmente las demás, y Rosalie, deísta, no tardó en ser cristiana. Pero ¿qué medio, repito, para añadir un poco de práctica a la moral? Rosalie, obligada a obedecer a su padre, ya no podía hacerlo sin mostrar repugnancia, y, con un hombre como Rodin, ¿no podía ser eso peligroso? Era intratable; ninguno de mis razonamientos se sostenía contra él, pero, si bien yo no conseguía convencerle, por lo menos no me quebrantaba.
Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me fuera posible saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían abrazado la víspera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero convencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecieron buenos.
Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente todos los rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de una bodega muy oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo descubrir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
—¡Thérèse! —escucho finalmente—, oh, Thérèse, ¿eres tú?
—Sí, mi querida y tierna amiga... —exclamo, reconociendo la voz de Rosalie—, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el tiempo de contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a intervalos a examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera criminal, o maltratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente, después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día siguiente en ese lugar, donde no tardaría en acompañarla. Había dado a entender a Rosalie que se trataba de una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había partido efectivamente acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto a la casa de su padre donde había entrado a medianoche. Rodin, que la esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían alimentado y tratado bastante bien.
Sin embargo, una escuela semejante, unos peligros tan permanentes y tan reales, me hicieron temblar por Rosalie, hasta el punto que no me creí nada culpable comprometiéndola a escapar de esa casa perversa. Me parecía que existía un menor daño en arrancarla del seno de su incestuoso padre que en dejarla al arbitrio de todos los riesgos que podía correr. Ya había abordado ligeramente esta materia, y puede que no estuviera muy lejos de conseguirlo cuando, de repente, Rosalie desapareció de la casa, sin que me fuera posible saber su paradero. Interrogué a las mujeres de la casa, o al propio Rodin; y me aseguraron que había ido a pasar el verano a casa de una parienta, a diez leguas de allí. Me informé en la vecindad, donde primero se asombraron ante semejante pregunta hecha por alguien de la casa, y luego me contestaron lo mismo que Rodin y sus criadas: la habían visto, la habían abrazado la víspera, el mismo día de su partida; y en todas partes recibía las mismas respuestas. Cuando preguntaba a Rodin por qué me había sido ocultada esta partida, por qué no había seguido a mi ama, me aseguraba que la única razón había sido evitar una escena dolorosa para ambas, y que seguramente no tardaría en ver a la que amaba. Tuve que conformarme con estas respuestas, pero convencerme era más difícil. ¿Era presumible que Rosalie, Rosalie que me quería tanto, hubiera consentido en abandonarme sin decirme una palabra? Y, a partir de lo que yo sabía del carácter de Rodin, ¿no había que temer por la suerte de la desdichada? Así que decidí ponerlo todo en práctica para saber qué había sido de ella, y para conseguirlo todos los medios me parecieron buenos.
Desde la mañana siguiente, hallándome sola en casa, recorro cuidadosamente todos los rincones; creo escuchar unos gemidos en el fondo de una bodega muy oscura... Me acerco, una pila de madera parece ocultar una puerta estrecha y hundida; avanzo apartando todos los obstáculos... se oyen nuevos sonidos; creo descubrir la voz... Pongo mayor atención... ya no dudo.
—¡Thérèse! —escucho finalmente—, oh, Thérèse, ¿eres tú?
—Sí, mi querida y tierna amiga... —exclamo, reconociendo la voz de Rosalie—, sí, soy Thérèse que el cielo envía a ayudarte...
