UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
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Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
ANTAÑO, SI MAL NO RECUERDO...
de Arthur Rimbaud
«Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos fluían.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.— Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Y hui. ¡Oh brujas, oh miseria, oh aversión; sólo a vosotras os fue confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda humana esperanza. Sobre toda alegría, para estrangularla, realicé el sordo ataque de la bestia salvaje.
Llamé a los verdugos para morir mordiendo la culata de sus fusiles. Invoqué a las plagas para asfixiarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me lancé contra el fango. El aire del crimen me secó. Le jugué malas pasadas a la locura.
Y la primavera me dio la espantosa risa del idiota.
Pero ahora, recientemente, cuando estaba a punto de exhalar el último suspiro, pensé en buscar la llave del antiguo festín, en el que, tal vez, recobraría el apetito.
La caridad es esa llave. —¡Esta inspirada afirmación demuestra que he estado soñando!
«Seguirás siendo hiena, etc...» declara el demonio que me coronó con tan agradables adormideras. «Gánate la muerte con todos tus apetitos, y con tu egoísmo y con todos los pecados capitales».
¡Ah! Ya he aguantado bastante: —Pero, querido Satán, se lo ruego, ¡no se irrite tanto conmigo! Y a la espera de esas pequeñas vilezas que aún me falta cometer, desprendo para usted, que ama en el escritor la ausencia de toda facultad descriptiva o instructiva, unas cuantas repugnantes páginas de mi libreta de condenado.
de Arthur Rimbaud
«Antaño, si mal no recuerdo, mi vida era un festín donde se abrían todos los corazones, donde todos los vinos fluían.
Una noche, senté a la Belleza en mis rodillas. —Y la encontré amarga.— Y la injurié.
Me armé contra la justicia.
Y hui. ¡Oh brujas, oh miseria, oh aversión; sólo a vosotras os fue confiado mi tesoro!
Logré desvanecer de mi espíritu toda humana esperanza. Sobre toda alegría, para estrangularla, realicé el sordo ataque de la bestia salvaje.
Llamé a los verdugos para morir mordiendo la culata de sus fusiles. Invoqué a las plagas para asfixiarme con la arena, con la sangre. La desdicha fue mi dios. Me lancé contra el fango. El aire del crimen me secó. Le jugué malas pasadas a la locura.
Y la primavera me dio la espantosa risa del idiota.
Pero ahora, recientemente, cuando estaba a punto de exhalar el último suspiro, pensé en buscar la llave del antiguo festín, en el que, tal vez, recobraría el apetito.
La caridad es esa llave. —¡Esta inspirada afirmación demuestra que he estado soñando!
«Seguirás siendo hiena, etc...» declara el demonio que me coronó con tan agradables adormideras. «Gánate la muerte con todos tus apetitos, y con tu egoísmo y con todos los pecados capitales».
¡Ah! Ya he aguantado bastante: —Pero, querido Satán, se lo ruego, ¡no se irrite tanto conmigo! Y a la espera de esas pequeñas vilezas que aún me falta cometer, desprendo para usted, que ama en el escritor la ausencia de toda facultad descriptiva o instructiva, unas cuantas repugnantes páginas de mi libreta de condenado.
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
LA MALA SANGRE
de Arthur Rimbaud
De mis antepasados galos, tengo los ojos azul pálido, el cerebro pobre y la torpeza en la lucha. Me parece que mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos. Pero yo no me unto de grasa la cabellera.
Los galos fueron los desolladores de animales, los quemadores de hierbas más ineptos de su época.
Les debo: la idolatría y la afición al sacrilegio; ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, la lujuria, magnífica; sobre todo, mentira y pereza.
Siento horror por todos los oficios. Maestros obreros, todos campesinos, innobles. La mano en la pluma equivale a la mano en el arado. -¡Qué siglo de manos!- Yo jamás tendré una mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desespera. Los criminales asquean como castrados: yo, por mi parte, estoy- intacto y eso me da lo mismo.
¡Pero!, ¿qué es lo que ha dotado a mi lengua de tal perfidia, para que hasta aquí haya guardado y protegido mi pereza? Sin ni siquiera servirme de mi cuerpo para vivir y más ocioso que el sapo, he subsistido dondequiera. No hay familia en Europa a la que no conozca. -Hablo de familias como la mía, que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre-. ¡He conocido cada hijo de familia!
¡Si yo tuviera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me resulta bien evidente que siempre he sido de raza inferior. Yo no puedo comprender la rebelión. Mi raza no se levantó jamás sino para robar: así los lobos al animal que no mataron.
Rememoro la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Villano, hubiera yo emprendido el viaje a Tierra Santa; tengo en la cabeza rutas de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima, el culto de María, el enternecimiento por el Crucificado, despiertan en mí entre mil fantasías profanas. Estoy sentado, leproso, sobre ortigas y tiestos rotos, al pie de un muro roído por el sol. Más tarde, reitre, hubiera vivaqueado bajo las noches de Alemania.
Ah, falta aún: danzo en el aquelarre, en un rojo calvero, con niños y con viejas.
Mis recuerdos no van más lejos que esta tierra y que el cristianismo. Nunca acabaré de verme en ese pasado.
Pero siempre solo; sin familia; hasta esto, ¿qué lengua hablaba? Jamás me veo en los consejos del Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes del Cristo.
¿Qué era yo en el siglo pasado? Sólo hoy vuelvo a encontrarme. No más vagabundos, no más guerras vagas. La raza inferior lo ha cubierto todo -el pueblo, como dicen-; la razón, la nación y la ciencia. ¡Oh, la ciencia! Todo se ha hecho de nuevo. Para el cuerpo y para el alma -el viático- tenemos la medicina y la filosofía-los remedios de comadres y los arreglos de canciones populares. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química! ...
¡La ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no había de girar?
Es la visión de los números. Vamos al Espíritu. Esto es muy cierto, es oráculo esto que digo. Lo comprendo, pero como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callar.
La sangre pagana renace. El Espíritu está cerca, ¿por qué no me ayuda Cristo dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay, el Evangelio ha fenecido! ¡El Evangelio! El Evangelio.
Yo espero a Dios con gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.
Heme aquí en la playa armoricana. Ya pueden iluminarse de noche las ciudades. Mi jornada ha concluido; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como metal fundido --como hacían esos caros antepasados en torno de las hogueras.
Regresaré con miembros de hierro, la piel oscura, los ojos furiosos: de acuerdo a mi máscara, me juzgarán de raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y. brutal. Las mujeres cuidan a esos inválidos feroces que retornan de las tierras calientes. Me inmiscuiré en los asuntos políticos. Salvado.
Ahora estoy maldito, tengo horror de la patria. Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa.
No hay tal partida. Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde la edad de la razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra.
La última timidez y la última inocencia. Está dicho. No mostrar al mundo mis ascos y mis traiciones. ¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.
¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?
Mas vale guardarse de la justicia. La vida dura, el simple embrutecimiento, levantar, con el puño seco, la tapa del ataúd, sentarse, sofocarse. Así, nada de vejez, ni de peligros: el terror no es francés.
-¡Ah! estoy tan desamparado, que ofrezco a cualquier divina imagen mis ímpetus de perfección.
¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!
De profundis Domine, ¡si seré tonto!
Muy niño aún, admiraba yo al galeote intratable sobre el que siempre vuelve a cerrarse la prisión; visitaba las posadas y los albergues que él hubiera consagrado habitándolos; veía a través de su idea el cielo azul y el florido trabajo de los campos; husmeaba su fatalidad en las ciudades. Y él tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajante)-y sólo se tenía a sí, ¡a sí mismo! como testigo de su razón y de su gloria.
En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: "Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes adónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver". A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.
En las ciudades, el barro se me aparecía de pronto rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la pieza vecina, ¡como un tesoro en la selva! Buena suerte, gritaba yo, y veía en el cielo un mar de humo v de llamas; y a derecha, y, a izquierda, todas las riquezas ardían como un millar de rayos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Yo me veía ante una muchedumbre exasperada, frente al pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! ¡Como Juana de Arco! "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás he pertenecido a este pueblo; yo no he sido jamás cristiano; yo soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy una bestia: os estáis equivocando ..."
Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Yo soy un animal, un negro. Pero yo puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: tú has bebido un licor no tasado, de la fábrica de Satán. Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Inválidos y viejos son tan respetables, que merecen ser hervidos. Lo más discreto es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.
¿Conozco al menos la naturaleza? ¿Me conozco? Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera se me ocurre que a la hora en que los blancos desembarquen, yo caeré en la nada.
¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!
Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el rayo de la gracia. ¡Ah, no lo había previsto!
No he cometido mal alguno. Los días me van a ser ligeros, me será ahorrado el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, en la que vuelve a subir la luz, severa como los cirios funerarios. La suerte del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. No hay duda de que el libertinaje es tonto, el vicio es tonto; hay que arrojar lejos la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a sonar solamente la hora del puro dolor! ¿Voy a ser arrebatado como un niño para jugar en el paraíso olvidado de toda la desgracia?
¡Pronto! ¿Hay otras vidas? El sueño en medio de la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es más que un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.
El canto razonable de los ángeles se alza desde el navío salvador: es el amor divino. ¡Dos amores! Puedo morir de amor terreno, morir de abnegación. ¡Yo he dejado almas cuya pena se acrecentará con mi partida! Vos me elegisteis de entre los náufragos; ¿no son amigos míos los que quedan?
¡Salvadlos!
Me nació la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas no son ya promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios es mi fuerza y yo alabo a Dios.
El hastío ha dejado de ser mi amor. Las cóleras, los libertinajes, la locura -cuyos impulsos y desastres conozco, todo mi fardo está en el suelo. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia. Ya no sería capaz de pedir la confortación de un apaleo. No me creo embarcado para unas bodas, con Jesucristo por suegro.
No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Me abandonaron las aficiones frívolas. Ya no necesito la abnegación ni el amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: retengo mi sitio en la cúspide de esta angélica escala de buen sentido.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no... no, no puedo. Estoy demasiado disperso, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida no es suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro lugar del mundo.
¡Cómo me vuelvo solterona, lo que me falta el coraje de amar la muerte!
Si Dios me concediera la calma celeste, aérea, la plegaria, como a los antiguos santos. ¡Los santos! ¡qué fuertes! Los anacoretas, ¡artistas como ya no los hay!
¡Farsa continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que todos figuramos.
¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha!
