GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
2 participantes
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
Página 2 de 3.
Página 2 de 3. • 1, 2, 3
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Caja de Socorros, idea mucho mejor acogida entre los obreros. Pero los fondos de la Caja eran tan insignificantes, que, como decía Souvarine, pronto se verían agotados; y entonces los obreros se echarían fatalmente en brazos de la Internacional, con el fin de que todos sus hermanos los ayudasen.
-¿Cuánto tenéis en caja?
-Tres mil francos apenas -respondió Esteban-. Y ya sabéis que la Dirección me llamó anteayer. ¡Oh! Son muy corteses; me repitieron que no prohibían a los obreros que creasen un fondo de reserva. Pero he comprendido que querían intervenir en esto. De todos modos, tendremos que reñir una batalla por ese lado.
El tabernero se había puesto a pasear silbando con aire despreciativo.
-¡Tres mil francos! ¿Qué demonios queréis hacer con eso? No habría ni siquiera para comer pan seis días, y lo que es confiar en los extranjeros, en los mineros ingleses, sería una tontería; tanto valdría morirse de hambre a morir desde luego. ¡No! La huelga era una estupidez.
En aquel momento se cruzaron por primera vez palabras agrias entre aquellos tres hombres, que ordinariamente acababan por ponerse de acuerdo en su odio al capital.
-Vamos a ver: ¿y tú, qué dices? -replicó Esteban, dirigiéndose de nuevo a Souvarine. Éste, sin dejar su cigarrillo, respondió con aquella frase de desdén que le era habitual: -¡Las huelgas! ¡Tonterías!
Luego, en medio del silencio embarazoso que se había producido, adió con suavidad:
-En fin, no digo que no debáis hacerlo, si la cosa os divierte: eso arruina a los unos, mata a los otros, y algo es algo. Solamente que siguiendo ese sistema harían falta muchos miles de años para acabar con la humanidad. Empezad por hacer saltar ese presidio donde os morís de hambre.
Y con el brazo extendido señalaba a la Voreux, cuyos edificios se veían por la puerta que había quedado entreabierta. Pero le interrumpió un drama imprevisto. Polonia, la coneja casera, que se había atrevido a salir de la casa, entró de un salto, huyendo, y perseguida por las pedradas de una turba de muchachos; y en su espanto, con las orejas echadas atrás, el rabo recogido, fue a refugiarse entre las piernas del maquinista, acariciándole para que la tomase en brazos. Cuando la tuvo acostada sobre las rodillas, la abrigó con las dos manos, y cayó en aquella especie de somnolencia pensativa en que le sumía siempre el contacto con aquel pelo, suave como la seda.
Poco después entró Maheu en la taberna. No quiso tomar nada, a pesar de la amable insistencia de la señora Rasseneur, que vendía su cerveza como si la regalara. Esteban se había puesto en pie y los dos salieron en dirección a Montsou.
Los días de cobro parecían de fiesta en el pueblo de Montsou; estaba tan animado como en domingo de feria. De todos los barrios llegaba una muchedumbre de mineros. El despacho del cajero era muy pequeño, y los obreros preferían esperar a la puerta, en grupos, que formaban larga cola en la calle esperando vez. Algunos comerciantes ambulantes aprovechaban la ocasión para instalar puestos de patatas fritas y salchichería en medio del arroyo. Pero los que hacían buen negocio eran los taberneros, porque los trabajadores, antes de ir a cobrar, iban a buscar paciencia a fuerza de copas, y después de cobrar acudían también a celebrar el hecho. Y menos mal si no acababan por gastarse hasta el último céntimo en el Volcán.
A medida que Maheu y Esteban avanzaban por entre los grupos advirtieron que existía gran agitación, aunque sorda, pero por lo mismo más amenazadora. Muchos de los obreros cerraban los puños; palabras de rencor y de venganza corrían de boca en boca.
-¿Con qué es cierto -preguntó Maheu a Chaval, a quien encontró a la puerta del café- que han hecho al fin la porquería que temíamos?
Pero Chaval le contestó por toda respuesta con un gruñido de rabia, al par que dirigía una mirada oblicua a Esteban.
Desde las últimas subastas no trabajaba con ellos en la misma cantera, cada vez más envidioso de su compañero, que, habiendo llegado el último a las minas, se había convertido en amo del cotarro, y al cual, según decía él, todos los obreros del barrio adulaban de un modo vergonzoso.
Todo esto se complicaba con la cuestión sentimental, y ya no veía una sola vez a Catalina en Réquillart o en cualquier parte, sin echarle en cara brutalmente que dormía con el huésped de su padre; luego la abrumaba a caricias, más enamorado de ella a causa de los celos que sentía.
Maheu le dirigió esta pregunta: -¿Están cobrando ya los de la Voreux?
Y como contestara afirmativamente y les volviera la espalda, los dos hombres entraron en las oficinas para cobrar la quincena.
El despacho donde estaba la Caja era una pequeña habitación, dividida en dos por una verja de madera. Sentados en los bancos que había a lo largo de la pared, aguardaban cinco o seis mineros, mientras el cajero, ayudado por un dependiente, pagaba a otro que estaba de pie delante de la ventanilla con la gorra en la mano. En la pared se veía un anuncio escrito en un papel recién pegado, y por allí iban desfilando centenares de obreros desde las primeras horas de la mañana. Entraban de dos en dos o de tres en tres; permanecían un momento leyéndolo, y luego se marchaban sin decir palabra, encogiéndose de hombros, pero con rostro compungido.
Precisamente en aquel momento había dos carboneros delante del anuncio: un joven con cara de bruto, y un viejo muy flaco con marcada expresión de estupidez en el semblante. Ni uno ni otro sabían leer; el joven deletreaba trabajosamente, y su compañero se contentaba mirándole con cara estúpida. Muchos, como ellos, habían pasado por allí sin comprender de lo que se trataba.
-Léenos eso -dijo a su compañero Maheu, que tampoco estaba muy fuerte en la lectura.
Entonces Esteban se puso a leer el anuncio. Era una advertencia de la Compañía a los operarios de todas las minas. Les decía que, en vista del poco esmero con que se hacían los trabajos del revestimiento de madera, cansada de imponer multas inútiles, había tomado la determinación de introducir un nuevo sistema de pago para la extracción de la hulla. En lo sucesivo pagaría aparte el revestimiento, por metros cúbicos de madera empleada en él, y basándose sobre la cantidad proporcionada a las justas necesidades del trabajo. Como consecuencia natural, se disminuiría el precio señalado para cada carretilla de carbón extraído, en la proporción de cincuenta céntimos a cuarenta, teniendo en cuenta la clase de mineral y la distancia que hubiera de recorrer hasta el pozo de subida. Y un cálculo, bastante confuso por cierto, trataba de demostrar que esa baja de diez céntimos se hallaría exactamente compensada por el precio del metro cúbico de madera empleada en el revestimiento.
Además la Compañía añadía que, deseando dejar que el tiempo convenciera a todos de las ventajas que presentaba el nuevo sistema, no empezaría a aplicarlo hasta el lunes 1º de diciembre.
-¡Leed más bajo -gritó el cajero-, que no nos entendemos aquí!
Esteban terminó la lectura del cartelillo sin hacer caso de la observación. Su voz temblaba; y cuando hubo concluido, todos siguieron mirando al anuncio. Los dos mineros de que antes hablamos, el joven y el viejo, se detuvieron un instante, y luego se alejaron con ademán desesperado.
-¡Maldita sea! -murmuró Maheu.
Él y su compañero habían tomado asiento, y absortos, con la cabeza baja, esperaban, haciendo cálculos, a que les llegase el turno para cobrar. ¡Querían burlarse de ellos! Era imposible hallar la compensación de los diez. céntimos que les quitaban en cada carretilla, aunque reventaran trabajando. Cuando más, percibirían ocho céntimos, por lo cual resultaba que la Compañía les robaba dos, sin contar el tiempo que perderían en un trabajo detenido para revestir y apuntalar. ¡Lo que querían era aquella disminución de jornales! ¡Hacer economías a costa de los obreros!
-¡Maldita sea ! ¡Maldita sea! -repetía Maheu levantando la cabeza-. Somos unos calzonazos si aceptamos eso.
En aquel momento quedó libre la ventanilla, y se acercó a ella para que le pagasen. Los jefes de cuadrilla se presentaban solos a cobrar, y luego ellos repartían los jornales a sus hombres, lo cual economizaba mucho tiempo.
-Maheu y otros -dijo el cajero-: filón Filomena, cantera número siete.
Y registraba los libros donde diariamente apuntaban los capataces las carretillas extraídas por la cuadrilla. Luego añadió:
-Maheu y otros, filón Filomena, cantera número siete. Ciento treinta y cinco francos.
El cajero pagó.
-Usted perdone, señor -balbuceó el minero-. ¿Está seguro de no haberse equivocado?
Miraba aquel poco dinero sin recogerlo, empapado en un sudor frío. Seguramente esperaba una mala quincena; pero no tanto. Después de entregar su parte a Zacarías, Esteban y el otro compañero que reemplazaba a Chaval, le quedarían, cuando más, cincuenta francos para él, su padre, Catalina y Juan.
-No; no me equivoco -contestó el cajero-. Hay que desquitar dos domingos y cuatro días de descanso; o sea, nueve días de trabajo.
Maheu seguía calculando, haciendo sumas en voz baja, nueve días le daban unos treinta francos para él, dieciocho para Catalina, nueve para Juan. En cuanto al tío Buenamuerte, no había trabajado más que tres días. No importaba, porque añadiendo noventa francos de Zacarías y de los otros dos, aún debía resultar más dinero.
-Y no olvide las multas -dijo el cajero-. Veinte francos de multa por trabajos de revestimiento mal hechos.
El minero hizo un gesto de desesperación. ¡Veinte francos de multa, cuatro días de descanso forzoso! Así, salía la cuenta. ¡Y pensar que algunas veces había tenido quincenas de ciento cincuenta francos, cuando su padre estaba bueno y antes de casarse Zacarías!
-Vamos a ver: ¿toma usted el dinero o no? -exclamó el cajero que empezaba a impacientarse.- Ya ve que hay gente esperando. Si no lo quiere, dígalo.
Cuando Maheu fue a recoger el dinero con mano temblorosa el dependiente lo detuvo.
-Espere. El señor secretario general desea hablarle. Entre usted; está solo en su despacho.
Y aturdido y sin saber cómo, se encontró en un gabinete amueblado con muebles de roble, tapizados en un verde bastante desteñido.
Durante cinco minutos oyó hablar al secretario general, un señor alto, de aspecto severo, que le miraba por encima de las carpetas de papeles de que se hallaba atestada su mesa de despacho. Pero el zumbido sordo de sus oídos le impedía enterarse de las palabras de aquél. Comprendió, vagamente que se trataba de su padre, cuyo expediente de retiro estaba limitándose para concederle la pensión de ciento cincuenta francos, a los cincuenta años de edad y cuarenta de servicio. Luego le pareció que la voz del secretario era más severa. Le regañaba, acusándole de ocuparse en política, y haciendo alusiones a su huésped y a la Caja de Ahorros; por fin, se le figuró que le aconsejaba que no se comprometiera en semejante locura, ya que siempre había sido uno de los mejores operarios de la mina.
-¿Cuánto tenéis en caja?
-Tres mil francos apenas -respondió Esteban-. Y ya sabéis que la Dirección me llamó anteayer. ¡Oh! Son muy corteses; me repitieron que no prohibían a los obreros que creasen un fondo de reserva. Pero he comprendido que querían intervenir en esto. De todos modos, tendremos que reñir una batalla por ese lado.
El tabernero se había puesto a pasear silbando con aire despreciativo.
-¡Tres mil francos! ¿Qué demonios queréis hacer con eso? No habría ni siquiera para comer pan seis días, y lo que es confiar en los extranjeros, en los mineros ingleses, sería una tontería; tanto valdría morirse de hambre a morir desde luego. ¡No! La huelga era una estupidez.
En aquel momento se cruzaron por primera vez palabras agrias entre aquellos tres hombres, que ordinariamente acababan por ponerse de acuerdo en su odio al capital.
-Vamos a ver: ¿y tú, qué dices? -replicó Esteban, dirigiéndose de nuevo a Souvarine. Éste, sin dejar su cigarrillo, respondió con aquella frase de desdén que le era habitual: -¡Las huelgas! ¡Tonterías!
Luego, en medio del silencio embarazoso que se había producido, adió con suavidad:
-En fin, no digo que no debáis hacerlo, si la cosa os divierte: eso arruina a los unos, mata a los otros, y algo es algo. Solamente que siguiendo ese sistema harían falta muchos miles de años para acabar con la humanidad. Empezad por hacer saltar ese presidio donde os morís de hambre.
Y con el brazo extendido señalaba a la Voreux, cuyos edificios se veían por la puerta que había quedado entreabierta. Pero le interrumpió un drama imprevisto. Polonia, la coneja casera, que se había atrevido a salir de la casa, entró de un salto, huyendo, y perseguida por las pedradas de una turba de muchachos; y en su espanto, con las orejas echadas atrás, el rabo recogido, fue a refugiarse entre las piernas del maquinista, acariciándole para que la tomase en brazos. Cuando la tuvo acostada sobre las rodillas, la abrigó con las dos manos, y cayó en aquella especie de somnolencia pensativa en que le sumía siempre el contacto con aquel pelo, suave como la seda.
Poco después entró Maheu en la taberna. No quiso tomar nada, a pesar de la amable insistencia de la señora Rasseneur, que vendía su cerveza como si la regalara. Esteban se había puesto en pie y los dos salieron en dirección a Montsou.
Los días de cobro parecían de fiesta en el pueblo de Montsou; estaba tan animado como en domingo de feria. De todos los barrios llegaba una muchedumbre de mineros. El despacho del cajero era muy pequeño, y los obreros preferían esperar a la puerta, en grupos, que formaban larga cola en la calle esperando vez. Algunos comerciantes ambulantes aprovechaban la ocasión para instalar puestos de patatas fritas y salchichería en medio del arroyo. Pero los que hacían buen negocio eran los taberneros, porque los trabajadores, antes de ir a cobrar, iban a buscar paciencia a fuerza de copas, y después de cobrar acudían también a celebrar el hecho. Y menos mal si no acababan por gastarse hasta el último céntimo en el Volcán.
A medida que Maheu y Esteban avanzaban por entre los grupos advirtieron que existía gran agitación, aunque sorda, pero por lo mismo más amenazadora. Muchos de los obreros cerraban los puños; palabras de rencor y de venganza corrían de boca en boca.
-¿Con qué es cierto -preguntó Maheu a Chaval, a quien encontró a la puerta del café- que han hecho al fin la porquería que temíamos?
Pero Chaval le contestó por toda respuesta con un gruñido de rabia, al par que dirigía una mirada oblicua a Esteban.
Desde las últimas subastas no trabajaba con ellos en la misma cantera, cada vez más envidioso de su compañero, que, habiendo llegado el último a las minas, se había convertido en amo del cotarro, y al cual, según decía él, todos los obreros del barrio adulaban de un modo vergonzoso.
Todo esto se complicaba con la cuestión sentimental, y ya no veía una sola vez a Catalina en Réquillart o en cualquier parte, sin echarle en cara brutalmente que dormía con el huésped de su padre; luego la abrumaba a caricias, más enamorado de ella a causa de los celos que sentía.
Maheu le dirigió esta pregunta: -¿Están cobrando ya los de la Voreux?
Y como contestara afirmativamente y les volviera la espalda, los dos hombres entraron en las oficinas para cobrar la quincena.
El despacho donde estaba la Caja era una pequeña habitación, dividida en dos por una verja de madera. Sentados en los bancos que había a lo largo de la pared, aguardaban cinco o seis mineros, mientras el cajero, ayudado por un dependiente, pagaba a otro que estaba de pie delante de la ventanilla con la gorra en la mano. En la pared se veía un anuncio escrito en un papel recién pegado, y por allí iban desfilando centenares de obreros desde las primeras horas de la mañana. Entraban de dos en dos o de tres en tres; permanecían un momento leyéndolo, y luego se marchaban sin decir palabra, encogiéndose de hombros, pero con rostro compungido.
Precisamente en aquel momento había dos carboneros delante del anuncio: un joven con cara de bruto, y un viejo muy flaco con marcada expresión de estupidez en el semblante. Ni uno ni otro sabían leer; el joven deletreaba trabajosamente, y su compañero se contentaba mirándole con cara estúpida. Muchos, como ellos, habían pasado por allí sin comprender de lo que se trataba.
-Léenos eso -dijo a su compañero Maheu, que tampoco estaba muy fuerte en la lectura.
Entonces Esteban se puso a leer el anuncio. Era una advertencia de la Compañía a los operarios de todas las minas. Les decía que, en vista del poco esmero con que se hacían los trabajos del revestimiento de madera, cansada de imponer multas inútiles, había tomado la determinación de introducir un nuevo sistema de pago para la extracción de la hulla. En lo sucesivo pagaría aparte el revestimiento, por metros cúbicos de madera empleada en él, y basándose sobre la cantidad proporcionada a las justas necesidades del trabajo. Como consecuencia natural, se disminuiría el precio señalado para cada carretilla de carbón extraído, en la proporción de cincuenta céntimos a cuarenta, teniendo en cuenta la clase de mineral y la distancia que hubiera de recorrer hasta el pozo de subida. Y un cálculo, bastante confuso por cierto, trataba de demostrar que esa baja de diez céntimos se hallaría exactamente compensada por el precio del metro cúbico de madera empleada en el revestimiento.
Además la Compañía añadía que, deseando dejar que el tiempo convenciera a todos de las ventajas que presentaba el nuevo sistema, no empezaría a aplicarlo hasta el lunes 1º de diciembre.
-¡Leed más bajo -gritó el cajero-, que no nos entendemos aquí!
Esteban terminó la lectura del cartelillo sin hacer caso de la observación. Su voz temblaba; y cuando hubo concluido, todos siguieron mirando al anuncio. Los dos mineros de que antes hablamos, el joven y el viejo, se detuvieron un instante, y luego se alejaron con ademán desesperado.
-¡Maldita sea! -murmuró Maheu.
Él y su compañero habían tomado asiento, y absortos, con la cabeza baja, esperaban, haciendo cálculos, a que les llegase el turno para cobrar. ¡Querían burlarse de ellos! Era imposible hallar la compensación de los diez. céntimos que les quitaban en cada carretilla, aunque reventaran trabajando. Cuando más, percibirían ocho céntimos, por lo cual resultaba que la Compañía les robaba dos, sin contar el tiempo que perderían en un trabajo detenido para revestir y apuntalar. ¡Lo que querían era aquella disminución de jornales! ¡Hacer economías a costa de los obreros!
-¡Maldita sea ! ¡Maldita sea! -repetía Maheu levantando la cabeza-. Somos unos calzonazos si aceptamos eso.
En aquel momento quedó libre la ventanilla, y se acercó a ella para que le pagasen. Los jefes de cuadrilla se presentaban solos a cobrar, y luego ellos repartían los jornales a sus hombres, lo cual economizaba mucho tiempo.
-Maheu y otros -dijo el cajero-: filón Filomena, cantera número siete.
Y registraba los libros donde diariamente apuntaban los capataces las carretillas extraídas por la cuadrilla. Luego añadió:
-Maheu y otros, filón Filomena, cantera número siete. Ciento treinta y cinco francos.
El cajero pagó.
-Usted perdone, señor -balbuceó el minero-. ¿Está seguro de no haberse equivocado?
Miraba aquel poco dinero sin recogerlo, empapado en un sudor frío. Seguramente esperaba una mala quincena; pero no tanto. Después de entregar su parte a Zacarías, Esteban y el otro compañero que reemplazaba a Chaval, le quedarían, cuando más, cincuenta francos para él, su padre, Catalina y Juan.
-No; no me equivoco -contestó el cajero-. Hay que desquitar dos domingos y cuatro días de descanso; o sea, nueve días de trabajo.
Maheu seguía calculando, haciendo sumas en voz baja, nueve días le daban unos treinta francos para él, dieciocho para Catalina, nueve para Juan. En cuanto al tío Buenamuerte, no había trabajado más que tres días. No importaba, porque añadiendo noventa francos de Zacarías y de los otros dos, aún debía resultar más dinero.
-Y no olvide las multas -dijo el cajero-. Veinte francos de multa por trabajos de revestimiento mal hechos.
El minero hizo un gesto de desesperación. ¡Veinte francos de multa, cuatro días de descanso forzoso! Así, salía la cuenta. ¡Y pensar que algunas veces había tenido quincenas de ciento cincuenta francos, cuando su padre estaba bueno y antes de casarse Zacarías!
-Vamos a ver: ¿toma usted el dinero o no? -exclamó el cajero que empezaba a impacientarse.- Ya ve que hay gente esperando. Si no lo quiere, dígalo.
Cuando Maheu fue a recoger el dinero con mano temblorosa el dependiente lo detuvo.
-Espere. El señor secretario general desea hablarle. Entre usted; está solo en su despacho.
Y aturdido y sin saber cómo, se encontró en un gabinete amueblado con muebles de roble, tapizados en un verde bastante desteñido.
Durante cinco minutos oyó hablar al secretario general, un señor alto, de aspecto severo, que le miraba por encima de las carpetas de papeles de que se hallaba atestada su mesa de despacho. Pero el zumbido sordo de sus oídos le impedía enterarse de las palabras de aquél. Comprendió, vagamente que se trataba de su padre, cuyo expediente de retiro estaba limitándose para concederle la pensión de ciento cincuenta francos, a los cincuenta años de edad y cuarenta de servicio. Luego le pareció que la voz del secretario era más severa. Le regañaba, acusándole de ocuparse en política, y haciendo alusiones a su huésped y a la Caja de Ahorros; por fin, se le figuró que le aconsejaba que no se comprometiera en semejante locura, ya que siempre había sido uno de los mejores operarios de la mina.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Maheu quiso protestar, pero no pudiendo decir dos palabras seguidas, estrujó la gorra con sus dedos febriles y salió de allí tartamudeando:
-Ciertamente, señor secretario. Aseguro al señor secretario...
Afuera, cuando se reunió con Esteban, que le estaba esperando, estalló su furia.
-Soy un canalla, porque he debido contestar -decía-. ¡No darle a uno ni para pan, y además decirle tonterías! Sí, contra ti me ha hablado, diciendo que el barrio estaba revuelto por ti. ¿Qué hemos de hacer más que agachar la cabeza y tener paciencia, y dar las gracias encima? Tiene razón. Después de todo es lo más prudente.
Maheu dejó de hablar, mortificado a la vez por la rabia y por el temor. Esteban se había quedado pensativo. Otra vez atravesaron por entre los grupos que había en la calle. La exasperación iba en aumento; una exasperación sin gestos, sin manifestaciones exteriores, y por lo mismo más imponente y amenazadora. Algunos que sabían calcular, habían echado sus cuentas, y la noticia de que en último resultado la Compañía iba ganando dos céntimos en cada carretilla, exacerbaba los ánimos más tranquilos' Pero lo que dominaba, sobre todo, era la rabia de aquella quincena desastrosa, la sublevación del hambre por aquellos días de descanso forzoso y por aquellas multas injustas.
Si ya no se sacaba lo preciso para comer, ¿qué iba a ser de ellos, si encima les disminuían los jornales? En las tabernas se protestaba en alta voz; la rabia secaba de tal modo los gaznates, que el poco dinero cobrado se quedaba allí encima de los mostradores en cerveza y en ginebra.
Esteban y Maheu no hablaron una palabra desde Montsou a su casa. Cuando el segundo entró, su mujer, que estaba sola con los chicos, vio enseguida que no había hecho sus encargos.
-¡Bien! ¡Me gusta! -dijo-. ¿Y el café, y el azúcar, y la carne? Unas chuletas no te hubieran arruinado.
El pobre hombre no contestaba, ahogado por la emoción, que en vano procuraba dominar. Luego tuvo un gruñido de rabia, y las lágrimas inundaron su semblante, curtido por el rudo trabajo de las minas. Se había dejado caer en una silla, y lloraba como un chiquillo, mientras que con un movimiento de desesperación tiraba los cincuenta francos encima de la mesa.
-¡Toma! -murmuró-. Eso es lo que te traigo. Ése es el producto del trabajo de todos nosotros.
La mujer de Maheu miró a Esteban, y le vio silencioso y abatido. Entonces se echó a llorar también. ¿Cómo habían de vivir nueve personas quince días con cincuenta francos? Su hijo mayor se había ido de la casa, su suegro no podía ya moverse, aquello era morir. Alicia, al ver llorar a su madre, se colgó de su cuello; Enrique y Leonor sollozaban, en tanto que Estrella berreaba como de costumbre.
Y de todas las casas del barrio salió muy pronto el mismo grito de miseria. Los hombres habían vuelto a sus hogares, lamentándose unánimemente ante el desastre de aquella miserable quincena. Abriéronse las puertas, dando paso a muchas mujeres que salían a quejarse a la calle, como si de aquel modo encontraran algún consuelo.
Caía una lluvia menudita; pero ninguna de ellas la sentía, y unas a otras se llamaban, enseñándose el poco dinero que llevaban en la palma de la mano.
-¡Mira lo que le han dado! ¿No es esto burlarse de la gente?
-¡Pues si yo no tengo siquiera para pagar el pan de la quincena pasada!
-¡Pues y yo! ¡Cuenta esto! Tendré que vender hasta la camisa.
La mujer de Maheu había salido a la calle, como las demás. Un grupo numeroso se formó alrededor de la de Levaque, que era la que más chillaba; porque el borracho de su marido no había vuelto siquiera a la casa, y se temía que la paga, poca o mucha, se iba a quedar toda en el Volcán. Filomena no quitaba ojo de su suegro, para que no le escamotease a Zacarías algunos cuartos. La única que parecía un tanto tranquila era la mujer de Pierron porque su marido se arreglaba siempre de modo, nadie sabía cómo, que tenía más horas de trabajo que los demás en el libro del capataz.
Pero la Quemada opinaba que aquello era una infamia de su yerno, y estaba en cuerpo y alma con las descontentas, exagerando su furor y dirigiendo miradas amenazadoras a Montsou.
-¡Y pensar -decía sin nombrar a los de Hennebeau- que he visto pasar a su criada en coche! Sí, la cocinera, que iba en el carruaje de dos caballos, sin duda para comprar pescado en la plaza de Marchiennes.
Un grito de indignación salió de todas partes, y los juramentos y exclamaciones subieron de punto. Aquella criada con su delantal blanco, yendo en el coche de sus amos, los sacaba de quicio a todos. ¿Con que no se podía pasar sin comer pescado cuando los obreros se estaban muriendo de hambre? Pero no comerían siempre así, porque pronto llegaría la hora del triunfo de la gente pobre. Y las ideas sembradas por Esteban crecían de un modo prodigioso en medio de aquellos gritos de sublevación. Era la impaciencia por llegar a la tierra de promisión; el deseo ardiente de disfrutar, en parte, la felicidad; el afán de ver la luz al otro lado de aquel horizonte de miseria y de privaciones terribles. La injusticia iba siendo ya muy grande, y tendrían que acabar por exigir sus derechos, puesto que se les quitaba hasta el pedazo de pan que llevar a la boca. Sobre todo las mujeres hubieran querido entrar enseguida a saco en aquella ciudad ideal del progreso, donde no debía de haber pobres.
Era casi de noche, y la lluvia aumentaba y el frío se iba haciendo intenso; mas, a pesar de todo, las mujeres llenaban las calles del barrio llorando y gritando en medio de la barahúnda armada por la chiquillería.
Aquella noche en La Ventajosa quedó decidida la huelga. Rasseneur no se atrevía a combatirla, y Souvarine la aceptaba como el primer paso dado en el camino de las soluciones convenientes. Esteban resumió la situación en una sola frase: ¿La Compañía quiere la huelga? Pues la tendrá.
-Ciertamente, señor secretario. Aseguro al señor secretario...
Afuera, cuando se reunió con Esteban, que le estaba esperando, estalló su furia.
-Soy un canalla, porque he debido contestar -decía-. ¡No darle a uno ni para pan, y además decirle tonterías! Sí, contra ti me ha hablado, diciendo que el barrio estaba revuelto por ti. ¿Qué hemos de hacer más que agachar la cabeza y tener paciencia, y dar las gracias encima? Tiene razón. Después de todo es lo más prudente.
Maheu dejó de hablar, mortificado a la vez por la rabia y por el temor. Esteban se había quedado pensativo. Otra vez atravesaron por entre los grupos que había en la calle. La exasperación iba en aumento; una exasperación sin gestos, sin manifestaciones exteriores, y por lo mismo más imponente y amenazadora. Algunos que sabían calcular, habían echado sus cuentas, y la noticia de que en último resultado la Compañía iba ganando dos céntimos en cada carretilla, exacerbaba los ánimos más tranquilos' Pero lo que dominaba, sobre todo, era la rabia de aquella quincena desastrosa, la sublevación del hambre por aquellos días de descanso forzoso y por aquellas multas injustas.
Si ya no se sacaba lo preciso para comer, ¿qué iba a ser de ellos, si encima les disminuían los jornales? En las tabernas se protestaba en alta voz; la rabia secaba de tal modo los gaznates, que el poco dinero cobrado se quedaba allí encima de los mostradores en cerveza y en ginebra.
Esteban y Maheu no hablaron una palabra desde Montsou a su casa. Cuando el segundo entró, su mujer, que estaba sola con los chicos, vio enseguida que no había hecho sus encargos.
-¡Bien! ¡Me gusta! -dijo-. ¿Y el café, y el azúcar, y la carne? Unas chuletas no te hubieran arruinado.
El pobre hombre no contestaba, ahogado por la emoción, que en vano procuraba dominar. Luego tuvo un gruñido de rabia, y las lágrimas inundaron su semblante, curtido por el rudo trabajo de las minas. Se había dejado caer en una silla, y lloraba como un chiquillo, mientras que con un movimiento de desesperación tiraba los cincuenta francos encima de la mesa.
-¡Toma! -murmuró-. Eso es lo que te traigo. Ése es el producto del trabajo de todos nosotros.
La mujer de Maheu miró a Esteban, y le vio silencioso y abatido. Entonces se echó a llorar también. ¿Cómo habían de vivir nueve personas quince días con cincuenta francos? Su hijo mayor se había ido de la casa, su suegro no podía ya moverse, aquello era morir. Alicia, al ver llorar a su madre, se colgó de su cuello; Enrique y Leonor sollozaban, en tanto que Estrella berreaba como de costumbre.
Y de todas las casas del barrio salió muy pronto el mismo grito de miseria. Los hombres habían vuelto a sus hogares, lamentándose unánimemente ante el desastre de aquella miserable quincena. Abriéronse las puertas, dando paso a muchas mujeres que salían a quejarse a la calle, como si de aquel modo encontraran algún consuelo.
Caía una lluvia menudita; pero ninguna de ellas la sentía, y unas a otras se llamaban, enseñándose el poco dinero que llevaban en la palma de la mano.
-¡Mira lo que le han dado! ¿No es esto burlarse de la gente?
-¡Pues si yo no tengo siquiera para pagar el pan de la quincena pasada!
-¡Pues y yo! ¡Cuenta esto! Tendré que vender hasta la camisa.
La mujer de Maheu había salido a la calle, como las demás. Un grupo numeroso se formó alrededor de la de Levaque, que era la que más chillaba; porque el borracho de su marido no había vuelto siquiera a la casa, y se temía que la paga, poca o mucha, se iba a quedar toda en el Volcán. Filomena no quitaba ojo de su suegro, para que no le escamotease a Zacarías algunos cuartos. La única que parecía un tanto tranquila era la mujer de Pierron porque su marido se arreglaba siempre de modo, nadie sabía cómo, que tenía más horas de trabajo que los demás en el libro del capataz.
Pero la Quemada opinaba que aquello era una infamia de su yerno, y estaba en cuerpo y alma con las descontentas, exagerando su furor y dirigiendo miradas amenazadoras a Montsou.
-¡Y pensar -decía sin nombrar a los de Hennebeau- que he visto pasar a su criada en coche! Sí, la cocinera, que iba en el carruaje de dos caballos, sin duda para comprar pescado en la plaza de Marchiennes.
Un grito de indignación salió de todas partes, y los juramentos y exclamaciones subieron de punto. Aquella criada con su delantal blanco, yendo en el coche de sus amos, los sacaba de quicio a todos. ¿Con que no se podía pasar sin comer pescado cuando los obreros se estaban muriendo de hambre? Pero no comerían siempre así, porque pronto llegaría la hora del triunfo de la gente pobre. Y las ideas sembradas por Esteban crecían de un modo prodigioso en medio de aquellos gritos de sublevación. Era la impaciencia por llegar a la tierra de promisión; el deseo ardiente de disfrutar, en parte, la felicidad; el afán de ver la luz al otro lado de aquel horizonte de miseria y de privaciones terribles. La injusticia iba siendo ya muy grande, y tendrían que acabar por exigir sus derechos, puesto que se les quitaba hasta el pedazo de pan que llevar a la boca. Sobre todo las mujeres hubieran querido entrar enseguida a saco en aquella ciudad ideal del progreso, donde no debía de haber pobres.
Era casi de noche, y la lluvia aumentaba y el frío se iba haciendo intenso; mas, a pesar de todo, las mujeres llenaban las calles del barrio llorando y gritando en medio de la barahúnda armada por la chiquillería.
Aquella noche en La Ventajosa quedó decidida la huelga. Rasseneur no se atrevía a combatirla, y Souvarine la aceptaba como el primer paso dado en el camino de las soluciones convenientes. Esteban resumió la situación en una sola frase: ¿La Compañía quiere la huelga? Pues la tendrá.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Tercera parte: Capítulo V
Transcurrió una semana; el trabajo continuaba desanimado y triste, a la espera del conflicto, cada vez más inminente.
En casa de Maheu, la quincena se anunciaba peor que la anterior. Así es, que la mujer del minero, a pesar de su carácter dulce y su proverbial prudencia, se iba agriando cada vez más. ¿Pues no se había atrevido su hija Catalina a dormir una noche fuera de su casa? Al día siguiente, por la mañana, entró tan cansada, tan debilitada a consecuencia de la aventura que no pudo ir a trabajar, diciendo que no era culpa suya, porque Chaval la había detenido, amenazándole con pegarle una paliza si se marchaba. Su amante estaba loco de celos; quería impedirle que volviese a acostarse en la cama de Esteban, donde, según él, la obligaba a dormir la familia. La mujer de Maheu, furiosa, después de prohibirle que volviera a hablar con semejante bruto, quería ir a Montsou para darle de bofetadas. Pero no por eso se dejaba de perder el jornal del día, y además, Catalina decía que ya que tenía aquel querido, prefería no cambiar de hombre.
Dos días después hubo otra historia. El lunes y el martes, Juan, a quien creían en la Voreux trabajando tranquilamente, se escapó al bosque de Vandame a pasar dos días de juerga con Braulio y Lidia. Los había pervertido de tal modo, que jamás se pudo averiguar a qué entretenimientos de chiquillos precoces se habían entregado los tres juntos con verdadero furor. El chico recibió una reprensión fuerte, una azotaina terrible, propinada por su madre en medio de la calle, en presencia de todos los muchachos del barrio. ¿Se había visto cosa semejante? ¡Hijos suyos, que no habían hecho más que costarle dinero desde que nacieron, y que estaban ya obligados a ganar para ayudarla! Y en aquellas exclamaciones revivía el recuerdo de su propia infancia, de la miseria hereditaria que sufrían los de su raza desde tiempo inmemorial, acostumbrados a que los hijos ganasen dinero desde que llegaban a la edad de poder trabajar.
Aquella mañana, cuando los hombres y Catalina se fueron a la mina, la mujer de Maheu se levantó de la cama y llamó a Juan.
-¡Mira, grandísimo tunante; si se vuelve a repetir esto, te mato a palos!
En la cantera donde trabajaba entonces Maheu, la faena era penosísima. Aquella parte del filón era tan delgada, que los cortadores de arcilla, embutidos entre la pared y el techo, se destrozaban los codos y las rodillas, sin dejar de mover las herramientas. Además, cada día iba estando más húmeda; temían que de un momento a otro saltara un chorro de agua, uno de esos bruscos torrentes que rompen las rocas y arrastran a los hombres. El día antes, Esteban, al dar con el pico en una roca había sentido brotar el agua: aquello era la voz de alerta, de la que no hicieron caso. Todo se redujo a que la cantera se quedara más húmeda.
Por lo demás, el joven no pensaba ya en los accidentes posibles; pasaba allí, como sus demás compañeros, el tiempo trabajando y despreciando el peligro. Vivían en medio del grisú, sin sentir siquiera la pesadez que les producía en los párpados. Algunos días, sin embargo, cuando la luz de las linternas se azulaba más que de costumbre, pensaban en él, y arrimaban la cara a la vena para oír el ruidillo que producía el gas, un ruidillo de burbujas de aire bullendo en cada hendidura. Pero la amenaza más seria era la de un desprendimiento; porque además de la insuficiencia de los puntales de madera, que seguían haciendo de prisa y corriendo, las rocas, combatidas por el agua y por la humedad interior, se desprendían en masas enormes.
Dos veces aquel día tuvo Maheu que hacer que metieran unos puntales de madera. Eran las dos y media, y la gente iba a dejar ya el trabajo. Esteban terminaba de arrancar una masa de carbón, cuando se oyó un trueno espantoso y lejano, que retumbó en toda la mina.
-¿Qué es eso? -exclamó, deteniéndose en su tarea para escuchar. Había creído que el techo de la galería se le venía encima. Pero ya Maheu se tiraba del andamio, diciendo:
-Es un desprendimiento. ¡Pronto, pronto! ¡Fuera!
Todos se apresuraron precipitadamente a salir; pero ayudándose unos a otros con verdadero espíritu de fraternidad. Sus linternas se agitaban con violencia en el silencio de muerte que se había producido; corrían unos detrás de otros a lo largo de las galerías, con la espalda encorvado, como si galopasen a cuatro pies; y sin detener la carrera se interrogaban, y contestaban con palabra rápida y concisa: ¿Dónde habrá sido? ¡No! Era abajo más bien; en las galerías de arrastre. Cuando llegaron a la chimenea, se metieron en ella, y resbalaron uno detrás de otro, sin ocuparse de los rasguños que se hacían.
Juan, lleno de cardenales de la paliza de la víspera, no se había escapado aquel día de la mina. Trotaba descalzo detrás de su tren, para ir cerrando las compuertas de ventilación; y a veces, cuando no temía encontrarse con un capataz, se subía en la última carretilla, lo cual estaba prohibido, para evitar que se durmiesen. Pero su distracción favorita era, cada vez que el tren se detenía para cruzar con otro, ir a ver a Braulio que iba en la primera vagoneta guiando el caballo. Llegaba sin hacer ruido y sin linterna; pellizcaba a su compañero hasta que le hacía sangre, en broma; inventaba diabluras de mono, al cual se parecía con aquellos pelos rojos y rizados, aquellas orejas descomunales, aquella cara flacucha y huesosa, animada por aquellos ojillos verdes, que brillaban en la oscuridad lo mismo que los de un gato.
A pesar de su precocidad extraordinaria, parecía tener la inteligencia oscura de un aborto humano que volviera a la animalidad de origen.
Una vez Batallador se paró en seco, Juan, acercándose a Braulio: -¿Qué demonios tiene ese animal -le dijo-, que por poco me rompe las piernas con esa parada?
Tercera parte: Capítulo V
Transcurrió una semana; el trabajo continuaba desanimado y triste, a la espera del conflicto, cada vez más inminente.
En casa de Maheu, la quincena se anunciaba peor que la anterior. Así es, que la mujer del minero, a pesar de su carácter dulce y su proverbial prudencia, se iba agriando cada vez más. ¿Pues no se había atrevido su hija Catalina a dormir una noche fuera de su casa? Al día siguiente, por la mañana, entró tan cansada, tan debilitada a consecuencia de la aventura que no pudo ir a trabajar, diciendo que no era culpa suya, porque Chaval la había detenido, amenazándole con pegarle una paliza si se marchaba. Su amante estaba loco de celos; quería impedirle que volviese a acostarse en la cama de Esteban, donde, según él, la obligaba a dormir la familia. La mujer de Maheu, furiosa, después de prohibirle que volviera a hablar con semejante bruto, quería ir a Montsou para darle de bofetadas. Pero no por eso se dejaba de perder el jornal del día, y además, Catalina decía que ya que tenía aquel querido, prefería no cambiar de hombre.
Dos días después hubo otra historia. El lunes y el martes, Juan, a quien creían en la Voreux trabajando tranquilamente, se escapó al bosque de Vandame a pasar dos días de juerga con Braulio y Lidia. Los había pervertido de tal modo, que jamás se pudo averiguar a qué entretenimientos de chiquillos precoces se habían entregado los tres juntos con verdadero furor. El chico recibió una reprensión fuerte, una azotaina terrible, propinada por su madre en medio de la calle, en presencia de todos los muchachos del barrio. ¿Se había visto cosa semejante? ¡Hijos suyos, que no habían hecho más que costarle dinero desde que nacieron, y que estaban ya obligados a ganar para ayudarla! Y en aquellas exclamaciones revivía el recuerdo de su propia infancia, de la miseria hereditaria que sufrían los de su raza desde tiempo inmemorial, acostumbrados a que los hijos ganasen dinero desde que llegaban a la edad de poder trabajar.
Aquella mañana, cuando los hombres y Catalina se fueron a la mina, la mujer de Maheu se levantó de la cama y llamó a Juan.
-¡Mira, grandísimo tunante; si se vuelve a repetir esto, te mato a palos!
En la cantera donde trabajaba entonces Maheu, la faena era penosísima. Aquella parte del filón era tan delgada, que los cortadores de arcilla, embutidos entre la pared y el techo, se destrozaban los codos y las rodillas, sin dejar de mover las herramientas. Además, cada día iba estando más húmeda; temían que de un momento a otro saltara un chorro de agua, uno de esos bruscos torrentes que rompen las rocas y arrastran a los hombres. El día antes, Esteban, al dar con el pico en una roca había sentido brotar el agua: aquello era la voz de alerta, de la que no hicieron caso. Todo se redujo a que la cantera se quedara más húmeda.
Por lo demás, el joven no pensaba ya en los accidentes posibles; pasaba allí, como sus demás compañeros, el tiempo trabajando y despreciando el peligro. Vivían en medio del grisú, sin sentir siquiera la pesadez que les producía en los párpados. Algunos días, sin embargo, cuando la luz de las linternas se azulaba más que de costumbre, pensaban en él, y arrimaban la cara a la vena para oír el ruidillo que producía el gas, un ruidillo de burbujas de aire bullendo en cada hendidura. Pero la amenaza más seria era la de un desprendimiento; porque además de la insuficiencia de los puntales de madera, que seguían haciendo de prisa y corriendo, las rocas, combatidas por el agua y por la humedad interior, se desprendían en masas enormes.
Dos veces aquel día tuvo Maheu que hacer que metieran unos puntales de madera. Eran las dos y media, y la gente iba a dejar ya el trabajo. Esteban terminaba de arrancar una masa de carbón, cuando se oyó un trueno espantoso y lejano, que retumbó en toda la mina.
-¿Qué es eso? -exclamó, deteniéndose en su tarea para escuchar. Había creído que el techo de la galería se le venía encima. Pero ya Maheu se tiraba del andamio, diciendo:
-Es un desprendimiento. ¡Pronto, pronto! ¡Fuera!
Todos se apresuraron precipitadamente a salir; pero ayudándose unos a otros con verdadero espíritu de fraternidad. Sus linternas se agitaban con violencia en el silencio de muerte que se había producido; corrían unos detrás de otros a lo largo de las galerías, con la espalda encorvado, como si galopasen a cuatro pies; y sin detener la carrera se interrogaban, y contestaban con palabra rápida y concisa: ¿Dónde habrá sido? ¡No! Era abajo más bien; en las galerías de arrastre. Cuando llegaron a la chimenea, se metieron en ella, y resbalaron uno detrás de otro, sin ocuparse de los rasguños que se hacían.
Juan, lleno de cardenales de la paliza de la víspera, no se había escapado aquel día de la mina. Trotaba descalzo detrás de su tren, para ir cerrando las compuertas de ventilación; y a veces, cuando no temía encontrarse con un capataz, se subía en la última carretilla, lo cual estaba prohibido, para evitar que se durmiesen. Pero su distracción favorita era, cada vez que el tren se detenía para cruzar con otro, ir a ver a Braulio que iba en la primera vagoneta guiando el caballo. Llegaba sin hacer ruido y sin linterna; pellizcaba a su compañero hasta que le hacía sangre, en broma; inventaba diabluras de mono, al cual se parecía con aquellos pelos rojos y rizados, aquellas orejas descomunales, aquella cara flacucha y huesosa, animada por aquellos ojillos verdes, que brillaban en la oscuridad lo mismo que los de un gato.
A pesar de su precocidad extraordinaria, parecía tener la inteligencia oscura de un aborto humano que volviera a la animalidad de origen.
Una vez Batallador se paró en seco, Juan, acercándose a Braulio: -¿Qué demonios tiene ese animal -le dijo-, que por poco me rompe las piernas con esa parada?
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Pero Braulio no pudo contestar, ocupado en atender al caballo, que se encabritaba al ver llegar otro tren. El animalito había conocido de lejos a su compañero Trompeta, al cual había tomado gran cariño desde el día de su llegada al fondo de la mina. Cualquiera hubiera dicho que sentía la compasión afectuosa de un filósofo viejo, anhelante por consolar a un amigo joven, y por inspirarle paciencia y resignación; porque Trompeta no se aclimataba; tiraba de las carretillas a la fuerza, seguía con la cabeza caída, cegado por la oscuridad, como si no adquiriera la resignación necesaria para renunciar al sol. Así es que cada vez que Batallador lo encontraba, alargaba la cabeza para soplarle en el cuello y humedecérselo con una caricia capaz de infundirle valor.
-¡Mira! Ya están otra vez dándose besos -dijo Braulio.
Luego, cuando Trompeta hubo pasado, añadió, refiriéndose a Batallador.
-Anda; este maldito viejo sabe lo que se hace. Cuando se planta de ese modo, es que adivina algún obstáculo, una piedra o un agujero; se cuida bien, y no quiere que se le rompa nada. Hoy no sé qué demonio habrá detrás de aquella compuerta. La empuja, y se queda parado. ¿Has oído algo tú?
-No -dijo Juan-. Lo que hay es mucha agua. A mí me llega a las rodillas.
El tren echó a andar otra vez. Y al viaje siguiente, cuando Batallador hubo abierto la compuerta de un cabezazo, se negó a seguir, y se plantó relinchando y temblando. Al fin se decidió, y pasó con rapidez.
Juan se había quedado atrás a fin de cerrar la compuerta. Se bajó un poco para ver la laguna en que se le hundían los pies; luego, levantando la linterna, vio que los maderos de apuntalar habían cedido por la influencia de una filtración muy grande. Precisamente en aquel momento un minero, muy conocido entre sus compañeros por el apodo de Naranjero, salía de su trabajo, presuroso por volver a su casa, porque su mujer estaba de parto. También él se detuvo con objeto de mirar los puntales de madera. y de repente, cuando el chico iba a echar a correr a fin de alcanzar el tren, se oyó un crujido formidable, y el hombre y el muchacho quedaron sepultados entre las rocas desprendidas.
Hubo un momento de silencio. Un polvo denso, levantado por el desprendimiento, invadía todas las galerías. Y ciegos, sofocados, iban llegando mineros de todas partes, de las más próximas y de las lejanas canteras, llevando en la mano las linternas, que alumbraban apenas los grupos de hombres negros que corrían hacia el lugar de la catástrofe. Cuando los primeros llegaron a él, se detuvieron y llamaron a los demás.
Otro grupo numeroso, llegado de la cantera del fondo, se hallaba al otro lado de la masa de piedra desplomada, que interceptaba la galería. Enseguida se vio que el techo se había desprendido en un trayecto de diez metros a lo sumo. Los perjuicios no eran de consideración, pero todos los corazones se oprimieron al oír salir de los escombros un gemido estertóreo.
Braulio que había abandonado el tren, acudía diciendo: -¡Juan está debajo! ¡Juan está debajo!
En aquel momento, Maheu, que desembocaba de la chimenea se vio acometido de un furor desesperado sin encontrará más que juramentos y maldiciones para expresar su dolor.
-¡Maldita sea mi suerte! ¡Mal rayo nos parta a todos!
Pero las mujeres, que acudían también corriendo, y entre ellas Catalina, Lidia y la Mouquette, se echaron a llorar, gritando como desesperadas en medio del espantoso desorden, más espantoso aún a causa de la oscuridad. Querían hacerlas callar; pero ellas chillaban cada vez más fuerte.
El capataz Richomme había llegado al lugar de la catástrofe desesperado, porque ni Négrel ni Dansaert se hallaban en la mina. Aplicó el oído a la roca para escuchar y acabó por decir que aquellos gemidos no eran del chico. Seguro que había allí algún hombre también. Entonces Maheu llamó a Juanillo. No se oía respirar a nadie.
El pequeño había quedado muerto sin duda. Y los gritos continuaron enseguida: todos llamaban al que agonizaba; todos querían saber su nombre. Nadie contestó.
-¡Démonos prisa! -repetía Richomme, que había organizado la operación de salvamento-. Después hablaremos.
Por uno y otro lado los mineros atacaban el montón de escombros con los picos y con las palas. Chaval trabajaba, sin decir palabra, al lado de Maheu y de Esteban, mientras Zacarías se ocupaba en transportar la tierra que sacaban del montón. Ya era hora de salir; nadie había comido; pero no pensaron en hacerlo mientras hubiera alguien en peligro. Sin embargo, recordaron que la gente del barrio estaría impaciente y con cuidado, si no veía volver a nadie, y se habló de que se marcharan las mujeres. Ni Catalina, ni la Mouquette, ni siquiera Lidia, quisieron marcharse, clavadas allí por el deseo de saber lo ocurrido, y ayudando afanosamente a los hombres. Entonces Levaque aceptó el encargo de anunciar en el barrio que había ocurrido un desprendimiento, pero que no era cosa mayor, y que se remediaría fácilmente. Eran cerca de las cuatro: los obreros, en menos de una hora, habían hecho el trabajo de un día: ya debían haber quitado la mitad de las piedras, si no habían caído más del techo. El ruido estertóreo los guiaba en su trabajo. Maheu se obstinaba con tal rabia, que se negaba a dejar el trabajo cuando alguno se acercaba a reemplazarle para que descansara.
-¡Despacio! -dijo al fin Richomme-. Ya llegamos. ¡Cuidado, no vayáis a rematarle con los picos!
En efecto el estertor se oía cada vez más cerca. Entonces parecía que sonaba debajo de los picos y los azadones.
Nadie pronunció una palabra. Todos habían sentido pasar el frío de muerte a través de las tinieblas.
Cavaban con ardor, sudando a mares, con los miembros contraídos, como si fueran a rompérselos. Tropezaron con un pie; entonces escarbaron con las manos y fueron descubriendo uno a uno los miembros de una persona. La cabeza no había sufrido nada. Las linternas se acercaron, el nombre del Naranjero corrió de boca en boca. El pobre estaba todavía caliente; tenía la columna vertebral completamente rota.
-Envolvedlo en una manta y ponedlo en una carretilla -ordenó el capataz-. Vamos ahora al chiquillo. ¡Deprisa, deprisa!
Maheu no había dejado de trabajar, y fue el primero que vio practicada la abertura que les puso en comunicación con la brigada que trabajaba por el otro lado. Los hombres de esta última fueron los primeros que gritaron: acababan de encontrar a Juan sin sentido y con las dos piernas rotas; pero respirando todavía. Su padre cogió al chico en brazos, y se lo llevó, apretando los dientes y desahogando su rabia a fuerza de juramentos y blasfemias. Catalina y las otras muchachas seguían llorando a mares.
Pronto se organizó el triste cortejo. Braulio había llevado a Batallador al lugar del siniestro. El caballo quedó enganchado en un instante a dos vagonetas: en la primera iba el cadáver del Naranjero sostenido por Esteban; en la segunda se había sentado Maheu, llevando en brazos a Juan, a quien había tapado con un pedazo de trapo que había arrancado de una compuerta de ventilación. Y el tren se puso en marcha al paso del caballo; en cada carretilla iba enganchada una linterna, que parecía una estrella roja. Luego, detrás, a la cola, seguían todos los mineros, todos, menos unos cincuenta que tuvieron que quedarse allí para consolidar el techo de la galería. Ya se sentían muertos de cansancio e iban arrastrando los pies y resbalando por el barro, con la expresión sombría de un ganado acometido de epidemia. Más de media hora tardaron en llegar al pie del pozo de subida. Aquel convoy subterráneo, atravesando la oscuridad profunda de la mina, no se acababa nunca a lo largo de las galerías, que se bifurcaban, daban vueltas y se estrechaban sin cesar.
