El Alcázar de Sevilla Romance II- Quinientos años más joven de Ángel de Saavedra
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El Alcázar de Sevilla Romance II- Quinientos años más joven de Ángel de Saavedra
Romance II- Quinientos años más joven de Ángel de Saavedra
Quinientos años más joven
era el magnífico alcázar;
aún lustrosas sus paredes,
su alto almenaje sin faltas,
y lucientes los esmaltes
de las techumbres doradas,
mansión del rey de Castilla
orgulloso se ostentaba,
cuando del mayo florido
una apacible mañana,
en aquel salón que tiene
los balcones a la plaza,
dos ilustres personajes
en grande silencio estaban:
un caballero era el uno;
el otro, una hermosa dama.
Rica berberisca alfombra,
del rey moro de Granada
don o tributo, cubría
las losas de aquella cuadra.
Un cortinaje de seda
con listas y flores varias,
matizado en el Oriente
que galeras venecianas
(tal vez de su Dux regalo)
trajeron a nuestra España,
del abierto balconaje
el radiante sol templaba.
En el testero de enfrente,
de maderas cinceladas
un rico oratorio había
con embutidos de nácar,
y en él la imagen devota
de la Virgen soberana,
escultura harto mezquina,
mas no de atractivos falta,
de la cual era el adorno
una corona de plata,
reverberando en su cerco
amatistas y esmeraldas.
Un manuscrito precioso
con las oraciones santas,
ornatos de miniatura,
y de oro y marfil las tapas,
colocado se veía
sobre un atril, que formaban
de un ángel mal esculpido,
aunque con primor, las alas;
y de brocado de oro
en el suelo una almohada,
mostrando, por medio hundida,
de dos rodillas la marca.
En los muros blanqueados
con cal de Morón, de caza
pendían varios trofeos,
banderas y limpias armas;
y en una mesa o bufete,
puesta en medio de la estancia,
con un tapete cubierta,
cuyos picos arrastraban,
un templado laúd había,
un rico juego de tablas,
búcaros llenos de flores
y un cofre de filigrana.
De un balcón sentóse cerca,
muy pensativa la dama,
en un gran sillón dorado,
cuyo respaldo formaba
un dosel o guardapolvo
en una curva gallarda,
de castillos, de leones
y de corona adornada;
un vistoso brial de seda
verde y con labores varias
de sirgo y perlas, y en torno
de oro recamos y franjas,
era su traje; una toca
muy más que la nieve blanca
y un claro cendal cubrían
sus trenzas negras y largas.
Celestial era su rostro
y divina su garganta;
pero del color de cera
que miedo y penas retrata;
dos soles eran sus ojos
bajo las luengas pestañas,
donde dos perlas preciosas
prontas a correr, brillaban.
Era una fresca azucena,
a quien cruda muerte amaga,
porque un corroedor gusano
ya su hondo cáliz desgarra.
Ora un blanco pañizuelo,
con puntas bordado y randas,
revolvía con las manos
convulsas y deslustradas;
ora absorta y distraída,
agitaba en torno el aura
con un precioso abanico
de ricas plumas de Arabia.
Delgado era el caballero,
de estatura no muy alta,
vivaces ojos, la boca
inquieta, roja la barba,
pálido y enjuto el rostro,
nariz corva y afilada,
noble su porte y siniestras
y terribles sus miradas.
Envuelto en un rojo manto,
de oro bordado y con chapas,
y una gorra en la cabeza
puesta de lado con gracia,
de largo a largo medía
con pasos lentos la estancia,
y pasiones diferentes
su mudo rostro mostraba.
A veces se enrojecía,
arrojando fieras llamas
por los encendidos ojos,
hechos del infierno brasas;
luego extendían los labios
sonrisa feroz y amarga,
o en las doradas techumbres
fijaba atroces miradas;
bien apresurando el curso
de pie a cabeza temblaba;
bien repuesto proseguía
su paso noble con calma.
Así he visto al tigre fiero,
ya tranquilo, ya con rabia,
revolverse a todos lados
dentro de la estrecha jaula.
Marchando sobre la alfombra
no se oían sus pisadas;
pero sordas le crujían,
siempre que se meneaba,
canillas y choquezuelas.
Diz que el cielo (¡cosa rara!)
de igual rumor ha dotado
allá en tierras muy lejanas,
para que la evite el hombre,
a una serpiente que llaman
de cascabel, y que al punto
que se acerca pica y mata.
Doña María Padilla
era la llorosa dama,
y el callado caballero,
el rey don Pedro de España.