¡Ah, los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda por mis ojos, con todo este sol! El corazón ... los miembros ...
Adónde vamos? ¿Al combate? ¡Yo soy débil! Los otros avanzan. Las herramientas, las armas... ¡el tiempo!...
¡Fuego! ¡Fuego sobre mí! ¡Aquí! O me rindo. ;Cobardes! ¡Yo me mato! ¡Yo me tiro alas patas de los caballos!
¡Ah! ...
-Ya me acostumbraré.
¡Eso sería la vida francesa, el sendero del honor!
de Arthur Rimbaud
De mis antepasados galos, tengo los ojos azul pálido, el cerebro pobre y la torpeza en la lucha. Me parece que mi vestimenta es tan bárbara como la de ellos. Pero yo no me unto de grasa la cabellera.
Los galos fueron los desolladores de animales, los quemadores de hierbas más ineptos de su época.
Les debo: la idolatría y la afición al sacrilegio; ¡oh! todos los vicios, cólera, lujuria, la lujuria, magnífica; sobre todo, mentira y pereza.
Siento horror por todos los oficios. Maestros obreros, todos campesinos, innobles. La mano en la pluma equivale a la mano en el arado. -¡Qué siglo de manos!- Yo jamás tendré una mano. Además, la domesticidad lleva demasiado lejos. La honradez de la mendicidad me desespera. Los criminales asquean como castrados: yo, por mi parte, estoy- intacto y eso me da lo mismo.
¡Pero!, ¿qué es lo que ha dotado a mi lengua de tal perfidia, para que hasta aquí haya guardado y protegido mi pereza? Sin ni siquiera servirme de mi cuerpo para vivir y más ocioso que el sapo, he subsistido dondequiera. No hay familia en Europa a la que no conozca. -Hablo de familias como la mía, que todo se lo deben a la Declaración de los Derechos del Hombre-. ¡He conocido cada hijo de familia!
¡Si yo tuviera antecedentes en un punto cualquiera de la historia de Francia!
Pero no, nada.
Me resulta bien evidente que siempre he sido de raza inferior. Yo no puedo comprender la rebelión. Mi raza no se levantó jamás sino para robar: así los lobos al animal que no mataron.
Rememoro la historia de Francia, hija mayor de la Iglesia. Villano, hubiera yo emprendido el viaje a Tierra Santa; tengo en la cabeza rutas de las llanuras suabas, panoramas de Bizancio, murallas de Solima, el culto de María, el enternecimiento por el Crucificado, despiertan en mí entre mil fantasías profanas. Estoy sentado, leproso, sobre ortigas y tiestos rotos, al pie de un muro roído por el sol. Más tarde, reitre, hubiera vivaqueado bajo las noches de Alemania.
Ah, falta aún: danzo en el aquelarre, en un rojo calvero, con niños y con viejas.
Mis recuerdos no van más lejos que esta tierra y que el cristianismo. Nunca acabaré de verme en ese pasado.
Pero siempre solo; sin familia; hasta esto, ¿qué lengua hablaba? Jamás me veo en los consejos del Cristo; ni en los consejos de los Señores, representantes del Cristo.
¿Qué era yo en el siglo pasado? Sólo hoy vuelvo a encontrarme. No más vagabundos, no más guerras vagas. La raza inferior lo ha cubierto todo -el pueblo, como dicen-; la razón, la nación y la ciencia. ¡Oh, la ciencia! Todo se ha hecho de nuevo. Para el cuerpo y para el alma -el viático- tenemos la medicina y la filosofía-los remedios de comadres y los arreglos de canciones populares. ¡Y las diversiones de los príncipes y los juegos que ellos prohibían! ¡Geografía, cosmografía, mecánica, química! ...
¡La ciencia, la nueva nobleza! El progreso. ¡El mundo marcha! ¿Por qué no había de girar?
Es la visión de los números. Vamos al Espíritu. Esto es muy cierto, es oráculo esto que digo. Lo comprendo, pero como no sé explicarme sin palabras paganas, querría callar.
La sangre pagana renace. El Espíritu está cerca, ¿por qué no me ayuda Cristo dando a mi alma nobleza y libertad? ¡Ay, el Evangelio ha fenecido! ¡El Evangelio! El Evangelio.
Yo espero a Dios con gula. Soy de raza inferior por toda la eternidad.
Heme aquí en la playa armoricana. Ya pueden iluminarse de noche las ciudades. Mi jornada ha concluido; dejo la Europa. El aire marino quemará mis pulmones; me tostarán los climas remotos. Nadar, aplastar la hierba, cazar, fumar sobre todo; beber licores fuertes como metal fundido --como hacían esos caros antepasados en torno de las hogueras.
Regresaré con miembros de hierro, la piel oscura, los ojos furiosos: de acuerdo a mi máscara, me juzgarán de raza fuerte. Tendré oro: seré ocioso y. brutal. Las mujeres cuidan a esos inválidos feroces que retornan de las tierras calientes. Me inmiscuiré en los asuntos políticos. Salvado.
Ahora estoy maldito, tengo horror de la patria. Lo mejor es un sueño bien ebrio, sobre la playa.
No hay tal partida. Retomemos los caminos de aquí, cargado con mi vicio, el vicio que ha hundido sus raíces de sufrimiento en mi flanco desde la edad de la razón, que sube al cielo, me golpea, me derriba, me arrastra.
La última timidez y la última inocencia. Está dicho. No mostrar al mundo mis ascos y mis traiciones. ¡Vamos! La caminata, el fardo, el desierto, el hastío y la cólera.
¿A quién alquilarme? ¿Qué bestia hay que adorar? ¿Qué santa imagen atacamos? ¿Qué corazones romperé? ¿Qué mentira debo sostener? ¿Entre qué sangre caminar?
Mas vale guardarse de la justicia. La vida dura, el simple embrutecimiento, levantar, con el puño seco, la tapa del ataúd, sentarse, sofocarse. Así, nada de vejez, ni de peligros: el terror no es francés.
-¡Ah! estoy tan desamparado, que ofrezco a cualquier divina imagen mis ímpetus de perfección.
¡Oh mi abnegación, oh mi caridad maravillosa! ¡Aquí abajo, no obstante!
De profundis Domine, ¡si seré tonto!
Muy niño aún, admiraba yo al galeote intratable sobre el que siempre vuelve a cerrarse la prisión; visitaba las posadas y los albergues que él hubiera consagrado habitándolos; veía a través de su idea el cielo azul y el florido trabajo de los campos; husmeaba su fatalidad en las ciudades. Y él tenía más fuerza que un santo, más sentido común que un viajante)-y sólo se tenía a sí, ¡a sí mismo! como testigo de su razón y de su gloria.
En las rutas, durante las noches de invierno, sin techo, sin ropas, sin pan, una voz me estrujaba el corazón helado: "Flaqueza o fuerza: ya está, es la fuerza. Tú no sabes adónde vas, ni por qué vas, entra en todas partes, responde a todo. No han de matarte más que si ya fueras un cadáver". A la mañana, tenía la mirada tan perdida y tan muerto el semblante que los que se encontraban conmigo acaso no me vieron.
En las ciudades, el barro se me aparecía de pronto rojo y negro, como un espejo cuando la lámpara circula en la pieza vecina, ¡como un tesoro en la selva! Buena suerte, gritaba yo, y veía en el cielo un mar de humo v de llamas; y a derecha, y, a izquierda, todas las riquezas ardían como un millar de rayos.
Pero la orgía y la camaradería de las mujeres me estaban prohibidas. Ni siquiera un compañero. Yo me veía ante una muchedumbre exasperada, frente al pelotón de ejecución, llorando la desgracia de que no hubieran podido comprender, ¡y perdonando! ¡Como Juana de Arco! "Sacerdotes, profesores, maestros, os equivocáis al entregarme a la justicia. Jamás he pertenecido a este pueblo; yo no he sido jamás cristiano; yo soy de la raza que cantaba en el suplicio; no comprendo las leyes; no tengo sentido moral, soy una bestia: os estáis equivocando ..."
Sí, tengo los ojos cerrados a vuestra luz. Yo soy un animal, un negro. Pero yo puedo ser salvado. Vosotros sois falsos negros, vosotros maniáticos, feroces, avaros. Mercader, tú eres negro; magistrado, tú eres negro; general, tú eres negro; emperador, vieja comezón, tú eres negro: tú has bebido un licor no tasado, de la fábrica de Satán. Este pueblo está inspirado por la fiebre y el cáncer. Inválidos y viejos son tan respetables, que merecen ser hervidos. Lo más discreto es abandonar este continente, donde ronda la locura para proveer de rehenes a esos miserables. Entro en el verdadero reino de los hijos de Cam.
¿Conozco al menos la naturaleza? ¿Me conozco? Basta de palabras. Sepulto a los muertos en mi vientre. ¡Gritos, tambor, danza, danza, danza, danza! Ni siquiera se me ocurre que a la hora en que los blancos desembarquen, yo caeré en la nada.
¡Hambre, sed, gritos, danza, danza, danza, danza!
Los blancos desembarcan. ¡El cañón! Hay que someterse al bautismo, vestirse, trabajar.
He recibido en el corazón el rayo de la gracia. ¡Ah, no lo había previsto!
No he cometido mal alguno. Los días me van a ser ligeros, me será ahorrado el arrepentimiento. No habré padecido los tormentos del alma casi muerta para el bien, en la que vuelve a subir la luz, severa como los cirios funerarios. La suerte del hijo de familia, féretro prematuro cubierto de límpidas lágrimas. No hay duda de que el libertinaje es tonto, el vicio es tonto; hay que arrojar lejos la podredumbre. ¡Pero el reloj no habrá llegado a sonar solamente la hora del puro dolor! ¿Voy a ser arrebatado como un niño para jugar en el paraíso olvidado de toda la desgracia?
¡Pronto! ¿Hay otras vidas? El sueño en medio de la riqueza es imposible. La riqueza siempre ha sido bien público. Sólo el amor divino otorga las llaves de la ciencia. Veo que la naturaleza no es más que un espectáculo de bondad. Adiós quimeras, ideales, errores.
El canto razonable de los ángeles se alza desde el navío salvador: es el amor divino. ¡Dos amores! Puedo morir de amor terreno, morir de abnegación. ¡Yo he dejado almas cuya pena se acrecentará con mi partida! Vos me elegisteis de entre los náufragos; ¿no son amigos míos los que quedan?
