Justine del Marqués de Sade-Primera parte
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Poemas Eróticos - Sensuales :: Ensayos y Clásicos del Erotismo
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Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Justine del Marqués de Sade-Primera parte
La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos. La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
La obra maestra de la filosofía sería desarrollar los medios de que se sirve la Providencia para alcanzar los fines que se propone sobre el hombre, y trazar, a partir de ahí, unos planes de conducta que puedan hacer conocer a ese desdichado individuo bípedo el modo en que debe avanzar en la espinosa carrera de la vida a fin de prevenir los caprichos extravagantes de esta fatalidad a la que se dan veinte nombres diferentes, sin haber llegado todavía a conocerla ni a definirla.
Si, llenos de respeto por nuestras convenciones sociales, y sin apartarnos jamás de los diques que nos imponen, ocurre, aun así, que sólo encontramos zarzas cuando los malvados sólo recogen rosas, personas carentes de un fondo de virtudes lo bastante probado como para superar tales observaciones ¿no considerarán entonces que es preferible abandonarse al torrente que resistirlo? ¿No dirán que la virtud, por hermosa que sea, se vuelve sin embargo el peor partido que pueda tomarse, si resulta demasiado débil para luchar contra el vacío, y que, en un siglo totalmente corrompido, lo más seguro es actuar como los demás? Algo más instruidos, si se quiere, y abusando de las luces que han adquirido, ¿no dirán con el ángel Jesrad, de Zadig, que no hay mal que por bien no venga, y que pueden, a partir de ahí, entregarse al mal, ya que de hecho sólo es una de las maneras de producir el bien? ¿No añadirán que es indiferente al plan general que tal o cual sea preferentemente bueno o malo; que si el infortunio persigue a la virtud y la prosperidad acompaña al crimen, siendo ambas cosas iguales para los proyectos de la naturaleza, es infinitamente mejor tomar partido entre los malvados, que prosperan, ' que entre los virtuosos, que fracasan? Así pues, es importante prevenir esos peligrosos sofismas de una falsa filosofía; esencial demostrar que los ejemplos de virtud infortunada presentados a un alma corrompida, en la que permanecen sin embargo unos cuantos buenos principios, pueden devolver esta alma al bien con tanta seguridad como si se le hubiera mostrado en el camino de la virtud las palmas más brillantes y las más halagüeñas recompensas. Es cruel, sin duda, tener que describir un montón de infortunios abrumando a la mujer dulce y sensible que mejor respeta la virtud, y por otra parte la afluencia de prosperidades sobre quienes aplastan o mortifican a esa misma mujer. Pero si nace, no obstante, un bien del cuadro de esas fatalidades, ¿sentiremos remordimientos por haberlas ofrecido? ¿Podrá alguien molestarse por haber compuesto unos hechos de los que se derivan para el sensato que lee con provecho la muy útil lección de la sumisión a las órdenes de la Providencia, y la advertencia fatal de que, a menudo, para devolvernos a nuestros deberes, el cielo golpea a nuestro lado al ser que se nos antoja haber cumplido mejor los suyos?
Tales son los sentimientos que dirigirán nuestros trabajos, y en consideración a esos motivos pedimos indulgencia al lector por los sistemas erróneos que aparecen en boca de varios de nuestros personajes, y por las situaciones a veces algo fuertes que, por amor a la verdad, hemos tenido que colocar ante sus ojos. La señora condesa de Lorsange era una de esas sacerdotisas de Venus cuya fortuna es obra de una bonita cara y de una mala conducta, y cuyos títulos, por pomposos que sean, sólo se encuentran en los archivos de Citeres, forjados por la impertinencia con que los toma, y mantenidos en la necia credulidad que los concede: morena, hermoso talle, ojos con una singular expresión; con esta incredulidad muy de moda, que, confiriendo un atractivo más a las pasiones, hace buscar con mayor ahínco a las mujeres en quienes se supone; un poco malvada, sin principio alguno, no viendo mal en nada, y sin embargo sin la suficiente depravación en el corazón como para haber extinguido la sensibilidad; orgullosa, libertina: así era la señora de Lorsange.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Esta mujer había recibido, no obstante, la mejor educación: hija de un importantísimo banquero de París, había sido educada con una hermana llamada Justine, tres años menor que ella, en una de las más famosas abadías de esta capital, donde hasta las edades de doce y quince años, ningún consejo, ningún maestro, ningún libro, ningún talento habían sido negados a ambas hermanas.
En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años —edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar—, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones físicas de una voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se endurece un buen corazón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.
Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose escapado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda, que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el número de éstos.
En esta época, fatal para la virtud de las dos jóvenes, todo lo perdieron en un solo día: una espantosa bancarrota precipitó a su padre en una situación tan cruel que murió de pena. Su mujer le siguió un mes después a la tumba. Dos parientes fríos y lejanos deliberaron acerca de lo que harían con las jóvenes huérfanas; la parte que a cada una le correspondía de la herencia, mermada por las deudas, escasamente llegaba a cien escudos. Como nadie se preocupaba de su custodia, les abrieron la puerta del convento, les entregaron su dote y las dejaron libres de ser lo que quisieran.
La señora de Lorsange, entonces llamada Juliette, y de un carácter e inteligencia prácticamente tan formados como a los treinta años —edad que alcanzaba en el momento que arranca la historia que vamos a relatar—, sólo pareció sensible al placer de ser libre, sin meditar un instante en las crueles desgracias que habían roto sus cadenas. A Justine, con doce años de edad como ya hemos dicho, su carácter sombrío y melancólico le hizo percibir mucho mejor todo el horror de su situación. Dotada de una ternura y una sensibilidad sorprendentes, en lugar de la maña y sutileza de su hermana sólo contaba con una ingenuidad y un candor que presagiaba que cayera en muchas trampas. Esta joven sumaba a tantas cualidades una fisonomía dulce, absolutamente diferente de aquella con que la naturaleza había embellecido a Juliette; de igual manera que se percibía el artificio, la astucia, la coquetería en los rasgos de ésta, se admiraba el pudor, la decencia y la timidez en la otra; un aire de virgen, unos grandes ojos azules, llenos de sentimiento y de interés, una piel deslumbrante, un talle grácil y flexible, una voz conmovedora, unos dientes de marfil y los más bellos cabellos rubios, así era el retrato de esta encantadora menor, cuyas gracias ingenuas y rasgos delicados superan nuestros pinceles.
Les dieron a ambas veinticuatro horas para abandonar el convento, dejándoles la tarea de instalarse, con sus cien escudos, donde se les antojara. Juliette, encantada de ser su propia dueña, quiso por un momento enjugar las lágrimas de Justine, viendo después que no lo conseguiría, comenzó a reñirla en vez de consolarla; le dijo, con una filosofía muy superior a su edad, que en este mundo sólo había que afligirse por lo que nos afectaba personalmente; que era posible encontrar en sí misma unas sensaciones físicas de una voluptuosidad harto intensa como para poder apagar todos los afectos morales cuyo choque podría ser doloroso; que era absolutamente esencial poner en práctica este procedimiento dado que la verdadera sabiduría consistía infinitamente más en doblar la suma de los placeres que en multiplicar la de las penas... En una palabra, que nada había que no se debiera hacer para borrar en uno mismo esta pérfida sensibilidad, de la que únicamente se aprovechan los demás, mientras que a uno sólo le aporta pesares. Pero difícilmente se endurece un buen corazón, pues resiste a los razonamientos de una mala cabeza, consolándose en sus propios goces de las falsas brillanteces de una mente instruida.
Utilizando otros recursos, Juliette dijo entonces a su hermana que, con la edad y la cara que una y otra tenían, era imposible que se murieran de hambre. Citó a la hija de una de sus vecinas, quien, habiéndose escapado de la casa paterna, estaba hoy ricamente mantenida y mucho más dichosa, sin duda, que si hubiera seguido en el seno de su familia; que había que dejar de creer que era el matrimonio lo que hacía feliz a una joven; que, cautiva bajo las leyes del himeneo, sólo tendría, a cambio de muchos malos humores que soportar, una levísima dosis de placeres; mientras que, entregadas al libertinaje, podrían siempre asegurarse del humor de los amantes, o consolarse de él mediante el número de éstos.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Justine sintió horror de tales discursos; dijo que prefería la muerte a la ignominia y, pese a las nuevas peticiones que le formuló su hermana, se negó insistente mente a vivir con ella en cuanto la vio decidida a una conducta que la hacía estremecerse.
Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas abandonaron el convento al día siguiente.
Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden duramente.
— ¡Oh, cielos! —Dice la pobre criatura—, si es preciso que los primeros pasos que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia Esta mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.
—Me veis, señor... —le dijo al santo eclesiástico—, sí, me veis en una situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado —prosiguió, mostrando sus doce luises—... y ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:
—Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven criatura, y la desdichada Justine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.
Por consiguiente, las dos jóvenes se separaron, sin ninguna promesa de volver a verse, dado que sus intenciones se revelaban tan diferentes. Juliette que, según pretendía, se convertiría en una gran dama, ¿accedería a recibir a una muchacha cuyas inclinaciones, virtuosas pero humildes, podrían deshonrarla? Y por su parte, ¿Justine aceptaría poner en peligro sus costumbres con la compañía de una criatura perversa, que acabaría siendo víctima de la crápula y del desenfreno público? Ambas se dieron, pues, un eterno adiós, y ambas abandonaron el convento al día siguiente.
Mimada desde su infancia por la costurera de su madre, Justine cree que esta mujer será sensible a su desdicha; la visita, le comunica sus infortunios, le pide trabajo... Pero casi no la reconoce y la despiden duramente.
— ¡Oh, cielos! —Dice la pobre criatura—, si es preciso que los primeros pasos que doy por el mundo estén ya marcados por la desgracia Esta mujer me quería antes, ¿por qué me rechaza hoy? ¡Ay!, porque soy huérfana y pobre; porque ya no tengo recursos en el mundo, y sólo se aprecia a las personas por las ayudas y los agrados que se espera recibir de ellas.
Justine, llorosa, visita a su sacerdote; le describe su estado con el enérgico candor de su edad... Llevaba un vestidito blanco; sus hermosos cabellos descuidadamente recogidos bajo una gran cofia; su seno apenas insinuado, oculto debajo de dos o tres varas de gasa; su linda cara algo pálida a causa de las penas que la devoraban; algunas lágrimas caían de sus ojos y les conferían aún mayor expresión.
—Me veis, señor... —le dijo al santo eclesiástico—, sí, me veis en una situación muy lamentable para una joven; he perdido a mi padre y mi madre... El cielo me los arrebata en la edad en que más necesitaba su ayuda... Han muerto arruinados, señor; no tenemos nada... Eso es todo lo que me han dejado —prosiguió, mostrando sus doce luises—... y ni un rincón donde reposar mi pobre cabeza... Os apiadaréis de mí, ¿verdad, señor? Sois ministro de la religión, y la religión siempre fue la virtud de mi corazón; en nombre del Dios que adoro y del que sois la voz, decidme, como un segundo padre, ¿qué debo hacer... qué tengo que ser?
El caritativo sacerdote contestó, examinando a Justine, que la parroquia estaba muy cargada; que era difícil que pudiera hacerse cargo de nuevas limosnas, pero que, si Justine quería servirle, si quería trabajar duro, siempre habría en su cocina un pedazo de pan para ella. Y, mientras le decía eso, el intérprete de los dioses le había pasado la mano bajo la barbilla, dándole un beso excesivamente mundano para un hombre de Iglesia. Justine, que le había entendido demasiado bien, le rechazó diciéndole:
—Señor, yo no os pido limosna ni un puesto de criada; hace demasiado poco que he abandonado un estado por encima del que puede hacer desear esas dos mercedes para verme reducida a implorarlas; solicito los consejos que mi juventud y mis desgracias necesitan, y queréis hacérmelos comprar tal vez demasiado caros.
El pastor, avergonzado de verse descubierto, rápidamente expulsó a la joven criatura, y la desdichada Justine, dos veces rechazada en el primer día en que se vio condenada al aislamiento, entra en una casa en la que ve un cartel, alquila un pequeño apartamento amueblado en la quinta planta, lo paga de antemano, y en él se entrega a unas lágrimas aún más amargas por lo sensible que es y porque su pequeño orgullo acaba de ser cruelmente maltratado.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
¿Se nos permitirá abandonarla por algún tiempo aquí, para regresar a Juliette, y para explicar cómo, del simple estado del que la vimos salir, y sin tener más recursos que su hermana, llegó a ser, sin embargo, en quince años, mujer con título, propietaria de una renta de treinta mil libras, bellísimas joyas, dos o tres casas tanto en la ciudad como en el campo, y, por el instante, el corazón, la fortuna y la confianza del señor de Corville, consejero de Estado, hombre del mayor crédito y ministro en ciernes? No hay la menor duda de que su carrera fue espinosa: esas damiselas prosperan gracias al aprendizaje más vergonzoso y más duro; y una que ahora está en el lecho de un príncipe todavía lleva seguramente encima las marcas humillantes de la brutalidad de los libertinos entre cuyas manos la arrojaron su juventud e inexperiencia. Al salir del convento, Juliette buscó a una mujer de la que había oído hablar a una joven amiga vecina; pervertida como ella deseaba ser y pervertida por aquella mujer, la aborda con su hatillo bajo el brazo, una levita azul muy desordenada, los cabellos sueltos, la más bonita cara del mundo, si es cierto que ante determinados ojos la indecencia pueda ser atractiva; cuenta su historia a esta mujer, y le suplica que la proteja como ha hecho con su antigua amiga.
— ¿Qué edad tienes? —le pregunta la Duvergier.
—Quince años dentro de unos días, señora —contestó Juliette.
—Y jamás ningún mortal... —prosiguió la matrona.
— ¡Oh no, señora!, se lo juro —replicó Juliette.
—Pero es que a veces en esos conventos —dijo la vieja—... un confesor, una religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora —contestó Juliette sonrojándose.
Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por todos los lados:
—Vamos —le dijo a la joven—, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.
—Es —le dice— un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña —añadió la dueña—, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente sus primicias están en venta.
— ¿Qué edad tienes? —le pregunta la Duvergier.
—Quince años dentro de unos días, señora —contestó Juliette.
—Y jamás ningún mortal... —prosiguió la matrona.
— ¡Oh no, señora!, se lo juro —replicó Juliette.
—Pero es que a veces en esos conventos —dijo la vieja—... un confesor, una religiosa, una compañera... Necesito pruebas seguras.
No tiene usted más que buscarlas, señora —contestó Juliette sonrojándose.
Y proveyéndose la dueña de unos lentes, y después de haber examinado minuciosamente las cosas por todos los lados:
—Vamos —le dijo a la joven—, bastará con que te quedes aquí, prestes mucha atención a mis consejos, presentes un gran fondo de complacencia y de sumisión con mis clientes, limpieza, economía, franqueza conmigo, habilidad con tus compañeras y astucia con los hombres, y antes de diez años te pondré en situación de retirarte a un tercero con una cómoda, dos habitaciones, una criada; y el arte que habrás adquirido en mi casa te servirá para procurarte el resto.
Hechas estas recomendaciones, la Duvergier se apodera del hatillo de Juliette; le pregunta si tiene dinero y, como ésta le confiesa con excesiva sinceridad que tenía cien escudos, la querida mamá se los confisca asegurando a su nueva pensionista que invertirá este pequeño capital en la lotería para ella, pero que no conviene que una joven tenga dinero.
—Es —le dice— un medio de hacer el mal, y en un siglo tan corrompido una muchacha buena y bien nacida debe evitar cuidadosamente cuanto pueda arrastrar la hacia alguna trampa. Te lo digo por tu bien, pequeña —añadió la dueña—, y debes agradecerme lo que hago. Acabado este sermón, la nueva es presentada a sus compañeras; le indican su habitación en la casa, y a partir del día siguiente sus primicias están en venta.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
En cuatro meses, la mercancía es vendida sucesivamente a cerca de cien personas; unas se contentan con la rosa, otras más delicadas o más depravadas (pues la cuestión no está zanjada) quieren abrir el capullo que florece al lado. En cada ocasión, la Duvergier encoge, reajusta, y durante cuatro meses son siempre las primicias lo que la bribona ofrece al público. Al término de este espinoso noviciado, Juliette alcanza finalmente la condición de hermana conversa; a partir de este momento, es oficialmente admitida como pupila de la casa, y comparte sus penas y sus beneficios. Otro aprendizaje: si en la primera escuela, con escasas excepciones, Juliette ha servido a la naturaleza, olvida sus leyes en la segunda y corrompe por entero sus costumbres; el triunfo que ve cómo obtiene el vicio degrada por completo su alma; siente que, nacida para el crimen, por lo menos debe llegar al mayor de ellos y renunciar a languidecer en un estado subalterno que, haciéndole cometer las mismas faltas, envileciéndola igualmente, no le acarrea, ni mucho menos, el mismo beneficio. Gusta a un anciano caballero muy libertino que, en un principio, sólo la reclama esporádicamente; ella posee el arte de hacerse mantener magníficamente por él; aparece finalmente en los espectáculos, en los paseos, al lado de las figuras de la orden de Citeres; la miran, la citan, la envidian, y la inteligente criatura sabe hacerlo tan bien que en menos de cuatro años arruina a seis hombres, el más pobre de los cuales tenía cien mil escudos de renta. No necesitaba más para crearse una reputación; la ceguera de la gente de mundo es tal que cuanta mayor deshonestidad ha demostrado una de esas criaturas, más deseosos están de constar en su lista; parece que el grado de su envilecimiento y de su corrupción se convierte en la medida de los sentimientos que se atreven a mostrar por ella.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega más lejos. ¿Qué significará —nos atrevemos a preguntarnos—, la realización de esta idea, si su mera presencia nos exalta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.
La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
Juliette acababa de alcanzar sus veinte años cuando un tal conde de Lorsange, gentilhombre angevino, de unos cuarenta años de edad, se enamoró tanto de ella que decidió darle su apellido: le reconoció doce mil libras de renta, le aseguró el resto de su fortuna si moría antes que ella; le dio una casa, servicio, distinción, y una especie de consideración en la sociedad que en dos o tres años consiguió hacer olvidar sus comienzos.
Fue entonces cuando la desdichada Juliette, olvidando todos los sentimientos de su nacimiento y de su buena educación, pervertida por malos consejos y libros peligrosos, apresurada por disfrutar a solas, llevar un nombre y ninguna cadena, osó entregarse a la culpable idea de abreviar los días de su marido. Una vez concebido este odioso proyecto, lo mimó y lo consolidó desafortunadamente en uno de esos momentos peligrosos en que las acciones físicas se ven impelidas por los errores de la moral; instantes en que no nos negamos a casi nada ni nada se opone a la irregularidad de las ansias o a la impetuosidad de los deseos, y se aviva la voluptuosidad recibida en proporción a la cantidad de los frenos que rompe, o a su pureza. Desvanecido el sueño, si nos volviéramos buenos, el inconveniente seria insignificante, sólo se trataría de la historia de los errores de entendimiento; sabemos perfectamente que no ofenden a nadie, pero, desgraciadamente, se llega más lejos. ¿Qué significará —nos atrevemos a preguntarnos—, la realización de esta idea, si su mera presencia nos exalta, nos emociona tan intensamente? Entonces damos vida a la maldita quimera, y su existencia acaba siendo un crimen.
La señora de Lorsange lo ejecutó, afortunadamente para ella, con tanto secreto que estuvo al amparo de cualquier persecución, y sepultó junto con su esposo las huellas del espantoso delito que le precipitaba a la tumba.
Viéndose libre y condesa, la señora de Lorsange recuperó sus antiguos hábitos; pero creyéndose algo en el mundo, puso en su conducta un tanto menos de indecencia. Ya no era una muchacha mantenida, era una rica viuda que daba estupendas cenas, a las que tanto nobles como burgueses les encantaba ser admitidos; mujer decente en una palabra, pero que aun así se acostaba por doscientos luises, y se entregaba por quinientos al mes.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Hasta los veintiséis años, la señora de Lorsange siguió haciendo brillantes conquistas; arruinó a tres embajadores extranjeros, cuatro recaudadores de impuestos, dos obispos, un cardenal y tres caballeros de las órdenes reales; pero como es inusual pararse después de un primer delito, sobre todo cuando se ha coronado felizmente, la desgraciada Juliette se denigró con dos nuevos crímenes semejantes al primero; uno para robar a uno de sus amantes, que le había confiado una suma considerable, ignorada por la familia de ese hombre, y que la señora de Lorsange pudo ocultar gracias a esta espantosa acción; el otro, para poseer cuanto antes un legado de cien mil francos que uno de sus adoradores le hacía en nombre de un tercero, encargado de devolver la cantidad después de la defunción. A esos horrores, la señora de Lorsange juntaba tres o cuatro infanticidios. El temor de estropear su bonito talle, el deseo de ocultar una doble intriga, todo ello le hizo tomar la decisión de sofocar en su seno el fruto de sus excesos; y esas fechorías, tan desconocidas como las anteriores, no fueron óbice para que esta mujer artera y ambiciosa encontrara diariamente nuevas víctimas.
Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.
Es cierto, por tanto, que la prosperidad puede acompañar la peor conducta, y que en el mismo centro del desorden y de la corrupción, cuanto los hombres denominan la felicidad puede esparcirse sobre la vida; pero que no nos alarme esta cruel y fatal verdad; que el ejemplo de la desdicha, persiguiendo por doquier a la virtud, como no tardaremos en ofrecer, no atormente más a las personas honradas. Esta felicidad del crimen es engañosa, sólo aparente; además del castigo reservado sin duda por la Providencia a quienes han seducido sus éxitos, ¿no alimentan en el fondo de sus almas un gusano que, royéndolos incesantemente, les impide regocijarse con estos falsos fulgores, y sólo deja en sus almas, en lugar de delicias, el recuerdo desgarrador de los crímenes que les han llevado donde están? En cambio, el infortunado al que la suerte persigue, tiene su corazón como consuelo, y los goces interiores que le procuran sus virtudes le compensan muy pronto de la injusticia de los hombres.
Esa era, pues, la situación de la señora de Lorsange cuando el señor de Corville, de cincuenta años de edad, gozando del crédito y de la consideración que antes hemos descrito, decidió sacrificarse enteramente por esa mujer y retenerla para siempre con él. Sea por las atenciones recibidas, sea por los procedimientos empleados, o bien por la habilidad de la señora de Lorsange, el señor de Corville lo había conseguido, y llevaba cuatro años viviendo con ella, exactamente como con una esposa legítima, cuando la adquisición de una bellísima finca cerca de Montargis les obligó a ambos a pasar algún tiempo en esa provincia.
Un atardecer, en que la bondad de la temperatura les animó a prolongar su paseo desde la propiedad que habitaban hasta Montargis, encontrándose demasiado cansados para decidir volver tal como habían venido, se detuvieron en la posada donde para la diligencia de Lyon, con la intención de enviar desde ahí un hombre a caballo a buscarles un coche. Reposaban en una sala baja y fresca, que daba al patio de esta casa, cuando la diligencia de la que acabamos de hablar entró en la hospedería.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Es una diversión bastante natural contemplar cómo descienden los pasajeros de una diligencia; es posible apostar por el tipo de personajes que salen de allí y, si uno ha nombrado una ramera, un oficial, unos cuantos curas y un fraile, puede estar casi siempre seguro de ganar. La señora de Lorsange se levanta, el señor de Corville la sigue, y los dos se divierten viendo entrar en la posada al traqueteado grupo. Parecía que ya no quedaba nadie en el coche cuando un jinete de la gendarmería, bajando del pescante, recibió en sus brazos de uno de sus compañeros, también situado en el mismo lugar, una joven de veintiséis a veintisiete años, vestida con una mala chambra de india y envuelta hasta las cejas por una gran manteleta de tafetán negro. Estaba maniatada como una criminal, y tan débil, que seguramente habría caído si sus guardianes no la hubieran sostenido. Ante el grito de sorpresa y de horror que suelta la señora de Lorsange, la joven se gira, y deja ver junto al más bello talle del mundo, el rostro más noble, más agradable, más interesante, todos los atractivos en suma más placenteros, hechos mil veces aún más excitantes por la tierna y conmovedora aflicción que la inocencia añade a los rasgos de la belleza.
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.
—Se la acusa de tres delitos —contesta el jinete—: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más honesta.
— ¡Ya, ya! —Dijo el señor de Corville—, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los tribunales de segundo orden?... ¿Y dónde se ha cometido el delito?
—En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la historia de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.
—Contaros la historia de mi vida, señora —dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa—, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos:
El señor de Corville y su amante no pueden dejar de interesarse por la miserable joven. Se acercan, preguntan a uno de los guardias qué ha hecho la infortunada.
—Se la acusa de tres delitos —contesta el jinete—: de asesinato, de robo y de incendio; pero os confieso que mi compañero y yo jamás hemos conducido a un criminal con tanta desgana; es la criatura más dulce, y aparentemente la más honesta.
— ¡Ya, ya! —Dijo el señor de Corville—, ¿no podría tratarse de uno de esos errores habituales de los tribunales de segundo orden?... ¿Y dónde se ha cometido el delito?
—En una posada a pocas leguas de Lyon; la han juzgado en esta ciudad y, siguiendo la costumbre, la trasladamos a París para la confirmación de su sentencia, ya que volverá a Lyon para ser ejecutada.