Quinientos años más joven
era el magnífico alcázar;
aún lustrosas sus paredes,
su alto almenaje sin faltas,
y lucientes los esmaltes
de las techumbres doradas,
mansión del rey de Castilla
orgulloso se ostentaba,
cuando del mayo florido
una apacible mañana,
en aquel salón que tiene
los balcones a la plaza,
dos ilustres personajes
en grande silencio estaban:
un caballero era el uno;
el otro, una hermosa dama.
Rica berberisca alfombra,
del rey moro de Granada
don o tributo, cubría
las losas de aquella cuadra.
Un cortinaje de seda
con listas y flores varias,
matizado en el Oriente
que galeras venecianas
(tal vez de su Dux regalo)
trajeron a nuestra España,
del abierto balconaje
el radiante sol templaba.
En el testero de enfrente,
de maderas cinceladas
un rico oratorio había
con embutidos de nácar,
y en él la imagen devota
de la Virgen soberana,
escultura harto mezquina,
mas no de atractivos falta,
de la cual era el adorno
una corona de plata,
reverberando en su cerco
amatistas y esmeraldas.
Un manuscrito precioso
con las oraciones santas,
ornatos de miniatura,
y de oro y marfil las tapas,
colocado se veía
sobre un atril, que formaban
de un ángel mal esculpido,
aunque con primor, las alas;
y de brocado de oro
en el suelo una almohada,
mostrando, por medio hundida,
de dos rodillas la marca.
En los muros blanqueados
con cal de Morón, de caza
pendían varios trofeos,
banderas y limpias armas;
y en una mesa o bufete,
puesta en medio de la estancia,
con un tapete cubierta,
cuyos picos arrastraban,
un templado laúd había,
un rico juego de tablas,
búcaros llenos de flores
y un cofre de filigrana.
De un balcón sentóse cerca,
muy pensativa la dama,
en un gran sillón dorado,
cuyo respaldo formaba
un dosel o guardapolvo
en una curva gallarda,
de castillos, de leones
y de corona adornada;
un vistoso brial de seda
verde y con labores varias
de sirgo y perlas, y en torno
de oro recamos y franjas,
era su traje; una toca
muy más que la nieve blanca
y un claro cendal cubrían
sus trenzas negras y largas.
Celestial era su rostro
y divina su garganta;
pero del color de cera
que miedo y penas retrata;
dos soles eran sus ojos
bajo las luengas pestañas,
donde dos perlas preciosas
prontas a correr, brillaban.
Era una fresca azucena,
a quien cruda muerte amaga,
porque un corroedor gusano
ya su hondo cáliz desgarra.
Ora un blanco pañizuelo,
con puntas bordado y randas,
revolvía con las manos
convulsas y deslustradas;
ora absorta y distraída,
agitaba en torno el aura
con un precioso abanico
de ricas plumas de Arabia.
Delgado era el caballero,
de estatura no muy alta,
vivaces ojos, la boca
inquieta, roja la barba,
pálido y enjuto el rostro,
nariz corva y afilada,
noble su porte y siniestras
y terribles sus miradas.
Envuelto en un rojo manto,
de oro bordado y con chapas,
y una gorra en la cabeza
puesta de lado con gracia,
de largo a largo medía
con pasos lentos la estancia,
y pasiones diferentes
su mudo rostro mostraba.
A veces se enrojecía,
arrojando fieras llamas
por los encendidos ojos,
hechos del infierno brasas;
luego extendían los labios
sonrisa feroz y amarga,
o en las doradas techumbres
fijaba atroces miradas;
bien apresurando el curso
de pie a cabeza temblaba;
bien repuesto proseguía
su paso noble con calma.
Así he visto al tigre fiero,
ya tranquilo, ya con rabia,
revolverse a todos lados
dentro de la estrecha jaula.
Marchando sobre la alfombra
no se oían sus pisadas;
pero sordas le crujían,
siempre que se meneaba,
canillas y choquezuelas.
Diz que el cielo (¡cosa rara!)
de igual rumor ha dotado
allá en tierras muy lejanas,
para que la evite el hombre,
a una serpiente que llaman
de cascabel, y que al punto
que se acerca pica y mata.
Doña María Padilla
era la llorosa dama,
y el callado caballero,
el rey don Pedro de España.
Galius- Moderador General
- Cantidad de envíos : 2705
Puntos : 49602
Fecha de inscripción : 19/02/2013
Armando Lopez- Moderador General
- Cantidad de envíos : 5727
Puntos : 60682
Fecha de inscripción : 07/01/2012
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