¡Salvadlos!
Me nació la razón. El mundo es bueno. Bendeciré la vida. Amaré a mis hermanos. Estas no son ya promesas infantiles. Ni la esperanza de escapar a la vejez y a la muerte. Dios es mi fuerza y yo alabo a Dios.
El hastío ha dejado de ser mi amor. Las cóleras, los libertinajes, la locura -cuyos impulsos y desastres conozco, todo mi fardo está en el suelo. Apreciemos sin vértigo la extensión de mi inocencia. Ya no sería capaz de pedir la confortación de un apaleo. No me creo embarcado para unas bodas, con Jesucristo por suegro.
No soy prisionero de mi razón. He dicho: Dios. Quiero la libertad en la salvación: ¿cómo alcanzarla? Me abandonaron las aficiones frívolas. Ya no necesito la abnegación ni el amor divino. No echo de menos el siglo de los corazones sensibles. Cada cual tiene su razón, desprecio y caridad: retengo mi sitio en la cúspide de esta angélica escala de buen sentido.
En cuanto a la felicidad establecida, doméstica o no... no, no puedo. Estoy demasiado disperso, demasiado débil. La vida florece por el trabajo, vieja verdad: en cuanto a mí, mi vida no es suficientemente pesada, vuela y flota lejos por encima de la acción, ese caro lugar del mundo.
¡Cómo me vuelvo solterona, lo que me falta el coraje de amar la muerte!
Si Dios me concediera la calma celeste, aérea, la plegaria, como a los antiguos santos. ¡Los santos! ¡qué fuertes! Los anacoretas, ¡artistas como ya no los hay!
¡Farsa continua! Mi inocencia me da ganas de llorar. La vida es la farsa en la que todos figuramos.
¡Basta! He aquí el castigo. ¡En marcha!
¡Ah, los pulmones arden, las sienes zumban! ¡La noche rueda por mis ojos, con todo este sol! El corazón ... los miembros ...
Adónde vamos? ¿Al combate? ¡Yo soy débil! Los otros avanzan. Las herramientas, las armas... ¡el tiempo!...
¡Fuego! ¡Fuego sobre mí! ¡Aquí! O me rindo. ;Cobardes! ¡Yo me mato! ¡Yo me tiro alas patas de los caballos!
¡Ah! ...
-Ya me acostumbraré.
¡Eso sería la vida francesa, el sendero del honor!
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
NOCHE DEL INFIERNO
de Arthur Rimbaud
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno! ¡Miren cómo el fuego se aviva! Ardo como corresponde. ¡Continúa, demonio!
Pude entrever la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¡Cómo describir la visión cuando el aire del infierno no permite himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué sé yo?
¡Las nobles ambiciones!
¡Y aún sigo con vida!— ¡Pero la condena es eterna! Un hombre que quiere mutilarse está completamente condenado, ¿verdad? Yo me creo en el infierno, luego estoy en él. Es la ejecución del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, ustedes provacaron mi desdicha y también la suya. ¡Pobre inocente!— El infierno no puede herir a los paganos.— ¡Y aún sigo con vida! Más tarde, las delicias de la condena serán más profundas. Un crimen, rápido, para que la ley humana me lance al vacío.
¡Pero cállate, cállate ya!... Son la vergüenza y el reproche los que habitan aquí: Satán que dice que el fuego es innoble, que mi rabia es espantosamente tonta. —¡Suficiente!... Errores que me murmuran, magias, perfumes falsos, músicas pueriles.— Y decir que tengo la verdad, que veo la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy cerca de la perfección... Es sólo orgullo.— La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo, tengo sed, ¡tanta sed! Ah, la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario resonaba dulcemente... El diablo está en el campanario a esa hora. ¡María! ¡Santa virgen!...— Horror de mi bestialidad.
Esas de allá no son acaso almas honestas que me desean el bien... Vengan... Una almohada me cubre la boca, no me escuchan, son sólo fatasmas. Además, nadie piensa en su prójimo. Que nadie se acerque. Huelo carne quemada, eso es seguro.
Las alucinaciones son innumerables. Es desde luego la historia de mi vida: nada de fé en la historia, olvido de los principios. Lo callaré: poetas y visionarios se pondrían celosos. Dado que soy mil veces más adinerado, seamos avaros como el mar.
¡Pero vean! El reloj de la vida se detuvo justo ahora. Ya no estoy en el mundo.— La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo— y el cielo arriba.— Éxtasis, pesadilla, sueño en un nido de fuego.
Cuántas malicias se muestran en el campo... Satán Ferdinand, corre con las semillas de las malezas... Jesús camina sobre las zarzas purpúreas, sin doblarlas... Jesús caminaba sobre las aguas agitadas. El farol nos lo muestra de pie, blanco y de trenzas castañas, en el flanco de una ola de esmeralda...
Voy a develar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, futuro, pasado, cosmogonía, nada. Soy maestro en fantasmagorías.
¡Escuchen!...
¡Tengo todos los talentos!— No hay nadie aquí y al mismo tiempo hay alguien: jamás querría desparramar mi tesoro.— ¿Quieren cantos negros, danzas de ninfas? ¿Quieren que yo desaparezca, que me zambulla en la búsqueda del anillo? ¿Lo quieren? Fabricaré oro, medicamentos.
Así que confíen en mí, la fé mitiga, guía, cura. Todos, vengan,— hasta los niños,— que yo los consolaré, para derramar sobre ustedes su corazón,— ¡el corazón maravilloso!— ¡Pobres hombres trabajadores! Yo no les pido plegarias; tan sólo con su confianza, yo estaré feliz.
— Y pensemos en mí. Esto no me hace extrañar el mundo. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida no fue más que dulces locuras, es bien lamentable.
¡Bah! Hagamos todas las muecas imaginables.
Decididamente, estamos lejos del mundo. No hay más sonidos. Mi tacto ha desaparecido. ¡Ah! Mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días... ¡Pero qué fatigado estoy!
Debería tener mi infierno por la rabia, mi infierno por el orgullo,— y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.
Muero de cansancio. Es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de los horrores! Satán, farsante, tú quieres disolverme con tus encantos. ¡Yo reclamo! Reclamo un golpe de tridente, una gota de fuego.
¡Ah, remontar a la vida! Echarle un ojo a nuestras deformidades. ¡Y ese veneno, ese beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad, la crueldad del mundo! ¡Mi dios, piedad, escóndeme, me siento demasiado mal!— Estoy escondido y al mismo tiempo no lo estoy.
Es el fuego que se reaviva con su condenado.
de Arthur Rimbaud
Me tragué un magnífico sorbo de veneno.— ¡Bendito sea tres veces el consejo que me dieron!— Las entrañas me queman. La violencia del veneno retuerce mis extremidades, me deforma, me tumba contra el suelo. Muero de sed, me sofoco, y no puedo gritar. ¡Es el infierno, el castigo eterno! ¡Miren cómo el fuego se aviva! Ardo como corresponde. ¡Continúa, demonio!
Pude entrever la conversión al bien y a la felicidad, la salvación. ¡Cómo describir la visión cuando el aire del infierno no permite himnos! Eran millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza y la paz, las nobles ambiciones, ¿qué sé yo?
¡Las nobles ambiciones!
¡Y aún sigo con vida!— ¡Pero la condena es eterna! Un hombre que quiere mutilarse está completamente condenado, ¿verdad? Yo me creo en el infierno, luego estoy en él. Es la ejecución del catecismo. Soy esclavo de mi bautismo. Padres, ustedes provacaron mi desdicha y también la suya. ¡Pobre inocente!— El infierno no puede herir a los paganos.— ¡Y aún sigo con vida! Más tarde, las delicias de la condena serán más profundas. Un crimen, rápido, para que la ley humana me lance al vacío.
¡Pero cállate, cállate ya!... Son la vergüenza y el reproche los que habitan aquí: Satán que dice que el fuego es innoble, que mi rabia es espantosamente tonta. —¡Suficiente!... Errores que me murmuran, magias, perfumes falsos, músicas pueriles.— Y decir que tengo la verdad, que veo la justicia: tengo un juicio sano y firme, estoy cerca de la perfección... Es sólo orgullo.— La piel de mi cabeza se reseca. ¡Piedad! Señor, tengo miedo, tengo sed, ¡tanta sed! Ah, la infancia, la hierba, la lluvia, el lago sobre las piedras, el claro de luna cuando el campanario resonaba dulcemente... El diablo está en el campanario a esa hora. ¡María! ¡Santa virgen!...— Horror de mi bestialidad.
Esas de allá no son acaso almas honestas que me desean el bien... Vengan... Una almohada me cubre la boca, no me escuchan, son sólo fatasmas. Además, nadie piensa en su prójimo. Que nadie se acerque. Huelo carne quemada, eso es seguro.
Las alucinaciones son innumerables. Es desde luego la historia de mi vida: nada de fé en la historia, olvido de los principios. Lo callaré: poetas y visionarios se pondrían celosos. Dado que soy mil veces más adinerado, seamos avaros como el mar.
¡Pero vean! El reloj de la vida se detuvo justo ahora. Ya no estoy en el mundo.— La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo— y el cielo arriba.— Éxtasis, pesadilla, sueño en un nido de fuego.
Cuántas malicias se muestran en el campo... Satán Ferdinand, corre con las semillas de las malezas... Jesús camina sobre las zarzas purpúreas, sin doblarlas... Jesús caminaba sobre las aguas agitadas. El farol nos lo muestra de pie, blanco y de trenzas castañas, en el flanco de una ola de esmeralda...
Voy a develar todos los misterios: misterios religiosos o naturales, muerte, nacimiento, futuro, pasado, cosmogonía, nada. Soy maestro en fantasmagorías.
¡Escuchen!...
¡Tengo todos los talentos!— No hay nadie aquí y al mismo tiempo hay alguien: jamás querría desparramar mi tesoro.— ¿Quieren cantos negros, danzas de ninfas? ¿Quieren que yo desaparezca, que me zambulla en la búsqueda del anillo? ¿Lo quieren? Fabricaré oro, medicamentos.
Así que confíen en mí, la fé mitiga, guía, cura. Todos, vengan,— hasta los niños,— que yo los consolaré, para derramar sobre ustedes su corazón,— ¡el corazón maravilloso!— ¡Pobres hombres trabajadores! Yo no les pido plegarias; tan sólo con su confianza, yo estaré feliz.