Richomme que había salido delante tenía ya dada orden para que estuviera preparada una jaula ascensor. Pierron y otro cargador embalaron enseguida las dos fúnebres carretillas. En una iba Maheu con el muchacho herido en los brazos mientras en la otra Esteban tenía que llevar abrazado el cadáver del Naranjero, para que no tropezara en ninguna parte. Luego, así que los demás departamentos estuvieron atestados de obreros la jaula comenzó a subir. Tardaron dos minutos. Todos iban mirando hacia arriba, impacientes esta vez por ver la luz del sol.
Afortunadamente, un aprendiz, a quien enviaron a buscar al doctor Vanderhaghen, le había encontrado en casa, y llegaba con él en aquel momento. Juan y el muerto fueron conducidos al cuarto de los capataces, donde, a pesar de que no hacía frío, ardía una lumbre magnífica. Retiraron las cubetas de agua tibia preparadas ya para que los capataces se lavaran los pies, y extendiendo dos colchones en el suelo, colocaron en ellos al hombre y al muchacho. Solamente Maheu y Esteban entraron. Afuera, las mujeres, los demás obreros y los aprendices que habían acudido, hablaban en voz baja.
En cuanto el médico dirigió una mirada al Naranjero, murmuró: -¡Éste se fastidió! ¡Ya podéis lavarlo!
Dos vigilantes desnudaron y lavaron con una esponja aquel cadáver, negro de carbón y sucio todavía de sudor.
-En la cabeza no tiene nada -añadió el doctor, arrodillándose en el colchón donde se hallaba Juan-. En el pecho tampoco ¡Ah! Las piernas son las que han sufrido.
Y él mismo desnudaba al chiquillo, desatándole la chaqueta, quitándole la blusa, tirándole de los pantalones y sacándole la camisa con la habilidad de una nodriza. Entonces apareció aquel cuerpecillo delgado como el de un insecto, sucio por todas partes de polvo negruzco, con manchas de tierra rojiza, que le daban el aspecto de mármol negro cruzado de vetas rojas. Como no se le veía bien, hubo que lavarlo. Y entonces, a medida que se le iba pasando la esponja, parecía más delgado y endeble, y con unas carnes tan transparentes, que se le veían los huesos. Daba compasión aquella última degeneración de una raza de míseros, aquel pedazo de carne, que sufría horriblemente, medio aplastado por las rocas.
Cuando estuvo limpio, se le vieron las heridas de las ingles, dos manchones de sangre sobre la blancura de la piel.
Juan, que había recobrado el conocimiento, dio un gemido. En pie, al lado del colchón, con las manos cruzadas y temblorosas, Maheu le contemplaba conmovido, y gruesas lágrimas surcaban sus curtidas mejillas.
-¡Eh! ¿Eres tú su padre? -dijo el doctor, levantando la cabeza-. No llores, porque ya ves que no está muerto. Ayúdame.
Le reconoció, y vio que tenía dos fracturas simples. Pero la pierna derecha le preocupaba, y temía que acaso hubiera que amputársela.
En aquel momento, el ingeniero Négrel y Dansaert, que habían recibido aviso, entraron en la habitación, seguidos de Richomme. El primero escuchaba el relato del capataz con aire de malhumor. Al fin estalló:
-¡Siempre la maldita manía de no apuntalar bien! ¡Y esos bestias hablando de declararse en huelga, si les obligan a apuntalar mejor! Lo malo es que ahora la Compañía tendrá que pagar los vidrios rotos, sin comerlo ni beberlo. ¡Bueno se pondrá el señor Hennebeau!
-¿Quién es? -preguntó luego a Dansaert, que silencioso y delante del cadáver, lo contemplaba, mientras lo envolvían en una sábana.
-El Naranjero, uno de los mejores obreros de la mina -respondió el capataz mayor-, tiene tres hijos. ¡Pobrecillo!
Entre tanto, el doctor Vanderhaghen hablaba en voz baja con aquellos señores, pidiéndoles que llevaran inmediatamente a Juan a su casa.
Daban las seis, comenzaba a declinar el día, y mejor era llevarse también el cadáver. El ingeniero dio órdenes inmediatamente para que enganchasen el
-¡Mira! Ya están otra vez dándose besos -dijo Braulio.
Luego, cuando Trompeta hubo pasado, añadió, refiriéndose a Batallador.
-Anda; este maldito viejo sabe lo que se hace. Cuando se planta de ese modo, es que adivina algún obstáculo, una piedra o un agujero; se cuida bien, y no quiere que se le rompa nada. Hoy no sé qué demonio habrá detrás de aquella compuerta. La empuja, y se queda parado. ¿Has oído algo tú?
-No -dijo Juan-. Lo que hay es mucha agua. A mí me llega a las rodillas.
El tren echó a andar otra vez. Y al viaje siguiente, cuando Batallador hubo abierto la compuerta de un cabezazo, se negó a seguir, y se plantó relinchando y temblando. Al fin se decidió, y pasó con rapidez.
Juan se había quedado atrás a fin de cerrar la compuerta. Se bajó un poco para ver la laguna en que se le hundían los pies; luego, levantando la linterna, vio que los maderos de apuntalar habían cedido por la influencia de una filtración muy grande. Precisamente en aquel momento un minero, muy conocido entre sus compañeros por el apodo de Naranjero, salía de su trabajo, presuroso por volver a su casa, porque su mujer estaba de parto. También él se detuvo con objeto de mirar los puntales de madera. y de repente, cuando el chico iba a echar a correr a fin de alcanzar el tren, se oyó un crujido formidable, y el hombre y el muchacho quedaron sepultados entre las rocas desprendidas.
Hubo un momento de silencio. Un polvo denso, levantado por el desprendimiento, invadía todas las galerías. Y ciegos, sofocados, iban llegando mineros de todas partes, de las más próximas y de las lejanas canteras, llevando en la mano las linternas, que alumbraban apenas los grupos de hombres negros que corrían hacia el lugar de la catástrofe. Cuando los primeros llegaron a él, se detuvieron y llamaron a los demás.
Otro grupo numeroso, llegado de la cantera del fondo, se hallaba al otro lado de la masa de piedra desplomada, que interceptaba la galería. Enseguida se vio que el techo se había desprendido en un trayecto de diez metros a lo sumo. Los perjuicios no eran de consideración, pero todos los corazones se oprimieron al oír salir de los escombros un gemido estertóreo.
Braulio que había abandonado el tren, acudía diciendo: -¡Juan está debajo! ¡Juan está debajo!
En aquel momento, Maheu, que desembocaba de la chimenea se vio acometido de un furor desesperado sin encontrará más que juramentos y maldiciones para expresar su dolor.
-¡Maldita sea mi suerte! ¡Mal rayo nos parta a todos!
Pero las mujeres, que acudían también corriendo, y entre ellas Catalina, Lidia y la Mouquette, se echaron a llorar, gritando como desesperadas en medio del espantoso desorden, más espantoso aún a causa de la oscuridad. Querían hacerlas callar; pero ellas chillaban cada vez más fuerte.
El capataz Richomme había llegado al lugar de la catástrofe desesperado, porque ni Négrel ni Dansaert se hallaban en la mina. Aplicó el oído a la roca para escuchar y acabó por decir que aquellos gemidos no eran del chico. Seguro que había allí algún hombre también. Entonces Maheu llamó a Juanillo. No se oía respirar a nadie.
El pequeño había quedado muerto sin duda. Y los gritos continuaron enseguida: todos llamaban al que agonizaba; todos querían saber su nombre. Nadie contestó.
-¡Démonos prisa! -repetía Richomme, que había organizado la operación de salvamento-. Después hablaremos.
Por uno y otro lado los mineros atacaban el montón de escombros con los picos y con las palas. Chaval trabajaba, sin decir palabra, al lado de Maheu y de Esteban, mientras Zacarías se ocupaba en transportar la tierra que sacaban del montón. Ya era hora de salir; nadie había comido; pero no pensaron en hacerlo mientras hubiera alguien en peligro. Sin embargo, recordaron que la gente del barrio estaría impaciente y con cuidado, si no veía volver a nadie, y se habló de que se marcharan las mujeres. Ni Catalina, ni la Mouquette, ni siquiera Lidia, quisieron marcharse, clavadas allí por el deseo de saber lo ocurrido, y ayudando afanosamente a los hombres. Entonces Levaque aceptó el encargo de anunciar en el barrio que había ocurrido un desprendimiento, pero que no era cosa mayor, y que se remediaría fácilmente. Eran cerca de las cuatro: los obreros, en menos de una hora, habían hecho el trabajo de un día: ya debían haber quitado la mitad de las piedras, si no habían caído más del techo. El ruido estertóreo los guiaba en su trabajo. Maheu se obstinaba con tal rabia, que se negaba a dejar el trabajo cuando alguno se acercaba a reemplazarle para que descansara.
-¡Despacio! -dijo al fin Richomme-. Ya llegamos. ¡Cuidado, no vayáis a rematarle con los picos!
En efecto el estertor se oía cada vez más cerca. Entonces parecía que sonaba debajo de los picos y los azadones.
Nadie pronunció una palabra. Todos habían sentido pasar el frío de muerte a través de las tinieblas.
Cavaban con ardor, sudando a mares, con los miembros contraídos, como si fueran a rompérselos. Tropezaron con un pie; entonces escarbaron con las manos y fueron descubriendo uno a uno los miembros de una persona. La cabeza no había sufrido nada. Las linternas se acercaron, el nombre del Naranjero corrió de boca en boca. El pobre estaba todavía caliente; tenía la columna vertebral completamente rota.
-Envolvedlo en una manta y ponedlo en una carretilla -ordenó el capataz-. Vamos ahora al chiquillo. ¡Deprisa, deprisa!
Maheu no había dejado de trabajar, y fue el primero que vio practicada la abertura que les puso en comunicación con la brigada que trabajaba por el otro lado. Los hombres de esta última fueron los primeros que gritaron: acababan de encontrar a Juan sin sentido y con las dos piernas rotas; pero respirando todavía. Su padre cogió al chico en brazos, y se lo llevó, apretando los dientes y desahogando su rabia a fuerza de juramentos y blasfemias. Catalina y las otras muchachas seguían llorando a mares.
Pronto se organizó el triste cortejo. Braulio había llevado a Batallador al lugar del siniestro. El caballo quedó enganchado en un instante a dos vagonetas: en la primera iba el cadáver del Naranjero sostenido por Esteban; en la segunda se había sentado Maheu, llevando en brazos a Juan, a quien había tapado con un pedazo de trapo que había arrancado de una compuerta de ventilación. Y el tren se puso en marcha al paso del caballo; en cada carretilla iba enganchada una linterna, que parecía una estrella roja. Luego, detrás, a la cola, seguían todos los mineros, todos, menos unos cincuenta que tuvieron que quedarse allí para consolidar el techo de la galería. Ya se sentían muertos de cansancio e iban arrastrando los pies y resbalando por el barro, con la expresión sombría de un ganado acometido de epidemia. Más de media hora tardaron en llegar al pie del pozo de subida. Aquel convoy subterráneo, atravesando la oscuridad profunda de la mina, no se acababa nunca a lo largo de las galerías, que se bifurcaban, daban vueltas y se estrechaban sin cesar.
Richomme que había salido delante tenía ya dada orden para que estuviera preparada una jaula ascensor. Pierron y otro cargador embalaron enseguida las dos fúnebres carretillas. En una iba Maheu con el muchacho herido en los brazos mientras en la otra Esteban tenía que llevar abrazado el cadáver del Naranjero, para que no tropezara en ninguna parte. Luego, así que los demás departamentos estuvieron atestados de obreros la jaula comenzó a subir. Tardaron dos minutos. Todos iban mirando hacia arriba, impacientes esta vez por ver la luz del sol.
Afortunadamente, un aprendiz, a quien enviaron a buscar al doctor Vanderhaghen, le había encontrado en casa, y llegaba con él en aquel momento. Juan y el muerto fueron conducidos al cuarto de los capataces, donde, a pesar de que no hacía frío, ardía una lumbre magnífica. Retiraron las cubetas de agua tibia preparadas ya para que los capataces se lavaran los pies, y extendiendo dos colchones en el suelo, colocaron en ellos al hombre y al muchacho. Solamente Maheu y Esteban entraron. Afuera, las mujeres, los demás obreros y los aprendices que habían acudido, hablaban en voz baja.
En cuanto el médico dirigió una mirada al Naranjero, murmuró: -¡Éste se fastidió! ¡Ya podéis lavarlo!
Dos vigilantes desnudaron y lavaron con una esponja aquel cadáver, negro de carbón y sucio todavía de sudor.
-En la cabeza no tiene nada -añadió el doctor, arrodillándose en el colchón donde se hallaba Juan-. En el pecho tampoco ¡Ah! Las piernas son las que han sufrido.
Y él mismo desnudaba al chiquillo, desatándole la chaqueta, quitándole la blusa, tirándole de los pantalones y sacándole la camisa con la habilidad de una nodriza. Entonces apareció aquel cuerpecillo delgado como el de un insecto, sucio por todas partes de polvo negruzco, con manchas de tierra rojiza, que le daban el aspecto de mármol negro cruzado de vetas rojas. Como no se le veía bien, hubo que lavarlo. Y entonces, a medida que se le iba pasando la esponja, parecía más delgado y endeble, y con unas carnes tan transparentes, que se le veían los huesos. Daba compasión aquella última degeneración de una raza de míseros, aquel pedazo de carne, que sufría horriblemente, medio aplastado por las rocas.
Cuando estuvo limpio, se le vieron las heridas de las ingles, dos manchones de sangre sobre la blancura de la piel.
Juan, que había recobrado el conocimiento, dio un gemido. En pie, al lado del colchón, con las manos cruzadas y temblorosas, Maheu le contemplaba conmovido, y gruesas lágrimas surcaban sus curtidas mejillas.
-¡Eh! ¿Eres tú su padre? -dijo el doctor, levantando la cabeza-. No llores, porque ya ves que no está muerto. Ayúdame.
Le reconoció, y vio que tenía dos fracturas simples. Pero la pierna derecha le preocupaba, y temía que acaso hubiera que amputársela.
En aquel momento, el ingeniero Négrel y Dansaert, que habían recibido aviso, entraron en la habitación, seguidos de Richomme. El primero escuchaba el relato del capataz con aire de malhumor. Al fin estalló:
-¡Siempre la maldita manía de no apuntalar bien! ¡Y esos bestias hablando de declararse en huelga, si les obligan a apuntalar mejor! Lo malo es que ahora la Compañía tendrá que pagar los vidrios rotos, sin comerlo ni beberlo. ¡Bueno se pondrá el señor Hennebeau!
-¿Quién es? -preguntó luego a Dansaert, que silencioso y delante del cadáver, lo contemplaba, mientras lo envolvían en una sábana.
-El Naranjero, uno de los mejores obreros de la mina -respondió el capataz mayor-, tiene tres hijos. ¡Pobrecillo!
Entre tanto, el doctor Vanderhaghen hablaba en voz baja con aquellos señores, pidiéndoles que llevaran inmediatamente a Juan a su casa.
Daban las seis, comenzaba a declinar el día, y mejor era llevarse también el cadáver. El ingeniero dio órdenes inmediatamente para que enganchasen el
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
furgón y llevaran una camilla. El niño herido fue colocado en la camilla, mientras metían en el furgón el colchón con el muerto.
Afuera, hombres y mujeres seguían hablando en voz baja, y sin marcharse hasta no ver en qué quedaba aquello. Cuando se abrió la puerta del cuarto de los capataces, reinó el silencio más profundo entre los grupos de curiosos, y se formó un nuevo cortejo: el furgón delante, luego la camilla, después la multitud de obreros que los seguían a pie. Lentamente tomaron todos el camino en cuesta que conducía al barrio de los mineros. Los primeros fríos de Noviembre habían desnudado de todo verdor aquella llanura inmensa, envuelta ya en su manto de tinieblas.
Esteban aconsejó entonces a Maheu que enviara a Catalina, para que preparase a su madre y el golpe fuese menos rudo. El padre, que iba al lado de la camilla con ademán desesperado, asintió haciendo un gesto, y la joven echó a correr, porque ya estaban cerca de las casas. Pero en el barrio ya habían visto que se acercaba el furgón, aquella fúnebre caja tan conocida. Multitud de mujeres salían como locas a las puertas de las casas, y tres o cuatro, llenas de angustia, habían echado a correr para salir al encuentro de la fúnebre comitiva. Pronto fueron treinta, cuarenta, cincuenta, todas ahogadas por el mismo espanto. ¿Con que había un muerto?
¿Quién era? La historia contada por Levaque, después de tranquilizarlas a todas, las lanzaba a exageraciones de verdadera pesadilla: no era un hombre, sino diez lo menos los que habían perecido, y que irían llegando uno a uno en el furgón.
Catalina había encontrado a su madre presa de un terrible presentimiento; y desde que su hija, tartamudeando, empezó a hablar, la interrumpió.
En vano la joven protestaba y hablaba de Juan. La mujer de Maheu, sin hacerle caso, se echaba a la calle: y al ver el furgón que aparecía por la esquina de la iglesia, pálida como una muerta, perdió el sentido. En las puertas de las casas, las mujeres, mudas de espanto, alargaban el cuello, mientras otras seguían con la vista el cortejo fúnebre, temblando ante la idea de que se pudiera detener a la puerta de sus casas respectivas.
El coche pasó, y la mujer de Maheu, repuesta de su desvanecimiento, vio a su marido, que caminaba junto a la camilla. Entonces, cuando depositaron la camilla a la puerta de su casa, cuando vio a Juan vivo, pero con las dos piernas rotas, sintió tan extraña reacción, que se puso furiosa, y empezó a murmurar:
-¿Encima esto? ¡Ahora nos estropean a los chicos! ¡Las dos piernas, Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo ahora?
-Calla, mujer -dijo el doctor Vanderhaghen, que había entrado en la casa para vendar al herido-. ¿Preferirías que se hubiese quedado allí abajo?
Pero la mujer de Maheu se ponía cada vez más furiosa, mientras Alicia, Leonor y Enrique lloraban a gritos. A la vez que ayudaba al doctor, dándole lo que le hacía falta para la cura, maldecía su suerte, y preguntaba dónde querían que fuese a buscar dinero para cuidar a los enfermos. No bastaba con el viejo, sino que también el chico se quedaba cojo. Y no dejaba de maldecir, mientras que de la casa de unos vecinos salían tristes lamentaciones y gritos agudos de dolor: eran la mujer y los hijos del Naranjero, que lloraban al muerto. La noche estaba muy oscura; los mineros, rendidos de fatiga, se habían puesto a comer, y todo en el barrio era tranquilidad, alterada solamente por aquel llorar desgarrador.
Transcurrieron tres semanas. Se había podido evitar la amputación; Juan conservaría sus dos piernas; pero se quedaría cojo. Después de abrir Expediente la Compañía se resignó a darles cincuenta francos como socorro, prometiendo, además, que buscaría para el enfermo, cuando estuviese curado, algún empleo en que no tuviera que trabajar en el fondo de la mina. No por eso dejaba de ser aquello una agravación de miseria, pues, el padre, del disgusto y de la conmoción, había caído en cama con calenturas.
Desde el jueves, Maheu siguió yendo a trabajar, y ya estaban en domingo. Aquella noche Esteban habló extensamente de lo próximo que se hallaba el 1º de diciembre, preocupándose de si la Compañía cumpliría su amenaza. Estuvieron levantados hasta las diez esperando a Catalina, que se hallaba con Chaval. Pero la muchacha no fue a dormir. La mujer de Maheu, furiosa, cerró la puerta, echando el cerrojo sin decir una palabra. Esteban tardó mucho rato en dormirse, inquieto, sin saber por qué, viendo tan desocupada aquella cama, demasiado grande para Alicia sola.
Al día siguiente tampoco apareció Catalina y solamente por la tarde, al volver del trabajo, supieron los Maheu que su hija se quedaba a vivir con Chaval. Le daba tantos disgustos con sus malditos celos, que al fin la muchacha había decidido amancebarse: para evitar que le echasen en cara su conducta, abandonó bruscamente la Voreux, contratándose en Juan Bart, la mina del señor Deneulin, donde trabajaba su querido también. Por lo demás, el nuevo matrimonio, por llamarlo así, seguiría viviendo en el café Piquette de Montsou.
En los primeros momentos, Maheu habló de ir a abofetear al tunante y de llevarse a su hija a puntapiés en la parte posterior; después hizo un gesto de resignación. ¿Para qué? El resultado sería el mismo, porque no había manera de que las muchachas no se amancebasen, como ellas quisieran hacerlo. Mejor era esperar tranquilamente a que se casaran. Pero la mujer de Maheu no tomaba las cosas con tanta calma.
-¿La pegaba yo, acaso, cuando se iba con Chaval? -gritaba, dirigiéndose a Esteban, que la escuchaba silencioso y muy pálido-. Vamos, contésteme, usted que es un hombre razonable. La hemos dejado en libertad, ¿no es cierto? Porque al fin y al cabo, todas pasan por lo mismo. Yo, por ejemplo, ya estaba embarazada cuando me casé con su padre. Pero no me escapé de casa de mi madre, ni lo hubiera hecho jamás, por no cometer la infamia de privaría antes de tiempo del dinero que ganaba, para dárselo a un hombre que no lo necesitaba. ¡Ah!, es insufrible. Tendrá una que acabar por no tener hijos.
Y como Esteban no contestaba, contentándose con menear la cabeza en señal de asentimiento, siguió dando rienda suelta a su indignación.
-¡Una muchacha que iba todas las noches adonde le daba la gana! ¿Qué demonios tiene en el cuerpo? ¿No podía aguardar a casarse hasta que nos hubiera ayudado a salir del atolladero en que estamos? ¿Eh? Pero, ¡es claro!, hemos sido demasiado buenos, porque no debíamos haber permitido que se entretuviera con un hombre. Se les da un dedo, y se toman toda la mano.
Alicia hacía signos de aprobación con la cabeza, mientras Enrique y Leonor, asustados de ver furiosa a su madre, lloraban en silencio. La mujer de Maheu enumeraba sus desventuras; en primer lugar, Zacarías, que se había casado; luego el abuelo, que estaba allí clavado en una silla, sin poder mover las piernas; después Juan, que no podría salir de su cuarto hasta dentro de unos días, según el médico, y, por fin, el último golpe dado por aquella bribona de Catalina que se iba a vivir con un hombre. Toda la familia se desmoronaba. Ya no quedaba más que el padre para trabajar. ¿Cómo iban a vivir siete personas, sin contar a Estrella, con los tres francos de Maheu?
-No se adelanta nada con que gruñas -dijo Maheu con voz sorda-. Todavía podíamos estar peor.
Esteban, que miraba al suelo, levantó la cabeza, y murmuró con la mirada fija en un punto de la sala, perdida en una visión del porvenir:
-¡Ah! ¡Ya es hora, ya es hora!
Afuera, hombres y mujeres seguían hablando en voz baja, y sin marcharse hasta no ver en qué quedaba aquello. Cuando se abrió la puerta del cuarto de los capataces, reinó el silencio más profundo entre los grupos de curiosos, y se formó un nuevo cortejo: el furgón delante, luego la camilla, después la multitud de obreros que los seguían a pie. Lentamente tomaron todos el camino en cuesta que conducía al barrio de los mineros. Los primeros fríos de Noviembre habían desnudado de todo verdor aquella llanura inmensa, envuelta ya en su manto de tinieblas.
Esteban aconsejó entonces a Maheu que enviara a Catalina, para que preparase a su madre y el golpe fuese menos rudo. El padre, que iba al lado de la camilla con ademán desesperado, asintió haciendo un gesto, y la joven echó a correr, porque ya estaban cerca de las casas. Pero en el barrio ya habían visto que se acercaba el furgón, aquella fúnebre caja tan conocida. Multitud de mujeres salían como locas a las puertas de las casas, y tres o cuatro, llenas de angustia, habían echado a correr para salir al encuentro de la fúnebre comitiva. Pronto fueron treinta, cuarenta, cincuenta, todas ahogadas por el mismo espanto. ¿Con que había un muerto?
¿Quién era? La historia contada por Levaque, después de tranquilizarlas a todas, las lanzaba a exageraciones de verdadera pesadilla: no era un hombre, sino diez lo menos los que habían perecido, y que irían llegando uno a uno en el furgón.
Catalina había encontrado a su madre presa de un terrible presentimiento; y desde que su hija, tartamudeando, empezó a hablar, la interrumpió.
En vano la joven protestaba y hablaba de Juan. La mujer de Maheu, sin hacerle caso, se echaba a la calle: y al ver el furgón que aparecía por la esquina de la iglesia, pálida como una muerta, perdió el sentido. En las puertas de las casas, las mujeres, mudas de espanto, alargaban el cuello, mientras otras seguían con la vista el cortejo fúnebre, temblando ante la idea de que se pudiera detener a la puerta de sus casas respectivas.
El coche pasó, y la mujer de Maheu, repuesta de su desvanecimiento, vio a su marido, que caminaba junto a la camilla. Entonces, cuando depositaron la camilla a la puerta de su casa, cuando vio a Juan vivo, pero con las dos piernas rotas, sintió tan extraña reacción, que se puso furiosa, y empezó a murmurar:
-¿Encima esto? ¡Ahora nos estropean a los chicos! ¡Las dos piernas, Dios mío! ¿Qué voy a hacer yo ahora?
-Calla, mujer -dijo el doctor Vanderhaghen, que había entrado en la casa para vendar al herido-. ¿Preferirías que se hubiese quedado allí abajo?
Pero la mujer de Maheu se ponía cada vez más furiosa, mientras Alicia, Leonor y Enrique lloraban a gritos. A la vez que ayudaba al doctor, dándole lo que le hacía falta para la cura, maldecía su suerte, y preguntaba dónde querían que fuese a buscar dinero para cuidar a los enfermos. No bastaba con el viejo, sino que también el chico se quedaba cojo. Y no dejaba de maldecir, mientras que de la casa de unos vecinos salían tristes lamentaciones y gritos agudos de dolor: eran la mujer y los hijos del Naranjero, que lloraban al muerto. La noche estaba muy oscura; los mineros, rendidos de fatiga, se habían puesto a comer, y todo en el barrio era tranquilidad, alterada solamente por aquel llorar desgarrador.
Transcurrieron tres semanas. Se había podido evitar la amputación; Juan conservaría sus dos piernas; pero se quedaría cojo. Después de abrir Expediente la Compañía se resignó a darles cincuenta francos como socorro, prometiendo, además, que buscaría para el enfermo, cuando estuviese curado, algún empleo en que no tuviera que trabajar en el fondo de la mina. No por eso dejaba de ser aquello una agravación de miseria, pues, el padre, del disgusto y de la conmoción, había caído en cama con calenturas.
Desde el jueves, Maheu siguió yendo a trabajar, y ya estaban en domingo. Aquella noche Esteban habló extensamente de lo próximo que se hallaba el 1º de diciembre, preocupándose de si la Compañía cumpliría su amenaza. Estuvieron levantados hasta las diez esperando a Catalina, que se hallaba con Chaval. Pero la muchacha no fue a dormir. La mujer de Maheu, furiosa, cerró la puerta, echando el cerrojo sin decir una palabra. Esteban tardó mucho rato en dormirse, inquieto, sin saber por qué, viendo tan desocupada aquella cama, demasiado grande para Alicia sola.
Al día siguiente tampoco apareció Catalina y solamente por la tarde, al volver del trabajo, supieron los Maheu que su hija se quedaba a vivir con Chaval. Le daba tantos disgustos con sus malditos celos, que al fin la muchacha había decidido amancebarse: para evitar que le echasen en cara su conducta, abandonó bruscamente la Voreux, contratándose en Juan Bart, la mina del señor Deneulin, donde trabajaba su querido también. Por lo demás, el nuevo matrimonio, por llamarlo así, seguiría viviendo en el café Piquette de Montsou.
En los primeros momentos, Maheu habló de ir a abofetear al tunante y de llevarse a su hija a puntapiés en la parte posterior; después hizo un gesto de resignación. ¿Para qué? El resultado sería el mismo, porque no había manera de que las muchachas no se amancebasen, como ellas quisieran hacerlo. Mejor era esperar tranquilamente a que se casaran. Pero la mujer de Maheu no tomaba las cosas con tanta calma.
-¿La pegaba yo, acaso, cuando se iba con Chaval? -gritaba, dirigiéndose a Esteban, que la escuchaba silencioso y muy pálido-. Vamos, contésteme, usted que es un hombre razonable. La hemos dejado en libertad, ¿no es cierto? Porque al fin y al cabo, todas pasan por lo mismo. Yo, por ejemplo, ya estaba embarazada cuando me casé con su padre. Pero no me escapé de casa de mi madre, ni lo hubiera hecho jamás, por no cometer la infamia de privaría antes de tiempo del dinero que ganaba, para dárselo a un hombre que no lo necesitaba. ¡Ah!, es insufrible. Tendrá una que acabar por no tener hijos.
Y como Esteban no contestaba, contentándose con menear la cabeza en señal de asentimiento, siguió dando rienda suelta a su indignación.
-¡Una muchacha que iba todas las noches adonde le daba la gana! ¿Qué demonios tiene en el cuerpo? ¿No podía aguardar a casarse hasta que nos hubiera ayudado a salir del atolladero en que estamos? ¿Eh? Pero, ¡es claro!, hemos sido demasiado buenos, porque no debíamos haber permitido que se entretuviera con un hombre. Se les da un dedo, y se toman toda la mano.
Alicia hacía signos de aprobación con la cabeza, mientras Enrique y Leonor, asustados de ver furiosa a su madre, lloraban en silencio. La mujer de Maheu enumeraba sus desventuras; en primer lugar, Zacarías, que se había casado; luego el abuelo, que estaba allí clavado en una silla, sin poder mover las piernas; después Juan, que no podría salir de su cuarto hasta dentro de unos días, según el médico, y, por fin, el último golpe dado por aquella bribona de Catalina que se iba a vivir con un hombre. Toda la familia se desmoronaba. Ya no quedaba más que el padre para trabajar. ¿Cómo iban a vivir siete personas, sin contar a Estrella, con los tres francos de Maheu?
-No se adelanta nada con que gruñas -dijo Maheu con voz sorda-. Todavía podíamos estar peor.
Esteban, que miraba al suelo, levantó la cabeza, y murmuró con la mirada fija en un punto de la sala, perdida en una visión del porvenir:
-¡Ah! ¡Ya es hora, ya es hora!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo I
Aquel lunes, los de Hennebeau tenían convidados a almorzar a los Grégoire y a su hija Cecilia. Se proyectaba un día muy divertido: después de almorzar, Pablo Négrel acompañaría a las señoras a visitar una mina titulada Santo Tomás, que acababa de ser instalada con mucho lujo. Pero aquello era sólo un pretexto inventado por la señora de Hennebeau para precipitar los sucesos en el asunto de la boda de Pablo y de Cecilia.
Y precisamente aquel lunes, a las cuatro de la mañana, se había declarado la huelga. Cuando el l de diciembre la Compañía, cumpliendo lo que había dicho, empezó a poner en práctica su nuevo sistema de pagos, los mineros permanecieron tranquilos. Al final de la quincena, cuando llegó el día de cobrar, ni uno solo de ellos formuló reclamación de ningún género. Todo el personal, desde el director hasta el último vigilante, creían de buena fe que la tarifa estaba aceptada; y, por lo tanto, fue mayor la sorpresa aquella mañana al presenciar la declaración de guerra; porque aquello era la señal de que los huelguistas se hallaban bien organizados y dirigidos.
A las cinco, Dansaert, en persona, fue a despertar al señor Hennebeau para decirle que ni siquiera un hombre había querido bajar a la mina Voreux. En el barrio de los Doscientos Cuarenta, por donde acababa de pasar, todos dormían tranquilamente, con las puertas y las ventanas cerradas.
Y una vez levantado el director, empezaron a llegar las mismas noticias de todas partes: cada cuarto de hora llegaban mensajeros llevándole partes y noticias escritas. Al principio tuvo la esperanza de que el levantamiento se redujera a la Voreux; pero los informes iban siendo cada vez más graves: en Crevecoeur y en Miron nadie había querido trabajar; en La Magdalena sólo se habían presentado los mozos de cuadra y los carreteros; en La Victoria y Feutry-Cantel, que eran las dos minas más disciplinadas, sólo una tercera parte de los obreros se prestaba a trabajar y únicamente en Santo Tomás se habían presentado todas las brigadas, como si los de aquella mina se hallaran fuera del movimiento general. Hasta las nueve estuvo dictando despachos telegráficos a todas partes, al gobernador de Lille y a los consejeros de Administración de la Compañía, dando noticia de la huelga a las autoridades, y pidiendo órdenes a sus jefes. Luego mandó a Négrel que recorriera todas las minas, para tener conocimiento exacto de los acontecimientos.
De pronto el señor Hennebeau pensó en el almuerzo; ya iba a enviar recado a los Grégoire, diciéndoles que se aplazaba el convite y el paseo, cuando se vio detenido por cierta vacilación, por cierta carencia de voluntad propia, él, que con unas cuantas frases cortas y enérgicas acababa de preparar militarmente un campo de batalla. Subió al tocador de su mujer, a quien una doncella estaba acabando de peinar.
-¡Ah! ¿Conque se han declarado en huelga? -dijo tranquilamente la señora, después de oír el relato que su marido le hacía-. Y a nosotros, ¿qué nos importa? Supongo que no iremos a suspender el almuerzo. ¿eh?
Y se empeñó en que no había de aplazarse nada, ni mortificarse en lo más mínimo el programa para el día, por mas que él le dijo que podía haber algún disgusto durante el almuerzo y que era imposible ir a la mina Santo Tomás, como se había convenido; ella encontraba respuesta a todo: ¿a qué echar a perder un almuerzo que estaban haciendo ya? En cuanto al paseo a Santo Tomás, se podía suprimir, si realmente era una imprudencia ir hasta allí.
-Además -añadió cuando la doncella se hubo retirado-, ya sabes en qué estriba mi empeño por recibir a esa gente. El casamiento de tu sobrino debiera interesarse más que las tonterías de tus trabajadores. Y, en fin, yo deseo ir y no debes contrariarme.
Él, ligeramente tembloroso, la miró, y su semblante enérgico y severo de hombre acostumbrado a mandar, expresó, durante unos cuantos segundos, el dolor de un corazón desgraciado. Estaba ella con los hombros al aire, en mangas de camisa, ya muy madura, pero incitante todavía. Por un momento debió de sentir el marido brutales deseos de cogerla por la cintura, y hundir la cabeza entre los dos abultados pechos, que ella lucía en aquella habitación templada, olorosa y de un lujo íntimo de mujer sensual, impregnada de un olor a esencias de tocador; pero retrocedió, y se contuvo. Hacía diez años que vivían en habitaciones separadas.
-Bueno -dijo al salir de la habitación-. No lo suspenderemos.
Cuarta parte: Capítulo I
Aquel lunes, los de Hennebeau tenían convidados a almorzar a los Grégoire y a su hija Cecilia. Se proyectaba un día muy divertido: después de almorzar, Pablo Négrel acompañaría a las señoras a visitar una mina titulada Santo Tomás, que acababa de ser instalada con mucho lujo. Pero aquello era sólo un pretexto inventado por la señora de Hennebeau para precipitar los sucesos en el asunto de la boda de Pablo y de Cecilia.
Y precisamente aquel lunes, a las cuatro de la mañana, se había declarado la huelga. Cuando el l de diciembre la Compañía, cumpliendo lo que había dicho, empezó a poner en práctica su nuevo sistema de pagos, los mineros permanecieron tranquilos. Al final de la quincena, cuando llegó el día de cobrar, ni uno solo de ellos formuló reclamación de ningún género. Todo el personal, desde el director hasta el último vigilante, creían de buena fe que la tarifa estaba aceptada; y, por lo tanto, fue mayor la sorpresa aquella mañana al presenciar la declaración de guerra; porque aquello era la señal de que los huelguistas se hallaban bien organizados y dirigidos.
A las cinco, Dansaert, en persona, fue a despertar al señor Hennebeau para decirle que ni siquiera un hombre había querido bajar a la mina Voreux. En el barrio de los Doscientos Cuarenta, por donde acababa de pasar, todos dormían tranquilamente, con las puertas y las ventanas cerradas.
Y una vez levantado el director, empezaron a llegar las mismas noticias de todas partes: cada cuarto de hora llegaban mensajeros llevándole partes y noticias escritas. Al principio tuvo la esperanza de que el levantamiento se redujera a la Voreux; pero los informes iban siendo cada vez más graves: en Crevecoeur y en Miron nadie había querido trabajar; en La Magdalena sólo se habían presentado los mozos de cuadra y los carreteros; en La Victoria y Feutry-Cantel, que eran las dos minas más disciplinadas, sólo una tercera parte de los obreros se prestaba a trabajar y únicamente en Santo Tomás se habían presentado todas las brigadas, como si los de aquella mina se hallaran fuera del movimiento general. Hasta las nueve estuvo dictando despachos telegráficos a todas partes, al gobernador de Lille y a los consejeros de Administración de la Compañía, dando noticia de la huelga a las autoridades, y pidiendo órdenes a sus jefes. Luego mandó a Négrel que recorriera todas las minas, para tener conocimiento exacto de los acontecimientos.
De pronto el señor Hennebeau pensó en el almuerzo; ya iba a enviar recado a los Grégoire, diciéndoles que se aplazaba el convite y el paseo, cuando se vio detenido por cierta vacilación, por cierta carencia de voluntad propia, él, que con unas cuantas frases cortas y enérgicas acababa de preparar militarmente un campo de batalla. Subió al tocador de su mujer, a quien una doncella estaba acabando de peinar.
-¡Ah! ¿Conque se han declarado en huelga? -dijo tranquilamente la señora, después de oír el relato que su marido le hacía-. Y a nosotros, ¿qué nos importa? Supongo que no iremos a suspender el almuerzo. ¿eh?
Y se empeñó en que no había de aplazarse nada, ni mortificarse en lo más mínimo el programa para el día, por mas que él le dijo que podía haber algún disgusto durante el almuerzo y que era imposible ir a la mina Santo Tomás, como se había convenido; ella encontraba respuesta a todo: ¿a qué echar a perder un almuerzo que estaban haciendo ya? En cuanto al paseo a Santo Tomás, se podía suprimir, si realmente era una imprudencia ir hasta allí.
-Además -añadió cuando la doncella se hubo retirado-, ya sabes en qué estriba mi empeño por recibir a esa gente. El casamiento de tu sobrino debiera interesarse más que las tonterías de tus trabajadores. Y, en fin, yo deseo ir y no debes contrariarme.
Él, ligeramente tembloroso, la miró, y su semblante enérgico y severo de hombre acostumbrado a mandar, expresó, durante unos cuantos segundos, el dolor de un corazón desgraciado. Estaba ella con los hombros al aire, en mangas de camisa, ya muy madura, pero incitante todavía. Por un momento debió de sentir el marido brutales deseos de cogerla por la cintura, y hundir la cabeza entre los dos abultados pechos, que ella lucía en aquella habitación templada, olorosa y de un lujo íntimo de mujer sensual, impregnada de un olor a esencias de tocador; pero retrocedió, y se contuvo. Hacía diez años que vivían en habitaciones separadas.
-Bueno -dijo al salir de la habitación-. No lo suspenderemos.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
El señor de Hennebeau había nacido en un pueblo. Había tenido que pasar por los difíciles comienzos de un muchacho pobre, lanzado en medio de la vida de París. Después de haber seguido con grandes trabajos la carrera de ingeniero de minas, había sido destinado, a los veinticuatro años de edad, de ingeniero a una mina llamada Santa Bárbara, en la Grand-Combe. Tres años después ascendió a ingeniero de división, siendo destinado al Pas-de-Calais, a las minas de Marles: allí fue donde se casó con la hija de un ricacho de Arras. Durante quince años el matrimonio vivió en aquella capital de provincia, sin que el menor acontecimiento, ni siquiera el nacimiento de un hijo, alterase la monotonía de su existencia. La señora de Hennebeau, acostumbrada a no tener que pensar en el dinero, empezó a sentir cierto misterioso desdén hacia aquel marido que estaba sujeto a un sueldo regular, ganado con gran trabajo, y que no le proporcionaba ninguna de las satisfacciones de vanidad que acariciara en sus sueños de colegiala. Él, que era un hombre de honradez acrisolada, no servía para especular, ni hacía más que cumplir con su deber militarmente, por decirlo así. De ahí había nacido el desacuerdo entre marido y mujer, agravado por una de esas equivocaciones de la carne que hielan a los temperamentos más ardientes; él adoraba a su mujer; ella era de una sensualidad jamás harta, y vivieron separados, mediando entre ambos cierto malestar y ciertas ofensas, a las que jamás aludían. Ella, desde entonces, tuvo un amante. Él lo ignoró.
Al cabo de algún tiempo, Hennebeau se decidió a dejar Pas-de-Calais y volver a París con un destino en el Ministerio de Obras Públicas, creyendo que su mujer se lo agradecería. Pero París debía determinar la separación completa; aquel París que ella deseaba desde que le compraron la primera muñeca, y en el cual perdió muy pronto el aire de pueblerina, convertida de repente en una mujer elegantísima, y lanzada a todas las locuras de la época. Los diez años que vivió en la capital estuvieron ocupados para ella por una gran pasión, unos amores conocidos públicamente, con un hombre cuyo abandono estuvo a punto de matarla. Aquella vez el marido no había podido permanecer ignorante, y después de una porción de escenas abominables que no son para contarlas, se resignó con su desgracia, dominado por la frescura inconsciente de aquella rara mujer que cogía la felicidad donde la encontraba. Poco tiempo después de aquella ruptura. y viéndola enferma, Hennebeau aceptó la dirección de las minas de Montsou, con la esperanza de que en aquel retiro conseguiría corregirla.
Los de Hennebeau vivían hacía tres años en Montsou, y habían caído en el aburrimiento irritante de los primeros años de su matrimonio. Al principio ella pareció calmada en medio de tan gran tranquilidad, y se encerraba en su casa como mujer desengañada del mundo; afectaba tener el corazón muerto, y tanta despreocupación que hasta le tenía sin cuidado engordar. Luego, bajo aquella aparente indiferencia, se declaró una fiebre terrible, una necesidad imperiosa de vivir y de gozar, y una exaltación que creyó satisfacer ocupándose en arreglar y amueblar lujosamente la casa-palacio de la Dirección. Decía ella que estaba horrible, y la llenó de tapices, de juguetes, de objetos de arte y de un lujo tan extraordinario, que dio que hablar hasta en Lille. La vida en el desierto empezaba ya a exasperarla, y se aburría mortalmente en presencia de aquellas tristes campiñas, de aquellos caminos siempre sucios, sin un árbol que adornase el pueblo, habitado por la gentuza de las minas, que cada vez le era más antipática. Comenzaron las quejas del destierro; acusaba a su marido de haberla sacrificado al sueldo de cuarenta mil francos que le daban, y que, después de todo, era una miseria que apenas bastaba para vivir. ¿No debía haber imitado a otros compañeros suyos, exigiendo una parte en la Sociedad minera, obteniendo acciones, consiguiendo algo, en una palabra? E insistía con la crueldad propia de la mujer que ha aportado al matrimonio una fortuna. Él, siempre correcto, parapetado tras la mentida frialdad de hombre de Administración, ocultaba el deseo ardentísimo que tenía de poseer a aquella mujer, uno de esos deseos lujuriosos, más grandes cuanto más tardíos, y que crecen con la edad. Jamás la había poseído como amante, y todo su sueño dorado era que se le entregase una vez, una sola vez, como se había entregado a otros. Todas las mañanas soñaba con conquistarla aquella noche; luego, cuando ella le miraba fríamente, cuando comprendía que le era repulsivo, cuidaba de no tocarle ni siquiera la mano. Era un sufrimiento sin curación posible, oculto bajo la severidad de su actitud; el sufrimiento de un temperamento tierno en agonía continua y secreta por no haber encontrado la felicidad en el matrimonio. Al cabo de seis meses, cuando la casa, completamente arreglada, no sirvió de distracción a la señora de Hennebeau, ésta cayó de nuevo en la misma languidez, en el mismo aburrimiento de mujer a quien mata el destierro, y a todas horas decía que no le importaba morir.
Precisamente por entonces llegó a Montsou Pablo Négrel. Su madre, viuda de un capitán de marina, que vivía en Avignon de un manera modestísima, había tenido que imponerse terribles sacrificios para darle carrera. Salió de la Escuela Politécnica con tan mal expediente, que su tío, el señor Hennebeau, le aconsejó dejara la carrera, prometiéndole llevárselo de ingeniero a la Voreux.
Desde entonces se le trató en la casa como a un hijo; allí tuvo cuarto, allí comió, allí vivió, lo que le permitía enviar a su madre la mitad de su sueldo de cuatro mil francos. Para no dar que hablar con tanto favor, el señor de Hennebeau exageraba lo difícil que hubiera sido a su sobrino poner casa en uno de aquellos hotelitos diminutos que la Compañía destinaba al ingeniero de cada mina, y además decía que necesitaba la casa destinada al de la Voreux, porque vivía en ella uno de los ingenieros de la Dirección, y no era cosa de echarle a la calle. La señora de Hennebeau se había adjudicado enseguida el papel de tía del joven, tuteando a su sobrino y procurándole el mayor bienestar posible. Los primeros meses, sobre todo, se las echó de señora mayor, para poder tener cuidados maternales con el joven, a quien daba todo género de buenos consejos a propósito de cualquier tontería. Pero, como a pesar de todo era mujer, resbalaba sin querer al terreno de las confidencias personales. Aquel muchacho joven y guapo, de una inteligencia poco escrupulosa, que tenía acerca de las mujeres teorías de filósofo, le divertía, gracias a la vivacidad de su pesimismo. Naturalmente, una noche se encontró, sin saber cómo, entre sus brazos, y fingió entregarse a él por pura bondad, diciéndole al mismo tiempo que su corazón estaba muerto, que no quería sino ser una buena amiga suya. Y, en efecto: no tenía celos, le gastaba bromas con las muchachas de las minas, a las cuales encontraba insufribles, y casi le regañaba porque no tenía que contarle ninguna de esas aventuras tan propias de los muchachos jóvenes. Luego le apasionó la idea de casarle y soñó con sacrificarse buscándole una novia joven y rica. Y sus amores continuaron como un entretenimiento, en el cual ponía ella todo lo que le quedaba de ternura sensual.
Así transcurrieron dos años. Cierta noche, el señor Hennebeau tuvo una sospecha, porque había creído oír pasos de alguien que anduviera descalzo por las tupidas alfombras del hotel. ¡Pero semejante aventura era absurda para realizada allí mismo, en su casa, y entre aquella madre y aquel hijo! Además, al otro día su mujer le habló de casar a su sobrino con Cecilia Grégoire, y con tan afanoso ardor tomó sobre sí la tarea de arreglar aquella boda, que el marido se indignó ante su monstruosa sospecha de la víspera. En cambio sentía gratitud hacia su sobrino, porque desde la llegada de éste la casa parecía menos triste.
Cuando el señor de Hennebeau salía del tocador de su mujer, se encontró en el vestíbulo a Pablo, que acababa de llegar. Éste parecía estar muy divertido ante aquella idea de la huelga, que constituía para él una verdadera novedad.
-¿Qué hay? -le preguntó su tío.
-Pues nada; que he recorrido todos los barrios, y la gente parece muy tranquila y calmada. Pero creo que van a enviar una comisión para que hable contigo.
En aquel momento, se oyó la voz de la señora de Hennebeau, que hablaba desde el piso principal.
-¿Eres tú, Pablo? Sube a darme noticias. ¡Qué ganas tiene esa gentuza de hacer tonterías, cuando es tan feliz!
Y el director tuvo que renunciar a saber nada más, puesto que su mujer le arrebataba el mensajero. Volvió a su despacho, y se encontró encima de la mesa otro montón de despachos telegráficos y de partes.
A las once, cuando llegaron los Grégoire, se admiraron de que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba de centinela en la puerta, les hiciera entrar poco menos que a empujones, después de haber mirado recelosamente hacia la calle con aire misterioso. Las persianas del salón estaban corridas y fueron introducidos desde luego en el despacho del señor Hennebeau, que les presentó sus excusas por recibirlos allí; pero el salón daba a la calle, y era inútil adoptar una actitud que pudiera parecer provocativa.
-¡Cómo! ¿No saben ustedes lo que pasa? -añadió, viendo su sorpresa.
El señor Grégoire se encogió de hombros con aire bondadoso, cuando supo que al fin se había declarado la huelga. ¡Bah! No ocurriría nada, Porque los obreros eran buenas gentes. Su esposa abundaba en las mismas esperanzas, fundadas en la secular resignación de los carboneros; mientras Cecilia, que estaba muy alegre aquel día, y casi guapa por su aspecto saludable, se sonreía con agrado al oír hablar de huelga, en lo cual no había para ella más que la idea de visitar los barrios de los obreros dando limosnas y distribuyendo ropa. En aquel momento, la señora de Hennebeau, en traje de seda negra, apareció acompañada de su sobrino.
-¡Caramba, qué fastidio! -exclamó desde la puerta-. ¡No Podían haber esperado esos pícaros! Porque habrán de saber que Pablo se niega a llevarnos a Santo Tomás.
-Pues nos estaremos aquí -respondió tranquilamente el señor Grégoire-, y tendremos el gusto de pasar el rato en compañía de ustedes.
Pablo se había contentado con saludar a Cecilia y a su madre. Al ver aquella frialdad, su tía le animó con una mirada a que se dirigiese a la joven, y cuando los vio juntos y sonrientes, les dirigió otra mirada de ternura maternal.
Entretanto, el señor Hennebeau acababa de leer los despachos, y redactaba nuevos telegramas. En torno de su mesa hablaban todos: su mujer decía que no se había ella ocupado de arreglar el despacho, que estaba feísimo, con todos aquellos muebles antiguos, de poco gusto y estropeados.
Así se pasaron tres cuartos de hora, y ya iban a dirigirse al comedor y sentarse a la mesa, cuando el ayuda de cámara anunció al señor Deneulin. Éste, con ademán excitado, entró rápidamente y saludó a la señora de Hennebeau.
-¡Hola! ¿Están ustedes aquí? -dijo al ver a la familia Grégoire.
Y sin más saludo ni más cumplimiento, se dirigió al señor Hennebeau:
-¿Conque ya apareció aquello? -dijo-. Lo he sabido por mi ingeniero. Mis obreros han bajado todos, como de costumbre, a trabajar. Pero, como comprenderán, la cosa puede ir en aumento, y no estoy nada tranquilo. He querido saber noticias. Vamos a ver: ¿cómo andan por aquí las cosas?
Había llegado a caballo, y era tal su inquietud, que no podía disimularla.
El señor Hennebeau comenzaba a darle noticias para ponerle al tanto de la situación, cuando Hipólito abrió la puerta del comedor.
-Almuerce usted con nosotros -le dijo entonces el director-. A los postres le contaré lo que pasa.
-Bueno; como usted guste -respondió Deneulin, tan preocupado, que aceptó desde luego, sin cuidarse de formular los cumplidos de costumbre.
Pero, acordándose de su descortesía se volvió a la señora de la casa, y le presentó sus excusas. La señora de Hennebeau estuvo muy amable, y después de hacer que pusieran otro cubierto, colocó a sus convidados en la mesa: la señora de Grégoire y Cecilia, a los lados de su marido; el señor Grégoire y Deneulin, a su derecha y a su izquierda respectivamente, y, por último, Pablo entre la joven y el padre de ésta. Cuando sacaron a la mesa el primer plato, dijo sonriendo:
-Tienen ustedes que dispensarme. Yo quería que hubiéramos tenido ostras. Los lunes suelen llegar de Ostende a Marchiennes, y pensaba mandar a la cocinera en coche. Pero la pobre ha tenido miedo de que la apedreen.
Todos se echaron a reír. La historia era graciosa.
Al cabo de algún tiempo, Hennebeau se decidió a dejar Pas-de-Calais y volver a París con un destino en el Ministerio de Obras Públicas, creyendo que su mujer se lo agradecería. Pero París debía determinar la separación completa; aquel París que ella deseaba desde que le compraron la primera muñeca, y en el cual perdió muy pronto el aire de pueblerina, convertida de repente en una mujer elegantísima, y lanzada a todas las locuras de la época. Los diez años que vivió en la capital estuvieron ocupados para ella por una gran pasión, unos amores conocidos públicamente, con un hombre cuyo abandono estuvo a punto de matarla. Aquella vez el marido no había podido permanecer ignorante, y después de una porción de escenas abominables que no son para contarlas, se resignó con su desgracia, dominado por la frescura inconsciente de aquella rara mujer que cogía la felicidad donde la encontraba. Poco tiempo después de aquella ruptura. y viéndola enferma, Hennebeau aceptó la dirección de las minas de Montsou, con la esperanza de que en aquel retiro conseguiría corregirla.