La señora de Lorsange, que se había acercado y escuchaba este relato, comentó al señor de Corville que desearía enterarse por boca de la propia joven de la historia de sus desdichas, y el señor de Corville, que compartía también el mismo deseo, lo comunicó a los dos guardias presentándose ante ellos. Estos no consideraron necesario oponerse. Decidieron que convenía pasar la noche en Montargis; pidieron un alojamiento cómodo; el señor de Corville respondió de la prisionera, la desataron; y cuando le hicieron tomar algunos alimentos, la señora de Lorsange, que no podía dejar de sentir por ella el más vivo interés, y que sin duda se decía a sí misma: «Esta criatura, tal vez inocente, es tratada, sin embargo, como una criminal, mientras que alrededor de mí... que me he manchado con crímenes y horrores, todo prospera», la señora de Lorsange, digo, al ver a la pobre muchacha algo mejorada, algo consolada por las caricias que se apresuraban a hacerle, le rogó que contara por qué acontecimiento, con una apariencia tan dulce, se hallaba en una circunstancia tan funesta.
—Contaros la historia de mi vida, señora —dijo la bella infortunada, dirigiéndose a la condesa—, es ofreceros el ejemplo más sorprendente de las desdichas de la inocencia, es acusar a la mano del cielo, es quejarse de las voluntades del Ser Supremo, es una especie de rebelión contra sus sagrados designios... No me atrevo...
Brotaron entonces abundantes lágrimas de los ojos de la interesante muchacha y, después de haberlas dejado correr un instante, comenzó su relato en los siguientes términos:
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Me permitiréis, señora, ocultar mi nombre y mi origen; sin —ser ilustres, fueron honrados, y en nada me destinaban a la humillación en la que me veis reducida. Perdí muy joven a mis padres; creí que con la poca ayuda —que me habían dejado podría aguardar un empleo conveniente y, rechazando todos los que no lo eran, me comí sin darme cuenta, en París, donde he nacido, lo poco que poseía; cuanto más pobre me volvía, más despreciada era; cuanto más apoyo necesitaba, menos confiaba en obtenerlo; pero de todas las durezas que experimenté en los comienzos de mi infortunada situación, de todas las frases horribles que me dirigieron, sólo os citaré lo que me ocurrió en casa del señor Dubourg, uno de los más ricos comerciantes de la capital.
La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué quería.
— ¡Ay!, señor —le contesté confusísima—, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor —le contesté—, si hubiera querido dejar de serlo.
— ¿A título de qué —me replicó a eso el señor Dubourg— pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
— ¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? —contesté—. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
—Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa —me contestó Dubourg—. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?
— ¡Oh, señor! —Contesté con el corazón henchido de suspiros—. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
La mujer en cuya casa me alojaba me encaminó hacia él, pues su crédito y riquezas podían suavizar seguramente el rigor de mi suerte. Después de una larga espera en la antecámara de ese hombre, me hicieron pasar: el señor Dubourg, de cuarenta y ocho años de edad, acababa de salir de la cama, envuelto en una bata flotante que apenas ocultaba su agitación; se disponían a peinarle, ordenó que se retiraran y me preguntó qué quería.
— ¡Ay!, señor —le contesté confusísima—, soy una pobre huérfana que todavía no tiene catorce años y que ya conoce todos los grados del infortunio. Imploro vuestra conmiseración, tened piedad de mí, os lo ruego.
Y entonces le detallé todos mis males, la dificultad de encontrar un trabajo, quizás incluso la pena que sentía en buscarlo, al no haber nacido para ese estado. La desgracia que había tenido, durante todo eso, de comerme lo poco que tenía... La falta de trabajo. La esperanza que tenía de que él podría facilitarme los medios de vivir. En suma, todo lo que dicta la elocuencia del infortunio, siempre presta en un alma sensible, siempre remisa en la opulencia... Después de haberme escuchado con escasa atención, el señor Dubourg me preguntó si yo había sido siempre buena.
No estaría tan pobre ni tan preocupada, señor —le contesté—, si hubiera querido dejar de serlo.
— ¿A título de qué —me replicó a eso el señor Dubourg— pretendes que las personas ricas te ayuden si tú no les sirves para nada?
— ¿Y a qué servicio se refiere usted, señor? —contesté—. No pido otra cosa que prestar aquello que la decencia y mi edad me permiten cumplir.
—Los servicios de una criatura como tú son poco útiles en una casa —me contestó Dubourg—. No tienes edad ni constitución para colocarte como pides. Mejor harías en ocuparte de gustar a los hombres, y de trabajar en encontrar a alguien que quiera ocuparse de ti. Esta virtud que tanto exhibes no sirve de nada en el mundo; por mucho que te arrodilles ante sus altares, su inútil incienso no te alimentará. La cosa que menos halaga a los hombres, aquella a la que prestan menos atención, la que desprecian más soberanamente, es la decencia de vuestro sexo: aquí sólo se aprecia, hija mía, lo que beneficia o lo que deleita. ¿Y qué beneficio puede significar para nosotros la virtud de las mujeres? Son sus desórdenes los que nos sirven y nos divierten, pero su castidad es lo que menos nos interesa. En una palabra, cuando las personas de nuestra clase dan, sólo es para recibir. Ahora bien, ¿cómo una chiquilla como tú puede agradecer lo que se hace por ella si no es abandonando cuanto se quiera su cuerpo?
— ¡Oh, señor! —Contesté con el corazón henchido de suspiros—. ¿Ya no existe honradez ni beneficencia entre los hombres?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Muy pocas —replicó Dubourg—. Si se habla tanto de ellas, ¿cómo quieres que existan? Estamos de vuelta de esta manía de ayudar a los demás gratuitamente; se ha reconocido que los placeres de la caridad sólo eran goces del orgullo y, como nada se disipa con mayor rapidez, se han querido sensaciones más reales. Se ha visto que con una criatura como tú, por ejemplo, era mucho mejor quedarse como anticipo con todos los placeres que puede ofrecer la lujuria que con los muy fríos y muy futiles de aliviarla de manera desinteresada. La reputación de un hombre liberal, caritativo, generoso, no es nada comparada, en el instante en que mejor se disfruta, con el más ligero placer de los sentidos.
—¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!
—Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?
—Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?
—¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
—¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
—Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla?
—¡A qué precio, santo cielo!
—Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:
—¡Oh, señor! ¡Con semejantes principios, es necesario pues que el infortunado perezca!
—Qué más da, hay un exceso de súbditos en Francia. Con tal de que la máquina tenga siempre la misma elasticidad, ¿qué le importa al Estado el mayor o menor número de los individuos que la aprietan?
—Pero ¿creéis que los hijos, cuando son así maltratados, respetarán a sus padres?
—¡¿Qué le importa a un padre el amor de unos hijos que le estorban?
—¡Sería mejor entonces que nos hubieran ahogado en la cuna!
—Probablemente. Es lo que se hace en muchos países; era la costumbre de los griegos y es la de los chinos: allí los niños desgraciados son abandonados o se les da muerte. ¿Para qué dejar vivir unas criaturas que ya no pueden contar con la ayuda de sus padres, porque carecen de ellos, o porque no han sido reconocidos, cuando en tal caso sólo sirven para sobrecargar al Estado con un producto que ya le sobra? Los bastardos, los huérfanos, los niños deformes, deberían ser condenados a muerte desde su nacimiento. Los primeros y los segundos porque, al no tener a nadie que quiera o que pueda ocuparse de ellos, manchan la sociedad con unas heces que un día u otro tiene que resultarle funesta; y los otros porque no pueden resultarle de ninguna utilidad. Las dos clases son para la sociedad como excrecencias de la carne que, alimentándose del jugo de los miembros sanos, los degradan y los debilitan, o, si lo prefieres, como esos vegetales parásitos que, juntándose a las plantas buenas, las deterioran y las roen adaptándose su simiente nutritiva. A esas limosnas destinadas a alimentar a semejante escoria, esas casas dotadas de todos los lujos que se tiene la extravagancia de construirles, son abusos escandalosos. ¡Como si la especie de los hombres fuera tan escasa, tan preciosa que hubiera que conservar hasta su más vil porción! Pero dejemos una política de la que no debes de entender nada, hija mía: ¿por qué quejarse de su suerte cuando sólo corresponde a uno mismo remediarla?
—¡A qué precio, santo cielo!
—Al de una quimera, algo que sólo tiene el valor que tu orgullo le atribuye. Por lo demás —prosiguió el bárbaro al mismo tiempo que se levantaba y abría la puerta—, eso es todo lo que puedo hacer por ti. Consiente, o libérame de tu presencia. No me gustan los mendigos...
Corrieron mis lágrimas, fue imposible retenerlas, y creeréis, señora, que en lugar de enternecer a aquel hombre lo irritaron. Cierra la puerta y agarrándome por el cuello del vestido, me dice brutalmente que me obligará a hacer a la fuerza lo que no quiero concederle de buen grado. En este instante cruel, mi desgracia me insufla valor. Me libero de sus manos y, abalanzándome hacia la puerta, le digo mientras escapo:
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¡Hombre odioso, ojalá el cielo, tan gravemente ofendido por ti, te castigue un día como mereces, por tu execrable crueldad! No eres digno ni de tus riquezas, de las que haces tan vil uso, ni siquiera del aire que respiras en un mundo manchado por tus barbaries. Me apresuré a contar a mi hospedera la acogida de la persona a la que me había enviado, pero cual fue mi sorpresa al ver a esa miserable abrumarme con reproches en lugar de compartir mi dolor.
—Miserable criatura —me dijo encolerizada—, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.
—Señora, tened piedad...
—Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
—Pero ¿qué queréis que haga?
—Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida. Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
—Agradece a la Desroches —me dice duramente— que quiera en su favor concederte por un instante mis bondades.
Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
—¡Oh, señor! —digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro—, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
—Miserable criatura —me dijo encolerizada—, ¿imaginas que los hombres son tan necios como para dar limosnas a unas muchachitas como tú, sin exigir el interés de su dinero? El señor Dubourg es demasiado bueno por haberse portado como lo ha hecho; en su lugar yo no te habría dejado salir de mi casa sin haberme contentado. Pero ya que no quieres aprovechar las ayudas que te ofrezco, arréglatelas como quieras. Me debes dinero: o me lo das mañana, o te envío a la cárcel.
—Señora, tened piedad...
—Sí, sí, piedad... ¡Con la piedad uno se muere de hambre!
—Pero ¿qué queréis que haga?
—Volver a casa de Dubourg, satisfacerle y traerme dinero. Yo le veré y le avisaré. Enmendaré, si puedo, tus tonterías. Le daré excusas tuyas, pero piensa en comportarte mejor.
Avergonzada, desesperada, sin saber qué hacer, viéndome duramente rechazada por todo el mundo, casi sin recursos, le dije a la señora Desroches (era el nombre de mi hospedera) que estaba decidida a todo para satisfacerla. Se fue a casa del financiero, y, a la vuelta, me dijo que lo había encontrado muy irritado; que con mucho esfuerzo había conseguido inclinarlo a mi favor; que a fuerza de súplicas había conseguido, sin embargo, convencerle de que volviera a verme la mañana siguiente; pero que tuviera cuidado con mi conducta porque si la desobedecía una vez más, ella misma se encargaría de hacerme encarcelar de por vida. Llegué a su casa muy turbada. Dubourg estaba a solas, en un estado aún más indecente que la víspera. La brutalidad, el libertinaje, todas las características del exceso estallaban en sus miradas hipócritas.
—Agradece a la Desroches —me dice duramente— que quiera en su favor concederte por un instante mis bondades.
Tienes que sentir lo indigna que eres de ello después de tu conducta de ayer. Desnúdate, y si sigues ofreciendo la más ligera resistencia a mis deseos, dos hombres te esperan en mi antecámara para llevarte a un lugar del que no saldrás en toda tu vida.
—¡Oh, señor! —digo llorando y precipitándome a las rodillas de aquel hombre bárbaro—, cambiad de idea, os lo suplico. Mostraos generoso para ayudarme sin exigir de mí lo que me cuesta tanto que os ofrecería mi vida antes que someterme a ello... Sí, prefiero morir mil veces que infringir los principios que he recibido en mi infancia... Señor, señor, no me obliguéis, os lo suplico. ¿Podéis concebir la dicha en medio de disgustos y de lágrimas? ¿Os atrevéis a esperar el placer donde sólo veréis repugnancias? Así que hayáis consumado vuestro crimen el espectáculo de mi desesperación os colmará de remordimientos...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Pero las infamias a las que se entregaba Dubourg me impidieron continuar. ¿Cómo había podido creerme capaz de enternecer a un hombre que ya encontraba en mi propio dolor un acicate más a sus horribles pasiones? ¡Creeréis, señora, que inflamándose con los agudos acentos de mis lamentos, saboreándolos con inhumanidad, el indigno se preparaba él mismo para sus criminales tentativas! Se levanta, y mostrándose finalmente ante mí en un estado en el que la razón triunfa raras veces, y en el que la resistencia del objeto que la hace perder no es si no un alimento más al delirio, me agarra con brutalidad, aparta impetuosamente los velos que todavía siguen ocultando aquello de lo que arde por disfrutar. Sucesivamente, me injuria... me halaga... me maltrata y me acaricia... ¡Oh, qué escena, Dios mío! ¡Qué mezcla increíble de crueldad... de lujuria! ¡Parecía que el Ser Supremo quisiera, en esta primera circunstancia de mi vida, grabar para siempre en mí todo el horror que yo debía sentir por un tipo de delito del que debía nacer la afluencia de los males que me amenazaban! Pero ¿debía de quejarme de ello entonces? No, sin duda; a sus excesos debo mi salvación. Con menos desenfreno, yo habría sido una muchacha manchada. Los ardores de Dubourg se apagaron en la efervescencia de sus empresas, el cielo me vengó de las ofensas a las que el monstruo iba a entregarse, y la pérdida de sus fuerzas, antes del sacrificio, me preservó de ser su víctima.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.
—¡Gracias a Dios, señora! —le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos—. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.
Con ello, Dubourg se volvió mas insolente. Me acusó de los daños de su debilidad... Quiso repararlos con nuevos ultrajes y con invectivas aún más mortificadoras. No hubo nada que no me dijera; nada que no intentara, nada que la pérfida imaginación, la dureza de su carácter y la depravación de sus costumbres no le hiciera emprender. Mi torpeza le impacientó; yo estaba lejos de querer actuar, ya hacía mucho con prestarme: mis remordimientos no se han extinguido... Sin embargo, no consiguió nada, mi sumisión dejó de enardecerle. Por mucho que pasara sucesivamente de la ternura al rigor... de la esclavitud a la tiranía... de la apariencia de la decencia a los excesos de la crápula, ambos nos encontramos agotados, sin que, afortunadamente, él consiguiera recuperar lo que debía para asestarme más peligrosos ataques. Renunció a ello, me hizo prometer que volvería al día siguiente, y para obligarme con mayor seguridad sólo quiso darme la cantidad que yo debía a la Desroches. Así que regresé a casa de esa mujer, ultrajada por semejante aventura y totalmente decidida, sucediera lo que sucediera, a no exponerme a ella por tercera vez. Se lo advertí al pagarle, mientras echaba todo tipo de maldiciones sobre ese malvado capaz de abusar tan cruelmente de mi miseria. Pero mis imprecaciones, lejos de atraer sobre él la cólera de Dios, sólo consiguieron aportarle fortuna: ocho días después, supe que el insigne libertino acababa de obtener del gobierno un cargo de administrador general que aumentaba sus ingresos en más de cuatrocientas mil libras de rentas. Yo me encontraba absorbida en las reflexiones que nacen inevitablemente de semejantes inconsecuencias de la suerte, cuando un rayo de esperanza pareció relucir un instante ante mis ojos.
La Desroches me dijo un día que finalmente había encontrado una casa en la que me recibirían con placer, siempre que me portara bien.
—¡Gracias a Dios, señora! —le dije, arrojándome entusiasmada a sus brazos—. Esta es la condición que yo misma pondría, ¡figuraos si la acepto con gusto!
El hombre al que debía servir era un famoso usurero de París, que se había enriquecido no sólo prestando con fianza, sino también robando impunemente a sus clientes siempre que no corriera ningún peligro en ello. Vivía en un segundo piso de la Rue Quincampoix, con una mujer de cincuenta años, a la que llamaba su esposa, y que era no menos malvada que él.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Thérèse —me dijo el avaro (ese era el nombre que yo había adoptado para ocultar el mío)—, Thérèse, la primera virtud de mi casa, es la probidad. Si alguna vez os lleváis de aquí la décima parte de un denario, os haré ahorcar, ya veis, hija mía. El escaso bienestar del que disfrutamos mi mujer y yo, es el fruto de nuestros inmensos trabajos y de nuestra perfecta sobriedad... ¿Comes mucho, pequeña?
—Unas cuantas onzas de pan al día, señor —le contesté—, agua y un poco de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.
—¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía —dijo el usurero a su mujer—, asombraos ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora, cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de avaricia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
—Unas cuantas onzas de pan al día, señor —le contesté—, agua y un poco de sopa, cuando soy tan afortunada de poder tomarla.
—¡Sopa, diantre, sopa! Oíd esto, amiga mía —dijo el usurero a su mujer—, asombraos ante los progresos del lujo: está buscando colocación, se muere de hambre desde hace un año, y quiere comer sopa. Nosotros, que trabajamos como galeotes, apenas la cocinamos una vez cada domingo. Hija mía, tendrás tres onzas de pan al día, media botella de agua de río, un viejo traje de mi mujer cada dieciocho meses, y tres escudos de sueldo al cabo del año, siempre que estemos contentos de tus servicios, que tu economía responda a la nuestra, y que finalmente hagas prosperar la casa con el orden y el arreglo. Tu trabajo es poca cosa, se hace en un abrir y cerrar de ojos. Se trata de fregar y limpiar tres veces por semana este apartamento de seis habitaciones, de hacer las camas, de contestar a la puerta, de empolvar mi peluca, de peinar a mi mujer, de cuidar del perro y de la cotorra, de fregar la cocina y la vajilla, de ayudar a mi mujer cuando cocine, y de emplear cuatro o cinco horas al día en coser ropa, medias, gorros y otras cositas de la casa. Ya ves que no es nada, Thérèse; te sobrará mucho tiempo, te permitiremos utilizarlo por tu cuenta, siempre que seas buena, hija mía, discreta y sobre todo ahorrativa, que es lo esencial.
Podéis imaginar fácilmente, señora, que había que estar en estado tan horrible como en el que yo me hallaba para aceptar semejante empleo. No sólo había infinitamente más trabajo del que mis fuerzas me permitían emprender, sino que ¿cómo podía yo vivir con lo que me ofrecían? Sin embargo, procuré no ofrecer resistencia, y me instalé aquella misma noche.
Si mi cruel situación me permitiera divertiros un instante, señora, cuando sólo debo pensar en enterneceros, me atrevería a contaros alguno de los rasgos de avaricia de que fui testigo en aquella casa; pero a partir del segundo año me aguardaba una catástrofe tan terrible que me resulta muy difícil detenerme en unos detalles divertidos antes de relataros mis infortunios.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Sabréis, sin embargo, señora, que jamás había otra iluminación, en el apartamento del señor Du Harpin que la que robaba a la farola felizmente colocada frente a su habitación; jamás ninguno de los dos utilizaba ropa interior: almacenaban la que yo cosía, no la tocaban en la vida; las mangas de la casaca del señor, así como las del traje de la señora, llevaban un viejo par de manguitos cosidos encima de la tela, que yo lavaba todos los sábados por la noche; nada de sábanas, nada de toallas, para así evitar el lavado. En su casa jamás se bebía vino, pues el agua clara, como decía la señora Du Harpin, es la bebida natural del hombre, la más sana y menos peligrosa. Siempre que cortaban el pan colocaban una cesta debajo del cuchillo, a fin de recoger las migas que caían: les añadían puntualmente todos los restos que quedaban de las comidas, y este manjar, frito el domingo con un poco de mantequilla, componía el yantar de los días festivos. Nunca había que sacudir las ropas o los muebles, por miedo a gastarlos, sólo rozarlos ligeramente con un plumero. Los zapatos del señor, así como los de la señora, reforzados con hierro, eran los mismos que calzaron el día de su boda. Pero una práctica mucho más extravagante era la que me obligaban a hacer una vez por semana: había en el apartamento un gabinete bastante grande cuyas paredes no estaban tapizadas; con un cuchillo tenía que raspar una cierta cantidad de yeso de esas paredes, que luego pasaba por un fino tamiz: el resultado de esta operación eran los polvos de tocador con que yo cubría cada mañana tanto la peluca del señor como el moño de la señora. ¡Pero, ay, ojalá hubiera querido Dios que ésas fueran las únicas torpezas a las que se entregaban esos malvados! Nada hay más natural que el deseo de conservar los bienes, pero no lo es tanto el de aumentarlos con los del prójimo. Y no tardé mucho en descubrir que sólo así se enriquecía Du Harpin.
En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación. Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una especie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.
—¡Oh, señor! —exclamé estremeciéndome ante su proposición—. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios métodos?
En el piso de arriba vivía una persona muy acomodada, que poseía unas alhajas bastante bonitas, y cuyas pertenencias, sea a causa de la vecindad, sea por haber pasado por las manos de mi amo, eran muy conocidas por él; le oía a menudo lamentarse con su mujer de una cierta caja de oro de treinta a cuarenta luises, con la que se habría quedado, decía, de haber sabido actuar con mayor destreza. Para consolarse al fin de haber devuelto esa caja, el honrado señor Du Harpin proyectó robarla, y a mí se me encargó la negociación. Después de haberme hecho un gran discurso sobre la indiferencia del robo, sobre la utilidad misma que ejercía en el mundo, ya que restablecía en él una especie de equilibrio, que alteraba por completo la desigualdad de las riquezas; sobre la escasez de los castigos, ya que estaba demostrado que de veinte ladrones no perecían más de dos; después de haberme demostrado, con una erudición de la que no habría creído capaz al señor Du Harpin, que el robo era honrado en toda Grecia, que varios pueblos seguían admitiéndolo, favoreciéndolo y recompensándolo como una acción atrevida que demostraba tanto el valor como la destreza (dos virtudes esenciales para cualquier nación guerrera); en una palabra, después de haberme garantizado que, si era descubierta, su crédito me salvaría de todo, el señor Du Harpin me entregó dos llaves falsas una de las cuales debía abrir el apartamento del vecino y la otra el escritorio donde se hallaba la caja en cuestión, y me rogó insistentemente que encontrara esa caja, porque por un servicio tan esencial aumentaría mi sueldo en un escudo durante dos años.
—¡Oh, señor! —exclamé estremeciéndome ante su proposición—. ¿Cómo es posible que un amo se atreva a corromper así a su criado? ¿Qué me impedirá volver contra vos las armas que ponéis en mis manos, y qué podríais objetarme si un día os hiciera víctima de vuestros propios métodos?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Du Harpin, confundido, se refugió en un torpe subterfugio: me dijo que sólo lo había hecho con la intención de ponerme a prueba, que tenía mucha suerte de haber resistido a sus proposiciones... que estaría perdida si hubiera sucumbido... Me conformé con esta mentira, pero descubrí inmediatamente el error que había cometido al responder con tanta firmeza: a los malhechores no les gusta encontrar resistencia en quienes intentan seducir. No existe desdichadamente un punto medio, en cuanto tienes la mala suerte de haber recibido sus proposiciones: tienes que convertirte necesariamente en su cómplice —lo cual es peligroso—, o en su enemigo —que todavía lo es más—. Con algo más de experiencia, yo habría abandonado la casa a partir de ese instante, ¡pero ya estaba escrito en el cielo que cada uno de mis gestos honestos sería recompensado con nuevos infortunios!
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.
—Cumplid con vuestro deber, señor —dijo al hombre de la justicia—. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
—¿Robaros yo, señor? —dije, saltando turbadísima de mi cama—. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces demostrada.*
'*' ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)
Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el diamante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la ineptitud de los jueces.
El señor Du Harpin dejó pasar cerca de un mes, o sea más o menos hasta la época del final del segundo año de mi estancia en su casa, sin decir palabra y sin mostrar el más ligero resentimiento por el rechazo que había recibido, pero una noche, cuando me retiraba a mi habitación para saborear unas horas de reposo, oí de repente que abrían mi puerta, y vi, no sin terror, al señor Du Harpin acompañado de un comisario y cuatro soldados de patrulla frente a mi cama.
—Cumplid con vuestro deber, señor —dijo al hombre de la justicia—. Esta desgraciada me ha robado un diamante de mil escudos. Lo encontraréis en su aposento o entre sus ropas, el hecho es seguro.
—¿Robaros yo, señor? —dije, saltando turbadísima de mi cama—. ¡Yo, santo Dios! ¡Ay! ¿Quién mejor que vos sabe lo contrario? ¿Quién puede estar más convencido que vos de cuánto me repugna esta acción y saber mejor la imposibilidad de que yo la haya cometido?
Pero el señor Du Harpin, haciendo mucho ruido para que mis palabras no fueran oídas, siguió ordenando los registros, y el maldito anillo apareció en mi colchón. Ante pruebas de esta categoría, no había nada que replicar. Al instante fui prendida, agarrotada y llevada a la cárcel, sin que me fuera posible hacer escuchar una sola palabra en mi favor.