— Y pensemos en mí. Esto no me hace extrañar el mundo. Tengo la suerte de no sufrir más. Mi vida no fue más que dulces locuras, es bien lamentable.
¡Bah! Hagamos todas las muecas imaginables.
Decididamente, estamos lejos del mundo. No hay más sonidos. Mi tacto ha desaparecido. ¡Ah! Mi castillo, mi Sajonia, mi bosque de sauces. Las tardes, las mañanas, las noches, los días... ¡Pero qué fatigado estoy!
Debería tener mi infierno por la rabia, mi infierno por el orgullo,— y el infierno de la caricia; un concierto de infiernos.
Muero de cansancio. Es la tumba, voy hacia los gusanos, ¡horror de los horrores! Satán, farsante, tú quieres disolverme con tus encantos. ¡Yo reclamo! Reclamo un golpe de tridente, una gota de fuego.
¡Ah, remontar a la vida! Echarle un ojo a nuestras deformidades. ¡Y ese veneno, ese beso mil veces maldito! ¡Mi debilidad, la crueldad del mundo! ¡Mi dios, piedad, escóndeme, me siento demasiado mal!— Estoy escondido y al mismo tiempo no lo estoy.
Es el fuego que se reaviva con su condenado.
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
DELIRIOS I: LA VIRGEN NECIA
de Arthur Rimbaud
Escuchemos la confesión de un compañero del infierno:
«Oh divino Esposo, mi Señor, no rechacéis la confesión de la más triste de vuestras siervas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!
«¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah, perdón! ¡Cuántas lágrimas! ¡Y cuántas lágrimas pienso aún derramar!
«Después, ¡conoceré al fin al divino Esposo! Pues nací sometida a Él. —¡El otro puede golpearme hasta mientras!
«¡Por el momento, estoy atrapada en lo más profundo de este mundo! ¡Oh amigas mías...! No, no sois mis amigas... Jamás delirios ni torturas semejantes ... ¡Qué estupidez!
«¡Ah! cuánto sufro, cuánto grito. Realmente estoy sufriendo. Y sin embargo, ya todo me está permitido, pues todo se le permite a la que va cargada del desprecio de los más despreciables corazones.
«En fin, hagamos ya esta confesión, aún cuando haya de repetírla veinte veces más, —¡igual de sombría, igual de insignificante!
«Soy esclava del Esposo infernal, aquel que perdió a las vírgenes necias. Es sin duda ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí, que perdí la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo, —¡ya no podrán matarme!— ¡Cómo describíroslo! Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de duelo, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de aire fresco, Señor, si así lo consentís, si realmente lo consentís!
«Soy viuda... — Era viuda... — pero sí, antes solía ser muy seria, ¡y desde luego no nací para acabar convertida en esqueleto...!— Él era casi un niño... Sus misteriosas delicadeces me sedujeron. Y olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Voy adonde él va, hago lo que él quiere. Y a menudo se encoleriza contra mí, contra mí, contra la pobre alma. ¡El Demonio!— Porque es un Demonio, sabéis, él no es hombre.
«Y dice: «No me gustan las mujeres. El amor es para reinventarlo, eso se sabe. Las mujeres no desean más que una posición asegurada. Cuando la adquieren, corazón y belleza son dejados a un lado: sólo queda un frío desdén, el alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres, con signos de felicidad, que hubiesen podido ser buenas camaradas mías de no haber sido devoradas desde el principio por brutos tan sensibles como fogatas..."
«Lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un encanto. «Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos; se perforaban las costillas, bebían su propia la sangre. —Me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo y a tatuar, quiero ser tan repugnante como un mongol; ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme completamente loco de rabia. Jamás me muestres joyas, pues me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza la quiero toda manchada de sangre. Jamás trabajaré...» Muchas noches, mientras me poseía, revolcándonos en el piso: ¡yo luchaba con él!— Y al anochecer, ebrio a menudo, se apostaba en las calles o en las casas para darme un susto de muerte. —«De verdad que me van a cortar la garganta; será tan asqueroso». ¡Oh, esos días en que le gusta pasearse con aires de criminal!
«A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la muerte que nos hace arrepentir, de los desdichados que sin duda existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En las pocilgas donde nos emborrachábamos, él lloraba al pensar en aquellos que nos rodeaban, rebaño de miseria. Levantaba del suelo a los borrachos en las calles oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. —Luego se iba mostrando gentilezas de niñita en el catecismo.— Fingía estar enterado de todo, comercio, arte, medicina. —¡Y yo lo seguía, que más podía hacer!
«Veía todo el decorado de que, en su mente, él se rodeaba: vestimentas, paños, muebles; y yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo lo que lo conmovía, tal y como él hubiese querido crearlo para sí mismo. Cuando me parecía que su espíritu estaba inerte, lo seguía, lejos, en extrañas y complicadas acciones, buenas o malas: aún estando segura de que jamás podría entrar a su mundo. Junto a su hermoso cuerpo adormecido, cuántas horas nocturnas pasé en vela preguntándome por qué deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo deseo semejante. Reconocía que él —sin temer por su causa— podía llegar a ser un serio peligro para la sociedad. —¿Tal vez posee el secreto para cambiar la vida? No, no hace más que buscarlo, me contestaba yo. En fin, su caridad está hechizada y soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría suficiente fuerza —¡fuerza de la desesperación!— para soportarla,— para ser protegida y amada por él. Además, no podía imaginármelo con otra alma: siempre vemos nuestro Ángel, nunca el Ángel de alguien más,— creo. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado para no ver a nadie tan poco noble como vos: eso era todo. ¡Ay! dependía por completo de él. ¿Pero qué hubiera podido querer él de mi existencia cobarde y apagada? No me ayudaba a mejorar en lo absoluto, ¡si bien tampoco me mataba! Tristemente despechada, le dije algunas veces: «Te comprendo». Él se encogía de hombros.
«Así, al renovarse mi pena sin cesar y al encontrarme cada vez más perdida ante mis ojos —¡como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, si no hubiera estado para siempre condenada al olvido de todos!— tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos cariñosos, me sentía en un cielo, un cielo sombrío, en el que entraba y en el que hubiera querido ser abandonada, pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a ambos como a dos niños buenos, libres para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos reconciliábamos. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero después de una penetrante caricia, me decía: «Qué divertido te parecerá todo esto por lo que has pasado cuando yo ya no esté. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para que reposes sobre él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque tendré que irme, muy lejos, algún día. Pues hace falta que ayude a otros: es mi deber. Aunque no sea nada agradable... querida alma mía...» De inmediato yo me imaginaba, habiendo partido él, presa del vértigo, precipitada en la más terrible sombra: la muerte. Y lo obligaba a prometerme que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante, con la misma frivolidad que yo cuando le decía: «Te comprendo».
«Ah, jamás he estado celosa por él. No creo que me vaya a abandonar. ¿Qué futuro tendría? No conoce a nadie; jamás trabajará. Quiere vivir sonámbulo. ¿Con sólo su bondad y su caridad podría obtener derechos en el mundo real? Por instantes, olvido la miseria en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre los adoquines de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas. O yo despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado, —gracias a su mágico poder,— el mundo, aunque continúe siendo el mismo, me dejará a merced de mis deseos, de mis dichas, de mis indolencias. ¡Oh!, ¿me darás la vida de aventuras que existe en los libros para niños, como recompensa, después de haber sufrido tanto? Pero él no puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene remordimientos, esperanzas: pero que eso no es de mi incumbencia. ¿Le hablará a Dios? Tal vez yo debiera dirigirme a Dios. Pero estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar.
«Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería mejor que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome con todo lo que ha podido conmoverme del mundo, y se indigna si lloro.
«—¿Ves a ese elegante joven entrando a esa bella y tranquila casa? Se llama Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué sé yo? Una mujer se ha consagrado a amar a ese malvado idiota: está muerta, y sin duda es una santa allá en el cielo ahora. Tú me harás morir así como él hizo morir a esa mujer. Es nuestro suerte, la que nos toca a los corazones caritativos...» ¡Ay! había días en que todos los hombres le parecían juguetes de delirios gortescos: y se reía espantosamente, durante mucho tiempo. —Después, recobraba sus maneras de joven madre, de hermana amada. ¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero su dulzura también es mortal. En definitiva, estoy sometida a él.— ¡Ah, qué necia soy!
«Tal vez un día desaparezca maravillosamente; pero es preciso que yo lo sepa antes; si mi amiguito ha de subir a un cielo, ¡no quiero perderme su asunción!»
¡Menuda pareja!
de Arthur Rimbaud
Escuchemos la confesión de un compañero del infierno:
«Oh divino Esposo, mi Señor, no rechacéis la confesión de la más triste de vuestras siervas. Estoy perdida. Estoy borracha. Estoy impura. ¡Qué vida!
«¡Perdón, divino Señor, perdón! ¡Ah, perdón! ¡Cuántas lágrimas! ¡Y cuántas lágrimas pienso aún derramar!
«Después, ¡conoceré al fin al divino Esposo! Pues nací sometida a Él. —¡El otro puede golpearme hasta mientras!
«¡Por el momento, estoy atrapada en lo más profundo de este mundo! ¡Oh amigas mías...! No, no sois mis amigas... Jamás delirios ni torturas semejantes ... ¡Qué estupidez!
«¡Ah! cuánto sufro, cuánto grito. Realmente estoy sufriendo. Y sin embargo, ya todo me está permitido, pues todo se le permite a la que va cargada del desprecio de los más despreciables corazones.
«En fin, hagamos ya esta confesión, aún cuando haya de repetírla veinte veces más, —¡igual de sombría, igual de insignificante!
«Soy esclava del Esposo infernal, aquel que perdió a las vírgenes necias. Es sin duda ese demonio. No es un espectro, no es un fantasma. Pero a mí, que perdí la prudencia, que estoy condenada y muerta para el mundo, —¡ya no podrán matarme!— ¡Cómo describíroslo! Ya ni siquiera sé hablar. Estoy de duelo, lloro, tengo miedo. ¡Un poco de aire fresco, Señor, si así lo consentís, si realmente lo consentís!
«Soy viuda... — Era viuda... — pero sí, antes solía ser muy seria, ¡y desde luego no nací para acabar convertida en esqueleto...!— Él era casi un niño... Sus misteriosas delicadeces me sedujeron. Y olvidé todo mi deber humano para seguirlo. ¡Qué vida! La verdadera vida está ausente. No pertenecemos al mundo. Voy adonde él va, hago lo que él quiere. Y a menudo se encoleriza contra mí, contra mí, contra la pobre alma. ¡El Demonio!— Porque es un Demonio, sabéis, él no es hombre.
