El origen de las especies- Divergencia de caracteres
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El origen de las especies- Divergencia de caracteres
El principio que he designado con estos términos es de suma importancia y explica, a mi parecer, diferentes hechos importantes. En primer lugar, las variedades, aun las muy marcadas, aunque tengan algo de carácter de especies —como lo demuestran las continuas dudas, en muchos casos, para clasificarlas—, difieren ciertamente mucho menos entre sí que las especies verdaderas y distintas. Sin embargo, en mi opinión, las variedades son especies en vías de formación o, como las he llamado, especies incipientes. ¿De qué modo, pues, la diferencia pequeña que existe entre las variedades aumenta hasta convertirse en la diferencia mayor que hay entre las especies? Que esto ocurre habitualmente debemos inferirlo de que en toda la naturaleza la mayor parte de las innumerables especies presenta diferencias bien marcadas, mientras que las variedades —los supuestos prototipos y progenitores de futuras especies bien marcadas— presentan diferencias ligeras y mal definidas. Simplemente, la suerte, como podemos llamarla, pudo hacer que una variedad difiriese en algún carácter de sus progenitores y que la descendencia de esta variedad difiera de ésta precisamente en el mismo carácter, aunque en grado mayor; pero esto solo no explicaría nunca una diferencia tan habitual y grande como la que existe entre las especies del mismo género.
Siguiendo mi costumbre, he buscado alguna luz sobre este particular en las producciones domésticas. Encontraremos en ellas algo análogo. Se admitirá que la producción de razas tan diferentes como el ganado vacuno short-horn y el de Hereford, los caballos de carrera y de tiro, las diferentes razas de palomas, etc., no pudo efectuarse en modo alguno por la simple acumulación casual de variaciones semejantes durante muchas generaciones sucesivas. En la práctica llama la atención de un cultivador una paloma con el pico ligeramente más corto; a otro criador llama la atención una paloma con el pico un poco más largo, y —según el principio conocido de que «los criadores no admiran ni admirarán un tipo medio, sino que les gustan los extremos»— ambos continuarán, como positivamente ha ocurrido con las sub-razas de la paloma volteadora, escogiendo y sacando crías de los individuos con pico cada vez más largo y con pico cada vez más corto. Más aún: podemos suponer que, en un período remoto de la historia, los hombres de una nación o país necesitaron los caballos más veloces, mientras que los de otro necesitaron caballos más fuertes y corpulentos. Las primeras diferencias serían pequeñísimas; pero en el transcurso del tiempo, por la selección continuada de caballos más veloces en un caso, y más fuertes en otro, las diferencias se harían mayores y se distinguirían como formando dos sub-razas. Por último, después de siglos, estas dos sub-razas llegarían a convertirse en dos razas distintas y bien establecidas. Al hacerse mayor la diferencia, los individuos inferiores con caracteres intermedios, que no fuesen ni muy veloces ni muy corpulentos, no se utilizarían para la cría y, de este modo, han tendido a desaparecer. Vemos, pues, en las producciones del hombre la acción de lo que puede llamarse el principio de divergencia, produciendo diferencias, primero apenas apreciables, que aumentan continuamente, y que las razas se separan, por sus caracteres, unas de otras y también del tronco común.
Pero podría preguntarse: ¿cómo puede aplicarse a la naturaleza un principio análogo? Creo que puede aplicarse, y que se aplica muy eficazmente —aun cuando pasó mucho tiempo antes de que yo viese cómo—, por la simple circunstancia de que cuanto más se diferencian los descendientes de una especie cualquiera en estructura, constitución y costumbres, tanto más capaces serán de ocupar muchos y más diferentes puestos en la economía de la naturaleza, y así podrán aumentar en número.
Podemos ver esto claramente en el caso de animales de costumbres sencillas. Tomemos el caso de un cuadrúpedo carnívoro cuyo número de individuos haya llegado desde hace tiempo al promedio que puede mantenerse en un país cualquiera. Si se deja obrar a su facultad natural de aumento, este animal sólo puede conseguir aumentar —puesto que el país no experimenta cambio alguno en sus condiciones— porque sus descendientes que varíen se apoderen de los puestos actualmente ocupados por otros animales: unos, por ejemplo, por poder alimentarse de nuevas clases de presas, muertas o vivas; otros, por habitar nuevos parajes, trepar a los árboles o frecuentar el agua, y otros, quizá por haberse hecho menos carnívoros. Cuanto más lleguen a diferenciarse en costumbres y conformación los descendientes de nuestros animales carnívoros, tantos más puestos serán capaces de ocupar.
Lo que se aplica a un animal se aplicará en todo tiempo a todos los animales, dado que varíen, pues, en otro caso, la selección natural no puede hacer nada.