El proceso de una desdichada que carece de crédito y protección no lleva mucho tiempo en un país donde se considera a la virtud incompatible con la miseria, donde el infortunio es una prueba decisiva contra el acusado. En esa cuestión, una injusta prevención lleva a creer que el que ha debido de cometer el crimen, lo ha cometido; los sentimientos se miden por el estado en que se encuentra el culpable; y a partir del momento que el oro o los títulos no establecen su inocencia, la imposibilidad de que pueda ser inocente queda entonces demostrada.*
'*' ¡Siglos venideros! Ya no veréis ese cúmulo de horrores y de infamias. (N. del A.)
Por mucho que me defendiera, por mucho que ofreciera los mejores argumentos al abogado de oficio que me dieron por un instante, mi amo me acusaba, el diamante había sido hallado en mi habitación: estaba claro que yo lo había robado. Cuando quise mencionar el horrible proyecto del señor Du Harpin, y demostrar que la desdicha que me sobrevenía sólo era el fruto de su venganza y la consecuencia del deseo que tenía de deshacerse de una criatura que, poseedora de su secreto, se convertía en su dueña, trataron mis protestas de recriminación, me dijeron que el señor Du Harpin era reconocido desde hacía más de veinte años como un hombre íntegro, incapaz de semejante horror. Fui trasladada a la Conciergerie, donde me vi en la situación de tener que pagar con mi vida el rechazo de participar en un crimen; iba a morir; sólo un nuevo delito podía salvarme: la providencia quiso que el crimen sirviera, por lo menos una vez, de égida a la virtud, que la preservara del abismo donde iba a arrojarla la ineptitud de los jueces.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Tenía a mi lado una mujer de unos cuarenta años, tan celebrada por su belleza como por la variedad y cantidad de sus fechorías; la llamaban Dubois, y estaba, al igual que la desdichada Thérése, en vísperas de su ejecución: sólo el método preocupaba a los jueces. Habiéndose manifestado culpable de todos los crímenes imaginables, estaban casi obligados a inventar para ella un suplicio nuevo, o a hacerle sufrir uno del que está exento nuestro sexo. Yo había inspirado una especie de interés en aquella mujer, interés criminal, sin duda, ya que su fundamento era, como después supe, el extremo deseo de convertirme en su prosélita.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase lo más cerca posible de las puertas de la prisión.
—Entre las siete y las ocho —prosiguió— el fuego prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse —se atrevió a decirme la malvada—. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.
—Ya estás libre, Thérèse —me dijo entonces la Dubois—, ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
—¡Oh, señora! —le dije a mi bienhechora—, os debo grandes favores, y nada mas lejos que querer olvidarlos.
Me habéis salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
Una noche, tal vez dos días antes de aquel en que ambas debíamos perder la vida, la Dubois me dijo que no me acostara, y que con ella aguardase lo más cerca posible de las puertas de la prisión.
—Entre las siete y las ocho —prosiguió— el fuego prenderá en la Conciergerie, me he encargado de que así sea. Sin duda, muchas personas se abrasarán, pero no importa, Thérèse —se atrevió a decirme la malvada—. La suerte de los demás no cuenta cuando se trata de nuestra propia salvación. Lo seguro es que nos salvaremos; cuatro hombres, cómplices y amigos, se reunirán con nosotras, y yo respondo de tu libertad.
Ya os he dicho, señora, que la mano del cielo que acababa de castigar mi inocencia, sirvió al crimen favoreciendo a mi protectora. El fuego prendió, el incendio fue horrible, hubo veintiuna personas abrasadas, pero nosotras escapamos. Aquel mismo día llegamos a la choza de un cazador furtivo del bosque de Bondy, íntimo amigo de nuestra banda.
—Ya estás libre, Thérèse —me dijo entonces la Dubois—, ahora puedes elegir el tipo de vida que te guste, pero si tuviera que darte un consejo, te diría que renunciaras a unas prácticas virtuosas que, como ves, jamás te han favorecido. Una delicadeza impropia te ha llevado a los pies del cadalso, un crimen espantoso te salva de él: mira de qué sirven las buenas acciones en el mundo, ¡y si vale la pena inmolarse por ellas! Eres joven y bonita, Thérèse: en dos años yo me hago cargo de tu fortuna. Pero no imagines que te conduciré a su templo por los senderos de la virtud: cuando alguien quiere abrirse paso, mi querida muchacha, hay que emprender más de un oficio y servirse de más de una intriga. Así que decídete, en esta choza no estamos seguras y tenemos que irnos dentro de pocas horas.
—¡Oh, señora! —le dije a mi bienhechora—, os debo grandes favores, y nada mas lejos que querer olvidarlos.
Me habéis salvado la vida, y es espantoso para mí que haya sido gracias a un crimen. Creed que si hubiera tenido que cometerlo, habría preferido mil muertes al dolor de participar en él. Soy consciente de todos los peligros que he corrido por haberme abandonado a los sentimientos honrados que siempre permanecerán en mi corazón. Pero sean cuales sean, señora, las espinas de la virtud, las preferiré en cualquier momento a los peligrosos favores que acompañan al crimen. Tengo grabados unos principios religiosos que, gracias al cielo, no me abandonarán jamás. Si la Providencia me hace penosa la carrera de la vida, es para compensarme de ello en un mundo mejor. Esta esperanza me consuela, endulza mis penas, apacigua mis quejas, me refuerza en la adversidad, y me lleva a desafiar todos los males que Dios quiera enviarme. Esta alegría se apagaría inmediatamente en mi alma si yo acabara por mancillarla con crímenes, y junto al temor de los castigos de este mundo, me perseguiría la dolorosa visión de los suplicios del otro, que no me abandonaría un instante en la tranquilidad que deseo.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Son sistemas absurdos que no tardarán en llevarte al hospicio, hija mía —replicó la Dubois enarcando las cejas—. Créeme, deja de lado la justicia de Dios, sus castigos o sus recompensas futuras. Todas esas tonterías sólo sirven para que muramos de hambre. ¡Oh, Thérèse!, la dureza de los ricos legitima el mal comportamiento de los pobres: que sus bolsas se abran a nuestras necesidades, que la humanidad reine en su corazón, y las virtudes podrán establecerse en el nuestro; pero en tanto que nuestro infortunio, nuestra paciencia para soportarlo, nuestra buena fe, nuestra servidumbre, sólo sirvan para aumentar nuestros grilletes, nuestros crímenes son obra suya, y seríamos muy tontos en negárnoslos cuando pueden aliviar el yugo con que su crueldad nos sobrecarga. La naturaleza nos ha hecho nacer a todos iguales, Thérèse; si la suerte se complace en estorbar este primer plan de las leyes generales, a nosotros nos corresponde corregir sus caprichos y reparar, mediante nuestra habilidad, las usurpaciones del más fuerte. Me gusta oír a la gente rica, a la gente con título, a los magistrados, a los curas, ¡me gusta verles predicarnos la virtud! Es muy difícil asegurarse contra el robo cuando se tiene tres veces más de lo que hace falta para vivir; muy incómodo no concebir jamás el asesinato, cuando se está rodeado de aduladores o de esclavos para quienes nuestras voluntades son leyes; muy penoso, a decir verdad, ser moderado y sobrio, cuando a cada hora se está rodeado de los manjares más suculentos; les cuesta mucho ser sinceros, ¡cuando no tienen ningún interés en mentir!... Pero nosotros, Thérèse, nosotros a quienes esta Providencia bárbara, con la que cometes la locura de convertirla en tu ídolo, ha condenado a arrastrarnos por la humillación como la serpiente por la hierba; nosotros, a los que se nos mira sólo con menosprecio, porque somos pobres; a los que se tiraniza, porque somos débiles; nosotros, cuyos labios sólo prueban la hiel, y cuyos pasos sólo encuentran abrojos, ¡quieres que nos privemos del crimen cuando sólo su mano nos abre la puerta de la vida, nos mantiene en ella, nos conserva en ella, y nos impide perderla! ¡Quieres que perpetuamente sometidos y degradados, mientras la clase que nos domina tiene para sí todos los favores de la Fortuna, nos reservemos sólo la pena, el abatimiento y el dolor, la necesidad y las lágrimas, la deshonra y el cadalso! No, Thérèse, no: o esta Providencia que tú reverencias sólo merece nuestro desprecio, o no son éstas en absoluto sus voluntades. Conócela mejor, hija mía, y convéncete de que si nos pone en situaciones en las que el mal nos resulta necesario, y nos deja al mismo tiempo la posibilidad de ejercerlo, es porque ese mal sirve tanto a sus leyes como el bien, y gana tanto con uno como con el otro. Si nos ha creado a todos en el estado de la igualdad, quien la altera no es más culpable que quien procura restablecerla. Ambos actúan de acuerdo con los impulsos recibidos, ambos deben seguirlos y disfrutar.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.
—¡Bien! —me contestó—, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Confieso que si alguna vez me sentí perturbada fue por las seducciones de esta mujer astuta, pero una voz, más fuerte que ella, combatía estos sofismas en mi corazón. A ella me rendí y manifesté a la Dubois que estaba decidida a no dejarme corromper jamás.
—¡Bien! —me contestó—, haz lo que quieras. Te abandono a tu mala suerte. Pero si alguna vez te atrapan y te llevan a la horca, destino del que probable mente no podrás escapar, por esa fatalidad que salva inevitablemente al crimen inmolando a la virtud, acuérdate por lo menos de no hablar jamás de nosotros.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Mientras razonábamos así, los cuatro compañeros de la Dubois bebían con el cazador furtivo, y como el vino apresta el alma del malhechor a nuevos crímenes y le hace olvidar los antiguos, al enterarse los malvados de mis resoluciones decidieron convertirme en una víctima, ya que no podían tenerme como cómplice. Sus principios, sus costumbres, el sombrío reducto en que estábamos, la especie de seguridad en la que se creían, su borrachera, mi edad, mi inocencia, todo les estimuló. Se alzan de la mesa, celebran consejo, consultan a la Dubois, actitudes cuyo lúgubre misterio me hace estremecer de horror, y toman el acuerdo de que tengo que prestarme inmediatamente a satisfacer los deseos de los cuatro, de buen grado, o a la fuerza. Si lo hago de buen grado, cada uno de ellos me pagará un escudo para mis propios usos; si tienen que utilizar la violencia, lo harán igual, pero, para que el secreto quede mejor guardado, me apuñalarán después de haberse solazado y me enterrarán al pie de un árbol.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo se rió de mis lágrimas.
—¡Oh, pero vamos! —me dijo—, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te estremeces ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad de su oro o de sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha —añadió sin embargo después de una breve reflexión—, yo tengo bastante dominio sobre esos truhanes para conseguir tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
—¡Ay, señora! ¿Qué debo hacer? —exclamé llorando—. Ordenádmelo, estoy dispuesta a todo. —Seguirnos, alistarte con nosotros, y cometer los mismos actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo te libraré del resto.
Creí que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condición, corría nuevos peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es posible que pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a los que me amenazaban.
—Iré a todas partes, señora —dije apresuradamente a la Dubois—, iré a todas partes, os lo prometo. Salvadme de la furia de estos hombres, y no os abandonaré en toda mi vida.
—Hijos míos —dijo la Dubois a los cuatro bandidos—, esta joven ya es de la banda, yo la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la violentéis. No la asqueemos de su oficio desde el primer día. Ya veis que su edad y su aspecto pueden sernos útiles, utilicémosla para nuestros intereses y no la sacrifiquemos a nuestros placeres.
Pero las pasiones llegan a tener un grado de intensidad en el hombre en el que ya nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran incapaces de atender a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus miradas inflamadas, amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a atraparme, dispuestos a inmolarme.
—Es preciso que pase por ahí —dijo uno de ellos—, no podemos darle cuartel, ¿o es que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar pruebas de virtud? ¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais cuenta, señora, de que suavizo las expresiones. Atenuaré de igual manera las descripciones, porque, ¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro pudor sufriría con su crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y temblorosa, ¡ay!, yo me estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de respirar. Arrodillada ante los cuatro, a veces mis débiles brazos se levantaban para implorarles y otras para conmover a la Dubois.
No necesito describiros el efecto que me causó esta cruel proposición, señora, lo comprendéis fácilmente. Me arrojé a las rodillas de la Dubois, le imploré que fuera por segunda vez mi protectora. La deshonesta criatura sólo se rió de mis lágrimas.
—¡Oh, pero vamos! —me dijo—, ¡vaya desgracia la tuya!... ¡,Cómo? ¿Te estremeces ante la obligación de servir sucesivamente a cuatro buenos mozos como éstos? ¡No sabes que hay diez mil mujeres en París que darían la mitad de su oro o de sus joyas por ocupar tu lugar! Escucha —añadió sin embargo después de una breve reflexión—, yo tengo bastante dominio sobre esos truhanes para conseguir tu perdón, siempre que te hagas digna de él.
—¡Ay, señora! ¿Qué debo hacer? —exclamé llorando—. Ordenádmelo, estoy dispuesta a todo. —Seguirnos, alistarte con nosotros, y cometer los mismos actos sin la más ligera repugnancia: sólo a este precio yo te libraré del resto.
Creí que no debía titubear. Al aceptar esta cruel condición, corría nuevos peligros, de acuerdo, pero serían menos perentorios que éstos. Es posible que pudiera prevenirlos, mientras que nada era capaz de sustraerme a los que me amenazaban.
—Iré a todas partes, señora —dije apresuradamente a la Dubois—, iré a todas partes, os lo prometo. Salvadme de la furia de estos hombres, y no os abandonaré en toda mi vida.
—Hijos míos —dijo la Dubois a los cuatro bandidos—, esta joven ya es de la banda, yo la recibo y protejo en ella. Os suplico que no la violentéis. No la asqueemos de su oficio desde el primer día. Ya veis que su edad y su aspecto pueden sernos útiles, utilicémosla para nuestros intereses y no la sacrifiquemos a nuestros placeres.
Pero las pasiones llegan a tener un grado de intensidad en el hombre en el que ya nada puede retenerlas. Las personas que tenía enfrente eran incapaces de atender a nada, me rodearon los cuatro, devorándome con sus miradas inflamadas, amenazándome de una manera aún más terrible, dispuestos a atraparme, dispuestos a inmolarme.
—Es preciso que pase por ahí —dijo uno de ellos—, no podemos darle cuartel, ¿o es que para formar parte de una banda de ladrones hay que dar pruebas de virtud? ¿No nos será igual de útil desvirgada que virgen? Ya os dais cuenta, señora, de que suavizo las expresiones. Atenuaré de igual manera las descripciones, porque, ¡ay!, la obscenidad de su color es tal que vuestro pudor sufriría con su crudeza tanto como mi timidez. Víctima dulce y temblorosa, ¡ay!, yo me estremecía aterrorizada. Apenas tenía fuerzas de respirar. Arrodillada ante los cuatro, a veces mis débiles brazos se levantaban para implorarles y otras para conmover a la Dubois.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Un momento —dijo un tal «Corazón-de-Hierro» que parecía el jefe de la banda, hombre de treinta y seis años, con la fuerza de un toro y apariencia de sátiro—; un momento, amigos míos. Podemos contentar a todo el mundo. Como la virtud de esta chiquilla le es tan preciosa, y, si como dice muy bien la Dubois, esta cualidad, utilizada de otra manera, podría resultarnos necesaria, dejémosla. Ahora es preciso que nos apacigüemos. No perdamos la calma, Dubois, porque en el estado en que nos encontramos, es posible incluso que te degolláramos si te opusieras a nuestros deseos.
Que Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al mundo, y que se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos antoje exigirle, mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el incienso en esos altares cuya entrada nos niega esta criatura.
—¡Desnudarme! —exclamé—. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea entregada de esta manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero «Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones ni de retener sus deseos, me maltrató golpeándome de una manera tan brutal que comprendí que la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la Dubois, puesta por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que estuve como él deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo que me dejaba en una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus ardores acercando a una especie de monstruo exactamente a los peristilos de uno y otro altar de la naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que golpear fuertemente estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el ariete las puertas de las ciudades asediadas. La violencia de los primeros ataques me hizo recular; «Corazón-de-Hierro», enfurecido, me amenazó con tratamientos más duros si me sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de empujar con mayor fuerza, uno de esos libertinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a causa de los empujones: son tan rudos que acabo magullada, y sin poder evitar ninguno.
—A decir verdad —dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando—, en su lugar, preferiría abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del rayo, se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros, señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebriedad que nada habría logrado sin esta infamia.
Que Thérése se quede al instante tan desnuda como el día que vino al mundo, y que se preste de ese modo a las diferentes posiciones que se nos antoje exigirle, mientras, la Dubois apagará nuestros ardores y quemará el incienso en esos altares cuya entrada nos niega esta criatura.
—¡Desnudarme! —exclamé—. ¡Oh, cielos! ¿Qué me exigís? Cuando me vea entregada de esta manera a vuestras miradas, ¿quién podrá asegurarme que...?
Pero «Corazón-de-Hierro», que no parecía de humor para mas concesiones ni de retener sus deseos, me maltrató golpeándome de una manera tan brutal que comprendí que la obediencia era la única solución. Se entregó en manos de la Dubois, puesta por él más o menos en el mismo desorden que yo, y así que estuve como él deseaba, después de hacerme colocar los brazos en el suelo, lo que me dejaba en una posición parecida a un animal, la Dubois apagó sus ardores acercando a una especie de monstruo exactamente a los peristilos de uno y otro altar de la naturaleza, de tal modo que a cada sacudida ella tuvo que golpear fuertemente estas partes con su mano abierta, al igual que antaño el ariete las puertas de las ciudades asediadas. La violencia de los primeros ataques me hizo recular; «Corazón-de-Hierro», enfurecido, me amenazó con tratamientos más duros si me sustraía a aquéllos. La Dubois recibe la orden de empujar con mayor fuerza, uno de esos libertinos sujeta mis hombros y me impide tambalearme a causa de los empujones: son tan rudos que acabo magullada, y sin poder evitar ninguno.
—A decir verdad —dijo «Corazón-de-Hierro» balbuceando—, en su lugar, preferiría abrir las puertas que verlas así quebrantadas, pero si no quiere, no asistiremos a su rendición... ¡Con fuerza... con fuerza, Dubois!...
Y el estallido de los fuegos de ese libertino, casi tan violento como el del rayo, se aniquiló sobre las brechas que embistió sin llegarlas a entreabrir.
El segundo me hizo arrodillar entre sus piernas, y mientras la Dubois le apaciguaba como al otro, dos acciones le ocupaban por entero: a veces golpeaba con la palma abierta, pero de manera muy nerviosa, bien mis mejillas o bien mi seno, y otras su boca impura hurgaba en la mía. Mi rostro y mi pecho se volvieron al instante del color de la púrpura... Yo sufría, le pedía gracia, y las lágrimas caían de mis ojos. Le irritaron; aumentó su esfuerzo. En ese momento, me mordió la lengua, y las dos fresas de mis senos estaban tan magulladas que me eché hacia atrás, pero algo me sujetaba. Me echaron sobre él, me sentí abrazada con mayor fuerza por todas partes, y alcanzó el éxtasis...
El tercero me hizo subir a dos sillas alejadas, y sentándose debajo, excitado por la Dubois colocada entre sus piernas, me obligó a agacharme hasta que su boca quedara perpendicular al templo de la naturaleza. No podéis imaginaros, señora, lo que este obsceno se atrevió a desear: con ganas o sin ellas, tuve que satisfacer mis necesidades menores... ¡Santo cielo! ¡Qué hombre tan depravado puede sentir un instante de placer en semejantes cosas!... Hice lo que quería, lo inundé, y mi absoluta sumisión consiguió de ese malvado una ebriedad que nada habría logrado sin esta infamia.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
El cuarto me ató unos cordeles a todas las partes donde era posible fijarlos y sostenía el ovillo en su mano, sentado a siete u ocho pies de mi cuerpo, fuertemente excitado por los manoseos y los besos de la Dubois. Yo estaba de pie, y el salvaje aumentaba su placer tirando fuertemente de cada una de las cuerdas. Me tambaleaba, perdía a cada instante el equilibrio, y él se extasiaba con cada uno de mis traspiés. Al fin, tiró de todos los cabos a un tiempo, con tanta precipitación, que caí al suelo a su lado. Ese era su único objetivo, y mi frente, mi seno y mis mejillas recibieron las pruebas de un delirio que sólo debía a esta manía.
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
—Hermosa Thérése —me dijo—, confío en que no me negaras por lo menos el placer de pasar la noche a tu lado. —Y como se dio cuenta de mi extraordinaria repugnancia, añadió—: No temas, charlaremos, y no haré nada en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse —continuó abrazándome—, ¿no es una gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus encantos.
—Pues bien, señor —contesté—, ya que está claro que preferiré la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
—Claro que nos oponemos a eso, ángel mío —contestó «Corazón-de-Hierro»—, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te imponen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
—¡Yo, señor! —exclamé—, ¡convertirme en la querida de un...!
—Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que prostituirse a todos?
—Pero ¿cómo es posible —contesté— que no haya otra solución?
Eso fue lo que soporté, señora, pero mi honor se vio por lo menos respetado, aunque mi pudor no lo fuera. Algo más calmados, los bandidos hablaron de reanudar el camino, y aquella misma noche llegaron al Tremblay con la intención de acercarse a los bosques de Chantilly, donde confiaban dar algunos buenos golpes.
Nada igualaba mi desesperación al verme obligada a acompañarlos, y sólo lo hice absolutamente decidida a abandonarlos en cuanto pudiera hacerlo sin riesgos. Al día siguiente nos acostamos en los alrededores de Louvres, en unos almiares. Yo quise ampararme en la Dubois, y pasar la noche a su lado, pero me pareció que ella tenía la intención de dedicarla a una cosa distinta a preservar mi virtud de los ataques que yo temía. La rodearon tres, y la abominable criatura se entregó a los tres al mismo tiempo. El cuarto se acercó a mí, era el jefe.
—Hermosa Thérése —me dijo—, confío en que no me negaras por lo menos el placer de pasar la noche a tu lado. —Y como se dio cuenta de mi extraordinaria repugnancia, añadió—: No temas, charlaremos, y no haré nada en contra de tu voluntad. Pero, Thérèse —continuó abrazándome—, ¿no es una gran insensatez tu pretensión de mantenerte pura con nosotros? Aunque llegáramos a consentirlo, ¿cómo compaginarlo con los intereses de la banda? Es inútil que te lo ocultemos, querida niña, pero hemos pensado que, cuando vivamos en las ciudades, cazaremos a nuestras víctimas con las trampas de tus encantos.
—Pues bien, señor —contesté—, ya que está claro que preferiré la muerte a esos horrores, ¿para qué puedo serviros?, ¿por qué os oponéis a mi huida?
—Claro que nos oponemos a eso, ángel mío —contestó «Corazón-de-Hierro»—, tienes que servir a nuestros intereses o a nuestros placeres. Tus desgracias te imponen ese yugo, debes sufrirlo. Pero ya sabes, Thérèse, que no hay nada en el mundo que no tenga remedio. Atiéndeme, pues, y decide tú misma tu suerte: accede a vivir conmigo, querida, consiente en pertenecerme y te evitaré el triste papel que tienes adjudicado.
—¡Yo, señor! —exclamé—, ¡convertirme en la querida de un...!
—Pronuncia la palabra, Thérèse, pronúnciala, de un bribón, ¿no es cierto? Lo confieso, pero no puedo ofrecerte otros títulos. Ya puedes imaginarte que nosotros no nos casamos. El himeneo es un sacramento, Thérèse, y puesto que sentimos igual desprecio por todos, jamás nos acercamos a ninguno. Sin embargo, razona un poco: en la inevitable necesidad en que te hallas de perder lo que tanto quieres, ¿no es mejor sacrificarlo a un solo hombre, que se convertirá a partir de entonces en tu apoyo y tu protector, que prostituirse a todos?
