Diógenes en el Averno de Félix María Samaniego
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Diógenes en el Averno de Félix María Samaniego
Diógenes en el Averno de Félix María Samaniego
El cínico Diógenes de Atenas
con su filosofía
hizo, mientras vivió, mil cosas buenas,
siendo su gran manía
ponerse a procrear públicamente
a sol radiante y a faldón valiente.
Decía: -No es razón que a ver a un hombre
morir se junten tantos
y el ver fabricar otro les asombre
para que hagan espantos.
¡ Ay, ya murió este sabio, y su tinaja
le sirvió de sepulcro y de mortaja!
Libre, después, del natural pellejo,
descendió a la morada
de las errantes sombras, y el buen viejo
la halló tan embrollada,
que mandó de su cóncavo profundo
la redacción siguiente a nuestro mundo.
Dice, pues, que llegando del Leteo
a la terrible orilla,
vio al anciano Carón, pálido y feo,
sentado en su barquilla,
procurando con mano intermitente
dar a su seco miembro un emoliente.
Las sombras de los muertos se agrupaban
en fantásticas tropas;
con ademanes lúbricos se alzaban
las funerarias ropas,
y trabajaban hembras y varones
en dar el ser a mil generaciones.
Atónito Diógenes severo,
esperó a que acabara
su operación prolífica el barquero
para que a la otra orilla le pasara;
el cual, luego que tuvo a bordo al sabio,
le dijo así con balbuciente labio:
-i Oh, cínico filósofo! Has llegado
en un día al Averno
de polución, pues hoy está
ocupado el gran Plutón eterno
en procrear tres furias inhumanas,
porque están las Euménides ya ancianas.
A este fin, en su lecho, a lo divino
embiste a Proserpina,
y, en tanto, sus vasallos del destino
seguimos la bolina.
Bien puedes tú, pues hoy no han de juzgarte,
en los Campos Elíseos embocarte.
Dijo, y le desembarca al otro lado.
Diógenes, siguiendo
su camino, gustoso y admirado,
las obras iba viendo
del lujurioso influjo entre los diablos
de aquellos obscurísimos establos.
El Can Cerbero y la Quimera holgaban
en lúbrico recreo;
las hijas de Danao se lo daban
a Ixión, a Prometeo,
a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos
condenados espectros y avechuchos.
Minos también, y Caco, y Radamante,
alcaldes infernales,
a las tres viejas Furias entre tanto
atacaban iguales,
y Diógenes a todos, satisfecho,
al pasar les decía: -i Buen provecho!
Por último, a Plutón y Proserpina
llegó a ver en la cama,
armando, al engendrar, tal tremolina
entre sulfúrea llama,
que sus varias y bellas contorsiones
imitaban culebras y dragones.
En vez de semen, alquitrán vertían;
moscardas les picaban;
los fétidos alientos que expelían
el Averno infestaban;
y, por suspiros daban alaridos,
de su placer furioso poseídos.
Aquí exclamó Diógenes (y acaba
su relación con esto):
-¡ Qué bien hacía yo cuando engendraba
públicamente puesto!
i No ocultéis más, mortales, un trabajo
que hacen diablos y dioses a destajo!
El cínico Diógenes de Atenas
con su filosofía
hizo, mientras vivió, mil cosas buenas,
siendo su gran manía
ponerse a procrear públicamente
a sol radiante y a faldón valiente.
Decía: -No es razón que a ver a un hombre
morir se junten tantos
y el ver fabricar otro les asombre
para que hagan espantos.
¡ Ay, ya murió este sabio, y su tinaja
le sirvió de sepulcro y de mortaja!
Libre, después, del natural pellejo,
descendió a la morada
de las errantes sombras, y el buen viejo
la halló tan embrollada,
que mandó de su cóncavo profundo
la redacción siguiente a nuestro mundo.
Dice, pues, que llegando del Leteo
a la terrible orilla,
vio al anciano Carón, pálido y feo,
sentado en su barquilla,
procurando con mano intermitente
dar a su seco miembro un emoliente.
Las sombras de los muertos se agrupaban
en fantásticas tropas;
con ademanes lúbricos se alzaban
las funerarias ropas,
y trabajaban hembras y varones
en dar el ser a mil generaciones.
Atónito Diógenes severo,
esperó a que acabara
su operación prolífica el barquero
para que a la otra orilla le pasara;
el cual, luego que tuvo a bordo al sabio,
le dijo así con balbuciente labio:
-i Oh, cínico filósofo! Has llegado
en un día al Averno
de polución, pues hoy está
ocupado el gran Plutón eterno
en procrear tres furias inhumanas,
porque están las Euménides ya ancianas.
A este fin, en su lecho, a lo divino
embiste a Proserpina,
y, en tanto, sus vasallos del destino
seguimos la bolina.
Bien puedes tú, pues hoy no han de juzgarte,
en los Campos Elíseos embocarte.
Dijo, y le desembarca al otro lado.
Diógenes, siguiendo
su camino, gustoso y admirado,
las obras iba viendo
del lujurioso influjo entre los diablos
de aquellos obscurísimos establos.
El Can Cerbero y la Quimera holgaban
en lúbrico recreo;
las hijas de Danao se lo daban
a Ixión, a Prometeo,
a Tántalo, a Sísifo y a otros muchos
condenados espectros y avechuchos.
Minos también, y Caco, y Radamante,
alcaldes infernales,
a las tres viejas Furias entre tanto
atacaban iguales,
y Diógenes a todos, satisfecho,
al pasar les decía: -i Buen provecho!
Por último, a Plutón y Proserpina
llegó a ver en la cama,
armando, al engendrar, tal tremolina
entre sulfúrea llama,
que sus varias y bellas contorsiones
imitaban culebras y dragones.
En vez de semen, alquitrán vertían;
moscardas les picaban;
los fétidos alientos que expelían
el Averno infestaban;
y, por suspiros daban alaridos,
de su placer furioso poseídos.
Aquí exclamó Diógenes (y acaba
su relación con esto):
-¡ Qué bien hacía yo cuando engendraba
públicamente puesto!
i No ocultéis más, mortales, un trabajo
que hacen diablos y dioses a destajo!
Karla Benitez- Moderadora
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