Lo mismo ocurrirá con las plantas. Se ha demostrado experimentalmente que si se siembra una parcela de terreno con una sola especie de gramínea, y otra parcela semejante con varios géneros distintos de gramíneas, se puede obtener en este último caso un peso mayor de hierba seca que en el primero. Se ha visto que este mismo resultado subsiste cuando se han sembrado en espacios iguales de tierra una variedad y varias variedades mezcladas de trigo. De aquí que si una especie cualquiera de gramínea fuese variando, y fuesen seleccionadas constantemente las variedades que difiriesen entre sí del mismo modo —aunque en grado ligerísimo— que difieren las distintas especies y géneros de gramíneas, un gran número de individuos de esta especie, incluyendo sus descendientes modificados, conseguiría vivir en la misma parcala de terreno. Y sabemos que cada especie y cada variedad de gramínea da anualmente casi innumerables simientes, y está de este modo, por decirlo así, esforzándose hasta lo sumo por aumentar en número de individuos. En consecuencia, en el transcurso de muchos miles de generaciones, las variedades más diferentes de una especie de gramínea tendrían las mayores probabilidades de triunfar y aumentar el número de sus induviduos y de suplantar así a las variedades menos diferentes; y las variedades, cuando se han hecho muy diferentes entre sí, alcanzan la categoría de especies.
La verdad del principio de que la cantidad máxima de vida puede ser sostenida mediante una gran diversidad de conformaciones se ve en muchas circunstancias naturales. En una región muy pequeña, en especial si está por completo abierta a la inmigración, donde la contienda entre individuo e individuo tiene que ser severísima, encontramos siempre gran diversidad en sus habitantes. Por ejemplo: he observado que un pedazo de césped, cuya superficie era de tres pies por cuatro, que había estado expuesto durante muchos años exactamente a las mismas condiciones, contenía veinte especies de plantas, y éstas pertenecían a diez y ocho géneros y a ocho órdenes; lo que demuestra lo mucho que estas plantas diferían entre sí. Lo mismo ocurre con las plantas e insectos en las islas pequeñas y uniformes, y también en las charcas de agua dulce. Los agricultores observan que pueden obtener más productos mediante una rotación de plantas pertenecientes a órdenes los más diferentes: la naturaleza sigue lo que podría llamarse una rotación simultánea. La mayor parte de los animales o plantas que viven alrededor de un pequeño pedazo de terreno podrían vivir en él —suponiendo que su naturaleza no sea, de algún modo, extraordinaria—, y puede decirse que están esforzándose, hasta lo sumo, para vivir allí; pero se ve que, cuando entran en competencia más viva, las ventajas de la diversidad de estructura, junto con las diferencias de costumbres y constitución que las acompañan, determinan el que los habitantes que de este modo pugnaron empeñadamente pertenezcan, por regla general, a lo que llamamos géneros y órdenes diferentes.
El mismo principio se observa en la naturalización de plantas, mediante la acción del hombre, en países extranjeros. Podía esperarse que las plantas que consiguieron llegar a naturalizarse en un país cualquiera tenían que haber sido, en general, muy afines de las indígenas, pues éstas, por lo común, son consideradas como especialmente creadas y adaptadas para su propio país. También quizá podría esperarse que las plantas naturalizadas hubiesen pertenecido a un corto número de grupos más especialmente adaptados a ciertos parajes en sus nuevas localidades. Pero el caso es muy otro; y Alph. de Candolle ha hecho observar acertadamente, en su grande y admirable obra, que las floras, en proporción al número de géneros y especies indígenas, aumentan, por naturalización, mucho más en nuevos géneros que en nuevas especies. Para dar un solo ejemplo: en la última edición del Manual of the Flora of the Northern United States, del doctor Asa Gray, se enumeran 260 plantas naturalizadas, y éstas pertenecen a 162 géneros. Vemos en este caso que estas plantas naturalizadas son de naturaleza sumamente diversa. Además, difieren mucho de las plantas indígenas, pues de los 162 géneros naturalizados, no menos de cien géneros no son indígenas allí, y de este modo se ha añadido un número relativamente grande a los géneros que viven actualmente en los Estados Unidos.
Considerando la naturaleza de las plantas y animales que en un país han luchado con buen éxito con los indígenas y que han llegado a aclimatarse en él, podemos adquirir una tosca idea del modo como algunos de los seres orgánicos indígenas tendrían que modificarse para obtener ventaja sobre sus compatriotas, o podemos, por lo menos, inferir qué diversidad de conformación, llegando hasta nuevas diferencias genéricas, les sería provechosa.
La ventaja de la diversidad de estructura en los habitantes de una misma región es, en el fondo, la misma que la de la división fisiológica del trabajo en los órganos de un mismo individuo, asunto tan bien dilucidado por Milne Edwards. Ningún fisiólogo duda de que un estómago adaptado a digerir sólo materias vegetales, o sólo carne, saca más alimento de estas substancias. De igual modo, en la economía general de un país, cuanto más extensa y perfectamente diversificados para diferentes costumbres estén los animales y plantas, tanto mayor será el número de individuos que puedan mantenerse. Un conjunto de animales cuyos organismos sean poco diferentes apenas podría competir con otro de organismos más diversificados. Puede dudarse, por ejemplo, si los marsupiales australianos, que están divididos en grupos que difieren muy poco entre sí y que, como Mr. Waterhouse y otros autores han hecho observar, representan débilmente a nuestros carnívoros, rumiantes y roedores, podrían competir con buen éxito con estos órdenes bien desarrollados. En los mamíferos australianos vemos el proceso de diversificación en un estado de desarrollo primitivo e incompleto.
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