Los de Hennebeau vivían hacía tres años en Montsou, y habían caído en el aburrimiento irritante de los primeros años de su matrimonio. Al principio ella pareció calmada en medio de tan gran tranquilidad, y se encerraba en su casa como mujer desengañada del mundo; afectaba tener el corazón muerto, y tanta despreocupación que hasta le tenía sin cuidado engordar. Luego, bajo aquella aparente indiferencia, se declaró una fiebre terrible, una necesidad imperiosa de vivir y de gozar, y una exaltación que creyó satisfacer ocupándose en arreglar y amueblar lujosamente la casa-palacio de la Dirección. Decía ella que estaba horrible, y la llenó de tapices, de juguetes, de objetos de arte y de un lujo tan extraordinario, que dio que hablar hasta en Lille. La vida en el desierto empezaba ya a exasperarla, y se aburría mortalmente en presencia de aquellas tristes campiñas, de aquellos caminos siempre sucios, sin un árbol que adornase el pueblo, habitado por la gentuza de las minas, que cada vez le era más antipática. Comenzaron las quejas del destierro; acusaba a su marido de haberla sacrificado al sueldo de cuarenta mil francos que le daban, y que, después de todo, era una miseria que apenas bastaba para vivir. ¿No debía haber imitado a otros compañeros suyos, exigiendo una parte en la Sociedad minera, obteniendo acciones, consiguiendo algo, en una palabra? E insistía con la crueldad propia de la mujer que ha aportado al matrimonio una fortuna. Él, siempre correcto, parapetado tras la mentida frialdad de hombre de Administración, ocultaba el deseo ardentísimo que tenía de poseer a aquella mujer, uno de esos deseos lujuriosos, más grandes cuanto más tardíos, y que crecen con la edad. Jamás la había poseído como amante, y todo su sueño dorado era que se le entregase una vez, una sola vez, como se había entregado a otros. Todas las mañanas soñaba con conquistarla aquella noche; luego, cuando ella le miraba fríamente, cuando comprendía que le era repulsivo, cuidaba de no tocarle ni siquiera la mano. Era un sufrimiento sin curación posible, oculto bajo la severidad de su actitud; el sufrimiento de un temperamento tierno en agonía continua y secreta por no haber encontrado la felicidad en el matrimonio. Al cabo de seis meses, cuando la casa, completamente arreglada, no sirvió de distracción a la señora de Hennebeau, ésta cayó de nuevo en la misma languidez, en el mismo aburrimiento de mujer a quien mata el destierro, y a todas horas decía que no le importaba morir.
Precisamente por entonces llegó a Montsou Pablo Négrel. Su madre, viuda de un capitán de marina, que vivía en Avignon de un manera modestísima, había tenido que imponerse terribles sacrificios para darle carrera. Salió de la Escuela Politécnica con tan mal expediente, que su tío, el señor Hennebeau, le aconsejó dejara la carrera, prometiéndole llevárselo de ingeniero a la Voreux.
Desde entonces se le trató en la casa como a un hijo; allí tuvo cuarto, allí comió, allí vivió, lo que le permitía enviar a su madre la mitad de su sueldo de cuatro mil francos. Para no dar que hablar con tanto favor, el señor de Hennebeau exageraba lo difícil que hubiera sido a su sobrino poner casa en uno de aquellos hotelitos diminutos que la Compañía destinaba al ingeniero de cada mina, y además decía que necesitaba la casa destinada al de la Voreux, porque vivía en ella uno de los ingenieros de la Dirección, y no era cosa de echarle a la calle. La señora de Hennebeau se había adjudicado enseguida el papel de tía del joven, tuteando a su sobrino y procurándole el mayor bienestar posible. Los primeros meses, sobre todo, se las echó de señora mayor, para poder tener cuidados maternales con el joven, a quien daba todo género de buenos consejos a propósito de cualquier tontería. Pero, como a pesar de todo era mujer, resbalaba sin querer al terreno de las confidencias personales. Aquel muchacho joven y guapo, de una inteligencia poco escrupulosa, que tenía acerca de las mujeres teorías de filósofo, le divertía, gracias a la vivacidad de su pesimismo. Naturalmente, una noche se encontró, sin saber cómo, entre sus brazos, y fingió entregarse a él por pura bondad, diciéndole al mismo tiempo que su corazón estaba muerto, que no quería sino ser una buena amiga suya. Y, en efecto: no tenía celos, le gastaba bromas con las muchachas de las minas, a las cuales encontraba insufribles, y casi le regañaba porque no tenía que contarle ninguna de esas aventuras tan propias de los muchachos jóvenes. Luego le apasionó la idea de casarle y soñó con sacrificarse buscándole una novia joven y rica. Y sus amores continuaron como un entretenimiento, en el cual ponía ella todo lo que le quedaba de ternura sensual.
Así transcurrieron dos años. Cierta noche, el señor Hennebeau tuvo una sospecha, porque había creído oír pasos de alguien que anduviera descalzo por las tupidas alfombras del hotel. ¡Pero semejante aventura era absurda para realizada allí mismo, en su casa, y entre aquella madre y aquel hijo! Además, al otro día su mujer le habló de casar a su sobrino con Cecilia Grégoire, y con tan afanoso ardor tomó sobre sí la tarea de arreglar aquella boda, que el marido se indignó ante su monstruosa sospecha de la víspera. En cambio sentía gratitud hacia su sobrino, porque desde la llegada de éste la casa parecía menos triste.
Cuando el señor de Hennebeau salía del tocador de su mujer, se encontró en el vestíbulo a Pablo, que acababa de llegar. Éste parecía estar muy divertido ante aquella idea de la huelga, que constituía para él una verdadera novedad.
-¿Qué hay? -le preguntó su tío.
-Pues nada; que he recorrido todos los barrios, y la gente parece muy tranquila y calmada. Pero creo que van a enviar una comisión para que hable contigo.
En aquel momento, se oyó la voz de la señora de Hennebeau, que hablaba desde el piso principal.
-¿Eres tú, Pablo? Sube a darme noticias. ¡Qué ganas tiene esa gentuza de hacer tonterías, cuando es tan feliz!
Y el director tuvo que renunciar a saber nada más, puesto que su mujer le arrebataba el mensajero. Volvió a su despacho, y se encontró encima de la mesa otro montón de despachos telegráficos y de partes.
A las once, cuando llegaron los Grégoire, se admiraron de que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba de centinela en la puerta, les hiciera entrar poco menos que a empujones, después de haber mirado recelosamente hacia la calle con aire misterioso. Las persianas del salón estaban corridas y fueron introducidos desde luego en el despacho del señor Hennebeau, que les presentó sus excusas por recibirlos allí; pero el salón daba a la calle, y era inútil adoptar una actitud que pudiera parecer provocativa.
-¡Cómo! ¿No saben ustedes lo que pasa? -añadió, viendo su sorpresa.
El señor Grégoire se encogió de hombros con aire bondadoso, cuando supo que al fin se había declarado la huelga. ¡Bah! No ocurriría nada, Porque los obreros eran buenas gentes. Su esposa abundaba en las mismas esperanzas, fundadas en la secular resignación de los carboneros; mientras Cecilia, que estaba muy alegre aquel día, y casi guapa por su aspecto saludable, se sonreía con agrado al oír hablar de huelga, en lo cual no había para ella más que la idea de visitar los barrios de los obreros dando limosnas y distribuyendo ropa. En aquel momento, la señora de Hennebeau, en traje de seda negra, apareció acompañada de su sobrino.
-¡Caramba, qué fastidio! -exclamó desde la puerta-. ¡No Podían haber esperado esos pícaros! Porque habrán de saber que Pablo se niega a llevarnos a Santo Tomás.
-Pues nos estaremos aquí -respondió tranquilamente el señor Grégoire-, y tendremos el gusto de pasar el rato en compañía de ustedes.
Pablo se había contentado con saludar a Cecilia y a su madre. Al ver aquella frialdad, su tía le animó con una mirada a que se dirigiese a la joven, y cuando los vio juntos y sonrientes, les dirigió otra mirada de ternura maternal.
Entretanto, el señor Hennebeau acababa de leer los despachos, y redactaba nuevos telegramas. En torno de su mesa hablaban todos: su mujer decía que no se había ella ocupado de arreglar el despacho, que estaba feísimo, con todos aquellos muebles antiguos, de poco gusto y estropeados.
Así se pasaron tres cuartos de hora, y ya iban a dirigirse al comedor y sentarse a la mesa, cuando el ayuda de cámara anunció al señor Deneulin. Éste, con ademán excitado, entró rápidamente y saludó a la señora de Hennebeau.
-¡Hola! ¿Están ustedes aquí? -dijo al ver a la familia Grégoire.
Y sin más saludo ni más cumplimiento, se dirigió al señor Hennebeau:
-¿Conque ya apareció aquello? -dijo-. Lo he sabido por mi ingeniero. Mis obreros han bajado todos, como de costumbre, a trabajar. Pero, como comprenderán, la cosa puede ir en aumento, y no estoy nada tranquilo. He querido saber noticias. Vamos a ver: ¿cómo andan por aquí las cosas?
Había llegado a caballo, y era tal su inquietud, que no podía disimularla.
El señor Hennebeau comenzaba a darle noticias para ponerle al tanto de la situación, cuando Hipólito abrió la puerta del comedor.
-Almuerce usted con nosotros -le dijo entonces el director-. A los postres le contaré lo que pasa.
-Bueno; como usted guste -respondió Deneulin, tan preocupado, que aceptó desde luego, sin cuidarse de formular los cumplidos de costumbre.
Pero, acordándose de su descortesía se volvió a la señora de la casa, y le presentó sus excusas. La señora de Hennebeau estuvo muy amable, y después de hacer que pusieran otro cubierto, colocó a sus convidados en la mesa: la señora de Grégoire y Cecilia, a los lados de su marido; el señor Grégoire y Deneulin, a su derecha y a su izquierda respectivamente, y, por último, Pablo entre la joven y el padre de ésta. Cuando sacaron a la mesa el primer plato, dijo sonriendo:
-Tienen ustedes que dispensarme. Yo quería que hubiéramos tenido ostras. Los lunes suelen llegar de Ostende a Marchiennes, y pensaba mandar a la cocinera en coche. Pero la pobre ha tenido miedo de que la apedreen.
Todos se echaron a reír. La historia era graciosa.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
-¡Chist! -dijo el señor Hennebeau, contrariado, mirando a las ventanas, desde las cuales se veía la carretera. No hay necesidad de que sepa la gente que tenemos convidados hoy.
-Espero, sin embargo, que nos dejarán almorzar en paz -declaró el señor Grégoire-. He aquí un salchichón riquísimo, que de seguro no comerán ellos.
Empezaron todos a reír otra vez, pero menos ruidosamente. Los convidados iban animándose al verse instalados en aquella habitación adornada con tapices flamencos y muebles magníficos de roble tallado. Soberbias piezas de plata lucían detrás de los limpios cristales de los aparadores, y la magnífica lámpara colgada del techo, que caía sobre la mesa, casi apoyándose en el riquísimo centro de cristal cuajado, daba un aspecto señorial al comedor, amueblado en conjunto y en detalle con un gusto exquisito. Aquel día de diciembre era muy frío y nebuloso; pero de las rachas de viento nordeste que combatían la fachada del hotel, ni una sola ráfaga penetraba en la habitación, donde hacía un calor agradable.
-¿No sería conveniente que corriéramos las cortinas? -dijo Négrel, a quien divertía la idea de asustar a los señores Grégoire.
La doncella, que estaba sirviendo la mesa con el ayuda de cámara, creyó que le daban una orden, y fue a correrlas inmediatamente. Entonces todos empezaron a bromear otra vez: nadie cogía un tenedor ni un cuchillo sin tomar todo género de precauciones; cada plato fue saludado como un objeto salvado milagrosamente de una ciudad saqueada por las turbas; mas, detrás de aquella fingida alegría, reinaba un miedo sordo, que se translucía en miradas involuntarias a los balcones, como si fuera posible que, de un momento a otro, entrara por ellos un ejército de hambrientos a saquear la casa.
Después de los huevos con trufas, sirvieron truchas de río. La conversación versaba entonces sobre la crisis industrial, cada vez más acentuada desde hacía dieciocho meses.
-Esto tenía que suceder fatalmente -aseguraba el señor Deneulin-, porque la exagerada prosperidad de estos años últimos lo traía como consecuencia inevitable. Piensen un poco en los enormes capitales amortizados en los ferrocarriles, en los puertos y canales construidos, en todo el dinero empleado en empresas arriesgadas. Aquí mismo se han establecido tantas fábricas de azúcar, que no parece sino que íbamos a coger tres cosechas de remolacha todos los años. Y ¡desde luego! Hoy el dinero escasea, porque es necesario esperar a que se indemnicen del interés de los millones que se han gastado: la consecuencia de todo eso es el apuro en que nos hallamos y la muerte de todo género de negocios.
El señor Hennebeau combatió aquella teoría; pero tuvo que convenir en que los años prósperos habían echado a perder a los obreros.
-Yo me acuerdo de que esos muchachos ganaban en las minas hasta seis francos diarios, el doble de lo que sacan ahora. Naturalmente, vivían bien, e iban adquiriendo hábitos de lujo. Hoy se les hace más cuesta arriba sujetarse a su frugalidad de antes.
-Señor Grégoire -decía la señora de la casa-, ¿le sirvo un poco más de estas truchas? Son muy finas, ¿verdad?
El director continuó diciendo:
-Pero pregunto yo: ¿tenemos nosotros la culpa? No parece sino que a nuestra vez no sufriéramos las mismas consecuencias. Desde que han empezado a cerrarse fábricas y más fábricas, no sabemos cómo deshacernos de las considerables existencias almacenadas; y ahora, ante el descenso constante de pedidos, tenemos por fuerza que disminuir los gastos de explotación. Eso es lo que los obreros no quieren comprender.
Hubo un momento de silencio. El criado puso en la mesa una fuente de perdices asadas, mientras la doncella escanciaba Chambertin en las copas de los comensales.
-Hay hambre en la India -replicó Deneulin a media voz y como si hablase consigo mismo-; América, al disminuir sus pedidos de hierro, ha dado un golpe mortal a nuestras fábricas. Como esto es una cadena, cualquier crisis, por lejana que sea, hace resentirse a todo el mundo. ¡Y el Imperio, que estaba tan orgulloso con esta fiebre industrial que se había apoderado de nosotros!
Comió un bocado del ala de perdiz que le habían puesto en el plato, y continuó luego:
-Lo peor es que, para disminuir los gastos de explotación, sería necesario producir más; porque, de lo contrario, la crisis se ensaña con los jornales, y el obrero tiene razón cuando dice que él es quien paga los vidrios rotos.
Aquella confesión, arrancada a su franqueza característica, dio pie a un animado debate. Las señoras se aburrían. Todos, por otra parte, se ocupaban con verdadero ardor en despachar lo que tenían en el plato. El criado entró nuevamente en el comedor; quiso hablar, pero titubeó un poco, y acabó por no decir nada.
-¿Qué sucede? -preguntó el señor Hennebeau-. Si han traído algún telegrama, dénmelo. Estoy esperando varios.
-No, señor; es que está ahí el señor Dansaert. Pero teme molestar.
El director pidió permiso a sus convidados, y mandó que entrase el capataz mayor. Éste se quedó en pie, a respetuosa distancia de la mesa, mientras todos se volvían a mirarle, deseosos de saber las noticias que traía. Los barrios de los obreros continuaban tranquilos; pero se esperaba la llegada de una comisión de trabajadores. Quizás antes de cinco minutos estuviese allí.
-Está bien, gracias -dijo el señor Hennebeau-. Quiero que mañana y tarde me dé usted parte de todo lo que ocurra.
Y cuando Dansaert se hubo marchado, comenzaron de nuevo las risas, mientras se abalanzaban a la ensalada rusa, diciendo que era preciso apresurarse, si querían acabar de almorzar. Pero la alegría llegó a su colmo cuando, habiendo pedido Négrel un poco de pan, la doncella contestó un "está muy bien", dicho en voz tan baja y con tanto miedo, que no parecía sino que la muchacha se veía ya entre las garras de una partida de malhechores que fueran a matarla.
-Hable más alto, hija mía -dijo sonriendo la señora de Hennebeau-, que todavía no están aquí.
El director, a quien acababan de entregar un abultado paquete de cartas y telegramas, quiso leer en voz alta una de aquéllas. Era de Pierron, y en ella decía, en frases respetuosas, que se veía obligado a declararse en huelga con todos sus compañeros para que no le maltrataran; y añadía que, además, no había podido negarse a formar parte de la comisión que iba a visitar al señor director, si bien protestaba contra semejante acto.
-¡Ésta es la libertad del trabajo! -exclamó el señor Hennebeau. Se volvió a hablar de la huelga, y le preguntaron su opinión.
-¡Oh! -contestó-. Ya hemos visto otras muchas. Cuestión de una semana, o cuando más de una quincena de holganza, como sucedió la última vez. Pasarán el día visitando las tabernas, y cuando tengan hambre volverán a las minas.
Deneulin volvió la cabeza, diciendo:
-Yo no estoy tranquilo. Esta vez parece que están mejor organizados. ¿No tienen también una Caja de Socorros?
-Sí; pero apenas cuentan con tres mil francos. ¿Qué quiere usted que hagan con eso? Sospecho que el jefe es un tal Esteban: un buen obrero, a quien sentiría tener que echar a la calle, como hice en cierta ocasión con un tal Rasseneur, que todavía continúa echándome a perder a los mineros de la Voreux con sus ideas revolucionarias y con su cerveza. Dentro de diez días la mitad de la gente estará trabajando y, a lo sumo, dentro de quince días harán lo mismo todos los demás
El señor Hennebeau estaba convencido. Su disgusto consistía en el temor de que el Consejo de Administración le hiciese responsable de la huelga. Hacía algún tiempo que se sentía con menos ascendiente sobre sus jefes. Así es que, dejando en el plato la cucharada de ensalada rusa que se llevaba a la boca, volvió a leer los telegramas recibidos de París, contestación a otros suyos, y cada una de las palabras, las cuales quería descifrar, como si tuviesen doble sentido. Todos le perdonaron la lectura, porque el almuerzo iba adquiriendo el carácter de una comida de campamento en vísperas de romper el fuego contra el enemigo.
Las señoras se mezclaron también en la conversación. La de Grégoire fue la primera que compadeció a aquellas pobres gentes que iban a pasar hambre y ya Cecilia echaba sus cuentas para distribuir entre 105 huelguistas bonos de pan y carne. La señora de Hennebeau, en cambio, se asombraba oyendo hablar de la miseria en que vivían los mineros de Montsou. Pues qué, ¿no eran felices? ¡Aquellas gentes que tenían casa, lumbre y todo género de cuidados prodigados por la Compañía! En su indiferencia hacia aquellos infelices, no sabía de su vida más que la lección que aprendiera de memoria para relatársela a los parisienses que iban a visitarla en los dominios de su marido, y como acabara por creer en ella, se indignaba ante la ingratitud del pueblo.
Négrel, entretanto, seguía divirtiéndose en asustar a la señora Grégoire. Cecilia no le disgustaba, y quería casarse con ella por complacer también a su tía; pero no hacía esfuerzos de ningún género para demostrar su amor, como muchacho práctico en la vida que alardeaba de corazón frío. Pretendía ser republicano, lo cual no obstaba para que tratase a los obreros con una severidad extraordinaria, y se burlara de ellos cuando estaba con señoras.
-Tampoco yo tengo el optimismo de mi tío -dijo, tomando parte en la conversación-. Me temo gravísimos desórdenes. Así es, señor Grégoire, que le aconsejo cierre bien todos los cerrojos de La Piolaine, porque podrían robarle.
Precisamente en aquel momento el señor Grégoire, con la eterna sonrisa bonachona que animaba su semblante, estaba defendiendo a los mineros.
-¡Robarme! -exclamó estupefacto-. ¿Y por qué?
-¿No es usted accionista de las minas de Montsou? O sea, que no hace usted nada, y vive del trabajo de los demás. En una palabra: es usted un capitalista, y eso basta. Esté seguro de que si la revolución social triunfase, le obligarían a devolver su dinero, como si lo hubiese robado: ¡la propiedad es un robo!
Entonces perdió la bonachona tranquilidad que no le abandonaba nunca y tartamudeó:
-¡Qué mi fortuna es dinero robado! ¿Mi bisabuelo no ganó con el sudor de su rostro el capital empleado en acciones de minas? ¿No hemos corrido todos los riesgos de la empresa? ¿Acaso hago yo hoy mal uso de las rentas?
La señora de Hennebeau, alarmada al ver que la madre y la hija tenían miedo también, intervino en la conversación, diciendo:
-No hagan caso; son bromas de Pablo.
Pero el señor Grégoire estaba fuera de sí. En aquel momento pasaba por su lado el ayuda de cámara con un plato de cangrejos, y sin saber lo que hacía, cogió con la mano dos o tres y se los metió en la boca, y empezó a comerse las patas.
-¡Ah! No digo yo que no haya accionistas que abusen y se porten mal. Por ejemplo: me han dicho que ha habido personajes que han recibido acciones de las minas en pago de servicios prestados a las Compañías. Lo mismo que ese señorón, ese duque, a quien no quiero nombrar, el primero de nuestros accionistas, cuya vida es un escándalo de prodigalidad, que gasta
-Espero, sin embargo, que nos dejarán almorzar en paz -declaró el señor Grégoire-. He aquí un salchichón riquísimo, que de seguro no comerán ellos.
Empezaron todos a reír otra vez, pero menos ruidosamente. Los convidados iban animándose al verse instalados en aquella habitación adornada con tapices flamencos y muebles magníficos de roble tallado. Soberbias piezas de plata lucían detrás de los limpios cristales de los aparadores, y la magnífica lámpara colgada del techo, que caía sobre la mesa, casi apoyándose en el riquísimo centro de cristal cuajado, daba un aspecto señorial al comedor, amueblado en conjunto y en detalle con un gusto exquisito. Aquel día de diciembre era muy frío y nebuloso; pero de las rachas de viento nordeste que combatían la fachada del hotel, ni una sola ráfaga penetraba en la habitación, donde hacía un calor agradable.
-¿No sería conveniente que corriéramos las cortinas? -dijo Négrel, a quien divertía la idea de asustar a los señores Grégoire.
La doncella, que estaba sirviendo la mesa con el ayuda de cámara, creyó que le daban una orden, y fue a correrlas inmediatamente. Entonces todos empezaron a bromear otra vez: nadie cogía un tenedor ni un cuchillo sin tomar todo género de precauciones; cada plato fue saludado como un objeto salvado milagrosamente de una ciudad saqueada por las turbas; mas, detrás de aquella fingida alegría, reinaba un miedo sordo, que se translucía en miradas involuntarias a los balcones, como si fuera posible que, de un momento a otro, entrara por ellos un ejército de hambrientos a saquear la casa.
Después de los huevos con trufas, sirvieron truchas de río. La conversación versaba entonces sobre la crisis industrial, cada vez más acentuada desde hacía dieciocho meses.
-Esto tenía que suceder fatalmente -aseguraba el señor Deneulin-, porque la exagerada prosperidad de estos años últimos lo traía como consecuencia inevitable. Piensen un poco en los enormes capitales amortizados en los ferrocarriles, en los puertos y canales construidos, en todo el dinero empleado en empresas arriesgadas. Aquí mismo se han establecido tantas fábricas de azúcar, que no parece sino que íbamos a coger tres cosechas de remolacha todos los años. Y ¡desde luego! Hoy el dinero escasea, porque es necesario esperar a que se indemnicen del interés de los millones que se han gastado: la consecuencia de todo eso es el apuro en que nos hallamos y la muerte de todo género de negocios.
El señor Hennebeau combatió aquella teoría; pero tuvo que convenir en que los años prósperos habían echado a perder a los obreros.
-Yo me acuerdo de que esos muchachos ganaban en las minas hasta seis francos diarios, el doble de lo que sacan ahora. Naturalmente, vivían bien, e iban adquiriendo hábitos de lujo. Hoy se les hace más cuesta arriba sujetarse a su frugalidad de antes.
-Señor Grégoire -decía la señora de la casa-, ¿le sirvo un poco más de estas truchas? Son muy finas, ¿verdad?
El director continuó diciendo:
-Pero pregunto yo: ¿tenemos nosotros la culpa? No parece sino que a nuestra vez no sufriéramos las mismas consecuencias. Desde que han empezado a cerrarse fábricas y más fábricas, no sabemos cómo deshacernos de las considerables existencias almacenadas; y ahora, ante el descenso constante de pedidos, tenemos por fuerza que disminuir los gastos de explotación. Eso es lo que los obreros no quieren comprender.
Hubo un momento de silencio. El criado puso en la mesa una fuente de perdices asadas, mientras la doncella escanciaba Chambertin en las copas de los comensales.
-Hay hambre en la India -replicó Deneulin a media voz y como si hablase consigo mismo-; América, al disminuir sus pedidos de hierro, ha dado un golpe mortal a nuestras fábricas. Como esto es una cadena, cualquier crisis, por lejana que sea, hace resentirse a todo el mundo. ¡Y el Imperio, que estaba tan orgulloso con esta fiebre industrial que se había apoderado de nosotros!
Comió un bocado del ala de perdiz que le habían puesto en el plato, y continuó luego:
-Lo peor es que, para disminuir los gastos de explotación, sería necesario producir más; porque, de lo contrario, la crisis se ensaña con los jornales, y el obrero tiene razón cuando dice que él es quien paga los vidrios rotos.
Aquella confesión, arrancada a su franqueza característica, dio pie a un animado debate. Las señoras se aburrían. Todos, por otra parte, se ocupaban con verdadero ardor en despachar lo que tenían en el plato. El criado entró nuevamente en el comedor; quiso hablar, pero titubeó un poco, y acabó por no decir nada.
-¿Qué sucede? -preguntó el señor Hennebeau-. Si han traído algún telegrama, dénmelo. Estoy esperando varios.
-No, señor; es que está ahí el señor Dansaert. Pero teme molestar.
El director pidió permiso a sus convidados, y mandó que entrase el capataz mayor. Éste se quedó en pie, a respetuosa distancia de la mesa, mientras todos se volvían a mirarle, deseosos de saber las noticias que traía. Los barrios de los obreros continuaban tranquilos; pero se esperaba la llegada de una comisión de trabajadores. Quizás antes de cinco minutos estuviese allí.
-Está bien, gracias -dijo el señor Hennebeau-. Quiero que mañana y tarde me dé usted parte de todo lo que ocurra.
Y cuando Dansaert se hubo marchado, comenzaron de nuevo las risas, mientras se abalanzaban a la ensalada rusa, diciendo que era preciso apresurarse, si querían acabar de almorzar. Pero la alegría llegó a su colmo cuando, habiendo pedido Négrel un poco de pan, la doncella contestó un "está muy bien", dicho en voz tan baja y con tanto miedo, que no parecía sino que la muchacha se veía ya entre las garras de una partida de malhechores que fueran a matarla.
-Hable más alto, hija mía -dijo sonriendo la señora de Hennebeau-, que todavía no están aquí.
El director, a quien acababan de entregar un abultado paquete de cartas y telegramas, quiso leer en voz alta una de aquéllas. Era de Pierron, y en ella decía, en frases respetuosas, que se veía obligado a declararse en huelga con todos sus compañeros para que no le maltrataran; y añadía que, además, no había podido negarse a formar parte de la comisión que iba a visitar al señor director, si bien protestaba contra semejante acto.
-¡Ésta es la libertad del trabajo! -exclamó el señor Hennebeau. Se volvió a hablar de la huelga, y le preguntaron su opinión.
-¡Oh! -contestó-. Ya hemos visto otras muchas. Cuestión de una semana, o cuando más de una quincena de holganza, como sucedió la última vez. Pasarán el día visitando las tabernas, y cuando tengan hambre volverán a las minas.
Deneulin volvió la cabeza, diciendo:
-Yo no estoy tranquilo. Esta vez parece que están mejor organizados. ¿No tienen también una Caja de Socorros?
-Sí; pero apenas cuentan con tres mil francos. ¿Qué quiere usted que hagan con eso? Sospecho que el jefe es un tal Esteban: un buen obrero, a quien sentiría tener que echar a la calle, como hice en cierta ocasión con un tal Rasseneur, que todavía continúa echándome a perder a los mineros de la Voreux con sus ideas revolucionarias y con su cerveza. Dentro de diez días la mitad de la gente estará trabajando y, a lo sumo, dentro de quince días harán lo mismo todos los demás
El señor Hennebeau estaba convencido. Su disgusto consistía en el temor de que el Consejo de Administración le hiciese responsable de la huelga. Hacía algún tiempo que se sentía con menos ascendiente sobre sus jefes. Así es que, dejando en el plato la cucharada de ensalada rusa que se llevaba a la boca, volvió a leer los telegramas recibidos de París, contestación a otros suyos, y cada una de las palabras, las cuales quería descifrar, como si tuviesen doble sentido. Todos le perdonaron la lectura, porque el almuerzo iba adquiriendo el carácter de una comida de campamento en vísperas de romper el fuego contra el enemigo.
Las señoras se mezclaron también en la conversación. La de Grégoire fue la primera que compadeció a aquellas pobres gentes que iban a pasar hambre y ya Cecilia echaba sus cuentas para distribuir entre 105 huelguistas bonos de pan y carne. La señora de Hennebeau, en cambio, se asombraba oyendo hablar de la miseria en que vivían los mineros de Montsou. Pues qué, ¿no eran felices? ¡Aquellas gentes que tenían casa, lumbre y todo género de cuidados prodigados por la Compañía! En su indiferencia hacia aquellos infelices, no sabía de su vida más que la lección que aprendiera de memoria para relatársela a los parisienses que iban a visitarla en los dominios de su marido, y como acabara por creer en ella, se indignaba ante la ingratitud del pueblo.
Négrel, entretanto, seguía divirtiéndose en asustar a la señora Grégoire. Cecilia no le disgustaba, y quería casarse con ella por complacer también a su tía; pero no hacía esfuerzos de ningún género para demostrar su amor, como muchacho práctico en la vida que alardeaba de corazón frío. Pretendía ser republicano, lo cual no obstaba para que tratase a los obreros con una severidad extraordinaria, y se burlara de ellos cuando estaba con señoras.
-Tampoco yo tengo el optimismo de mi tío -dijo, tomando parte en la conversación-. Me temo gravísimos desórdenes. Así es, señor Grégoire, que le aconsejo cierre bien todos los cerrojos de La Piolaine, porque podrían robarle.
Precisamente en aquel momento el señor Grégoire, con la eterna sonrisa bonachona que animaba su semblante, estaba defendiendo a los mineros.
-¡Robarme! -exclamó estupefacto-. ¿Y por qué?
-¿No es usted accionista de las minas de Montsou? O sea, que no hace usted nada, y vive del trabajo de los demás. En una palabra: es usted un capitalista, y eso basta. Esté seguro de que si la revolución social triunfase, le obligarían a devolver su dinero, como si lo hubiese robado: ¡la propiedad es un robo!
Entonces perdió la bonachona tranquilidad que no le abandonaba nunca y tartamudeó:
-¡Qué mi fortuna es dinero robado! ¿Mi bisabuelo no ganó con el sudor de su rostro el capital empleado en acciones de minas? ¿No hemos corrido todos los riesgos de la empresa? ¿Acaso hago yo hoy mal uso de las rentas?
La señora de Hennebeau, alarmada al ver que la madre y la hija tenían miedo también, intervino en la conversación, diciendo:
-No hagan caso; son bromas de Pablo.
Pero el señor Grégoire estaba fuera de sí. En aquel momento pasaba por su lado el ayuda de cámara con un plato de cangrejos, y sin saber lo que hacía, cogió con la mano dos o tres y se los metió en la boca, y empezó a comerse las patas.
-¡Ah! No digo yo que no haya accionistas que abusen y se porten mal. Por ejemplo: me han dicho que ha habido personajes que han recibido acciones de las minas en pago de servicios prestados a las Compañías. Lo mismo que ese señorón, ese duque, a quien no quiero nombrar, el primero de nuestros accionistas, cuya vida es un escándalo de prodigalidad, que gasta
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
millones en mujeres, juego y un lujo inútil. ¡Pero nosotros, nosotros, que vivimos modestamente, como honrados burgueses que somos! ¡Vamos, vamos! Sería necesario que esos obreros fuesen gente de la peor ralea para que se metieran conmigo, ni trataran de robarme ni un alfiler.
El mismo Négrel tuvo que tranquilizarle, riéndose al mismo tiempo de su furor. Todos comían cangrejos en aquel momento, y el crujir de los caparazones de los animalillos entre los dientes de los comensales continuaba oyéndose cuando la conversación versó sobre política. El señor Grégoire, todavía tembloroso a pesar de las últimas explicaciones de Pablo, declaraba que era liberal y echaba de menos a Luis Felipe. Deneulin era partidario de un gobierno fuerte, y estaba disgustado con el emperador, a quien acusaba de hallarse en la resbaladiza pendiente de las concesiones imprudentes.
-Acuérdense del 89 -dijo-. La nobleza fue quien hizo posible la revolución por su complicidad, por sus aficiones a las novedades filosóficas. Pues bien: hoy la clase media representa el mismo papel estúpido, con su afán de liberalismo, con su furia de destrucción, con sus halagos al pueblo. Sí, sí; están ustedes afilándole los dientes al monstruo para que nos devore. ¡Y nos devorará, no lo duden!
Las señoras le pidieron que callase, y variaron de conversación, preguntándole por sus hijas. Deneulin tuvo que hablar de ellas: Lucía estaba en Marchiennes, tocando el piano y cantando en casa de una amiga; Juan había empezado a pintar una cabeza de viejo. Pero decía todo aquello con aire distraído y sin separar la vista del director, que continuaba absorto en la lectura de los telegramas y sin ocuparse de sus convidados. Comprobaba que en aquellas hojas de papel, procedentes de París, iba la voluntad de los Consejeros de Administración que habían de decidir de la huelga con las resoluciones que tomaran. Así es que no pudo menos de volver enseguida al asunto que le preocupaba.
-¿Qué va a hacer usted por fin? -preguntó de repente.
El señor Hennebeau se estremeció, y salió del paso con una frase vaga:
-Veremos.
-Indudablemente ustedes son ricos y pueden esperar -dijo Deneulin, hablando consigo mismo-. Pero a mí me matan si la huelga llega a Vandame. Por más que he restaurado Juan Bart, no puedo salir adelante como no sea con una producción incesante. ¡Ah! Les aseguro que estoy listo.
Aquella confesión involuntaria pareció hacer efecto en Hennebeau. Escuchaba, y trazaba un plan para sus adentros: en caso de que la huelga se formalizase, ¿por qué no utilizarla, dejando que se arruinase el vecino, para luego comprarle la mina por una bicoca? Era el medio más eficaz para reconquistar el favor de la Compañía de Montsou, que hacía muchos años soñaba con la adquisición de Vandame.
-Si tan mal le va con Juan Bart -dijo sonriendo-, ¿por qué no la vende?
Pero Deneulin, que sentía ya haberse quejado, exclamó con energía: -¡Jamás! ¡En mi vida!
Todos se echaron a reír al verle tan enfadado, y al fin se dejó de hablar de la huelga cuando sirvieron los postres. Un plato de merengue riquísimo valió muchos aplausos a la cocinera. Las señoras charlaban entre sí, discutiendo sobre una receta para hacer el dulce de batata, que también estaba muy bueno. Queso y frutas, pasas, peras e higos acabaron de determinar en todos el abandono propio del final de un almuerzo exquisito y abundante. Todos hablaban al mismo tiempo, mientras el criado servía vino del Rhin, en sustitución del champán, que fue declarado cursi por unanimidad.
Y la boda de Pablo y de Cecilia adelantó mucho hacia su realización en medio de aquel movimiento de simpatía propio de la hora de los postres. Su tía le había dirigido miradas tan significativas, que el joven se mostraba muy obsequioso y galante, procurando tranquilizar a los Grégoire y borrar de su ánimo el efecto de aquellas historias de robo y de saqueo. Durante un momento, el señor Hennebeau, que había observado aquellas miradas de inteligencia entre su mujer y su sobrino, tuvo sospechas; pero la consideración de que se estaba tratando de bromas le tranquilizó por completo.
Acababa Hipólito de servir el café, cuando entró la doncella en el comedor, pálida como una muerta. -¡Señor, señor; ya están aquí!
Era la comisión de obreros. Se oyó el ruido de la puerta de la calle, y una conmoción de espanto se apoderó de toda la casa.
-¡Qué entren en el salón! -dijo el señor Hennebeau.
Los convidados se habían mirado unos a otros, sin saber qué hacer, ni qué decir. Reinaba entre ellos el más profundo silencio. Luego quisieron volver a bromear: empezaron a guardarse los terrones de azúcar y a decir que era preciso meterse los cubiertos en el bolsillo. Pero como el director permaneciera serio y con ademán severo, las risas cesaron; ya no se hablaba, se cuchicheaba, mientras las pesadas botas de los mineros, que entraban en el salón contiguo, hollaban las ricas alfombras del caserón.
La señora de Hennebeau dijo a su marido, bajando la voz: -Supongo que tomarás el café.
-Por supuesto -contestó él-. Que esperen.
Estaba nervioso y ponía atento oído a todos los ruidos, fingiendo no ocuparse más que de la taza que tenía delante.
Pablo y Cecilia acababan de levantarse, y miraban por el agujero de la cerradura. Los dos contenían la risa, y se hablaban al oído muy bajito.
-¿Los ves?
-Sí. Veo a uno gordo, con otros dos más bajos que están detrás de él.
-¿Eh? ¡Qué tipos tan feos!
-No por cierto; son muy simpáticos.
De pronto, el señor Hennebeau se levantó de la silla, diciendo que el café estaba muy caliente y que lo tomaría después. Al salir se llevó un dedo a los labios, como para recomendar la mayor prudencia. Todos se habían vuelto a sentar y siguieron en la mesa, silenciosos, sin atreverse a hacer el menor movimiento, escuchando con cuidado para atrapar alguna palabra de lo que se iba a decir en el salón.
El mismo Négrel tuvo que tranquilizarle, riéndose al mismo tiempo de su furor. Todos comían cangrejos en aquel momento, y el crujir de los caparazones de los animalillos entre los dientes de los comensales continuaba oyéndose cuando la conversación versó sobre política. El señor Grégoire, todavía tembloroso a pesar de las últimas explicaciones de Pablo, declaraba que era liberal y echaba de menos a Luis Felipe. Deneulin era partidario de un gobierno fuerte, y estaba disgustado con el emperador, a quien acusaba de hallarse en la resbaladiza pendiente de las concesiones imprudentes.
-Acuérdense del 89 -dijo-. La nobleza fue quien hizo posible la revolución por su complicidad, por sus aficiones a las novedades filosóficas. Pues bien: hoy la clase media representa el mismo papel estúpido, con su afán de liberalismo, con su furia de destrucción, con sus halagos al pueblo. Sí, sí; están ustedes afilándole los dientes al monstruo para que nos devore. ¡Y nos devorará, no lo duden!
Las señoras le pidieron que callase, y variaron de conversación, preguntándole por sus hijas. Deneulin tuvo que hablar de ellas: Lucía estaba en Marchiennes, tocando el piano y cantando en casa de una amiga; Juan había empezado a pintar una cabeza de viejo. Pero decía todo aquello con aire distraído y sin separar la vista del director, que continuaba absorto en la lectura de los telegramas y sin ocuparse de sus convidados. Comprobaba que en aquellas hojas de papel, procedentes de París, iba la voluntad de los Consejeros de Administración que habían de decidir de la huelga con las resoluciones que tomaran. Así es que no pudo menos de volver enseguida al asunto que le preocupaba.
-¿Qué va a hacer usted por fin? -preguntó de repente.
El señor Hennebeau se estremeció, y salió del paso con una frase vaga:
-Veremos.
-Indudablemente ustedes son ricos y pueden esperar -dijo Deneulin, hablando consigo mismo-. Pero a mí me matan si la huelga llega a Vandame. Por más que he restaurado Juan Bart, no puedo salir adelante como no sea con una producción incesante. ¡Ah! Les aseguro que estoy listo.
Aquella confesión involuntaria pareció hacer efecto en Hennebeau. Escuchaba, y trazaba un plan para sus adentros: en caso de que la huelga se formalizase, ¿por qué no utilizarla, dejando que se arruinase el vecino, para luego comprarle la mina por una bicoca? Era el medio más eficaz para reconquistar el favor de la Compañía de Montsou, que hacía muchos años soñaba con la adquisición de Vandame.
-Si tan mal le va con Juan Bart -dijo sonriendo-, ¿por qué no la vende?
Pero Deneulin, que sentía ya haberse quejado, exclamó con energía: -¡Jamás! ¡En mi vida!
Todos se echaron a reír al verle tan enfadado, y al fin se dejó de hablar de la huelga cuando sirvieron los postres. Un plato de merengue riquísimo valió muchos aplausos a la cocinera. Las señoras charlaban entre sí, discutiendo sobre una receta para hacer el dulce de batata, que también estaba muy bueno. Queso y frutas, pasas, peras e higos acabaron de determinar en todos el abandono propio del final de un almuerzo exquisito y abundante. Todos hablaban al mismo tiempo, mientras el criado servía vino del Rhin, en sustitución del champán, que fue declarado cursi por unanimidad.
Y la boda de Pablo y de Cecilia adelantó mucho hacia su realización en medio de aquel movimiento de simpatía propio de la hora de los postres. Su tía le había dirigido miradas tan significativas, que el joven se mostraba muy obsequioso y galante, procurando tranquilizar a los Grégoire y borrar de su ánimo el efecto de aquellas historias de robo y de saqueo. Durante un momento, el señor Hennebeau, que había observado aquellas miradas de inteligencia entre su mujer y su sobrino, tuvo sospechas; pero la consideración de que se estaba tratando de bromas le tranquilizó por completo.
Acababa Hipólito de servir el café, cuando entró la doncella en el comedor, pálida como una muerta. -¡Señor, señor; ya están aquí!
Era la comisión de obreros. Se oyó el ruido de la puerta de la calle, y una conmoción de espanto se apoderó de toda la casa.
-¡Qué entren en el salón! -dijo el señor Hennebeau.
Los convidados se habían mirado unos a otros, sin saber qué hacer, ni qué decir. Reinaba entre ellos el más profundo silencio. Luego quisieron volver a bromear: empezaron a guardarse los terrones de azúcar y a decir que era preciso meterse los cubiertos en el bolsillo. Pero como el director permaneciera serio y con ademán severo, las risas cesaron; ya no se hablaba, se cuchicheaba, mientras las pesadas botas de los mineros, que entraban en el salón contiguo, hollaban las ricas alfombras del caserón.
La señora de Hennebeau dijo a su marido, bajando la voz: -Supongo que tomarás el café.
-Por supuesto -contestó él-. Que esperen.
Estaba nervioso y ponía atento oído a todos los ruidos, fingiendo no ocuparse más que de la taza que tenía delante.
Pablo y Cecilia acababan de levantarse, y miraban por el agujero de la cerradura. Los dos contenían la risa, y se hablaban al oído muy bajito.
-¿Los ves?
-Sí. Veo a uno gordo, con otros dos más bajos que están detrás de él.
-¿Eh? ¡Qué tipos tan feos!
-No por cierto; son muy simpáticos.
De pronto, el señor Hennebeau se levantó de la silla, diciendo que el café estaba muy caliente y que lo tomaría después. Al salir se llevó un dedo a los labios, como para recomendar la mayor prudencia. Todos se habían vuelto a sentar y siguieron en la mesa, silenciosos, sin atreverse a hacer el menor movimiento, escuchando con cuidado para atrapar alguna palabra de lo que se iba a decir en el salón.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo II
Ya la víspera, en una reunión celebrada en casa de Rasseneur, Esteban y algunos otros compañeros habían nombrado los individuos que debían ir al día siguiente en comisión, para hablar con el director. Cuando, por la noche, supo la mujer de Maheu que su marido era uno de ellos, se disgustó mucho y le preguntó si iba buscando que le plantaran en la calle para siempre, y que se muriesen todos de hambre. Maheu había aceptado la comisión con verdadera repugnancia también, y en el fondo estaba temeroso de las consecuencias. A pesar de la injusticia de su miseria, los dos, en el momento de obrar con energía, caían en la resignación tradicional de su raza, temblando al pensar en el día siguiente y prefiriendo a todo medio violento doblegarse ante las circunstancias.
Él lo consultaba todo ordinariamente con su mujer, que era muy razonable. Aquella vez, sin embargo, acabó por enfadarse, por lo mismo que en secreto participaba de los temores de ella, y creía que tenía razón.
-¡Vaya, vaya; déjame en paz! -dijo, volviéndole la espalda en la cama-. ¡Estaría bueno que abandonase a mis compañeros ! He hecho lo que debía.
Ella se acomodó en la almohada y ambos guardaron silencio. Después de un largo rato de mutismo, la mujer añadió:
-Tienes razón. Pero, hijo, cree que de todos modos estamos fastidiados.
A las doce comieron, porque estaban citados para la una en La Ventajosa, desde donde se dirigirían a casa del señor Hennebeau. Tenían patatas. Como no quedaba más que un poco de manteca, nadie la tocó. Por la noche se la comerían con pan tostado.
-Ya sabes que contamos contigo para que hables -dijo de pronto Esteban a Maheu. Éste quedó sorprendido y emocionado, hasta el punto de no poder articular palabra.
-¡Ah, no; eso es demasiado! -exclamó su mujer-. Bueno que vaya; pero le prohíbo hacer de jefe. ¿Por qué ha de ser él, y no otro cualquiera?
Entonces Esteban dijo, con verdadera elocuencia, que Maheu era el mejor operario de la mina, el más querido, el más respetado, el que todos citaban por su buen sentido. Las reclamaciones de los obreros serían mucho más autorizadas formulándolas él. Al principio se había decidido que hablase Esteban; pero hacía muy poco tiempo que trabajaba en Montsou, y se haría más caso a un obrero antiguo. En fin; los compañeros confiaban sus intereses al más digno de todos; no podía Maheu negarse a aceptar el encargo, porque sería una cobardía.
La mujer de Maheu hizo un gesto de desesperación.
-Anda, anda, marido, y déjate matar para que los demás se aprovechen. Después de todo, no he de ser yo quien diga que no.
-Pero yo no puedo hacer eso -exclamó Maheu-, no diría más que tonterías.
Esteban, satisfecho de haberle convencido, le dio un golpecito en el hombro.
-Dirás lo que sientes, y eso basta. Créeme.
El tío Buenamuerte, que ya tenía las piernas menos hinchadas, estaba escuchando con la boca abierta, y meneaba la cabeza. Hubo un momento de silencio, porque cuando comían patatas, los muchachos se ponían de mal humor y se estaban muy quietos. Después de tragarse lo que tenía en la boca, el viejo murmuró lentamente:
-Digas lo que digas, será lo mismo que si callaras. ¡Ah! Yo he visto muchas cosas, ¡muchas cosas! Hace cuarenta años, nos hubieran echado de la puerta de la Dirección a sablazo limpio. Ahora tal vez os reciba el director; pero no os harán ningún caso. ¡Qué demonio! Ellos tienen dinero, y se ríen del mundo.
Volvieron todos a callar, y Maheu y Esteban se levantaron, dejando a la familia alrededor de aquella mesa ocupada con platos vacíos. En la calle se reunieron con Pierron y Levaque, y los cuatro juntos se encaminaron a casa de Rasseneur, adonde iban llegando poco a poco los delegados de otros barrios. Luego, cuando se hubieron reunido los veinte hombres que formaban la comisión, acordaron las condiciones que habían de presentar enfrente de las impuestas por la Compañía, y se pusieron en marcha para Montsou. Las rachas del viento nordeste barrían la carretera. Cuando llegaron a casa del señor Hennebeau estaban dando las dos en el reloj de la torre del pueblo.
El criado les dijo que esperasen, cerrando la puerta tras ellos; luego, cuando volvió, les introdujo en el salón y abrió los balcones. Los mineros, al quedarse solos, no se atrevieron a sentarse; todos turbados, todos muy limpios y vestidos con el traje de los domingos, daban vueltas a las gorras entre los dedos y dirigían miradas de reojo al rico mobiliario, extraña confusión de los estilos que la afición de las antigüedades ha puesto de moda: butacas Enrique II, sillas Luis XV, un gabinete italiano del siglo XVI, un aparador español del XIV y un paño de altar para lambrequín de chimenea. Todos aquellos dorados, todo aquel lujo los había llenado de cierto malestar respetuoso. Los tapices de Oriente que servían de alfombra,
Cuarta parte: Capítulo II
Ya la víspera, en una reunión celebrada en casa de Rasseneur, Esteban y algunos otros compañeros habían nombrado los individuos que debían ir al día siguiente en comisión, para hablar con el director. Cuando, por la noche, supo la mujer de Maheu que su marido era uno de ellos, se disgustó mucho y le preguntó si iba buscando que le plantaran en la calle para siempre, y que se muriesen todos de hambre. Maheu había aceptado la comisión con verdadera repugnancia también, y en el fondo estaba temeroso de las consecuencias. A pesar de la injusticia de su miseria, los dos, en el momento de obrar con energía, caían en la resignación tradicional de su raza, temblando al pensar en el día siguiente y prefiriendo a todo medio violento doblegarse ante las circunstancias.
Él lo consultaba todo ordinariamente con su mujer, que era muy razonable. Aquella vez, sin embargo, acabó por enfadarse, por lo mismo que en secreto participaba de los temores de ella, y creía que tenía razón.
-¡Vaya, vaya; déjame en paz! -dijo, volviéndole la espalda en la cama-. ¡Estaría bueno que abandonase a mis compañeros ! He hecho lo que debía.
Ella se acomodó en la almohada y ambos guardaron silencio. Después de un largo rato de mutismo, la mujer añadió:
-Tienes razón. Pero, hijo, cree que de todos modos estamos fastidiados.
A las doce comieron, porque estaban citados para la una en La Ventajosa, desde donde se dirigirían a casa del señor Hennebeau. Tenían patatas. Como no quedaba más que un poco de manteca, nadie la tocó. Por la noche se la comerían con pan tostado.
-Ya sabes que contamos contigo para que hables -dijo de pronto Esteban a Maheu. Éste quedó sorprendido y emocionado, hasta el punto de no poder articular palabra.
-¡Ah, no; eso es demasiado! -exclamó su mujer-. Bueno que vaya; pero le prohíbo hacer de jefe. ¿Por qué ha de ser él, y no otro cualquiera?
Entonces Esteban dijo, con verdadera elocuencia, que Maheu era el mejor operario de la mina, el más querido, el más respetado, el que todos citaban por su buen sentido. Las reclamaciones de los obreros serían mucho más autorizadas formulándolas él. Al principio se había decidido que hablase Esteban; pero hacía muy poco tiempo que trabajaba en Montsou, y se haría más caso a un obrero antiguo. En fin; los compañeros confiaban sus intereses al más digno de todos; no podía Maheu negarse a aceptar el encargo, porque sería una cobardía.
La mujer de Maheu hizo un gesto de desesperación.
-Anda, anda, marido, y déjate matar para que los demás se aprovechen. Después de todo, no he de ser yo quien diga que no.
-Pero yo no puedo hacer eso -exclamó Maheu-, no diría más que tonterías.
Esteban, satisfecho de haberle convencido, le dio un golpecito en el hombro.
-Dirás lo que sientes, y eso basta. Créeme.
El tío Buenamuerte, que ya tenía las piernas menos hinchadas, estaba escuchando con la boca abierta, y meneaba la cabeza. Hubo un momento de silencio, porque cuando comían patatas, los muchachos se ponían de mal humor y se estaban muy quietos. Después de tragarse lo que tenía en la boca, el viejo murmuró lentamente:
-Digas lo que digas, será lo mismo que si callaras. ¡Ah! Yo he visto muchas cosas, ¡muchas cosas! Hace cuarenta años, nos hubieran echado de la puerta de la Dirección a sablazo limpio. Ahora tal vez os reciba el director; pero no os harán ningún caso. ¡Qué demonio! Ellos tienen dinero, y se ríen del mundo.
Volvieron todos a callar, y Maheu y Esteban se levantaron, dejando a la familia alrededor de aquella mesa ocupada con platos vacíos. En la calle se reunieron con Pierron y Levaque, y los cuatro juntos se encaminaron a casa de Rasseneur, adonde iban llegando poco a poco los delegados de otros barrios. Luego, cuando se hubieron reunido los veinte hombres que formaban la comisión, acordaron las condiciones que habían de presentar enfrente de las impuestas por la Compañía, y se pusieron en marcha para Montsou. Las rachas del viento nordeste barrían la carretera. Cuando llegaron a casa del señor Hennebeau estaban dando las dos en el reloj de la torre del pueblo.