«Y dice: «No me gustan las mujeres. El amor es para reinventarlo, eso se sabe. Las mujeres no desean más que una posición asegurada. Cuando la adquieren, corazón y belleza son dejados a un lado: sólo queda un frío desdén, el alimento del matrimonio, hoy en día. O bien veo mujeres, con signos de felicidad, que hubiesen podido ser buenas camaradas mías de no haber sido devoradas desde el principio por brutos tan sensibles como fogatas..."
«Lo escucho hacer de la infamia una gloria, de la crueldad un encanto. «Soy de raza lejana: mis padres eran escandinavos; se perforaban las costillas, bebían su propia la sangre. —Me voy a hacer cortaduras por todo el cuerpo y a tatuar, quiero ser tan repugnante como un mongol; ya verás, aullaré por las calles. Quiero volverme completamente loco de rabia. Jamás me muestres joyas, pues me arrastraría y me retorcería sobre la alfombra. Mi riqueza la quiero toda manchada de sangre. Jamás trabajaré...» Muchas noches, mientras me poseía, revolcándonos en el piso: ¡yo luchaba con él!— Y al anochecer, ebrio a menudo, se apostaba en las calles o en las casas para darme un susto de muerte. —«De verdad que me van a cortar la garganta; será tan asqueroso». ¡Oh, esos días en que le gusta pasearse con aires de criminal!
«A veces habla, en una especie de dialecto enternecido, de la muerte que nos hace arrepentir, de los desdichados que sin duda existen, de los trabajos penosos, de las partidas que desgarran el corazón. En las pocilgas donde nos emborrachábamos, él lloraba al pensar en aquellos que nos rodeaban, rebaño de miseria. Levantaba del suelo a los borrachos en las calles oscuras. Sentía la piedad de una mala madre por los niños pequeños. —Luego se iba mostrando gentilezas de niñita en el catecismo.— Fingía estar enterado de todo, comercio, arte, medicina. —¡Y yo lo seguía, que más podía hacer!
«Veía todo el decorado de que, en su mente, él se rodeaba: vestimentas, paños, muebles; y yo le prestaba armas, otro rostro. Veía todo lo que lo conmovía, tal y como él hubiese querido crearlo para sí mismo. Cuando me parecía que su espíritu estaba inerte, lo seguía, lejos, en extrañas y complicadas acciones, buenas o malas: aún estando segura de que jamás podría entrar a su mundo. Junto a su hermoso cuerpo adormecido, cuántas horas nocturnas pasé en vela preguntándome por qué deseaba tanto evadirse de la realidad. Jamás hombre alguno tuvo deseo semejante. Reconocía que él —sin temer por su causa— podía llegar a ser un serio peligro para la sociedad. —¿Tal vez posee el secreto para cambiar la vida? No, no hace más que buscarlo, me contestaba yo. En fin, su caridad está hechizada y soy su prisionera. Ninguna otra alma tendría suficiente fuerza —¡fuerza de la desesperación!— para soportarla,— para ser protegida y amada por él. Además, no podía imaginármelo con otra alma: siempre vemos nuestro Ángel, nunca el Ángel de alguien más,— creo. Yo estaba en su alma como en un palacio que se ha abandonado para no ver a nadie tan poco noble como vos: eso era todo. ¡Ay! dependía por completo de él. ¿Pero qué hubiera podido querer él de mi existencia cobarde y apagada? No me ayudaba a mejorar en lo absoluto, ¡si bien tampoco me mataba! Tristemente despechada, le dije algunas veces: «Te comprendo». Él se encogía de hombros.
«Así, al renovarse mi pena sin cesar y al encontrarme cada vez más perdida ante mis ojos —¡como ante todos los ojos que hubieran querido mirarme, si no hubiera estado para siempre condenada al olvido de todos!— tenía cada vez más y más hambre de su bondad. Con sus besos y sus abrazos cariñosos, me sentía en un cielo, un cielo sombrío, en el que entraba y en el que hubiera querido ser abandonada, pobre, sorda, muda, ciega. Ya empezaba a acostumbrarme. Y nos veía a ambos como a dos niños buenos, libres para pasearse por el Paraíso de la tristeza. Nos reconciliábamos. Muy emocionados, trabajábamos juntos. Pero después de una penetrante caricia, me decía: «Qué divertido te parecerá todo esto por lo que has pasado cuando yo ya no esté. Cuando ya no tengas mis brazos bajo tu cuello, ni mi corazón para que reposes sobre él, ni esta boca sobre tus ojos. Porque tendré que irme, muy lejos, algún día. Pues hace falta que ayude a otros: es mi deber. Aunque no sea nada agradable... querida alma mía...» De inmediato yo me imaginaba, habiendo partido él, presa del vértigo, precipitada en la más terrible sombra: la muerte. Y lo obligaba a prometerme que no me abandonaría. Veinte veces me hizo esa promesa de amante, con la misma frivolidad que yo cuando le decía: «Te comprendo».
«Ah, jamás he estado celosa por él. No creo que me vaya a abandonar. ¿Qué futuro tendría? No conoce a nadie; jamás trabajará. Quiere vivir sonámbulo. ¿Con sólo su bondad y su caridad podría obtener derechos en el mundo real? Por instantes, olvido la miseria en que he caído: él me hará fuerte, viajaremos, cazaremos en los desiertos, dormiremos sobre los adoquines de ciudades desconocidas, sin cuidados, sin penas. O yo despertaré, y las leyes y las costumbres habrán cambiado, —gracias a su mágico poder,— el mundo, aunque continúe siendo el mismo, me dejará a merced de mis deseos, de mis dichas, de mis indolencias. ¡Oh!, ¿me darás la vida de aventuras que existe en los libros para niños, como recompensa, después de haber sufrido tanto? Pero él no puede. Ignoro su ideal. Me ha dicho que tiene remordimientos, esperanzas: pero que eso no es de mi incumbencia. ¿Le hablará a Dios? Tal vez yo debiera dirigirme a Dios. Pero estoy en lo más profundo del abismo, y ya no sé rezar.
«Si él me explicara sus tristezas, ¿las comprendería mejor que sus burlas? Me ataca, pasa horas avergonzándome con todo lo que ha podido conmoverme del mundo, y se indigna si lloro.
«—¿Ves a ese elegante joven entrando a esa bella y tranquila casa? Se llama Duval, Dufour, Armando, Mauricio, ¿qué sé yo? Una mujer se ha consagrado a amar a ese malvado idiota: está muerta, y sin duda es una santa allá en el cielo ahora. Tú me harás morir así como él hizo morir a esa mujer. Es nuestro suerte, la que nos toca a los corazones caritativos...» ¡Ay! había días en que todos los hombres le parecían juguetes de delirios gortescos: y se reía espantosamente, durante mucho tiempo. —Después, recobraba sus maneras de joven madre, de hermana amada. ¡Si fuera menos salvaje, estaríamos salvados! Pero su dulzura también es mortal. En definitiva, estoy sometida a él.— ¡Ah, qué necia soy!
«Tal vez un día desaparezca maravillosamente; pero es preciso que yo lo sepa antes; si mi amiguito ha de subir a un cielo, ¡no quiero perderme su asunción!»
¡Menuda pareja!
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
DELIRIOS II: ALQUIMIA DEL VERBO
de Arthur Rimbaud
Ahora yo. La historia de una de mis locuras.
Desde hacía largo tiempo, me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos. Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! -A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde-. Reglamenté la forma y el movimiento de cada consonante y me vanagloriaba de inventar, con ritmos instintivos, un verbo poético accesible, cualquier día, a todos los sentidos. Me reservaba la traducción.
Al principio fue un estudio. Yo escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de pájaros, de aldeanas, de rebaños,
¿Qué bebía, de hinojos en aquella maleza
Circundada de tiernos boscajes de avellanos,
Entre la bruma tibia y verde de la siesta?
¿Qué podía beber en ese joven río,
-¡Olmos sin voz, cielo oscuro, césped sin flor!
En gualdas cantimploras, sin mi choza querida?
Haciéndome sudar, algún áureo licor
Parecía el equívoco cartel de una taberna.
-Una tormenta borró el cielo. Al atardecer
El agua de los bosques huyó hacia arenas vírgenes,
Dios en los charcos carámbanos dejó caer.
Lloré mirando el oro -y no pude beber.
A las cuatro de la mañana, en el verano,
El sueño del amor aún se prolonga.
De la noche de fiesta, en los boscajes,
El olor se evapora.
Bajo del sol de las Hespérides,
Lejos, en su vasto astillero,
En mangas de camisa agítanse
Los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
Preparan los artesones dorados,
En los que la ciudad
Pintará cielos falsos.
Oh, por esos Obreros admirables,
Súbditos de algún rey de Babilonia,
¡Venus! deja un instante los Amantes
Cuya alma lleva tu corona.
Oh Reina de Pastores,
Ofrece a los trabajadores el licor de alegría,
Que apacigüe sus fuerzas,
En espera del baño de mar a mediodía.
Las vejeces poéticas eran buena parte de mi alquimia del verbo.
Me acostumbré a la alucinación simple: veía muy claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores instalada por los ángeles, calesas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; monstruos, misterios; un título de sainete erigía espantos delante de mí.
¡Después explicaba mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre: envidiaba la felicidad de los animales; las orugas, que representan la inocencia de los limbos; los topos, el sueño de la virginidad.
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo con unas especies de romances:
CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tanta paciencia tuve
Que todo lo he olvidado.
Temores y dolores
Al cielo se han volado. Y la malsana sed
Mis venas ha nublado.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tal como la pradera Entregada al olvido,
En que incienso y cizañas
Creciendo han florecido,
Bajo las sucias moscas
Y su feroz zumbido.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Yo amaba el desierto, los vergeles quemados, las tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por las callejas hediondas y con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
«General, si queda un viejo cañón sobre tus murallas derruidas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡Bombardea los espejos de los almacenes espléndidos! ¡Bombardea los salones! Haz tragar su polvo a la ciudad. Oxida las gárgolas. Llena los tocadores de briznas de rubí quemante ...»
¡Oh! el moscardón embriagado en el mingitorio de la posada, enamorado de la borraja y al que disuelve un rayo de luz.