Y mis múltiples preguntas apenas dejan a la cautivadora joven el tiempo de contestarme. Me entero finalmente de que unas horas antes de su desaparición, Rombeau, el amigo, el colega de Rodin, la había examinado desnuda, y que había recibido de su padre la orden de prestarse, con ese Rambeau, a los mismos horrores que Rodin exigía cada día de ella; que se había resistido, pero que Rodin, furioso, la había agarrado y presentado él mismo a los desbordados ataques de su colega; que, después, los dos amigos habían hablado largo rato en voz baja, dejándola siempre desnuda, y apareciendo a intervalos a examinarla de nuevo, a disfrutarla siempre de la misma manera criminal, o maltratarla de cien maneras diferentes; que definitivamente, después de cuatro o cinco horas de esta sesión, Rodin le había dicho que la enviaría al campo a casa de una de sus parientas; pero que era preciso irse inmediatamente y sin hablar con Thérèse, por unas razones que le explicaría al día siguiente en ese lugar, donde no tardaría en acompañarla. Había dado a entender a Rosalie que se trataba de una boda para ella, y que por esa razón su amigo Rambeau la había examinado, a fin de ver si estaba capacitada para ser madre. Rosalie había partido efectivamente acompañada de una anciana; había cruzado la aldea y se había despedido de pasada de varios conocidos; pero al echarse la noche, su guía la había devuelto a la casa de su padre donde había entrado a medianoche. Rodin, que la esperaba, la había agarrado, le había tapado la boca con la mano y, sin decir palabra, la había enterrado en esta bodega; allí, por otra parte, la habían alimentado y tratado bastante bien.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Me temo lo peor —añadió la pobre muchacha—; el comportamiento de mi padre conmigo desde hace un tiempo, sus discursos, lo que ha precedido al examen de Rambeau, todo, Thérèse, demuestra que esos monstruos quieren utilizarme para algunas de sus experiencias, y terminarán con tu pobre Rosalie.
Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba, pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar a la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas esperanzas, y lágrimas. Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo prometí, asegurándole incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en lo que la concernía, abandonaría inmediatamente la casa, presentaría una denuncia, y la sustraería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la amenazaba. Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del proyecto horrible que les ocupa a ambos.
—Jamás —dijo Rodin— la anatomía llegará a su último grado de perfección sin que se realice el examen de los vasos de una niña de catorce o quince años, expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un análisis completo de una parte tan interesante.
—Ocurre lo mismo —prosiguió Rombeau— con la membrana que asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es exactamente lo que necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño a esta membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te hayas decidido.
—Así es —replicó Rodin—; es odioso que unas fútiles consideraciones detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Ángel quiso pintar un Cristo al natural, ¿se torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en sus angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en común con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
—Es la única manera de instruirse —dijo Rombeau—, y en los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta criatura, confieso que temía que te echaras atrás.
—¡Cómo! ¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! —exclamó Rodin—. ¡,Qué rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda su amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a muerte a aquellos que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer. Casi todas las mujeres de Asia, de África y de América abortan sin que nadie las censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur. Rómulo permitió el infanticidio;
Tras de las lágrimas que corrieron abundantemente por mis ojos, pregunté a la pobre muchacha si sabía dónde guardaban la llave de la bodega: lo ignoraba, pero no creía, sin embargo, que tuvieran la costumbre de llevársela. La busqué por todas partes; fue inútil; y llegó la hora de reaparecer sin que yo pudiera dar a la querida niña más ayuda que unos consuelos, algunas esperanzas, y lágrimas. Me hizo jurar que volvería al día siguiente; se lo prometí, asegurándole incluso que si, por aquel entonces, no había descubierto nada satisfactorio en lo que la concernía, abandonaría inmediatamente la casa, presentaría una denuncia, y la sustraería, al precio que fuera, a la suerte horrible que la amenazaba. Subo; Rombeau cenaba aquella noche con Rodin. Decidida a todo para esclarecer la suerte de mi ama, me oculto cerca de la habitación donde se hallaban los dos amigos, y su conversación basta para convencerme del proyecto horrible que les ocupa a ambos.
—Jamás —dijo Rodin— la anatomía llegará a su último grado de perfección sin que se realice el examen de los vasos de una niña de catorce o quince años, expirada de una muerte cruel. Sólo de esta contracción podemos obtener un análisis completo de una parte tan interesante.