El criado les dijo que esperasen, cerrando la puerta tras ellos; luego, cuando volvió, les introdujo en el salón y abrió los balcones. Los mineros, al quedarse solos, no se atrevieron a sentarse; todos turbados, todos muy limpios y vestidos con el traje de los domingos, daban vueltas a las gorras entre los dedos y dirigían miradas de reojo al rico mobiliario, extraña confusión de los estilos que la afición de las antigüedades ha puesto de moda: butacas Enrique II, sillas Luis XV, un gabinete italiano del siglo XVI, un aparador español del XIV y un paño de altar para lambrequín de chimenea. Todos aquellos dorados, todo aquel lujo los había llenado de cierto malestar respetuoso. Los tapices de Oriente que servían de alfombra,
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
parecían sujetar sus groseros pies como si estuviesen clavados. Pero lo que más los sofocaba era el calor, más notable por el contraste del frío que habían pasado en la carretera. Transcurrieron cinco minutos. Su malestar aumentaba por lo acogedora que era aquella habitación suntuosamente amueblada.
Al fin entró el señor Hennebeau, vestido con levita a la inglesa, abrochada hasta el cuello y luciendo en el ojal la cinta de una condecoración. Fue el primero que habló.
-¡Hola, hola! Parece que nos sublevamos -dijo.
Y se detuvo, para añadir enseguida con actitud severa: -Siéntense; también yo quiero que hablemos.
Los mineros buscaron con la vista dónde sentarse. Algunos se atrevieron a colocarse en las sillas, mientras otros, asustados de la riqueza de aquellos asientos, prefirieron quedarse en pie.
Hubo un momento de silencio. El señor Hennebeau, que había arrastrado una butaca para acercarse a la chimenea, los miraba con fijeza, tratando de recordar el nombre de cada uno de ellos. Acababa de ver a Pierron, que se escondía detrás de un compañero suyo, y sus miradas se detuvieron en Esteban, que se había sentado enfrente de él.
-Vamos a ver -preguntó-; ¿qué tienen ustedes que decirme?
Esperaba que el joven tomase la palabra, y quedó tan sorprendido al ver que Maheu se levantaba, que no pudo disimular su extrañeza.
-¡Cómo! ¿Usted, un obrero tan bueno, un hijo de Montsou, cuya familia trabaja en la mina desde tiempo inmemorial? ¡Ah!, siento de veras que esté usted a la cabeza de este motín.
Maheu esperaba a que le dejasen hablar, con los ojos fijos en el suelo. Luego empezó su discurso, con voz sorda y lenta al principio:
-Señor director: precisamente porque soy un hombre tranquilo y moderado, al cual nadie tiene nada que echar en cara, es por lo que los compañeros me han elegido. Esto le demostrará que no somos escandalosos ni malas cabezas, cuyo único propósito fuera armar desórdenes. No queremos más que justicia; estamos cansados de morirnos de hambre, y creemos que ya es hora de que podamos, al menos, contar con el pan de cada día.
Su voz iba afirmándose. Levantó los ojos, y continuó mirando frente a frente al director.
-Usted sabe perfectamente que no podemos aceptar el nuevo sistema de pagos. Se nos acusa de que apuntalamos mal. Es verdad; no empleamos en ese trabajo el tiempo que sería necesario. Pero si lo empleásemos, el jornal sería aun más pequeño de lo que es, y si ahora no es suficiente, figúrese cómo hemos de resignarnos a disminuirlo. Páguenos más y apuntalaremos mejor; emplearemos en revestir y apuntalar el tiempo necesario, en vez de matarnos en la extracción, que es la única faena productiva. No hay otro arreglo posible; para trabajar es necesario cobrar. ¿Y qué han discurrido en vez de eso? Una cosa que, por más que hacemos, no nos cabe en la cabeza. Disminuyen el precio de la carretilla y pretenden compensar esa disminución pagando aparte el revestimiento de madera. Aunque esto fuese verdad, resultaríamos perjudicados también, puesto que necesitaríamos emplear mucho más tiempo en apuntalar. Pero lo que más nos enfurece es que eso tampoco es verdad: la Compañía no nos compensa absolutamente nada; no hace sino embolsarse dos céntimos más en cada carretilla.
-Sí, sí; es la verdad -murmuraron los otros, viendo que el señor Hennebeau hacía un gesto violento, como para interrumpir a Maheu.
Pero éste cortó la palabra al director. En el calor de la conversación las frases acudían a sus labios y él mismo se escuchaba sorprendido, como si un extraño hubiera estado hablando por su boca. Daba expresión a multitud de cosas que guardaba en su pecho hacía tiempo, y que salían traducidas en palabras casi, casi elocuentes. Hablaba de la miseria de todos ellos, de la ruda faena, de la vida de animales que llevaban, del hambre de sus mujeres y de sus hijos. Citaba las últimas desastrosas quincenas, a causa de las suspensiones del trabajo y de las multas injustas que les habían impuesto, y acababa preguntando si querían matarles.
-Así, pues, señor director -añadió Maheu-, hemos venido a decirle que si, de todos modos nos hemos de morir de hambre, preferimos morirnos sin trabajar. Eso llevaremos de ventaja. Hemos abandonado las minas, y no volveremos a ellas hasta tanto que la Compañía acepte nuestras condiciones. Ella quiere disminuir los jornales, y nosotros pretendernos que las cosas sigan como estaban, y además, que se nos paguen cinco céntimos más por cada carretilla. Ahora, a usted le toca decidir, demostrándonos si está por la justicia y por el trabajo.
Los demás mineros asintieron.
-Eso es. Ha dicho lo que pensamos todos. No queremos más que justicia.
Otros que no hablaban, hacían signos enérgicos de aprobación. Para ellos había desaparecido la lujosa habitación con sus bordados y sus sederías, y su misteriosa acumulación de antigüedades; ya no sentían siquiera la alfombra que estrujaban las gordas suelas de su burdo calzado.
-Dejadme que conteste -acabó por decir el señor Hennebeau, que comenzaba a enfadarse-. Ante todo, no es verdad que la Compañía gane dos céntimos por carretilla con el nuevo sistema de pagos. Mirad, si no, las cifras si queréis.
Siguió una difusa discusión. El director, para tratar de dividirlos, interpeló a Pierron, que contestó tartamudeando. Por el contrario, Levaque era uno de los más agresivos y de los más atrevidos para afirmar hechos que ignoraba. El ruido de voces se apagaba entre las espesas colgaduras y cortinas.
-Si habláis todos a la vez -replicó el señor Hennebeau-, jamás nos entenderemos.
Había recobrado la calma y su severidad de gente que ha recibido una consigna, y que está dispuesto a hacerla cumplir exactamente. Desde el principio de la entrevista no quitaba los ojos de Esteban, y maniobraba para hacerle salir del silencio insistente en que el joven se encerraba. De pronto, abandonando la cuestión de los dos céntimos, amplió la discusión.
-No, decid la verdad; obedecéis a detestables excitaciones. Es una peste que se ensaña ahora con todos los obreros y que corrompe a los mejores de ellos. ¡Oh! No necesito la confesión de nadie; veo que os han vuelto del revés; ¡a vosotros, que hasta ahora fuisteis siempre tan prudentes y tan sensatos! ¿No es verdad? Os han ofrecido más manteca que pan, diciéndoos que había llegado la hora del triunfo de los pobres. Apuesto a que os están alistando en esa Internacional, en ese ejército de bandidos cuyo bello ideal es la destrucción de la sociedad.
Esteban le interrumpió entonces.
-Se equivoca usted, señor director. Hay poquísimos carboneros de Montsou que pertenezcan a esa Sociedad. Pero, si los obligan a ello, los de todas las minas se alistarán. Eso depende de la Compañía.
Desde aquel momento la lucha continuó entre el señor Hennebeau y él, como si los otros mineros no estuvieran allí.
-La Compañía es una providencia para sus operarios, y hacéis mal en amenazar. Este mismo año ha gastado trescientos mil francos en edificar casas, que no le producen ni siquiera el dos por ciento, y no hablo de las pensiones que da, ni del carbón, ni de las medicinas. Usted que parece tan inteligente, que ha llegado a ser en poco tiempo uno de nuestros primeros obreros, debería hacerles comprender esas verdades, en vez de frecuentar malas compañías que les perjudican. Sí; aludo a Rasseneur, a quien tuvimos que echar a la calle, a fin de salvar a nuestros mineros de la podredumbre socialista. Se le ve a usted continuamente en su casa, y sin duda ha sido él quien le ha aconsejado la formación de esa Caja de Socorros, que toleraríamos de buen grado si fuera solamente un ahorro; pero en ella comprendemos que hay un arma contra nosotros; un fondo de reserva para pagar los gastos de guerra. Y a propósito de esto, debo deciros que la Compañía entiende que debe intervenir en esa Caja.
Esteban le dejaba hablar, sin cesar de mirarle, agitando ligeramente los labios con movimiento nervioso. Sonrió al oír la última frase, y respondió sencillamente:
-Ésa es una nueva exigencia de la cual no nos había hablado todavía el señor director. Por desgracia, nosotros deseamos que la Compañía se ocupe menos de nuestros asuntos, que, en vez de hacer el papel de providencia, nos haga justicia, dándonos lo que nos corresponde, es decir, nuestra ganancia, que ella se embolsa ahora. ¿Es honrado eso de que cada vez que haya una crisis se deje morir de hambre a los pobres obreros para salvar los dividendos de los accionistas? Por más que diga el señor director, ese nuevo sistema es una disminución de jornales disimulada, y eso es lo que nos subleva; porque si la Compañía tiene que hacer economías, hace mal en realizarlas a costa de los obreros.
-¡Ah! ¡Ya estamos en lo mismo! -exclamó el señor Hennebeau-. Estaba esperando esa acusación de que explotamos al pueblo, para matarlo de hambre: ¿cómo puede usted decir semejantes tonterías, usted, que debe saber los riesgos enormes que corren los capitales en la industria, especialmente en los negocios de minas? Una mina en disposición de trabajar, cuesta hoy unos dos millones; ¡cuántos trabajos, cuántas fatigas antes de sacar algún beneficio! La mitad de las Compañías mineras de Francia tienen que declararse en quiebra. Por lo demás, es estúpido acusar de crueldad a las que salen adelante. Cuando los obreros sufren, sufren ellas también. ¿Creéis que la Compañía no pierde tanto como vosotros en la crisis actual? No es dueña tampoco de señalar jornales, porque o se arruina o tiene que obedecer a las condiciones de la competencia. Quejaos de las circunstancias y no de ella. ¡Pero, es evidente, no queréis escuchar nada, ni comprender nada!
-Sí -dijo el joven-; comprendemos perfectamente que no hay manera de mejorar nuestra situación mientras las cosas sigan como están; y precisamente por eso, los obreros el mejor día se las arreglarán de modo que cambien, sea como sea.
Aquella frase, tan moderada en la forma, estuvo dicha a media voz con tal convencimiento y tal temblor de amenaza, que todos callaron, y el silencio reinó durante un momento. Cierto malestar, un soplo de miedo, pareció recorrer el salón. Los otros delegados, que no comprendían bien, se daban cuenta, sin embargo, de que su compañero acababa de reclamar la parte que les correspondía en el bienestar general; y empezaron a dirigir miradas oblicuas a aquellos tapices, a aquellas sillas confortables, a todo aquel conjunto lujoso de juguetes y chucherías, cualquiera de los cuales hubiera producido, en mala venta, más de lo que ellos necesitaban para comer durante un mes.
Al fin el señor Hennebeau, que se había quedado pensativo, se puso en pie para despedirlos. Todos le imitaron. Esteban había dado un ligero codazo a Maheu, y éste, otra vez turbado y con la lengua torpe, replicó:
-¿Conque es decir, señor director, que eso es lo que nos contesta? Tendremos entonces que decir a los demás que no quieren ustedes escucharnos.
-¡Yo, amigo mío, yo, ni quiero ni dejo de querer nada! Soy uno a quien pagan, como a vosotros, y no tengo aquí más voluntad que el último aprendiz de minero. Me dan órdenes, y mi único deber es cuidar de que se cumplan. Os he dicho lo que pienso y lo que creo; pero yo no puedo decidir nada. Me exponéis vuestras exigencias, y yo las comunicaré al Consejo de Administración y os transmitiré su respuesta.
Hablaba con el aire severo, propio de un alto funcionario que huye de apasionarse por las cuestiones de sus subordinados.
Y los mineros le miraban ya con desconfianza, preguntándose qué clase de hombre sería, qué interés tenía en mentir y qué sacaba él de provecho poniéndose así entre ellos y los verdaderos propietarios. Tal vez fuera un
Al fin entró el señor Hennebeau, vestido con levita a la inglesa, abrochada hasta el cuello y luciendo en el ojal la cinta de una condecoración. Fue el primero que habló.
-¡Hola, hola! Parece que nos sublevamos -dijo.
Y se detuvo, para añadir enseguida con actitud severa: -Siéntense; también yo quiero que hablemos.
Los mineros buscaron con la vista dónde sentarse. Algunos se atrevieron a colocarse en las sillas, mientras otros, asustados de la riqueza de aquellos asientos, prefirieron quedarse en pie.
Hubo un momento de silencio. El señor Hennebeau, que había arrastrado una butaca para acercarse a la chimenea, los miraba con fijeza, tratando de recordar el nombre de cada uno de ellos. Acababa de ver a Pierron, que se escondía detrás de un compañero suyo, y sus miradas se detuvieron en Esteban, que se había sentado enfrente de él.
-Vamos a ver -preguntó-; ¿qué tienen ustedes que decirme?
Esperaba que el joven tomase la palabra, y quedó tan sorprendido al ver que Maheu se levantaba, que no pudo disimular su extrañeza.
-¡Cómo! ¿Usted, un obrero tan bueno, un hijo de Montsou, cuya familia trabaja en la mina desde tiempo inmemorial? ¡Ah!, siento de veras que esté usted a la cabeza de este motín.
Maheu esperaba a que le dejasen hablar, con los ojos fijos en el suelo. Luego empezó su discurso, con voz sorda y lenta al principio:
-Señor director: precisamente porque soy un hombre tranquilo y moderado, al cual nadie tiene nada que echar en cara, es por lo que los compañeros me han elegido. Esto le demostrará que no somos escandalosos ni malas cabezas, cuyo único propósito fuera armar desórdenes. No queremos más que justicia; estamos cansados de morirnos de hambre, y creemos que ya es hora de que podamos, al menos, contar con el pan de cada día.
Su voz iba afirmándose. Levantó los ojos, y continuó mirando frente a frente al director.
-Usted sabe perfectamente que no podemos aceptar el nuevo sistema de pagos. Se nos acusa de que apuntalamos mal. Es verdad; no empleamos en ese trabajo el tiempo que sería necesario. Pero si lo empleásemos, el jornal sería aun más pequeño de lo que es, y si ahora no es suficiente, figúrese cómo hemos de resignarnos a disminuirlo. Páguenos más y apuntalaremos mejor; emplearemos en revestir y apuntalar el tiempo necesario, en vez de matarnos en la extracción, que es la única faena productiva. No hay otro arreglo posible; para trabajar es necesario cobrar. ¿Y qué han discurrido en vez de eso? Una cosa que, por más que hacemos, no nos cabe en la cabeza. Disminuyen el precio de la carretilla y pretenden compensar esa disminución pagando aparte el revestimiento de madera. Aunque esto fuese verdad, resultaríamos perjudicados también, puesto que necesitaríamos emplear mucho más tiempo en apuntalar. Pero lo que más nos enfurece es que eso tampoco es verdad: la Compañía no nos compensa absolutamente nada; no hace sino embolsarse dos céntimos más en cada carretilla.
-Sí, sí; es la verdad -murmuraron los otros, viendo que el señor Hennebeau hacía un gesto violento, como para interrumpir a Maheu.
Pero éste cortó la palabra al director. En el calor de la conversación las frases acudían a sus labios y él mismo se escuchaba sorprendido, como si un extraño hubiera estado hablando por su boca. Daba expresión a multitud de cosas que guardaba en su pecho hacía tiempo, y que salían traducidas en palabras casi, casi elocuentes. Hablaba de la miseria de todos ellos, de la ruda faena, de la vida de animales que llevaban, del hambre de sus mujeres y de sus hijos. Citaba las últimas desastrosas quincenas, a causa de las suspensiones del trabajo y de las multas injustas que les habían impuesto, y acababa preguntando si querían matarles.
-Así, pues, señor director -añadió Maheu-, hemos venido a decirle que si, de todos modos nos hemos de morir de hambre, preferimos morirnos sin trabajar. Eso llevaremos de ventaja. Hemos abandonado las minas, y no volveremos a ellas hasta tanto que la Compañía acepte nuestras condiciones. Ella quiere disminuir los jornales, y nosotros pretendernos que las cosas sigan como estaban, y además, que se nos paguen cinco céntimos más por cada carretilla. Ahora, a usted le toca decidir, demostrándonos si está por la justicia y por el trabajo.
Los demás mineros asintieron.
-Eso es. Ha dicho lo que pensamos todos. No queremos más que justicia.
Otros que no hablaban, hacían signos enérgicos de aprobación. Para ellos había desaparecido la lujosa habitación con sus bordados y sus sederías, y su misteriosa acumulación de antigüedades; ya no sentían siquiera la alfombra que estrujaban las gordas suelas de su burdo calzado.
-Dejadme que conteste -acabó por decir el señor Hennebeau, que comenzaba a enfadarse-. Ante todo, no es verdad que la Compañía gane dos céntimos por carretilla con el nuevo sistema de pagos. Mirad, si no, las cifras si queréis.
Siguió una difusa discusión. El director, para tratar de dividirlos, interpeló a Pierron, que contestó tartamudeando. Por el contrario, Levaque era uno de los más agresivos y de los más atrevidos para afirmar hechos que ignoraba. El ruido de voces se apagaba entre las espesas colgaduras y cortinas.
-Si habláis todos a la vez -replicó el señor Hennebeau-, jamás nos entenderemos.
Había recobrado la calma y su severidad de gente que ha recibido una consigna, y que está dispuesto a hacerla cumplir exactamente. Desde el principio de la entrevista no quitaba los ojos de Esteban, y maniobraba para hacerle salir del silencio insistente en que el joven se encerraba. De pronto, abandonando la cuestión de los dos céntimos, amplió la discusión.
-No, decid la verdad; obedecéis a detestables excitaciones. Es una peste que se ensaña ahora con todos los obreros y que corrompe a los mejores de ellos. ¡Oh! No necesito la confesión de nadie; veo que os han vuelto del revés; ¡a vosotros, que hasta ahora fuisteis siempre tan prudentes y tan sensatos! ¿No es verdad? Os han ofrecido más manteca que pan, diciéndoos que había llegado la hora del triunfo de los pobres. Apuesto a que os están alistando en esa Internacional, en ese ejército de bandidos cuyo bello ideal es la destrucción de la sociedad.
Esteban le interrumpió entonces.
-Se equivoca usted, señor director. Hay poquísimos carboneros de Montsou que pertenezcan a esa Sociedad. Pero, si los obligan a ello, los de todas las minas se alistarán. Eso depende de la Compañía.
Desde aquel momento la lucha continuó entre el señor Hennebeau y él, como si los otros mineros no estuvieran allí.
-La Compañía es una providencia para sus operarios, y hacéis mal en amenazar. Este mismo año ha gastado trescientos mil francos en edificar casas, que no le producen ni siquiera el dos por ciento, y no hablo de las pensiones que da, ni del carbón, ni de las medicinas. Usted que parece tan inteligente, que ha llegado a ser en poco tiempo uno de nuestros primeros obreros, debería hacerles comprender esas verdades, en vez de frecuentar malas compañías que les perjudican. Sí; aludo a Rasseneur, a quien tuvimos que echar a la calle, a fin de salvar a nuestros mineros de la podredumbre socialista. Se le ve a usted continuamente en su casa, y sin duda ha sido él quien le ha aconsejado la formación de esa Caja de Socorros, que toleraríamos de buen grado si fuera solamente un ahorro; pero en ella comprendemos que hay un arma contra nosotros; un fondo de reserva para pagar los gastos de guerra. Y a propósito de esto, debo deciros que la Compañía entiende que debe intervenir en esa Caja.
Esteban le dejaba hablar, sin cesar de mirarle, agitando ligeramente los labios con movimiento nervioso. Sonrió al oír la última frase, y respondió sencillamente:
-Ésa es una nueva exigencia de la cual no nos había hablado todavía el señor director. Por desgracia, nosotros deseamos que la Compañía se ocupe menos de nuestros asuntos, que, en vez de hacer el papel de providencia, nos haga justicia, dándonos lo que nos corresponde, es decir, nuestra ganancia, que ella se embolsa ahora. ¿Es honrado eso de que cada vez que haya una crisis se deje morir de hambre a los pobres obreros para salvar los dividendos de los accionistas? Por más que diga el señor director, ese nuevo sistema es una disminución de jornales disimulada, y eso es lo que nos subleva; porque si la Compañía tiene que hacer economías, hace mal en realizarlas a costa de los obreros.
-¡Ah! ¡Ya estamos en lo mismo! -exclamó el señor Hennebeau-. Estaba esperando esa acusación de que explotamos al pueblo, para matarlo de hambre: ¿cómo puede usted decir semejantes tonterías, usted, que debe saber los riesgos enormes que corren los capitales en la industria, especialmente en los negocios de minas? Una mina en disposición de trabajar, cuesta hoy unos dos millones; ¡cuántos trabajos, cuántas fatigas antes de sacar algún beneficio! La mitad de las Compañías mineras de Francia tienen que declararse en quiebra. Por lo demás, es estúpido acusar de crueldad a las que salen adelante. Cuando los obreros sufren, sufren ellas también. ¿Creéis que la Compañía no pierde tanto como vosotros en la crisis actual? No es dueña tampoco de señalar jornales, porque o se arruina o tiene que obedecer a las condiciones de la competencia. Quejaos de las circunstancias y no de ella. ¡Pero, es evidente, no queréis escuchar nada, ni comprender nada!
-Sí -dijo el joven-; comprendemos perfectamente que no hay manera de mejorar nuestra situación mientras las cosas sigan como están; y precisamente por eso, los obreros el mejor día se las arreglarán de modo que cambien, sea como sea.
Aquella frase, tan moderada en la forma, estuvo dicha a media voz con tal convencimiento y tal temblor de amenaza, que todos callaron, y el silencio reinó durante un momento. Cierto malestar, un soplo de miedo, pareció recorrer el salón. Los otros delegados, que no comprendían bien, se daban cuenta, sin embargo, de que su compañero acababa de reclamar la parte que les correspondía en el bienestar general; y empezaron a dirigir miradas oblicuas a aquellos tapices, a aquellas sillas confortables, a todo aquel conjunto lujoso de juguetes y chucherías, cualquiera de los cuales hubiera producido, en mala venta, más de lo que ellos necesitaban para comer durante un mes.
Al fin el señor Hennebeau, que se había quedado pensativo, se puso en pie para despedirlos. Todos le imitaron. Esteban había dado un ligero codazo a Maheu, y éste, otra vez turbado y con la lengua torpe, replicó:
-¿Conque es decir, señor director, que eso es lo que nos contesta? Tendremos entonces que decir a los demás que no quieren ustedes escucharnos.
-¡Yo, amigo mío, yo, ni quiero ni dejo de querer nada! Soy uno a quien pagan, como a vosotros, y no tengo aquí más voluntad que el último aprendiz de minero. Me dan órdenes, y mi único deber es cuidar de que se cumplan. Os he dicho lo que pienso y lo que creo; pero yo no puedo decidir nada. Me exponéis vuestras exigencias, y yo las comunicaré al Consejo de Administración y os transmitiré su respuesta.
Hablaba con el aire severo, propio de un alto funcionario que huye de apasionarse por las cuestiones de sus subordinados.
Y los mineros le miraban ya con desconfianza, preguntándose qué clase de hombre sería, qué interés tenía en mentir y qué sacaba él de provecho poniéndose así entre ellos y los verdaderos propietarios. Tal vez fuera un
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
intrigante, puesto que, estando pagado como un obrero, sabía vivir con tanto lujo.
Esteban se atrevió a intervenir nuevamente.
-Es malo, señor director, que no podamos defender nuestro pleito en persona. Explicaríamos mejor las cosas, y encontraríamos razones, que por fuerza escaparían a usted. ¡Si siquiera hubiera alguien a quien pudiéramos dirigirnos!
El señor Hennebeau no se incomodó. Al contrario, sonrió tranquilamente.
-¡Ah, amigos! Esto se complica desde el momento en que no tenéis confianza en mí. Entonces será necesario ir allá abajo.
Los mineros habían seguido con la vista su gesto vago, su mano extendida hacia uno de los balcones del salón. ¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verle; no hacían más que sentirle como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.
El desánimo se apoderó de ellos; el mismo Esteban hizo un gesto como para decirles que lo mejor era marcharse; mientras el señor Hennebeau daba un golpecito amistoso en el hombro de Maheu, y le preguntaba cómo estaba Juan.
-Dura ha sido la lección y, sin embargo, es usted uno de los que quieren que se hagan a la ligera los trabajos de apuntalamiento. Espero acabaréis por comprender que una huelga sería un desastre para todos. Antes de una semana se morirían de hambre. ¿Y qué vais a hacer? ES verdad que cuento con vuestra prudencia, y espero que el lunes, a más tardar, volveréis al trabajo.
Salieron todos del salón, uno detrás de otro, con la espalda encorvada y sin contestar una palabra a aquella esperanza de verlos sometidos. El director, que los acompañó hasta la puerta, tuvo necesidad de resumir el resultado de la entrevista: la Compañía, por una parte, mantenía su nueva tarifa; por otra ellos pedían aumento de cinco céntimos por cada carretilla. Desde luego, y a fin de que no se hiciesen ilusiones les manifestó su temor de que el Consejo de Administración se negaría a aceptar su ultimátum.
-Reflexionad, antes de cometer una tontería -añadió el director, intranquilo ante aquel obstinado silencio.
En el vestíbulo, Pierron saludó con mucha humildad, mientras Levaque hacía alarde de ponerse la gorra antes de salir, Maheu iba a decir algo en son de despedida, cuando Esteban le tocó de nuevo con el codo. Y todos salieron de la casona en medio de aquel silencio amenazador, alterado sólo por el estrépito de la gran puerta de dos hojas, que cerraron al salir ellos.
Cuando el señor Hennebeau entró otra vez al comedor, encontró a sus convidados silenciosos e inmóviles delante de las copas de licor. En dos palabras explicó la entrevista a Deneulin, que puso la cara más apretada de lo que la tenía. Luego, mientras el director tomaba el café, ya frío, trataron los demás de hablar de otra cosa. Pero los de Grégoire fueron los primeros que volvieron a la conversación de la huelga asombrados de que no hubiese una ley que prohibiera al obrero abandonar el trabajo. Pablo tranquilizaba a Cecilia, asegurándole que estaba esperando a los gendarmes.
Por fin, la señora de Hennebeau llamó al criado.
-Hipólito -le dijo- antes de que pasemos al salón, abra usted los balcones para que se renueve el aire.
Esteban se atrevió a intervenir nuevamente.
-Es malo, señor director, que no podamos defender nuestro pleito en persona. Explicaríamos mejor las cosas, y encontraríamos razones, que por fuerza escaparían a usted. ¡Si siquiera hubiera alguien a quien pudiéramos dirigirnos!
El señor Hennebeau no se incomodó. Al contrario, sonrió tranquilamente.
-¡Ah, amigos! Esto se complica desde el momento en que no tenéis confianza en mí. Entonces será necesario ir allá abajo.
Los mineros habían seguido con la vista su gesto vago, su mano extendida hacia uno de los balcones del salón. ¿Dónde sería "allá abajo"? Sin duda París. Pero no lo sabían con seguridad: aquello se refería a un lugar lejano y terrorífico, a una región inaccesible y sagrada, donde estaba aquel Dios desconocido colocado en su tabernáculo. Jamás podrían verle; no hacían más que sentirle como una fuerza que desde lejos pesaba sobre aquellos diez mil obreros de Montsou y, cuando el director hablaba, no era más que el oráculo por boca del cual se expresaba aquella fuerza oculta.
El desánimo se apoderó de ellos; el mismo Esteban hizo un gesto como para decirles que lo mejor era marcharse; mientras el señor Hennebeau daba un golpecito amistoso en el hombro de Maheu, y le preguntaba cómo estaba Juan.
-Dura ha sido la lección y, sin embargo, es usted uno de los que quieren que se hagan a la ligera los trabajos de apuntalamiento. Espero acabaréis por comprender que una huelga sería un desastre para todos. Antes de una semana se morirían de hambre. ¿Y qué vais a hacer? ES verdad que cuento con vuestra prudencia, y espero que el lunes, a más tardar, volveréis al trabajo.
Salieron todos del salón, uno detrás de otro, con la espalda encorvada y sin contestar una palabra a aquella esperanza de verlos sometidos. El director, que los acompañó hasta la puerta, tuvo necesidad de resumir el resultado de la entrevista: la Compañía, por una parte, mantenía su nueva tarifa; por otra ellos pedían aumento de cinco céntimos por cada carretilla. Desde luego, y a fin de que no se hiciesen ilusiones les manifestó su temor de que el Consejo de Administración se negaría a aceptar su ultimátum.
-Reflexionad, antes de cometer una tontería -añadió el director, intranquilo ante aquel obstinado silencio.
En el vestíbulo, Pierron saludó con mucha humildad, mientras Levaque hacía alarde de ponerse la gorra antes de salir, Maheu iba a decir algo en son de despedida, cuando Esteban le tocó de nuevo con el codo. Y todos salieron de la casona en medio de aquel silencio amenazador, alterado sólo por el estrépito de la gran puerta de dos hojas, que cerraron al salir ellos.
Cuando el señor Hennebeau entró otra vez al comedor, encontró a sus convidados silenciosos e inmóviles delante de las copas de licor. En dos palabras explicó la entrevista a Deneulin, que puso la cara más apretada de lo que la tenía. Luego, mientras el director tomaba el café, ya frío, trataron los demás de hablar de otra cosa. Pero los de Grégoire fueron los primeros que volvieron a la conversación de la huelga asombrados de que no hubiese una ley que prohibiera al obrero abandonar el trabajo. Pablo tranquilizaba a Cecilia, asegurándole que estaba esperando a los gendarmes.
Por fin, la señora de Hennebeau llamó al criado.
-Hipólito -le dijo- antes de que pasemos al salón, abra usted los balcones para que se renueve el aire.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo III
Transcurrieron quince días, y el lunes de la tercera semana, las listas que se enviaban al director indicaban nueva disminución en el número de obreros que asistían al trabajo. Aquella mañana contaban con que terminaría la huelga. Pero la obstinación de la Compañía en no ceder exasperaba a los mineros. Ya no estaba en huelga solamente la Voreux, Créve-coeur, Miron y La Magdalena; en La Victoria y Feutry Cantel no bajaba ni la cuarta parte de los obreros, y hasta en Santo Tomás se notaban los efectos del movimiento huelguista. Poco a poco iba éste generalizándose. En la Voreux se notaba una tranquilidad de muerte. En los alrededores, alguna que otra carretilla abandonada, los depósitos de carbón intactos, y los de madera pudriéndose, presentaban su espectáculo tristísimo. En el embarcadero del canal se había quedado un lanchón a medio cargar, amarrado a un poste, y balanceándose en la superficie de las turbias aguas; y sobre la desierta plataforma, una carreta desenganchada agitaba desesperadamente sus portillas a impulsos del viento. Los edificios, sobre todo, invadidos por el silencio más completo, daban espanto. No se caldeaba la máquina de extracción más que por las mañanas. Los mozos de cuadra bajaban con el pienso de los caballos; en el fondo sólo trabajaban los capataces, convertidos otra vez en obreros; para cuidar de evitar los desperfectos de las galerías abandonadas; después, desde las nueve, el servicio se hacía por escalas, dejando quieto el ascensor. Y entre todos aquellos síntomas de muerte no se oía más que el resoplar de la bomba, último resto de vida de la mina, la cual hubieran anegado las aguas, si dejara de trabajar.
Enfrente al otro lado de la llanura, el barrio de los Doscientos Cuarenta parecía muerto también. El gobernador de Lille lo había visitado; patrullas de gendarmes a caballo habían recorrido los caminos de los alrededores; pero ante la calma perfecta de los huelguistas, gobernador y soldados se habían visto en la necesidad de retirarse. Jamás habían dado los obreros ejemplo más grande de sensatez. Los hombres, para no ir a la taberna, se pasaban los días en la cama, las mujeres, que no tomaban, se puede decir, nada más que café, tenían menos ganas de chismorrear que de costumbre y menos deseo de pelearse; y hasta los grupos de chiquillos, que parecían comprender lo que pasaba, hacían gala de su prudencia, y para no producir ruido correteaban descalzos y se daban de cachetes sin chillar. Era la consigna, repetida y circulando de boca en boca: ante todo y sobre todo, ser prudentes.
Sin embargo, un continuo entrar y salir de vecinos animaba la casa de Maheu. Esteban, a título de secretario, había distribuido los tres mil francos de la Caja de Socorros entre las familias más necesitadas; además, se habían recibido algunos cientos de francos, producto de varias suscripciones. Pero todos los recursos estaban ya agotados; los obreros carecían de fondos para sostener la huelga, y el hambre asomaba su cabeza amenazadora. Maigrat, después de haber prometido que durante una quincena vendería a crédito, se había vuelto atrás bruscamente a los pocos días, negándose a dar ni una migaja de pan siquiera. Ordinariamente recibía órdenes de la Compañía; tal vez ésta desearía cortar la huelga de una vez, privando de víveres a los obreros. El tendero, además obraba siempre a su antojo, como dueño absoluto; daba o negaba la mercancía, según la cara de la muchacha que enviaban las familias a comprar en su casa; y precisamente a los Maheu era a quien más se negaba a complacer, con cierto furioso rencor, como para castigarles de no haberle entregado a Catalina. Hacía, pues, una semana que estaban viviendo del producto de las distribuciones. Pero ahora, que ya no había un cuarto en Caja, ¿cómo componérselas para tener pan? Para colmo de desventura helaba mucho; las mujeres veían disminuir sus montones de carbón, pensando que cuando se concluyera no les darían otro en las minas, si sus maridos no volvían al trabajo. De modo, que no sería sólo morirse de hambre; habría que morir también de frío.
En casa de Maheu se carecía de todo. Los Levaque comían todavía, gracias a una moneda de veinte francos que les había dado Bouteloup. En cuanto a los Pierron, tenían como siempre dinero; pero por aparecer tan desgraciados como los demás, de miedo que les pidiesen prestado, compraban a crédito en casa de Maigrat, que hubiera sido capaz de darles toda la tienda, a poco que la mujer de Pierron se hubiera mostrado complaciente. Desde el sábado, muchas familias se acostaban sin haber comido en todo el día. Y ante los terribles días que iban a empezar, no se oía ni una queja; todos cumplían la consigna con un valor y una resignación a toda prueba. Todos tenían en Esteban confianza absoluta; una fe religiosa, sólo comparable a la que sienten por sus ídolos los pueblos fanáticos.
Puesto que él les había prometido la era de la justicia, estaban dispuestos a sufrir lo que fuese necesario para conquistar la dicha universal. El hambre soliviantaba los ánimos; jamás el horizonte de miseria de aquellos infelices se había visto iluminado con un rayo de esperanza más radiante. Cuando sus ojos, turbados por la debilidad, se entornaban, entreveían la ciudad ideal de sus sueños; pero en un momento próximo casi inmediatamente, con su población de hermanos, su edad de oro, de trabajo y de descanso repartidos por igual entre todos, no había nada capaz de quebrantar la fe de que iban al fin a penetrar en ella. Los fondos de la Caja se habían agotado; la Compañía no cedería; cada día, cada hora que pasase, agravaría la situación, y conservaban, sin embargo, toda su esperanza, y despreciaban todas sus desventuras del momento. Contaban con que, cuando ya la tierra se fuese a abrir para tragárselos, sobrevendría un milagro cualquiera. Aquella fe reemplazaba al pan y calentaba los estómagos. Tanto los Maheu como los demás, cuando habían digerido demasiado deprisa sus sopas hechas con agua clara, se entregaban al éxtasis de una vida mejor, que no dejaba martirios y sufrimientos más que para los brutos.
Esteban había llegado a ser el jefe indiscutible. En las conversaciones de las veladas, era el oráculo, con más razón, cuanto más estudiaba. Porque seguía leyendo con verdadero fervor, y recibía muchas más cartas que antes, se había suscrito también a El Vengador, un periódico socialista que se publicaba en Bélgica, y aquel diario, el primero que entraba en el barrio, había hecho que los compañeros todos tuvieran a Esteban una consideración extraordinaria, casi respetuosa. Su creciente popularidad le emborrachaba produciéndole satisfacciones íntimas, de las que jamás tuviera idea. Mantener una correspondencia seguida, discutir acerca de la suerte de los trabajadores con personajes importantes de fuera de Montsou, ser consultado por todos los obreros de la Voreux, sobre todo, convertirse en un centro, sentir que la masa de obreros se movía a su capricho, era un continuo motivo de orgullo para él, antiguo modesto maquinista, minero oscuro después. Subía un escalón, y, sin sentirlo, entraba en aquella clase media tan aborrecida, con satisfacciones de inteligencia y de bienestar que no quería confesarse ni a sí mismo siquiera. No tenía más que un disgusto: la conciencia de su falta de instrucción, de su insuficiencia, que le intimidaba en cuanto se veía frente a frente de un señor de levita. Por eso seguía instruyéndose, devorando cuantos libros y papeles impresos caían en sus manos; pero la falta de método hacía que la asimilación fuese muy lenta, reinando tal confusión, en él, que acababa por no saber cosas que ya había comprendido. Así es, que en ciertos ratos de bien pensar, experimentaba diversas inquietudes al discutir consigo mismo la responsabilidad que echara sobre sus hombros: temía no ser el hombre apropiado para llevar a cabo todo aquello a buen término; acaso habrían necesitado un abogado, un sabio capaz de pronunciar discursos y de obrar cuando llegase el caso, sin comprometer a los compañeros. Pero de pronto se tranquilizaba, poco menos que indignado. ¡No, no; nada de abogados! ¡Todos eran unos canallas, que aprovechaban su ciencia para explotar al pueblo! Saliera como saliese, los obreros debían manejar por sí mismos sus negocios, y de nuevo acariciaba su papel de jefe popular: Montsou a sus pies; allá a lo lejos, París; y ¿quién sabía? Acaso la diputación algún día, la tribuna de la Cámara, desde donde haría polvo a la clase media con sus magníficos discursos, los primeros pronunciados por un obrero en el Parlamento.
Desde hacía algunos días, Esteban se hallaba perplejo. Pluchart escribía cartas y más cartas, ofreciéndose a ir a Montsou para enardecer el celo de los huelguistas. Era preciso organizar una reunión, que presidiría el famoso maquinista, porque había en el fondo de aquel proyecto la idea de explotar la huelga en beneficio de la Internacional, haciendo que se alistasen en ella todos los mineros a quienes aún inspiraba desconfianza la tal Asociación. Esteban temía el escándalo; pero así y todo, hubiese permitido la visita de Pluchart, si Rasseneur no se hubiese opuesto enérgicamente a tal intervención. A pesar de su influencia, el joven tenía por fuerza que contar con el tabernero, cuyos servicios eran mucho más antiguos, y el cual no dejaba de tener numerosos partidarios. Así, que vacilaba sin saber qué responder a Pluchart.
Precisamente el lunes, a eso de las cuatro, recibió otra carta de Lille, estando solo con la mujer de Maheu en la sala de su casa. Maheu, cansado
Cuarta parte: Capítulo III
Transcurrieron quince días, y el lunes de la tercera semana, las listas que se enviaban al director indicaban nueva disminución en el número de obreros que asistían al trabajo. Aquella mañana contaban con que terminaría la huelga. Pero la obstinación de la Compañía en no ceder exasperaba a los mineros. Ya no estaba en huelga solamente la Voreux, Créve-coeur, Miron y La Magdalena; en La Victoria y Feutry Cantel no bajaba ni la cuarta parte de los obreros, y hasta en Santo Tomás se notaban los efectos del movimiento huelguista. Poco a poco iba éste generalizándose. En la Voreux se notaba una tranquilidad de muerte. En los alrededores, alguna que otra carretilla abandonada, los depósitos de carbón intactos, y los de madera pudriéndose, presentaban su espectáculo tristísimo. En el embarcadero del canal se había quedado un lanchón a medio cargar, amarrado a un poste, y balanceándose en la superficie de las turbias aguas; y sobre la desierta plataforma, una carreta desenganchada agitaba desesperadamente sus portillas a impulsos del viento. Los edificios, sobre todo, invadidos por el silencio más completo, daban espanto. No se caldeaba la máquina de extracción más que por las mañanas. Los mozos de cuadra bajaban con el pienso de los caballos; en el fondo sólo trabajaban los capataces, convertidos otra vez en obreros; para cuidar de evitar los desperfectos de las galerías abandonadas; después, desde las nueve, el servicio se hacía por escalas, dejando quieto el ascensor. Y entre todos aquellos síntomas de muerte no se oía más que el resoplar de la bomba, último resto de vida de la mina, la cual hubieran anegado las aguas, si dejara de trabajar.
Enfrente al otro lado de la llanura, el barrio de los Doscientos Cuarenta parecía muerto también. El gobernador de Lille lo había visitado; patrullas de gendarmes a caballo habían recorrido los caminos de los alrededores; pero ante la calma perfecta de los huelguistas, gobernador y soldados se habían visto en la necesidad de retirarse. Jamás habían dado los obreros ejemplo más grande de sensatez. Los hombres, para no ir a la taberna, se pasaban los días en la cama, las mujeres, que no tomaban, se puede decir, nada más que café, tenían menos ganas de chismorrear que de costumbre y menos deseo de pelearse; y hasta los grupos de chiquillos, que parecían comprender lo que pasaba, hacían gala de su prudencia, y para no producir ruido correteaban descalzos y se daban de cachetes sin chillar. Era la consigna, repetida y circulando de boca en boca: ante todo y sobre todo, ser prudentes.
Sin embargo, un continuo entrar y salir de vecinos animaba la casa de Maheu. Esteban, a título de secretario, había distribuido los tres mil francos de la Caja de Socorros entre las familias más necesitadas; además, se habían recibido algunos cientos de francos, producto de varias suscripciones. Pero todos los recursos estaban ya agotados; los obreros carecían de fondos para sostener la huelga, y el hambre asomaba su cabeza amenazadora. Maigrat, después de haber prometido que durante una quincena vendería a crédito, se había vuelto atrás bruscamente a los pocos días, negándose a dar ni una migaja de pan siquiera. Ordinariamente recibía órdenes de la Compañía; tal vez ésta desearía cortar la huelga de una vez, privando de víveres a los obreros. El tendero, además obraba siempre a su antojo, como dueño absoluto; daba o negaba la mercancía, según la cara de la muchacha que enviaban las familias a comprar en su casa; y precisamente a los Maheu era a quien más se negaba a complacer, con cierto furioso rencor, como para castigarles de no haberle entregado a Catalina. Hacía, pues, una semana que estaban viviendo del producto de las distribuciones. Pero ahora, que ya no había un cuarto en Caja, ¿cómo componérselas para tener pan? Para colmo de desventura helaba mucho; las mujeres veían disminuir sus montones de carbón, pensando que cuando se concluyera no les darían otro en las minas, si sus maridos no volvían al trabajo. De modo, que no sería sólo morirse de hambre; habría que morir también de frío.
En casa de Maheu se carecía de todo. Los Levaque comían todavía, gracias a una moneda de veinte francos que les había dado Bouteloup. En cuanto a los Pierron, tenían como siempre dinero; pero por aparecer tan desgraciados como los demás, de miedo que les pidiesen prestado, compraban a crédito en casa de Maigrat, que hubiera sido capaz de darles toda la tienda, a poco que la mujer de Pierron se hubiera mostrado complaciente. Desde el sábado, muchas familias se acostaban sin haber comido en todo el día. Y ante los terribles días que iban a empezar, no se oía ni una queja; todos cumplían la consigna con un valor y una resignación a toda prueba. Todos tenían en Esteban confianza absoluta; una fe religiosa, sólo comparable a la que sienten por sus ídolos los pueblos fanáticos.
Puesto que él les había prometido la era de la justicia, estaban dispuestos a sufrir lo que fuese necesario para conquistar la dicha universal. El hambre soliviantaba los ánimos; jamás el horizonte de miseria de aquellos infelices se había visto iluminado con un rayo de esperanza más radiante. Cuando sus ojos, turbados por la debilidad, se entornaban, entreveían la ciudad ideal de sus sueños; pero en un momento próximo casi inmediatamente, con su población de hermanos, su edad de oro, de trabajo y de descanso repartidos por igual entre todos, no había nada capaz de quebrantar la fe de que iban al fin a penetrar en ella. Los fondos de la Caja se habían agotado; la Compañía no cedería; cada día, cada hora que pasase, agravaría la situación, y conservaban, sin embargo, toda su esperanza, y despreciaban todas sus desventuras del momento. Contaban con que, cuando ya la tierra se fuese a abrir para tragárselos, sobrevendría un milagro cualquiera. Aquella fe reemplazaba al pan y calentaba los estómagos. Tanto los Maheu como los demás, cuando habían digerido demasiado deprisa sus sopas hechas con agua clara, se entregaban al éxtasis de una vida mejor, que no dejaba martirios y sufrimientos más que para los brutos.
Esteban había llegado a ser el jefe indiscutible. En las conversaciones de las veladas, era el oráculo, con más razón, cuanto más estudiaba. Porque seguía leyendo con verdadero fervor, y recibía muchas más cartas que antes, se había suscrito también a El Vengador, un periódico socialista que se publicaba en Bélgica, y aquel diario, el primero que entraba en el barrio, había hecho que los compañeros todos tuvieran a Esteban una consideración extraordinaria, casi respetuosa. Su creciente popularidad le emborrachaba produciéndole satisfacciones íntimas, de las que jamás tuviera idea. Mantener una correspondencia seguida, discutir acerca de la suerte de los trabajadores con personajes importantes de fuera de Montsou, ser consultado por todos los obreros de la Voreux, sobre todo, convertirse en un centro, sentir que la masa de obreros se movía a su capricho, era un continuo motivo de orgullo para él, antiguo modesto maquinista, minero oscuro después. Subía un escalón, y, sin sentirlo, entraba en aquella clase media tan aborrecida, con satisfacciones de inteligencia y de bienestar que no quería confesarse ni a sí mismo siquiera. No tenía más que un disgusto: la conciencia de su falta de instrucción, de su insuficiencia, que le intimidaba en cuanto se veía frente a frente de un señor de levita. Por eso seguía instruyéndose, devorando cuantos libros y papeles impresos caían en sus manos; pero la falta de método hacía que la asimilación fuese muy lenta, reinando tal confusión, en él, que acababa por no saber cosas que ya había comprendido. Así es, que en ciertos ratos de bien pensar, experimentaba diversas inquietudes al discutir consigo mismo la responsabilidad que echara sobre sus hombros: temía no ser el hombre apropiado para llevar a cabo todo aquello a buen término; acaso habrían necesitado un abogado, un sabio capaz de pronunciar discursos y de obrar cuando llegase el caso, sin comprometer a los compañeros. Pero de pronto se tranquilizaba, poco menos que indignado. ¡No, no; nada de abogados! ¡Todos eran unos canallas, que aprovechaban su ciencia para explotar al pueblo! Saliera como saliese, los obreros debían manejar por sí mismos sus negocios, y de nuevo acariciaba su papel de jefe popular: Montsou a sus pies; allá a lo lejos, París; y ¿quién sabía? Acaso la diputación algún día, la tribuna de la Cámara, desde donde haría polvo a la clase media con sus magníficos discursos, los primeros pronunciados por un obrero en el Parlamento.
Desde hacía algunos días, Esteban se hallaba perplejo. Pluchart escribía cartas y más cartas, ofreciéndose a ir a Montsou para enardecer el celo de los huelguistas. Era preciso organizar una reunión, que presidiría el famoso maquinista, porque había en el fondo de aquel proyecto la idea de explotar la huelga en beneficio de la Internacional, haciendo que se alistasen en ella todos los mineros a quienes aún inspiraba desconfianza la tal Asociación. Esteban temía el escándalo; pero así y todo, hubiese permitido la visita de Pluchart, si Rasseneur no se hubiese opuesto enérgicamente a tal intervención. A pesar de su influencia, el joven tenía por fuerza que contar con el tabernero, cuyos servicios eran mucho más antiguos, y el cual no dejaba de tener numerosos partidarios. Así, que vacilaba sin saber qué responder a Pluchart.
Precisamente el lunes, a eso de las cuatro, recibió otra carta de Lille, estando solo con la mujer de Maheu en la sala de su casa. Maheu, cansado
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
de no hacer nada, había ido a pescar; si tenía la suerte de coger algún pescado bueno en el canal, lo venderían y podrían comprar pan. El viejo Buenamuerte y el tunante de Juan acababan de salir para dar un paseo; mientras Alicia, que pasaba muchos ratos en el campo cogiendo berros, se había llevado a los pequeños. Sentada junto a la lumbre, que ya no se atrevía a avivar demasiado, la mujer de Maheu, con el corpiño desabrochado y con un pecho fuera, daba de mamar a Estrella.
Cuando el joven acabó de leer la carta, la mujer le preguntó: -¿Buenas noticias? ¿Enviarán dinero?
Él contestó con un gesto negativo, y ella replicó: -Esta semana no sé lo que vamos a hacer. En fin, por algún lado vendrá. Cuando se tiene razón, ¿no es verdad?, se tienen ánimos y se acaba por ser los más fuertes.
Ya se había hecho partidaria decidida de la huelga. Mejor hubiera sido obligar a la Compañía a que hiciese justicia sin abandonar ellos el trabajo. Pero puesto que estaba declarada la huelga, no se debía volver a las minas hasta tanto que se satisficieran las justas reclamaciones de los obreros. En este punto, la buena mujer se mostraba de una energía inquebrantable. ¡Antes morir, que hacer como si no se tuviera razón, teniéndola!
-¡Ah! -exclamó Esteban-. ¡Si viniera un cólera que nos desembarazase de todos esos infames explotadores!
-No, no -respondió la mujer de Maheu- no hay que desear la muerte a nadie. No conseguiríamos nada tampoco, porque aparecerían otros. Yo lo único que pido es, que éstos entren en razón, y sean más sensatos, y espero que lo hagan, porque, después de todo la gente no es tan mala como dicen. Ya sabéis que no soy partidaria de vuestra política.
En efecto, la mujer de Maheu censuraba de ordinario la violencia de sus discursos, y los encontraba demasiado batalladores. Que uno quisiera que. le pagasen el trabajo como era debido, estaba bien; pero ¿a qué ocuparse de otras cosas, y de los burgueses, y del gobierno? ¿A qué mezclarse en asuntos ajenos, cuando no podía uno esperar nada bueno de aquella intervención? Y si la mujer de Maheu le apreciaba, a pesar de todo, era porque no se emborrachaba, y porque le daba puntualmente sus cuarenta y cinco francos por el pupilaje. Cuando un hombre tenía buena conducta, se le podían perdonar todas sus faltas.
Esteban habló entonces de la República, que debía dar pan a todo el mundo. Pero la mujer de Maheu meneaba la cabeza con ademán incrédulo, porque se acordaba del 48, un año de perros que les había dejado en cueros a ella y a su marido en los primeros tiempos de su matrimonio. Se extasiaba narrando lo que habían sufrido, con voz monótona y los ojos fijos en la pared, mientras su hija Estrella, sin soltar el pecho, se quedaba dormida sobre sus rodillas: y Esteban, absorto también, miraba aquel pecho enorme cuya blancura mate contrastaba con el color amarillento del semblante.
-¡Ni un céntimo -murmuraba ella-; ni una miga de pan que llevarse a la boca, y todas las minas cerradas! ¡En fin; la muerte de los pobres, lo mismo que ahora!
Pero en aquel momento se abrió la puerta, y ambos interlocutores se quedaron mudos de sorpresa al ver entrar a Catalina. Desde su fuga con Chaval no había vuelto a presentarse en el barrio. Su turbación era tan grande, que olvidó cerrar la puerta, y se quedó temblorosa en el umbral de la misma. Indudablemente esperaba encontrar sola a su madre, y la presencia del joven le impedía decir lo que había ido pensando por el camino.
-¿Qué vienes a hacer aquí? -gritó la mujer de Maheu, sin levantarse de la silla-. No quiero verte más. ¡Vete enseguida!