—Pero ¿cómo es posible —contesté— que no haya otra solución?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Porque estás en nuestras manos, Thérèse, y la razón del más fuerte siempre es la mejor, como dijo hace tiempo La Fontaine. A decir verdad —prosiguió rápidamente—, ¿no es una ridícula extravagancia conceder, como tú haces, tanto valor a la más banal de las cosas? ¿Cómo puede ser una muchacha tan necia como para creer que la virtud depende de una mayor o menor amplitud en una de las partes de su cuerpo? ¿Eh? ¿Qué puede importar a los hombres o a Dios que esta parte esté intacta o ajada? Y te digo más: si la intención de la naturaleza es que cada individuo cumpla aquí abajo las funciones para las que ha sido formado, y la única razón de existir de las mujeres es servir de goce a los hombres, resistir de ese modo a la función que te ha encomendado es insultarla abiertamente. Es querer ser una criatura inútil para el mundo y, por consiguiente, despreciable. Esta quimérica castidad, que desde tu infancia han cometido la absurdidad de presentártela como una virtud y que, muy lejos de ser útil a la naturaleza y a la sociedad, ultrajaba visiblemente a ambas, no es más que una testarudez reprensible de la que una persona tan inteligente como tú no debiera sentirse culpable. Pero no importa y sigue escuchándome, querida muchacha, porque voy a demostrarte el deseo que tengo de complacerte y de respetar tu debilidad. No tocaré, Thérèse, ese fantasma cuya posesión tanto te deleita. Una muchacha tiene más de un favor que conceder, y Venus puede ser celebrada en ella en más de un templo. Me contentaré con el más mediocre. Ya sabes, querida, que al lado de los altares de Cipris, hay un antro oscuro donde acuden a aislarse los Amores para seducirnos con mayor energía; ese será el altar donde quemaré el incienso. Allí no hay el menor inconveniente. Si los embarazos te asustan, Thérèse, de esa manera no pueden producirse: tu bonito talle no se deformará jamás. Y las primicias que te resultan tan dulces se conservarán sin quebranto, y sea cual sea el uso que de ellas quieras hacer, podrás ofrecerlas puras. Nada puede traicionar a una muchacha desde ese punto de vista, por rudos y múltiples que sean los ataques. Así que la abeja ha libado el jugo, el cáliz de la rosa se cierra, y nadie es capaz de imaginar que alguna vez haya podido entreabrirse. Hay muchachas que han disfrutado diez años de esta manera, e incluso con varios hombres, y no por ello han dejado de casarse después y pasado por intactas. ¡Cuántos padres, cuántos hermanos, han abusado así de sus hijas o de sus hermanas, sin que ellas se hayan vuelto menos dignas de sacrificar después su himeneo! ¡A cuántos confesores también no ha servido esta misma ruta para solazarse, sin que los padres tuvieran la menor idea! En una palabra, es el asilo del misterio, donde se encadena a los Amores con los vínculos de la prudencia... ¿Tengo que decirte más, Thérèse? Aunque este templo sea el más secreto, también es el más voluptuoso. Ahí sólo se encuentra lo necesario para la felicidad, y la vasta comodidad de su vecino está muy lejos de valer los excitantes atractivos de un local que se alcanza con esfuerzo, y en el que te alojas con trabajo. Hasta las mujeres ganan con ello, y aquellas a las que la razón obliga a conocer este tipo de placeres, jamás lamentarán los otros. Pruébalo, Thérèse, pruébalo, y los dos estaremos contentos.
—¡Oh, señor! —contesté—, no tengo ninguna experiencia sobre ese terreno, pero he oído decir que el extravío que preconizáis, señor, ultraja a las mujeres de una manera aún más sensible... ofende más gravemente la naturaleza. La mano del cielo se venga en este mundo, y Sodoma puede servir de ejemplo.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¡Qué inocencia, querida, qué chiquillada! —prosiguió el libertino—. ¿Quién te ha enseñado estas cosas? Préstame un poco más de atención, Thérèse, y te haré cambiar de idea. La pérdida de la semilla destinada a propagar la especie humana, hija mía, es el único crimen posible. En este caso, si esta semilla ha sido metida en nuestro cuerpo con el único fin de la propagación, acepto que desviarla sea una ofensa. Pero si queda demostrado que al colocar esta semilla en nuestros riñones, la naturaleza está muy lejos de haber tenido el objetivo de emplearla por entero en la propagación, ¿qué más da, en este caso, Thérèse, que se pierda en un lugar o en otro? El hombre que entonces la desvía no ocasiona mayor daño que la naturaleza, que tampoco la emplea. Ahora bien, estas pérdidas de la naturaleza que a nosotros sólo nos corresponde imitar, ¿acaso no se producen en muchísimos casos? En principio, la posibilidad de hacerlas es una primera prueba de que no la ofenden en absoluto. Estaría en contra de todas las leyes de la equidad y de la profunda sabiduría, que le reconocemos en todo, que permitiera lo que la ofende. En segundo lugar, estas pérdidas son ejecutadas cien y hasta cien millones de veces todos los días por ella misma. Las poluciones nocturnas, la inutilidad de la semilla en la época de los embarazos de la mujer, ¿no son pérdidas autorizadas por sus leyes? Las cuales nos demuestran que, indiferente al destino de este licor al que cometemos la estupidez de conceder tanta importancia, nos permite malgastarlo con la misma despreocupación con que ella la practica todos los días; que tolera la propagación, pero siempre que la propagación entre en sus cálculos; que sí quiere que nos multipliquemos, pero que, no ganando más en este acto que en su contrario, la elección que nosotros hagamos le es indiferente; que, dejándonos dueños de crear, de no crear o de destruir, no la contentaremos ni la ofenderemos en mayor medida adoptando, ante una u otra opción, la que más nos convenga; y que la que elijamos, al no ser más que el resultado de su poder y de su acción sobre nosotros, es mucho más probable que le guste que susceptible de ofenderle. Ah, puedes creer, Thérèse, que la naturaleza se inquieta muy poco ante esos misterios a los que nosotros cometemos la extravagancia de consagrarles un culto. Sea cual sea el templo en el que se sacrifica, si permite que el incienso arda en él, es que el homenaje no la ofende. El mal uso o las pérdidas de la semilla que sirve para la reproducción, la extinción de esta semilla cuando ha germinado, el aniquilamiento de este germen incluso mucho tiempo después de su formación, todo eso, Thérèse, son crímenes imaginarios que no interesan para nada a la naturaleza, y de los que se ríe como de todas nuestras instituciones que, con frecuencia, la ultrajan en lugar de servirla.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente —dijo «Corazón-de-Hierro»—, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
«Corazón-de-Hierro» se excitaba al exponer sus pérfidas máximas, y no tardé en verle en el estado que tanto me había asustado la víspera. Quiso, para dar más peso a la lección, juntar inmediatamente la práctica al precepto; y sus manos, pese a mis resistencias, se perdían hacia el altar por donde el traidor quería penetrar... ¿Tendré que confesároslo, señora? Pues bien, obcecada por las seducciones de aquel malvado; contenta, al ceder un poco, de salvar lo que parecía más esencial; sin pensar ni en las inconsecuencias de sus sofismas, ni en lo que yo misma iba a arriesgar, ya que aquel deshonesto hombre, poseedor de unas medidas gigantescas, ni siquiera tenía la posibilidad de visitar una mujer en el lugar más permitido, y llevado por su maldad natural, no tenía seguramente otro objetivo que el de lisiarme; con los ojos fascinados por todo eso, digo, estaba a punto de abandonarme y, por virtud, convertirme en criminal; mis resistencias se debilitaban; ya dueño del trono, el insolente vencedor sólo se ocupaba de instalarse en él, cuando en el camino real se oyó el rumor de un carruaje. «Corazón-de-Hierro» abandona al instante sus placeres por sus deberes, reúne a sus gentes y vuela hacia nuevos crímenes. Poco después oímos unos gritos, y los malvados, ensangrentados, regresan triunfantes y cargados de trofeos.
Huyamos rápidamente —dijo «Corazón-de-Hierro»—, hemos matado a tres hombres, los cadáveres están en el camino y ya no hay seguridad para nosotros.
Rosko- Moderador Musical
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Reparten el botín. «Corazón-de-Hierro» quiere que yo tenga mi parte. Ascendía a veinte luises, y me fuerzan a tomarlos. Yo me estremezco ante la obligación de conservar ese dinero; sin embargo, nos acucian, todos se preparan y partimos.
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
—¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña!
—Calma, amigos míos —contestó la Dubois—. No era por la cantidad por lo que yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra seguridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además —prosiguió esta horrible criatura— que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros. Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin ningún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente indiferente, debemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna proporción razonable entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad sólo está en las sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta sueldos nos habrían procurado una satisfacción que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del crimen, lo que les impide ir a lo grande. Pero todo individuo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le duelen físicamente en absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga, está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?
Al día siguiente nos encontrábamos a resguardo en el bosque de Chantilly. Durante la cena, contaron lo que les había valido su última operación, y evaluando sólo en doscientos luises la totalidad de la presa, uno de ellos dijo:
—¡A decir verdad, no valía la pena cometer tres asesinatos por una suma tan pequeña!
—Calma, amigos míos —contestó la Dubois—. No era por la cantidad por lo que yo misma os he exhortado a no perdonar a esos viajeros, sino sólo por nuestra seguridad. Son las leyes las culpables de estos crímenes, no nosotros: mientras ajusticien tanto a los ladrones como a los asesinos, jamás se cometerán robos sin asesinatos. Como los dos delitos se castigan en igual medida, ¿por qué negarse al segundo si puede encubrir el primero? ¿De dónde sacáis además —prosiguió esta horrible criatura— que doscientos luises no valgan tres asesinatos? Siempre hay que calcular las cosas por la relación que guardan con nuestros intereses. La pérdida de la vida de cada uno de los seres sacrificados tiene un valor nulo en relación con nosotros. Probablemente no daríamos ni un óbolo para que esos individuos siguieran vivos o en la tumba; por consiguiente, si el interés más mínimo se nos ofrece con uno de los casos, debemos sin ningún remordimiento decidirlo preferentemente a nuestro favor; pues, ante una cosa totalmente indiferente, debemos, si somos prudentes y podemos permitírnoslo, inclinarla claramente del lado que nos resulte ventajoso, pasando por alto todo lo que en ella pueda perder el adversario, porque no hay ninguna proporción razonable entre lo que nos afecta y lo que afecta a los demás. Lo primero lo sentimos físicamente, lo segundo sólo moralmente, y las sensaciones morales son engañosas mientras que la verdad sólo está en las sensaciones físicas. Así, no sólo doscientos luises compensan los tres asesinatos, sino que treinta sueldos también los habrían compensado, pues los treinta sueldos nos habrían procurado una satisfacción que, aunque pequeña, debe de todos modos afectarnos mucho más vivamente de lo que puedan hacerlo los tres asesinatos, que para nosotros no son nada, y de cuya lesión sólo nos llega un rasguño. La debilidad de nuestras voces, la ausencia de reflexión, los malditos prejuicios en los que se nos ha educado, los vanos terrores de la religión o de las leyes, eso es lo que frena a los necios en la carrera del crimen, lo que les impide ir a lo grande. Pero todo individuo dotado de fuerza y de vigor, provisto de un espíritu enérgicamente organizado, que se prefiere, como es debido, a los demás, sabrá sopesar sus intereses en la balanza de los propios, burlarse de Dios y de los hombres, desafiar la muerte y despreciar las leyes; y totalmente convencido de que sólo a él debe referirlo todo, sentirá que el número más amplio imaginable de lesiones ajenas, que no le duelen físicamente en absoluto, no puede ser comparado con el más leve de los goces comprados con este conjunto increíble de fechorías. El placer le halaga, está en su interior: el efecto del crimen no le afecta, está fuera de él. Ahora bien, yo os pregunto ¿qué hombre razonable no preferirá lo que lo deleita a lo que le es extraño, y no accederá a cometer esta cosa extraña que no le produce ninguna molestia, para granjearse aquella que lo conmueve agradablemente?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¡Oh, señora! —dije a la Dubois, pidiéndole permiso para responder a sus execrables sofismas—, ¿no os dais cuenta de que vuestra condena está escrita en lo que se os acaba de escapar? Sólo a un ser tan poderoso como para no tener que temer nada de los demás podrían convenir semejantes principios, pero nosotros, señores, perpetuamente en el temor y la humillación, nosotros, proscritos de todas las gentes honradas, condenados por todas las leyes, ¿debemos admitir estos sistemas que sólo pueden afilar contra nosotros la espada que cuelga sobre nuestras cabezas? Si no nos encontráramos en esta triste posición, si estuviéramos en el centro de la sociedad... si nos halláramos, en fin, donde deberíamos hallarnos, sin nuestra mala conducta y sin nuestras desdichas, ¿no creéis que tales máximas podrían resultarnos más convenientes? ¿Cómo queréis que no perezca aquel que, por un ciego egoísmo, pretende luchar a solas contra los intereses de los demás? ¿Acaso la sociedad no está autorizada a no soportar jamás en su seno al que se manifiesta en contra de ella? Y el individuo que se aísla, ¿puede luchar contra todos?, ¿puede vanagloriarse de vivir feliz y tranquilo si, por no aceptar el pacto social, no consiente en ceder una pequeña —parte de su felicidad para garantizar la restante? La sociedad sólo se sostiene mediante intercambios perpetuos de favores, que son los vínculos que la cimentan; aquel que, en lugar de esos favores, sólo ofrezca crímenes, deberá ser temido a partir de entonces, y será necesariamente atacado, si es el más fuerte, y sacrificado por el primero al que ofenda, si es el más débil; pero destruido en cualquier caso por la poderosa razón que obliga al hombre a asegurar su reposo y a dañar a los que quieren turbarlo. Esta es la razón que hace casi imposible la duración de las asociaciones criminales: al oponer únicamente unas puntas aceradas a los intereses de los demás, todos deben reunirse sin demora para mellar su aguijón. Incluso entre nosotros, señora, me atrevo a añadir, ¿cómo os vanagloriaréis de mantener la concordia cuando aconsejáis a cada uno que atienda únicamente sus propios intereses? ¿Podréis a partir de entonces objetar algo justo a aquel de nosotros que quiera apuñalar a los demás, y que lo haga, para hacerse sólo él con la parte de sus compañeros? ¡Ay! ¡Qué mejor elogio de la virtud que la prueba de su necesidad, incluso en una sociedad criminal... que la certidumbre de que esa sociedad no se sostendría ni un momento sin la virtud!
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Eso que argumentas, Thérèse, sí que son sofismas terció «Corazón-de-Hierro»—, y no lo que había dicho la Dubois. No es en absoluto la virtud lo que sostiene nuestras asociaciones criminales: es el interés, el egoísmo. Así que es totalmente falso ese elogio de la virtud que has deducido de una hipótesis quimérica. En absoluto es por virtud por lo que, creyéndome, como supongo, el más fuerte de la banda, no apuñalo a mis camaradas para arrebatarles su parte; es, más bien, porque, encontrándome solo, me privaría de los medios que espero de su ayuda para asegurarme la fortuna. Este motivo es, igualmente, el único que retiene su brazo en contra de mí. Ahora bien, como ves, Thérèse, este motivo sólo es egoísta y no tiene la mas ligera apariencia de virtud. Dices que quien quiere luchar a solas contra los intereses de la sociedad tiene que dar por supuesto que perecerá. ¿No perecerá con mucha mayor seguridad si sólo tiene para existir su miseria y el abandono de los demás? Lo que llamamos interés de la sociedad no es otra cosa que la suma de los intereses particulares reunidos, pero sólo cediendo este interés particular se puede coincidir y colaborar con los intereses generales. Ahora bien, ¿qué quieres que ceda el que no tiene nada? Si lo hace, no me negaras que su error ha sido mucho mayor al dar infinitamente más de lo que recibe, y en tal caso la desigualdad de la transacción debe impedir que la cumpla. Atrapado en esta situación, lo mejor que puede hacer ese hombre ¿no es alejarse de esta sociedad injusta para conceder los derechos a una sociedad diferente que, situada en la misma posición que él, tenga interés en combatir, con la reunión de sus pequeños poderes, el poder más amplio que quería obligar al desdichado a ceder lo poco que tenía para no recibir nada de los demás? Pero de ahí nacerá, me dirás, un estado de guerra perpetuo. ¡De acuerdo! ¿Acaso no es el de la naturaleza? ¿El único que nos conviene realmente? Todos los hombres nacieron aislados, envidiosos, crueles y déspotas, deseosos de tenerlo todo y no ceder nada, y luchando incesantemente por mantener tanto su ambición como sus derechos. Llegó el legislador y dijo: «Dejad de enfrentaros así; al ceder un poco de uno y otro lado, renacerá la tranquilidad». Yo no censuro en absoluto la existencia de este pacto, pero sostengo que hay dos tipos de individuos que jamás debieron someterse a él: aquellos que, sintiéndose más fuertes, no tenían necesidad de ceder nada para ser felices, y aquellos que, siendo los más débiles, tenían que ceder infinitamente más de lo que se les otorgaba. Y el caso es que la sociedad sólo está compuesta de seres débiles y de seres fuertes. Ahora bien, si el pacto tuvo que disgustar a los fuertes y a los débiles, estaba claro que no convenía a la sociedad, y el estado de guerra, que existía antes, debía resultar infinitamente preferible, ya que dejaba a cada cual el libre ejercicio de sus fuerzas y de su ingenio, de los que se veían privados por el pacto injusto de una sociedad, que siempre quitaba demasiado a uno y jamás concedía suficiente a otro. Así que el ser realmente sensato es aquel que, con el riesgo de reanudar el estado de guerra que reinaba antes del pacto, se revuelve irrevocablemente contra él, lo viola cuanto puede, convencido de que lo que obtendrá de estas lesiones siempre será superior a lo que podrá perder, si es el más débil, pues también lo era respetando el pacto: puede convertirse en el más fuerte violándolo y, si las leyes lo devuelven a la clase de la que ha querido escapar, el mal menor es perder la vida, que representa una desdicha infinitamente menor que la de vivir en el oprobio y la miseria. Esas son, pues, las dos alternativas para nosotros: o el crimen que nos hace felices, o el cadalso que nos impide ser desgraciados. Pregunto si cabe titubear, hermosa Thérèse. ¿Descubrirá tu inteligencia un razonamiento capaz de rebatir éste?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¡Oh, señor! —contesté con la vehemencia que da tener la razón—, hay mil, pero, por otra parte, ¿debe ser esta vida el único objetivo del hombre? ¿Es algo más que un pasaje del que cada uno de los peldaños que recorre debe, si es razonable, conducirle a la felicidad eterna, premio garantizado de la virtud? Supongo con vos (lo que, sin embargo, es raro y choca con todas las luces de la razón, pero no importa), os concedo por un instante que el crimen pueda hacer feliz en este mundo al malvado que se abandona a él: ¿imagináis que la justicia de Dios no espera a este hombre deshonesto en el otro mundo para vengar lo que ha hecho en éste?... Ay, no creáis lo contrario, señor, no lo creáis —añadí sollozando—, es el único consuelo del infortunado, no se lo arrebatéis; cuando los hombres nos abandonan, ¿quién nos vengará si no es Dios?
—¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es mas que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.
—¿Quién? Nadie, Thérèse, nadie en absoluto. No es de ningún modo necesario que el infortunio sea vengado. Tú te ufanas de ello porque lo deseas, esta idea te consuela, pero no por ello es menos falsa. Más aún, es esencial que el infortunado sufra; su humillación y sus dolores figuran entre las leyes de la naturaleza, y su existencia es útil al plan general, tanto como la de la prosperidad de quien lo aplasta. Esta es la verdad, que debe sofocar el remordimiento tanto en el alma del tirano como en la del malhechor. Que no se coarte, que se entregue ciegamente a cuantas maldades se le ocurran: la voz de la naturaleza sólo le sugiere esta idea, el único modo posible con que ella nos convierte en agentes de sus leyes. Cuando sus inspiraciones secretas nos predisponen al mal, es porque el mal le es necesario, lo quiere, lo exige, porque no siendo la suma de crímenes completa ni suficiente para las leyes del equilibrio, las únicas que la gobiernan, exige un mayor número de éstos para el complemento de la balanza. Por consiguiente, que no se asuste ni se detenga aquel cuya alma se sienta inclinada al mal; que lo cometa sin temor, en el momento en que ha sentido su impulso: sólo resistiéndosele ofendería a la naturaleza. Pero abandonemos por un instante la moral, ya que prefieres la teología. Debes saber pues, joven inocente, que la religión en la que te amparas, no siendo más que la relación del hombre con Dios, culto que la criatura creyó deber rendir a su creador, quedó aniquilada en cuanto la propia existencia de tal creador fue demostrada como quimérica. Los primeros hombres, asustados por unos fenómenos que los impresionaron, tuvieron que creer necesariamente que un ser sublime y desconocido por ellos había dirigido su marcha y su influencia. Es propio de la debilidad suponer o temer la fuerza. La mente del hombre, todavía demasiado infantil para buscar y para encontrar en el seno de la naturaleza las leyes del movimiento, único resorte de todo el mecanismo que le asombraba, creyó más simple suponer un motor a esta naturaleza que verla motora de sí misma, y sin pensar que le costaría un esfuerzo mucho mayor edificar y definir este amo gigantesco que buscar en el estudio de la naturaleza la causa de lo que le sorprendía, admitió el ser soberano y le dedicó sus cultos. A partir de ese momento, cada nación los compuso análogos a sus costumbres, a sus conocimientos y a su clima. No tardaron en haber en la Tierra tantas religiones como pueblos, tantos dioses como familias. Sin embargo, debajo de todos esos ídolos era fácil reconocer al fantasma absurdo, fruto primero de la ceguera humana. Lo vestían de diferente manera, pero siempre era lo mismo. Ahora bien, dime, Thérèse: porque unos imbéciles construyan disparates sobre la erección de una indigna quimera y sobre la manera de servirla, ¿hay que deducir que el hombre sensato deba renunciar a la dicha segura y presente de su vida? ¿Debe, como el perro de Esopo, abandonar el hueso a cambio de su sombra, y renunciar a sus placeres reales a cambio de unas ilusiones? No, Thérèse, no, Dios no existe: la naturaleza se basta a sí misma. No tiene ninguna necesidad de autor. Este supuesto autor no es más que una descomposición de sus propias fuerzas, más que lo que en la escuela llamamos una petición de principios. Un Dios supone una creación, o sea un instante en el que no hubo nada, o bien un instante en el que todo estuvo en el caos. Si uno u otro de esos estados era un mal, ¿por qué tu Dios lo dejaba subsistir? Si era un bien, ¿por qué lo cambia? Ahora bien, si es inútil, ¿puede ser poderoso? Y si no es poderoso, ¿puede ser Dios? Si la naturaleza se mueve a sí misma, ¿de qué sirve el motor? Y si el motor actúa sobre la materia moviéndola, ¿cómo no es materia él mismo? ¿Puedes concebir el efecto del espíritu sobre la materia, y la materia recibiendo el movimiento de un espíritu que carece en sí mismo de movimiento? Examina por un instante, con frialdad, todas las cualidades ridículas y contradictorias con que los fabricantes de esta execrable quimera se han visto obligados a revestirla, y comprobaras que se destruyen y anulan mutuamente; admitirás que este fantasma deificado, nacido del temor de unos y de la ignorancia de todos, no es mas que una simpleza escandalosa, que no merece de nosotros ni un instante de fe ni un minuto de examen; una miserable extravagancia que repugna a la mente, que escandaliza el corazón, y que sólo emergió de las tinieblas para volver a hundirse en ellas para siempre jamás.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
»Así pues, no te inquietes, Thérèse, con la esperanza o el temor de un mundo futuro, fruto de estas primeras mentiras, y deja sobre todo de considerarlos como frenos para nosotros. Débiles porciones de una materia vil y bruta, cuando muramos, es decir, en la reunión de los elementos que nos componen con los elementos de la masa general, aniquilados para siempre cualquiera que haya sido nuestro comportamiento, pasaremos durante un instante por el crisol de la naturaleza para resurgir bajo otras formas, y eso sin que haya más prerrogativas para el que ha incensado de manera insensata la virtud como para el que se ha entregado a los más vergonzosos excesos, porque no hay nada que ofenda a la naturaleza, y todos los hombres igualmente salidos de su seno, que han actuado durante su vida a partir de sus impulsos, encontrarán después de su existencia el mismo final y la misma suerte.
Me disponía a seguir contestando a estas espantosas blasfemias cuando el rumor de un jinete se hizo oír cerca de nosotros. «¡A las armas!», exclamó «Corazón-de-Hierro», más deseoso de poner en práctica sus sistemas que de consolidar sus fundamentos. Vuelan... y al cabo de un instante traen a un infortunado viajero al bosquecillo donde se hallaba nuestro campamento.
Interrogado acerca del motivo que le llevaba a viajar solo y tan de madrugada por un camino aislado, y acerca de su edad y profesión, el caballero respondió que se llamaba Saint-Florent, uno de los primeros negociantes de Lyon, que tenía treinta y seis años, y regresaba de Flandes por unos asuntos relacionados con su comercio; llevaba poco dinero encima pero sí muchos pagarés. Añadió que su lacayo le había abandonado la víspera, y que, para evitar el calor, viajaba de noche con la intención de llegar aquel mismo día a París, donde tomaría un nuevo criado y concluiría una parte de sus negocios; si, además, seguía un camino solitario, continuó, era porque, según creía, se había dormido sobre su caballo y se había extraviado. Y dicho eso, pide la vida, ofreciendo a cambio todo lo que poseía. Examinaron su cartera y contaron su dinero: la presa no podía ser mejor. Saint-Florent llevaba cerca de medio millón pagable a su presentación en la capital, unas cuantas joyas y alrededor de cien luises.
—Amigo —le dijo «Corazón-de-Hierro», acercándole la punta de la pistola a las narices—, comprenderéis que después de un robo semejante no podemos dejaros en vida.
—¡Oh, señor! —exclamé arrojándome a los pies de aquel malvado—, os lo imploro, no me hagáis presenciar, el día de mi incorporación a la banda, el horrible espectáculo de la muerte de este desdichado. Dejadle con vida, no me neguéis el primer favor que os pido.
Y, recurriendo inmediatamente a una astucia bastante singular, a fin de legitimar el interés que parecía sentir por aquel hombre, añadí calurosamente:
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—El apellido que acaba de pronunciar el caballero me lleva a creer que es un deudo bastante próximo. No os asombréis, señor —añadí dirigiéndome al viajero—, de encontrar una pariente en esta situación. Ya os lo explicaré más adelante. Por esta razón —seguí implorando de nuevo a nuestro jefe—, por esta razón, señor, concededme la vida de este miserable. Agradeceré este favor con la entrega más absoluta a todo lo que pueda servir vuestros intereses.