HAMBRE
Si tengo apetito es sólo
De la tierra y de las piedras.
Yo almuerzo siempre con aire,
Hierro, carbones y peñas.
Hambres mías, girad. Hambres, cruzad
El prado de sonidos.
Atraed el veneno alegre
De los lirios.
Comed los cascotes rotos,
Piedras de viejas iglesias,
Guijas de antiguos diluvios,
Panes sueltos en grises glebas.
El lobo aullaba entre el follaje,
Las bellas plumas escupiendo
De su comida de volátiles:
Como él me estoy consumiendo.
Las ensaladas, las frutas,
Sólo esperan la cosecha;
Pero la araña del seto
No come más que violetas.
¡Que yo duerma! Que borbotee
En los altares de Salomón.
El hervor corre por la herrumbre,
Y se mezcla con el Cedrón.
Por fin, oh felicidad, oh razón, aparté del cielo el azur, que es negro, y viví, chispa de oro de la luz naturaleza. En mi alegría, adopté la expresión más bufonesca y extraviada que pueda concebirse:
¡Ha sido encontrada!
-¿ Qué?- La eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Alma mía eterna,
A tu voto haz honor,
Pese a la noche sola,
Y del día al fulgor.
¡Tú te liberas, pues,
De humanos formularios,
De impulsos ordinarios!
Y vuelas al través...
-Jamás ya la esperanza.
No hay orietur, te juro.
La ciencia y la paciencia,
El suplicio es seguro.
Ni un mañana queda,
Oh brasas de seda,
Vuestro arder
Es el deber.
Ha sido encontrada!
-¿Qué?- La Eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una manera de estropear cualquier fuerza, un enervamiento. La moral es una flaqueza del cerebro.
Me parecía que a cada ser le eran debidas otras vidas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esta familia es una camada de perros. Ante muchos hombres, hablaba yo en voz alta con un momento de alguna de sus otras vidas. De ese modo, amé a un puerco.
Ninguno de los sofismas de la locura -de la locura a la que se encierra-, fue olvidado por mí; podría repetirlos a todos; tengo el sistema.
Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos.
Tuve que viajar, para distraer los hechizos reunidos en mi cerebro. Sobre el mar, que amaba como si hubiera tenido que lavarme de una mácula, veía yo alzarse la Cruz consoladora. Había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para consagrarla a la belleza y a la fuerza.
¡La Dicha! Sus dientes, suaves para la muerte, me advertían al cantar el gallo -ad matutinum, al Christus venit-, en las ciudades más sombrías:
¡Oh castillos, oh estaciones!
¿Qué alma no tiene reproche?
Estudié el mágico enigma
De la ineludible dicha.
Saludemos su regalo,
Cuando canta el gallo galo.
Ya no tendré más envidia:
Se ha encargado de mi vida.
Su hechizo el alma y el cuerpo
Cogió, y dispersó el esfuerzo.
¡Oh castillos, oh estaciones!
La hora de su fuga, ¡oh suerte!
Será la hora de la muerte
¡Oh castillos, oh estaciones!
Todo eso ha pasado. Hoy, sé saludar la belleza.
de Arthur Rimbaud
Ahora yo. La historia de una de mis locuras.
Desde hacía largo tiempo, me jactaba de poseer todos los paisajes posibles, y encontraba irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna.
Me gustaban las pinturas idiotas, dinteles historiados, decoraciones, telas de saltimbanquis, carteles, estampas populares; la literatura anticuada, latín de iglesia, libros eróticos sin ortografía, novelas de nuestras abuelas, cuentos de hadas, libritos para niños, óperas viejas, canciones bobas, ritmos ingenuos. Soñaba con cruzadas, con viajes de descubrimientos de los que no hay relatos, con repúblicas sin historia, guerras de religión sofocadas, revoluciones de costumbres, desplazamientos de razas y de continentes: creía en todos los encantamientos.
¡Inventé el color de las vocales! -A negra, E blanca, I roja, O azul, U verde-. Reglamenté la forma y el movimiento de cada consonante y me vanagloriaba de inventar, con ritmos instintivos, un verbo poético accesible, cualquier día, a todos los sentidos. Me reservaba la traducción.
Al principio fue un estudio. Yo escribía silencios, noches, anotaba lo inexpresable. Fijaba vértigos.
Lejos de pájaros, de aldeanas, de rebaños,
¿Qué bebía, de hinojos en aquella maleza
Circundada de tiernos boscajes de avellanos,
Entre la bruma tibia y verde de la siesta?
¿Qué podía beber en ese joven río,
-¡Olmos sin voz, cielo oscuro, césped sin flor!
En gualdas cantimploras, sin mi choza querida?
Haciéndome sudar, algún áureo licor
Parecía el equívoco cartel de una taberna.
-Una tormenta borró el cielo. Al atardecer
El agua de los bosques huyó hacia arenas vírgenes,
Dios en los charcos carámbanos dejó caer.
Lloré mirando el oro -y no pude beber.
A las cuatro de la mañana, en el verano,
El sueño del amor aún se prolonga.
De la noche de fiesta, en los boscajes,
El olor se evapora.
Bajo del sol de las Hespérides,
Lejos, en su vasto astillero,
En mangas de camisa agítanse
Los Carpinteros.
En sus Desiertos de musgo, tranquilos,
Preparan los artesones dorados,
En los que la ciudad
Pintará cielos falsos.
Oh, por esos Obreros admirables,
Súbditos de algún rey de Babilonia,
¡Venus! deja un instante los Amantes
Cuya alma lleva tu corona.
Oh Reina de Pastores,
Ofrece a los trabajadores el licor de alegría,
Que apacigüe sus fuerzas,
En espera del baño de mar a mediodía.
Las vejeces poéticas eran buena parte de mi alquimia del verbo.
Me acostumbré a la alucinación simple: veía muy claramente una mezquita en lugar de una fábrica, una escuela de tambores instalada por los ángeles, calesas en las rutas del cielo, un salón en el fondo de un lago; monstruos, misterios; un título de sainete erigía espantos delante de mí.
¡Después explicaba mis sofismas mágicos con la alucinación de las palabras!
Acabé por encontrar sagrado el desorden de mi espíritu. Permanecía ocioso, presa de una pesada fiebre: envidiaba la felicidad de los animales; las orugas, que representan la inocencia de los limbos; los topos, el sueño de la virginidad.
Se me agriaba el carácter. Decía adiós al mundo con unas especies de romances:
CANCIÓN DE LA MÁS ALTA TORRE
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tanta paciencia tuve
Que todo lo he olvidado.
Temores y dolores
Al cielo se han volado. Y la malsana sed
Mis venas ha nublado.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Tal como la pradera Entregada al olvido,
En que incienso y cizañas
Creciendo han florecido,
Bajo las sucias moscas
Y su feroz zumbido.
Que llegue, que llegue,
El tiempo en que se quiere.
Yo amaba el desierto, los vergeles quemados, las tiendas marchitas, las bebidas tibias. Me arrastraba por las callejas hediondas y con los ojos cerrados, me ofrecía al sol, dios de fuego.
«General, si queda un viejo cañón sobre tus murallas derruidas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡Bombardea los espejos de los almacenes espléndidos! ¡Bombardea los salones! Haz tragar su polvo a la ciudad. Oxida las gárgolas. Llena los tocadores de briznas de rubí quemante ...»
¡Oh! el moscardón embriagado en el mingitorio de la posada, enamorado de la borraja y al que disuelve un rayo de luz.
HAMBRE
Si tengo apetito es sólo
De la tierra y de las piedras.
Yo almuerzo siempre con aire,
Hierro, carbones y peñas.
Hambres mías, girad. Hambres, cruzad
El prado de sonidos.
Atraed el veneno alegre
De los lirios.
Comed los cascotes rotos,
Piedras de viejas iglesias,
Guijas de antiguos diluvios,
Panes sueltos en grises glebas.
El lobo aullaba entre el follaje,
Las bellas plumas escupiendo
De su comida de volátiles:
Como él me estoy consumiendo.
Las ensaladas, las frutas,
Sólo esperan la cosecha;
Pero la araña del seto
No come más que violetas.
¡Que yo duerma! Que borbotee
En los altares de Salomón.
El hervor corre por la herrumbre,
Y se mezcla con el Cedrón.
Por fin, oh felicidad, oh razón, aparté del cielo el azur, que es negro, y viví, chispa de oro de la luz naturaleza. En mi alegría, adopté la expresión más bufonesca y extraviada que pueda concebirse:
¡Ha sido encontrada!
-¿ Qué?- La eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Alma mía eterna,
A tu voto haz honor,
Pese a la noche sola,
Y del día al fulgor.
¡Tú te liberas, pues,
De humanos formularios,
De impulsos ordinarios!
Y vuelas al través...
-Jamás ya la esperanza.
No hay orietur, te juro.
La ciencia y la paciencia,
El suplicio es seguro.
Ni un mañana queda,
Oh brasas de seda,
Vuestro arder
Es el deber.
Ha sido encontrada!
-¿Qué?- La Eternidad.
Es, al sol mezclada,
La mar.
Me convertí en una ópera fabulosa: vi que todos los seres tienen una fatalidad de dicha: la acción no es la vida, sino una manera de estropear cualquier fuerza, un enervamiento. La moral es una flaqueza del cerebro.
Me parecía que a cada ser le eran debidas otras vidas. Ese señor no sabe lo que hace: es un ángel. Esta familia es una camada de perros. Ante muchos hombres, hablaba yo en voz alta con un momento de alguna de sus otras vidas. De ese modo, amé a un puerco.
Ninguno de los sofismas de la locura -de la locura a la que se encierra-, fue olvidado por mí; podría repetirlos a todos; tengo el sistema.
Mi salud se vio amenazada. Me invadía el terror. Caía en sopores de varios días, y una vez levantado, continuaba con los sueños más tristes. Estaba maduro para la muerte, y por una ruta de peligros, mi debilidad me conducía hacia los confines del mundo y de la Cimeria, patria de la sombra y los torbellinos.
Tuve que viajar, para distraer los hechizos reunidos en mi cerebro. Sobre el mar, que amaba como si hubiera tenido que lavarme de una mácula, veía yo alzarse la Cruz consoladora. Había sido condenado por el arco iris. La Dicha era mi fatalidad, mi remordimiento, mi gusano: mi vida sería siempre demasiado inmensa para consagrarla a la belleza y a la fuerza.