Entonces Catalina hizo un esfuerzo para encontrar palabras.
-Mamá. te traigo café y azúcar para los niños. Siempre estoy pensando en ellos.
Y al mismo tiempo sacaba del bolsillo una libra de café y otra de azúcar, y la ponía sobre la mesa. La huelga de la Voreux la atormentaba, porque ella seguía trabajando en Juan Bart, y no había hallado más medio que aquél para ayudar a sus padres, con el pretexto de cuidar a sus hermanitos. Pero su buen corazón no conmovió a su madre, la cual replicó:
-En vez de traernos chucherías, te podías haber quedado en casa para ayudarnos a ganar el pan.
Y la pobre mujer la insultó, lanzándole al rostro todo lo que hablaba contra ella desde hacía un mes. ¡Escaparse con un hombre, amancebarse a los dieciséis años, teniendo una familia que la quería! ¡Ni la última bribona, ni la hija más desnaturalizada hubiese hecho otro tanto! Se podía perdonar una falta; pero una madre jamás olvidaba una canallada semejante. ¡Y si la hubiera tenido sujeta, vamos, menos mal! Pero, no; era libre como el aire, y no se le exigía sino que fuese a dormir por las noches a su casa.
-¡Vamos a ver!, ¿qué demonios tienes en el cuerpo a tu edad?
Catalina, inmóvil, junto a la mesa, escuchaba a su madre con la cabeza baja. Un estremecimiento nervioso agitaba aquel cuerpo endeble de niña más que de mujer, y la pobre trataba de contestar con frases entrecortadas:
-¡Oh! ¡Si fuese cuestión mía nada más! ¡Cómo si esta vida me divirtiera! Es él. Cuando quiere una cosa, no tengo más remedio que quererla también, ¿verdad? Porque, ya ves, él es más fuerte. ¿Acaso sabe una como se enredan las cosas? En fin, lo hecho, hecho está y no hay quien lo deshaga. Lo mismo da. Ahora lo que necesito es que se case conmigo.
La infeliz se defendía sin sublevarse contra la autoridad materna con la pasiva resignación de las muchachas que conocen el trato íntimo de un hombre antes de tiempo y sazón. ¿No era aquella la ley común? Ella no había soñado jamás otra cosa: un atentado brutal detrás de unos matorrales, un hijo a los dieciséis años, y luego la miseria en su casa, si su querido consentía en casarse.
Y no experimentaba vergüenza, ni temblaba ante la idea de que su madre la tratase como a una infame en presencia de aquel joven; y, sin embargo, al verse delante de él, se desesperaba y se sentía oprimida de un modo singular.
Esteban se había levantado y aparentaba estar avivando la lumbre de la estufa para facilitar una explicación entre madre e hija. Pero sus miradas se encontraron, él la encontró pálida, ojerosa, bonita, sin embargo, y experimentó cierto sentimiento extraño, en el cual no entraba para nada su antiguo rencor, que había desaparecido por completo; no deseaba sino que fuese feliz con aquel hombre a quien ella había preferido. Sintió en aquel instante deseos de ocuparse de su felicidad, de ir a Montsou y exigir al otro que la tratara con miramiento. Pero ella no vio más que lástima en sus miradas; indudablemente la despreciaba mucho. Entonces el corazón le dio un vuelco tan grande, que se sintió sofocada, y no halló palabras con que excusarse.
-Eso es; mejor haces en callar -replicó la mujer de Maheu, implacable-. Si vienes a quedarte, entra; si no, lárgate enseguida, y da gracias a que tengo las manos ocupadas con tu hermana, porque si no, ya te hubiera tirado algo a la cabeza.
En aquel momento Catalina recibió en la parte posterior un puntapié terrible, cuya violencia la aturdió de sorpresa y de dolor. Era Chaval, que acababa de entrar por la puerta entreabierta, después de haberla observado un instante desde la calle.
-¡Ah, bribona! -gritó-. Te he seguido, porque suponía que venías aquí a que te hicieran carantoñas. Y tú las pagas trayendo café con dinero mío.
La mujer de Maheu y Esteban, estupefactos, no se movían. Con un gesto furibundo, Chaval empujó a Catalina hacia la puerta.
-¿Saldrás de una vez? ¡Condenada!
Y al ver que la joven se refugiaba en un rincón, la emprendió con su madre.
-¡Bonito modo es ése de estar guardando la casa, mientras la pérdida de tu hija se marcha allá arriba con un hombre!
Al fin había cogido a Catalina por una muñeca, y sacudiéndola fuertemente, la arrastraba hacia la calle.
Al llegar a la puerta se volvió otra vez a la mujer de Maheu, que parecía clavada en su silla, y había olvidado abrocharse el corpiño. Estrella se había quedado dormida con la nariz pegada a él, y el enorme pecho pendía desnudo y libre como la ubre de una vaca de leche.
-¡Cuando no está aquí la hija, buena es la madre para sustituirla! -gritó Chaval como última injuria-. ¡Anda, anda; enséñale la carne, que no le disgusta al canalla de tu huésped!
Esteban quiso salir detrás de su compañero. Sólo el miedo de armar un escándalo en el barrio le había contenido para no arrancarle a Catalina de las manos. Pero, a su vez, se sentía ahora acometido por la rabia, y los dos hombres se encontraron frente a frente, con los ojos inyectados en sangre. Era el estallar de un odio antiguo, unos celos largo tiempo contenidos. Había llegado el momento de matarse.
-¡Cuidado! -rugió Esteban rechinando los dientes-. Cuidado, porque te arranco la lengua!
-¡Prueba a hacerlo!
Se miraron aún durante algunos segundos tan de cerca, que el aliento de cada cual caldeaba el rostro del contrario. Catalina, suplicante por evitar la riña, cogió a su querido por la mano, y le rogó que se fuera con ella. Y arrastrándolo casi, huyó del barrio, sin volver la cabeza atrás.
-¡Qué bruto! -murmuró Esteban, cerrando la puerta lentamente y agitado de tal manera por la cólera, que tuvo que sentarse.
La mujer de Maheu no se había movido. Hizo un gesto significativo, y hubo un momento de silencio pesado y embarazoso, precisamente por las cosas que callaban. A pesar de sus esfuerzos, volvía sin querer la vista hacia el seno de la mujer de Maheu, hacia aquel pedazo de carne blanca, cuya vista le trastornaba ahora. Verdad es que ella tenía cuarenta años, y estaba deforme como buena hembra que había procreado mucho; pero aún había muchos que la deseaban. Sin apresurarse, se había cogido el pecho con las dos manos, y lo encerraba en el corpiño. Un botón color de rosa se obstinaba en quedarse fuera; lo apretó con el dedo, y abrochó enseguida los botones del vestido.
-Es verdad que tengo mis defectos; pero jamás he tenido ése.
Luego, con acento de franqueza, añadió, sin quitar los ojos del joven: -No me han tocado más que dos hombres; uno cuando tenía quince años; y luego mi marido. Si mi marido me hubiese abandonado como el primero, no sé qué hubiese sido de mí; y si desde que nos casamos le he sido fiel siempre, no hago alarde de ello, porque, al fin y al cabo, no han abundado las ocasiones de faltarle. Pero digo la verdad, lo que es; y no hay muchas vecinas que pueden decir otro tanto. ¿No es cierto?
-Sí que lo es -respondió Esteban levantándose.
Y salió a la calle mientras ella se decidía a avivar el fuego, después de colocado a Estrella, dormida, entre dos sillas. Si su marido había pescado algo y lo vendía, tendrían qué comer.
Era de noche, una noche fría y desapacible, y Esteban caminaba en la oscuridad, preso de profunda tristeza.
Ya no sentía cólera contra el hombre ni compasión por la pobre muchacha maltratada. La escena brutal a que acababa de asistir se borraba haciéndole pensar en la realidad terrible de los sufrimientos de la miseria. Pensaba en aquellas casas sin pan, en aquellas mujeres, en aquellos niños, que se acostarían sin comer; en todo aquel pueblo, luchando heroicamente y
Cuando el joven acabó de leer la carta, la mujer le preguntó: -¿Buenas noticias? ¿Enviarán dinero?
Él contestó con un gesto negativo, y ella replicó: -Esta semana no sé lo que vamos a hacer. En fin, por algún lado vendrá. Cuando se tiene razón, ¿no es verdad?, se tienen ánimos y se acaba por ser los más fuertes.
Ya se había hecho partidaria decidida de la huelga. Mejor hubiera sido obligar a la Compañía a que hiciese justicia sin abandonar ellos el trabajo. Pero puesto que estaba declarada la huelga, no se debía volver a las minas hasta tanto que se satisficieran las justas reclamaciones de los obreros. En este punto, la buena mujer se mostraba de una energía inquebrantable. ¡Antes morir, que hacer como si no se tuviera razón, teniéndola!
-¡Ah! -exclamó Esteban-. ¡Si viniera un cólera que nos desembarazase de todos esos infames explotadores!
-No, no -respondió la mujer de Maheu- no hay que desear la muerte a nadie. No conseguiríamos nada tampoco, porque aparecerían otros. Yo lo único que pido es, que éstos entren en razón, y sean más sensatos, y espero que lo hagan, porque, después de todo la gente no es tan mala como dicen. Ya sabéis que no soy partidaria de vuestra política.
En efecto, la mujer de Maheu censuraba de ordinario la violencia de sus discursos, y los encontraba demasiado batalladores. Que uno quisiera que. le pagasen el trabajo como era debido, estaba bien; pero ¿a qué ocuparse de otras cosas, y de los burgueses, y del gobierno? ¿A qué mezclarse en asuntos ajenos, cuando no podía uno esperar nada bueno de aquella intervención? Y si la mujer de Maheu le apreciaba, a pesar de todo, era porque no se emborrachaba, y porque le daba puntualmente sus cuarenta y cinco francos por el pupilaje. Cuando un hombre tenía buena conducta, se le podían perdonar todas sus faltas.
Esteban habló entonces de la República, que debía dar pan a todo el mundo. Pero la mujer de Maheu meneaba la cabeza con ademán incrédulo, porque se acordaba del 48, un año de perros que les había dejado en cueros a ella y a su marido en los primeros tiempos de su matrimonio. Se extasiaba narrando lo que habían sufrido, con voz monótona y los ojos fijos en la pared, mientras su hija Estrella, sin soltar el pecho, se quedaba dormida sobre sus rodillas: y Esteban, absorto también, miraba aquel pecho enorme cuya blancura mate contrastaba con el color amarillento del semblante.
-¡Ni un céntimo -murmuraba ella-; ni una miga de pan que llevarse a la boca, y todas las minas cerradas! ¡En fin; la muerte de los pobres, lo mismo que ahora!
Pero en aquel momento se abrió la puerta, y ambos interlocutores se quedaron mudos de sorpresa al ver entrar a Catalina. Desde su fuga con Chaval no había vuelto a presentarse en el barrio. Su turbación era tan grande, que olvidó cerrar la puerta, y se quedó temblorosa en el umbral de la misma. Indudablemente esperaba encontrar sola a su madre, y la presencia del joven le impedía decir lo que había ido pensando por el camino.
-¿Qué vienes a hacer aquí? -gritó la mujer de Maheu, sin levantarse de la silla-. No quiero verte más. ¡Vete enseguida!
Entonces Catalina hizo un esfuerzo para encontrar palabras.
-Mamá. te traigo café y azúcar para los niños. Siempre estoy pensando en ellos.
Y al mismo tiempo sacaba del bolsillo una libra de café y otra de azúcar, y la ponía sobre la mesa. La huelga de la Voreux la atormentaba, porque ella seguía trabajando en Juan Bart, y no había hallado más medio que aquél para ayudar a sus padres, con el pretexto de cuidar a sus hermanitos. Pero su buen corazón no conmovió a su madre, la cual replicó:
-En vez de traernos chucherías, te podías haber quedado en casa para ayudarnos a ganar el pan.
Y la pobre mujer la insultó, lanzándole al rostro todo lo que hablaba contra ella desde hacía un mes. ¡Escaparse con un hombre, amancebarse a los dieciséis años, teniendo una familia que la quería! ¡Ni la última bribona, ni la hija más desnaturalizada hubiese hecho otro tanto! Se podía perdonar una falta; pero una madre jamás olvidaba una canallada semejante. ¡Y si la hubiera tenido sujeta, vamos, menos mal! Pero, no; era libre como el aire, y no se le exigía sino que fuese a dormir por las noches a su casa.
-¡Vamos a ver!, ¿qué demonios tienes en el cuerpo a tu edad?
Catalina, inmóvil, junto a la mesa, escuchaba a su madre con la cabeza baja. Un estremecimiento nervioso agitaba aquel cuerpo endeble de niña más que de mujer, y la pobre trataba de contestar con frases entrecortadas:
-¡Oh! ¡Si fuese cuestión mía nada más! ¡Cómo si esta vida me divirtiera! Es él. Cuando quiere una cosa, no tengo más remedio que quererla también, ¿verdad? Porque, ya ves, él es más fuerte. ¿Acaso sabe una como se enredan las cosas? En fin, lo hecho, hecho está y no hay quien lo deshaga. Lo mismo da. Ahora lo que necesito es que se case conmigo.
La infeliz se defendía sin sublevarse contra la autoridad materna con la pasiva resignación de las muchachas que conocen el trato íntimo de un hombre antes de tiempo y sazón. ¿No era aquella la ley común? Ella no había soñado jamás otra cosa: un atentado brutal detrás de unos matorrales, un hijo a los dieciséis años, y luego la miseria en su casa, si su querido consentía en casarse.
Y no experimentaba vergüenza, ni temblaba ante la idea de que su madre la tratase como a una infame en presencia de aquel joven; y, sin embargo, al verse delante de él, se desesperaba y se sentía oprimida de un modo singular.
Esteban se había levantado y aparentaba estar avivando la lumbre de la estufa para facilitar una explicación entre madre e hija. Pero sus miradas se encontraron, él la encontró pálida, ojerosa, bonita, sin embargo, y experimentó cierto sentimiento extraño, en el cual no entraba para nada su antiguo rencor, que había desaparecido por completo; no deseaba sino que fuese feliz con aquel hombre a quien ella había preferido. Sintió en aquel instante deseos de ocuparse de su felicidad, de ir a Montsou y exigir al otro que la tratara con miramiento. Pero ella no vio más que lástima en sus miradas; indudablemente la despreciaba mucho. Entonces el corazón le dio un vuelco tan grande, que se sintió sofocada, y no halló palabras con que excusarse.
-Eso es; mejor haces en callar -replicó la mujer de Maheu, implacable-. Si vienes a quedarte, entra; si no, lárgate enseguida, y da gracias a que tengo las manos ocupadas con tu hermana, porque si no, ya te hubiera tirado algo a la cabeza.
En aquel momento Catalina recibió en la parte posterior un puntapié terrible, cuya violencia la aturdió de sorpresa y de dolor. Era Chaval, que acababa de entrar por la puerta entreabierta, después de haberla observado un instante desde la calle.
-¡Ah, bribona! -gritó-. Te he seguido, porque suponía que venías aquí a que te hicieran carantoñas. Y tú las pagas trayendo café con dinero mío.
La mujer de Maheu y Esteban, estupefactos, no se movían. Con un gesto furibundo, Chaval empujó a Catalina hacia la puerta.
-¿Saldrás de una vez? ¡Condenada!
Y al ver que la joven se refugiaba en un rincón, la emprendió con su madre.
-¡Bonito modo es ése de estar guardando la casa, mientras la pérdida de tu hija se marcha allá arriba con un hombre!
Al fin había cogido a Catalina por una muñeca, y sacudiéndola fuertemente, la arrastraba hacia la calle.
Al llegar a la puerta se volvió otra vez a la mujer de Maheu, que parecía clavada en su silla, y había olvidado abrocharse el corpiño. Estrella se había quedado dormida con la nariz pegada a él, y el enorme pecho pendía desnudo y libre como la ubre de una vaca de leche.
-¡Cuando no está aquí la hija, buena es la madre para sustituirla! -gritó Chaval como última injuria-. ¡Anda, anda; enséñale la carne, que no le disgusta al canalla de tu huésped!
Esteban quiso salir detrás de su compañero. Sólo el miedo de armar un escándalo en el barrio le había contenido para no arrancarle a Catalina de las manos. Pero, a su vez, se sentía ahora acometido por la rabia, y los dos hombres se encontraron frente a frente, con los ojos inyectados en sangre. Era el estallar de un odio antiguo, unos celos largo tiempo contenidos. Había llegado el momento de matarse.
-¡Cuidado! -rugió Esteban rechinando los dientes-. Cuidado, porque te arranco la lengua!
-¡Prueba a hacerlo!
Se miraron aún durante algunos segundos tan de cerca, que el aliento de cada cual caldeaba el rostro del contrario. Catalina, suplicante por evitar la riña, cogió a su querido por la mano, y le rogó que se fuera con ella. Y arrastrándolo casi, huyó del barrio, sin volver la cabeza atrás.
-¡Qué bruto! -murmuró Esteban, cerrando la puerta lentamente y agitado de tal manera por la cólera, que tuvo que sentarse.
La mujer de Maheu no se había movido. Hizo un gesto significativo, y hubo un momento de silencio pesado y embarazoso, precisamente por las cosas que callaban. A pesar de sus esfuerzos, volvía sin querer la vista hacia el seno de la mujer de Maheu, hacia aquel pedazo de carne blanca, cuya vista le trastornaba ahora. Verdad es que ella tenía cuarenta años, y estaba deforme como buena hembra que había procreado mucho; pero aún había muchos que la deseaban. Sin apresurarse, se había cogido el pecho con las dos manos, y lo encerraba en el corpiño. Un botón color de rosa se obstinaba en quedarse fuera; lo apretó con el dedo, y abrochó enseguida los botones del vestido.
-Es verdad que tengo mis defectos; pero jamás he tenido ése.
Luego, con acento de franqueza, añadió, sin quitar los ojos del joven: -No me han tocado más que dos hombres; uno cuando tenía quince años; y luego mi marido. Si mi marido me hubiese abandonado como el primero, no sé qué hubiese sido de mí; y si desde que nos casamos le he sido fiel siempre, no hago alarde de ello, porque, al fin y al cabo, no han abundado las ocasiones de faltarle. Pero digo la verdad, lo que es; y no hay muchas vecinas que pueden decir otro tanto. ¿No es cierto?
-Sí que lo es -respondió Esteban levantándose.
Y salió a la calle mientras ella se decidía a avivar el fuego, después de colocado a Estrella, dormida, entre dos sillas. Si su marido había pescado algo y lo vendía, tendrían qué comer.
Era de noche, una noche fría y desapacible, y Esteban caminaba en la oscuridad, preso de profunda tristeza.
Ya no sentía cólera contra el hombre ni compasión por la pobre muchacha maltratada. La escena brutal a que acababa de asistir se borraba haciéndole pensar en la realidad terrible de los sufrimientos de la miseria. Pensaba en aquellas casas sin pan, en aquellas mujeres, en aquellos niños, que se acostarían sin comer; en todo aquel pueblo, luchando heroicamente y
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
muerto de hambre. Y las dudas que a veces le asaltaban acerca de la razón de su conducta, surgían de nuevo en la melancolía del crepúsculo; y le atormentaban con más furor que nunca. ¡Qué terrible responsabilidad asumía! ¿Debía aconsejarles aún la resistencia cuando ya nadie tenía ni dinero ni crédito? ¿Cuál iba a ser el desenlace terrible del drama, si no llegaban recursos de ninguna parte, si el hambre comenzaba a cebarse en ellos y les quitaba valor? Bruscamente tuvo la visión del desastre: chiquillos que morirían y madres que sollozaban mientras los hombres obligados por la horrenda necesidad volvían al trabajo. Continuaba caminando al azar, tropezando con los pedruscos en medio de la oscuridad, y torturado por la idea de que si la Compañía resultaba más fuerte que ellos, tendría la culpa de las desdichas de sus camaradas.
Cuando levantó la cabeza se vio a las puertas de la Voreux. La masa sombría de sus edificios le parecía aún más grande por efecto de la oscuridad crepuscular. En medio de la desierta llanura, que la rodeaba, obstruida por las grandes sombras inmóviles, parecía un trozo de fortaleza abandonada. En cuanto la máquina de extracción se detenía, el resto de vida que se notaba en sus muros se escapaba, y a aquella hora de la noche nada la animaba, ni una voz, ni la luz de un farol.
Si los obreros tenían hambre la Compañía se arruinaba. ¿Por qué había de ser ella la más fuerte en aquella guerra sin cuartel entre el trabajo y el capital? En todo caso, la victoria le costaría muy cara. Luego contarían las bajas que cada cual hubiera tenido en la batalla. De nuevo le dominaba el deseo ardiente de la lucha; la necesidad afanosa de acabar con la miseria, aunque fuese a costa de la vida. Lo mismo daba morir de una vez que vivir muriendo de hambre y a causa de las injusticias que cometían con ellos. Recordaba sus lecturas mal digeridas, ejemplos de pueblos que habían quemado sus ciudades para destruir al enemigo, vagas historias de madres que salvaban a sus hijos de la esclavitud rompiéndoles el cráneo contra el suelo, de hombres que preferían morir de inanición a comer una sola migaja del pan de los tiranos. Y todo aquello le exaltaba: una feroz alegría se elevaba por encima de su profunda tristeza, y rechazaba la duda, avergonzándose de aquel momento de cobardía. Y en aquel despertar de su ardiente fe, ráfagas de orgullo y de soberbia le animaban, halagándole la esperanza de ser jefe, de verse obedecido hasta el sacrificio de la vida, de ensalzar su poder y su influencia, para disfrutar de ellos ampliamente el día del triunfo. Ya se imaginaba una escena grandiosa, en la cual se negaba a aceptar el poder, y lo ponía en manos del pueblo, después de haberlo tenido entre las suyas.
Pero volvió a la realidad, estremeciéndose al oír la voz de Maheu, que había estado de suerte, pescando una trucha soberbia, por la que le dieron tres francos. Ya tenían que comer. Entonces dijo a su amigo que volviese solo a casa que pronto estaría allí; y entrando en La Ventajosa, se sentó frente a Souvarine. Aguardó a que se marchara un parroquiano que estaba en otra mesa, para decir a Rasseneur, sin ambages ni rodeos, que iba a escribir a Pluchart para que fuese a Montsou. Estaba resuelto; quería organizar una reunión, porque la victoria le parecía segura si los mineros del pueblo se adherían en masa a la Internacional.
Cuando levantó la cabeza se vio a las puertas de la Voreux. La masa sombría de sus edificios le parecía aún más grande por efecto de la oscuridad crepuscular. En medio de la desierta llanura, que la rodeaba, obstruida por las grandes sombras inmóviles, parecía un trozo de fortaleza abandonada. En cuanto la máquina de extracción se detenía, el resto de vida que se notaba en sus muros se escapaba, y a aquella hora de la noche nada la animaba, ni una voz, ni la luz de un farol.
Si los obreros tenían hambre la Compañía se arruinaba. ¿Por qué había de ser ella la más fuerte en aquella guerra sin cuartel entre el trabajo y el capital? En todo caso, la victoria le costaría muy cara. Luego contarían las bajas que cada cual hubiera tenido en la batalla. De nuevo le dominaba el deseo ardiente de la lucha; la necesidad afanosa de acabar con la miseria, aunque fuese a costa de la vida. Lo mismo daba morir de una vez que vivir muriendo de hambre y a causa de las injusticias que cometían con ellos. Recordaba sus lecturas mal digeridas, ejemplos de pueblos que habían quemado sus ciudades para destruir al enemigo, vagas historias de madres que salvaban a sus hijos de la esclavitud rompiéndoles el cráneo contra el suelo, de hombres que preferían morir de inanición a comer una sola migaja del pan de los tiranos. Y todo aquello le exaltaba: una feroz alegría se elevaba por encima de su profunda tristeza, y rechazaba la duda, avergonzándose de aquel momento de cobardía. Y en aquel despertar de su ardiente fe, ráfagas de orgullo y de soberbia le animaban, halagándole la esperanza de ser jefe, de verse obedecido hasta el sacrificio de la vida, de ensalzar su poder y su influencia, para disfrutar de ellos ampliamente el día del triunfo. Ya se imaginaba una escena grandiosa, en la cual se negaba a aceptar el poder, y lo ponía en manos del pueblo, después de haberlo tenido entre las suyas.
Pero volvió a la realidad, estremeciéndose al oír la voz de Maheu, que había estado de suerte, pescando una trucha soberbia, por la que le dieron tres francos. Ya tenían que comer. Entonces dijo a su amigo que volviese solo a casa que pronto estaría allí; y entrando en La Ventajosa, se sentó frente a Souvarine. Aguardó a que se marchara un parroquiano que estaba en otra mesa, para decir a Rasseneur, sin ambages ni rodeos, que iba a escribir a Pluchart para que fuese a Montsou. Estaba resuelto; quería organizar una reunión, porque la victoria le parecía segura si los mineros del pueblo se adherían en masa a la Internacional.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo IV
La reunión se organizó en el salón de la Alegría, de que era empresaria la viuda Désir, y se convino en celebrarla el jueves, a las dos de la tarde. La viuda, indignada ante las infamias que se hacían con sus hijos, como ella llamaba a los obreros, lo estaba mucho más desde que veía que nadie visitaba su taberna. Jamás se habían visto huelguistas con menos sed: hasta los borrachos se encerraban en sus casas por miedo de faltar a la consigna de ser prudentes hasta la exageración. Así es que Montsou, tan alegre los días de fiesta, estaba triste y desierto desde que comenzara la huelga. Al pasar por la taberna de Casimiro y por el cafetín del Progreso, no se veían más que las pálidas caras de los dueños, interrogando el camino: los establecimientos de Montsou, desde el café Lenfant hasta el de Tison, sin exceptuar el de Piquette y el de la cabeza cortada, estaban lo mismo. Solamente en la taberna de San Eloy, frecuentada por capataces, se vendía algo: las cupletistas del Volcán, faltas de admiradores, no trabajaban porque no iba nadie a oírlas, a pesar de haber bajado el precio de la entrada de diez céntimos a cinco, en vista de lo mal que andaban los tiempos. El país entero parecía hallarse de duelo.
-¡Caramba! -exclamaba la viuda Désir, golpeándose con las manos ambas rodillas-. ¡La culpa la tienen los gendarmes! ¡Qué me lleven presa si quieren; pero necesito hacerles rabiar para vengarme!
Para ella, todas las autoridades, todos los superiores eran gendarmes; era una palabra de desprecio general, con la cual designaba a todos los enemigos del pueblo. Por lo tanto, aceptó gustosa lo que Esteban le proponía: su casa entera le pertenecía a los mineros: cedería gratuitamente el salón de baile, y puesto que la ley lo exigía, ella misma firmaría las invitaciones, aparte de que le tenía sin cuidado contrariar la ley, ya que los gendarmes, que la hacían respetar eran los causantes de todo. Al día siguiente, el joven la llevó para que las firmase unas cincuenta cartas que había hecho copiar a los vecinos que sabían escribir; y aquellas cartas fueron enviadas a los demás mineros, por conducto de hombres de entera confianza. Oficialmente, el objeto de la reunión era seguir discutiendo acerca de la huelga; pero, en realidad, se esperaba a Pluchart, contando con que pronunciaría un discurso para convencer a todos de que se alistaran en la Internacional.
El jueves por la mañana Esteban experimentó cierta inquietud, viendo que no llegaba Pluchart, el cual había prometido por telégrafo que estaría en el pueblo el miércoles por la noche. ¿Qué sucedería? Le desesperaba pensar que no podría hablar con él antes de la reunión. A las nueve se encaminó a Montsou, suponiendo que acaso el famoso maquinista habría llegado allí sin detenerse en la Voreux.
-No, no he visto a su amigo -respondió la viuda Désir-; pero todo está dispuesto; venga a verlo.
Le condujo al salón de baile. El decorado era el mismo que de costumbre: dos guirnaldas de flores contrahechas colgadas del techo, y enlazadas por una corona de flores también, y las estatuas representando santos adornaban las paredes. El tabladillo de los músicos había sido reemplazado por una mesa y tres sillas, y la sala estaba llena de filas de bancos colocados como las butacas de un teatro.
-¡Perfectamente! -exclamó Esteban.
-Ya sabe usted -replicó la viuda- que está en su casa. Hablen todo lo que quieran. Como vengan los gendarmes, para entrar tendrán que pasar por encima de mí.
El joven a pesar de su inquietud no pudo menos de sonreír al mirarla y ver a aquella mujer, en la que nunca se había fijado, tan robusta, y con un par de pechos tan monstruosos, que los brazos de un hombre apenas habrían podido abarcar uno de ellos; por lo cual se decía en el pueblo que de los seis amantes de la semana, entraban de servicio cada día dos, para repartirse el trabajo.
Pero Esteban se distrajo pronto viendo entrar a Rasseneur y a Souvarine, y cuando la viuda les dejó solos a los tres en la sala, el minero exclamó: -¡Hola! ¿Estáis ya aquí?
Souvarine, que había trabajado aquella noche en la Voreux, porque los maquinistas no estaban en huelga, acudía a la reunión por pura curiosidad.
En cuanto a Rasseneur, desde dos días antes parecía hallarse preocupado y sin ganas de broma. Su fisonomía había perdido la sonrisa que le era habitual.
-Todavía no ha venido Pluchart -le dijo el joven.
-No me extraña, porque no le espero.
-¿Cómo?
Entonces el tabernero se decidió, y mirando al otro cara a cara, le dijo con ademán resuelto:
-Pues si quieres saberlo, te diré que es porque yo también le he escrito rogándole que no viniese. Sí; opino que debemos arreglar nuestros asuntos sin acudir a personas extrañas.
Esteban, fuera de sí, temblando de cólera, mirando fijamente a su camarada, repetía tartamudeando: -¡Has hecho eso! ¡Has hecho eso!
-Sí, y he hecho perfectamente. Bien sabes que tengo confianza plena en Pluchart, porque es un hombre de empuje, al lado del cual se puede estar. Pero, la verdad, ¡me río de vuestras ideas! ¡Lo que yo deseo es que traten mejor al obrero! La política, el gobierno, y todas esas cosas, me tienen sin cuidado. He trabajado en las minas durante veinte años, y he sufrido tanto allí de miseria y de fatiga, que he jurado hacer todo lo que pueda para aliviar la suerte de esos infelices que trabajan en ellas; y ahora estoy convencido de que con esas historias y esas tonterías que hacéis, no sólo no conseguiréis nada en favor del obrero, sino que empeoraréis la situación. Cuando la necesidad le obligue a volver al trabajo, le tratarán todavía peor que antes, para vengarse de la huelga; la Compañía se ensañará contra é, y le castigarán como se castiga a un perro que se ha escapado y que luego vuelve a la casa. Eso es lo que quiero evitar. ¿Lo oyes?
Y levantaba la voz, y se acercaba a su interlocutor con aire insolente y provocativo. Su carácter de hombre prudente y razonable en el fondo, se traducía en palabras que acudían fáciles a sus labios, y casi con elocuencia. ¿Acaso no era una estupidez querer cambiar el mundo en un momento, poner al obrero en el lugar del capitalista, y repartir el dinero como quien reparte una manzana? Se necesitarían miles de años para realizar todo eso, si alguna vez había de verse realizado. ¡Se reía él de esos milagros! El partido más prudente que podía tomarse, cuando no quería uno romperse la crisma, era el de caminar con rectitud, exigir las reformas posibles, y, en una palabra, mejorar la condición de los trabajadores. Así, que él se contentaba con arrancar a la Compañía algunas concesiones, porque si se obstinaban en exigírselo todo de una vez, se morirían de hambre.
Esteban le había dejado hablar; pues era tal su indignación, que no encontraba frases con que contestarle. Cuando pudo hablar, exclamó:
-¡Maldita sea! ¿Es que tú no tienes sangre en las venas?
Hubo un momento en que estuvo a punto de abofetearle; y para no ceder a la tentación, comenzó a dar paseos por la sala, golpeando los bancos para desahogarse.
-Pero, hombre, cerrad la puerta siquiera -dijo Souvarine,- no hace falta que los demás oigan lo que decís.
Y después de cerrarla por sí mismo, se sentó tranquilamente en una de las sillas de la presidencia. Había liado un cigarrillo, y miraba a sus dos amigos con ademán tranquilo y una sonrisa burlona.
-Aunque te enfades, no adelantarás nada -replicó Rasseneur juiciosamente-. Yo creía que tenías mejor sentido, y me pareció muy prudente que recomendases la calma a nuestros amigos, y que interpusieras tu influencia para que guardasen una actitud digna; pero ahora resulta que tú mismo quieres lanzarlos a una aventura descabellada.
A cada paseo que daba Esteban por entre los bancos, se acercaba a Rasseneur, lo cogía por los hombros, lo zarandeaba, y le gritaba con la cara casi pegada a la suya:
-¿Quién te ha dicho que no quiero orden y calma, ahora lo mismo que antes? Sí, yo les he impuesto la disciplina; sí, yo sigo aconsejándoles que no se muevan; pero por eso, ¿he de permitir que se burlen de nosotros y nos atropellen? Feliz tú, que puedes tener tanta sangre fría. Yo tengo ratos en que me vuelvo loco.
Aquello era, por su parte, una confesión. Se reía de sus antiguas ilusiones de neófito, de su sueño casi religioso de una ciudad donde pronto iba a reinar la más estricta justicia, entre hombres que se tratarían como verdaderos hermanos. Aquello de cruzarse de brazos y esperar, era un
Cuarta parte: Capítulo IV
La reunión se organizó en el salón de la Alegría, de que era empresaria la viuda Désir, y se convino en celebrarla el jueves, a las dos de la tarde. La viuda, indignada ante las infamias que se hacían con sus hijos, como ella llamaba a los obreros, lo estaba mucho más desde que veía que nadie visitaba su taberna. Jamás se habían visto huelguistas con menos sed: hasta los borrachos se encerraban en sus casas por miedo de faltar a la consigna de ser prudentes hasta la exageración. Así es que Montsou, tan alegre los días de fiesta, estaba triste y desierto desde que comenzara la huelga. Al pasar por la taberna de Casimiro y por el cafetín del Progreso, no se veían más que las pálidas caras de los dueños, interrogando el camino: los establecimientos de Montsou, desde el café Lenfant hasta el de Tison, sin exceptuar el de Piquette y el de la cabeza cortada, estaban lo mismo. Solamente en la taberna de San Eloy, frecuentada por capataces, se vendía algo: las cupletistas del Volcán, faltas de admiradores, no trabajaban porque no iba nadie a oírlas, a pesar de haber bajado el precio de la entrada de diez céntimos a cinco, en vista de lo mal que andaban los tiempos. El país entero parecía hallarse de duelo.
-¡Caramba! -exclamaba la viuda Désir, golpeándose con las manos ambas rodillas-. ¡La culpa la tienen los gendarmes! ¡Qué me lleven presa si quieren; pero necesito hacerles rabiar para vengarme!
Para ella, todas las autoridades, todos los superiores eran gendarmes; era una palabra de desprecio general, con la cual designaba a todos los enemigos del pueblo. Por lo tanto, aceptó gustosa lo que Esteban le proponía: su casa entera le pertenecía a los mineros: cedería gratuitamente el salón de baile, y puesto que la ley lo exigía, ella misma firmaría las invitaciones, aparte de que le tenía sin cuidado contrariar la ley, ya que los gendarmes, que la hacían respetar eran los causantes de todo. Al día siguiente, el joven la llevó para que las firmase unas cincuenta cartas que había hecho copiar a los vecinos que sabían escribir; y aquellas cartas fueron enviadas a los demás mineros, por conducto de hombres de entera confianza. Oficialmente, el objeto de la reunión era seguir discutiendo acerca de la huelga; pero, en realidad, se esperaba a Pluchart, contando con que pronunciaría un discurso para convencer a todos de que se alistaran en la Internacional.
El jueves por la mañana Esteban experimentó cierta inquietud, viendo que no llegaba Pluchart, el cual había prometido por telégrafo que estaría en el pueblo el miércoles por la noche. ¿Qué sucedería? Le desesperaba pensar que no podría hablar con él antes de la reunión. A las nueve se encaminó a Montsou, suponiendo que acaso el famoso maquinista habría llegado allí sin detenerse en la Voreux.
-No, no he visto a su amigo -respondió la viuda Désir-; pero todo está dispuesto; venga a verlo.
Le condujo al salón de baile. El decorado era el mismo que de costumbre: dos guirnaldas de flores contrahechas colgadas del techo, y enlazadas por una corona de flores también, y las estatuas representando santos adornaban las paredes. El tabladillo de los músicos había sido reemplazado por una mesa y tres sillas, y la sala estaba llena de filas de bancos colocados como las butacas de un teatro.
-¡Perfectamente! -exclamó Esteban.
-Ya sabe usted -replicó la viuda- que está en su casa. Hablen todo lo que quieran. Como vengan los gendarmes, para entrar tendrán que pasar por encima de mí.
El joven a pesar de su inquietud no pudo menos de sonreír al mirarla y ver a aquella mujer, en la que nunca se había fijado, tan robusta, y con un par de pechos tan monstruosos, que los brazos de un hombre apenas habrían podido abarcar uno de ellos; por lo cual se decía en el pueblo que de los seis amantes de la semana, entraban de servicio cada día dos, para repartirse el trabajo.
Pero Esteban se distrajo pronto viendo entrar a Rasseneur y a Souvarine, y cuando la viuda les dejó solos a los tres en la sala, el minero exclamó: -¡Hola! ¿Estáis ya aquí?
Souvarine, que había trabajado aquella noche en la Voreux, porque los maquinistas no estaban en huelga, acudía a la reunión por pura curiosidad.
En cuanto a Rasseneur, desde dos días antes parecía hallarse preocupado y sin ganas de broma. Su fisonomía había perdido la sonrisa que le era habitual.
-Todavía no ha venido Pluchart -le dijo el joven.
-No me extraña, porque no le espero.
-¿Cómo?
Entonces el tabernero se decidió, y mirando al otro cara a cara, le dijo con ademán resuelto:
-Pues si quieres saberlo, te diré que es porque yo también le he escrito rogándole que no viniese. Sí; opino que debemos arreglar nuestros asuntos sin acudir a personas extrañas.
Esteban, fuera de sí, temblando de cólera, mirando fijamente a su camarada, repetía tartamudeando: -¡Has hecho eso! ¡Has hecho eso!
-Sí, y he hecho perfectamente. Bien sabes que tengo confianza plena en Pluchart, porque es un hombre de empuje, al lado del cual se puede estar. Pero, la verdad, ¡me río de vuestras ideas! ¡Lo que yo deseo es que traten mejor al obrero! La política, el gobierno, y todas esas cosas, me tienen sin cuidado. He trabajado en las minas durante veinte años, y he sufrido tanto allí de miseria y de fatiga, que he jurado hacer todo lo que pueda para aliviar la suerte de esos infelices que trabajan en ellas; y ahora estoy convencido de que con esas historias y esas tonterías que hacéis, no sólo no conseguiréis nada en favor del obrero, sino que empeoraréis la situación. Cuando la necesidad le obligue a volver al trabajo, le tratarán todavía peor que antes, para vengarse de la huelga; la Compañía se ensañará contra é, y le castigarán como se castiga a un perro que se ha escapado y que luego vuelve a la casa. Eso es lo que quiero evitar. ¿Lo oyes?
Y levantaba la voz, y se acercaba a su interlocutor con aire insolente y provocativo. Su carácter de hombre prudente y razonable en el fondo, se traducía en palabras que acudían fáciles a sus labios, y casi con elocuencia. ¿Acaso no era una estupidez querer cambiar el mundo en un momento, poner al obrero en el lugar del capitalista, y repartir el dinero como quien reparte una manzana? Se necesitarían miles de años para realizar todo eso, si alguna vez había de verse realizado. ¡Se reía él de esos milagros! El partido más prudente que podía tomarse, cuando no quería uno romperse la crisma, era el de caminar con rectitud, exigir las reformas posibles, y, en una palabra, mejorar la condición de los trabajadores. Así, que él se contentaba con arrancar a la Compañía algunas concesiones, porque si se obstinaban en exigírselo todo de una vez, se morirían de hambre.
Esteban le había dejado hablar; pues era tal su indignación, que no encontraba frases con que contestarle. Cuando pudo hablar, exclamó:
-¡Maldita sea! ¿Es que tú no tienes sangre en las venas?
Hubo un momento en que estuvo a punto de abofetearle; y para no ceder a la tentación, comenzó a dar paseos por la sala, golpeando los bancos para desahogarse.
-Pero, hombre, cerrad la puerta siquiera -dijo Souvarine,- no hace falta que los demás oigan lo que decís.
Y después de cerrarla por sí mismo, se sentó tranquilamente en una de las sillas de la presidencia. Había liado un cigarrillo, y miraba a sus dos amigos con ademán tranquilo y una sonrisa burlona.
-Aunque te enfades, no adelantarás nada -replicó Rasseneur juiciosamente-. Yo creía que tenías mejor sentido, y me pareció muy prudente que recomendases la calma a nuestros amigos, y que interpusieras tu influencia para que guardasen una actitud digna; pero ahora resulta que tú mismo quieres lanzarlos a una aventura descabellada.
A cada paseo que daba Esteban por entre los bancos, se acercaba a Rasseneur, lo cogía por los hombros, lo zarandeaba, y le gritaba con la cara casi pegada a la suya:
-¿Quién te ha dicho que no quiero orden y calma, ahora lo mismo que antes? Sí, yo les he impuesto la disciplina; sí, yo sigo aconsejándoles que no se muevan; pero por eso, ¿he de permitir que se burlen de nosotros y nos atropellen? Feliz tú, que puedes tener tanta sangre fría. Yo tengo ratos en que me vuelvo loco.
Aquello era, por su parte, una confesión. Se reía de sus antiguas ilusiones de neófito, de su sueño casi religioso de una ciudad donde pronto iba a reinar la más estricta justicia, entre hombres que se tratarían como verdaderos hermanos. Aquello de cruzarse de brazos y esperar, era un
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
medio como otro cualquiera de contribuir a que los hombres siguieran devorándose como lobos hasta el fin de los siglos. ¡No!, era necesario agitarse, tomar parte activa, porque, de lo contrario, la injusticia actual seguiría eternamente: los ricos vivirían siempre a costa de los pobres. No se perdonaba la tontería de haber dicho otras veces que era necesario desterrar la política de la cuestión social, porque, cuando lo decía, no sabía una palabra de lo que luego había estudiado. Ahora sus ideas se hallaban maduras, y se vanagloriaba de tener un sistema. Sin embargo, lo explicaba mal, con frases en cuya confusión había algo de todas las teorías que, consideradas primero como buenas, habían ido siendo abandonadas sucesivamente. En la cúspide de todo aquello quedaba en pie la doctrina de Carlos Marx, de que el capital era el resultado de la expoliación, y que el trabajador tenía el derecho de entrar a poseer aquella riqueza robada.
Pero las cosas se embrollaban cuando de aquellas teorías pasaba a un programa práctico. Primeramente se había enamorado del sistema Proudhon, la quimera del crédito mutuo, de una vastísima sociedad de cambio, que suprimiera los intermediarios; luego había sido partidario de las sociedades cooperativas de Lasalle, subvencionadas por el Estado, que transformarían poco a poco el mundo en una sola ciudad industrial, hasta el día en que se sintió desilusionado ante la dificultad de la intervención, y empezó a ser partidario de un colectivismo en el que todos los instrumentos de trabajo quedasen en manos de la colectividad. Su grito de combate durante la huelga, su lema, era: "La mina, para el minero". Indudablemente esto era muy vago, y Esteban continuaba sin saber cómo realizar aquel sueño, atormentado aún por los escrúpulos de su sensibilidad y de su razón, que no le permitían sostener las afirmaciones absolutas de los sectarios. Lo único que decía, era que consideraba ante todo necesario apoderarse de todo. Después, ya sabrían lo que debía hacerse.
-Pero, ¿qué demonio te sucede? ¿Por qué te pasas a los burgueses -continuó diciendo con violencia, encarándose con el tabernero- ¿No decías tú mismo que esto tenía que reventar?
Rasseneur se puso un poco colorado.
-Sí, lo he dicho. Y si revienta, verás que no soy un cobarde, ni me he de quedar atrás. Pero lo que yo no quiero es ser de esos que se sacrifican a los demás por crearse una posición.
Esteban, a su vez, pareció un poco turbado.
Ninguno de los dos gritó más; pero ambos se sintieron mordidos por la envidia y por la sorda rivalidad que entre ellos reinaba hacía tiempo. En el fondo, ésa era la causa de sus desavenencias, la razón de que uno se lanzase a las exageraciones revolucionarias, mientras el otro se las echaba de excesivamente comedido, obligados ambos a ello, a su pesar, por el fatalismo de las circunstancias. Y Souvarine, que los escuchaba con discreta curiosidad, dejó ver en su afeminado semblante cierta expresión de silencioso desprecio, ese desprecio del hombre dispuesto a sacrificar su vida en la oscuridad, sin tener siquiera la aureola del martirio.
-¿Eso lo dices por mí? -preguntó Esteban-. ¿Tienes envidia?
-¿Envidia de qué? -respondió Rasseneur-. Yo no me las doy de gran hombre, ni trato de fundar una sección de la Internacional en Montsou para hacerme secretario de ella.
El otro quiso interrumpirle; pero el tabernero añadió, sin detenerse: -¡Sé franco alguna vez! A ti te tiene sin cuidado la Internacional; lo que tú quieres es ser nuestro jefe, y dártelas de señor, estableciendo correspondencia con el famoso Consejo federal del Norte.
Hubo un momento de silencio, después de lo cual Esteban, muy pálido, contestó:
-¡Está bien! ¡Y yo que creía no tener nada que reprocharme! Todo lo he consultado siempre contigo, porque sabía que has luchado aquí mucho tiempo antes que yo. Pero ya que no puedes soportar que nadie esté a tu lado, en lo sucesivo obraré por mí mismo y sin tu ayuda. Por de pronto, te advierto que la reunión se hará aunque Pluchart no venga, y que los amigos se adherirán a la Internacional, a pesar tuyo.
-¡Oh! Eso de adherirse está todavía por ver. Será preciso convencerles de pagar la cuota.
-De ningún modo. La Internacional concede largos plazos a los obreros en huelga. Pagaremos cuando podamos, y en cambio ella nos socorrerá.
Rasseneur no pudo contenerse al oír aquello.
-¡Pues bien; lo veremos! Vendré a la reunión, y hablaré. No te dejaré catequizar a los amigos, y les explicaré cuales son sus verdaderos intereses. Veremos a quien siguen: si a mí, a quien conocen hace treinta años, o a ti, que has venido a revolucionar todo esto en unos cuantos meses. Bueno, bueno: guerra sin cuartel. Veremos quien vence a quien.
Y salió del salón cerrando la puerta con estrépito. Las guirnaldas de flores contrahechas se balancearon, y los cuadros con estampas de santos golpearon las paredes. Luego el salón volvió a quedar silencioso y tranquilo.
Souvarine seguía fumando, sin alterarse, al otro lado de la mesa. Esteban, después de dar unos cuantos paseos por entre los bancos, empezó a hablar, como si su amigo no estuviera allí. ¿Era suya la culpa si se separaba de aquel hipócrita para aliarse a él? Y negaba que hubiera buscado la popularidad, diciendo que no sabía ni cómo había sido aquello; la buena amistad de los del barrio, la confianza que inspiraba a los amigos, eran indudablemente las causas de la influencia que ejercía sobre ellos. Le indignaba que le acusaran de arrastrar a todos a un precipicio por ambición personal, y se golpeaba fuertemente el pecho para protestar de su fraternidad y de su desinterés.
De pronto se detuvo delante de Souvarine, y exclamó: -Mira, si supiese que por mí iba a correr una gota de sangre de un compañero nuestro, ahora mismo emigraba a América.
El ruso se encogió de hombros, y de nuevo una sonrisa singular contrajo sus labios. -¡Oh! ¡La sangre! ¿Qué importa que corra? ¡Buena falta le hace a la tierra!
Esteban se calmó; y, cogiendo una silla, fue a sentarse enfrente de él al otro lado de la mesa. Aquella cara afeminada, cuyos ojos melancólicos adquirían a veces una expresión de ferocidad salvaje, ejercía sobre él cierta influencia misteriosa que no sabía explicarse. Poco a poco, y a pesar de que su amigo no hablaba, quizás por eso mismo se iba quedando absorto.
-Vamos a ver -preguntó-: ¿qué harías tú en mi caso? ¿No tengo razón en querer salir de esta inactividad? ¿No es verdad que lo mejor es entrar en esa Asociación?
Souvarine, después de lanzar una bocanada de humo de su cigarrillo respondió con su frase favorita:
-Sí; una tontería. Pero, en fin, siempre es algo. Por algo se ha de empezar. Además, la Internacional marchará por el buen camino. Ya se está ocupando de ello.
-¿Quién?
-¡Él!
El ruso pronunció estas palabras a media voz, con cierto aire de fervor religioso, y dirigiendo una mirada a Oriente. Hablaba del maestro, de Bakunin, el exterminador.
-Sólo él puede dar el golpe -añadió- pues todos esos sabios que tú admiras son un atajo de cobardes. Antes de tres años, la Internacional estará obedeciendo sus órdenes, habrá destruido la sociedad vieja.
Esteban prestaba gran atención. Ardía en deseos de instruirse, de comprender ese culto de la destrucción, sobre el cual el ruso no pronunciaba nunca más que palabras vagas, como si quisiera conservar secretos sus misterios.
-Bien. Pero explícame al menos qué quieres hacer.
-Destruirlo todo. Que no haya más naciones, ni gobiernos, ni propiedades, ni Dios, ni culto.
-Comprendo; pero ¿qué se conseguirá con eso?
-La sociedad primitiva y sin forma; un mundo nuevo; otra vez el principio de todo.
-¿Y los medios de acción? ¿Con cuáles contáis?
-Con el fuego, con el veneno, con el puñal. El bandido es el verdadero héroe, el vengador del pueblo, el verdadero revolucionario en acción, sin frases aprendidas en los libros. Es necesario que una serie de atentados horrendos espante a los poderosos y despierte al pueblo.
Y a medida que hablaba Souvarine, iba adquiriendo una expresión terrible, feroz. El éxtasis en que se hallaba le hacía levantarse de su asiento; de sus ojos azules salía una llamarada mística, y con sus delicados dedos, contraídos, agarrados al filo de la mesa, parecía querer hacerla pedazos. Esteban, asustado, le miraba, pensando en las historias cuya vaga confidencia le había hecho el ruso; en las minas cargadas de dinamita debajo del palacio del Zar; en los jefes de la policía muertos a puñaladas; en una querida de Souvarine, la única mujer a quien había amado, ahorcada en Moscú una mañana de mayo, mientras él, confundido entre la multitud, la besaba por última vez con los ojos.
-No, no -murmuraba Esteban, haciendo un gesto como para rechazar aquellas visiones abominables-: nosotros no estamos todavía en ese caso. ¡El asesinato, el incendio! ¡Jamás! Eso es monstruoso, eso es injusto; todos los camaradas se levantarían como un solo hombre para ahogar al culpable.
Y seguía no comprendiendo ni palabra de aquello, porque su razón rechazaba la terrible pesadilla de aquel exterminio general. ¿Qué haya después? ¿De dónde surgirían los pueblos nuevos? Ante todo exigía una respuesta a esas preguntas.
-Explícame tu programa. Nosotros, sobre todo, queremos saber adónde vamos.
Entonces Souvarine, que se había puesto a fumar otra vez, contestó con su tranquilidad acostumbrada:
-Todo razonamiento sobre el porvenir es un crimen, porque impide la destrucción y detiene o se opone a la marcha de la revolución.
Esto hizo reír a Esteban, a pesar del estremecimiento nervioso que le produjo aquella respuesta dada con una perfecta calma. Por lo demás, confesó que no dejaba de haber mucho bueno en todo aquello, y que poco a poco se iría lejos. Pero no podía hablar de semejantes cosas a sus amigos, porque sería dar la razón a Rasseneur, y lo que necesitaba en aquellos momentos era ser práctico.
