LA DIGNIDAD
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LA DIGNIDAD
CAPÍTULO IV
LOS CARACTERES MEDIOCRES
DEL LIBRO EL HOMBRE MEDIOCRE DE JOSÉ INGENIEROS-
LA DIGNIDAD
El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.
Los temperamentos adamantinos –firmeza y luz- apártanse de toda complicidad, desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones, convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento o servilismo. Las sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces de gestos viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilámines son importantes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuándo conviene obrar, y los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.
La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.
La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Prefiere, éste, perder un derecho a obtener un favor; mil años le serán más leves que medrar indignamente. Cualquiera herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más leve domesticidad le remordería toda la vida.
Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conservarse erguido, incólume, irrevocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunfar del mérito sonriente; la pertinacia del indigno es proporcional a su acorchamiento. Los hombres ejemplares desdeñan cualquier favor; se estiman superiores a lo que puede darse sin mérito. Prefieren vivir crucificados sobre su orgullo a prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquivestido y sin manchas de abajamientos, como si fueran a desposarlo más allá de la muerte.
Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado levantisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña virgen, sin aceptar la fácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxigeno aprovechan más que en cebadas copiosas, con la ventaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Prefieren estar solos, mientras no puedan juntarse con sus iguales. Cada flor englobada en un ramillete pierde su perfume propio. Obligado a vivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno a todo lo que estima inferior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son necesaria e invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con la firme designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el fondo de los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruye sus anhelos es anodina y no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más seguro para su dignidad.
Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto a mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuyo fruto será su libertad en el porvenir. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres vacilantes e incuba las peores servidumbres. El que no ha atravesado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter.
El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar a vivir. Todos los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más o menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la libertad de los espíritus cultivados y torna vergonzosa la ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad.
Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan o la rebajen. A ella sacrifican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en vano intentan malear su altivez. Son raros en las mediocracias, cuya chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada a los vanidosos más culminantes, pues los humilla y avergüenza. Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del vocablo o porque profundamente afectivos: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que en la batalla de la vida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un pueblo.
La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyére, que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: "Se faire valoir par des choses qui ne dependet point des autres, mais de sois seul, ou renoncer a se faire valoir".[1] Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serviles domesticados, sino de varones excelentes que legarían a sus hijos menos vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.
[1] Hacerse valer por cosas que no dependen de los demás, sino de uno mismo, o renunciar a hacerse valer".
LOS CARACTERES MEDIOCRES
DEL LIBRO EL HOMBRE MEDIOCRE DE JOSÉ INGENIEROS-
LA DIGNIDAD
El que aspira a parecer renuncia a ser. En pocos hombres súmanse el ingenio y la virtud en un total de dignidad: forman una aristocracia natural, siempre exigua frente al número infinito de espíritus omisos. Credo supremo de todo idealismo, la dignidad es unívoca, intangible, intransmutable. Es síntesis de todas las virtudes que acercan al hombre y borran la sombra: donde ella falta no existe el sentimiento del honor. Y así como los pueblos sin dignidad son rebaños, los individuos sin ella son esclavos.
Los temperamentos adamantinos –firmeza y luz- apártanse de toda complicidad, desafían la opinión ajena si con ello han de salvar la propia, declinan todo bien mundano que requiera una abdicación, entregan su vida misma antes que traicionar sus ideales. Van rectos, solos, sin contaminarse en facciones, convertidos en viviente protesta contra todo abellacamiento o servilismo. Las sombras vanidosas se mancornan para disculparse en el número, rehuyendo las íntimas sanciones de la conciencia; domesticadas, son incapaces de gestos viriles, fáltales coraje. La dignidad implica valor moral. Los pusilámines son importantes, como los aturdidos; los unos reflexionan cuándo conviene obrar, y los otros obran sin haber reflexionado. La insuficiencia del esfuerzo equivale a la desorientación del impulso: el mérito de las acciones se mide por el afán que cuestan y no por sus resultados. Sin coraje no hay honor. Todas sus formas implican dignidad y virtud. Con su ayuda los sabios acometen la exploración de lo ignoto, los moralistas minan las sórdidas fuentes del mal, los osados se arriesgan para violar la altura y la extensión, los justos se adiamantan en la fortuna adversa, los firmes resisten la tentación y los severos el vicio, los mártires van a la hoguera por desenmascarar una hipocresía, los santos mueren por un Ideal. Para anhelar una perfección es indispensable. "El coraje -sentenció Lamartine- es la primera de las elocuencias, es la elocuencia del carácter". Noble decir. El que aspira a ser águila debe mirar lejos y volar alto; el que se resigna a arrastrarse como un gusano renuncia al derecho de protestar si lo aplastan.