¡La Dicha! Sus dientes, suaves para la muerte, me advertían al cantar el gallo -ad matutinum, al Christus venit-, en las ciudades más sombrías:
¡Oh castillos, oh estaciones!
¿Qué alma no tiene reproche?
Estudié el mágico enigma
De la ineludible dicha.
Saludemos su regalo,
Cuando canta el gallo galo.
Ya no tendré más envidia:
Se ha encargado de mi vida.
Su hechizo el alma y el cuerpo
Cogió, y dispersó el esfuerzo.
¡Oh castillos, oh estaciones!
La hora de su fuga, ¡oh suerte!
Será la hora de la muerte
¡Oh castillos, oh estaciones!
Todo eso ha pasado. Hoy, sé saludar la belleza.
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
LO IMPOSIBLE
de Arthur Rimbaud
¡Ah! Aquella vida de mi infancia, la gran ruta a través de todos los tiempos, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos, qué estupidez más grande. —¡Y sólo ahora me doy cuenta!
—Tuve razón al despreciar a esos hombres simplones que no perderían la ocación de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy en día que ellas coinciden tan poco con nosotros.
Tuve razón en todos mis desdenes: ¡y es obvio al ver que me evado!
¡Me evado!
Me explico.
Ayer todavía suspiraba: «¡Cielos! ¡Somos demasiados condenados aquí abajo! ¡Ya he estado tanto tiempo en esta tropa! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; y nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son en extremo adecuadas.» ¿Acaso esto es para sorprenderse? ¡El mundo! ¡Los comerciantes, los ingenuos!— No estamos deshonrados.— ¿Pero cómo nos recibirían los elegidos? Ahora bien, hay gente hosca y alegre, falsos elegidos, puesto que nos falta audacia y humildad para abordarlos. Esos son los únicos elegidos. ¡Aunque no están aquí para andar bendiciendo!
Habiendo recobrado dos céntimos de razón —¡que se acaban rápido!— veo que mis dolencias nacen por no haber notado lo suficientemente pronto que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que vea la luz alterada, con forma extenuada, con movimiento desviado... ¡En fin! Lo que pasa es que mi espíritu quiere asumir absolutamente todos los desarrollos crueles que ha sufrido el espíritu desde el fin de Oriente... ¡Eso es lo que mi espíritu quiere!
... ¡Mis dos céntimos de razón se acabaron!— El espíritu es la autoridad, y quiere que yo esté en Occidente. Hará falta callarlo para concluir como yo quería.
Enviaba al diablo las palmas de los mártires, los resplandores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los ladrones; regresaba a Oriente y a la sabiduría primera y eterna.— ¡Al parecer todo fue un sueño producto de mi desbordante pereza!
Sin embargo, nunca pensé en el placer de escapar a los sufrimientos modernos. No tenía en mente la sabiduría bastarda del Corán.— ¡Pero acaso no hay un suplicio real en el hecho de que, desde la declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se engañe, se demuestre evidencias, se hinche de placer al repetirse sus demostraciones, y no viva más que así! Sutil tortura; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La naturaleza quizá podría aburrirse! El señor Prudhomme nació junto con Cristo.
¡No es acaso porque cultivamos la bruma! Devoramos este delirio junto con nuestras húmedas legumbres. ¡Y con la ebriedad! ¡Y el tabaco! ¡Y la ignorancia! ¡Y las abnegaciones!— ¿No está todo eso demasiado alejado del pensamiento de la sabiduría de Oriente, nuestra patria primitiva? ¡Para qué un mundo moderno, si se inventan semejantes venenos!
Las personas de la Iglesia dirán: Comprendemos. Pero usted se refiere al Edén. No hay ninguna relación con la historia de los pueblos orientales.— ¡Es verdad; pensaba en el Edén! ¡Qué tiene que ver con mi sueño esa pureza de las razas antiguas!
Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad simplemente se desplaza. Usted está en Occidente, pero es libre de habitar en su Oriente, tan antiguo como le haga falta,— y habitar ahí a sus anchas. No sea un perdedor. Filósofos, ustedes viven en su Occidente.
Espíritu mío, estate atento. Nada de medios de salvación violentos. ¡Ejercítate!— ¡Ah! ¡La ciencia no avanza lo suficientemente rápido para nosotros!
—Pero percibo que mi espíritu duerme.
Si se despertara siempre bien a partir de ahora, pronto estaríamos en la verdad, ¡que tal vez nos rodea con sus ángeles llorando!... —Si hubiera estado despierto hasta ahora, ¡yo no habría cedido a los instintos deletéreos en una época inmemorial!... —Si siempre hubiera estado bien despierto, ¡yo bogaría en pura sabiduría!...
¡Oh, pureza! ¡Pureza!
¡Es este minuto de vigilia el que me ha dado la visión de la pureza!— ¡Por medio del espíritu se llega a Dios!
¡Desgarrador infortunio!
de Arthur Rimbaud
¡Ah! Aquella vida de mi infancia, la gran ruta a través de todos los tiempos, sobrenaturalmente sobrio, más desinteresado que el mejor de los mendigos, orgulloso de no tener ni país ni amigos, qué estupidez más grande. —¡Y sólo ahora me doy cuenta!
—Tuve razón al despreciar a esos hombres simplones que no perderían la ocación de una caricia, parásitos de la limpieza y de la salud de nuestras mujeres, hoy en día que ellas coinciden tan poco con nosotros.
Tuve razón en todos mis desdenes: ¡y es obvio al ver que me evado!
¡Me evado!
Me explico.
Ayer todavía suspiraba: «¡Cielos! ¡Somos demasiados condenados aquí abajo! ¡Ya he estado tanto tiempo en esta tropa! Los conozco a todos. Nos reconocemos siempre; y nos damos asco. La caridad nos es desconocida. Pero somos corteses; nuestras relaciones con el mundo son en extremo adecuadas.» ¿Acaso esto es para sorprenderse? ¡El mundo! ¡Los comerciantes, los ingenuos!— No estamos deshonrados.— ¿Pero cómo nos recibirían los elegidos? Ahora bien, hay gente hosca y alegre, falsos elegidos, puesto que nos falta audacia y humildad para abordarlos. Esos son los únicos elegidos. ¡Aunque no están aquí para andar bendiciendo!
Habiendo recobrado dos céntimos de razón —¡que se acaban rápido!— veo que mis dolencias nacen por no haber notado lo suficientemente pronto que estamos en Occidente. ¡Los pantanos occidentales! No es que vea la luz alterada, con forma extenuada, con movimiento desviado... ¡En fin! Lo que pasa es que mi espíritu quiere asumir absolutamente todos los desarrollos crueles que ha sufrido el espíritu desde el fin de Oriente... ¡Eso es lo que mi espíritu quiere!
... ¡Mis dos céntimos de razón se acabaron!— El espíritu es la autoridad, y quiere que yo esté en Occidente. Hará falta callarlo para concluir como yo quería.
Enviaba al diablo las palmas de los mártires, los resplandores del arte, el orgullo de los inventores, el ardor de los ladrones; regresaba a Oriente y a la sabiduría primera y eterna.— ¡Al parecer todo fue un sueño producto de mi desbordante pereza!
Sin embargo, nunca pensé en el placer de escapar a los sufrimientos modernos. No tenía en mente la sabiduría bastarda del Corán.— ¡Pero acaso no hay un suplicio real en el hecho de que, desde la declaración de la ciencia, el cristianismo, el hombre se engañe, se demuestre evidencias, se hinche de placer al repetirse sus demostraciones, y no viva más que así! Sutil tortura; fuente de mis divagaciones espirituales. ¡La naturaleza quizá podría aburrirse! El señor Prudhomme nació junto con Cristo.
¡No es acaso porque cultivamos la bruma! Devoramos este delirio junto con nuestras húmedas legumbres. ¡Y con la ebriedad! ¡Y el tabaco! ¡Y la ignorancia! ¡Y las abnegaciones!— ¿No está todo eso demasiado alejado del pensamiento de la sabiduría de Oriente, nuestra patria primitiva? ¡Para qué un mundo moderno, si se inventan semejantes venenos!
Las personas de la Iglesia dirán: Comprendemos. Pero usted se refiere al Edén. No hay ninguna relación con la historia de los pueblos orientales.— ¡Es verdad; pensaba en el Edén! ¡Qué tiene que ver con mi sueño esa pureza de las razas antiguas!
Los filósofos: El mundo no tiene edad. La humanidad simplemente se desplaza. Usted está en Occidente, pero es libre de habitar en su Oriente, tan antiguo como le haga falta,— y habitar ahí a sus anchas. No sea un perdedor. Filósofos, ustedes viven en su Occidente.
Espíritu mío, estate atento. Nada de medios de salvación violentos. ¡Ejercítate!— ¡Ah! ¡La ciencia no avanza lo suficientemente rápido para nosotros!
—Pero percibo que mi espíritu duerme.
Si se despertara siempre bien a partir de ahora, pronto estaríamos en la verdad, ¡que tal vez nos rodea con sus ángeles llorando!... —Si hubiera estado despierto hasta ahora, ¡yo no habría cedido a los instintos deletéreos en una época inmemorial!... —Si siempre hubiera estado bien despierto, ¡yo bogaría en pura sabiduría!...
¡Oh, pureza! ¡Pureza!
¡Es este minuto de vigilia el que me ha dado la visión de la pureza!— ¡Por medio del espíritu se llega a Dios!
¡Desgarrador infortunio!
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
EL RELÁMPAGO
de Arthur Rimbaud
¡El trabajo humano es la explosión que ilumina mi abismo de cuando en cuando!
«Nada es vanidad; en marcha hacia la ciencia, ¡y adelante!» grita el Eclesiastés moderno, lo que quiere decir Todo el mundo. Y sin embargo los cadáveres de los malvados y de los vagos caen sobre el corazón de los otros... ¡Ah, rápido, un poco más rápido!; allá, más allá de la noche, esas recompensas futuras, eternas... ¿podremos esquivarlas...?
—¿Qué puedo hacer yo? Conozco el trabajo; y la ciencia es demasiado lenta. Que la plegaria galope y que la luz retumbe... me parece bien. Es demasiado sencillo, y hace demasiado calor; de seguro continuarán sin mí. Yo tengo mi deber y me enorgulleceré del mismo modo que muchos, dejándolo de lado.