La viuda Désir les propuso que almorzasen. Ambos aceptaron, y pasaron a la sala de la taberna, separada del salón de baile por un tabique de madera que podía quitarse y ponerse fácilmente. Cuando acabaron de almorzar, era la una. La inquietud y la ansiedad de Esteban iban en aumento; decididamente Pluchart faltaba a su palabra. A eso de la una y media empezaron a llegar los delegados, y tuvo que salir a recibirlos, para evitar que la Compañía enviase espías. Examinaba atentamente todas las papeletas de invitación, y miraba a cada uno de los hombres que entraban; muchos penetraron sin papeleta; bastaba que él los conociese, para que les abriera la puerta. Al dar las dos, vio llegar a Rasseneur, que se quedó fumando su pipa junto al mostrador, charlando, como si no tuviese prisa. Aquella calma irónica acabó de exasperarle, tanto más cuanto que habían acudido algunos burlones por entretenerse, tales como Zacarías, Mouque hijo, y otros; a todos estos les tenía sin cuidado la huelga; satisfechos con
Pero las cosas se embrollaban cuando de aquellas teorías pasaba a un programa práctico. Primeramente se había enamorado del sistema Proudhon, la quimera del crédito mutuo, de una vastísima sociedad de cambio, que suprimiera los intermediarios; luego había sido partidario de las sociedades cooperativas de Lasalle, subvencionadas por el Estado, que transformarían poco a poco el mundo en una sola ciudad industrial, hasta el día en que se sintió desilusionado ante la dificultad de la intervención, y empezó a ser partidario de un colectivismo en el que todos los instrumentos de trabajo quedasen en manos de la colectividad. Su grito de combate durante la huelga, su lema, era: "La mina, para el minero". Indudablemente esto era muy vago, y Esteban continuaba sin saber cómo realizar aquel sueño, atormentado aún por los escrúpulos de su sensibilidad y de su razón, que no le permitían sostener las afirmaciones absolutas de los sectarios. Lo único que decía, era que consideraba ante todo necesario apoderarse de todo. Después, ya sabrían lo que debía hacerse.
-Pero, ¿qué demonio te sucede? ¿Por qué te pasas a los burgueses -continuó diciendo con violencia, encarándose con el tabernero- ¿No decías tú mismo que esto tenía que reventar?
Rasseneur se puso un poco colorado.
-Sí, lo he dicho. Y si revienta, verás que no soy un cobarde, ni me he de quedar atrás. Pero lo que yo no quiero es ser de esos que se sacrifican a los demás por crearse una posición.
Esteban, a su vez, pareció un poco turbado.
Ninguno de los dos gritó más; pero ambos se sintieron mordidos por la envidia y por la sorda rivalidad que entre ellos reinaba hacía tiempo. En el fondo, ésa era la causa de sus desavenencias, la razón de que uno se lanzase a las exageraciones revolucionarias, mientras el otro se las echaba de excesivamente comedido, obligados ambos a ello, a su pesar, por el fatalismo de las circunstancias. Y Souvarine, que los escuchaba con discreta curiosidad, dejó ver en su afeminado semblante cierta expresión de silencioso desprecio, ese desprecio del hombre dispuesto a sacrificar su vida en la oscuridad, sin tener siquiera la aureola del martirio.
-¿Eso lo dices por mí? -preguntó Esteban-. ¿Tienes envidia?
-¿Envidia de qué? -respondió Rasseneur-. Yo no me las doy de gran hombre, ni trato de fundar una sección de la Internacional en Montsou para hacerme secretario de ella.
El otro quiso interrumpirle; pero el tabernero añadió, sin detenerse: -¡Sé franco alguna vez! A ti te tiene sin cuidado la Internacional; lo que tú quieres es ser nuestro jefe, y dártelas de señor, estableciendo correspondencia con el famoso Consejo federal del Norte.
Hubo un momento de silencio, después de lo cual Esteban, muy pálido, contestó:
-¡Está bien! ¡Y yo que creía no tener nada que reprocharme! Todo lo he consultado siempre contigo, porque sabía que has luchado aquí mucho tiempo antes que yo. Pero ya que no puedes soportar que nadie esté a tu lado, en lo sucesivo obraré por mí mismo y sin tu ayuda. Por de pronto, te advierto que la reunión se hará aunque Pluchart no venga, y que los amigos se adherirán a la Internacional, a pesar tuyo.
-¡Oh! Eso de adherirse está todavía por ver. Será preciso convencerles de pagar la cuota.
-De ningún modo. La Internacional concede largos plazos a los obreros en huelga. Pagaremos cuando podamos, y en cambio ella nos socorrerá.
Rasseneur no pudo contenerse al oír aquello.
-¡Pues bien; lo veremos! Vendré a la reunión, y hablaré. No te dejaré catequizar a los amigos, y les explicaré cuales son sus verdaderos intereses. Veremos a quien siguen: si a mí, a quien conocen hace treinta años, o a ti, que has venido a revolucionar todo esto en unos cuantos meses. Bueno, bueno: guerra sin cuartel. Veremos quien vence a quien.
Y salió del salón cerrando la puerta con estrépito. Las guirnaldas de flores contrahechas se balancearon, y los cuadros con estampas de santos golpearon las paredes. Luego el salón volvió a quedar silencioso y tranquilo.
Souvarine seguía fumando, sin alterarse, al otro lado de la mesa. Esteban, después de dar unos cuantos paseos por entre los bancos, empezó a hablar, como si su amigo no estuviera allí. ¿Era suya la culpa si se separaba de aquel hipócrita para aliarse a él? Y negaba que hubiera buscado la popularidad, diciendo que no sabía ni cómo había sido aquello; la buena amistad de los del barrio, la confianza que inspiraba a los amigos, eran indudablemente las causas de la influencia que ejercía sobre ellos. Le indignaba que le acusaran de arrastrar a todos a un precipicio por ambición personal, y se golpeaba fuertemente el pecho para protestar de su fraternidad y de su desinterés.
De pronto se detuvo delante de Souvarine, y exclamó: -Mira, si supiese que por mí iba a correr una gota de sangre de un compañero nuestro, ahora mismo emigraba a América.
El ruso se encogió de hombros, y de nuevo una sonrisa singular contrajo sus labios. -¡Oh! ¡La sangre! ¿Qué importa que corra? ¡Buena falta le hace a la tierra!
Esteban se calmó; y, cogiendo una silla, fue a sentarse enfrente de él al otro lado de la mesa. Aquella cara afeminada, cuyos ojos melancólicos adquirían a veces una expresión de ferocidad salvaje, ejercía sobre él cierta influencia misteriosa que no sabía explicarse. Poco a poco, y a pesar de que su amigo no hablaba, quizás por eso mismo se iba quedando absorto.
-Vamos a ver -preguntó-: ¿qué harías tú en mi caso? ¿No tengo razón en querer salir de esta inactividad? ¿No es verdad que lo mejor es entrar en esa Asociación?
Souvarine, después de lanzar una bocanada de humo de su cigarrillo respondió con su frase favorita:
-Sí; una tontería. Pero, en fin, siempre es algo. Por algo se ha de empezar. Además, la Internacional marchará por el buen camino. Ya se está ocupando de ello.
-¿Quién?
-¡Él!
El ruso pronunció estas palabras a media voz, con cierto aire de fervor religioso, y dirigiendo una mirada a Oriente. Hablaba del maestro, de Bakunin, el exterminador.
-Sólo él puede dar el golpe -añadió- pues todos esos sabios que tú admiras son un atajo de cobardes. Antes de tres años, la Internacional estará obedeciendo sus órdenes, habrá destruido la sociedad vieja.
Esteban prestaba gran atención. Ardía en deseos de instruirse, de comprender ese culto de la destrucción, sobre el cual el ruso no pronunciaba nunca más que palabras vagas, como si quisiera conservar secretos sus misterios.
-Bien. Pero explícame al menos qué quieres hacer.
-Destruirlo todo. Que no haya más naciones, ni gobiernos, ni propiedades, ni Dios, ni culto.
-Comprendo; pero ¿qué se conseguirá con eso?
-La sociedad primitiva y sin forma; un mundo nuevo; otra vez el principio de todo.
-¿Y los medios de acción? ¿Con cuáles contáis?
-Con el fuego, con el veneno, con el puñal. El bandido es el verdadero héroe, el vengador del pueblo, el verdadero revolucionario en acción, sin frases aprendidas en los libros. Es necesario que una serie de atentados horrendos espante a los poderosos y despierte al pueblo.
Y a medida que hablaba Souvarine, iba adquiriendo una expresión terrible, feroz. El éxtasis en que se hallaba le hacía levantarse de su asiento; de sus ojos azules salía una llamarada mística, y con sus delicados dedos, contraídos, agarrados al filo de la mesa, parecía querer hacerla pedazos. Esteban, asustado, le miraba, pensando en las historias cuya vaga confidencia le había hecho el ruso; en las minas cargadas de dinamita debajo del palacio del Zar; en los jefes de la policía muertos a puñaladas; en una querida de Souvarine, la única mujer a quien había amado, ahorcada en Moscú una mañana de mayo, mientras él, confundido entre la multitud, la besaba por última vez con los ojos.
-No, no -murmuraba Esteban, haciendo un gesto como para rechazar aquellas visiones abominables-: nosotros no estamos todavía en ese caso. ¡El asesinato, el incendio! ¡Jamás! Eso es monstruoso, eso es injusto; todos los camaradas se levantarían como un solo hombre para ahogar al culpable.
Y seguía no comprendiendo ni palabra de aquello, porque su razón rechazaba la terrible pesadilla de aquel exterminio general. ¿Qué haya después? ¿De dónde surgirían los pueblos nuevos? Ante todo exigía una respuesta a esas preguntas.
-Explícame tu programa. Nosotros, sobre todo, queremos saber adónde vamos.
Entonces Souvarine, que se había puesto a fumar otra vez, contestó con su tranquilidad acostumbrada:
-Todo razonamiento sobre el porvenir es un crimen, porque impide la destrucción y detiene o se opone a la marcha de la revolución.
Esto hizo reír a Esteban, a pesar del estremecimiento nervioso que le produjo aquella respuesta dada con una perfecta calma. Por lo demás, confesó que no dejaba de haber mucho bueno en todo aquello, y que poco a poco se iría lejos. Pero no podía hablar de semejantes cosas a sus amigos, porque sería dar la razón a Rasseneur, y lo que necesitaba en aquellos momentos era ser práctico.
La viuda Désir les propuso que almorzasen. Ambos aceptaron, y pasaron a la sala de la taberna, separada del salón de baile por un tabique de madera que podía quitarse y ponerse fácilmente. Cuando acabaron de almorzar, era la una. La inquietud y la ansiedad de Esteban iban en aumento; decididamente Pluchart faltaba a su palabra. A eso de la una y media empezaron a llegar los delegados, y tuvo que salir a recibirlos, para evitar que la Compañía enviase espías. Examinaba atentamente todas las papeletas de invitación, y miraba a cada uno de los hombres que entraban; muchos penetraron sin papeleta; bastaba que él los conociese, para que les abriera la puerta. Al dar las dos, vio llegar a Rasseneur, que se quedó fumando su pipa junto al mostrador, charlando, como si no tuviese prisa. Aquella calma irónica acabó de exasperarle, tanto más cuanto que habían acudido algunos burlones por entretenerse, tales como Zacarías, Mouque hijo, y otros; a todos estos les tenía sin cuidado la huelga; satisfechos con
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
no trabajar y sentados en una mesa, se gastaban en cerveza los últimos cuartos que les quedaban, burlándose de los compañeros que, de buena fe, acudían a la reunión.
Transcurrió otro cuarto de hora. Souvarine, que había estado fuera un momento, entró diciendo que la gente se impacientaba. Entonces Esteban, desesperado, hizo un gesto resuelto, y ya iba a salir detrás del maquinista, cuando la viuda Désir, que estaba asomada a la puerta de la calle, exclamó de pronto:
-¡Ya está aquí ese señor que esperabais!
Todos se precipitaron a la calle. Era Pluchart, en efecto.
Llegaba en un coche arrastrado por un caballo. De un salto echó pie a tierra, luciendo su levita, tan mal llevada, que le daba todo el aspecto de un obrero con traje prestado.
Hacía cinco años que no trabajaba en su oficio y que no pensaba más que en cuidarse, en peinarse sobre todo, y en darse tono con sus triunfos oratorias; pero su aspecto era muy ordinario y, a pesar de sus esfuerzos, las uñas de sus manos, comidas por el hierro, no crecían como él hubiera deseado. Era muy activo y recorría las provincias sin descanso, haciendo la propaganda de sus ideas.
-¡Ah, no me guardéis rencor! -dijo, para evitar que le hicieran preguntas-. Ayer por la mañana di una conferencia en Prouilly, y por la tarde tuve una junta en Valencay. Hoy, entrevista con Sauvagnat en Marchiennes. Al fin he podido tomar un carruaje. Estoy extenuado; ya veis cómo tengo la voz, una ronquera espantosa. Pero en fin, eso no importa, y, de todos modos hablaré.
Ya iba a entrar en la Alegría, cuando se detuvo.
-¡Caramba! ¡Se me olvidaban los títulos de socio! -dijo.- ¡Estaríamos listos!
Volvió al carruaje, y sacó de él una caja de madera negra, que se llevó debajo del brazo.
Esteban, contento, caminaba junto a él, mientras Rasseneur, consternado, no se atrevía ni a darle la mano. El otro se la estrechó con efusión, y apenas si aludió ligeramente a su carta. ¡Vaya una idea que había tenido! ¿Por qué no celebrar aquella reunión? Los obreros debían reunirse siempre que pudieran. La viuda Désir le invitó a que tomase algo; pero él, agradeciéndolo, se negó a aceptar nada. ¡Era inútil! No necesitaba beber para pronunciar discursos. Lo único que decía, era que tenía mucha prisa, porque aquella noche pensaba llegar a Joiselle para celebrar una conferencia con Legoujeux. Todos entraron juntos en la sala de baile. Maheu y Levaque, que llegaron un poco tarde, se apresuraron a reunirse a los demás, y la puerta quedó cerrada con llave para no ser interrumpidos, lo cual hizo que los más bromistas rieran de la precaución. Zacarías y Mouque hijo, sobre todo, tuvieron jocosas ocurrencias.
En el salón cerrado, donde aún se percibían las emanaciones del último baile, un centenar de obreros esperaban sentados en las filas de bancos. Empezaron a cuchichear y volver la cabeza, mientras los recién llegados tomaban posesión de la mesa presidencial. Todos miraban a aquel señor de Lille cuya levita había causado gran sorpresa y cierto malestar.
Pero enseguida, y a propuesta de Esteban, se constituyó la mesa. Él iba pronunciando nombres propios, y los demás levantaban la mano en señal de aprobación.
Pluchart fue nombrado presidente; luego designaron como asesores a Maheu y a Esteban. Hubo el consiguiente ruido de sillas mientras los de la presidencia se instalaron en su puesto, y todos miraban al presidente, que había desaparecido un momento detrás de la mesa para colocar en el suelo la caja que llevaba debajo del brazo, y que no abandonaba desde su entrada en el salón.
Cuando se hubo sentado en su sitio, pegó un puñetazo en la mes para reclamar la atención, y enseguida comenzó a decir con voz sonora:
-Ciudadanos.
Se abrió una puertecilla que había detrás de la mesa, y tuvo que interrumpirse. Era la viuda Désir que acababa de dar la vuelta por la cocina y que entraba con seis vasos de cerveza puestos en una bandeja
-No os molestéis -dijo-. Cuando se habla se tiene sed.
Souvarine, sentado cerca de la presidencia, tomó la bandeja de manos de la tabernera, y la colocó en una esquina de la mesa. Pluchart pudo continuar; pero su discurso fue solamente para dar gracias por la buena acogida que le habían dispensado los mineros de Montsou, acogida que le conmovía, y para presentarles sus excusas por el retraso, hablando de su cansancio y de que tenía la garganta mala. Luego concedió la palabra al ciudadano Rasseneur, que la tenía pedida. Éste se había colocado junto a la mesa. Una silla, cogida por el respaldo para apoyarse en él, le servía de tribuna. Estaba muy nervioso y tuvo que toser varias veces para poder decir con voz enérgica:
-Camaradas.
Una de las razones de su influencia sobre la gente de las minas era su facilidad de palabra, merced a la cual podía estarles hablando horas enteras sin cansarse. No gesticulaba, y hablaba incesantemente con una eterna sonrisa, con la misma inflexión de voz, hasta que su auditorio, animado, por decirlo así, le gritaba: "Sí, sí, es verdad; tienes razón". Pero aquel día, desde las primeras palabras comprendió que había en el público gran hostilidad. Así, que procedió con la mayor prudencia. No discutió más que la continuación de la huelga, con la esperanza de ser aplaudido antes de entrar a hablar de la Internacional.
Indudablemente la dignidad y la honra se oponían a ceder a las exigencias de la Compañía; pero ¡cuántas miserias! ¡Qué porvenir tan terrible les esperaba si era necesario obstinarse todavía mucho tiempo! Y sin declararse explícitamente partidario de la sumisión, hacía esfuerzos para entibiar los entusiasmos, describía las cosas de los obreros pereciendo de hambre, y preguntaba con qué medios contaban los partidarios de la resistencia. Tres o cuatro amigos suyos trataron de aplaudirle lo cual acentuó la silenciosa frialdad con que le oían casi todos, la desaprobación, casi la cólera producida por algunas de sus afirmaciones. Entonces, desesperando de ganar el terreno perdido en la opinión, vaticinó a los obreros consecuencias terribles, grandes desgracias, si no dejaban dominar sus imprudentes provocaciones llegadas de tierra extranjera. Todos se habían puesto de pie, gritaban, le amenazaban, y se oponían a que siguiese hablando, puesto que los insultaba, tratándolos como si fueran niños incapaces de saber lo que les convenía. Y él, bebiendo trago tras trago de cerveza, seguía hablando, a pesar del tumulto, y gritaba con todas sus fuerzas que no había nacido todavía quien le obligase a faltar a su deber.
Pluchart se había puesto de pie también, y como no había campanilla pegaba puñetazos en la mesa, y repetía con voz ronca:
-¡Ciudadanos! ¡Ciudadanos!
Al fin consiguió que reinase un poco de calma, y la asamblea, consultada al efecto, retiró la palabra a Rasseneur. Los delegados que habían representado a las minas en la entrevista con el director, animaban a los otros, dominados todos por el hambre e influidos por las ideas nuevas, que sin embargo no acertaban a comprender bien. Era un voto prejuzgado.
-¡A ti te importa poco, porque comes! -rugió Levaque, enseñando el puño a Rasseneur.
Esteban se había inclinado por detrás del presidente, acercándose a Maheu para tratar de calmarlo, porque estaba también furioso con aquel discurso; mientras Souvarine, sin decir palabra, inmóvil, contemplaba aquella escena, luciendo en sus miradas cierta expresión despectiva para todos.
-Ciudadanos -dijo Pluchart- permitidme que tome la palabra.
Reinó el silencio más profundo y habló. Su voz salía de la garganta ronca y penosamente; pero él estaba acostumbrado a eso; porque hacía años que estaba paseando su laringitis con su programa propagandista. Poco a poco iba hinchando la voz, que arrancaba efectos patéticos. Con los brazos abiertos hablaba, acompañándose de cierto movimiento de hombros, y uno de los rasgos característicos de su extraña elocuencia era la manera enfática de terminar los períodos, cuya monotonía acababa por convencer.
Su discurso versó sobre la grandeza y los beneficios de la Internacional, que los ejercía principalmente en las localidades recién conquistadas por ella. Explicó el objeto que perseguía la Asociación, y que no era otro que la emancipación de los trabajadores; mostró la grandiosa estructura de aquella Asociación; abajo, el municipio, más arriba la provincia, después la nación, y allá, en la cúspide, la humanidad. Sus brazos se agitaban lenta y acompasadamente, como si fuera colocando uno encima de otro los cuerpos de edificios de la catedral inmensa del mundo futuro. Luego habló de la administración interior; leyó sus estatutos, habló de los congresos, indicó los grandes adelantos que estaba realizando, el agrandarse del programa, que, habiéndose limitado a discutir los jornales, trataba ahora nada menos que de la liquidación social, para concluir con el sistema de pagar jornales. Ya no habría más nacionalidades; los obreros del mundo entero, unidos en la común necesidad de justicia, barrerían la podredumbre burguesa, y fundarían al fin la sociedad libre, en la cual el que no trabajase no comería.
Un movimiento de entusiasmo agitó todas las cabezas. Algunos gritaron: -Eso es, eso es lo que queremos.
Pluchart, cuya voz ahogaban los aplausos frenéticos, seguía hablando. Se trataba de la conquista del mundo en menos de tres años. Y hablaba ya de los pueblos conquistados. De todas partes llovían adhesiones. Jamás religión alguna había tenido tantos fieles en tan poco tiempo. Después, cuando fuesen los amos, dictarían leyes al capital, y a su vez los obreros lograrían tener la sartén cogida del mango y a sus explotadores rendidos a sus pies.
-¡Sí, sí! ¡Así queremos!
Con el ademán reclamaba el silencio, porque iba a tocar la cuestión de las huelgas. En principio, las desaprobaba; eran medios demasiado lentos, que agravaban la mala situación de los obreros. Pero, y mientras no pudiera hacerse nada mejor, cuando eran inevitables, había que hacerlas, porque tenían la ventaja de atacar el capital también, y la de perjudicarle. Y en ese caso, presentaba a la Internacional como una providencia para los huelguistas, y citaba ejemplos: en París, cuando la huelga de los broncistas, el capital había cedido enseguida a todo lo que pedían, asustados al saber que la Internacional estaba dispuesta a enviarles ayudas; en Londres, la Asociación había salvado a los trabajadores de una mina, pagando los gastos de viaje, para volver a su patria, a unos belgas llamados por el propietario. Bastaba con adherirse, para hacer temblar a las Compañías, porque los obreros entraban en el gran ejército de los trabajadores, decididos a morir los unos por los otros, antes que continuar siendo esclavos de la sociedad capitalista.
Grandes aplausos interrumpieron al orador, el cual se enjugaba la frente con el pañuelo, negándose a beber un vaso de cerveza, que le ofrecían con insistencia. Cuando quiso seguir hablando, nuevos aplausos le interrumpieron.
-¡Ya está! -dijo rápidamente Esteban-. Ya tienen bastante. ¡Pronto! ¡Vengan los nombramientos! Se había agachado detrás de la mesa, y se levantó con la caja de madera en la mano.
-Ciudadanos -añadió, dominando el ruido de voces y aplausos-, aquí están los nombramientos de individuos de la Internacional. Que vuestros delegados se acerquen, y se les entregarán, para que ellos los distribuyan. Luego arreglaremos todo lo demás.
Rasseneur quiso protestar otra vez. Por su parte Esteban se agitaba, empeñado en pronunciar un discurso él también. Siguió una confusión terrible. Levaque daba puñetazos en el aire como si estuviera batiéndose con alguien. Maheu, en fin, hablaba sin que nadie pudiese oír lo que decía. Y Souvarine, exaltado, daba puñetazos también sobre la mesa, para ayudar
Transcurrió otro cuarto de hora. Souvarine, que había estado fuera un momento, entró diciendo que la gente se impacientaba. Entonces Esteban, desesperado, hizo un gesto resuelto, y ya iba a salir detrás del maquinista, cuando la viuda Désir, que estaba asomada a la puerta de la calle, exclamó de pronto:
-¡Ya está aquí ese señor que esperabais!
Todos se precipitaron a la calle. Era Pluchart, en efecto.
Llegaba en un coche arrastrado por un caballo. De un salto echó pie a tierra, luciendo su levita, tan mal llevada, que le daba todo el aspecto de un obrero con traje prestado.
Hacía cinco años que no trabajaba en su oficio y que no pensaba más que en cuidarse, en peinarse sobre todo, y en darse tono con sus triunfos oratorias; pero su aspecto era muy ordinario y, a pesar de sus esfuerzos, las uñas de sus manos, comidas por el hierro, no crecían como él hubiera deseado. Era muy activo y recorría las provincias sin descanso, haciendo la propaganda de sus ideas.
-¡Ah, no me guardéis rencor! -dijo, para evitar que le hicieran preguntas-. Ayer por la mañana di una conferencia en Prouilly, y por la tarde tuve una junta en Valencay. Hoy, entrevista con Sauvagnat en Marchiennes. Al fin he podido tomar un carruaje. Estoy extenuado; ya veis cómo tengo la voz, una ronquera espantosa. Pero en fin, eso no importa, y, de todos modos hablaré.
Ya iba a entrar en la Alegría, cuando se detuvo.
-¡Caramba! ¡Se me olvidaban los títulos de socio! -dijo.- ¡Estaríamos listos!
Volvió al carruaje, y sacó de él una caja de madera negra, que se llevó debajo del brazo.
Esteban, contento, caminaba junto a él, mientras Rasseneur, consternado, no se atrevía ni a darle la mano. El otro se la estrechó con efusión, y apenas si aludió ligeramente a su carta. ¡Vaya una idea que había tenido! ¿Por qué no celebrar aquella reunión? Los obreros debían reunirse siempre que pudieran. La viuda Désir le invitó a que tomase algo; pero él, agradeciéndolo, se negó a aceptar nada. ¡Era inútil! No necesitaba beber para pronunciar discursos. Lo único que decía, era que tenía mucha prisa, porque aquella noche pensaba llegar a Joiselle para celebrar una conferencia con Legoujeux. Todos entraron juntos en la sala de baile. Maheu y Levaque, que llegaron un poco tarde, se apresuraron a reunirse a los demás, y la puerta quedó cerrada con llave para no ser interrumpidos, lo cual hizo que los más bromistas rieran de la precaución. Zacarías y Mouque hijo, sobre todo, tuvieron jocosas ocurrencias.
En el salón cerrado, donde aún se percibían las emanaciones del último baile, un centenar de obreros esperaban sentados en las filas de bancos. Empezaron a cuchichear y volver la cabeza, mientras los recién llegados tomaban posesión de la mesa presidencial. Todos miraban a aquel señor de Lille cuya levita había causado gran sorpresa y cierto malestar.
Pero enseguida, y a propuesta de Esteban, se constituyó la mesa. Él iba pronunciando nombres propios, y los demás levantaban la mano en señal de aprobación.
Pluchart fue nombrado presidente; luego designaron como asesores a Maheu y a Esteban. Hubo el consiguiente ruido de sillas mientras los de la presidencia se instalaron en su puesto, y todos miraban al presidente, que había desaparecido un momento detrás de la mesa para colocar en el suelo la caja que llevaba debajo del brazo, y que no abandonaba desde su entrada en el salón.
Cuando se hubo sentado en su sitio, pegó un puñetazo en la mes para reclamar la atención, y enseguida comenzó a decir con voz sonora:
-Ciudadanos.
Se abrió una puertecilla que había detrás de la mesa, y tuvo que interrumpirse. Era la viuda Désir que acababa de dar la vuelta por la cocina y que entraba con seis vasos de cerveza puestos en una bandeja
-No os molestéis -dijo-. Cuando se habla se tiene sed.
Souvarine, sentado cerca de la presidencia, tomó la bandeja de manos de la tabernera, y la colocó en una esquina de la mesa. Pluchart pudo continuar; pero su discurso fue solamente para dar gracias por la buena acogida que le habían dispensado los mineros de Montsou, acogida que le conmovía, y para presentarles sus excusas por el retraso, hablando de su cansancio y de que tenía la garganta mala. Luego concedió la palabra al ciudadano Rasseneur, que la tenía pedida. Éste se había colocado junto a la mesa. Una silla, cogida por el respaldo para apoyarse en él, le servía de tribuna. Estaba muy nervioso y tuvo que toser varias veces para poder decir con voz enérgica:
-Camaradas.
Una de las razones de su influencia sobre la gente de las minas era su facilidad de palabra, merced a la cual podía estarles hablando horas enteras sin cansarse. No gesticulaba, y hablaba incesantemente con una eterna sonrisa, con la misma inflexión de voz, hasta que su auditorio, animado, por decirlo así, le gritaba: "Sí, sí, es verdad; tienes razón". Pero aquel día, desde las primeras palabras comprendió que había en el público gran hostilidad. Así, que procedió con la mayor prudencia. No discutió más que la continuación de la huelga, con la esperanza de ser aplaudido antes de entrar a hablar de la Internacional.
Indudablemente la dignidad y la honra se oponían a ceder a las exigencias de la Compañía; pero ¡cuántas miserias! ¡Qué porvenir tan terrible les esperaba si era necesario obstinarse todavía mucho tiempo! Y sin declararse explícitamente partidario de la sumisión, hacía esfuerzos para entibiar los entusiasmos, describía las cosas de los obreros pereciendo de hambre, y preguntaba con qué medios contaban los partidarios de la resistencia. Tres o cuatro amigos suyos trataron de aplaudirle lo cual acentuó la silenciosa frialdad con que le oían casi todos, la desaprobación, casi la cólera producida por algunas de sus afirmaciones. Entonces, desesperando de ganar el terreno perdido en la opinión, vaticinó a los obreros consecuencias terribles, grandes desgracias, si no dejaban dominar sus imprudentes provocaciones llegadas de tierra extranjera. Todos se habían puesto de pie, gritaban, le amenazaban, y se oponían a que siguiese hablando, puesto que los insultaba, tratándolos como si fueran niños incapaces de saber lo que les convenía. Y él, bebiendo trago tras trago de cerveza, seguía hablando, a pesar del tumulto, y gritaba con todas sus fuerzas que no había nacido todavía quien le obligase a faltar a su deber.
Pluchart se había puesto de pie también, y como no había campanilla pegaba puñetazos en la mesa, y repetía con voz ronca:
-¡Ciudadanos! ¡Ciudadanos!
Al fin consiguió que reinase un poco de calma, y la asamblea, consultada al efecto, retiró la palabra a Rasseneur. Los delegados que habían representado a las minas en la entrevista con el director, animaban a los otros, dominados todos por el hambre e influidos por las ideas nuevas, que sin embargo no acertaban a comprender bien. Era un voto prejuzgado.
-¡A ti te importa poco, porque comes! -rugió Levaque, enseñando el puño a Rasseneur.
Esteban se había inclinado por detrás del presidente, acercándose a Maheu para tratar de calmarlo, porque estaba también furioso con aquel discurso; mientras Souvarine, sin decir palabra, inmóvil, contemplaba aquella escena, luciendo en sus miradas cierta expresión despectiva para todos.
-Ciudadanos -dijo Pluchart- permitidme que tome la palabra.
Reinó el silencio más profundo y habló. Su voz salía de la garganta ronca y penosamente; pero él estaba acostumbrado a eso; porque hacía años que estaba paseando su laringitis con su programa propagandista. Poco a poco iba hinchando la voz, que arrancaba efectos patéticos. Con los brazos abiertos hablaba, acompañándose de cierto movimiento de hombros, y uno de los rasgos característicos de su extraña elocuencia era la manera enfática de terminar los períodos, cuya monotonía acababa por convencer.
Su discurso versó sobre la grandeza y los beneficios de la Internacional, que los ejercía principalmente en las localidades recién conquistadas por ella. Explicó el objeto que perseguía la Asociación, y que no era otro que la emancipación de los trabajadores; mostró la grandiosa estructura de aquella Asociación; abajo, el municipio, más arriba la provincia, después la nación, y allá, en la cúspide, la humanidad. Sus brazos se agitaban lenta y acompasadamente, como si fuera colocando uno encima de otro los cuerpos de edificios de la catedral inmensa del mundo futuro. Luego habló de la administración interior; leyó sus estatutos, habló de los congresos, indicó los grandes adelantos que estaba realizando, el agrandarse del programa, que, habiéndose limitado a discutir los jornales, trataba ahora nada menos que de la liquidación social, para concluir con el sistema de pagar jornales. Ya no habría más nacionalidades; los obreros del mundo entero, unidos en la común necesidad de justicia, barrerían la podredumbre burguesa, y fundarían al fin la sociedad libre, en la cual el que no trabajase no comería.
Un movimiento de entusiasmo agitó todas las cabezas. Algunos gritaron: -Eso es, eso es lo que queremos.
Pluchart, cuya voz ahogaban los aplausos frenéticos, seguía hablando. Se trataba de la conquista del mundo en menos de tres años. Y hablaba ya de los pueblos conquistados. De todas partes llovían adhesiones. Jamás religión alguna había tenido tantos fieles en tan poco tiempo. Después, cuando fuesen los amos, dictarían leyes al capital, y a su vez los obreros lograrían tener la sartén cogida del mango y a sus explotadores rendidos a sus pies.
-¡Sí, sí! ¡Así queremos!
Con el ademán reclamaba el silencio, porque iba a tocar la cuestión de las huelgas. En principio, las desaprobaba; eran medios demasiado lentos, que agravaban la mala situación de los obreros. Pero, y mientras no pudiera hacerse nada mejor, cuando eran inevitables, había que hacerlas, porque tenían la ventaja de atacar el capital también, y la de perjudicarle. Y en ese caso, presentaba a la Internacional como una providencia para los huelguistas, y citaba ejemplos: en París, cuando la huelga de los broncistas, el capital había cedido enseguida a todo lo que pedían, asustados al saber que la Internacional estaba dispuesta a enviarles ayudas; en Londres, la Asociación había salvado a los trabajadores de una mina, pagando los gastos de viaje, para volver a su patria, a unos belgas llamados por el propietario. Bastaba con adherirse, para hacer temblar a las Compañías, porque los obreros entraban en el gran ejército de los trabajadores, decididos a morir los unos por los otros, antes que continuar siendo esclavos de la sociedad capitalista.
Grandes aplausos interrumpieron al orador, el cual se enjugaba la frente con el pañuelo, negándose a beber un vaso de cerveza, que le ofrecían con insistencia. Cuando quiso seguir hablando, nuevos aplausos le interrumpieron.
-¡Ya está! -dijo rápidamente Esteban-. Ya tienen bastante. ¡Pronto! ¡Vengan los nombramientos! Se había agachado detrás de la mesa, y se levantó con la caja de madera en la mano.
-Ciudadanos -añadió, dominando el ruido de voces y aplausos-, aquí están los nombramientos de individuos de la Internacional. Que vuestros delegados se acerquen, y se les entregarán, para que ellos los distribuyan. Luego arreglaremos todo lo demás.
Rasseneur quiso protestar otra vez. Por su parte Esteban se agitaba, empeñado en pronunciar un discurso él también. Siguió una confusión terrible. Levaque daba puñetazos en el aire como si estuviera batiéndose con alguien. Maheu, en fin, hablaba sin que nadie pudiese oír lo que decía. Y Souvarine, exaltado, daba puñetazos también sobre la mesa, para ayudar
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
a Pluchart a obtener orden y silencio. Del suelo salía una nube espesa de polvo, el polvo de los últimos bailes, emponzoñando el aire con el olor fuerte de las mujeres y de los mozos de las minas.
De pronto se abrió la puertecilla de que antes hablamos, y apareció la viuda Désir, gritando con todas sus fuerzas:
-¡Callad, por Dios! ¡Ahí están los gendarmes!
Era que llegaba el inspector de policía del distrito, algo tarde, para levantar acta y disolver la reunión. Le acompañaban cuatro gendarmes. Ya hacía cinco minutos que la viuda Désir los entretenía en la puerta, diciéndoles que ella estaba en su casa, y que tenía el derecho de reunir a los amigos que quisiera. Pero al fin la habían dado un empujón, y ella corrió para avisar a sus hijos.
-Marchaos por aquí -añadió luego-. Hay un bribón de gendarme guardando el patio. Pero eso no importa; porque por ahí se sale a la calle. ¡Daos prisa!
Ya el inspector golpeaba la puerta con su bastón; y como no abrían, amenazaba echarla abajo. Indudablemente alguien había hecho traición, porque la autoridad gritaba que la reunión era ilegal, puesto que habían entrado muchos mineros sin la invitación del ama de la casa.
En el salón el tumulto iba en aumento. Era imposible marcharse de aquel modo, sin haber votado siquiera en pro ni en contra de la continuación de la huelga. Todos se empeñaban en hablar a la vez. Por fin el presidente tuvo la idea de que se votase por aclamación. Los brazos se levantaron, y los delegados declararon que ellos se adherían en nombre de los compañeros ausentes. De aquel modo se hicieron miembros de la Internacional los diez mil mineros de Montsou.
Empezó la desbandada al fin. La viuda Désir, a fin de proteger el movimiento de retirada, se apoyaba contra la puerta, que ya los gendarmes empezaban a derribar con las culatas de sus fusiles. Los mineros, saltando por encima de los bancos, salían rápidamente a la calle por la puerta de la trastienda. Rasseneur fue uno de los primeros en desaparecer, y Levaque lo siguió, olvidándose de los insultos que le dirigiera y soñando con que le convidase a cerveza para reponerse. Esteban, después de apoderarse de la caja negra que llevaba Pluchart, esperaba con éste, con Maheu y con Souvarine a que se fueran todos, porque creían que su deber les mandaba salir los últimos. Ya se iban, cuando al fin saltó la cerradura, y el inspector se halló cara a cara con la viuda Désir, cuyos enormes pechos formaban todavía una barricada.
-¡Ya ve que no ha conseguido gran cosa con destrozarme la casa! Ya ve que no hay nadie.
El inspector, que era un hombre tranquilo, a quien aburrían las escenas dramáticas, se limitó a decir que la iba a llevar a la cárcel. Pero no cumplió su amenaza, y se retiró con los cuatro gendarmes, para dar parte a sus superiores, en tanto que Zacarías y el hijo de Mouque, regocijados con el chasco que sus amigos habían dado a la autoridad, se reían de la fuerza armada en sus mismas barbas.
Esteban, cargado con la caja, corría por la calle seguido de sus amigos. De pronto se acordó de Pierron, y preguntó por qué no se le había visto allí; y Maheu, sin dejar de correr, le contestó que estaba enfermo de una enfermedad que no inspiraba cuidado: el miedo de comprometerse. Quisieron detener a Pluchart; pero éste se negó, diciendo que se iba a Joiselle, donde Legoujeux estaba esperando órdenes, y que no le era posible complacerlos. Entonces se despidieron de él, sin detenerse nadie en aquella carrera desenfrenada por las calles de Montsou. Entre unos y otros se cruzaban palabras entrecortadas por la velocidad de la carrera. Souvarine, gozoso por la derrota de Rasseneur, decía que aquello marchaba al fin por el buen camino.
Esteban y Maheu sonreían satisfechos, seguros como estaban ya del triunfo; cuando la Internacional les enviase ayudas, la Compañía sería quien les suplicase por Dios que volvieran al trabajo.
Y en aquel acceso de esperanza íntima, en aquel galopar de zapatos burdos que dejaban su huella en el lodo de la carretera había algo más, algo sombrío y salvaje: una violencia decidida, cuyo soplo iba a conmover todos los barrios de un extremo a otro de la comarca.
De pronto se abrió la puertecilla de que antes hablamos, y apareció la viuda Désir, gritando con todas sus fuerzas:
-¡Callad, por Dios! ¡Ahí están los gendarmes!
Era que llegaba el inspector de policía del distrito, algo tarde, para levantar acta y disolver la reunión. Le acompañaban cuatro gendarmes. Ya hacía cinco minutos que la viuda Désir los entretenía en la puerta, diciéndoles que ella estaba en su casa, y que tenía el derecho de reunir a los amigos que quisiera. Pero al fin la habían dado un empujón, y ella corrió para avisar a sus hijos.
-Marchaos por aquí -añadió luego-. Hay un bribón de gendarme guardando el patio. Pero eso no importa; porque por ahí se sale a la calle. ¡Daos prisa!
Ya el inspector golpeaba la puerta con su bastón; y como no abrían, amenazaba echarla abajo. Indudablemente alguien había hecho traición, porque la autoridad gritaba que la reunión era ilegal, puesto que habían entrado muchos mineros sin la invitación del ama de la casa.
En el salón el tumulto iba en aumento. Era imposible marcharse de aquel modo, sin haber votado siquiera en pro ni en contra de la continuación de la huelga. Todos se empeñaban en hablar a la vez. Por fin el presidente tuvo la idea de que se votase por aclamación. Los brazos se levantaron, y los delegados declararon que ellos se adherían en nombre de los compañeros ausentes. De aquel modo se hicieron miembros de la Internacional los diez mil mineros de Montsou.
Empezó la desbandada al fin. La viuda Désir, a fin de proteger el movimiento de retirada, se apoyaba contra la puerta, que ya los gendarmes empezaban a derribar con las culatas de sus fusiles. Los mineros, saltando por encima de los bancos, salían rápidamente a la calle por la puerta de la trastienda. Rasseneur fue uno de los primeros en desaparecer, y Levaque lo siguió, olvidándose de los insultos que le dirigiera y soñando con que le convidase a cerveza para reponerse. Esteban, después de apoderarse de la caja negra que llevaba Pluchart, esperaba con éste, con Maheu y con Souvarine a que se fueran todos, porque creían que su deber les mandaba salir los últimos. Ya se iban, cuando al fin saltó la cerradura, y el inspector se halló cara a cara con la viuda Désir, cuyos enormes pechos formaban todavía una barricada.
-¡Ya ve que no ha conseguido gran cosa con destrozarme la casa! Ya ve que no hay nadie.
El inspector, que era un hombre tranquilo, a quien aburrían las escenas dramáticas, se limitó a decir que la iba a llevar a la cárcel. Pero no cumplió su amenaza, y se retiró con los cuatro gendarmes, para dar parte a sus superiores, en tanto que Zacarías y el hijo de Mouque, regocijados con el chasco que sus amigos habían dado a la autoridad, se reían de la fuerza armada en sus mismas barbas.
Esteban, cargado con la caja, corría por la calle seguido de sus amigos. De pronto se acordó de Pierron, y preguntó por qué no se le había visto allí; y Maheu, sin dejar de correr, le contestó que estaba enfermo de una enfermedad que no inspiraba cuidado: el miedo de comprometerse. Quisieron detener a Pluchart; pero éste se negó, diciendo que se iba a Joiselle, donde Legoujeux estaba esperando órdenes, y que no le era posible complacerlos. Entonces se despidieron de él, sin detenerse nadie en aquella carrera desenfrenada por las calles de Montsou. Entre unos y otros se cruzaban palabras entrecortadas por la velocidad de la carrera. Souvarine, gozoso por la derrota de Rasseneur, decía que aquello marchaba al fin por el buen camino.
Esteban y Maheu sonreían satisfechos, seguros como estaban ya del triunfo; cuando la Internacional les enviase ayudas, la Compañía sería quien les suplicase por Dios que volvieran al trabajo.
Y en aquel acceso de esperanza íntima, en aquel galopar de zapatos burdos que dejaban su huella en el lodo de la carretera había algo más, algo sombrío y salvaje: una violencia decidida, cuyo soplo iba a conmover todos los barrios de un extremo a otro de la comarca.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo V
Transcurrieron otras dos semanas. Se estaba en los primeros días de enero; un frío extraordinario tenía acobardada a la gente de toda la llanura. Y ¡desde luego! la miseria aumentaba, y los barrios de obreros perecían de hambre, casi sin fuerzas para luchar más. Tres mil francos enviados por la Internacional de Londres, no habían dado ni para comer dos días. Luego, nada más habían recibido, nada más que promesas vagas, cuya realización parecía cada vez más lejana. Aquella esperanza perdida abatía a todo el mundo, y les quitaba el valor. ¿Con quién habían de contar, si hasta los mejores amigos, sus hermanos, los abandonaban? Se sentían perdidos en medio de aquel invierno cruel, aislados en el centro del mundo.
Un martes faltaron todos los recursos en el barrio de los Doscientos Cuarenta. Esteban se había multiplicado inútilmente con los delegados: se iniciaban nuevas suscripciones en las ciudades próximas, hasta en París; se hacían cuestaciones y se organizaban conferencias; pero la opinión pública, interesada al principio en los sucesos, iba haciéndose indiferente, al ver que la huelga se prolongaba de un modo indefinido, y sin escenas dramáticas, en medio de la más perfecta tranquilidad. Aquellas insignificantes limosnas apenas daban lo suficiente para socorrer a las familias más pobres. Las otras habían vivido empeñando las ropas y perdiendo poco a poco todo cuanto tenían en la casa. Todo iba trasladándose a poder de los prestamistas; la lana de los colchones, los utensilios de cocina, y hasta los muebles más necesarios. Por un momento se habían creído salvados por los comerciantes de Montsou, casi arruinados por Maigrat, que habían ofrecido vender a crédito con objeto de arrebatarle la clientela, y durante una semana, Verdonck, el de la tienda de comestibles, los dos panaderos Carouble y Smelten tuvieron, en efecto, sus tiendas a disposición de todo el mundo, pero se les acabó el dinero, y no pudieron seguir fiando. Los usureros se regocijaban, porque de todo aquello resultó un aumento en las deudas, que por largo tiempo debían ahogar a los mineros. Pero todo había concluido ya; no había crédito posible, ni un cacharro viejo que vender, ni más recurso que acostarse en un rincón, y morirse allí de hambre como un perro. Esteban hubiera vendido de buena gana su sangre. Había cedido en provecho de los demás su sueldo de secretario, y había estado en Marchiennes a empeñar su pantalón y su levita de paño negro, con objeto de que se pudiese comer en casa de los Maheu. No le quedaba más que las botas, que conservaba para poder andar mucho, según decía. Su desesperación era que la huelga se hubiese declarado demasiado pronto; es decir, antes de que la Caja de socorros contara con los fondos suficientes. En eso veía la causa única del desastre; porque los obreros triunfarían seguramente cuando lograran reunir ahorros bastantes para resistir. Y recordaba las palabras de Souvarine, asegurando que la Compañía deseaba promover la huelga para que los mineros agotaran el fondo de ayudas con que contaban.
Ver que toda aquella pobre gente se moría de hambre le tenía fuera de sí, y prefería salir a rendirse en largos paseos por el campo. Una tarde, cuando volvía a su casa, al pasar por Réquillart había encontrado a orillas del camino a una pobre vieja desmayada. Sin duda se moría de inanición; la levantó del suelo y empezó a llamar a una muchacha que veía al otro lado de la empalizada de que se hallaba rodeado el antiguo emplazamiento de la mina.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo, al reconocer a la Mouquette-. Ayúdame, y a ver si puedes darle algo que beber.
La Mouquette, llorando de conmiseración, entró rápidamente en la barraca donde vivía, y salió enseguida con un frasco de ginebra y un poco de pan. La ginebra resucitó a la pobre vieja, quien, sin hablar una palabra, mordió un pedazo de pan con verdadera ansiedad. Era la madre de un minero; vivía en un barrio cerca de Cougny, y se había caído allí en medio del camino, volviendo de Joiselle, donde había procurado inútilmente que una hermana suya le prestase unos cuartos. Cuando se hubo comido el pan, se marchó aturdida y dando las gracias. Esteban se había quedado a la puerta de la casa de la Mouquette.
-¿Qué? ¿No entras a tomar una copa? -le preguntó ésta alegremente. Y viendo que vacilaba añadió:
-Entonces es que sigues teniéndome miedo.
Él, animado por su sonrisa, la siguió: la acción que acababa de realizar con aquella pobre vieja le enternecía. La joven no quiso recibirle en el cuarto de su padre, y se lo llevó al suyo, donde sirvió dos copitas de ginebra. La habitación estaba muy limpia y Esteban la cumplimentó por ello. Además, parecía que la familia no tenía falta de nada: su padre seguía trabajando de mozo de cuadra en la Voreux; y ella, por no estarse sin hacer nada, se había dedicado a lavandera, ganando treinta sueldos todos los días. Aunque le gustaban los hombres, no era una holgazana ni una perdida.
-Oye -murmuró ella de repente, levantándose y cogiéndole por la cintura-: ¿por qué no quieres quererme? Esteban se echó a reír, al ver el aire picaresco y casi coquetón con que le había interrogado.
-Pero si te quiero mucho -respondió.
-No, no como yo desearía. Sabes que me muero de ganas. ¡Anda! ¡Estaría yo tan contenta!
Y era verdad, porque se lo estaba rogando desde hacía seis meses. Esteban la miraba, mientras la joven se estrechaba contra él, abrazándole convulsa, con la cara levantada y retratándose en ella una expresión tal de amoroso deseo, que Esteban se sentía conmovido. Su rostro abultado no tenía nada de bello, con aquel color amarillento peculiar a todos los mineros; pero sus ojos brillaban de un modo delicioso, y de sus carnes salía un encanto, un temblor de deseo, que la hacían apetitosa. Entonces, ante aquel entregarse tan humilde, tan ardiente, Esteban no se atrevió a resistir.
-¡Ah! Sí quieres, ¿verdad? -balbuceó ella entusiasmada- ¡Dime que sí!
Y se entregó a él con tal torpeza, con tal desvanecimiento de virgen, que no parecía sino que era la primera vez que caía en brazos de un hombre. Luego, al separarse, ella fue quien dejó desbordar su agradecimiento, besándole las manos y llorando de satisfacción. Esteban se avergonzó un poco de su buena fortuna. No era cosa de alabarse por haber poseído a la Mouquette. Al salir de allí se prometió no contar a nadie la aventura.
Y, sin embargo, experimentaba por ella verdaderos sentimientos de amistad, porque era buena muchacha.
Cuando regresó a su casa, las noticias graves que recibió le hicieron olvidar por completo su amorosa aventura. Circulaban rumores de que la Compañía estaba dispuesta a transigir, si iba otra comisión de obreros a visitar al director; por lo menos, los capataces lo habían dicho así. La verdad era que en la lucha entablada, la mina sufría todavía más que los mineros. En una y otra parte la intransigencia estaba produciendo verdaderos desastres; mientras el trabajo se moría de hambre, el capital, a su vez, se arruinaba. Cada día de huelga le costaba centenares de miles de francos. Toda máquina que se detiene es una máquina muerta. El material y las herramientas se estropeaban, el dinero parado desaparecía como agua derramada en la arena. Concluida la escasa existencia de carbón almacenado, la clientela hablaba de hacer sus pedidos a Bélgica, y aquello constituía una verdadera amenaza. Pero lo que más asustaba a la Compañía, y que ésta ocultaba cuidadosamente, eran los desperfectos continuos que sufrían las galerías y las canteras. Los capataces no daban abasto; ya no había gente a quien echar mano para apuntalar y revestir, y los puntales crujían y se venían abajo por todas partes. Pronto los destrozos fueron de tal naturaleza, que se necesitaría muchos meses para arreglar todo aquello antes de comenzar de nuevo los trabajos de extracción.
Aunque estas cosas no podían estar ocultas, Esteban y los delegados titubeaban en dar paso alguno con el director, sin saber a punto fijo las
Cuarta parte: Capítulo V
Transcurrieron otras dos semanas. Se estaba en los primeros días de enero; un frío extraordinario tenía acobardada a la gente de toda la llanura. Y ¡desde luego! la miseria aumentaba, y los barrios de obreros perecían de hambre, casi sin fuerzas para luchar más. Tres mil francos enviados por la Internacional de Londres, no habían dado ni para comer dos días. Luego, nada más habían recibido, nada más que promesas vagas, cuya realización parecía cada vez más lejana. Aquella esperanza perdida abatía a todo el mundo, y les quitaba el valor. ¿Con quién habían de contar, si hasta los mejores amigos, sus hermanos, los abandonaban? Se sentían perdidos en medio de aquel invierno cruel, aislados en el centro del mundo.
Un martes faltaron todos los recursos en el barrio de los Doscientos Cuarenta. Esteban se había multiplicado inútilmente con los delegados: se iniciaban nuevas suscripciones en las ciudades próximas, hasta en París; se hacían cuestaciones y se organizaban conferencias; pero la opinión pública, interesada al principio en los sucesos, iba haciéndose indiferente, al ver que la huelga se prolongaba de un modo indefinido, y sin escenas dramáticas, en medio de la más perfecta tranquilidad. Aquellas insignificantes limosnas apenas daban lo suficiente para socorrer a las familias más pobres. Las otras habían vivido empeñando las ropas y perdiendo poco a poco todo cuanto tenían en la casa. Todo iba trasladándose a poder de los prestamistas; la lana de los colchones, los utensilios de cocina, y hasta los muebles más necesarios. Por un momento se habían creído salvados por los comerciantes de Montsou, casi arruinados por Maigrat, que habían ofrecido vender a crédito con objeto de arrebatarle la clientela, y durante una semana, Verdonck, el de la tienda de comestibles, los dos panaderos Carouble y Smelten tuvieron, en efecto, sus tiendas a disposición de todo el mundo, pero se les acabó el dinero, y no pudieron seguir fiando. Los usureros se regocijaban, porque de todo aquello resultó un aumento en las deudas, que por largo tiempo debían ahogar a los mineros. Pero todo había concluido ya; no había crédito posible, ni un cacharro viejo que vender, ni más recurso que acostarse en un rincón, y morirse allí de hambre como un perro. Esteban hubiera vendido de buena gana su sangre. Había cedido en provecho de los demás su sueldo de secretario, y había estado en Marchiennes a empeñar su pantalón y su levita de paño negro, con objeto de que se pudiese comer en casa de los Maheu. No le quedaba más que las botas, que conservaba para poder andar mucho, según decía. Su desesperación era que la huelga se hubiese declarado demasiado pronto; es decir, antes de que la Caja de socorros contara con los fondos suficientes. En eso veía la causa única del desastre; porque los obreros triunfarían seguramente cuando lograran reunir ahorros bastantes para resistir. Y recordaba las palabras de Souvarine, asegurando que la Compañía deseaba promover la huelga para que los mineros agotaran el fondo de ayudas con que contaban.
