El Alcázar de Sevilla Romance I- Magnífico es el Alcázar de Ángel de Saavedra
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El Alcázar de Sevilla Romance I- Magnífico es el Alcázar de Ángel de Saavedra
Romance I Magnífico es el Alcázar de Ángel de Saavedra
Magnífico es el Alcázar
con que se ilustra Sevilla,
deliciosos sus jardines,
su excelsa portada rica.
De maderos entallados
en mil labores prolijas,
se levanta el frontispicio
de resaltadas cornisas;
hay en ellas un letrero
donde, con letras antiguas,
«don Pedro hizo estos palacios»,
esculpido se divisa.
Mal dicen en sus salones
las modernas fruslerías,
mal en sus soberbios patios
gente sin barba y ropilla.
¡Cuántas apacibles tardes,
en la grata compañía
de chistosos sevillanos
y de sevillanas lindas,
recorrí aquellos verjeles,
en cuya entrada se miran
gigantes de arrayán hechos
con actitudes distintas!
Las adelfas y naranjos
forman calles extendidas,
y un oscuro laberinto
que a los hurtos de amor brinda.
Hay en tierra surtidores
escondidos; se improvisan
saltando entre los mosaicos
de pintadas piedrecillas,
y a los forasteros mojan,
con algazara y con risa
de los que, ya escarmentados,
el chasco pesado evitan.
En las tardes del estío,
cuando al ocaso declina
el sol entre leves nubes,
que de oro y grana matiza,
aquel transparente cielo,
con ráfagas purpurinas,
cortado por un celaje
que el céfiro manso riza;
aquella atmósfera ardiente
en que fuego se respira,
¡qué languidez dan al cuerpo!,
¡qué temple al alma divina!
De los baños, tan famosos
por quien los gozó, la vista,
la del soberbio edificio,
obra gótica y morisca,
tétrico en partes, en partes
alegre, y en el que indican
los dominios diferentes,
ya reparos, ya ruïnas;
con recuerdos y memorias
de las edades antiguas
y de los modernos años,
embargan la fantasía.
El azahar y los jazmines,
que si los ojos hechizan,
embalsaman el ambiente
con los aromas que espiran;
de las fuentes, el murmurio;
la lejana gritería
que de la ciudad, del río,
de la alameda contigua
de Triana y de la puente
confusa llega y perdida,
con el son de las campanas
que en la alta Giralda vibran,
forman un todo encantado,
que nunca jamás se olvida,
y que, al recordarlo, siempre
mi alma y corazón palpitan.
Muchas deliciosas noches,
cuando aún ardiente latía
mi ya helado pecho, alegres,
de concurrencia escogida
vi aquellos salones llenos,
y a la juventud, cuadrillas
o contradanzas bailando
al son de orquestas festivas.
En las doradas techumbres,
los pasos, la charla y risas
de las parejas gallardas,
por amor tal vez unidas,
con el son de los violines
confundidos se extendían,
acordes ecos hallando,
por las esmaltadas cimbrias.
Mas ¡ay! aquellos pensiles
no he pisado un solo día,
sin ver (¡sueños de mi mente!)
la sombra de la Padilla,
lanzando un hondo gemido,
cruzar leve ante mi vista,
como un vapor, como un humo
que entre los árboles gira;
ni entré en aquellos salones,
sin figurárseme erguida,
del fundador la fantasma
en helada sangre tinta;
ni en el vestíbulo oscuro,
el que tiene en la cornisa
de los reyes los retratos,
el que en columnas estriba,
al que adornan azulejos
abajo y esmalte arriba,
el que muestra en cada muro
un rico balcón, y encima
el hondo artesón dorado
que lo corona y atrista,
sin ver en tierra un cadáver.
Aún en las losas se mira
una tenaz mancha oscura...
¡ni las edades la limpian!...
¡Sangre! ¡sangre!... ¡Oh cielos, cuántos
sin saber que lo es, la pisan!