Mi vida está gastada. ¡Vamos! ¡Finjamos, vaguemos, oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando con amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y reclamando las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido,— ¡sacerdote! En mi cama de hospital, el intenso olor del incienso me ha vuelto a envolver; guardián de los aromas sagrados, confesor, mártir...
Reconozco en esto la sucia educación de mi infancia. ¡Y qué!... Vivir mis veinte años porque los otros viven sus veinte años...
¡No! ¡No! ¡Desde ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo le parece demasiado ligero a mi orgullo: mi traición al mundo sería un suplicio demasiado corto. En el último momento, atacaría a diestra y siniestra...
Entonces, —¡oh, pobre alma querida!—, ¡tal vez aún no hayamos perdido la eternidad!
de Arthur Rimbaud
¡El trabajo humano es la explosión que ilumina mi abismo de cuando en cuando!
«Nada es vanidad; en marcha hacia la ciencia, ¡y adelante!» grita el Eclesiastés moderno, lo que quiere decir Todo el mundo. Y sin embargo los cadáveres de los malvados y de los vagos caen sobre el corazón de los otros... ¡Ah, rápido, un poco más rápido!; allá, más allá de la noche, esas recompensas futuras, eternas... ¿podremos esquivarlas...?
—¿Qué puedo hacer yo? Conozco el trabajo; y la ciencia es demasiado lenta. Que la plegaria galope y que la luz retumbe... me parece bien. Es demasiado sencillo, y hace demasiado calor; de seguro continuarán sin mí. Yo tengo mi deber y me enorgulleceré del mismo modo que muchos, dejándolo de lado.
Mi vida está gastada. ¡Vamos! ¡Finjamos, vaguemos, oh piedad! Y existiremos divirtiéndonos, soñando con amores monstruosos y universos fantásticos, quejándonos y reclamando las apariencias del mundo, saltimbanqui, mendigo, artista, bandido,— ¡sacerdote! En mi cama de hospital, el intenso olor del incienso me ha vuelto a envolver; guardián de los aromas sagrados, confesor, mártir...
Reconozco en esto la sucia educación de mi infancia. ¡Y qué!... Vivir mis veinte años porque los otros viven sus veinte años...
¡No! ¡No! ¡Desde ahora me rebelo contra la muerte! El trabajo le parece demasiado ligero a mi orgullo: mi traición al mundo sería un suplicio demasiado corto. En el último momento, atacaría a diestra y siniestra...
Entonces, —¡oh, pobre alma querida!—, ¡tal vez aún no hayamos perdido la eternidad!
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
MAÑANA
de Arthur Rimbaud
¿No tuve acaso una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de escribirse en hojas de oro? —¡Demasiada suerte! ¿Por culpa de qué crimen, de qué error, me hice merecedor a mi debilidad actual? Vosotros que sostenéis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, intentad relatar mi sopor y mi caída. Porque en cuanto a mí, yo ya no puedo expresarme más que como el mendigo con sus continuos Pater y Ave María. ¡Ya ni siquiera sé hablar!
No obstante, hoy por fin, creo haber terminado la narración de mi infierno. Era sin duda el infierno; el antiguo, aquel donde el hijo del hombre abrió las puertas.
Desde el mismo desierto, en la misma noche, siempre mis ojos cansados se despiertan a la estrella de plata, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿Cuándo iremos, más allá de las playas y los montes, a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, de la nueva sabiduría, la huída de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición, a adorar —¡los primeros!— la Navidad sobre la tierra?
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.
de Arthur Rimbaud
¿No tuve acaso una vez una juventud amable, heroica, fabulosa, digna de escribirse en hojas de oro? —¡Demasiada suerte! ¿Por culpa de qué crimen, de qué error, me hice merecedor a mi debilidad actual? Vosotros que sostenéis que las bestias sollozan de pena, que los enfermos desesperan, que los muertos tienen pesadillas, intentad relatar mi sopor y mi caída. Porque en cuanto a mí, yo ya no puedo expresarme más que como el mendigo con sus continuos Pater y Ave María. ¡Ya ni siquiera sé hablar!
No obstante, hoy por fin, creo haber terminado la narración de mi infierno. Era sin duda el infierno; el antiguo, aquel donde el hijo del hombre abrió las puertas.
Desde el mismo desierto, en la misma noche, siempre mis ojos cansados se despiertan a la estrella de plata, sin que se conmuevan los Reyes de la vida, los tres magos, el corazón, el alma, el espíritu. ¿Cuándo iremos, más allá de las playas y los montes, a saludar el nacimiento del nuevo trabajo, de la nueva sabiduría, la huída de los tiranos y de los demonios, el fin de la superstición, a adorar —¡los primeros!— la Navidad sobre la tierra?
¡El canto de los cielos, la marcha de los pueblos! Esclavos, no maldigamos la vida.
Re: UNA TEMPORADA EN EL INFIERNO DE ARTHUR RIMBAUD
ADIÓS
de Arthur Rimbaud
¡Otoño ya! — Pero por qué echar de menos un sol eterno si nos hemos comprometido al descubrimiento de la claridad divina, — lejos de las personas que mueren con las estaciones.
Otoño. Nuestra barca elevada en las brumas inmóviles gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con cielo manchado de fuego y barro. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! Así que no hallará su fin esa necrófaga reina de millones de almas y cadáveres que serán juzgados! Ya me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, con gusanes atestando los cabellos y las axilas y con otros aún más gruesos en el corazón, dejado entre los desconocidos sin edad, sin sentimiento... Habría podido morir allí... ¡Qué horrible evocación! Desprecio la miseria.
¡Y temo el invierno porque es la estación de la comodidad!
— A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones alegres. Un gran navío de oro, por encima de mí, agita sus pabellones multicoles bajo las brisas de la mañana. Creé todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Intenté inventar nuevas flores, nuesvos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Hasta creí haber adquirido poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Ahora debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Bella gloria de artista y de narrador desperdiciada!
¡Yo!, que me nombré mago o ángel, dispensado de toda moral, ¡ahora soy regresado al suelo, con un deber por buscar y la rugosa realidad por estrechar! ¡Campesino!
¿Me equivoqué? ¿La caridad será en mi caso hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme alimentado de mentira. Y sigamos.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir ayuda?
Sí, la nueva hora es al menos muy severa.
Ya que puedo decir que he alcanzado la victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros llenos de pestes se calman. Todos los recuerdos inmundos se borran. Las últimas cosas de las que me arrepiento se esfuman, — la envidia por los mendigos, los bandidos, los amigos de la muerte, los rezagados de toda clase.— ¡Condenados, si yo me vengara!
Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: aferrarse a los avances logrados. ¡Dura noche! ¡La sangre seca envuelve en humo mi rostro, y no tengo nada detrás de mí, excepto ese horrible arbolillo!... El combate espiritual es tan brutal como la batalla entre hombres; pero la visión de la justicia es el placer exclusivo de Dios.
Entretanto ya es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de ternura real. Y en cuanto llegue la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades.
¡Qué hablaba yo de una mano amiga! Es una admirable ventaja poderme reír de viejos amores farsantes, y cubrir de vergüenza esas parejas mentirosas, —vi el infierno de las mujeres allá abajo;— y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.
https://www.elamanecerdelapoesia.com/
de Arthur Rimbaud
¡Otoño ya! — Pero por qué echar de menos un sol eterno si nos hemos comprometido al descubrimiento de la claridad divina, — lejos de las personas que mueren con las estaciones.
Otoño. Nuestra barca elevada en las brumas inmóviles gira hacia el puerto de la miseria, la ciudad enorme con cielo manchado de fuego y barro. ¡Ah, los harapos podridos, el pan empapado por la lluvia, la ebriedad, los mil amores que me han crucificado! Así que no hallará su fin esa necrófaga reina de millones de almas y cadáveres que serán juzgados! Ya me vuelvo a ver con la piel roída por el fango y la peste, con gusanes atestando los cabellos y las axilas y con otros aún más gruesos en el corazón, dejado entre los desconocidos sin edad, sin sentimiento... Habría podido morir allí... ¡Qué horrible evocación! Desprecio la miseria.
¡Y temo el invierno porque es la estación de la comodidad!
— A veces veo en el cielo playas sin fin cubiertas de blancas naciones alegres. Un gran navío de oro, por encima de mí, agita sus pabellones multicoles bajo las brisas de la mañana. Creé todas las fiestas, todos los triunfos, todos los dramas. Intenté inventar nuevas flores, nuesvos astros, nuevas carnes, nuevas lenguas. Hasta creí haber adquirido poderes sobrenaturales. ¡Pues bien! ¡Ahora debo enterrar mi imaginación y mis recuerdos! ¡Bella gloria de artista y de narrador desperdiciada!
¡Yo!, que me nombré mago o ángel, dispensado de toda moral, ¡ahora soy regresado al suelo, con un deber por buscar y la rugosa realidad por estrechar! ¡Campesino!
¿Me equivoqué? ¿La caridad será en mi caso hermana de la muerte?
En fin, pediré perdón por haberme alimentado de mentira. Y sigamos.
¡Pero ni una mano amiga! ¿Y dónde conseguir ayuda?
Sí, la nueva hora es al menos muy severa.
Ya que puedo decir que he alcanzado la victoria: el rechinar de dientes, los silbidos de fuego, los suspiros llenos de pestes se calman. Todos los recuerdos inmundos se borran. Las últimas cosas de las que me arrepiento se esfuman, — la envidia por los mendigos, los bandidos, los amigos de la muerte, los rezagados de toda clase.— ¡Condenados, si yo me vengara!
Hay que ser absolutamente moderno.
Nada de cánticos: aferrarse a los avances logrados. ¡Dura noche! ¡La sangre seca envuelve en humo mi rostro, y no tengo nada detrás de mí, excepto ese horrible arbolillo!... El combate espiritual es tan brutal como la batalla entre hombres; pero la visión de la justicia es el placer exclusivo de Dios.
Entretanto ya es la víspera. Recibamos todos los influjos de vigor y de ternura real. Y en cuanto llegue la aurora, armados de una ardiente paciencia, entraremos a las espléndidas ciudades.
¡Qué hablaba yo de una mano amiga! Es una admirable ventaja poderme reír de viejos amores farsantes, y cubrir de vergüenza esas parejas mentirosas, —vi el infierno de las mujeres allá abajo;— y me será permitido poseer la verdad en un alma y un cuerpo.
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