Ver que toda aquella pobre gente se moría de hambre le tenía fuera de sí, y prefería salir a rendirse en largos paseos por el campo. Una tarde, cuando volvía a su casa, al pasar por Réquillart había encontrado a orillas del camino a una pobre vieja desmayada. Sin duda se moría de inanición; la levantó del suelo y empezó a llamar a una muchacha que veía al otro lado de la empalizada de que se hallaba rodeado el antiguo emplazamiento de la mina.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo, al reconocer a la Mouquette-. Ayúdame, y a ver si puedes darle algo que beber.
La Mouquette, llorando de conmiseración, entró rápidamente en la barraca donde vivía, y salió enseguida con un frasco de ginebra y un poco de pan. La ginebra resucitó a la pobre vieja, quien, sin hablar una palabra, mordió un pedazo de pan con verdadera ansiedad. Era la madre de un minero; vivía en un barrio cerca de Cougny, y se había caído allí en medio del camino, volviendo de Joiselle, donde había procurado inútilmente que una hermana suya le prestase unos cuartos. Cuando se hubo comido el pan, se marchó aturdida y dando las gracias. Esteban se había quedado a la puerta de la casa de la Mouquette.
-¿Qué? ¿No entras a tomar una copa? -le preguntó ésta alegremente. Y viendo que vacilaba añadió:
-Entonces es que sigues teniéndome miedo.
Él, animado por su sonrisa, la siguió: la acción que acababa de realizar con aquella pobre vieja le enternecía. La joven no quiso recibirle en el cuarto de su padre, y se lo llevó al suyo, donde sirvió dos copitas de ginebra. La habitación estaba muy limpia y Esteban la cumplimentó por ello. Además, parecía que la familia no tenía falta de nada: su padre seguía trabajando de mozo de cuadra en la Voreux; y ella, por no estarse sin hacer nada, se había dedicado a lavandera, ganando treinta sueldos todos los días. Aunque le gustaban los hombres, no era una holgazana ni una perdida.
-Oye -murmuró ella de repente, levantándose y cogiéndole por la cintura-: ¿por qué no quieres quererme? Esteban se echó a reír, al ver el aire picaresco y casi coquetón con que le había interrogado.
-Pero si te quiero mucho -respondió.
-No, no como yo desearía. Sabes que me muero de ganas. ¡Anda! ¡Estaría yo tan contenta!
Y era verdad, porque se lo estaba rogando desde hacía seis meses. Esteban la miraba, mientras la joven se estrechaba contra él, abrazándole convulsa, con la cara levantada y retratándose en ella una expresión tal de amoroso deseo, que Esteban se sentía conmovido. Su rostro abultado no tenía nada de bello, con aquel color amarillento peculiar a todos los mineros; pero sus ojos brillaban de un modo delicioso, y de sus carnes salía un encanto, un temblor de deseo, que la hacían apetitosa. Entonces, ante aquel entregarse tan humilde, tan ardiente, Esteban no se atrevió a resistir.
-¡Ah! Sí quieres, ¿verdad? -balbuceó ella entusiasmada- ¡Dime que sí!
Y se entregó a él con tal torpeza, con tal desvanecimiento de virgen, que no parecía sino que era la primera vez que caía en brazos de un hombre. Luego, al separarse, ella fue quien dejó desbordar su agradecimiento, besándole las manos y llorando de satisfacción. Esteban se avergonzó un poco de su buena fortuna. No era cosa de alabarse por haber poseído a la Mouquette. Al salir de allí se prometió no contar a nadie la aventura.
Y, sin embargo, experimentaba por ella verdaderos sentimientos de amistad, porque era buena muchacha.
Cuando regresó a su casa, las noticias graves que recibió le hicieron olvidar por completo su amorosa aventura. Circulaban rumores de que la Compañía estaba dispuesta a transigir, si iba otra comisión de obreros a visitar al director; por lo menos, los capataces lo habían dicho así. La verdad era que en la lucha entablada, la mina sufría todavía más que los mineros. En una y otra parte la intransigencia estaba produciendo verdaderos desastres; mientras el trabajo se moría de hambre, el capital, a su vez, se arruinaba. Cada día de huelga le costaba centenares de miles de francos. Toda máquina que se detiene es una máquina muerta. El material y las herramientas se estropeaban, el dinero parado desaparecía como agua derramada en la arena. Concluida la escasa existencia de carbón almacenado, la clientela hablaba de hacer sus pedidos a Bélgica, y aquello constituía una verdadera amenaza. Pero lo que más asustaba a la Compañía, y que ésta ocultaba cuidadosamente, eran los desperfectos continuos que sufrían las galerías y las canteras. Los capataces no daban abasto; ya no había gente a quien echar mano para apuntalar y revestir, y los puntales crujían y se venían abajo por todas partes. Pronto los destrozos fueron de tal naturaleza, que se necesitaría muchos meses para arreglar todo aquello antes de comenzar de nuevo los trabajos de extracción.
Aunque estas cosas no podían estar ocultas, Esteban y los delegados titubeaban en dar paso alguno con el director, sin saber a punto fijo las
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
intenciones de la Compañía. Dansaert, a quien preguntaron, no quería contestar; según él todos lo lamentaban, y se haría todo lo posible porque el conflicto se arreglase; pero no precisaba nada. Entonces decidieron ir a ver al señor Hennebeau, para que toda la razón estuviese de parte de ellos; porque no querían que se les acusara de haberse negado a que la Compañía aprovechara una ocasión de reconocer y confesar sus yerros. Pero juraron no ceder en lo más mínimo, y mantener su ultimátum, que era lo justo.
La entrevista se verificó el martes por la mañana, el día precisamente en que el barrio entero se estaba muriendo de hambre. Aquella entrevista fue menos cordial que la primera. Maheu llevó la palabra para decir que los compañeros les enviaban a saber si aquellos señores habían decidido algo nuevo. Al principio, el señor Hennebeau afectó sorpresa, contestando que no había recibido orden alguna, y que la situación no podía variar mientras los obreros continuaran en su actitud rebelde. Aquella rigidez autoritaria produjo un efecto desastroso; de tal modo, que, aun cuando hubieran ido con propósitos conciliadores, aquella manera de recibirlos les hubiera decidido a obstinarse en su actitud. Luego, el director quiso buscar una fórmula de avenencia, basándola en que los mineros cobrasen aparte el trabajo de apuntalar, y que la Compañía les pagase los dos céntimos que se habían rebajado en cada carretilla. Añadió, por supuesto, que eso lo había decidido por cuenta propia, porque nada le habían dicho de París; pero que suponía podría obtener aquellas concesiones. Los delegados se negaron a semejante solución, y reincidieron en sus exigencias: continuar con el antiguo sistema, y aumentar los cinco céntimos que pedían en cada carretilla. Entonces confesó que estaba autorizado para negociar con ellos, y les aconsejó que aceptasen, en nombre de sus mujeres y de sus hijos, que iban a perecer. Pero ellos, pertinaces y tozudos, contestaron que no, que no, y que no. La entrevista terminó con frialdad.
El señor Hennebeau cerró la puerta con estrépito. Esteban, Maheu y los demás se marcharon, haciendo sonar los tacones de su calzado burdo en las losas de la calle, con la rabia silenciosa de los vencidos a quienes se pone en el último trance.
A las dos de la tarde, las mujeres del barrio hicieron otra nueva tentativa acerca de Maigrat. Era la única esperanza, el único recurso: conmover a aquel hombre y arrancarle la esperanza de que les daría que comer, fiándoles una semana más. La idea fue de la mujer de Maheu, que a menudo confiaba demasiado en el buen corazón de las gentes. Consiguió que la Quemada y la mujer de Levaque la acompañaran. La mujer de Pierron, en cambio, se excusó diciendo que no se atrevía a dejar solo a su marido, cuya enfermedad no acababa de curarse. Otras mujeres se agregaron a nuestras tres conocidas, y formaron un grupo de dieciocho o veinte.
Cuando los burgueses de Montsou las vieron llegar ocupando todo a lo ancho de la carretera, sombrías y amenazadoras, menearon la cabeza con expresión de temor. Todos cerraban las puertas, y una señora escondió los cubiertos y las alhajas que tenía en la casa. Era la primera vez que se las veía en esa actitud, y ya se sabe que cuando en asuntos de semejante naturaleza toman parte las mujeres, la cosa va por mal camino. En casa de Maigrat hubo una escena muy violenta. Primero las hizo entrar en son de burla, fingiendo creer que iban a pagarle lo que le debían, añadiendo que habían tenido muy buena idea en ponerse de acuerdo para llevarle todas a la vez el dinero, ya que le iba haciendo falta. Luego, cuando la mujer de Maheu tomó la palabra, hizo como que se sulfuraba. ¿Estaban burlándose de él? ¿Querer que les fiase más? ¿Había de arruinarse por ellas? ¡No, no más; ni una patata, ni una migaja de pan! Y les decía que fuesen a entenderse con el tendero Verdonck, y con los panaderos Carouble y Smelten, puesto que ahora se proveían en sus casas. Las mujeres le escuchaban con aire de temerosa humildad, excusándose por molestarle otra vez, y tratando de adivinar en su semblante si le iban conmoviendo. Entonces él empezó a echarlo a broma, y puso la tienda a disposición de la Quemada, si consentía en ser su amante. Tan acobardadas estaban, que todas reían oyendo aquellas chanzas groseras; y la mujer de Levaque llegó a decir que ella estaba dispuesta a aceptar la proposición hecha a su vecina. Pero Maigrat se cansó, y las echó a la calle, y viendo que insistían suplicándole, maltrató a una. Las otras, ya fuera de la tienda, le insultaban, mientras la mujer de Maheu, con los brazos extendidos en un acceso de vengativa indignación, pedía que lo matasen, jurando que un hombre semejante no debía vivir.
La vuelta al barrio fue verdaderamente lúgubre. Los hombres miraban a las mujeres que volvían con las manos vacías. Cuestión resuelta: tendrían que acostarse sin tomar ni un bocado de pan; y el porvenir para los días subsiguientes les parecía más negro aun, porque en él no brillaba ni el más ligero rayo de esperanza. Como todos lo habían querido, nadie hablaba de rendirse. Aquel exceso de miseria les hacía obstinarse más y más, silenciosos como fieras perseguidas, resueltas a morir en sus madrigueras antes que entregarse. ¿Quién se habría atrevido a ser el primero en hablar de sumisión? Juraron resistir con todos sus compañeros, y resistirían, del mismo modo que en el fondo de la mina se ayudaban cuando había un hundimiento y alguno estaba en peligro. Era natural porque tenían una buena escuela para aprender a resignarse; bien podía uno no comer en ocho días, cuando desde la edad de doce años se sufría lo que ellos sufrían en su trabajo ordinario; y su fraternal desinterés se duplicaba así, por virtud de ese espíritu de cuerpo, de ese orgullo propio del hombre que se envanece de su oficio, y que, acostumbrado a luchar todos los días con la muerte, sabe imponerse sacrificios.
En casa de los Maheu la velada fue espantosa. Todos callaban, sentados delante de la estufa donde ardía la última paletada de carbón. Después de haber desocupado los colchones, puñado a puñado, habían resuelto, dos días antes, vender por tres francos el reloj de la sala; y la habitación parecía muerta desde que no la animaba el continuo tic-tac de la péndola. En la casa no quedaba más que aquella cajita de cartón color rosa antiguo regalo de Maheu a su mujer, y que ésta tenía en más estima que una joya. Las dos únicas sillas buenas habían desaparecido también, y el viejo Buenamuerte y los chiquillos tenían que apretarse bien para caber sentados en un banquillo traído del jardín. El triste crepúsculo que iba llegando, parecía aumentar el frío.
-¿Qué vamos a hacer? -repetía la mujer de Maheu, acurrucada en un rincón junto a la lumbre.
Esteban, de pie, contemplaba los retratos del Emperador y de la Emperatriz pegados a la pared. Hacía mucho tiempo que los hubiese arrancado de allí, a no ser por la familia, que se lo prohibía porque adornaba la habitación. Pero en aquel momento murmuró apretando los dientes:
-¡Y pensar que no podremos obtener ni un cuarto de esos canallas que nos ven morir de hambre! -Si me dieran algo por la caja esa... -replicó la mujer muy pálida, y después de titubear un rato.
Pero Maheu, que estaba sentado en el filo de la mesa, con las piernas colgando y la cabeza incinada sobre el pecho, se incorporó bruscamente, y dijo:
-¡No, no quiero!
Su mujer se había levantado con trabajo, y daba vuelta a la habitación. ¿Era posible verse reducidos a semejante miseria? En el aparador no había ni un mendrugo de pan, ni nada que vender en la casa, ¡Ni ninguna idea para obtener dinero! ¡Pronto se quedarían hasta sin lumbre! Se enfadó con Alicia, a quien enviara aquella mañana a los alrededores de la mina, con objeto de llevarse algún carbón de desecho, y la cual había vuelto con las manos vacías, diciendo que los vigilantes no lo permitían.
-¿Y ese granuja de Juan -exclamó la madre-, dónde andará? Debía haber traído hierba, y al menos pastaríamos como los animales. ¡Ya veréis cómo no viene! Anoche tampoco estuvo aquí a dormir. Yo no sé qué demonios hace; pero el muy bribón parece que no tiene hambre.
-Acaso -dijo Esteban- pedirá limosna por ahí.
La buena mujer cerró los puños y agitó los brazos.
-Si eso fuera verdad. ¡Mis hijos mendigar! Preferiría matarlos y matarme yo enseguida.
Maheu se había vuelto a sentar encima de la mesa, Leonor y Enrique, extrañando que no se comiese, empezaban a llorar, mientras que el abuelo Buenamuerte, silencioso y cabizbajo, se pasaba filosóficamente la lengua por el cielo de la boca para engañar el hambre. Nadie volvió a decir palabra; todos observaban aquella agravación de sus males: el abuelo tosiendo y escupiendo, y con su reumatismo que iba convirtiéndose en una hidropesía; el padre, asmático y con las rodillas hinchadas, a causa de la humedad; la mujer y los chicos, maltratados por las escrófulas y la anemia hereditarias.
Todo aquello era evidentemente consecuencia del oficio; no se quejaban sino cuando faltaba que comer y la gente se moría de hambre; y ya en el barrio iban cayendo como moscas.
Aquella situación era imposible, y se necesitaba hacer algo. ¿Qué harían, Dios santo?
Entonces, en medio de la semioscuridad del crepúsculo, cuya tristeza hacía más lóbrega la sala, Esteban, que se encontraba dubitativo, adoptó una postura resuelta.
-Esperadme -dijo-. Voy a ver si en una parte...
Y salió. Se había acordado de la Mouquette, la cual tendría pan, y se lo daría. Le contrariaba verse obligado a ir de nuevo a Réquillart, porque ella volvería a besarle las manos con su aire de esclava enamorada; pero era imposible dejar a sus amigos en aquel apuro, y si las circunstancias lo exigían, estaba resuelto a ser de nuevo complaciente con ella.
-También yo voy a ver si puedo... -dijo a su vez la mujer de Maheu-. Así no podremos estar.
Volvió a abrir la puerta, porque el joven acababa de salir, y la cerró dando un portazo, dejando a los demás inmóviles y mudos, a la débil luz de un cabo de vela que Alicia acababa de encender. Al salir, se detuvo un instante; luego entró decidida en casa de los Levaque.
-Oye: el otro día te presté un pan. ¿Puedes devolvérmelo?
Pero se detuvo, porque lo que veía no era nada tranquilizador, y en la casa se notaba más miseria aún que en la suya propia. La mujer de Levaque, con los ojos entornados, contemplaba la lumbre casi apagada, mientras su marido, casi borracho, dormía con la cabeza apoyada en la mesa. Bouteloup retrepado en una silla contra la pared, no abandonaba su aire de buen muchacho, y aunque parecía sorprendido por no tener que comer, no se mostraba enfadado de que los demás se hubieran comido todos sus ahorros.
-¡Un pan! ¡Ay, querida! -respondió la mujer de Levaque-. ¡Y yo que iba a pedirte que me prestaras otro!
En aquel momento su marido, medio dormido, empezó a quejarse; ella, golpeándole la cara contra la mesa, gritó:
-¡Calla, granuja! ¡Así revientes! ¿No era mejor que, en vez de hacer que te convidasen a beber, hubieras pedido unos cuartos a cualquier amigo para traer pan a tu casa?
Y la infeliz continuó lamentándose y maldiciendo su estrella, con las frases soeces que acostumbraba a usar. La casa estaba muy sucia, y de todos los rincones exhalaba un olor insoportable, porque decía la de Levaque que le importaba poco que todo se lo llevase el demonio. Su hijo, el granujilla de Braulio, había desaparecido también desde por la mañana, muy temprano, y ella, como loca, gritaba que tanto mejor si no volvía, porque de aquel modo se ahorraba tener que darle de comer. Luego dijo que se iba a acostar, porque al menos en la cama no tendría frío, y dio un codazo a Bouteloup, diciendo:
-¡Ea, vamos! ¡Arriba! Ya no hay lumbre, y no hay para qué encender una vela, si no hemos de ver más que los platos vacíos. ¿Vienes, Luis? Te digo que me voy a la cama; allí tendremos menos frío. Este maldito borracho, que se hiele ahí si quiere.
La entrevista se verificó el martes por la mañana, el día precisamente en que el barrio entero se estaba muriendo de hambre. Aquella entrevista fue menos cordial que la primera. Maheu llevó la palabra para decir que los compañeros les enviaban a saber si aquellos señores habían decidido algo nuevo. Al principio, el señor Hennebeau afectó sorpresa, contestando que no había recibido orden alguna, y que la situación no podía variar mientras los obreros continuaran en su actitud rebelde. Aquella rigidez autoritaria produjo un efecto desastroso; de tal modo, que, aun cuando hubieran ido con propósitos conciliadores, aquella manera de recibirlos les hubiera decidido a obstinarse en su actitud. Luego, el director quiso buscar una fórmula de avenencia, basándola en que los mineros cobrasen aparte el trabajo de apuntalar, y que la Compañía les pagase los dos céntimos que se habían rebajado en cada carretilla. Añadió, por supuesto, que eso lo había decidido por cuenta propia, porque nada le habían dicho de París; pero que suponía podría obtener aquellas concesiones. Los delegados se negaron a semejante solución, y reincidieron en sus exigencias: continuar con el antiguo sistema, y aumentar los cinco céntimos que pedían en cada carretilla. Entonces confesó que estaba autorizado para negociar con ellos, y les aconsejó que aceptasen, en nombre de sus mujeres y de sus hijos, que iban a perecer. Pero ellos, pertinaces y tozudos, contestaron que no, que no, y que no. La entrevista terminó con frialdad.
El señor Hennebeau cerró la puerta con estrépito. Esteban, Maheu y los demás se marcharon, haciendo sonar los tacones de su calzado burdo en las losas de la calle, con la rabia silenciosa de los vencidos a quienes se pone en el último trance.
A las dos de la tarde, las mujeres del barrio hicieron otra nueva tentativa acerca de Maigrat. Era la única esperanza, el único recurso: conmover a aquel hombre y arrancarle la esperanza de que les daría que comer, fiándoles una semana más. La idea fue de la mujer de Maheu, que a menudo confiaba demasiado en el buen corazón de las gentes. Consiguió que la Quemada y la mujer de Levaque la acompañaran. La mujer de Pierron, en cambio, se excusó diciendo que no se atrevía a dejar solo a su marido, cuya enfermedad no acababa de curarse. Otras mujeres se agregaron a nuestras tres conocidas, y formaron un grupo de dieciocho o veinte.
Cuando los burgueses de Montsou las vieron llegar ocupando todo a lo ancho de la carretera, sombrías y amenazadoras, menearon la cabeza con expresión de temor. Todos cerraban las puertas, y una señora escondió los cubiertos y las alhajas que tenía en la casa. Era la primera vez que se las veía en esa actitud, y ya se sabe que cuando en asuntos de semejante naturaleza toman parte las mujeres, la cosa va por mal camino. En casa de Maigrat hubo una escena muy violenta. Primero las hizo entrar en son de burla, fingiendo creer que iban a pagarle lo que le debían, añadiendo que habían tenido muy buena idea en ponerse de acuerdo para llevarle todas a la vez el dinero, ya que le iba haciendo falta. Luego, cuando la mujer de Maheu tomó la palabra, hizo como que se sulfuraba. ¿Estaban burlándose de él? ¿Querer que les fiase más? ¿Había de arruinarse por ellas? ¡No, no más; ni una patata, ni una migaja de pan! Y les decía que fuesen a entenderse con el tendero Verdonck, y con los panaderos Carouble y Smelten, puesto que ahora se proveían en sus casas. Las mujeres le escuchaban con aire de temerosa humildad, excusándose por molestarle otra vez, y tratando de adivinar en su semblante si le iban conmoviendo. Entonces él empezó a echarlo a broma, y puso la tienda a disposición de la Quemada, si consentía en ser su amante. Tan acobardadas estaban, que todas reían oyendo aquellas chanzas groseras; y la mujer de Levaque llegó a decir que ella estaba dispuesta a aceptar la proposición hecha a su vecina. Pero Maigrat se cansó, y las echó a la calle, y viendo que insistían suplicándole, maltrató a una. Las otras, ya fuera de la tienda, le insultaban, mientras la mujer de Maheu, con los brazos extendidos en un acceso de vengativa indignación, pedía que lo matasen, jurando que un hombre semejante no debía vivir.
La vuelta al barrio fue verdaderamente lúgubre. Los hombres miraban a las mujeres que volvían con las manos vacías. Cuestión resuelta: tendrían que acostarse sin tomar ni un bocado de pan; y el porvenir para los días subsiguientes les parecía más negro aun, porque en él no brillaba ni el más ligero rayo de esperanza. Como todos lo habían querido, nadie hablaba de rendirse. Aquel exceso de miseria les hacía obstinarse más y más, silenciosos como fieras perseguidas, resueltas a morir en sus madrigueras antes que entregarse. ¿Quién se habría atrevido a ser el primero en hablar de sumisión? Juraron resistir con todos sus compañeros, y resistirían, del mismo modo que en el fondo de la mina se ayudaban cuando había un hundimiento y alguno estaba en peligro. Era natural porque tenían una buena escuela para aprender a resignarse; bien podía uno no comer en ocho días, cuando desde la edad de doce años se sufría lo que ellos sufrían en su trabajo ordinario; y su fraternal desinterés se duplicaba así, por virtud de ese espíritu de cuerpo, de ese orgullo propio del hombre que se envanece de su oficio, y que, acostumbrado a luchar todos los días con la muerte, sabe imponerse sacrificios.
En casa de los Maheu la velada fue espantosa. Todos callaban, sentados delante de la estufa donde ardía la última paletada de carbón. Después de haber desocupado los colchones, puñado a puñado, habían resuelto, dos días antes, vender por tres francos el reloj de la sala; y la habitación parecía muerta desde que no la animaba el continuo tic-tac de la péndola. En la casa no quedaba más que aquella cajita de cartón color rosa antiguo regalo de Maheu a su mujer, y que ésta tenía en más estima que una joya. Las dos únicas sillas buenas habían desaparecido también, y el viejo Buenamuerte y los chiquillos tenían que apretarse bien para caber sentados en un banquillo traído del jardín. El triste crepúsculo que iba llegando, parecía aumentar el frío.
-¿Qué vamos a hacer? -repetía la mujer de Maheu, acurrucada en un rincón junto a la lumbre.
Esteban, de pie, contemplaba los retratos del Emperador y de la Emperatriz pegados a la pared. Hacía mucho tiempo que los hubiese arrancado de allí, a no ser por la familia, que se lo prohibía porque adornaba la habitación. Pero en aquel momento murmuró apretando los dientes:
-¡Y pensar que no podremos obtener ni un cuarto de esos canallas que nos ven morir de hambre! -Si me dieran algo por la caja esa... -replicó la mujer muy pálida, y después de titubear un rato.
Pero Maheu, que estaba sentado en el filo de la mesa, con las piernas colgando y la cabeza incinada sobre el pecho, se incorporó bruscamente, y dijo:
-¡No, no quiero!
Su mujer se había levantado con trabajo, y daba vuelta a la habitación. ¿Era posible verse reducidos a semejante miseria? En el aparador no había ni un mendrugo de pan, ni nada que vender en la casa, ¡Ni ninguna idea para obtener dinero! ¡Pronto se quedarían hasta sin lumbre! Se enfadó con Alicia, a quien enviara aquella mañana a los alrededores de la mina, con objeto de llevarse algún carbón de desecho, y la cual había vuelto con las manos vacías, diciendo que los vigilantes no lo permitían.
-¿Y ese granuja de Juan -exclamó la madre-, dónde andará? Debía haber traído hierba, y al menos pastaríamos como los animales. ¡Ya veréis cómo no viene! Anoche tampoco estuvo aquí a dormir. Yo no sé qué demonios hace; pero el muy bribón parece que no tiene hambre.
-Acaso -dijo Esteban- pedirá limosna por ahí.
La buena mujer cerró los puños y agitó los brazos.
-Si eso fuera verdad. ¡Mis hijos mendigar! Preferiría matarlos y matarme yo enseguida.
Maheu se había vuelto a sentar encima de la mesa, Leonor y Enrique, extrañando que no se comiese, empezaban a llorar, mientras que el abuelo Buenamuerte, silencioso y cabizbajo, se pasaba filosóficamente la lengua por el cielo de la boca para engañar el hambre. Nadie volvió a decir palabra; todos observaban aquella agravación de sus males: el abuelo tosiendo y escupiendo, y con su reumatismo que iba convirtiéndose en una hidropesía; el padre, asmático y con las rodillas hinchadas, a causa de la humedad; la mujer y los chicos, maltratados por las escrófulas y la anemia hereditarias.
Todo aquello era evidentemente consecuencia del oficio; no se quejaban sino cuando faltaba que comer y la gente se moría de hambre; y ya en el barrio iban cayendo como moscas.
Aquella situación era imposible, y se necesitaba hacer algo. ¿Qué harían, Dios santo?
Entonces, en medio de la semioscuridad del crepúsculo, cuya tristeza hacía más lóbrega la sala, Esteban, que se encontraba dubitativo, adoptó una postura resuelta.
-Esperadme -dijo-. Voy a ver si en una parte...
Y salió. Se había acordado de la Mouquette, la cual tendría pan, y se lo daría. Le contrariaba verse obligado a ir de nuevo a Réquillart, porque ella volvería a besarle las manos con su aire de esclava enamorada; pero era imposible dejar a sus amigos en aquel apuro, y si las circunstancias lo exigían, estaba resuelto a ser de nuevo complaciente con ella.
-También yo voy a ver si puedo... -dijo a su vez la mujer de Maheu-. Así no podremos estar.
Volvió a abrir la puerta, porque el joven acababa de salir, y la cerró dando un portazo, dejando a los demás inmóviles y mudos, a la débil luz de un cabo de vela que Alicia acababa de encender. Al salir, se detuvo un instante; luego entró decidida en casa de los Levaque.
-Oye: el otro día te presté un pan. ¿Puedes devolvérmelo?
Pero se detuvo, porque lo que veía no era nada tranquilizador, y en la casa se notaba más miseria aún que en la suya propia. La mujer de Levaque, con los ojos entornados, contemplaba la lumbre casi apagada, mientras su marido, casi borracho, dormía con la cabeza apoyada en la mesa. Bouteloup retrepado en una silla contra la pared, no abandonaba su aire de buen muchacho, y aunque parecía sorprendido por no tener que comer, no se mostraba enfadado de que los demás se hubieran comido todos sus ahorros.
-¡Un pan! ¡Ay, querida! -respondió la mujer de Levaque-. ¡Y yo que iba a pedirte que me prestaras otro!
En aquel momento su marido, medio dormido, empezó a quejarse; ella, golpeándole la cara contra la mesa, gritó:
-¡Calla, granuja! ¡Así revientes! ¿No era mejor que, en vez de hacer que te convidasen a beber, hubieras pedido unos cuartos a cualquier amigo para traer pan a tu casa?
Y la infeliz continuó lamentándose y maldiciendo su estrella, con las frases soeces que acostumbraba a usar. La casa estaba muy sucia, y de todos los rincones exhalaba un olor insoportable, porque decía la de Levaque que le importaba poco que todo se lo llevase el demonio. Su hijo, el granujilla de Braulio, había desaparecido también desde por la mañana, muy temprano, y ella, como loca, gritaba que tanto mejor si no volvía, porque de aquel modo se ahorraba tener que darle de comer. Luego dijo que se iba a acostar, porque al menos en la cama no tendría frío, y dio un codazo a Bouteloup, diciendo:
-¡Ea, vamos! ¡Arriba! Ya no hay lumbre, y no hay para qué encender una vela, si no hemos de ver más que los platos vacíos. ¿Vienes, Luis? Te digo que me voy a la cama; allí tendremos menos frío. Este maldito borracho, que se hiele ahí si quiere.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Cuando la mujer de Maheu se vio en la calle, cruzó resueltamente los jardinillos para dirigirse a casa de los Pierron. Oyó reír; llamó, y hubo un momento de silencio. Tardaron lo menos dos minutos en abrir la puerta.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo la mujer de Pierron, afectando sorpresa-. Creí que era el médico.
Y sin aguardar a que le respondiera, continuó hablando y señalando a Pierron, que estaba sentado junto a la lumbre.
-Nada, no quiere ser bueno -dijo-. La cara no es mala; pero por dentro anda la procesión, y como necesita calor a todo trance, quemamos todo lo que encontramos a mano.
Pierron, en efecto, tenía muy buen aspecto; estaba gordo y colorado. aunque se quejaba continuamente, para fingirse enfermo. Además, la mujer de Maheu, al entrar, había notado un marcado olor a guisado de conejo, y estaba segura de que habían escondido la fuente, sobre todo cuando, además de las migas de pan que había en la mesa, vio una botella de vino que habían dejado sin duda olvidada encima del aparador.
-Mamá ha ido a Montsou -añadió la mujer de Pierron-, a ver si le dan un pan. Estamos impacientísimos esperándola.
Pero se quedó confundida porque, siguiendo las miradas de la vecina, también las suyas tropezaron con la botella de vino. Pronto se repuso, y contó una historia para justificar el tenerla, diciendo que los señores de la Piolaine se la habían dado para el enfermo.
-Ya sé que son muy caritativos -dijo la mujer de Maheu-: los conozco.
Su corazón se quejaba de que cuanto menos necesitados, más favorecidos somos por la suerte en este mundo. ¿Por qué no habría visto a los señores de la Píolaine en el barrio? Tal vez hubiera podido sacarles algo con qué comer un par de días.
-Pues venía -dijo al fin- para ver si estabais menos apurados que nosotros... y si podías darme un poco de pan, con la condición de devolvértelo, por supuesto.
La mujer de Pierron contesto exaltándose:
-Nada, hija mía. Ni una migaja de pan. Si mamá no vuelve pronto, es porque no ha logrado lo que iba buscando, y nos tendremos que acostar sin cenar. No tenemos ni un mendrugo.
En aquel momento se oían sollozos que salían del sótano, y la mujer de Pierron se incomodó y empezó a pegar puñetazos en la puerta. Era la bribona de Lidia, a quien tenía encerrada, según dijo, para castigarla porque se iba a la calle y no volvía en todo el día. No había manera de domarla.
La mujer de Maheu, sin embargo, seguía allí, de pie, inmóvil y sin decidirse a marchar. El colorcito que se notaba en la sala baja la consolaba y la idea de que allí se comía aumentaba su dolor de estómago, producido por el hambre. Era evidente que habían encerrado a la niña, y hecho salir a la vieja, para comerse tranquilamente su plato de conejo. ¡Ah! Menudas cosas ocurren, cuanto peor conducta tiene una mujer, mejor van sus negocios!
-¡Adiós, buenas noches! -dijo de pronto.
Y salió a la calle; pero, en vez de irse a su casa, la mujer de Maheu dio una vuelta por los jardines, porque no se atrevía a entrar. Mas ¿a dónde ir? ¿A qué llamar a ninguna puerta, si todos estaban, como ellos, muertos de hambre?
Al pasar por delante de la iglesia, vio una sombra que caminaba rápidamente por la acera. Una esperanza vaga le hizo apresurar el paso, porque había conocido al cura de Montsou, el padre Joire, que los domingos decía misa en la capilla del barrio de los obreros: sin duda saldría de la sacristía, e indudablemente había ido a sus negocios por la noche, para que no le vieran los mineros.
-Señor cura, señor cura -tartamudeó la mujer de Maheu cuando estuvo cerca de él. Pero el cura no se detuvo.
-Buenas noches, hija mía, buenas noches -contestó, acelerando más el paso.
La mujer de Maheu se vio, sin saber cómo, a la puerta de su casa otra vez, y como las piernas se negaban a sostenerla, volvió a entrar en ella.
Nadie se había movido. Maheu continuaba sentado en el pico de la mesa, cada vez más abatido. El viejo Buenamuerte y los chiquillos se apretaban unos contra otros en el banco, para tener menos frío. La vela había estado ardiendo, y quedaba ya tan poco de ella, que muy pronto estarían a oscuras. Al oír abrir la puerta los chicos volvieron la cabeza; pero viendo que su madre no llevaba nada en las manos, se pusieron a mirar el suelo, conteniendo el deseo de llorar, por miedo que les regañasen. La mujer de Maheu se sentó en una silla, junto a la lumbre que se apagaba. Nadie le preguntó; el silencio continuaba. Todos habían comprendido, y consideraban inútil cansarse en hablar; ya no tenían más que una esperanza, esperanza vaga: la vuelta de Esteban, que quizás sería más afortunado que su amiga.
Cuando Esteban entró, vieron que llevaba en un trapo una docena de patatas cocidas, pero frías ya.
-Esto es todo lo que he encontrado -dijo.
Y es que en casa de la Mouquette tampoco había pan, por lo cual le dio lo que tenía para comer ella, metiéndolo a la fuerza en aquel trapo, y besándole mil veces con cariñoso entusiasmo.
-Gracias -contestó a la mujer de Maheu, que le ofrecía su parte-: yo he comido allí.
Mentía, y no podía menos de contemplar, con aire sombrío a los niños que se abalanzaban a las patatas con verdadera ansia. El padre y la madre también se contenían para dejarles más parte; en cambio, el viejo tragaba cuanto podía. Fue necesario quitarle una patata para dársela a Alicia. En tres minutos la mesa quedó limpia. Miráronse unos a otros, porque todavía tenían mucha hambre.
Entonces Esteban dijo que había recibido noticias importantes. La Compañía, irritada por el tesón de los obreros, iba a despedir para siempre a los más comprometidos en la huelga. Decididamente se declaraba la guerra sin cuartel. Y otro rumor más grave circulaba: el de que había conseguido de muchos mineros que volviesen al trabajo; al día siguiente La Victoria y Feutry Cantel debían tener todas las brigadas completas, y en Mirou y en La Magdalena contaban ya con la tercera parte de los trabajadores.
-¡Maldita sea! -gritó el padre-. ¡Si hay traidores entre nosotros, es preciso darles su merecido. Y puesto en pie, cediendo a la influencia de los sufrimientos físicos y morales:
-¡Vamos mañana por la noche al bosque! -gritó-. Puesto que nos prohíben que nos reunamos en la Alegría, en medio del bosque estaremos más cómodos.
Aquel grito había despertado al viejo Buenamuerte, que dormitaba después de atracarse de patatas.
Aquel era el antiguo grito de combate, la contraseña de los mineros de otro tiempo, cuando se reunían para organizar la resistencia contra los soldados del rey.
-¡Sí, sí, a Vandame! -dijo a su vez-. Yo soy de los que van, si se celebra la reunión allí. La mujer de Maheu hizo un gesto enérgico.
-¡Iremos todos! ¡Así se acabará con estas injusticias y con estas traiciones! -exclamó.
Esteban decidió que se diera cita a todos los barrios de obreros para el día siguiente por la noche. Pero la lumbre se había acabado como en casa de Levaque, y la vela se apagó bruscamente. Ya no había carbón ni petróleo, y fue necesario que subieran a acostarse a tientas y transidos de frío. Los dos chiquillos lloraban.
-¡Hola! ¿Eres tú? -dijo la mujer de Pierron, afectando sorpresa-. Creí que era el médico.
Y sin aguardar a que le respondiera, continuó hablando y señalando a Pierron, que estaba sentado junto a la lumbre.
-Nada, no quiere ser bueno -dijo-. La cara no es mala; pero por dentro anda la procesión, y como necesita calor a todo trance, quemamos todo lo que encontramos a mano.
Pierron, en efecto, tenía muy buen aspecto; estaba gordo y colorado. aunque se quejaba continuamente, para fingirse enfermo. Además, la mujer de Maheu, al entrar, había notado un marcado olor a guisado de conejo, y estaba segura de que habían escondido la fuente, sobre todo cuando, además de las migas de pan que había en la mesa, vio una botella de vino que habían dejado sin duda olvidada encima del aparador.
-Mamá ha ido a Montsou -añadió la mujer de Pierron-, a ver si le dan un pan. Estamos impacientísimos esperándola.
Pero se quedó confundida porque, siguiendo las miradas de la vecina, también las suyas tropezaron con la botella de vino. Pronto se repuso, y contó una historia para justificar el tenerla, diciendo que los señores de la Piolaine se la habían dado para el enfermo.
-Ya sé que son muy caritativos -dijo la mujer de Maheu-: los conozco.
Su corazón se quejaba de que cuanto menos necesitados, más favorecidos somos por la suerte en este mundo. ¿Por qué no habría visto a los señores de la Píolaine en el barrio? Tal vez hubiera podido sacarles algo con qué comer un par de días.
-Pues venía -dijo al fin- para ver si estabais menos apurados que nosotros... y si podías darme un poco de pan, con la condición de devolvértelo, por supuesto.
La mujer de Pierron contesto exaltándose:
-Nada, hija mía. Ni una migaja de pan. Si mamá no vuelve pronto, es porque no ha logrado lo que iba buscando, y nos tendremos que acostar sin cenar. No tenemos ni un mendrugo.
En aquel momento se oían sollozos que salían del sótano, y la mujer de Pierron se incomodó y empezó a pegar puñetazos en la puerta. Era la bribona de Lidia, a quien tenía encerrada, según dijo, para castigarla porque se iba a la calle y no volvía en todo el día. No había manera de domarla.
La mujer de Maheu, sin embargo, seguía allí, de pie, inmóvil y sin decidirse a marchar. El colorcito que se notaba en la sala baja la consolaba y la idea de que allí se comía aumentaba su dolor de estómago, producido por el hambre. Era evidente que habían encerrado a la niña, y hecho salir a la vieja, para comerse tranquilamente su plato de conejo. ¡Ah! Menudas cosas ocurren, cuanto peor conducta tiene una mujer, mejor van sus negocios!
-¡Adiós, buenas noches! -dijo de pronto.
Y salió a la calle; pero, en vez de irse a su casa, la mujer de Maheu dio una vuelta por los jardines, porque no se atrevía a entrar. Mas ¿a dónde ir? ¿A qué llamar a ninguna puerta, si todos estaban, como ellos, muertos de hambre?
Al pasar por delante de la iglesia, vio una sombra que caminaba rápidamente por la acera. Una esperanza vaga le hizo apresurar el paso, porque había conocido al cura de Montsou, el padre Joire, que los domingos decía misa en la capilla del barrio de los obreros: sin duda saldría de la sacristía, e indudablemente había ido a sus negocios por la noche, para que no le vieran los mineros.
-Señor cura, señor cura -tartamudeó la mujer de Maheu cuando estuvo cerca de él. Pero el cura no se detuvo.
-Buenas noches, hija mía, buenas noches -contestó, acelerando más el paso.
La mujer de Maheu se vio, sin saber cómo, a la puerta de su casa otra vez, y como las piernas se negaban a sostenerla, volvió a entrar en ella.
Nadie se había movido. Maheu continuaba sentado en el pico de la mesa, cada vez más abatido. El viejo Buenamuerte y los chiquillos se apretaban unos contra otros en el banco, para tener menos frío. La vela había estado ardiendo, y quedaba ya tan poco de ella, que muy pronto estarían a oscuras. Al oír abrir la puerta los chicos volvieron la cabeza; pero viendo que su madre no llevaba nada en las manos, se pusieron a mirar el suelo, conteniendo el deseo de llorar, por miedo que les regañasen. La mujer de Maheu se sentó en una silla, junto a la lumbre que se apagaba. Nadie le preguntó; el silencio continuaba. Todos habían comprendido, y consideraban inútil cansarse en hablar; ya no tenían más que una esperanza, esperanza vaga: la vuelta de Esteban, que quizás sería más afortunado que su amiga.
Cuando Esteban entró, vieron que llevaba en un trapo una docena de patatas cocidas, pero frías ya.
-Esto es todo lo que he encontrado -dijo.
Y es que en casa de la Mouquette tampoco había pan, por lo cual le dio lo que tenía para comer ella, metiéndolo a la fuerza en aquel trapo, y besándole mil veces con cariñoso entusiasmo.
-Gracias -contestó a la mujer de Maheu, que le ofrecía su parte-: yo he comido allí.
Mentía, y no podía menos de contemplar, con aire sombrío a los niños que se abalanzaban a las patatas con verdadera ansia. El padre y la madre también se contenían para dejarles más parte; en cambio, el viejo tragaba cuanto podía. Fue necesario quitarle una patata para dársela a Alicia. En tres minutos la mesa quedó limpia. Miráronse unos a otros, porque todavía tenían mucha hambre.
Entonces Esteban dijo que había recibido noticias importantes. La Compañía, irritada por el tesón de los obreros, iba a despedir para siempre a los más comprometidos en la huelga. Decididamente se declaraba la guerra sin cuartel. Y otro rumor más grave circulaba: el de que había conseguido de muchos mineros que volviesen al trabajo; al día siguiente La Victoria y Feutry Cantel debían tener todas las brigadas completas, y en Mirou y en La Magdalena contaban ya con la tercera parte de los trabajadores.
-¡Maldita sea! -gritó el padre-. ¡Si hay traidores entre nosotros, es preciso darles su merecido. Y puesto en pie, cediendo a la influencia de los sufrimientos físicos y morales:
-¡Vamos mañana por la noche al bosque! -gritó-. Puesto que nos prohíben que nos reunamos en la Alegría, en medio del bosque estaremos más cómodos.
Aquel grito había despertado al viejo Buenamuerte, que dormitaba después de atracarse de patatas.
Aquel era el antiguo grito de combate, la contraseña de los mineros de otro tiempo, cuando se reunían para organizar la resistencia contra los soldados del rey.
-¡Sí, sí, a Vandame! -dijo a su vez-. Yo soy de los que van, si se celebra la reunión allí. La mujer de Maheu hizo un gesto enérgico.
-¡Iremos todos! ¡Así se acabará con estas injusticias y con estas traiciones! -exclamó.
Esteban decidió que se diera cita a todos los barrios de obreros para el día siguiente por la noche. Pero la lumbre se había acabado como en casa de Levaque, y la vela se apagó bruscamente. Ya no había carbón ni petróleo, y fue necesario que subieran a acostarse a tientas y transidos de frío. Los dos chiquillos lloraban.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo VI
Juan, ya curado, podía andar; pero sus piernas habían quedado tan mal, que cojeaba de las dos y andaba como los patos, si bien no dejaba de correr con la misma habilidad y ligereza que antes.
Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, Juan estaba al acecho en el camino de Réquillart, acompañado de sus inseparables Braulio y Lidia. Se había emboscado detrás de una empalizada, enfrente de una tiendecilla de comestibles, colocada en el borde del sendero. Una vieja, casi ciega, tenía allí para vender tres o cuatro sacos de lentejas y algunas sardinas, todo negro de polvo; pero lo que Juan miraba con maliciosa atención e intenciones nada buenas, era una bacalada que había colgada en la puerta. Ya dos veces había enviado a Braulio para cogerla; pero las dos veces se lo había impedido algún transeúnte que se asomaba por el recodo del camino. ¡Qué demonio de importunos! ¡No podía uno dedicarse en paz a sus negocios!
Apareció un señor a caballo, y los tres chiquillos se ocultaron de nuevo detrás de la empalizada al reconocer al señor Hennebeau. A menudo, desde que comenzara la huelga, se le veía así por los caminos, paseando solo por en medio de los barrios que habitaban los obreros sublevados, haciendo alarde de valor, para cerciorarse por sí mismo de la situación.
Y jamás oyó silbar una piedra; no tropezaba sino con hombres que le saludaban de no muy buena gana, aunque respetuosamente, o con parejas amorosas que se reían de la política e iban a gozar placeres en la soledad del campo. Él, sin acortar el trote de su yegua, volviendo la cabeza para no interrumpir a nadie, pasaba por allí, sintiendo, sin saber por qué, que su corazón se henchía de deseos en aquel país del amor libre. Vio perfectamente a los chicos echados sobre Lidia, y sintió que los ojos se le humedecían a su pesar, mientras, recto en la silla, militarmente abrochado hasta el cuello, desaparecía por el otro lado del camino.
-¡Maldita suerte! -dijo Juan- No acabaremos nunca. ¡Anda, Braulio, tira de la cola!
Pero en aquel momento aparecieron dos hombres, y el chiquillo contuvo un juramento, cuando oyó la voz de su hermano Zacarías, contando a Mouque que le había quitado a su mujer una pieza de cuarenta sueldos que tenía cosida en la falda. Los dos, que iban riéndose, cogidos amigablemente del brazo, se detuvieron un momento, trazando planes para el otro día.
-¿Pero se van a estar ahí hasta la noche? -dijo Juan exasperado-. En cuanto oscurezca, la mujer descolgará la bacalada, y adiós mi dinero.
Pasó otro hombre en dirección a Réquillart. Zacarías se marchó con él: y al pasar por delante de la empalizada, el chiquillo les oyó hablar de la reunión en el bosque; habían tenido que aplazarla hasta el día siguiente, para tener tiempo de avisar en todos los barrios.
-¿Habéis oído? -murmuró el niño, hablando con sus dos compañeros-. ¿Habéis oído? Mañana es el gran día. Iremos, ¿no es verdad? Nos escaparemos por la tarde.
Y como al fin, en aquel instante no había nadie en la carretera, ordenó a Braulio que fuese a robar la bacalada.
-¡Valiente! ¿Eh? Tira pronto de ella, y mucho cuidado, porque la vieja tiene una escoba en la mano.
Cuarta parte: Capítulo VI
Juan, ya curado, podía andar; pero sus piernas habían quedado tan mal, que cojeaba de las dos y andaba como los patos, si bien no dejaba de correr con la misma habilidad y ligereza que antes.
Aquella tarde, a la hora del crepúsculo, Juan estaba al acecho en el camino de Réquillart, acompañado de sus inseparables Braulio y Lidia. Se había emboscado detrás de una empalizada, enfrente de una tiendecilla de comestibles, colocada en el borde del sendero. Una vieja, casi ciega, tenía allí para vender tres o cuatro sacos de lentejas y algunas sardinas, todo negro de polvo; pero lo que Juan miraba con maliciosa atención e intenciones nada buenas, era una bacalada que había colgada en la puerta. Ya dos veces había enviado a Braulio para cogerla; pero las dos veces se lo había impedido algún transeúnte que se asomaba por el recodo del camino. ¡Qué demonio de importunos! ¡No podía uno dedicarse en paz a sus negocios!
Apareció un señor a caballo, y los tres chiquillos se ocultaron de nuevo detrás de la empalizada al reconocer al señor Hennebeau. A menudo, desde que comenzara la huelga, se le veía así por los caminos, paseando solo por en medio de los barrios que habitaban los obreros sublevados, haciendo alarde de valor, para cerciorarse por sí mismo de la situación.
Y jamás oyó silbar una piedra; no tropezaba sino con hombres que le saludaban de no muy buena gana, aunque respetuosamente, o con parejas amorosas que se reían de la política e iban a gozar placeres en la soledad del campo. Él, sin acortar el trote de su yegua, volviendo la cabeza para no interrumpir a nadie, pasaba por allí, sintiendo, sin saber por qué, que su corazón se henchía de deseos en aquel país del amor libre. Vio perfectamente a los chicos echados sobre Lidia, y sintió que los ojos se le humedecían a su pesar, mientras, recto en la silla, militarmente abrochado hasta el cuello, desaparecía por el otro lado del camino.
-¡Maldita suerte! -dijo Juan- No acabaremos nunca. ¡Anda, Braulio, tira de la cola!
Pero en aquel momento aparecieron dos hombres, y el chiquillo contuvo un juramento, cuando oyó la voz de su hermano Zacarías, contando a Mouque que le había quitado a su mujer una pieza de cuarenta sueldos que tenía cosida en la falda. Los dos, que iban riéndose, cogidos amigablemente del brazo, se detuvieron un momento, trazando planes para el otro día.
-¿Pero se van a estar ahí hasta la noche? -dijo Juan exasperado-. En cuanto oscurezca, la mujer descolgará la bacalada, y adiós mi dinero.
Pasó otro hombre en dirección a Réquillart. Zacarías se marchó con él: y al pasar por delante de la empalizada, el chiquillo les oyó hablar de la reunión en el bosque; habían tenido que aplazarla hasta el día siguiente, para tener tiempo de avisar en todos los barrios.
-¿Habéis oído? -murmuró el niño, hablando con sus dos compañeros-. ¿Habéis oído? Mañana es el gran día. Iremos, ¿no es verdad? Nos escaparemos por la tarde.
Y como al fin, en aquel instante no había nadie en la carretera, ordenó a Braulio que fuese a robar la bacalada.
-¡Valiente! ¿Eh? Tira pronto de ella, y mucho cuidado, porque la vieja tiene una escoba en la mano.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Felizmente, la noche estaba muy oscura. Braulio dio un salto, y se cogió a la bacalada, rompiendo la cuerdecilla que la sujetaba a un clavo, y enseguida echó a correr, seguido por Juan y Lidia, como alma que lleva el diablo. La tendera, asombrada, salió de la tienda sin comprender lo que pasaba, y sin poder distinguir el grupo, que desapareció corriendo en la oscuridad.
Aquellos granujas acabaron por ser el terror de la zona. Poco a poco la habían ido invadiendo como una horda salvaje. Al principio se habían contentado con los alrededores de la Voreux, revolcándose en los montones de carbón, de donde salían completamente tiznados, y jugando al escondite entre los montones de tablones, por donde se perdían como en el fondo de un bosque virgen. Luego habían tomado por asalto la plataforma, y cada día ensanchaban el campo de sus operaciones; corrían los campos, comiendo raíces y frutos, bajaban a la orilla del canal a pescar peces, y viajaban hasta el bosque de Vandame. Pronto toda la inmensa llanura les pertenecía.
Y la verdadera causa que les hacía recorrer la zona desde Montsou a Marchiennes era la afición al merodeo. Juan era el capitán en todas aquellas expediciones; dirigía su tropa sobre tal o cual presa, devastando las plantaciones de cebollas, y las huertas, y los jardines. En aquellos alrededores se empezaba a hablar de los mineros en huelga y de una partida de ladrones bien organizada. Un día obligó a Lidia a que robase a su misma madre, haciendo que le llevase dos docenas de las rosquillas que vendía, y la niña a pesar de haber recibido una paliza soberbia, no le había descubierto, porque temblaba ante la autoridad absoluta. Y lo malo era que él se quedaba con la mejor parte. Braulio tenía también que entregarle el botín, y se daba por muy contento cuando el capitán no le abofeteaba y guardaba para sí la parte que le correspondía a él.
Hacía algún tiempo que Juan abusaba de su autoridad. Pegaba a Lidia como se pega a una mujer legítima, y se aprovechaba de la credulidad de Braulio para mezclarle en aventuras desagradables; era feliz, burlándose de aquel muchachote, más fuerte y robusto que él, que de un solo puñetazo le habría roto la cabeza. Los despreciaba a los dos; los trataba como a esclavos, y les decía que su querida era una princesa, ante la cual no eran dignos de presentarse. Y, en efecto, hacía ocho días que desaparecía bruscamente por la esquina de una calle o en el recodo de un camino, después de darles orden, con la cara feroz, de que se volvieran enseguida a su casa. Claro está que, antes, se guardaba el botín.
Lo mismo sucedió aquella noche.
-Dámela -dijo arrancando la bacalada de manos de su compañero, cuando los tres se detuvieron en un recodo de la carretera, cerca de Réquillart.
Braulio protestó.
-Quiero mi parte, ¿oyes? Porque yo la he cogido.
-¿Eh? ¿Cómo? -exclamó Juan-. Tendrás parte si te la doy; pero no será esta noche. Será mañana, si queda algo.