—Ocurre lo mismo —prosiguió Rombeau— con la membrana que asegura la virginidad; es absolutamente necesaria una muchacha para este examen. ¿Qué se observa en la edad de la pubertad? Nada; las menstruaciones desgarran el himen, y todas las investigaciones son inexactas. Tu hija es exactamente lo que necesitamos; aunque tenga quince años, todavía no ha tenido las primeras reglas; el modo en que hemos gozado de ella no acarrea ningún daño a esta membrana, y la trataremos con toda comodidad. Me encanta que al fin te hayas decidido.
—Así es —replicó Rodin—; es odioso que unas fútiles consideraciones detengan el progreso de las ciencias. ¿Se dejaron los grandes hombres cautivar por tan despreciables cadenas? Y cuando Miguel Ángel quiso pintar un Cristo al natural, ¿se torturó la conciencia por crucificar a un joven, y copiarlo en sus angustias? Pero cuando se trata de los progresos de nuestro arte, ¡de qué gran necesidad deben ser estos mismos medios! ¡Y cómo puede haber el menor mal en permitírselos! Un individuo sacrificado para salvar a un millón; ¿podemos vacilar a este precio? El homicidio tratado por las leyes no tiene nada en común con el que vamos a cometer, y acaso el objetivo de estas leyes, que se consideran tan sabias, ¿no es el sacrificio de uno para salvar a mil?
—Es la única manera de instruirse —dijo Rombeau—, y en los hospitales, donde yo he trabajado toda mi juventud, he visto hacer mil experiencias semejantes. A causa de los vínculos que te encadenan a esta criatura, confieso que temía que te echaras atrás.
—¡Cómo! ¡,Porque es mi hija? ¡Menudo motivo! —exclamó Rodin—. ¡,Qué rango imaginas, pues, que este título debe tener en mi corazón? La contemplo como un poco de semen fructificado con el mismo origen y más o menos el mismo peso que aquel que me gusta perder en mis placeres. Jamás he hecho más caso de uno que de otro. Somos dueños de recuperar lo que hemos dado; jamás el derecho de disponer de sus hijos ha sido negado por ningún pueblo de la Tierra. Los persas, los medas, los armenios, los griegos lo disfrutaban en toda su amplitud. Las leyes de Licurgo, el modelo de los legisladores, no sólo dejaban a los padres todos los derechos sobre sus hijos, sino que condenaban incluso a muerte a aquellos que los padres no querían alimentar, o a los que estaban mal conformados. Una gran parte de los salvajes matan a sus hijos al poco de nacer. Casi todas las mujeres de Asia, de África y de América abortan sin que nadie las censure; Cook descubrió esta costumbre en todas las islas de los mares del Sur. Rómulo permitió el infanticidio;
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
la ley de las Doce Tablas también lo toleró y, hasta Constantino, los romanos exponían o mataban impunemente a sus criaturas. Aristóteles aconseja este supuesto crimen; la secta de los estoicos lo consideraba elogiable; todavía es muy practicado en China. Cada día se encuentran en las calles sobre los canales de Pekín más de diez mil individuos inmolados o abandonados por sus padres, y sea cual sea la edad del hijo, en este sabio imperio, un padre, para librarse de él, sólo necesita ponerlo en manos de un juez. Según las leyes de los partos, se mataba al hijo, a la hija o al hermano, incluso en la edad núbil; César encontró esta costumbre generalizada entre los galos; varios pasajes del Pentateuco demuestran que estaba permitido matar a los hijos en el pueblo de Dios; y el propio Dios, en suma, se lo exigió a Abraham. Durante mucho tiempo se creyó, afirma un famoso moderno, que la prosperidad de los imperios dependía de la esclavitud de los hijos; esta opinión tenía como base los principios de la más sana razón. ¡Sería un contrasentido que un monarca se sintiera autorizado a sacrificar veinte o treinta mil súbditos suyos en un solo día por su propia causa, y un padre no pueda, cuando lo estime conveniente, convertirse en dueño de la vida de sus hijos! ¡Qué absurdo! ¡Qué inconsecuencia y qué debilidad en los que están atados a semejantes cadenas! La autoridad del padre sobre sus hijos, la única real, la única que ha servido de base a todas las demás, nos es dictada por la voz de la misma naturaleza, y el estudio profundo de sus operaciones nos ofrece en todos los instantes ejemplos de ello. El zar Pedro no dudaba en absoluto de este derecho; lo utilizó, y dirigió una declaración pública a todas las jerarquías de su imperio por la que decía que, de acuerdo