—Ya sabes con qué condiciones puedo concederte el favor que me pides, Thérèse —me contestó «Corazón-de-Hierro»—, ya sabes lo que exijo de ti...
—Bien, señor, lo haré todo —exclamé interponiéndome entre aquel desdichado y nuestro jefe, siempre dispuesto a degollarlo...—. Sí, lo haré todo, señor, lo haré todo, salvadle.
—Dejadlo con vida —dijo «Corazón-de Hierro»—, pero que se enrole con nosotros. Esta última cláusula es indispensable. No puedo hacer nada sin ella, mis camaradas se opondrían.
El sorprendido comerciante no entendía nada del parentesco que yo establecía, pero, al ver salvada la vida si aceptaba sus proposiciones, creyó que no debía titubear ni un instante. Le dejaron descansar y, como nuestra gente sólo quería abandonar aquel lugar de día, «Corazón-de-Hierro» me dijo:
—Thérèse, recojo tu promesa, pero como esta noche estoy agotado descansa tranquila al lado de la Dubois. Te llamaré cuando se haga de día, y si titubeas, la vida de este bellaco me vengará de tu artimaña.
—Dormid, señor, dormid —contesté—, y creed que ésta, a la que habéis colmado de agradecimiento, no tiene más deseo que el de cumplir.
Nada más lejos de mis intenciones, pero si alguna vez creí permitido el fingimiento era exactamente en esta ocasión. Nuestros bribones, llenos de una confianza excesiva, siguen bebiendo y se duermen, dejándome en plena libertad al lado de la Dubois que, borracha como los demás, no tardó en cerrar igualmente los ojos. Aprovechando entonces con vivacidad el primer momento del sueño de los malvados que nos rodeaban, le dije al joven lionés:
—Señor, la más horrible de las catástrofes me ha arrojado a pesar mío entre estos ladrones. Los detesto tanto como al instante fatal que me trajo a su banda. La verdad es que no tengo el honor de ser pariente vuestra. He utilizado esta treta para salvaros y escapar con vos, si os parece bien, de estos miserables. El momento es propicio —proseguí—, huyamos. Veo vuestra cartera, recojámosla; renunciemos al dinero en metálico, está en sus bolsillos y no conseguiríamos recuperarlo sin peligro. Vayámonos, señor, vayámonos. Ya veis lo que hago por vos, me entrego a vuestras manos, tened piedad de mi suerte. No seáis, sobre todo, más cruel que esta gente. Dignaos a respetar mi honor, os lo confío, pues es mi único tesoro. Dejádmelo, ellos no me lo han arrebatado.
Me costaría trabajo describir el supuesto agradecimiento de Saint—Florent. No sabía qué términos emplear para demostrármelo, pero no teníamos tiempo de hablar: se trataba de huir. Me apodero diestramente de la cartera, se la doy y, franqueando rápidamente el bosquecillo y abandonando el caballo, por miedo a que el ruido que habría hecho despertara a nuestras gentes, nos dirigimos, con diligencia, al sendero que debía sacarnos del bosque. Tuvimos la suerte de salir de él cuando amanecía, y sin que nadie nos siguiera. Llegamos antes de las diez de la mañana a Luzarches, y allí, al abrigo de cualquier temor, sólo pensamos en descansar.
Hay momentos en la vida en que te consideras muy rico sin tener, no obstante, nada de qué vivir: era el caso de Saint-Florent. Llevaba quinientos mil francos en su cartera, y ni un escudo en su faltriquera. Esta reflexión le detuvo antes de entrar en la posada...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Tranquilícese, señor —le dije al ver su apuro—, los ladrones que abandono no me han dejado sin dinero. Ahí tenéis veinte luises, tomadlos, por favor, utilizadlos y dad el resto a los pobres. Por nada en el mundo querría yo conservar un oro adquirido mediante asesinatos. Saint—Florent, que fingía delicadeza, pero que estaba muy lejos de tener la que yo le suponía, no quiso en absoluto tomar lo que le ofrecí. Me preguntó qué proyectos tenía, me dijo que se obligaba a cumplirlos, y que no deseaba otra cosa que quedar en paz conmigo.
—Os debo la fortuna y la vida, Thérèse —añadió besándome las manos—. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente qué podía hacer por mí.
—Señor —le dije—, si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.
—Es lo mejor que podríais hacer —contestó Saint-Florent—, y nadie más capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad.
—Bien, si sólo es eso —dijo el joven—, podré seros útil antes de llegar a Lyon. No temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. —Hace buen tiempo —me dijo Saint-Florent—. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint—Florent todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a Saint—Florent si realmente hay que seguir esos caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.
—Ya hemos llegado, puta —me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
—Os debo la fortuna y la vida, Thérèse —añadió besándome las manos—. ¿Qué mejor puedo hacer que ofreceros la una y la otra? Aceptadlas, os lo ruego, y permitid que el Dios del himeneo estreche los nudos de la amistad.
No sé bien si por presentimiento o simple frialdad, yo estaba tan lejos de creer que lo que había hecho por aquel joven pudiera provocar tales sentimientos por su parte, que le dejé leer en mi semblante el rechazo que no me atrevía a expresar. Lo entendió, no insistió más, y se limitó a preguntarme únicamente qué podía hacer por mí.
—Señor —le dije—, si realmente mi actuación no carece de méritos a vuestros ojos, os pido por toda recompensa que me llevéis con vos a Lyon, y que allí me coloquéis en alguna casa honesta, donde mi pudor ya no tenga que sufrir.
—Es lo mejor que podríais hacer —contestó Saint-Florent—, y nadie más capacitado que yo para prestaros ese servicio: tengo veinte parientes en esa ciudad.
Y el joven comerciante me rogó entonces que le contara las razones que me llevaban a alejarme de París, donde le había dicho que había nacido. Lo hice con tanta confianza como ingenuidad.
—Bien, si sólo es eso —dijo el joven—, podré seros útil antes de llegar a Lyon. No temáis nada, Thérèse, vuestro caso estará olvidado. Ya nadie os buscará, y menos que en ningún lugar, seguramente, en el asilo donde voy a colocaros. Tengo una pariente cerca de Bondy, vive en una campiña encantadora de los alrededores. Estoy seguro de que sentirá un gran placer de teneros a su lado; mañana os la presento.
Llena de agradecimiento a mi vez, acepto un proyecto que tanto me conviene. Descansamos el resto del día en Luzarches, y al día siguiente nos proponemos llegar a Bondy, que sólo está a seis leguas de allí. —Hace buen tiempo —me dijo Saint-Florent—. Si os parece, Thérèse, nos dirigiremos a pie al castillo de mi pariente. Le contaremos nuestra aventura, y creo que esta manera imprevista de llegar despertará su interés hacia vos.
Muy alejada de sospechar las intenciones de aquel monstruo y de imaginar que me ofrecía aún menos seguridad que la infame compañía que abandonaba, lo acepto todo sin temor, sin ninguna repugnancia. Almorzamos y comemos juntos. No se opone en absoluto a que para la noche tome una habitación separada de la suya, y después de haber dejado pasar el mayor calor, segura por lo que dice de que bastan cuatro o cinco horas para llegar a casa de su pariente, abandonamos Luzarches y nos dirigimos a pie a Bondy.
Alrededor de las cinco de la tarde entramos en el bosque. Saint—Florent todavía no se había descubierto ni por un instante: siempre la misma honestidad, siempre el mismo deseo de demostrarme su agradecimiento. De haber estado con mi padre, no me habría creído más segura. Las sombras de la noche comenzaban a esparcir por el bosque aquella especie de horror religioso que hace nacer simultáneamente el temor en las almas tímidas y el proyecto del crimen en los corazones feroces. Sólo caminábamos por senderos, y yo delante. Me vuelvo para preguntar a Saint—Florent si realmente hay que seguir esos caminos apartados, si por casualidad no se ha extraviado, si cree, en fin, que falta mucho para llegar.
—Ya hemos llegado, puta —me contestó aquel malvado, arrojándome al suelo de un bastonazo en la cabeza que me priva del conocimiento...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
¡Oh, señora!, yo no sé lo que dijo ni lo que hizo aquel hombre; pero el estado en que me encontré me obligó a saber hasta qué punto había sido su víctima. Cuando recuperé el sentido era totalmente de noche; estaba al pie de un árbol, al margen de todos los caminos, magullada, ensangrentada... deshonrada, señora. Esta era la recompensa por cuanto acababa de hacer por aquel desalmado; y, llevando la infamia al máximo, el malvado, después de haber hecho conmigo todo lo que había querido, después de haber abusado de todas las maneras, hasta de aquella que más ultraja la naturaleza, se había llevado mi bolsa... aquel mismo dinero que yo le había ofrecido tan generosamente. Había desgarrado mis ropas, la mayoría estaban hechas jirones a mi lado, iba casi desnuda, y con varias partes de mi cuerpo amoratadas. Podéis imaginaros mi situación: rodeada de tinieblas, sin recursos, sin honor, sin esperanza, expuesta a todos los peligros. Quise terminar con mis días: si me hubieran ofrecido un arma, la habría empuñado y abreviado esta desdichada vida, que sólo me ofrecía calamidades.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis ojos, anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aquella imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
—Ser santo y majestuoso —exclamé entre lágrimas—, tú que te dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el abismo de los dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para pasar la noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los infortunados; la imaginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de un reposo engañoso.
«¡Qué monstruo! ¿Qué le habré hecho yo», me decía, «para merecer por su parte un trato tan cruel? Le salvo la vida, le devuelvo su fortuna, ¡me arrebata lo que más quiero! ¡Hasta un animal salvaje hubiera sido menos cruel! ¡Oh hombre, así eres cuando sólo atiendes a tus pasiones! Los tigres en el fondo de los desiertos más salvajes se horrorizarían de tus fechorías.»
Unos minutos de abatimiento siguieron a mis primeros impulsos de dolor; mis ojos, anegados en lágrimas, se elevaron maquinalmente al cielo; mi corazón se lanzó a los pies del Maestro que lo habita... Aquella bóveda pura y brillante... el silencio imponente de la noche... el terror que helaba mis sentidos... aquella imagen de la naturaleza en paz, comparada con la alteración de mi alma extraviada, todo esparce en mí un tenebroso horror del que no tarda en nacer la necesidad de rezar. Me precipito a las rodillas de ese Dios poderoso, negado por los impíos, esperanza del pobre y del afligido.
—Ser santo y majestuoso —exclamé entre lágrimas—, tú que te dignas llenar en este momento terrible mi alma de una alegría celestial, que, sin duda, me has impedido atentar contra mis días, oh, mi protector y guía, aspiro a tus bondades, imploro tu clemencia: contempla mi miseria y mis tormentos, mi resignación y mis deseos. ¡Dios omnipotente! Tú sabes que soy inocente y débil, que he sido traicionada y maltratada; he querido hacer el bien a ejemplo tuyo, y tu voluntad me castiga. ¡Que se cumpla, oh, Dios mío! Amo todos sus sagrados efectos, los respeto y ceso de quejarme; pero si aquí en la tierra sólo debo encontrar abrojos, ¿será ofenderte, oh, mi soberano Maestro, suplicar que tu poder me llame hacia ti, para rezarte sin turbación, para adorarte lejos de esos hombres perversos que, ¡ay de mí!, sólo me han hecho conocer males, y cuyas manos sanguinarias y pérfidas hunden a placer mis tristes días en el torrente de las lágrimas y en el abismo de los dolores?
La oración es el más dulce consuelo del desdichado; se siente más fuerte cuando ha cumplido con este deber. Me alzo llena de valor, recojo los harapos que el malvado me ha dejado, y me introduzco en un bosquecillo para pasar la noche con menos riesgo. La seguridad en que me hallaba, la satisfacción que acababa de saborear acercándome a mi Dios, todo ello contribuyó a hacerme reposar unas cuantas horas, y el sol ya estaba alto cuando mis ojos se volvieron a abrir: el instante del despertar es espantoso para los infortunados; la imaginación, refrescada por las dulzuras del sueño, se ocupa con mucha mayor rapidez y más lúgubremente de los males cuyo recuerdo le han hecho perder unos instantes de un reposo engañoso.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
«Bien», me dije entonces examinándome, «¡es cierto, por tanto, que existen criaturas humanas a las que la naturaleza rebaja a la misma condición que las bestias feroces! Oculta en mi reducto, huyendo como ellas de los hombres, ¿qué diferencia existe ahora entre ellas y yo? ¿Vale la pena nacer para una suerte tan lastimera?...» Y mis lágrimas corrieron en abundancia mientras formulaba estas tristes reflexiones; acababa de terminarlas cuando oigo un ruido a mi alrededor; poco a poco, distingo a dos hombres. Presto atención:
—Ven, querido amigo —dice uno de ellos—. Aquí estaremos a las mil maravillas. La cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! —dijo Thérèse interrumpiéndose—, ¡cómo es posible que la suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales, aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su misma edad, parecía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado. Con las manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañero de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entusiasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más imponente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, masturbaciones, refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas, pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo. ¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente escena, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me traiciona... Lo ve...
—Jasmín —dice a su criado—, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.
—Ven, querido amigo —dice uno de ellos—. Aquí estaremos a las mil maravillas. La cruel y fatal presencia de una tía que aborrezco no me impedirá saborear un momento contigo esos placeres que me resultan tan dulces.
Se acercan, se colocan tan enfrente de mí que ninguna de sus frases, ninguno de sus movimientos, puede escapárseme, y veo... ¡Santo cielo, señora! —dijo Thérèse interrumpiéndose—, ¡cómo es posible que la suerte me haya colocado siempre en situaciones tan críticas, que resulte tan difícil a la virtud escuchar su relato como al pudor hacerlo! Aquel crimen horrible que ultraja tanto la naturaleza como las convenciones sociales, aquella fechoría, en una palabra, sobre la cual la mano de Dios ha caído tantas veces, legitimada por «Corazón-de-Hierro», propuesta por él a la desdichada Thérèse, consumada sobre ella involuntariamente por el verdugo que acaba de inmolarla, aquella execración repugnante en fin, ¡la vi practicar bajo mis ojos con todas las desviaciones impuras, todos los episodios espantosos, que puede introducir en ella la depravación más exquisita! Uno de los hombres, el que se ofrecía, tenía veinticuatro años de edad, suficientemente bien vestido como para hacer pensar en la elevación de su rango, y el otro, más o menos de su misma edad, parecía uno de sus criados. El acto fue escandaloso y prolongado. Con las manos apoyadas en la cresta de un pequeño montículo frente al bosquecillo donde yo me hallaba, el joven amo exponía desnudo a su compañero de libertinaje el impío altar del sacrificio, y éste, lleno de ardor ante el espectáculo, acariciaba a su ídolo, a punto de inmolarlo con un puñal mucho más espantoso y mucho más gigantesco que aquel con el que yo había sido amenazada por el jefe de los bandidos de Bondy; pero el joven amo, en absoluto temeroso, parece desafiar impunemente la espada que se le presenta; la provoca, la excita, la cubre de besos, se apodera de ella, se la introduce él mismo, se deleita absorbiéndola. Entusiasmado por sus criminales caricias, el infame se debate bajo ella y parece lamentar que no sea aún más imponente; desafía sus golpes, los previene, los rechaza... Dos tiernos y legítimos esposos se acariciarían con menos ardor... Sus bocas se juntan, sus suspiros se confunden, sus lenguas se entrelazan, y los veo a los dos, ebrios de lujuria, encontrar en el centro de las delicias el complemento de sus pérfidos horrores. El homenaje se renueva, y, para encender de nuevo el incienso, todo es válido para el que lo exige; besos, manoseos, masturbaciones, refinamientos del más insigne libertinaje, todo se utiliza para devolver las fuerzas que se apagan, y con ello consigue reanimarlas por cinco veces consecutivas, pero sin que ninguno de los dos cambiara de papel. El joven amo fue siempre mujer, y aunque se pudiera descubrir en él la posibilidad de ser hombre a su vez, ni siquiera tuvo la apariencia de concebir por un instante tal deseo. Si bien visitó el otro altar semejante a aquel donde se sacrificaba en él, fue en favor del otro ídolo, y jamás ningún ataque tuvo el aire de amenazarlo. ¡Qué largo se me hizo el tiempo! No me atrevía a moverme, por miedo a que me descubrieran. Finalmente, los criminales actores de esta indecente escena, ahítos sin duda, se levantaron para volver al camino que debía conducirlos a su casa cuando el amo se acerca al bosquecillo que me protege; mi gorro me traiciona... Lo ve...
—Jasmín —dice a su criado—, nos han descubierto... Una joven ha visto nuestros secretos... Acércate, saquemos de ahí a esa buscona, y averigüemos qué hace aquí.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Les ahorré la molestia de sacarme de mi refugio abandonándolo inmediatamente yo misma y, cayendo a sus pies, exclamé, extendiendo los brazos hacia ellos:
—Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los sentimientos con los que quería conmoverla.
—Tórtola del bosque —me dijo el conde con dureza—, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?
—Os he visto charlar sobre la hierba —contesté—, nada más, señor, os lo aseguro.
—Por tu bien, quiero creerlo —dijo el joven conde—. Si imaginara que podías haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo que hay que hacer. Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
—Vamos, Jasmín —dice el señor de Bressac levantándose cuando hube terminado—, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta criatura, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque, riéndose de mis lloros y de mis gritos.
—Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado —dice Bressac, desnudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y aplaudían.
—Oh, señores, dignaos a compadeceros de una desdichada cuya suerte es más lamentable de lo que suponéis. Existen pocos reveses capaces de igualar los míos; que la situación en que me habéis encontrado no os despierte ninguna sospecha sobre mí. Es consecuencia de mi miseria, mucho más que de mis errores. Lejos de aumentar los males que me abruman, dignaos a disminuirlos facilitándome los medios de escapar de las calamidades que me persiguen.
El corazón del conde de Bressac (así se llamaba el joven), en cuyas manos caí, con un gran fondo de maldad y de libertinaje en la mente, no estaba dotado precisamente de una gran dosis de conmiseración. Por desgracia es muy común ver cómo el libertinaje ahoga la piedad en el hombre y habitualmente sólo sirve para endurecerlo: sea porque la mayor parte de sus extravíos necesita la apatía del alma, sea porque la violenta sacudida que esta pasión imprime a la masa de los nervios disminuye la fuerza de su acción, la verdad es que un libertino rara vez es un hombre sensible. Pero a esta dureza, natural en la clase de personas cuyo carácter esbozo, se unía además en el señor de Bressac una repugnancia tan inveterada por nuestro sexo, un odio tan fuerte por todo lo que lo caracterizaba, que era muy difícil que yo consiguiera introducir en su alma los sentimientos con los que quería conmoverla.
—Tórtola del bosque —me dijo el conde con dureza—, si buscas víctimas, has elegido mal: ni mi amigo ni yo sacrificamos jamás en el templo impuro de tu sexo. Si es limosna lo que pides, busca personas que amen las buenas obras, nosotros jamás las hacemos de ese tipo... Pero habla, miserable, ¿has visto lo que ha ocurrido entre el señor y yo?
—Os he visto charlar sobre la hierba —contesté—, nada más, señor, os lo aseguro.
—Por tu bien, quiero creerlo —dijo el joven conde—. Si imaginara que podías haber visto otra cosa, jamás saldrías de este matorral... Jasmín, es pronto, tenemos tiempo de escuchar las aventuras de esta joven, y después veremos lo que hay que hacer. Se sientan, me ordenan que me coloque cerca de ellos, y ahí les relato con ingenuidad todas las desdichas que me abruman desde que estoy en el mundo.
—Vamos, Jasmín —dice el señor de Bressac levantándose cuando hube terminado—, seamos justos por una vez. Si la equitativa Temis ha condenado a esta criatura, no toleremos que los deseos de la diosa se vean tan cruelmente frustrados. Hagamos sufrir a la delincuente la condena de muerte en que había incurrido. Este homicidio, muy lejos de ser un crimen, será una reparación del orden moral. Ya que a veces tenemos la desgracia de alterarlo, restablezcámoslo valerosamente por lo menos cuando se presenta la ocasión...
Y los crueles, arrebatándome de mi sitio, me arrastran hacia el bosque, riéndose de mis lloros y de mis gritos.
—Atémosla por los cuatro miembros a cuatro árboles que formen un extenso cuadrado —dice Bressac, desnudándome.
Luego, con sus corbatas, sus pañuelos y sus ligas, confeccionan unas cuerdas con las que me atan al instante como han previsto, esto es en la más cruel y más dolorosa actitud que quepa imaginar. Imposible explicar lo que sufrí; me parecía que me arrancaban los miembros, y que mi estómago, que estaba en el aire, dirigido por su peso hacia el suelo, tuviera que entreabrirse a cada instante. El sudor caía de mi frente, yo sólo existía por la violencia de mi dolor; si éste hubiera dejado de comprimirme los nervios, me habría invadido una angustia mortal. Los desalmados se divirtieron con esta posición, me contemplaban y aplaudían.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Ya basta —dijo finalmente Bressac—, permito que por una vez le baste con el miedo. Thérèse —prosiguió mientras me desataba y ordenaba que me vistiera—, sé discreta y síguenos: si quieres unirte a mí, no tendrás ocasión de arrepentirte. Mi tía necesita una segunda doncella, voy a creerme tu relato y presentarte a ella. Le responderé de tu conducta, pero si abusas de mis bondades, si traicionas mi confianza, o no te sometes a mis propósitos, mira estos cuatro árboles, Thérèse, fíjate en el terreno que limitan, y que debía servirte de sepulcro. Recuerda que este funesto lugar sólo está a una legua del castillo donde te llevo y que, a la más ligera falta, volverás aquí al instante.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:
—Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho más. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamás habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía aceptar la sujeción. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
—Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin, me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor. Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
Olvido de inmediato mis desgracias, me arrojo a las rodillas del conde, le prometo, entre lágrimas, un buen comportamiento, pero, tan insensible a mi alegría como a mi dolor, Bressac añade:
—Vámonos, tu comportamiento hablará por ti, sólo de él dependerá tu suerte.
Nos vamos. Jasmín y su amo hablan en voz baja, yo los sigo humildemente sin decir palabra. En algo menos de una hora llegamos al castillo de la señora marquesa de Bressac, cuya magnificencia y multitud de lacayos me hacen suponer que cualquier puesto que tenga en esta casa será, sin duda, más ventajoso para mí que el de gobernanta del señor Du Harpin. Me hacen esperar en una antecocina, donde Jasmín me ofrece amablemente cuanto puede reconfortarme. El joven conde entra en los aposentos de su tía, la avisa, y él mismo viene a buscarme media hora después para presentarme a la marquesa.
La señora de Bressac era una mujer de cuarenta y seis años, todavía muy hermosa, y que me pareció honesta y sensible, aunque introdujera una cierta severidad en sus normas y en su conversación. Viuda desde hacía dos años del tío del joven conde, que se había casado con ella sin mayor fortuna que el bello apellido que le daba, de ella dependían todos los bienes que podía esperar el señor de Bressac, pues lo que había recibido de su padre apenas servía para pagar sus placeres. La señora de Bressac le pasaba una pensión considerable, pero aun así insuficiente: nada hay tan caro como las voluptuosidades del conde; es posible que se paguen menos que las otras, pero se multiplican mucho más. En aquella casa había cincuenta mil escudos de renta, y todos debían ser para el señor de Bressac. Jamás habían podido convencerle a hacer algo; todo lo que le apartaba de su libertinaje le resultaba tan insoportable que no podía aceptar la sujeción. La marquesa habitaba aquella propiedad tres meses al año, y pasaba el resto del tiempo en París; y los tres meses que exigía que su sobrino estuviera con ella eran una especie de suplicio para un hombre que aborrecía a su tía y que consideraba como perdidos todos los momentos que pasaba alejado de una ciudad que significaba para él el centro de sus placeres.
El joven conde me ordenó que contara a la marquesa las cosas que yo le había relatado, y una vez hube terminado la señora de Bressac me dijo:
—Tu candor y tu ingenuidad no me permiten dudar de que dices la verdad. No pediré más informaciones sobre ti que la de saber si eres realmente la hija del hombre que me indicas. Si es así, yo he conocido a tu padre, y será para mí una razón de más para interesarme por tu persona. En cuanto al caso de Du Harpin, me encargo de resolverlo en dos visitas a casa del canciller, amigo mío desde hace siglos. Es el hombre más íntegro que existe en el mundo; basta con demostrarle tu inocencia para anular todo lo que se ha hecho en tu contra. Pero piénsatelo bien, Thérèse. Todo lo que te prometo en este momento sólo es a cambio de una conducta intachable; de modo que los efectos del agradecimiento que exijo se volverán siempre en tu favor. Me arrojé a los pies de la marquesa, le aseguré que quedaría satisfecha de mí; me hizo levantar con bondad y me confió inmediatamente el puesto de segunda camarera a su servicio.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Al cabo de tres días, llegaron las informaciones pedidas a París por la señora de Bressac; eran tal como yo podía desear. La marquesa me elogió por no haberla engañado, y todas las sombras de desgracias se desvanecieron finalmente de mi espíritu para ser sustituidas únicamente por la esperanza de los más dulces consuelos que cabía esperar. Sin embargo, no estaba escrito en el cielo que la pobre Thérèse tuviera que ser feliz alguna vez, y si unos pocos momentos de paz nacían fortuitamente para ella era sólo para hacerle más amargos los de horror que debían seguirlos.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas aunque en vano quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de París, se convencieron de que, si bien yo me había aprovechado de este acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos, era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
—No te creas —me decía muy frecuentemente el conde— que por su natural mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a esperar.