La flebedad y la ignorancia favorecen la domesticación de los caracteres mediocres adaptándolos a la vida mansa; el coraje y la cultura exaltan la personalidad de los excelentes, floreciéndola de dignidad. El lacayo pide; el digno merece. Aquél solicita del favor lo que éste espera del mérito. Ser digno significa no pedir lo que se merece, ni aceptarlo inmerecido. Mientras los serviles trepan entre las malezas del favoritismo, los austeros ascienden por la escalinata de sus virtudes. O no ascienden por ninguna.
La dignidad estimula toda perfección del hombre; la vanidad acicatea cualquier éxito de la sombra. El digno ha escrito un lema en su blasón: lo que tiene por precio una partícula de honor, es caro. El pan sopado en la adulación, que engorda al servil, envenena al digno. Prefiere, éste, perder un derecho a obtener un favor; mil años le serán más leves que medrar indignamente. Cualquiera herida es transitoria y puede dolerle una hora; la más leve domesticidad le remordería toda la vida.
Cuando el éxito no depende de los propios méritos, bástale conservarse erguido, incólume, irrevocable en la propia dignidad. En las bregas domésticas, la obstinada sinrazón suele triunfar del mérito sonriente; la pertinacia del indigno es proporcional a su acorchamiento. Los hombres ejemplares desdeñan cualquier favor; se estiman superiores a lo que puede darse sin mérito. Prefieren vivir crucificados sobre su orgullo a prosperar arrastrándose; querrían que al morir su Ideal les acompañase blanquivestido y sin manchas de abajamientos, como si fueran a desposarlo más allá de la muerte.
Los caracteres dignos permanecen solitarios, sin lucir en el anca ninguna marca de hierro; son como el ganado levantisco que hociquea los tiernos tréboles de la campiña virgen, sin aceptar la fácil ración de los pesebres. Si su pradera es árida no importa; en libre oxigeno aprovechan más que en cebadas copiosas, con la ventaja de que aquél se toma y éstas se reciben de alguien. Prefieren estar solos, mientras no puedan juntarse con sus iguales. Cada flor englobada en un ramillete pierde su perfume propio. Obligado a vivir entre desemejantes, el digno mantiénese ajeno a todo lo que estima inferior. Descartes dijo que se paseaba entre los hombres como si ellos fueran árboles; y Banville escribió de Gautier: "Era de aquellos que bajo todos los regímenes, son necesaria e invenciblemente libres: cumplía su obra con desdeñosa altivez y con la firme designación de un dios desterrado".
Ignora el hombre digno las cobardías que dormitan en el fondo de los caracteres serviles; no sabe desarticular su cerviz. Su respeto por el mérito le obliga a descartar toda sombra que carece de él, a agredirla sin amenaza, castigarla si hiere. Cuando la muchedumbre que obstruye sus anhelos es anodina y no tiene adversarios que fazferir, el digno se refugia en sí mismo, se atrinchera en sus ideales y calla, temiendo estorbar con sus palabras a las sombras que lo escuchan. Y mientras cambia el clima, como es fatal en la alternativa de las estaciones, espera anclado en su orgullo, como si éste fuera el puerto natural y más seguro para su dignidad.
Vive con la obsesión de no depender de nadie; sabe que sin independencia material el honor está expuesto a mil mancillas, y para adquirirla soportará los más rudos trabajos, cuyo fruto será su libertad en el porvenir. Todo parásito es un siervo; todo mendigo es un doméstico. El hambriento puede ser rebelde; pero nunca un hombre libre. Enemiga poderosa de la dignidad es la miseria; ella hace trizas los caracteres vacilantes e incuba las peores servidumbres. El que no ha atravesado dignamente una pobreza es un heroico ejemplar de carácter.