Magnífico es el Alcázar
con que se ilustra Sevilla,
deliciosos sus jardines,
su excelsa portada rica.
De maderos entallados
en mil labores prolijas,
se levanta el frontispicio
de resaltadas cornisas;
hay en ellas un letrero
donde, con letras antiguas,
«don Pedro hizo estos palacios»,
esculpido se divisa.
Mal dicen en sus salones
las modernas fruslerías,
mal en sus soberbios patios
gente sin barba y ropilla.
¡Cuántas apacibles tardes,
en la grata compañía
de chistosos sevillanos
y de sevillanas lindas,
recorrí aquellos verjeles,
en cuya entrada se miran
gigantes de arrayán hechos
con actitudes distintas!
Las adelfas y naranjos
forman calles extendidas,
y un oscuro laberinto
que a los hurtos de amor brinda.
Hay en tierra surtidores
escondidos; se improvisan
saltando entre los mosaicos
de pintadas piedrecillas,
y a los forasteros mojan,
con algazara y con risa
de los que, ya escarmentados,
el chasco pesado evitan.
En las tardes del estío,
cuando al ocaso declina
el sol entre leves nubes,
que de oro y grana matiza,
aquel transparente cielo,
con ráfagas purpurinas,
cortado por un celaje
que el céfiro manso riza;
aquella atmósfera ardiente
en que fuego se respira,
¡qué languidez dan al cuerpo!,
¡qué temple al alma divina!
De los baños, tan famosos
por quien los gozó, la vista,
la del soberbio edificio,
obra gótica y morisca,
tétrico en partes, en partes
alegre, y en el que indican
los dominios diferentes,
ya reparos, ya ruïnas;
con recuerdos y memorias
de las edades antiguas
y de los modernos años,
embargan la fantasía.
El azahar y los jazmines,
que si los ojos hechizan,
embalsaman el ambiente
con los aromas que espiran;
de las fuentes, el murmurio;
la lejana gritería
que de la ciudad, del río,
de la alameda contigua
de Triana y de la puente
confusa llega y perdida,
con el son de las campanas
que en la alta Giralda vibran,
forman un todo encantado,
que nunca jamás se olvida,
y que, al recordarlo, siempre
mi alma y corazón palpitan.
Muchas deliciosas noches,
cuando aún ardiente latía
mi ya helado pecho, alegres,
de concurrencia escogida
vi aquellos salones llenos,
y a la juventud, cuadrillas
o contradanzas bailando
al son de orquestas festivas.
En las doradas techumbres,
los pasos, la charla y risas
de las parejas gallardas,
por amor tal vez unidas,
con el son de los violines
confundidos se extendían,
acordes ecos hallando,
por las esmaltadas cimbrias.
Mas ¡ay! aquellos pensiles
no he pisado un solo día,
sin ver (¡sueños de mi mente!)
la sombra de la Padilla,
lanzando un hondo gemido,
cruzar leve ante mi vista,
como un vapor, como un humo
que entre los árboles gira;
ni entré en aquellos salones,
sin figurárseme erguida,
del fundador la fantasma
en helada sangre tinta;
ni en el vestíbulo oscuro,
el que tiene en la cornisa
de los reyes los retratos,
el que en columnas estriba,
al que adornan azulejos
abajo y esmalte arriba,
el que muestra en cada muro
un rico balcón, y encima
el hondo artesón dorado
que lo corona y atrista,
sin ver en tierra un cadáver.
Aún en las losas se mira
una tenaz mancha oscura...
¡ni las edades la limpian!...
¡Sangre! ¡sangre!... ¡Oh cielos, cuántos
sin saber que lo es, la pisan!
Galius- Moderador General
- Cantidad de envíos : 2705
Puntos : 49582
Fecha de inscripción : 19/02/2013
Armando Lopez- Moderador General
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Fecha de inscripción : 07/01/2012
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