Apenas llegamos a París la señora de Bressac se apresuró a intervenir en mi favor. El primer presidente quiso verme y escuchó con interés el relato de mis infortunios; las calumnias de Du Harpin fueron reconocidas aunque en vano quisieron castigarlo: Du Harpin, que había organizado un negocio de billetes falsos con el que arruinaba a tres o cuatro familias, y ganaba él cerca de dos millones, acababa de irse a Inglaterra. Respecto al incendio de las prisiones de París, se convencieron de que, si bien yo me había aprovechado de este acontecimiento, no había participado para nada en él, y mi caso fue sobreseído, sin que los magistrados que se ocupaban de él creyeran tener que emplear más formalidades, según me explicaron. No supe nada más y me contenté con lo que me dijeron: no tardaréis en comprobar hasta qué punto me equivoqué.
Es fácil imaginar cómo semejantes favores me obligaban a la señora de Bressac. Aunque no hubiera tenido conmigo, además, todo tipo de bondades, ¿cómo no iban a unirme semejantes acciones para siempre a una tan preciosa protectora? Muy lejos, sin embargo, de la intención del conde encadenarme tan íntimamente a su tía... Pero ha llegado el momento de describiros a ese monstruo.
El señor de Bressac unía a los encantos de la juventud el más seductor de los rostros; si su talle o sus facciones tenían algunos defectos, era porque se parecían en exceso al desenfado y la blandura propia de las mujeres. Parecía que prestándole los atributos de aquel sexo, la naturaleza le hubiera inspirado también sus gustos... ¡Qué alma, sin embargo, rodeaba estos atractivos femeninos! Aparecían en ella todos los vicios que caracterizan la de los desalmados: jamás nadie llevó tan lejos la maldad, la venganza, la crueldad, el ateísmo, el desenfreno, el menosprecio de todos los deberes, y principalmente de aquellos con los que la naturaleza parece deleitarnos. Además de todas sus culpas, el señor de Bressac contaba fundamentalmente con la de detestar a su tía. La marquesa hacía cuanto podía por encaminar a su sobrino por los senderos de la virtud: puede que utilizara para ello un rigor excesivo. Resultaba de ahí que el conde, más excitado por los efectos mismos de esta severidad, se entregaba a sus gustos aún con mayor ímpetu, y la pobre marquesa sólo obtenía de sus insistencias un odio más encarnizado.
—No te creas —me decía muy frecuentemente el conde— que por su natural mi tía interviene en todo lo que te concierne, Thérèse. Si yo no la acuciara en todo momento, ella apenas se acordaría de las atenciones que te ha prometido. Presume ante ti de todos sus pasos, mientras que en realidad son obra mía. Sí, Thérèse, sí, sólo a mí debes agradecimiento, y el que exijo de ti debe parecerte tanto más desinteresado cuando, por muy bella que seas, sabes muy bien que no son tus favores lo que pretendo. No, Thérèse, los servicios que espero de ti son muy diferentes, y cuando estés totalmente convencida de lo que he hecho para tu tranquilidad, confío en que encontraré en tu alma lo que tengo derecho a esperar.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Estos discursos me parecían tan oscuros que no sabía qué respuesta darles. La daba, sin embargo, por si acaso, y tal vez con excesiva facilidad. ¿Tengo que confesároslo? ¡Ay de mí, sí! Disimularos mis culpas sería engañar vuestra confianza y responder mal al interés que mis desdichas os han inspirado. Sabed pues, señora, la única falta voluntaria que puedo reprocharme... ¿Digo una falta? Una locura, una extravagancia... como no hubo jamás otra, pero por lo menos no es un crimen, es un simple error, que sólo me ha castigado a mí, y del que parece que la mano justiciera del cielo se ha servido para sumirme en el abismo que se abrió poco después bajo mis pasos. Cualesquiera que fueren los indignos comportamientos que el conde de Bressac tuvo conmigo el primer día que lo conocí, me había sido imposible verlo, sin embargo, sin sentirme atraída hacia él por un invencible sentimiento de ternura que nada había podido vencer. Pese a todas las reflexiones sobre su crueldad, sobre su alejamiento de las mujeres, sobre la depravación de sus gustos, sobre las distancias morales que nos separaban, nada del mundo conseguía apagar esta pasión naciente, y si el conde me hubiera pedido mi vida, se la habría sacrificado mil veces. Estaba lejos de sospechar mis sentimientos... Estaba lejos, el ingrato, de descubrir la causa de las lágrimas que derramaba todos los días; pero le resultaba imposible, no obstante, ignorar el deseo que sentía de ir al encuentro de cualquier cosa que pudiera gustarle. Era imposible que no entreviera mis deferencias; demasiado ciegas, sin duda, llegaban al punto de servir a sus errores, en la medida que podía permitírmelo la decencia, y de disimularlos siempre ante su tía. En cierta manera, esta conducta me había granjeado su confianza, y todo lo que venía de él me era tan precioso y estaba tan ciega respecto a lo poco que me ofrecía su corazón que a veces tuve la debilidad de creer que yo no le era indiferente. ¡Pero el exceso de sus desórdenes no tardaba en desengañarme! Eran tales que llegaban a alterar su salud. A veces me tomaba la libertad de comentarle los inconvenientes de su conducta; él me escuchaba sin molestarse y acababa por decirme que nadie se corregía de su vicio predilecto.
—¡Ah, Thérèse! —exclamó un día, entusiasmado—, ¡si conocieras los encantos de esta fantasía, y pudieras entender la dulce ilusión de ser únicamente una mujer! ¡Increíble extravío de la mente! ¡Aborrecer ese sexo y querer imitarlo! ¡Ah, qué dulce es conseguirlo, Thérèse! ¡Qué delicioso ser la puta de todos los que te desean y llevando a ese punto, al último extremo, el delirio y la prostitución, ser sucesivamente en el mismo día la querida de un mozo de cuerda, de un marqués, de un lacayo, de un fraile, ser sucesivamente por ellos amado, acariciado, deseado, amenazado, golpeado, a veces victorioso en sus brazos, y, otras, víctima a sus pies, enterneciéndolos con caricias, reanimándolos con excesos...! ¡Oh, no, no! Tú no entiendes, Thérèse, lo que significa este placer para una cabeza organizada como la mía... Pero, dejando a un lado la moral, ¡si te imaginaras las sensaciones físicas de ese divino gusto! Es imposible resistirlo... Es un cosquilleo tan vivo, unas titilaciones voluptuosas tan excitantes... pierdes la cabeza... te vuelves loco... Mil besos a cual más tierno no exaltan con suficiente ardor la ebriedad en que nos sumerge un compañero... Estrechado por sus brazos, con las bocas pegadas, nos gustaría que toda nuestra existencia pudiera incorporarse a la suya; nos gustaría formar con él un único ser; si nos atrevemos a quejarnos, es de ser olvidados; nos gustaría que, más robusto que Hércules, nos ensanchara, nos penetrara; que esta preciosa simiente, arrojada ardiendo en el fondo de nuestras entrañas, consiguiera, con su calor y su fuerza, hacer brotar la nuestra en sus manos... No te imagines, Thérèse, que estamos hechos como los demás hombres: se trata de una construcción totalmente diferente, y el cielo al crearnos adornó los altares en donde nuestros enamorados sacrifican con la membrana cosquillosa que tapiza en vosotros el templo de Venus. Somos, sin duda, tan mujeres como vosotras lo sois en el santuario de la generación; y no dejamos de sentir ni uno de vuestros placeres, no hay ni uno del que no sepamos disfrutar; pero tenemos, además, los propios, y esta reunión voluptuosa es lo que nos convierte en los hombres de la Tierra más sensibles a la voluptuosidad, los mejor creados para sentirla. Esta hechicera reunión es la que hace imposible la rectificación de nuestros gustos, lo que nos convertiría en unos entusiastas y en unos frenéticos si se cometiera la estupidez de castigarnos... ¡lo que nos hace adorar, hasta la tumba finalmente, al dios encantador que nos encadena!
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Así se expresaba el conde, preconizando sus desmanes. Yo intentaba hablarle del ser al que se lo debía todo, y de los pesares que semejantes extravíos provocaban en su respetable tía, pero sólo descubría en él despecho y malhumor, y sobre todo impaciencia por ver tanto tiempo, en tales manos, unas riquezas que, según decía, debían pertenecerle. Sólo veía en él el odio más inveterado contra una mujer tan honesta, la rebelión más clara contra todos los sentimientos de la naturaleza. ¡,Será cierto, pues, que cuando se ha llegado a transgredir tan formalmente en los propios gustos el sagrado instinto de esta ley, la consecuencia necesaria de este primer crimen en una espantosa inclinación a cometer después todos los demás? A veces me servía de los medios de la religión; casi siempre consolada por ella, intentaba hacer llegar sus dulzuras al alma de aquel perverso, prácticamente segura de atraerle con sus lazos si conseguía hacerle compartir sus atractivos. Pero el conde no me dejó emplear largo tiempo esas armas. Enemigo declarado de nuestros más santos misterios, crítico obstinado de la pureza de nuestros dogmas, antagonista indignado de la existencia de un Ser Supremo, el señor de Bressac, en lugar de dejarse convertir por mí, intentó más bien corromperme.
—Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse —me decía—. Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador, pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste, había trabajado como yo tu mente. Nada más justo que los principios de ese hombre, y el envilecimiento en que se comete la tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar bien.
»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este designio, se atrevió a decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria, creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos misterios que hacen estremecer la razón, unos dogmas que insultan la naturaleza, y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia. Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro desprecio y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cristianismo en la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más el corazón y el entendimiento? »¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en que para unas pretensiones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de mancharla? ¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;
—Todas las religiones parten de un principio falso, Thérèse —me decía—. Todas suponen como necesario el culto de un Ser creador, pero este creador no existió jamás. Recuerda en eso los sensatos preceptos de aquel «Corazón-de-Hierro» que, según me contaste, había trabajado como yo tu mente. Nada más justo que los principios de ese hombre, y el envilecimiento en que se comete la tontería de mantenerle no le quita el derecho de razonar bien.
»Si todo lo que produce la naturaleza es el resultado de las leyes que la dominan; si su acción y su reacción perpetuas suponen el movimiento necesario para su existencia, ¿en qué queda el soberano dueño que le atribuyen gratuitamente los necios? Eso es lo que te decía tu sabio maestro, querida muchacha. Así pues, ¿qué son las religiones, a partir de ahí, sino el freno con que la tiranía del más fuerte quiso someter al más débil? Imbuido de este designio, se atrevió a decir al que pretendía dominar que un Dios forjaba los grilletes con que la crueldad lo rodeaba; y éste, embrutecido por su miseria, creyó indistintamente todo lo que el otro quiso. ¿Pueden las religiones, nacidas de estas artimañas, merecer algún respeto? ¿Existe una sola, Thérèse, que no lleve el emblema de la impostura y de la estupidez? ¿Qué veo en todas? Unos misterios que hacen estremecer la razón, unos dogmas que insultan la naturaleza, y unas ceremonias grotescas que sólo inspiran mofa y repugnancia. Pero si, entre todas ellas, hay una que merezca más especialmente nuestro desprecio y nuestro odio, Thérèse, ¿no es esta ley bárbara del cristianismo en la que los dos hemos nacido? ¿Existe otra más odiosa?... ¿Alguna que asquee más el corazón y el entendimiento? »¿Cómo unos hombres razonables pueden seguir creyendo en las palabras oscuras, en los supuestos milagros del vil inventor de este culto espantoso? ¿Existió alguna vez un farsante que mereciera más indignación pública? ¡Quién es ese judío leproso que, nacido de una puta y de un soldado, en el más miserable rincón del universo, se atreve a presentarse como la voz de aquel que, según se dice, ha creado el mundo! Estarás de acuerdo conmigo, Thérése, en que para unas pretensiones tan elevadas hacía falta, por lo menos, algunos títulos. ¿Cuáles son los de tu ridículo embajador? ¿Qué hará para demostrar su misión? ¿La tierra cambiará de aspecto; las plagas que la afligen desaparecerán; el sol la iluminará noche y día? ¿Los vicios dejarán de mancharla? ¿Veremos reinar finalmente la felicidad?... Nada de eso, el enviado de Dios se anuncia al universo con juegos de manos, brincos y calambures;
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
el Ministro del cielo se presenta a manifestar su grandeza en la respetable compañía de braceros, de artesanos y de rameras; emborrachándose con unos y acostándose con las otras el amigo de un Dios, Dios también él, decide someter a sus leyes al pecador empedernido; inventando para sus farsas todo lo que puede satisfacer su lujuria o su glotonería así es como el bribón demuestra su misión. En cualquier caso, tiene suerte; se unen al farsante unos cuantos satélites mediocres; se forma una secta; los dogmas de esta canalla consiguen seducir a unos cuantos judíos: esclavos del poder romano, debían abrazar con júbilo una religión que, liberándolos de sus grilletes, sólo los doblegaba al freno religioso. Adivinan sus motivos, desvelan su indocilidad; detienen a los sediciosos; perece su jefe, pero de una muerte excesivamente suave, sin duda, para su tipo de crimen, y por una imperdonable falta de reflexión dejan dispersar a los discípulos de ese patán, en lugar de degollarlos con él. El fanatismo se apodera de las mentes, las mujeres gritan, los locos se agitan, los imbéciles creen, y ya tenemos al más despreciable de los seres, al más torpe de los bribones, al más grosero impostor que jamás haya existido, convertido en Dios, en hijo de Dios, igual a su padre. ¡Todas sus fantasías consagradas, todas sus palabras convertidas en dogmas, y sus simplezas en misterios! ¡El seno de su fabuloso Padre se abre para recibirle, y el Creador, antes único, se convierte en triple para complacer a ese hijo digno de su grandeza! ¿Pero se conformará ese santo Dios con tanto? No, nada de eso, su celeste poder se prestará a favores mucho mayores. Por la voluntad de un sacerdote, o sea, de un truhán cubierto de mentiras y de crímenes, ese gran Dios creador de todo lo que vemos se humillará hasta el punto de descender diez o doce millones de veces cada mañana a un pedazo de harina amasada que, debiendo ser engullido por los fieles, se transmutará inmediatamente en el fondo de sus entrañas en sus más viles excrementos, y eso para la satisfacción de su tierno hijo, odioso inventor de tan monstruosa impiedad, en una cena tabernaria. Pero como lo dijo, así tiene que cumplirse. Dijo: «Este pan que veis será mi carne y como tal la comeréis. Ahora bien, como yo soy Dios, os comeréis a Dios, con lo cual el Creador del cielo y de la Tierra se convertirá, porque yo lo he dicho, en la materia más vil que pueda desprenderse del cuerpo del hombre, y el hombre se comerá a Dios, porque Dios es bueno y es omnipotente». Aunque parezca imposible, estas estupideces se propagan; se atribuye su extensión a su verdad, a su grandeza, a su sublimidad, al poder de quien las introduce, mientras que las causas más simples redoblan su fuerza, y el crédito adquirido por el error sólo encontró a truhanes por una parte y a imbéciles por otra. Esta infame religión llega finalmente al trono, y un emperador débil, cruel, ignorante y fanático revistiéndola con el estandarte real, mancha con ella los dos extremos de la Tierra. Sin embargo, Thérèse, ¿qué peso pueden tener estas razones para una mente analítica y filosófica? ¿Puede ver el sabio otra cosa en este revoltijo de fábulas espantosas que el fruto de la impostura de unos cuantos hombres y la falsa credulidad de muchos más? Si Dios hubiera querido que tuviéramos alguna religión, y fuera realmente poderoso, o, en otras palabras, si fuera realmente un Dios, ¿nos hubiera participado sus órdenes a través de medios tan absurdos?, ¿nos hubiera mostrado cómo había que servirle a través de la voz de un despreciable bandido? Si es supremo, si es poderoso, si es justo, si es bueno, ¿querrá ese Dios del que me hablas enseñarme a servirle y conocerle a través de enigmas y de farsas? Motor soberano de los astros y del corazón de los hombres, ¿no puede instruirnos sirviéndose de los primeros o convencernos grabándose en el segundo? Que acuñe un día en trazos de fuego, en el centro del Sol, la ley que puede complacerle y desee imponernos; al leerla y contemplarla a un tiempo, todos los hombres de un extremo al otro del universo, serán culpables si entonces no la siguen. Pero indicar únicamente sus deseos en un rincón ignorado de Asia; elegir como seguidor al pueblo más trapacero y más visionario; por sustituto, al más vil artesano, al más absurdo y pillo; embrollar hasta tal punto la doctrina que se hace imposible comprenderla; insuflar su conocimiento a un pequeño número de individuos; mantener a los restantes en el error, y castigarlos por haber permanecido en él... ¡No, Thérèse, no, no! Tantas atrocidades no pueden guiarnos; preferiría mil veces morir antes que creerlas. Cuando el ateísmo necesite mártires, que los designe y mi sangre estará dispuesta. Detestemos esos horrores, Thérèse; que los improperios más duros cimenten el desprecio que merecen...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Apenas comenzaba yo a abrir los ojos y ya detestaba estas groseras fantasías; juré entonces que las pisotearía y me prometí no volver jamás a ellas. Imítame, si quieres ser feliz; detesta, abjura y profana al igual que yo tanto el objeto odioso de este culto horrible como el propio culto, creado para una quimera, hecho, como ellas, para ser envilecido por todo lo que pretende alcanzar la sabiduría.
—¡Oh, señor! —contesté llorando—, privaríais a una desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más dulce alimento de mi corazón?
Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba confiarme sus penas.
No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante sus propios ojos.
Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y me ruega que le deje charlar conmigo.
¡Ay de mí! Todos los instantes que me concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un sillón a mí lado me dijo con un cierto embarazo:
—Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada.
—¡Oh, señor! —contesté—, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra confianza?
—Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había equivocado al concedértela...
—La peor de todas mis penas sería haberla perdido, no necesito mayores amenazas...
—Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu mano para ello.
—¡Mi mano! —exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero, señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me proponéis.
—¡Oh, señor! —contesté llorando—, privaríais a una desdichada de su más dulce esperanza si marchitarais en su corazón esta religión que la consuela. Firmemente encariñada con lo que enseña y absolutamente convencida de que los ataques que recibe sólo son consecuencia del libertinaje y de las pasiones, ¿podría sacrificar a unas blasfemias y a unos sofismas que me horrorizan, la más querida idea de mi espíritu, el más dulce alimento de mi corazón?
Añadí mil razonamientos a éstos, que sólo provocaban la hilaridad del conde; de este modo sus capciosos principios alimentado por una elocuencia más viril, apoyados en lecturas que afortunadamente yo jamás había hecho, atacaban cada día todos los míos, pero sin quebrantarlos. La señora de Bressac, llena de virtud y de piedad, no ignoraba que su sobrino defendía sus extravíos con todas las paradojas de moda. A menudo se quejaba de ello conmigo, y, como se dignaba juzgarme algo más sensata que sus restantes doncellas, le gustaba confiarme sus penas.
No había, sin embargo, límites a las malas acciones de su sobrino. El conde había llegado al punto de no ocultar nada. No sólo había rodeado a su tía de toda la peligrosa chusma que utilizaba para sus placeres, sino que había llevado su osadía hasta el punto de decirle delante de mí que, si seguía contrariando sus gustos, la convencería de los encantos que contenían entregándose a ellos ante sus propios ojos.
Esta conducta me horrorizaba y afligía. Intentaba encontrar en ella motivos para sofocar en mi alma la desdichada pasión que la hacía arder, pero ¿es el amor un mal del que pueda sanarse? Todo lo que intentaba oponerle sólo servía para atizar más vivamente su llama, y el pérfido conde jamás me parecía tan amable como cuando reunía ante mí todo lo que debía empujarme a odiarle.
Ya llevaba cuatro años en aquella casa, siempre perseguida por los mismos pesares y siempre consolada por las mismas dulzuras, cuando aquel hombre abominable, creyéndose al fin seguro de mí, osó desvelarme sus infames intenciones. Vivíamos entonces en el campo, y yo estaba a solas con la condesa: su primera doncella había pedido permiso para seguir en París durante el verano, por unos asuntos de su marido. Una noche, poco después de que me retirara, mientras me refrescaba en un balcón de mi habitación sin decidirme, a causa del extremo calor, a acostarme, de repente el conde llama a la puerta y me ruega que le deje charlar conmigo.
¡Ay de mí! Todos los instantes que me concedía el cruel autor de mis males me parecían demasiado preciosos para que me atreviera a rechazar uno solo; entra, cierra con cuidado la puerta, y sentándose en un sillón a mí lado me dijo con un cierto embarazo:
—Atiéndeme, Thérèse... tengo que contarte unas cosas de la mayor importancia. Júrame que jamás revelarás nada.
—¡Oh, señor! —contesté—, ¿podéis creerme capaz de abusar de vuestra confianza?
—Tú no sabes el peligro que correría si acabaras por demostrarme que me había equivocado al concedértela...
—La peor de todas mis penas sería haberla perdido, no necesito mayores amenazas...
—Pues bien, Thérèse, he condenado mi tía a muerte... y pienso utilizar tu mano para ello.
—¡Mi mano! —exclamé retrocediendo horrorizada...¡Pero, señor!, ¿cómo habéis podido concebir semejante proyecto?... No, no, disponed de mi vida si la queréis, pero no imaginéis jamás que obtendréis de mí el horror que me proponéis.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Atiende, Thérèse —me dijo el conde, tranquilizándome—, estaba seguro de tu reticencia, pero como eres inteligente estoy convencido de poder vencerla, de demostrarte que este crimen, que te parece tan enorme, sólo es en el fondo una cosa muy sencilla.
»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras y, sean cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido de la sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo, la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a sus ojos, jamás admitiré que el cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alterar en nada sus designios. Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica. Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra, pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante. ¿Qué digo? Sin que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que al descomponer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás ninguna alteración. Ay, Thérèse, sólo el orgullo del hombre convirtió el homicidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso principio para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su vanidad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de deshacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien, si estas impresiones nos vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son los medios que utiliza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en los crédulos agentes de sus caprichos.