con las leyes divinas y humanas, un padre tenía el derecho total y absoluto de condenar a muerte a sus hijos, sin apelación ni consulta con nadie. Sólo en nuestra bárbara Francia una falsa y ridícula piedad creyó tener que arrumbar este derecho. No —prosiguió Rodin acaloradamente—, no, amigo mío, jamás entenderé que un padre que quiso dar la vida no sea libre de dar la muerte. El valor ridículo que concedemos a esta vida es lo que nos hace disparatar el tipo de acción que lleva a un hombre a librarse de su semejante. Creyendo que la existencia es el mayor de los bienes, imaginamos estúpidamente que es un crimen sustraerlo a los que la disfrutan; pero el cese de esta existencia, o por lo menos lo que le sigue, no es un mal, de la misma manera que la vida no es un bien; o mejor dicho si nada muere, si nada se destruye, si nada se pierde en la naturaleza, si todas las partes descompuestas de cualquier cuerpo sólo esperan la disolución para reaparecer inmediatamente bajo nuevas formas, ¿qué indiferencia no habrá en la acción del homicidio, y cómo se osará considerarla mal? Aunque sólo se debiera a mi sola fantasía, lo vería como algo de lo más simple: con mucha mayor razón cuando se hace necesaria para un arte tan útil a los hombres...
Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en negársela podría existir un crimen.
—¡Ah! —dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan horribles máximas—, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu sensatez, pero me asombra tu indiferencia, te creía enamorado.
—¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no tengo nada mejor; la extrema inclinación que siento por los placeres del tipo que tú me ves saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de Francia, pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término se podía utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se hubiera gozado de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su existencia.
Cuando puede ofrecer luces tan grandes, ya no es un mal, amigo mío, ya no es una fechoría, es la mejor, la más sabia, la más útil de las acciones, y sólo en negársela podría existir un crimen.
—¡Ah! —dijo Rombeau, lleno de entusiasmo por tan horribles máximas—, estoy de acuerdo contigo, querido mío. Me encanta tu sensatez, pero me asombra tu indiferencia, te creía enamorado.
—¡Yo! ¿Prendado de una joven?... Vamos, Rombeau, suponía que me conocías mejor; me sirvo de esas criaturas cuando no tengo nada mejor; la extrema inclinación que siento por los placeres del tipo que tú me ves saborear me hace apreciar todos los templos donde este tipo de incienso puede ofrecerse, y para multiplicarlos asimilo a veces una joven a un hermoso muchacho; pero por poco que uno de esos individuos hembras haya desgraciadamente alimentado demasiado tiempo mi ilusión, experimento una fuerte repugnancia, y sólo conozco un medio de satisfacerla deliciosamente... Ya me entiendes, Rombeau; Chilperico, el más voluptuoso de los reyes de Francia, pensaba lo mismo. Decía claramente que en último término se podía utilizar una mujer, pero con la expresa condición de exterminarla una vez se hubiera gozado de ella.* Desde hace cinco años esta putita sirve a mis placeres: ya es hora de que pague el cese de mi ebriedad con el de su existencia.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
La cena terminaba; por las actitudes de aquellos dos elementos, por sus frases, por sus actos, por sus preparativos, por su estado, en fin, que bordeaba el delirio, vi perfectamente que no había un instante que perder, y que el momento de la destrucción de la desdichada Rosalie estaba fijado para aquella misma noche. Corro a la bodega, decidida a morir o a liberarla.
—Oh, querida amiga —exclamé—, no podemos entretenernos ni un minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...
Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar, le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna compasión serían duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la gobernanta, aparecen repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento en que franqueó el umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban unos pasos para hallar la libertad.
—¿Dónde vas, desgraciada? —exclama Rodin deteniéndola, mientras Rombeau se apodera de mí...— ¡Vaya, vaya! —prosigue mirándome—, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!
