El origen de las especies- Convergencia de caracteres
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El origen de las especies- Convergencia de caracteres
El origen de las especies- Convergencia de caracteres
Míster H. C. Watson piensa que he exagerado la importancia de la divergencia de caracteres —en la cual, sin embargo, parece creer— y que la convergencia, como puede llamarse, ha representado igualmente su papel. Si dos especies pertenecientes a dos géneros distintos, aunque próximos, hubiesen producido un gran número de formas nuevas y divergentes, se concibe que éstas pudieran asemejarse tanto mutuamente que tuviesen que ser clasificadas todas en el mismo género y, de este modo, los descendientes de dos géneros distintos convergirían en uno. Pero en la mayor parte de los casos sería sumamente temerario atribuir a la convergencia la semejanza íntima y general de estructura entre los descendientes modificados de formas muy diferentes. La forma de un cristal está determinada únicamente por las fuerzas moleculares, y no es sorprendente que substancias desemejantes hayan de tomar algunas veces la misma forma; pero para los seres orgánicos hemos de tener presente que la forma de cada uno depende de una infinidad de relaciones complejas, a saber: de las variaciones que han sufrido, debidas a causas demasiado intrincadas para ser indagadas; de la naturaleza de las variaciones que se han conservado o seleccionado —y esto depende de las condiciones físicas ambientes, y, en un grado todavía mayor, de los organismos que rodean a cada ser, y con los cuales entran en competencia— y, finalmente, de la herencia —que en sí misma es un elemento fluctuante— de innumerables progenitores, cada uno de los cuales ha tenido su forma, determinada por relaciones igualmente complejas. No es creíble que los descendientas de los dos organismos que primitivamente habían diferido de un modo señalado convirgiesen después tanto que llevase a toda su organización a aproximarse mucho a la identidad. Si esto hubiese ocurrido, nos encontraríamos con la misma forma, que se repetiría, independientemente de conexiones genéticas, en formaciones geológicas muy separadas; y la comparación de las pruebas se opone a semejante admisión.
Míster Watson ha hecho también la objeción de que la acción continua de la selección natural, junto con la divergencia de caracteres, tendería a producir un número indefinido de formas específicas. Por lo que se refiere a las condiciones puramente inorgánicas, parece probable que un número suficiente de especies se adaptaría pronto a todas las diferencias tan considerables de calor, humedad, etc.; pero yo admito por completo que son más importantes las relaciones mutuas de los seres orgánicos, y, como el número de especies en cualquier país va aumentando, las condiciones orgánicas de vida tienen que irse haciendo cada vez más complicadas. Por consiguiente, parece a primera vista que no hay límite para la diversificación ventajosa de estructura, ni, por tanto, para el número de especies que puedan producirse. No sabemos que esté completamente poblado de formas específicas, ni aun el territorio más fecundo: en el Cabo de Buena Esperanza y en Australia, donde vive un número de especies tan asombroso, se han aclimatado muchas plantas europeas, y la Geología nos muestra que el número de especies de conchas, desde un tiempo muy antiguo del período terciario, y el número de mamíferos, desde la mitad del mismo período, no ha aumentado mucho, si es que ha aumentado algo. ¿Qué es, pues, lo que impide un aumento indefinido en el número de especies? La cantidad de vida —no me refiero al número de formas específicas— mantenida por un territorio dependiendo tanto como depende de las condiciones físicas ha de tener un límite, y, por consiguiente, si un territorio está habitado por muchísimas especies, todas o casi todas estarán representadas por pocos individuos y estas especies estarán expuestas a destrucción por las fluctuaciones accidentales que ocurran en la naturaleza de las estaciones o en el número de sus enemigos. El proceso de destrucción en estos casos sería rápido, mientras que la producción de especies nuevas tiene que ser lenta. Imaginémonos el caso extremo de que hubiese en Inglaterra tantas especies como individuos, y el primer invierno crudo o el primer verano seco exterminaría miles y miles de especies. Las especies raras —y toda especie llegará a ser rara si el número de especies de un país aumenta indefinidamente— presentarán, según el principio tantas veces explicado, dentro de un período dado, pocas variaciones favorables; en consecuencia, se retardaría de este modo el proceso de dar nacimiento a nuevas formas específicas.
Cuando una especie llega a hacerse rarísima, los cruzamientos consanguíneos ayudarán a exterminarla; algunos autores han pensado que esto contribuye a explicar la decadencia de los bisontes en Lituania, del ciervo en Escocia y de los osos en Noruega, etc. Por último —y me inclino a pensar que éste es el elemento más importante—, una especie dominante que ha vencido ya a muchos competidores en su propia patria tenderá a extenderse y a suplantar a muchas otras. Alph. de Candolle ha demostrado que las especies que se extienden mucho tienden generalmente a extenderse muchísimo; por consiguiente, tenderán a suplantar y exterminar a diferentes especies en diferentes territorios, y de este modo, contendrán el desordenado aumento de formas específicas en el mundo. El doctor Hooker ha demostrado recientemente que en el extremo sudeste de Australia, donde evidentemente hay muchos invasores procedentes de diferentes partes del globo, el número de las especies peculiares australianas se ha reducido mucho. No pretendo decir qué importancia hay que atribuir a estas diferentes consideraciones; pero en conjunto tienen que limitar en cada país la tendencia a un aumento indefinido de formas específicas.
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