»Dos desmanes se ofrecen aquí, Thérèse, a tus ojos poco filosóficos: la destrucción de una criatura que se nos asemeja, y el mal que aumenta esta destrucción, cuando esta criatura está próxima a nosotros. Respecto al crimen de la destrucción de un semejante, tenlo por seguro, querida muchacha, es puramente quimérico. El poder de destruir no se le ha concedido al hombre; posee, como máximo, el de variar las formas, pero no el de aniquilarlas. Ahora bien, cualquier forma es equivalente a los ojos de la naturaleza; nada se pierde en el crisol inmenso donde se ejecutan esas variaciones. Todas las porciones de materia que caen de él resurgen incesantemente bajo otras figuras y, sean cuales fueren nuestros procedimientos sobre eso, ninguno la ultraja sin duda, ninguno es capaz de ofenderla. Nuestras destrucciones reavivan su poder; mantienen su energía, pero ninguna la atenúa, no es contrariada por ninguna. ¿Qué importa a su mano siempre creadora que esta masa de carne que compone hoy un individuo bípedo se reproduzca mañana bajo la forma de mil insectos diferentes? ¿Nos atreveremos a afirmar que la construcción de un animal con dos pies le cuesta más que la de un gusanillo, y que siente por aquél un mayor interés? Si, por consiguiente, el grado de adhesión, o más bien de indiferencia, es el mismo, ¿qué puede importarle que la espada de un hombre convierta a otro hombre en mosca o en hierba? Cuando me hayan convencido de la sublimidad de nuestra especie, cuando me hayan demostrado que es tan importante para la naturaleza que, necesariamente, sus leyes se irritan ante esta transmutación, podré creer entonces que el homicidio es un crimen; pero cuando el estudio más profundo me ha demostrado que todo lo que vegeta en este globo, la más imperfecta de las obras de la naturaleza, tiene un precio equivalente a sus ojos, jamás admitiré que el cambio de uno de esos seres en mil otros pueda alterar en nada sus designios. Entonces me digo: todos los hombres, todos los animales, todas las plantas crecen, se alimentan, se destruyen, se reproducen por los mismos medios, y no reciben jamás una muerte real sino una simple variación en lo que las modifica. Todos, digo, los que aparecen hoy bajo una forma y unos años después bajo otra, pueden, al capricho del ser que quiere moverlos, cambiar mil y mil veces en un día, sin que una sola ley de la naturaleza se vea afectada un solo instante. ¿Qué digo? Sin que este transmutador haya hecho otra cosa que un bien, ya que al descomponer unos individuos cuyas bases vuelven a ser necesarias para la naturaleza, no hace más que devolverle mediante esta acción, impropiamente calificada de criminal, la energía creadora de la que le priva necesariamente aquel que, por una estúpida indiferencia, no se atreve a emprender jamás ninguna alteración. Ay, Thérèse, sólo el orgullo del hombre convirtió el homicidio en crimen. Esta vana criatura, imaginándose la más sublime del globo, creyéndose la más esencial, partió de este falso principio para asegurar que la acción que la destruyera sólo podía ser infame; pero su vanidad y su demencia no cambia en nada las leyes de la naturaleza. No existe ningún ser que no sienta en el fondo de su corazón el deseo más vehemente de deshacerse que aquellos que lo estorban, o de cuya muerte puede sacar algún provecho; y del deseo al hecho, ¿supones tú, Thérèse, que la diferencia es muy grande? Ahora bien, si estas impresiones nos vienen de la naturaleza, ¿es presumible que la irriten? ¿Podría inspirarnos algo que la degradara? ¡Ah!, tranquilízate, querida niña, nosotros no sentimos nada que no le sirva; todos los impulsos que despierta en nosotros son las voces de sus leyes; las pasiones del hombre son los medios que utiliza para alcanzar sus designios. ¿Necesita individuos? Nos inspira el amor, y por tanto la procreación. ¿Precisa destrucciones? Coloca en nuestros corazones la venganza, la avaricia, la lujuria, la ambición, y de ahí los homicidios. Pero siempre ha trabajado en su favor, y nos hemos convertido, sin darnos cuenta, en los crédulos agentes de sus caprichos.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
»¡Ah, no, no, Thérèse, no! La naturaleza no abandona en nuestras manos la posibilidad de unos crímenes que turbarían su economía. ¿Es sensato que el más débil pueda realmente ofender al más fuerte? ¿Qué somos respecto a ella? ¿Es posible que, al crearnos, haya depositado en nosotros algo capaz de perjudicarla? ¿Esta imbécil suposición puede avenirse con la manera sublime y segura con que la vemos alcanzar sus fines? Si el homicidio no fuera, ay, una de las acciones del hombre que mejor satisface sus intenciones, ¿permitiría que se realizara? ¿Imitarla puede perjudicarla? ¿Puede ofenderse por ver que el hombre hace a su semejante lo que ella misma le hace todos los días? Ya que está demostrado que sólo puede reproducirse mediante destrucciones, ¿no es actuar de acuerdo con sus miras multiplicarlas incesantemente? En ese sentido, el hombre que se entregue a ello con el mayor ardor será incontestablemente el que mejor la servirá, ya que será aquel que más cooperará con los designios que ella manifiesta en todos los instantes. La primera y más hermosa cualidad de la naturaleza es el movimiento que la agita incesantemente, pero este movimiento no es más que una serie perpetua de crímenes, sólo mediante crímenes lo conserva. Así pues, el ser que más se le parezca y, por consiguiente, el ser más perfecto, será necesariamente aquel cuya agitación más activa será la causa de muchos crímenes, mientras que, repito, el ser inactivo o indolente, es decir, el ser virtuoso, debe de ser para ella, sin duda, el menos perfecto ya que sólo tiende a la apatía, a la tranquilidad, que volvería a sumir incesantemente todo en el caos, si llegara a predominar. Es preciso que el equilibrio se mantenga; sólo los crímenes pueden conseguirlo. Por consiguiente, los crímenes sirven a la naturaleza. Si la sirven, si los exige, si los desea, ¿pueden ofenderla? ¿Y quién puede sentirse ofendido, si ella no lo está?
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones políticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
—¡Oh, señor! —contesté completamente horrorizada al conde de Bressac—, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón, y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la naturaleza que ultrajáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es condenable? Sé que ahora os ciegan las pasiones, pero tan pronto como se acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la desesperación os haría perecer! Cada día, a cada instante, veríais ante vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dulces nombres que alegraban vuestra infancia; se os aparecería en vuestras vigilias y os atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las heridas con que la habríais desgarrado; ni un instante dichoso, a partir de entonces, luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados, todas vuestras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis, vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordimiento de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero yo no conocía al hombre con el que estaba tratando; no sabía hasta qué punto las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fríamente.
»En este caso la criatura que destruyo es mi tía... Pero, oh, Thérèse, ¡cuán frívolos son esos vínculos a los ojos de un filósofo! Permíteme que ni te hable de ellos, de lo fútiles que son. Estas despreciables cadenas, fruto de nuestras leyes y de nuestras instituciones políticas, ¿pueden significar algo a los ojos de la naturaleza?
»Así que deja ahí tus prejuicios, Thérèse, y sírveme: habrás hecho tu fortuna.
—¡Oh, señor! —contesté completamente horrorizada al conde de Bressac—, esta indiferencia que suponéis a la naturaleza sólo obedece a los sofismas de vuestra mente. Dignaos más bien a atender a vuestro corazón, y oiréis como condenará todos los falsos razonamientos del libertinaje. Este corazón, a cuyo tribunal os remito, ¿no es, pues, el santuario donde la naturaleza que ultrajáis quiere que se la escuche y se la respete? Si imprime en él el más fuerte horror por el crimen que preparáis, ¿no admitiréis que es condenable? Sé que ahora os ciegan las pasiones, pero tan pronto como se acallen, ¿hasta qué punto os desgarrarán los remordimientos? Cuanto mayor sea vuestra sensibilidad, más os atormentará su aguijón... ¡Oh, señor! Conservad y respetad los días de nuestra preciosa y tierna amiga; no la sacrifiquéis, ¡la desesperación os haría perecer! Cada día, a cada instante, veríais ante vuestros ojos a la tía querida que vuestro ciego furor habría sepultado en la tumba; oiríais cómo su voz quejumbrosa sigue pronunciando los dulces nombres que alegraban vuestra infancia; se os aparecería en vuestras vigilias y os atormentaría en vuestros sueños; abriría con sus dedos ensangrentados las heridas con que la habríais desgarrado; ni un instante dichoso, a partir de entonces, luciría para vos en la Tierra; todos vuestros placeres quedarían manchados, todas vuestras ideas se turbarían; una mano celeste, cuyo poder desconocéis, vengaría los días que habríais destruido, envenenando todos los vuestros; y sin haber disfrutado de vuestras fechorías, pereceríais del mortal remordimiento de haberos atrevido a realizarlas.
Yo lloraba mientras pronunciaba estas palabras, arrodillada a los pies del conde. Le conjuraba, por todo lo que para él podía haber de más sagrado, a olvidar ese extravío infame que juraba ocultar toda mi vida... Pero yo no conocía al hombre con el que estaba tratando; no sabía hasta qué punto las pasiones reforzaban el crimen en su alma perversa. El conde se levantó fríamente.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Veo perfectamente que me he equivocado, Thérése —me dijo—. Quizá me siento más molesto por ti que por mí. Da igual, ya encontraré otros medios y tú habrás perdido mucho sin que tu ama haya ganado nada.
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo me habría colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!... ¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus bárbaros proyectos, habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
—Tú eres la primera mujer que abrazo —me dijo el conde—, y, a decir verdad, con toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora cabeza haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas las consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía llevarme a disfrutarlas, y nos separamos. Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un minuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura en la que me había metido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me congratulo de que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
—¡Oh, mi querida Thérèse! —me dijo acudiendo aquella misma noche a mi habitación—. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
—¿Cómo, señor? —contesté—. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais precipitar?
—¿Esperar? —replicó bruscamente el conde—, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las garantiza...
Esta amenaza cambió todas mis ideas: al no aceptar el crimen que me proponía, yo arriesgaba mucho por mi cuenta mientras mi señora perecía infaliblemente; consintiendo la complicidad, me ponía a cubierto de las iras del conde, y salvaba probablemente a su tía. Esta reflexión, obra de un instante, me decidió a aceptarlo todo. Pero como un cambio tan repentino habría podido parecer sospechoso, tardé un tiempo en mostrar mi derrota: obligué al conde a repetir más de una vez sus sofismas, y adopté poco a poco la actitud de no saber ya qué responderles. Bressac me creyó vencida, legitimé mi debilidad con la fuerza de su arte y al final me rendí. El conde se arroja a mis brazos. ¡Cómo me habría colmado de satisfacción este gesto si hubiera tenido otra causa!... ¿Qué digo? Ya era demasiado tarde: su horrible comportamiento, sus bárbaros proyectos, habían aniquilado todos los sentimientos que mi débil corazón osaba concebir, y sólo veía en él a un monstruo...
—Tú eres la primera mujer que abrazo —me dijo el conde—, y, a decir verdad, con toda mi alma... Eres deliciosa, hija mía. ¡Al fin un rayo de sabiduría ha penetrado en tu mente! ¡Cómo es posible que esta encantadora cabeza haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas!
Y después nos pusimos de acuerdo respecto a los hechos. En más o menos dos o tres días, de acuerdo con las facilidades que yo encontrara, debía disolver una bolsita de veneno, que me entregó Bressac, en la taza de chocolate que la señora tenía por costumbre tomar cada mañana. El conde me cubría de todas las consecuencias, y me entregaba un contrato de dos mil escudos de renta el mismo día de la ejecución. Me firmó estas promesas sin especificar lo que debía llevarme a disfrutarlas, y nos separamos. Ocurrió mientras tanto algo harto singular, muy apropiado para desvelaros el alma atroz del monstruo con el que yo trataba, para que yo interrumpa un minuto, contándooslo, el relato que sin duda esperáis del desenlace de la aventura en la que me había metido.
Dos días después de nuestro pacto criminal, el conde supo que un tío, sobre cuya sucesión no contaba en absoluto, acababa de dejarle ochenta mil libras de renta... ¡Oh, cielos!, me dije al enterarme de la noticia, ¡así es como la justicia celestial castiga la conspiración de fechorías! Y arrepintiéndome inmediatamente de esta blasfemia hacia la Providencia, me arrodillo, pido perdón, y me congratulo de que este inesperado acontecimiento pueda cambiar por lo menos los proyectos del conde... ¡Cuál era mi error!
—¡Oh, mi querida Thérèse! —me dijo acudiendo aquella misma noche a mi habitación—. ¡Cómo llueven sobre mí las prosperidades! Ya te lo he dicho más de una vez: la idea de un crimen, o su ejecución, es el medio más seguro de atraer la felicidad. Así les ocurre, por lo menos, a los malvados.
—¿Cómo, señor? —contesté—. Esta fortuna con la que no contabais ¿no os decide a esperar pacientemente la muerte que queríais precipitar?
—¿Esperar? —replicó bruscamente el conde—, no esperaría ni dos minutos, Thérèse. ¿No te das cuenta de que tengo veintiocho años, y a mi edad es duro esperar?... No, que esto no cambie en nada nuestros proyectos, por favor, y dame el consuelo de verlo todo terminado antes de que volvamos a París... Mañana, pasado mañana a más tardar... Ya estoy impaciente por darte un cuarto de tus rentas... por entregarte el acta que te las garantiza...
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Hice cuanto pude por disimular el terror que me inspiraba aquel ensañamiento, y reanudé mis reflexiones de la víspera, convencidísima de que, si no ejecutaba el crimen horrible que me habían encargado, el conde no tardaría en darse cuenta de que le engañaba, y de que, si advertía a la señora de Bressac, fuera cual fuere la decisión que le hiciera tomar la revelación de ese proyecto, el joven conde, viéndose siempre engañado, adoptaría inmediatamente unos medios más seguros que, haciendo perecer igualmente a la tía, me exponían a toda la venganza del sobrino. Me restaba la vía de la justicia, pero nada en el mundo habría podido resolverme a tomarla. Así que me decidí a avisar a la marquesa; de todas las opciones posibles, es la que me pareció mejor y como tal la adopté.
—Señora —dije al día siguiente de mi última entrevista con el conde—, tengo que revelaros algo de la mayor importancia, pero, por mucho que eso pueda interesaros, estoy decidida al silencio si no me dais, antes, vuestra palabra de honor de no demostrar ningún resentimiento a vuestro señor sobrino por lo que tiene la audacia de proyectar... Actuaréis, señora, y tomaréis las medidas que os parezca, pero no diréis palabra. Dignaos a prometérmelo, o me callo.
La señora de Bressac, que creyó que sólo se trataba de alguna de las extravagancias habituales de su sobrino, se comprometió con el juramento que yo le exigía, y se lo revelé todo. La desdichada mujer se fundió en lágrimas al enterarse de esta infamia.
—¡Monstruo! —exclamó—. ¡,Qué he hecho yo si no procurar siempre su bien? Si he pretendido prevenir sus vicios, o corregirlos, ¿qué otro motivo que su felicidad podía obligarme a esta severidad?... Y esta herencia que acaba de recibir, ¡,acaso no se la debe a mis cuidados? ¡Ah, Thérèse, Thérèse, demuéstrame la realidad de este proyecto!... Haz que no pueda dudar de él. Necesito todo lo que pueda acabar de apagar en mí los sentimientos que mi corazón ciego todavía se atreve a conservar hacia este monstruo...
Y entonces le mostré la bolsa de veneno; era difícil presentarle una demostración mejor. La marquesa quiso hacer pruebas. Hicimos tragar una pequeña dosis a un perro que encerramos, y murió al cabo de dos horas con unas espantosas convulsiones. La señora de Bressac, que ya no podía dudar, se decidió. Me ordenó que le entregara el resto del veneno, y escribió inmediatamente a través de un correo al duque de Sonzeval, pariente suyo, que se presentara en secreto al ministro y que le comunicara la atrocidad de un sobrino del que estaba en vísperas de convertirse en víctima; que se proveyera de una carta de encarcelamiento; y que corriera a sus tierras para liberarla lo antes posible del malvado que conspiraba tan cruelmente contra sus días.
Pero el abominable crimen debía consumarse; fue preciso que, por un inconcebible permiso del cielo, la virtud cediera a los esfuerzos de la maldad. El animal sobre el que habíamos efectuado la prueba nos acusó ante el conde. Lo oyó aullar y, sabiendo que ese perro era querido por su tía, preguntó qué le habían hecho. Aquellos a quienes se dirigió, que lo ignoraban todo, no le contestaron con claridad. A partir de ese momento, concibió sospechas; no dijo nada, pero yo le vi turbado. Comuniqué su estado a la marquesa, ella aún se inquietó más, sin poder pensar, de todos modos, en otra cosa que en adelantar la marcha del correo, y en que ocultara aún mejor, si cabía, el objeto de su misión. Contó a su sobrino que lo enviaba en diligencia a París para rogar al duque de Sonzeval que se ocupara inmediatamente de la sucesión del tío del que acababa de heredar, porque si nadie aparecía eran de temer unos procesos. Añadió que pedía al duque que viniera él mismo a rendir cuentas de todo, para que ella se decidiera a irse en compañía de su sobrino, si el caso lo exigía. El conde, demasiado buen fisonomista para no descubrir el malestar en el rostro de su tía y no observar un poco de confusión en el mío, lo aceptó todo y se puso en guardia. Bajo el pretexto de un paseo, se aleja del castillo y espera al correo en un lugar por el que tenía que pasar inevitablemente. Aquel hombre, mucho más suyo que de su tía, no pone ninguna dificultad en entregarle sus misivas, y Bressac, convencido de lo que llama sin duda mi traición, da cien luises al correo con la orden de no regresar jamás a casa de la tía.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Vuelve al castillo, con la rabia en el corazón; sin embargo, se contiene. Me encuentra, me habla como de costumbre, me pregunta si será para mañana, me hace notar que es esencial que se produzca antes de que llegue el duque, y después se acuesta con un aire tranquilo y sin demostrar nada. Yo no supe nada entonces, me engañó por completo. Si el espantoso crimen se consumó, como el conde me contó después, lo cometió él sin duda, pero ignoro cómo. Formulé muchas conjeturas, ¿de qué serviría comunicároslas? Pasemos más bien a la cruel manera con que fui castigada por no haber querido encargarme de él. Al día siguiente de la detención del correo, la señora tomó su chocolate como de costumbre, se levantó, pasó al tocador, me pareció nerviosa y se sentó a la mesa. Así que desaparece, el conde me aborda y, con la mayor de las flemas, me dice:
—Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
—Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
—¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
—Tenías que negarte —continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con violencia—, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme. Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
—Thérèse, he descubierto un medio más seguro del que te había propuesto para llevar a cabo nuestros proyectos, pero exige detalles y no me atrevo a ir tan a menudo a tu habitación. Dirígete a las cinco en punto al extremo del parque, te recogeré y daremos un paseo por el bosque, durante el cual te lo contaré todo.
Le confieso, señora, que sea permiso de la Providencia, sea exceso de candor o sea ceguera, nada me anunció la espantosa desgracia que me esperaba. Yo me creía tan segura del secreto y de las disposiciones de la marquesa, que jamás imaginé que el conde hubiera podido descubrirlas. Sin embargo, me sentía alterada.
«El perjurio es virtud cuando se promete el crimen», ha dicho uno de nuestros poetas trágicos, pero el perjurio siempre es odioso para el alma delicada y sensible que se ve obligada a recurrir a él. Mi papel me alteraba.
En cualquier caso, acudí a la cita. El conde no tarda en aparecer, llega a mí con un aire despreocupado y jovial, y caminamos por el bosque sin hacer otra cosa que reír y bromear, como solía hacer conmigo. Cuando yo quería llevar la conversación al tema que le había hecho pedir nuestro encuentro, me decía siempre que esperara, que temía que nos estuvieran observando, y que todavía no estábamos en lugar seguro. Sin darme cuenta, llegamos a los cuatro árboles donde había sido tan cruelmente amarrada. Al volver a ver aquel lugar, me estremecí; se ofreció entonces ante mis miradas todo el horror de mi destino, y podéis suponer como aumentó mi espanto cuando vi la preparación de aquel lugar fatal. De uno de los árboles colgaban unas cuerdas; tres monstruosos dogos ingleses estaban atados a los otros tres, y parecían estar esperándome para entregarse a la necesidad de comer que anunciaban sus fauces espumeantes y abiertas. Uno de los favoritos del conde los guardaba.
Entonces, el pérfido, utilizando conmigo los más groseros epítetos, me dijo:
—Bribona, ¿reconoces el matorral del que te saqué como una fiera salvaje para devolverte a la vida que habías merecido perder?... ¿Reconoces los árboles donde amenacé con devolverte si alguna vez me obligabas a arrepentirme de mis bondades? ¿Por qué aceptaste los servicios que te pedía contra mi tía si tenías la intención de traicionarme, y cómo has imaginado servir a la virtud arriesgando la libertad de aquel a quien debías la felicidad? Situada necesariamente entre esos dos crímenes, ¿por qué has elegido el más abominable?
—¡Ay de mí! ¿No he elegido el que lo era menos?
—Tenías que negarte —continuó el furioso conde, cogiéndome por un brazo y zarandeándome con violencia—, sí, sin duda, negarte y no aceptar para traicionarme. Entonces el señor de Bressac me contó todo lo que había hecho para sorprender las misivas de la señora, y cómo había nacido la sospecha que le había llevado a desviarlas.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—¿Qué has conseguido con tu falsedad, criatura indigna? —prosiguió—. Has arriesgado tus días sin conservar los de mi tía. El golpe está dado. Mi regreso al castillo me ofrecerá sus frutos. Pero es preciso que perezcas, es preciso que aprendas, antes de expirar, que el camino de la virtud no siempre es el más seguro, y que existen circunstancias en el mundo en las que la complicidad con un crimen es preferible a su delación.
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
—Ahí tienes —le dijo— a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
—¡Qué hermosas nalgas! —decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con brutalidad—. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo para mis dogos! Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mí alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
—¡Vamos! —le dice a su ayudante—, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
—Ya basta —dijo, al cabo de unos minutos—, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte.
—¡Bien, Thérèse! —me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras—. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¿Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren? Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
—Soy muy bueno al salvarte la vida —dice el traidor, al que mis males irritan—, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
Y sin darme tiempo a contestar, sin demostrar la menor piedad por el cruel estado en que me hallaba, me arrastra hacia el árbol que me estaba destinado y donde aguardaba su favorito.
—Ahí tienes —le dijo— a la que ha querido envenenar a mi tía, y que quizás ya ha cometido el horrible crimen, pese a mis esfuerzos por prevenirla. Sin duda habría hecho mejor en entregarla en manos de la justicia, pero allí habría perdido su vida, y yo quiero dejársela para que sufra más tiempo.
Entonces los dos malvados se apoderan de mí y me desnudan en un instante.
—¡Qué hermosas nalgas! —decía el conde con un tono de la más cruel ironía y manipulándolas con brutalidad—. ¡Qué soberbias carnes!... ¡Un excelente almuerzo para mis dogos! Cuando ya no llevo encima ninguna ropa, me atan al árbol con una cuerda que rodea mi cintura, dejándome los brazos libres para que pueda defenderme lo mejor posible; y por la distancia que dejan a la cuerda puedo avanzar y retroceder unos seis pies. Una vez ahí, el conde, muy excitado, acude a observar mi actitud. Gira a mí alrededor. Por la ruda manera con que me toca, parece que sus manos asesinas quisieran competir con la rabia de los colmillos acerados de sus perros.
—¡Vamos! —le dice a su ayudante—, suelta a los animales, ya es hora.
Les desencadenan, el conde los excita, los tres se arrojan sobre mi desdichado cuerpo. Diríase que se lo reparten para que ninguna de sus partes quede exenta de sus furiosos asaltos. Por mucho que los rechace, me desgarran cada vez con mayor furia, y a lo largo de esta escena horrible, Bressac, el indigno Bressac, como si mis tormentos hubieran encendido su pérfida lujuria... ¡infame!, se ofrecía, examinándome, a las criminales caricias de su favorito.
—Ya basta —dijo, al cabo de unos minutos—, ata a los perros y abandona esta desgraciada a su mala suerte.
—¡Bien, Thérèse! —me dijo en voz baja, rompiendo mis ataduras—. Como ves, a veces la virtud cuesta muy cara. ¿Crees que dos mil escudos de pensión no eran mejor que los mordiscos que ahora te cubren? Pero en el horrible estado en que me encuentro, apenas puedo oírle. Me arrojo a los pies del árbol y estoy a punto de perder el conocimiento.
—Soy muy bueno al salvarte la vida —dice el traidor, al que mis males irritan—, vigila por lo menos el uso que harás de este favor...
Después me ordena que me levante, que recoja mis ropas y que abandone cuanto antes el lugar. Como la sangre mana de todas partes, a fin de que mi vestido, el único que me queda, no se manche, arranco hierba para refrescarme y después secarme, mientras Bressac se pasea de un lado a otro, mucho más ocupado en sus ideas que en mí.
La hinchazón de mis carnes, la sangre que sigue manando, los espantosos dolores que soporto, hacen que me resulte casi imposible la operación de vestirme, sin que en ningún momento el deshonesto hombre que acaba de situarme en tan cruel estado... él, por el que antes yo habría sacrificado mi vida, se dignara concederme la menor señal de conmiseración. Así que estuve preparada, me dijo:
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Ve donde quieras. Debe quedarte dinero, no te lo quito, pero procura no volver a aparecer por ninguna de mis casas, tanto en la ciudad como en el campo. Hay dos poderosas razones en contra. En primer lugar, conviene que sepas que el proceso que creías terminado no lo está. Se te ha dicho que había sido sobreseído, te han engañado. El decreto sigue vigente. Te dejaban en esta situación para ver cómo te portabas. En segundo lugar, aparecerás públicamente como la asesina de la marquesa. Si sigue en vida, haré que se vaya con esta idea a la tumba, y lo sabrá toda la casa. Así que te enfrentas a dos procesos en lugar de uno, y en lugar de un vil usurero tendrás como adversario a un hombre rico y poderoso, decidido a perseguirte hasta el infierno, si abusas de la vida que su piedad te ha concedido.
—Pero, señor —contesté—, cualesquiera que sean vuestros rigores hacia mí, no temáis nada de mis pasos. He creído que debía actuar contra vos cuando se trataba de la vida de vuestra tía, jamás emprenderé nada cuando sólo se trate de la desdichada Thérèse. Adiós, señor, ¡ojalá vuestros crímenes os hagan tan feliz como tormentos me ocasionan vuestras crueldades! Y sea cual sea la suerte que me depare el cielo, en tanto que quiera conservar mis deplorables días sólo los utilizaré en rezar por vos. El conde alzó la cabeza. No le quedaba más remedio que mirarme ante estas palabras, y como me vio vacilante y cubierta de lágrimas, por el temor de con moverse sin duda, el cruel se alejó y ya no volví a verle. Totalmente entregada a mi dolor, me dejé caer al pie del árbol, y allí, dándoles el más libre curso, hice resonar el bosque con mis gemidos. Abracé la tierra con mi desdichado cuerpo, y regué la hierba con mis lágrimas.
—¡Oh, Dios mío! —exclamé—, vos lo habéis querido; estaba escrito en vuestros eternos decretos que el inocente fuera la presa del culpable. Disponed de mí, Señor, todavía estoy muy lejos de los males que habéis sufrido por nosotros. ¡Ojalá los que yo soporto adorándoos me hagan digna un día de las recompensas que prometéis al débil, cuando os tiene por objeto en sus tribulaciones y os glorifica en sus penas!
Caía la noche. Se me hacía imposible proseguir; apenas podía sostenerme. Dirigí la mirada al matorral donde me había acostado cuatro años antes; como pude me arrastré hasta él y, colocándome en el mismo lugar, atormentada por mis heridas todavía sangrantes, abrumada por los males de mi espíritu y por las penas de mi corazón, pasé la noche más cruel que quepa imaginar.