—Sin duda —contesté con firmeza—, y seguiré haciéndolo mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su hija.
—¡Ah, ah!, espionaje y seducción —continuó Rodin—; ¡los vicios más peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las puertas se cierran. La desdichada hija de Rodin es atada a las columnas de una cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada por las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un cadáver. Mientras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los manoseos más impúdicos.
—En primer lugar —dice Rombeau—, soy de la opinión de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.
—¡Virgen! Casi lo es —dice Rodin—. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron, y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que degradan al ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se contentaron con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y les pedí el honor.
—Pero si ya no eres virgen —dijo Rombeau—, ¿qué importa? No serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...
Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un canapé.
—Oh, querida amiga —exclamé—, no podemos entretenernos ni un minuto... ¡esos monstruos!... es para esta noche... están a punto de llegar...
Y diciendo eso, hago los más violentos esfuerzos por derribar la puerta. Uno de mis empujones hace caer algo, acerco la mano, es la llave, la recojo, me apresuro a abrir... abrazo a Rosalie, la urjo a escapar, le digo que me siga, se precipita... ¡Santo cielo! estaba escrito que la virtud debía sucumbir, y que los sentimientos de la más tierna compasión serían duramente castigados... Rodin y Rombeau, informados por la gobernanta, aparecen repentinamente; el primero cogió a su hija en el momento en que franqueó el umbral de la puerta, más allá de la cual sólo le faltaban unos pasos para hallar la libertad.
—¿Dónde vas, desgraciada? —exclama Rodin deteniéndola, mientras Rombeau se apodera de mí...— ¡Vaya, vaya! —prosigue mirándome—, ¡esta bribona es la que favorecía tu huida! Thérèse, éste es el resultado de tus grandes principios virtuosos... ¡arrebatar una hija a su padre!
—Sin duda —contesté con firmeza—, y seguiré haciéndolo mientras ese padre sea tan bárbaro como para conspirar contra los días de su hija.
—¡Ah, ah!, espionaje y seducción —continuó Rodin—; ¡los vicios más peligrosos en una criada! Subamos, subamos, hay que juzgar ese caso.
Rosalie y yo, arrastradas por los dos malvados, subimos a los aposentos; las puertas se cierran. La desdichada hija de Rodin es atada a las columnas de una cama, y toda la rabia de esos dementes se dirige contra mí; me veo abrumada por las más duras invectivas, y se dictan las más horribles sentencias; se trata nada menos que de diseccionarme en vida, para examinar los latidos de mi corazón, y realizar sobre esta parte unas observaciones impracticables sobre un cadáver. Mientras tanto me desnudan, y me convierto en la víctima de los manoseos más impúdicos.
—En primer lugar —dice Rombeau—, soy de la opinión de atacar fuertemente la fortaleza que tus buenas acciones respetaron... ¡Es soberbia!, admira la suavidad, la blancura de esas dos medias lunas que impiden la entrada: no hubo jamás virgen más fresca.
—¡Virgen! Casi lo es —dice Rodin—. Sólo una vez, a pesar suyo, la violaron, y a partir de entonces nada. Cédeme el lugar un instante...
Y el cruel introduce el homenaje de esas caricias duras y feroces que degradan al ídolo en lugar de honrarlo. Si allí hubiera habido varas, habría sido cruel mente tratada. Las mencionaron, pero no las encontraron, se contentaron con lo que la mano es capaz de hacer; me dejaron en carne viva... cuanto más me defendía, más me sujetaban; y al ver, no obstante, que iban a decidirse por cosas más serias, me arrojé a los pies de mis verdugos, les ofrecí mi vida, y les pedí el honor.
—Pero si ya no eres virgen —dijo Rombeau—, ¿qué importa? No serás culpable de nada, vamos a violarte como ya lo has sido, y por tanto ni el menor pecadillo sobre tu conciencia; te lo habrán arrebatado todo por la fuerza...
Y el infame, consolándome de tan cruel manera, ya me colocaba sobre un canapé.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Muy hermoso aporte
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