El pobre no puede vivir su vida, tantos son los compromisos de la indigencia; redimirse de ella es comenzar a vivir. Todos los hombres altivos viven soñando una modesta independencia material; la miseria es mordaza que traba la lengua y paraliza el corazón. Hay que escapar de sus garras para elegirse el Ideal más alto, el trabajo más agradable, la mujer más santa, los amigos más leales, los horizontes más risueños, el aislamiento más tranquilo. La pobreza impone el enrolamiento social; el individuo se inscribe en un gremio, más o menos jornalero, más o menos funcionario, contrayendo deberes y sufriendo presiones denigrantes que le empujan a domesticarse. Enseñaban los estoicos los secretos de la dignidad: contentarse con lo que se tiene, restringiendo las propias necesidades. Un hombre libre no espera nada de otros, no necesita pedir. La felicidad que da el dinero está en no tener que preocuparse de él; por ignorar ese precepto no es libre el avaro, ni es feliz. Los bienes que tenemos son la base de nuestra independencia; los que deseamos son la cadena remachada sobre nuestra esclavitud. La fortuna aumenta la libertad de los espíritus cultivados y torna vergonzosa la ridiculez de los palurdos. Suprema es la indignidad de los que adulan teniendo fortuna; ésta les redimiría todas las domesticidades, si no fuesen esclavos de la vanidad.
Los únicos bienes intangibles son los que acumulamos en el cerebro y en el corazón; cuando ellos faltan ningún tesoro los sustituye.
Los orgullosos tienen el culto de su dignidad: quieren poseerla inmaculada, libre de remordimientos, sin flaquezas que la envilezcan o la rebajen. A ella sacrifican bienes; honores, éxitos: todo lo que es propicio al crecimiento de la sombra. Para conservar la estima propia no vacilan en afrontar la opinión de los mansos y embestir sus prejuicios; pasan por indisciplinados y peligrosos entre los que en vano intentan malear su altivez. Son raros en las mediocracias, cuya chatura moral los expone a la misantropía; tienen cierto aire desdeñoso y aristocrático que desagrada a los vanidosos más culminantes, pues los humilla y avergüenza. Inflexibles y tenaces porque llevan en el corazón una fe sin dudas, una convicción que no trepida, una energía indómita que a nada cede ni teme, suelen tener asperezas urticantes para los hombres amorfos. En algunos casos pueden ser altruistas, o porque cristianos es la más alta acepción del vocablo o porque profundamente afectivos: presentan entonces uno de los caracteres más sublimes, más espléndidamente bellos y que tanto honran a la naturaleza humana. Son los santos del honor, los poetas de la dignidad. Siendo héroes, perdonan las cobardías de los demás; victoriosos siempre ante sí mismos, compadecen a los que en la batalla de la vida siembran, hecha jirones, su propia dignidad. Si la estadística pudiera decirnos el número de hombres que poseen este carácter en cada nación, esa cifra bastaría, por sí sola, mejor que otra cualquiera, para indicarnos el valor moral de un pueblo.
La dignidad, afán de autonomía, lleva a reducir la dependencia de otros a la medida de lo indispensable, siempre enorme. La Bruyére, que vivió como intruso en la domesticidad cortesana de su siglo, supo medir el altísimo precepto que encabeza el Manual de Epicteto, a punto de apropiárselo textualmente sin amenguar con ello su propia gloria: "Se faire valoir par des choses qui ne dependet point des autres, mais de sois seul, ou renoncer a se faire valoir".[1] Esa máxima le parece inestimable y de recursos infinitos en la vida, útil para los virtuosos y los que tienen ingenio, tesoro intrínseco de los caracteres excelentes; es, en cambio, proscrita donde reina la mediocridad, "pues desterraría de las Cortes las tretas, los cabildeos, los malos oficios, la bajeza, la adulación y la intriga". Las naciones no se llenarían de serviles domesticados, sino de varones excelentes que legarían a sus hijos menos vanidades y más nobles ejemplos. Amando los propios méritos más que la prosperidad indecorosa, crecería el amor a la virtud, el deseo de la gloria, el culto por ideales de perfección incesante: en la admiración por los genios, los santos y los héroes. Esa dignificación moral de los hombres señalaría en la historia el ocaso de las sombras.
[1] Hacerse valer por cosas que no dependen de los demás, sino de uno mismo, o renunciar a hacerse valer".
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