Como el vigor de mi edad y de mi temperamento me habían devuelto un poco de fuerza al apuntar el día, demasiado asustada por la vecindad de aquel cruel castillo, me alejé rápidamente de él. Abandoné el bosque y, decidida a ocupar, al riesgo que fuera, la primera habitación que encontrara, entré en la aldea de Saint-Marcel, a unas cinco leguas de París. Pregunté por la casa del cirujano y me la indicaron. Le rogué que curara mis heridas y le conté que, al escapar por una historia de amor de la casa de mi madre en París, había sido asaltada de noche por unos bandidos en el bosque que, para vengarse de las resistencias que había opuesto a sus deseos, me habían hecho tratar así por sus perros.
Rodin, así se llamaba aquel artista, me examinó con la mayor atención y no descubrió nada peligroso en mis llagas. Me dijo que habría garantizado devolverme en menos de quince días tan fresca como antes de mi aventura si hubiera llegado a su casa en el mismo instante; pero la noche y la angustia habían emponzoñado las heridas y tardaría un mes en restablecerme. Rodin me alojó en su casa, me dio todos los cuidados posibles, y al día treinta ya no quedaba en mi cuerpo ningún vestigio de las crueldades del señor de Bressac.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Tan pronto como el estado en que me hallaba me permitió tomar aire, mi primera preocupación fue intentar encontrar en la aldea una joven suficientemente hábil e inteligente para ir al castillo de la marquesa para informarme de todas las novedades ocurridas desde mi marcha. La curiosidad no era el verdadero motivo que me impulsaba a este paso. Esta curiosidad, probablemente peligrosa, habría estado con toda seguridad muy fuera de lugar; pero todo lo que había ganado con la marquesa seguía en mi habitación, apenas llevaba seis luises encima, y poseía más de cuarenta en el castillo. No me imaginaba que el conde fuera tan cruel como para negarme lo que me pertenecía tan legítimamente. Persuadida de que pasado el primer furor, no querría cometer conmigo semejante injusticia, escribí una carta lo más conmovedora posible. Le oculté cuidadosamente el lugar donde vivía, y le supliqué que me enviara mis ropas junto con el escaso dinero que tenía en mi habitación. Una campesina de veinticinco años, despierta e inteligente, se encargó de mi carta, y me prometió informarse bajo mano para comunicarme a su vuelta los diferentes temas cuyo esclarecimiento le dejé ver que me resultaba necesario. Le recomendé, por encima de todo, que ocultara el nombre del lugar donde me hallaba, que no hablara de mí para nada, y que dijera que había recibido la carta de un hombre que la traía de más allá de quince leguas. Jeannette se fue, y, veinticuatro horas después, me trajo la respuesta. Todavía existe, aquí está, señora, pero permitidme contaros, antes de leérosla, lo que había ocurrido en casa del conde desde mi ausencia.
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
—Aquí tenéis esta carta fatal —dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange—, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
La marquesa de Bressac había caído gravemente enferma el mismo día de mi desaparición del castillo, y murió dos días después en medio de unos dolores y unas convulsiones espantosas. Acudieron los parientes, y el sobrino, que parecía sumido en la mayor desolación, pretendió que su tía había sido envenenada por una camarera que se había evadido aquel mismo día. La estaban buscando, y tenían la intención de dar muerte a esa desdichada si la encontraban. Por otra parte, gracias a esta sucesión, el conde acabó siendo mucho más rico de lo que había creído. La caja fuerte, la cartera y las joyas de la condesa, objetos todos ellos de los que no se tenía conocimiento, ponían a su sobrino, al margen de las rentas, en posesión de mas de seiscientos mil francos. En medio de su afectado dolor, al joven le costaba mucho esfuerzo, se decía, ocultar su alegría, y los parientes, convocados para la exhumación del cuerpo exigida por el conde, después de haber deplorado la suerte de la desdichada marquesa, y jurado vengarla si la culpable caía en sus manos, lo dejaron en la plena y tranquila posesión de su maldad. El propio señor de Bressac habló con Jeannette y le formuló varias preguntas, pero como la joven había contestado con tanta franqueza y firmeza, finalmente se decidió a darle su respuesta sin acuciarla más.
—Aquí tenéis esta carta fatal —dijo Thérèse entregándola a la señora de Lorsange—, sí, ahí la tenéis, señora, a veces mi corazón sigue necesitándola, y la conservaré hasta mi muerte. Si podéis, leedla sin estremeceros.
La señora de Lorsange, después de recoger la nota de manos de nuestra bella aventurera, leyó en ella las palabras siguientes:
«La desalmada que ha envenenado a mi tía tiene la osadía de atreverse a escribirme después de su execrable delito. Lo mejor que hace es ocultarme su retiro; puede estar segura de que lo pasará mal si la descubrimos. ¿Qué se atreve a reclamar? ¿Cómo habla de dinero? El que haya podido dejar equivale a los robos que ha cometido, tanto durante su estancia en la casa como al consumar su último crimen. Que evite un segundo envío semejante a éste, pues se le comunica que se arrestaría a su portador hasta que el lugar que encubre a la culpable fuera conocido por la justicia».
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Proseguid, querida niña —dijo la señora de Lorsange devolviendo la nota a Thérèse—, son actitudes que horrorizan. Nadar en oro, y negar a una desdichada que no ha querido cometer un crimen lo que ha ganado legítimamente, es una infamia gratuita que carece de parangón.
—¡Ay, señora! —continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia—, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas.
Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint—Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
—¡Ay, señora! —continuó Thérèse, retomando el hilo de su historia—, pasé dos días llorando con esta malaventurada carta. Gemí mucho más por el comportamiento horrible que demostraba que por los rechazos que contenía. ¡Así que era culpable!, exclamé, ¡denunciada por segunda vez a la justicia por haber sabido respetar en exceso sus leyes! De acuerdo, no me arrepiento: por muchas cosas que puedan ocurrirme, jamás conoceré los remordimientos mientras mi alma siga pura y no haya cometido otro mal que el de haber atendido en exceso los sentimientos equitativos y virtuosos que jamás me abandonarán.
Me resulta imposible creer, sin embargo, que las investigaciones de que me hablaba el conde fueran reales. Eran tan poco verosímiles, resultaba tan peligroso para él hacerme aparecer ante la justicia que supuse que, en el fondo de sí mismo, él debía estar mucho más asustado de verme que yo temblorosa por sus amenazas.
Estas reflexiones me decidieron a seguir donde estaba, e incluso a instalarme allí si era posible, hasta que mis fondos crecieran y me permitieran alejarme. Comuniqué mi proyecto a Rodin, que lo aprobó, y hasta me propuso que permaneciera en su casa; pero antes de contaros la decisión que tomé, es necesario daros una idea de ese hombre y de su entorno.
Rodin era un hombre de cuarenta años, moreno, de cejas espesas, mirada viva, apariencia vigorosa y saludable, pero al mismo tiempo libertina. Muy por encima de su estado, y poseyendo de diez a doce mil libras de rentas, Rodin sólo ejercía el arte de la cirugía por gusto. Tenía una preciosa casa en Saint—Marcel que sólo ocupaba, habiendo perdido a su mujer desde hacía unos años, con dos jóvenes para servirle y su hija. Esta joven, llamada Rosalie, acababa de cumplir catorce años; reunía todos los encantos más atractivos: un talle de ninfa, una cara redonda, fresca, extraordinariamente animada, de rasgos amables y pícaros, la más bonita boca posible, unos grandes ojos negros, llenos de expresión y de sentimiento, unos cabellos castaños que caían hasta su cintura, la piel de un resplandor... de una finura increíbles; además, los más bellos senos del mundo; aparte de la inteligencia, vivacidad, y una de las almas más bellas que haya podido crear la naturaleza. En cuanto a las compañeras con las que debía servir en esta casa, eran dos campesinas, de las que una hacía de gobernanta y la otra de cocinera. La que desempeñaba el primer cometido podía tener veinticinco años, la otra tenía dieciocho o veinte, y ambas eran extraordinariamente bonitas; esta elección despertó mis sospechas sobre el deseo que manifestó Rodin de conservarme. ¿Qué necesidad tiene de una tercera doncella, me decía, y por qué las quiere bonitas? Seguramente, continuaba, en todo eso hay algo poco conforme con las costumbres regulares de las que no quiero apartarme jamás; examinémoslo.
Rogué, en consecuencia, al señor Rodin que me dejara seguir recuperándome una semana más en su casa, asegurándole que antes del final de este período le daría mi respuesta sobre lo que me quería proponer.
Aproveché este intervalo para relacionarme más estrechamente con Rosalie, decidida a no establecerme en casa de su padre mientras hubiera algo en ella que pudiera molestarme. Examinándolo todo con esta intención, descubrí al siguiente día que aquel hombre tenía un arreglo que a partir de entonces me inspiró furiosas sospechas sobre su conducta.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
El señor Rodin tenía en su casa una pensión de niños de ambos sexos; había obtenido ese privilegio en vida de su mujer y no creyeron que debían privarle de él cuando la había perdido. Los pupilos del señor Rodin eran poco numerosos, pero escogidos; eran en total catorce muchachas y catorce muchachos. Jamás los admitía con menos de doce años, y siempre eran despedidos a los dieciséis. Nada tan lindo como los adolescentes que admitía Rodin. Si se le presentaba alguno que tuviera algunos defectos corporales, o fuera feo, tenía el arte de rechazarlo con veinte pretextos, siempre teñidos de sofismas a los que nadie podía responder. Así, o el número de sus pensionistas no estaba completo, o lo que había era siempre encantador. Los niños no comían en su casa, pero iban a ella dos veces al día, de siete a once por la mañana y de cuatro a ocho por la tarde. Si hasta entonces todavía no había visto todo este pequeño alboroto era porque, llegada a casa de ese hombre durante las vacaciones, los escolares estaban fuera; reaparecieron en el momento de mi convalecencia.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escuela. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
—Escucha, Thérèse —me dijo la encantadora muchacha con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter—, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint—Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme —me dijo Rosalie—, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
El propio Rodin se ocupaba de la enseñanza; su gobernanta se encargaba de la de las muchachas, a la que él pasaba así que había terminado la instrucción de los muchachos. Enseñaba a los jóvenes alumnos a escribir, aritmética, un poco de historia, dibujo, música, y no utilizaba para todo eso otros maestros que él.
Manifesté en primer lugar mi asombro a Rosalie de que, ejerciendo su padre la función de cirujano, pudiera al mismo tiempo desempeñar la de maestro de escuela. Le dije que me parecía extraño que, pudiendo vivir acomodadamente sin practicar ninguna de las dos profesiones, se tomara el trabajo de consagrarse a ellas. Rosalie, con la que ya me entendía muy bien, se rió de mi reflexión; la manera como ella acogió lo que le decía me inspiró aún más curiosidad, y le supliqué que se confiara enteramente conmigo.
—Escucha, Thérèse —me dijo la encantadora muchacha con todo el candor de su edad y toda la ingenuidad de su amable carácter—, escucha, te lo contaré todo, veo que eres una joven honesta... incapaz de traicionar el secreto que voy a confiarte. Muy probablemente, querida amiga, mi padre puede prescindir de todo esto, y que ejerza los dos oficios que tú le ves hacer se explica por dos motivos que voy a revelarte. Practica la cirugía por gusto, por el mero placer de realizar en su arte nuevos descubrimientos. Ha hecho tantos, ha publicado sobre su especialidad unas obras tan apreciadas, que pasa generalmente por ser el hombre más hábil que existe ahora en Francia. Ha trabajado veinte años en París, y se ha retirado al campo por voluntad propia. El verdadero cirujano de Saint—Marcel es un tal Rombeau, que él ha tomado bajo su protección, y al que asocia a sus experiencias. ¿Quieres saber ahora, Thérèse, lo que le lleva a tener pensionistas?... El libertinaje, hija mía, sólo el libertinaje, pasión que él lleva al máximo. Mi padre encuentra en sus escolares de ambos sexos unos objetos que la dependencia somete a sus inclinaciones, y él se aprovecha... Pero ven... sígueme —me dijo Rosalie—, hoy viernes es precisamente uno de los tres días de la semana en que castiga a los que han cometido faltas. En ese tipo de castigo es donde mi padre encuentra sus placeres. Sígueme, te digo, y verás lo que hace. Se puede observar todo desde el cuarto de aseo de mi habitación, contiguo al de sus maniobras. Vayamos allí sin hacer ruido, y procura sobre todo no decir jamás una palabra, tanto de lo que te he contado como de lo que verás.
Era demasiado importante para mí conocer las costumbres del nuevo personaje que me ofrecía un asilo para que descuidase nada de lo que podía desvelármelas. Sigo los pasos de Rosalie, me coloca al lado de un tabique bastante mal hecho que deja, entre los tablones que lo forman, varias rendijas que bastan para distinguir todo lo que ocurre en la habitación vecina.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
Apenas nos hemos apostado entra Rodin, trayendo consigo a una muchacha de catorce años, blanca y bonita como el Amor. La pobre criatura hecha un mar de lágrimas, desgraciadamente al corriente de lo que la espera, acompaña gimiendo a su duro maestro, y se arroja a sus pies, implora su perdón, pero Rodin, inflexible, enciende en su propia severidad las primeras chispas de su placer que ya brotan de su corazón a través de sus feroces miradas...
—¡Oh, no, no! —exclama él— ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!
—¡Señor, le prometo que no!
—¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada —me dijo en este momento Rosalie—, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza. Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos —dice acercándose a su víctima—, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tardan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
—¡Oh, no, no! —exclama él— ¡No, no! Son ya demasiadas veces lo mismo, Julie. Me arrepiento de mis bondades, sólo han servido para sumirte en nuevas faltas, pero ¿la gravedad de ésta podría dejarme utilizar la clemencia, en el supuesto de que lo quisiera?... ¡Darle una nota a un muchacho al entrar en clase!
—¡Señor, le prometo que no!
—¡Cómo! Yo lo he visto, lo he visto. No te creas nada —me dijo en este momento Rosalie—, son faltas que él inventa para apoyar sus pretextos. Esta pequeña es un ángel y, como se le resiste, la trata con dureza. Y mientras tanto, Rodin, muy nervioso, coge las manos de la muchacha, las sube hasta atarlas a la argolla de una columna colocada en el centro de la cámara de castigo. Julie está indefensa... sólo... su hermosa cabeza lánguidamente vuelta hacia su verdugo, los soberbios cabellos en desorden, y unas lágrimas que inundan el más bello rostro del mundo... el más dulce... el más interesante. Rodin contempla esta escena y se excita. Coloca una venda sobre los ojos que le imploran. Julie ya no ve nada Rodin, más a sus anchas, desprende los velos del pudor, la camisa arremangada bajo el corsé sube hasta la mitad de las caderas... ¡Cuánta blancura, cuántas bellezas! Son rosas deshojadas sobre lirios por las propias manos de las Gracias. ¿Quién será, pues, tan duro como para condenar al tormento unos encantos tan frescos... tan excitantes? ¿Qué monstruo puede buscar el placer en el seno de las lágrimas y del dolor? Rodin la mira... su mirada extraviada le recorre de arriba abajo, sus manos se atreven a profanar las flores que sus crueldades marchitarán. Totalmente de frente, no puede escapársenos ningún gesto. A veces el libertino entreabre y otras oculta los lindos encantos que le fascinan; nos los ofrece bajo todas sus formas, pero sólo se limita a eso. Aunque el auténtico templo del amor esté a su alcance, Rodin, fiel a su culto, no le dirige ni una sola mirada, teme incluso su aparición. Si la actitud lo expone, él lo encubre. La más leve digresión turbaría su homenaje, no quiere que nada lo distraiga... Al fin su furor supera los límites, lo expresa primeramente con insultos, colma de amenazas y de frases soeces a la pobrecita desdichada, temblorosa bajo los golpes con que se ve a punto de ser desgarrada. Rodin ya está fuera de sí, coge un puñado de varas de una cuba, donde adquieren, en el vinagre que las empapa, mayor humedad y penetración...
Vamos —dice acercándose a su víctima—, prepárate, hay que sufrir...
Y el cruel, dejando caer con un brazo vigoroso los haces a plomo sobre todas las partes que se le ofrecen, comienza por asestar veinticinco vergajazos que no tardan en colorear de bermellón el tierno rosicler de esa piel tan fresca.
Julie grita... unos gritos tan agudos que desgarraban mi alma... las lágrimas manan bajo su vendas y caen como perlas sobre sus hermosas mejillas. Rodin aún se enfurece más... Lleva sus manos a las partes maltratadas, las toca, las aprieta, parece prepararlas para nuevos asaltos. No tardan en seguir a los primeros, Rodin comienza de nuevo, no asesta un solo golpe que no vaya precedido de un insulto, de una amenaza o de un reproche... aparece la sangre... Rodin se extasía; se deleita contemplando las pruebas palpables de su ferocidad. Ya no puede contenerse, el estado más indecente manifiesta su llama; ya no teme descubrirse del todo. Julie no puede verle... Por un instante se acerca a la brecha, le gustaría encaramarse sobre ella como un vencedor, pero no se atreve. Recomenzando nuevas tiranías, Rodin fustiga con toda su fuerza. Acaba por entreabrir a fuerza de cintarazos el asilo de las gracias y de la voluptuosidad... Está totalmente fuera de sí; su borrachera ha llegado al punto de impedirle el uso de la razón: jura, blasfema, vocifera, nada escapa a sus bárbaros golpes, todo cuanto se ve es tratado con el mismo rigor; pero el malvado consigue dominarse, percibe la imposibilidad de ir más lejos sin el peligro de perder unas fuerzas que le son necesarias para nuevas operaciones.
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Vístete —le dice a Julie, desatándola y vistiéndose también él—. Si vuelves a repetirlo, piensa que no te escaparás con tan poco.
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
—Mereces ser castigado —le dice—, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.
—Vaya —le dice el sátiro, al contemplar su éxito—, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.
—¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería —dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...
—¡Ah!, briboncillo —exclama—, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
—¡Oh, cielos! —le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron—, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
Devuelta Julie a su clase, Rodin va a la de los muchachos. Trae consigo inmediatamente un joven escolar de quince años, hermoso como el día. Rodin lo regaña; más cómodo con él sin duda, lo mima, lo besa mientras le sermonea:
—Mereces ser castigado —le dice—, y lo serás...
Después de estas palabras, supera con el niño todos los límites del pudor. Pero aquí todo le interesa, no se excluye nada, lo velos se alzan, todo se palpa indistintamente. Rodin amenaza, acaricia, besa, insulta. Sus dedos impíos intentan hacer nacer en el muchacho los sentimientos de voluptuosidad que también le exige.
—Vaya —le dice el sátiro, al contemplar su éxito—, te veo en el estado que te había prohibido... Apuesto a que con dos sacudidas mas me lo echarás todo encima...
Harto seguro de las titilaciones que produce, el libertino se acerca para recoger el homenaje, y su boca es el templo ofrecido al dulce incienso. Sus manos provocan los chorros, los atrae, los devora, él mismo está a punto de estallar, pero quiere llegar al final.
—¡Ah! Voy a castigarte por esta tontería —dice levantándose.
Inmoviliza las dos manos del joven y se ofrece por entero el altar donde quiere sacrificar su furor. Lo entreabre, sus besos lo recorren, su lengua se hunde y se pierde en él. Rodin, ebrio de amor y de ferocidad, mezcla ambas expresiones y sentimientos...
—¡Ah!, briboncillo —exclama—, tengo que vengarme de la ilusión que me procuras.
Enarbola las varas. Rodin fustiga; más excitado sin duda que con la vestal, sus golpes se tornan mucho más fuertes y mucho más numerosos; el niño llora, Rodin se extasía, pero nuevos placeres le reclaman, suelta al niño y vuela hacia otros sacrificios. Una chiquilla de trece años sucede al muchacho, y a ésa otro escolar, seguido de una muchacha. Rodin azota a nueve, cinco muchachos y cuatro muchachas; el último es un chiquillo de catorce años, con una cara deliciosa: Rodin quiere disfrutar de él, el escolar se defiende; extraviado por la lujuria, lo azota, y el malvado, que ya está fuera de sí, lanza los chorros espumosos de su llama sobre las partes maltratadas de su joven alumno, lo moja de las caderas a los talones: nuestro corrector, furioso por no haber tenido la fuerza suficiente para contenerse por lo menos hasta el final, suelta al niño de mala gana, y lo devuelve a la clase asegurándole que no le pasará nada. Eso fue lo que escuché y las escenas que me sorprendieron.
—¡Oh, cielos! —le dije a Rosalie cuando las espantosas escenas terminaron—, ¿cómo puede entregarse a semejantes excesos? ¿Cómo puede deleitarse con los tormentos que inflige?
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Re: Justine del Marqués de Sade-Primera parte
—Aún no lo sabes todo —me contesta Rosalie—; escucha —me dice regresando conmigo a su habitación—, lo qué has visto puede hacerte entender que, cuando mi padre halla algunas facilidades en sus jóvenes alumnos, lleva sus horrores mucho más lejos. Abusa de las jóvenes de la misma manera que de los muchachos —de aquella criminal manera, me dio a entender Rosalie, que yo misma había pensado llegar a ser víctima con el jefe de los bandidos, en cuyas manos había caído después de mi evasión de la Conciergerie, y con la que había sido manchada por el negociante de Lyon—. Con ello —prosiguió la joven—, las jóvenes no quedan deshonradas, ningún embarazo a temer, y nada les impide encontrar esposo; no hay año que no corrompa así a todos los muchachos, y por lo menos a la mitad de las restantes criaturas. De las catorce muchachas que has visto, ocho ya han sido marchitadas de esta manera, y ha disfrutado de nueve muchachos; las dos mujeres que le sirven son sometidas a los mismos horrores... Oh, Thérèse —añadió Rosalie precipitándose a mis brazos—, oh, querida amiga, yo también, también a mí me ha seducido desde mi tierna infancia; apenas tenía once años cuando ya era su víctima... lo era, ¡ay de mí!, sin poder defenderme...
—Pero, señorita —le interrumpí, asustada...—, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
—¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos —prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos— ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
—Pero, señorita —le interrumpí, asustada...—, ¿y la religión? Os quedaba por lo menos este camino... ¿No podíais consultar con un director y confesárselo todo?
—¡Ah! ¿No sabes, pues, que a medida que nos pervierte, sofoca en nosotros todas las semillas de la religión, y nos prohibe todas sus prácticas?... Y además, ¿qué podía hacer yo? Casi no me ha instruido. Lo poco que me ha contado sobre esas materias sólo ha sido por el temor de que mi ignorancia traicionara su impiedad. Pero jamás me he confesado, nunca he hecho mi primera comunión; sabe ridiculizar tan bien todas estas cosas, absorber en nosotros hasta las menores ideas, que aleja para siempre de sus deberes a las que ha sobornado; o, si se ven obligadas a cumplirlos a causa de su familia, es con una tibieza y una indiferencia tan totales que no teme nada de su indiscreción. Pero convéncete, Thérèse, convéncete con tus propios ojos —prosigue empujándome rápidamente al retrete de donde salíamos— ven, esa habitación en la que castiga a los escolares es la misma en la que disfruta de nosotras; ya ha terminado la clase, es la hora en que, excitado por los preliminares, vendrá a desquitarse de la presión que le impone a veces su prudencia. Regresa al lugar donde estabas, querida amiga, y tus ojos lo descubrirán todo.
Por escasa curiosidad que sintiera por esos nuevos horrores, era mejor para mí, sin embargo, ocultarme en ese retrete que dejarme sorprender con Rosalie durante las clases. Rodin infaliblemente habría concebido sospechas. Así que me siento. Apenas he entrado, aparece Rodin con su hija. La conduce al lugar donde ha estado antes, y acuden también las dos doncellas. Allí, el impúdico Rodin, libre ya de medidas que guardar, se entrega a sus anchas y sin el menor velo a todas las irregularidades de su desenfreno. Las dos campesinas, completamente desnudas, son azotadas con todas las fuerzas. Mientras actúa sobre una, la otra se lo devuelve, y, en el intervalo, abruma con las más sucias caricias, las más desenfrenadas, las más asquerosas, el mismo altar que Rosalie, subida a un sillón, le presenta un poco inclinada. Le llega finalmente el turno a esa desdichada: Rodin la ata al poste como a sus escolares, y mientras que una tras otra, y a veces las dos juntas, sus doncellas le desgarran a él, él azota a su hija y la golpea desde la mitad de los riñones hasta el final de los muslos, extasiándose de placer. Su agitación es extrema, aúlla, blasfema, flagela; apenas sus varas se graban en algún lugar, sus labios se pegan a él. Y el interior del altar, y la boca de la víctima... todo, excepto la parte delantera, todo es devorado a chupetones. Pronto, sin variar de posición, limitándose a situárselo más fácil, Rodin penetra en el asilo estrecho de los placeres; y el mismo trono, durante ese tiempo, es ofrecido a sus besos por su gobernanta, mientras la otra muchacha le azota con todas sus fuerzas. Rodin está en la gloria, atraviesa, desgarra, mil besos a cual más cálido expresan su ardor sobre lo que se ofrece a su lujuria: la bomba estalla, y el embriagado libertino se atreve a saborear los más dulces placeres en el seno del incesto y de la infamia.
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