Pegó un empujón a Lidia, y los cuadró uno al lado del otro, como si fuesen soldados. Luego, pasando por detrás de ellos:
-Ahora os vais a estar ahí cinco minutos, sin volver la cara, y cuidado, porque si os volvéis os comerán las fieras. Enseguida os vais a casa, y cuidado con que Braulio te toque, Lidia, porque yo lo sabré, y habrá palos.
Y se desvaneció en la oscuridad, con tanto cuidado, que no se oyeron ni sus pisadas.
Los otros dos permanecieron inmóviles durante los cinco minutos que había mandado, sin atreverse a mirar hacia atrás, temerosos de recibir un bofetón misterioso. Poco a poco entre ellos dos había nacido un afecto entrañable, a causa del terror que ambos tenían a su capitán. Él siempre pensaba en abrazarla estrechándola fuertemente en sus brazos, como veía hacer a otros, y ella también hubiera querido que lo hiciese, porque tenía verdadero afán de ser acariciada con cariño, y no como lo hacía Juan. Pero cuando se marcharon, ni uno ni otro se atrevieron, aún cuando la noche estaba oscura, ni a darse siquiera un beso: caminaron uno junto a otro, conmovidos y desesperados a la vez, pero temerosos de que, si se tocaban, el capitán les daría una paliza.
A aquella misma hora Esteban entraba en Réquillart. El día antes la Mouquette le había suplicado que volviera y volvía, irritado consigo mismo, pero con cierta inclinación, a pesar suyo, hacia la moza, que le adoraba como si fuese un dios. Iba con el propósito de romper con ella. La vería y le explicaría que no debía perseguirle más, para no dar que hablar a las gentes. Los tiempos eran malos y era poco honrado andar buscando placeres cuando todos los amigos, y ellos mismos, estaban muriéndose de hambre. No la encontró en su casa, y decidió esperarla entre las ruinas de la antigua mina.
Entre los escombros esparcidos por todas partes, se abría el pozo de entrada, medio obstruido: un madero puesto en pie que sostenía un pedazo del antiguo techo, tenía el aspecto de un aparato de suplicio, junto al oscuro agujero; dos árboles habían crecido allí, como si salieran del abismo que se abría en lo que fue pozo de bajada. Aquel rincón tenía un aspecto de salvaje abandono, de entrada a un precipicio, interceptada por maderas de desecho.
Por ahorrarse gastos superfluos, la Compañía estaba desde hace diez años queriendo cegar el pozo de la mina; pero esperaba para ello a instalar un ventilador en la Voreux, porque el foco de ventilación de los dos pozos, que comunicaban, estaba colocado al pie de Réquillart, cuyo antiguo pozo servía de chimenea.
Por prudencia, a fin de que se pudiera subir y bajar, había dado orden de que se tuvieran en buen estado las escalas hasta una profundidad de quinientos veinticinco metros; pero, a pesar de lo mandado, nadie se ocupaba en ello; las escalas se pudrían de humedad y ya en algunos peldaños era preciso, para bajar, cogerse a las raíces de uno de los árboles y dejarse ir a la ventura en la oscuridad.
Esteban esperaba pacientemente al pie de un árbol, cuando sintió un ligero ruido entre las ramas. Pensó sería una culebra que se escabullía, asustada. Pero la luz de un fósforo vino a sorprenderle, y se quedó estupefacto al ver que, a pocos pasos de distancia, Juan encendía una vela y desaparecía por la boca del pozo.
Se sintió presa de una curiosidad tan grande, que sin encomendarse a Dios ni al diablo, se metió por el mismo agujero: el chiquillo había desaparecido; una débil claridad, producida por la vela que aquel llevaba en la mano, le guiaba. Por un instante titubeó: pero luego se dejó caer como había hecho el otro, agarrándose a las raíces del árbol, y después de temer al bajar de un salto los quinientos metros de altura, acabó por sentir bajo sus pies un peldaño de la escalera.
Y empezó a bajar con cuidado. Juan no debía de haber oído nada, porque Esteban seguía viendo debajo de él la luz que descendía, mientras que la sombra del chiquillo danzaba por las paredes del pozo. La escala continuaba bajando; pero era dificilísimo el descenso, pues unas veces tropezaba con peldaños que resistían bien y otras con peldaños que, medio podridos, crujían bajo su peso; y a medida que bajaba, el calor iba haciéndose sofocante: un calor de horno que salía del foco de ventilación, poco activo por fortuna desde que comenzara la huelga, pues en tiempo de trabajo no se hubiera podido hacer aquella excursión sin exponerse a tostarse.
-¡Maldito granuja! -murmuraba Esteban medio sofocado-. ¿Dónde demonios irá?
Dos veces estuvo a punto de caerse. Sus pies resbalaban en los húmedos peldaños de madera. ¡Si al menos hubiese tenido una luz como el chiquillo! Pero sin ella se golpeaba contra las paredes a cada instante, guiado como iba solamente por la vela que el muchacho llevaba en la mano, y que iba desapareciendo rápidamente.
Habían bajado ya veinte escalas, y el descenso continuaba. Desde entonces se puso a contarlas: "Veintiuna, veintidós, veintitrés", y seguían bajando, bajando sin cesar.
Sentía en la cabeza un calor terrible, que iba aumentando por momentos. Al fin llegó a un empalme de escalas, y vio que el chiquillo echaba a correr por una galería.
Treinta escalas significaban unos doscientos diez metros de bajada.
-¿Irá ahora a pasearse por ahí? -pensó Esteban-. Seguro que va a calentarse en la cuadra.
Pero allí, a la izquierda, la galería que conducía al establo se hallaba cerrada por los escombros de un desprendimiento. Empezó otra excursión más difícil y más peligrosa. Multitud de murciélagos, asustados, revoloteaban en la semioscuridad, e iban a pegarse al techo de la galería.
Tuvo que apresurar el paso para no perder de vista la luz, andando por la galería tras el muchacho; solamente que por los sitios por donde éste pasaba con facilidad, gracias a su ligereza de serpiente, él no podía atravesarlos sin arañarse. Aquella galería, como todas las de la mina abandonada, se había estrechado considerablemente y seguía estrechándose todos los días a causa de los hundimientos; en algunos sitios se había convertido en un verdadero agujero, que pronto habría de cerrarse por sí mismo. En aquellas circunstancias, los pedazos de maderas rotas se convertían en un verdadero peligro, porque le amenazaban con desgarrarle las carnes, o con atravesarle de parte a parte, si tropezaba con uno de improviso. Así es que caminaba con precaución, de rodillas o arrastrándose boca abajo, y andando a tientas en la oscuridad. Bruscamente le sorprendió un grupo de ratas, que le corrieron por todo el cuerpo, de la nuca a los pies, en un arranque de pánico.
-¡Maldita sea! ¿Habremos llegado ya? -murmuró casi sin poder respirar, y con un terrible dolor de riñones.
Habían llegado, en efecto. Al cabo de un kilómetro de camino, la galería se ensanchaba un poco, e iba a desembocar en un trozo de la mina que estaba en buen estado de conservación. Era el antiguo pie del pozo de subida, y estaba abierto en la roca viva, pareciendo una gruta natural. Tuvo que detenerse, pues veía a pocos metros de distancia al muchacho, que acababa de poner la vela entre dos piedras, y que se instalaba allí con la tranquilidad de quien se encuentra en su casa. Una instalación completa trocaba aquel trozo de galería en una habitación confortable. En el suelo, en un rincón, había paja extendida, que formaba una cama relativamente cómoda, y sobre unos pedazos de madera vieja, que servían de mesa, había un poco de todo: pan, velas, tarros de ginebra; era aquello una verdadera cueva de ladrones, donde se había ido acumulando el botín de muchas semanas, botín inútil, porque se veía allí hasta jabón y betún, robados por el gusto del hurto nada más. Y el muchacho, solo, en medio del producto de sus rapiñas, tenía el aire de un bandido egoísta, que no quisiera hacer a nadie partícipe de su alegría.
-Oye, niño; ¿te estás burlando de la gente? -exclamó Esteban cuando hubo descansado un momento-. ¿Te parece a ti que se puede tolerar que tú te atraques a lo grande, cuando los demás nos morimos de hambre?
Juan, asustado, estaba temblando. Pero, al conocer a Esteban, se tranquilizó enseguida..
-¿Quieres comer conmigo? -acabó por decir-. ¿Eh? Te daré un pedazo de bacalao asado. Ahora verás.
No había dejado la bacalada que llevaba en la mano, y empezó a quitarle el pellejo con un cuchillo nuevo, uno de esos cuchillos puñales con mango de hueso que llevan inscrita alguna divisa. En el de aquél se leía la palabra "Amor".
-Bonito cuchillo tienes -observó Esteban.
-Regalo de Lidia -respondió Juan, olvidando añadir que Lidia lo había robado por orden suya a un mercader de Montsou, que tenía su puesto ambulante frente a la taberna de la Cabeza cortada.
Aquellos granujas acabaron por ser el terror de la zona. Poco a poco la habían ido invadiendo como una horda salvaje. Al principio se habían contentado con los alrededores de la Voreux, revolcándose en los montones de carbón, de donde salían completamente tiznados, y jugando al escondite entre los montones de tablones, por donde se perdían como en el fondo de un bosque virgen. Luego habían tomado por asalto la plataforma, y cada día ensanchaban el campo de sus operaciones; corrían los campos, comiendo raíces y frutos, bajaban a la orilla del canal a pescar peces, y viajaban hasta el bosque de Vandame. Pronto toda la inmensa llanura les pertenecía.
Y la verdadera causa que les hacía recorrer la zona desde Montsou a Marchiennes era la afición al merodeo. Juan era el capitán en todas aquellas expediciones; dirigía su tropa sobre tal o cual presa, devastando las plantaciones de cebollas, y las huertas, y los jardines. En aquellos alrededores se empezaba a hablar de los mineros en huelga y de una partida de ladrones bien organizada. Un día obligó a Lidia a que robase a su misma madre, haciendo que le llevase dos docenas de las rosquillas que vendía, y la niña a pesar de haber recibido una paliza soberbia, no le había descubierto, porque temblaba ante la autoridad absoluta. Y lo malo era que él se quedaba con la mejor parte. Braulio tenía también que entregarle el botín, y se daba por muy contento cuando el capitán no le abofeteaba y guardaba para sí la parte que le correspondía a él.
Hacía algún tiempo que Juan abusaba de su autoridad. Pegaba a Lidia como se pega a una mujer legítima, y se aprovechaba de la credulidad de Braulio para mezclarle en aventuras desagradables; era feliz, burlándose de aquel muchachote, más fuerte y robusto que él, que de un solo puñetazo le habría roto la cabeza. Los despreciaba a los dos; los trataba como a esclavos, y les decía que su querida era una princesa, ante la cual no eran dignos de presentarse. Y, en efecto, hacía ocho días que desaparecía bruscamente por la esquina de una calle o en el recodo de un camino, después de darles orden, con la cara feroz, de que se volvieran enseguida a su casa. Claro está que, antes, se guardaba el botín.
Lo mismo sucedió aquella noche.
-Dámela -dijo arrancando la bacalada de manos de su compañero, cuando los tres se detuvieron en un recodo de la carretera, cerca de Réquillart.
Braulio protestó.
-Quiero mi parte, ¿oyes? Porque yo la he cogido.
-¿Eh? ¿Cómo? -exclamó Juan-. Tendrás parte si te la doy; pero no será esta noche. Será mañana, si queda algo.
Pegó un empujón a Lidia, y los cuadró uno al lado del otro, como si fuesen soldados. Luego, pasando por detrás de ellos:
-Ahora os vais a estar ahí cinco minutos, sin volver la cara, y cuidado, porque si os volvéis os comerán las fieras. Enseguida os vais a casa, y cuidado con que Braulio te toque, Lidia, porque yo lo sabré, y habrá palos.
Y se desvaneció en la oscuridad, con tanto cuidado, que no se oyeron ni sus pisadas.
Los otros dos permanecieron inmóviles durante los cinco minutos que había mandado, sin atreverse a mirar hacia atrás, temerosos de recibir un bofetón misterioso. Poco a poco entre ellos dos había nacido un afecto entrañable, a causa del terror que ambos tenían a su capitán. Él siempre pensaba en abrazarla estrechándola fuertemente en sus brazos, como veía hacer a otros, y ella también hubiera querido que lo hiciese, porque tenía verdadero afán de ser acariciada con cariño, y no como lo hacía Juan. Pero cuando se marcharon, ni uno ni otro se atrevieron, aún cuando la noche estaba oscura, ni a darse siquiera un beso: caminaron uno junto a otro, conmovidos y desesperados a la vez, pero temerosos de que, si se tocaban, el capitán les daría una paliza.
A aquella misma hora Esteban entraba en Réquillart. El día antes la Mouquette le había suplicado que volviera y volvía, irritado consigo mismo, pero con cierta inclinación, a pesar suyo, hacia la moza, que le adoraba como si fuese un dios. Iba con el propósito de romper con ella. La vería y le explicaría que no debía perseguirle más, para no dar que hablar a las gentes. Los tiempos eran malos y era poco honrado andar buscando placeres cuando todos los amigos, y ellos mismos, estaban muriéndose de hambre. No la encontró en su casa, y decidió esperarla entre las ruinas de la antigua mina.
Entre los escombros esparcidos por todas partes, se abría el pozo de entrada, medio obstruido: un madero puesto en pie que sostenía un pedazo del antiguo techo, tenía el aspecto de un aparato de suplicio, junto al oscuro agujero; dos árboles habían crecido allí, como si salieran del abismo que se abría en lo que fue pozo de bajada. Aquel rincón tenía un aspecto de salvaje abandono, de entrada a un precipicio, interceptada por maderas de desecho.
Por ahorrarse gastos superfluos, la Compañía estaba desde hace diez años queriendo cegar el pozo de la mina; pero esperaba para ello a instalar un ventilador en la Voreux, porque el foco de ventilación de los dos pozos, que comunicaban, estaba colocado al pie de Réquillart, cuyo antiguo pozo servía de chimenea.
Por prudencia, a fin de que se pudiera subir y bajar, había dado orden de que se tuvieran en buen estado las escalas hasta una profundidad de quinientos veinticinco metros; pero, a pesar de lo mandado, nadie se ocupaba en ello; las escalas se pudrían de humedad y ya en algunos peldaños era preciso, para bajar, cogerse a las raíces de uno de los árboles y dejarse ir a la ventura en la oscuridad.
Esteban esperaba pacientemente al pie de un árbol, cuando sintió un ligero ruido entre las ramas. Pensó sería una culebra que se escabullía, asustada. Pero la luz de un fósforo vino a sorprenderle, y se quedó estupefacto al ver que, a pocos pasos de distancia, Juan encendía una vela y desaparecía por la boca del pozo.
Se sintió presa de una curiosidad tan grande, que sin encomendarse a Dios ni al diablo, se metió por el mismo agujero: el chiquillo había desaparecido; una débil claridad, producida por la vela que aquel llevaba en la mano, le guiaba. Por un instante titubeó: pero luego se dejó caer como había hecho el otro, agarrándose a las raíces del árbol, y después de temer al bajar de un salto los quinientos metros de altura, acabó por sentir bajo sus pies un peldaño de la escalera.
Y empezó a bajar con cuidado. Juan no debía de haber oído nada, porque Esteban seguía viendo debajo de él la luz que descendía, mientras que la sombra del chiquillo danzaba por las paredes del pozo. La escala continuaba bajando; pero era dificilísimo el descenso, pues unas veces tropezaba con peldaños que resistían bien y otras con peldaños que, medio podridos, crujían bajo su peso; y a medida que bajaba, el calor iba haciéndose sofocante: un calor de horno que salía del foco de ventilación, poco activo por fortuna desde que comenzara la huelga, pues en tiempo de trabajo no se hubiera podido hacer aquella excursión sin exponerse a tostarse.
-¡Maldito granuja! -murmuraba Esteban medio sofocado-. ¿Dónde demonios irá?
Dos veces estuvo a punto de caerse. Sus pies resbalaban en los húmedos peldaños de madera. ¡Si al menos hubiese tenido una luz como el chiquillo! Pero sin ella se golpeaba contra las paredes a cada instante, guiado como iba solamente por la vela que el muchacho llevaba en la mano, y que iba desapareciendo rápidamente.
Habían bajado ya veinte escalas, y el descenso continuaba. Desde entonces se puso a contarlas: "Veintiuna, veintidós, veintitrés", y seguían bajando, bajando sin cesar.
Sentía en la cabeza un calor terrible, que iba aumentando por momentos. Al fin llegó a un empalme de escalas, y vio que el chiquillo echaba a correr por una galería.
Treinta escalas significaban unos doscientos diez metros de bajada.
-¿Irá ahora a pasearse por ahí? -pensó Esteban-. Seguro que va a calentarse en la cuadra.
Pero allí, a la izquierda, la galería que conducía al establo se hallaba cerrada por los escombros de un desprendimiento. Empezó otra excursión más difícil y más peligrosa. Multitud de murciélagos, asustados, revoloteaban en la semioscuridad, e iban a pegarse al techo de la galería.
Tuvo que apresurar el paso para no perder de vista la luz, andando por la galería tras el muchacho; solamente que por los sitios por donde éste pasaba con facilidad, gracias a su ligereza de serpiente, él no podía atravesarlos sin arañarse. Aquella galería, como todas las de la mina abandonada, se había estrechado considerablemente y seguía estrechándose todos los días a causa de los hundimientos; en algunos sitios se había convertido en un verdadero agujero, que pronto habría de cerrarse por sí mismo. En aquellas circunstancias, los pedazos de maderas rotas se convertían en un verdadero peligro, porque le amenazaban con desgarrarle las carnes, o con atravesarle de parte a parte, si tropezaba con uno de improviso. Así es que caminaba con precaución, de rodillas o arrastrándose boca abajo, y andando a tientas en la oscuridad. Bruscamente le sorprendió un grupo de ratas, que le corrieron por todo el cuerpo, de la nuca a los pies, en un arranque de pánico.
-¡Maldita sea! ¿Habremos llegado ya? -murmuró casi sin poder respirar, y con un terrible dolor de riñones.
Habían llegado, en efecto. Al cabo de un kilómetro de camino, la galería se ensanchaba un poco, e iba a desembocar en un trozo de la mina que estaba en buen estado de conservación. Era el antiguo pie del pozo de subida, y estaba abierto en la roca viva, pareciendo una gruta natural. Tuvo que detenerse, pues veía a pocos metros de distancia al muchacho, que acababa de poner la vela entre dos piedras, y que se instalaba allí con la tranquilidad de quien se encuentra en su casa. Una instalación completa trocaba aquel trozo de galería en una habitación confortable. En el suelo, en un rincón, había paja extendida, que formaba una cama relativamente cómoda, y sobre unos pedazos de madera vieja, que servían de mesa, había un poco de todo: pan, velas, tarros de ginebra; era aquello una verdadera cueva de ladrones, donde se había ido acumulando el botín de muchas semanas, botín inútil, porque se veía allí hasta jabón y betún, robados por el gusto del hurto nada más. Y el muchacho, solo, en medio del producto de sus rapiñas, tenía el aire de un bandido egoísta, que no quisiera hacer a nadie partícipe de su alegría.
-Oye, niño; ¿te estás burlando de la gente? -exclamó Esteban cuando hubo descansado un momento-. ¿Te parece a ti que se puede tolerar que tú te atraques a lo grande, cuando los demás nos morimos de hambre?
Juan, asustado, estaba temblando. Pero, al conocer a Esteban, se tranquilizó enseguida..
-¿Quieres comer conmigo? -acabó por decir-. ¿Eh? Te daré un pedazo de bacalao asado. Ahora verás.
No había dejado la bacalada que llevaba en la mano, y empezó a quitarle el pellejo con un cuchillo nuevo, uno de esos cuchillos puñales con mango de hueso que llevan inscrita alguna divisa. En el de aquél se leía la palabra "Amor".
-Bonito cuchillo tienes -observó Esteban.
-Regalo de Lidia -respondió Juan, olvidando añadir que Lidia lo había robado por orden suya a un mercader de Montsou, que tenía su puesto ambulante frente a la taberna de la Cabeza cortada.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Luego, sin dejar de raspar el pellejo, continuó diciendo:
-Se está bien en mi casa, ¿no es verdad? Se está más calentito que allá arriba, y huele mucho mejor.
Esteban tomó asiento, deseando hacerle hablar. Ya no tenía rabia; al contrario, experimentaba cierta simpatía y cierto interés hacia aquel granuja tan atrevido y tan industrioso: además, disfrutaba de cierto agradable calor en aquella caverna; la temperatura no era demasiado elevada tampoco, y se agradecía más, porque fuera de allí los fríos de diciembre se ensañaban particularmente con los mineros, que carecían de defensa contra él. A medida que el tiempo pasaba, iban desapareciendo de las galerías los gases nocivos, y el grisú había desaparecido por completo. No se notaba allí más que el olor a las maderas viejas en fermentación, un olor muy sutil a éter. Aquellos trozos de madera tenían, además, un aspecto agradable, una palidez amarillenta, como la del mármol, adornada de caprichosas labores blanquecinas que semejaban delicados bordados de seda y aljófar. Otros maderos aparecían cubiertos de hongos, y todos ellos estaban poblados de mariposas blancas de moscas y arañas, todo un pueblo de insectos, que jamás había visto la luz del sol.
-¿De modo que no tienes miedo? -preguntó Esteban. Juan le miró con asombro.
-¿Miedo de qué? ¿Pues no estoy solo?
Ya había acabado de raspar el bacalao. Encendió lumbre con unos pedazos de madera, y empezó a asarlo. Luego cortó un pan en dos pedazos. El regalo era terriblemente salado; pero, así y todo, muy a propósito para estómagos fuertes.
Esteban aceptó la parte que le ofrecía.
-Ya no me extraña que engordes mientras nosotros adelgazamos. ¿Sabes que es una bribonada? ¿No piensas en los demás?
-Toma, ¿por qué los demás son tan tontos?
-Después de todo, haces bien en esconderte, porque si tu padre supiera que robas, seguro que te ponía como nuevo.
-Por qué, ¿no nos roban a nosotros los burgueses? Tú lo estás diciendo siempre. Este pan que le he quitado a Maigrat, nos lo había robado él antes.
El joven, con la boca llena, guardó silencio, verdaderamente confundido. Le miraba con atención, contemplando aquellos ojos verdes, aquellas orejas enormes, aquel aspecto de aborto degenerado, oscuro de inteligencia, pero de una astucia instintiva extraordinaria. La mina, que lo había producido, acabó de completarlo, rompiéndole las dos piernas.
-¿No traes aquí a Lidia algunas veces? -le preguntó Esteban.
Juan sonrió desdeñosamente.
-¡A esa niña! -contestó-. ¡No, por cierto! Las mujeres son muy charlatanas.
Y siguió riendo, lleno de inmenso desdén hacia Braulio y Lidia. Jamás se había visto dos chiquillos más estúpidos. El recuerdo de que a aquella hora se encaminaban a sus casas muertos de hambre y de frío, mientras él se comía la bacalada al calor de un fuego, le hacía desternillarse de risa. Luego, añadió, con la gravedad de un filósofo:
-Vale más hacer las cosas solo, porque siempre está uno de acuerdo.
Esteban había acabado de comerse el pan. Bebió un trago de ginebra. Por un momento creyó que no sería corresponder mal a la hospitalidad de Juan cogerle por una oreja y llevárselo a su casa, prohibiéndole merodear más, y amenazándole con decírselo todo a su padre si volvía a las andadas. Pero, al ver aquel escondite confortable, acudía a su mente una idea: tal vez lo necesitara para él o para los amigos, si las cosas tomaban un giro desagradable. Hizo que el chico le prometiese solemnemente no faltar a dormir en su casa, como le sucedía algunas veces desde que había descubierto aquel retiro, y, cogiendo una vela, se marchó, dejándole que arreglase tranquilamente su vivienda.
La Mouquette se impacientaba esperándole, sentada en un madero, a pesar del mucho frío que hacía. Cuando le vio, saltó a su cuello; y cuando le dijo que no debían volver a reunirse, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. ¡Dios mío! ¿Por qué? ¿No le quería ella bastante? Esteban, para no caer en la tentación de entrar en su casa, se la llevaba hacia la carretera, explicándole, lo más dulcemente que podía, que le comprometía ante los compañeros, y que comprometía, por tanto, la causa política, que a todo trance era necesario defender. Ella no entendía qué relación podían tener sus amores con la política.
Luego pensó que se avergonzaba de ella, lo cual no la ofendió, porque era natural, y se conformó con todo, y hasta llegó a prestarse a que le diera un bofetón en público, para que todos comprendieran que habían reñido. Pero quiso que le prometiese que la vería un ratito de vez en cuando. Desesperada, le suplicaba y le rogaba, jurando esconderse para que nadie los viese juntos, y que en cada entrevista no le entretendría más que cinco minutos. Él, muy conmovido, se negaba a todo. Era un sacrificio necesario. Al separarse, quiso ella darle un beso. Poco a poco, fueron llegando hasta las primeras casas de Montsou, y estaban abrazados estrechamente a la luz de la luna, cuando una mujer pasó junto a ellos dando un salto de sorpresa, como si hubiera tropezado con una piedra.
-¿Quién es? -preguntó Esteban con inquietud.
-Es Catalina -respondió la Mouquette-. Vendrá de Juan-Bart.
La mujer en cuestión se alejaba, con la cabeza baja, las piernas temblorosas y el andar cansado. Y el joven la miraba, desesperado de haber sido visto por ella, y con el corazón dolorido por un remordimiento cuya causa no se explicaba. ¿Acaso no vivía ella con otro hombre? ¿Acaso no le había impuesto la misma pena allí mismo, en el camino de Réquillart, entregándose a otro? Y, sin embargo, le desolaba haberle devuelto el sufrimiento.
-¿Quieres que te diga una cosa? -murmuró la Mouquette con lágrimas en los ojos, cuando perdieron de vista a Catalina-. No me quieres porque quieres a otra.
Al día siguiente, amaneció el cielo sereno y hermoso; era uno de esos magníficos días de invierno, fríos, pero despejados. Juan se había ido de su casa a la una; mas tuvo que esperar a Braulio detrás de la iglesia y por poco tuvieron que marcharse sin Lidia, a quien su madre había vuelto a encerrar en el sótano. Acababa de sacarla de su encierro, colgándole una cesta al brazo, y diciéndole que, si no volvía con ella llena de berros, la volvía a encerrar toda la noche, para que se la comiesen las ratas. Así es que, llena de miedo, quería ante todo ir a coger berros. Juan la disuadió de su idea: luego verían lo que había de hacer.
Desde muchos días antes andaba dándole vueltas a Polonia, la coneja de Rasseneur. Precisamente al pasar por la puerta de la taberna vio al animalito, que andaba correteando por allí. La cogió de un salto por las orejas, la metió en la cesta que llevaba Lidia, y los tres salieron al galope, gozándose de antemano en lo que iban a divertirse haciendo correr a la coneja por el llano.
Pero se detuvieron para ver a Zacarías y a Mouque, que, después de haber bebido un jarro de cerveza con otros dos amigos, se disponían a jugar una partida de toña. Se jugaban una gorra nueva y un pañuelo colorado para el cuello, depositados en casa de Rasseneur. Los cuatro jugadores, dos a dos, señalaron para la primera parte de la partida la distancia que había entre la Voreux y la finca Paillot, unos tres kilómetros próximamente; y Zacarías ganó, porque apostó a recorrer la distancia en siete viajes de la toña lanzada al aire, mientras que el hijo de Mouque no se comprometía a hacerlo en menos de ocho. Pusieron la toña en el suelo, con una de las puntas al aire. Cada cual empuñó su correspondiente palo sujeto a la muñeca por un cordel. Al dar las dos, arrancaron. Zacarías, manejando magistralmente su pala, lanzó la toña a más de cuatrocientos metros a través de los sembrados de remolacha, porque estaba prohibido jugar en las calles del pueblo y en la carretera, a causa de haber ocurrido algunas desgracias ya. Mouque, que tampoco era manco, lanzó la suya a unos ciento cincuenta metros. Y la partida continuó, dando palos a la toña, siempre corriendo, sin cuidarse de los rasguños que los pedruscos les hacían en los pies.
Al principio, Juan, Braulio y Lidia habían galopado detrás de los jugadores, entusiasmados con los buenos golpes y las peripecias del juego. Luego se acordaron de la pobre Polonia, que daba saltos en la cesta; y dejando a los jugadores en medio del campo, sacaron a la coneja, deseosos de ver si corría mucho. El pobre animal salió como disparado; ellos se lanzaron en su persecución, y aquello fue una cacería salvaje Por espacio de una hora, en medio de gritos desaforados para asustar al animal. Si la coneja no hubiera estado preñada, seguro que no la habrían podido alcanzar.
Iban ya sin aliento cuando voces desaforadas les hicieron volver la cabeza. Acababan de ponerse delante de los jugadores y Zacarías había estado a punto de romper la cabeza a su hermano. Los jugadores estaban en la cuarta partida: desde la finca Paillot habían corrido a los Cuatro Caminos; de los Cuatro Caminos a Montoire, y entonces habían de recorrer en seis golpes la distancia que hay entre Montoire y el Prado de las Vacas.
Aquello representaba una carrera de dos leguas y media, en una hora; habían bebido cerveza en la taberna Vincent y en el cafetín de los Tres-Sabios. Mouque esta vez tenía la mano. No le faltaban más que dos jugadas, y su triunfo parecía seguro, cuando Zacarías, bromeando como de costumbre, dio un golpe tan hábil en uso de su derecho, que la toña cayó en un foso muy profundo. El compañero de Mouque no pudo sacarla de allí, y aquello fue un desastre. Los cuatro gritaban; la partida se hacía muy reñida, porque estaban iguales, y era necesario volver a empezar. Desde el Prado de las Vacas hasta la punta de Verdes Hierbas, no había menos de dos kilómetros, y apostaron a recorrerles en cinco golpes. Cuando llegaran allí, refrescarían en casa de Lerenard.
Pero Juan acababa de tener una idea. Los dejó marchar, y luego, sacando del bolsillo un cordel, lo ató a la pata izquierda de la pobre Polonia, y la diversión fue grande; la coneja corría delante de los tres galopines estirando las patas y haciendo tales contorsiones para huir de aquel tormento, que los chiquillos no se habían reído tanto en su vida. Luego la ataron por el cuello para que corriese; y como el animalito estaba cansado, la arrastraron unas veces sobre el lomo, otras sobre la barriga, como fuera un cochecillo de juguete. La broma duraba ya más de una hora; pobre animal estaba reventado, cuando tuvieron que cogerla precipitadamente para meterla en la cesta y esconderse detrás de unos matorrales mientras pasaban los jugadores, con los cuales habían tropezado de nuevo. Zacarías, Mouque y sus dos compañeros se sorbían los kilómetros como suele decirse, sin darse más tiempo de reposo que el estrictamente necesario para echarse al coleto un jarro de cerveza en las tabernas que se señalaban como término de cada partida. Desde Verdes Hierbas habían corrido a Buchy, luego a la Cruz de Piedra, y después a Chamblay. La tierra, endurecida por la escarcha, crujía bajo sus pies, que no cesaban de correr detrás de la toña, la cual rebotaba en el suelo; el día era muy a propósito, porque, como la tierra estaba dura, se podía correr sin miedo de hundirse en los surcos levantados por el arado: no había más peligro que el de romperse las piernas. En el aire seco, los golpes del palo sobre la toña resonaban como tiros. Las fornidas manos empuñaban los palos con furor, y hacían tanta fuerza con el cuerpo como si trataran de matar a un buey de un puñetazo: y todo esto durante horas y horas, de un extremo a otro de la llanura, saltando vallas, salvando fosos, cruzando senderos y sembrados. Precisaba tener para aquel ejercicio buenos pulmones y músculos de acero. Los mineros se entregaban con furor a esas carreras, que servían para desentumecerles los miembros.
Algunas veces recorrían así ocho o diez leguas; pero esto mientras eran jóvenes, porque a los cuarenta años no había quien jugase a la toña.
Dieron las cinco, la hora del crepúsculo. Convinieron en jugar otra partida hasta el bosque de Vandame, para ver quién se llevaba la gorra y el pañuelo, y Zacarías, que, como de costumbre, se reía de todas aquellas cosas de política, dijo que sería gracioso llegar allí en el momento de la reunión, para lo cual se habían dado cita los mineros de todos los alrededores. Juan, desde que saliera de su casa, seguía recorriendo los
-Se está bien en mi casa, ¿no es verdad? Se está más calentito que allá arriba, y huele mucho mejor.
Esteban tomó asiento, deseando hacerle hablar. Ya no tenía rabia; al contrario, experimentaba cierta simpatía y cierto interés hacia aquel granuja tan atrevido y tan industrioso: además, disfrutaba de cierto agradable calor en aquella caverna; la temperatura no era demasiado elevada tampoco, y se agradecía más, porque fuera de allí los fríos de diciembre se ensañaban particularmente con los mineros, que carecían de defensa contra él. A medida que el tiempo pasaba, iban desapareciendo de las galerías los gases nocivos, y el grisú había desaparecido por completo. No se notaba allí más que el olor a las maderas viejas en fermentación, un olor muy sutil a éter. Aquellos trozos de madera tenían, además, un aspecto agradable, una palidez amarillenta, como la del mármol, adornada de caprichosas labores blanquecinas que semejaban delicados bordados de seda y aljófar. Otros maderos aparecían cubiertos de hongos, y todos ellos estaban poblados de mariposas blancas de moscas y arañas, todo un pueblo de insectos, que jamás había visto la luz del sol.
-¿De modo que no tienes miedo? -preguntó Esteban. Juan le miró con asombro.
-¿Miedo de qué? ¿Pues no estoy solo?
Ya había acabado de raspar el bacalao. Encendió lumbre con unos pedazos de madera, y empezó a asarlo. Luego cortó un pan en dos pedazos. El regalo era terriblemente salado; pero, así y todo, muy a propósito para estómagos fuertes.
Esteban aceptó la parte que le ofrecía.
-Ya no me extraña que engordes mientras nosotros adelgazamos. ¿Sabes que es una bribonada? ¿No piensas en los demás?
-Toma, ¿por qué los demás son tan tontos?
-Después de todo, haces bien en esconderte, porque si tu padre supiera que robas, seguro que te ponía como nuevo.
-Por qué, ¿no nos roban a nosotros los burgueses? Tú lo estás diciendo siempre. Este pan que le he quitado a Maigrat, nos lo había robado él antes.
El joven, con la boca llena, guardó silencio, verdaderamente confundido. Le miraba con atención, contemplando aquellos ojos verdes, aquellas orejas enormes, aquel aspecto de aborto degenerado, oscuro de inteligencia, pero de una astucia instintiva extraordinaria. La mina, que lo había producido, acabó de completarlo, rompiéndole las dos piernas.
-¿No traes aquí a Lidia algunas veces? -le preguntó Esteban.
Juan sonrió desdeñosamente.
-¡A esa niña! -contestó-. ¡No, por cierto! Las mujeres son muy charlatanas.
Y siguió riendo, lleno de inmenso desdén hacia Braulio y Lidia. Jamás se había visto dos chiquillos más estúpidos. El recuerdo de que a aquella hora se encaminaban a sus casas muertos de hambre y de frío, mientras él se comía la bacalada al calor de un fuego, le hacía desternillarse de risa. Luego, añadió, con la gravedad de un filósofo:
-Vale más hacer las cosas solo, porque siempre está uno de acuerdo.
Esteban había acabado de comerse el pan. Bebió un trago de ginebra. Por un momento creyó que no sería corresponder mal a la hospitalidad de Juan cogerle por una oreja y llevárselo a su casa, prohibiéndole merodear más, y amenazándole con decírselo todo a su padre si volvía a las andadas. Pero, al ver aquel escondite confortable, acudía a su mente una idea: tal vez lo necesitara para él o para los amigos, si las cosas tomaban un giro desagradable. Hizo que el chico le prometiese solemnemente no faltar a dormir en su casa, como le sucedía algunas veces desde que había descubierto aquel retiro, y, cogiendo una vela, se marchó, dejándole que arreglase tranquilamente su vivienda.
La Mouquette se impacientaba esperándole, sentada en un madero, a pesar del mucho frío que hacía. Cuando le vio, saltó a su cuello; y cuando le dijo que no debían volver a reunirse, sintió como si le clavaran un puñal en el corazón. ¡Dios mío! ¿Por qué? ¿No le quería ella bastante? Esteban, para no caer en la tentación de entrar en su casa, se la llevaba hacia la carretera, explicándole, lo más dulcemente que podía, que le comprometía ante los compañeros, y que comprometía, por tanto, la causa política, que a todo trance era necesario defender. Ella no entendía qué relación podían tener sus amores con la política.
Luego pensó que se avergonzaba de ella, lo cual no la ofendió, porque era natural, y se conformó con todo, y hasta llegó a prestarse a que le diera un bofetón en público, para que todos comprendieran que habían reñido. Pero quiso que le prometiese que la vería un ratito de vez en cuando. Desesperada, le suplicaba y le rogaba, jurando esconderse para que nadie los viese juntos, y que en cada entrevista no le entretendría más que cinco minutos. Él, muy conmovido, se negaba a todo. Era un sacrificio necesario. Al separarse, quiso ella darle un beso. Poco a poco, fueron llegando hasta las primeras casas de Montsou, y estaban abrazados estrechamente a la luz de la luna, cuando una mujer pasó junto a ellos dando un salto de sorpresa, como si hubiera tropezado con una piedra.
-¿Quién es? -preguntó Esteban con inquietud.
-Es Catalina -respondió la Mouquette-. Vendrá de Juan-Bart.
La mujer en cuestión se alejaba, con la cabeza baja, las piernas temblorosas y el andar cansado. Y el joven la miraba, desesperado de haber sido visto por ella, y con el corazón dolorido por un remordimiento cuya causa no se explicaba. ¿Acaso no vivía ella con otro hombre? ¿Acaso no le había impuesto la misma pena allí mismo, en el camino de Réquillart, entregándose a otro? Y, sin embargo, le desolaba haberle devuelto el sufrimiento.
-¿Quieres que te diga una cosa? -murmuró la Mouquette con lágrimas en los ojos, cuando perdieron de vista a Catalina-. No me quieres porque quieres a otra.
Al día siguiente, amaneció el cielo sereno y hermoso; era uno de esos magníficos días de invierno, fríos, pero despejados. Juan se había ido de su casa a la una; mas tuvo que esperar a Braulio detrás de la iglesia y por poco tuvieron que marcharse sin Lidia, a quien su madre había vuelto a encerrar en el sótano. Acababa de sacarla de su encierro, colgándole una cesta al brazo, y diciéndole que, si no volvía con ella llena de berros, la volvía a encerrar toda la noche, para que se la comiesen las ratas. Así es que, llena de miedo, quería ante todo ir a coger berros. Juan la disuadió de su idea: luego verían lo que había de hacer.
Desde muchos días antes andaba dándole vueltas a Polonia, la coneja de Rasseneur. Precisamente al pasar por la puerta de la taberna vio al animalito, que andaba correteando por allí. La cogió de un salto por las orejas, la metió en la cesta que llevaba Lidia, y los tres salieron al galope, gozándose de antemano en lo que iban a divertirse haciendo correr a la coneja por el llano.
Pero se detuvieron para ver a Zacarías y a Mouque, que, después de haber bebido un jarro de cerveza con otros dos amigos, se disponían a jugar una partida de toña. Se jugaban una gorra nueva y un pañuelo colorado para el cuello, depositados en casa de Rasseneur. Los cuatro jugadores, dos a dos, señalaron para la primera parte de la partida la distancia que había entre la Voreux y la finca Paillot, unos tres kilómetros próximamente; y Zacarías ganó, porque apostó a recorrer la distancia en siete viajes de la toña lanzada al aire, mientras que el hijo de Mouque no se comprometía a hacerlo en menos de ocho. Pusieron la toña en el suelo, con una de las puntas al aire. Cada cual empuñó su correspondiente palo sujeto a la muñeca por un cordel. Al dar las dos, arrancaron. Zacarías, manejando magistralmente su pala, lanzó la toña a más de cuatrocientos metros a través de los sembrados de remolacha, porque estaba prohibido jugar en las calles del pueblo y en la carretera, a causa de haber ocurrido algunas desgracias ya. Mouque, que tampoco era manco, lanzó la suya a unos ciento cincuenta metros. Y la partida continuó, dando palos a la toña, siempre corriendo, sin cuidarse de los rasguños que los pedruscos les hacían en los pies.
Al principio, Juan, Braulio y Lidia habían galopado detrás de los jugadores, entusiasmados con los buenos golpes y las peripecias del juego. Luego se acordaron de la pobre Polonia, que daba saltos en la cesta; y dejando a los jugadores en medio del campo, sacaron a la coneja, deseosos de ver si corría mucho. El pobre animal salió como disparado; ellos se lanzaron en su persecución, y aquello fue una cacería salvaje Por espacio de una hora, en medio de gritos desaforados para asustar al animal. Si la coneja no hubiera estado preñada, seguro que no la habrían podido alcanzar.
Iban ya sin aliento cuando voces desaforadas les hicieron volver la cabeza. Acababan de ponerse delante de los jugadores y Zacarías había estado a punto de romper la cabeza a su hermano. Los jugadores estaban en la cuarta partida: desde la finca Paillot habían corrido a los Cuatro Caminos; de los Cuatro Caminos a Montoire, y entonces habían de recorrer en seis golpes la distancia que hay entre Montoire y el Prado de las Vacas.
Aquello representaba una carrera de dos leguas y media, en una hora; habían bebido cerveza en la taberna Vincent y en el cafetín de los Tres-Sabios. Mouque esta vez tenía la mano. No le faltaban más que dos jugadas, y su triunfo parecía seguro, cuando Zacarías, bromeando como de costumbre, dio un golpe tan hábil en uso de su derecho, que la toña cayó en un foso muy profundo. El compañero de Mouque no pudo sacarla de allí, y aquello fue un desastre. Los cuatro gritaban; la partida se hacía muy reñida, porque estaban iguales, y era necesario volver a empezar. Desde el Prado de las Vacas hasta la punta de Verdes Hierbas, no había menos de dos kilómetros, y apostaron a recorrerles en cinco golpes. Cuando llegaran allí, refrescarían en casa de Lerenard.
Pero Juan acababa de tener una idea. Los dejó marchar, y luego, sacando del bolsillo un cordel, lo ató a la pata izquierda de la pobre Polonia, y la diversión fue grande; la coneja corría delante de los tres galopines estirando las patas y haciendo tales contorsiones para huir de aquel tormento, que los chiquillos no se habían reído tanto en su vida. Luego la ataron por el cuello para que corriese; y como el animalito estaba cansado, la arrastraron unas veces sobre el lomo, otras sobre la barriga, como fuera un cochecillo de juguete. La broma duraba ya más de una hora; pobre animal estaba reventado, cuando tuvieron que cogerla precipitadamente para meterla en la cesta y esconderse detrás de unos matorrales mientras pasaban los jugadores, con los cuales habían tropezado de nuevo. Zacarías, Mouque y sus dos compañeros se sorbían los kilómetros como suele decirse, sin darse más tiempo de reposo que el estrictamente necesario para echarse al coleto un jarro de cerveza en las tabernas que se señalaban como término de cada partida. Desde Verdes Hierbas habían corrido a Buchy, luego a la Cruz de Piedra, y después a Chamblay. La tierra, endurecida por la escarcha, crujía bajo sus pies, que no cesaban de correr detrás de la toña, la cual rebotaba en el suelo; el día era muy a propósito, porque, como la tierra estaba dura, se podía correr sin miedo de hundirse en los surcos levantados por el arado: no había más peligro que el de romperse las piernas. En el aire seco, los golpes del palo sobre la toña resonaban como tiros. Las fornidas manos empuñaban los palos con furor, y hacían tanta fuerza con el cuerpo como si trataran de matar a un buey de un puñetazo: y todo esto durante horas y horas, de un extremo a otro de la llanura, saltando vallas, salvando fosos, cruzando senderos y sembrados. Precisaba tener para aquel ejercicio buenos pulmones y músculos de acero. Los mineros se entregaban con furor a esas carreras, que servían para desentumecerles los miembros.
Algunas veces recorrían así ocho o diez leguas; pero esto mientras eran jóvenes, porque a los cuarenta años no había quien jugase a la toña.
Dieron las cinco, la hora del crepúsculo. Convinieron en jugar otra partida hasta el bosque de Vandame, para ver quién se llevaba la gorra y el pañuelo, y Zacarías, que, como de costumbre, se reía de todas aquellas cosas de política, dijo que sería gracioso llegar allí en el momento de la reunión, para lo cual se habían dado cita los mineros de todos los alrededores. Juan, desde que saliera de su casa, seguía recorriendo los
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
campos por entretenerse y esperar la hora de acudir a la reunión. Con ademán indignado amenazó a Lidia, que, llena de remordimientos y de miedo, hablaba de volver a la Voreux, a fin de coger los berros que le encargara su madre: pero ¿cómo habían de privarse de aquel espectáculo? ¡Pues apenas si tenía gracia ir a oír lo que dijesen los viejos! Empujó a Braulio; propuso para que el camino se hiciese más corto y más entretenido soltar a Poloy perseguirla a pedradas; su proyecto secreto era matarla de una pedrada, porque le habían dado ganas de llevársela y comérsela tranquilamente en su escondite de Réquillart. La pobre coneja emprendió de nuevo vertiginosa carrera, con las narices abiertas y las orejas echadas atrás: la piedra le peló el lomo, otra le cortó el rabo; y, a pesar de la oscuridad, e iba en aumento, la hubieran matado, a no ver en un claro, a la entrada del bosque, a Esteban y a Souvarine que estaban charlando. Se abalanzaron sobre el animal, lo volvieron a meter en la cesta, y casi al mismo tiempo aparecieron Zacarías, Mouque y los otros dos, después de terminada su partida. Todos acudían a la cita.
Y no era sólo por la carretera: por los caminos, por los senderos todos, iban llegando desde el oscurecer multitud de sombras silenciosas que se dirigían al bosque. Todas las casas de los barrios de obreros se quedaban sin gente, pues hasta las mujeres y los chiquillos dejaban sus hogares, como si fueran a dar un paseo. Los caminos estaban oscuros, y no se distinguía aquella multitud que caminaba en silencio hacia el mismo punto; se presentía, sin embargo, y era fácil comprender que los mismos deseos e iguales emociones la animaban. Por todas partes oíase un rumor vago y confuso de voces que indicaba la presencia de la muchedumbre
El señor Hennebeau, que precisamente a aquella hora volvía a su casa, cabalgando en su yegua, prestaba oídos al misterioso rumor. Había encontrado varias parejas amorosas que se paraban lentamente, como para disfrutar al aire libre de aquella serena noche de invierno. Eran enamorados que con los labios en los labios de su pareja, iban buscando la satisfacción de sus amorosos deseos detrás de las vallas o al pie de los árboles. ¿Acaso no estaba acostumbrado a tales encuentros de aquellos desdichados que iban en busca del único placer que no cuesta dinero? Y el señor Hennebeau se decía que aquellos imbéciles hacían mal en quejarse de la vida. Pues, ¿no disfrutaban a su antojo la dicha de amar y ser amados? De buena gana se hubiera resignado él a estar medio muerto de hambre, a cambio de empezar de nuevo a vivir con una mujer que, enamorada, se le entregase con toda su alma, al pie de cualquier árbol. Su desgracia no tenía consuelo, y era motivo para que envidiase a aquellos miserables. Con la cabeza baja regresaba a su casa, al paso corto de la yegua, desesperado por la influencia de aquellos rumores de besos y suspiros que se oían en la oscuridad.
Y no era sólo por la carretera: por los caminos, por los senderos todos, iban llegando desde el oscurecer multitud de sombras silenciosas que se dirigían al bosque. Todas las casas de los barrios de obreros se quedaban sin gente, pues hasta las mujeres y los chiquillos dejaban sus hogares, como si fueran a dar un paseo. Los caminos estaban oscuros, y no se distinguía aquella multitud que caminaba en silencio hacia el mismo punto; se presentía, sin embargo, y era fácil comprender que los mismos deseos e iguales emociones la animaban. Por todas partes oíase un rumor vago y confuso de voces que indicaba la presencia de la muchedumbre
El señor Hennebeau, que precisamente a aquella hora volvía a su casa, cabalgando en su yegua, prestaba oídos al misterioso rumor. Había encontrado varias parejas amorosas que se paraban lentamente, como para disfrutar al aire libre de aquella serena noche de invierno. Eran enamorados que con los labios en los labios de su pareja, iban buscando la satisfacción de sus amorosos deseos detrás de las vallas o al pie de los árboles. ¿Acaso no estaba acostumbrado a tales encuentros de aquellos desdichados que iban en busca del único placer que no cuesta dinero? Y el señor Hennebeau se decía que aquellos imbéciles hacían mal en quejarse de la vida. Pues, ¿no disfrutaban a su antojo la dicha de amar y ser amados? De buena gana se hubiera resignado él a estar medio muerto de hambre, a cambio de empezar de nuevo a vivir con una mujer que, enamorada, se le entregase con toda su alma, al pie de cualquier árbol. Su desgracia no tenía consuelo, y era motivo para que envidiase a aquellos miserables. Con la cabeza baja regresaba a su casa, al paso corto de la yegua, desesperado por la influencia de aquellos rumores de besos y suspiros que se oían en la oscuridad.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Cuarta parte: Capítulo VII
Los mineros se habían dado cita en el Llano de las Damas, una vasta planicie abierta por la tala de maderas a la entrada del bosque de Vandame. Se extendía aquélla en suave pendiente, y estaba rodeada de árboles gigantescos, cuyos troncos rectos y regulares, formaban todo alrededor una especie de columnata blanca; algunos árboles gigantescos yacían en tierra, mientras allá, a la izquierda, otros, aserrados ya, se hallaban cuidadosamente colocados, en disposición de que los cargaran para llevárselos. El frío se había hecho más intenso desde la hora del crepúsculo; los pedazos de corteza de árbol crujían bajo los pies. A flor de tierra estaba muy oscuro; pero las copas de los árboles se destacaban sobre el fondo azul del cielo, en donde la luna llena, subiendo en el horizonte, no tardaría en venir a apagar las estrellas.
Tres mil mineros aproximadamente habían acudido a la cita; formaban una abigarrada muchedumbre de hombres, mujeres y chiquillos, que invadía poco a poco la planicie; y el mar de cabezas se extendía hasta más allá de los árboles que aún no habían sido cortados. De la multitud salía un murmullo colosal, parecido al ruido de una tempestad lejana.
Allá, en lo alto de la pendiente, se hallaba Esteban, acompañado de Rasseneur y Souvarine. Estaban disputando, y sus voces se oían al otro extremo de la planicie. Junto a ellos, algunos otros escuchaban la conversación: Maheu, en un sombrío silencio; Levaque, apretando los puños; Pierron, volviéndose de espaldas y lamentando no haber podido pretextar por más tiempo una enfermedad que no existía; también estaban allí el tío Buenamuerte y Mouque padre, sentados el uno junto al otro sobre el tronco de un árbol, con aire ensimismado. Más allá se veía a los aficionados a tomárselo todo en broma: Zacarías, el hijo de Mouque, y algunos otros, que habían ido sólo para divertirse; y a su lado, formando perfecto contraste con ellos por su actitud recogida, como si estuvieran en la iglesia, las mujeres, casi todas agrupadas. La mujer de Maheu, silenciosa como su marido, meneaba la cabeza al oír los sordos juramentos de la Levaque. Filomena tosía mucho, pues su bronquitis crónica había empeorado desde que comenzara el invierno. Solamente la Mouquette reía con toda su alma, al ver el modo que tenía la Quemada de tratar a su hija, a quien insultaba de mala manera, llamándola tunanta, porque se atracaba de conejo, mientras los demás se morían de hambre, y porque estaba vendida a los burgueses a causa de la cobardía de su marido. Y sobre el montón de maderos simétricamente colocados, se había subido Juan, ayudando a Lidia para que hiciera otro tanto, y obligando a Braulio a que los siguiera.
La disputa nacía de que Rasseneur deseaba proceder en regla para que se eligiera una mesa y un presidente, según costumbre. Su derrota en la reunión de la Alegría le tenía furioso, y se había jurado a sí mismo buscar el desquite, esperando reconquistar su legítima influencia cuando no se viera entre delegados de la Internacional, sino frente a frente con sus amigos los mineros. Esteban consideraba estúpida la idea de elegir presidencia ni mesa en medio de aquel bosque. Debían usar procedimientos salvajes, puesto que se les acosaba como a lobos.
Viendo que la disputa se eternizaba, acudió a la multitud, y, subiéndose en el tronco de un árbol, gritó con voz fuerte:
-¡Compañeros! ¡Compañeros!
Los murmullos de aquella muchedumbre se ahogaron en un suspiro general, mientras Souvarine imponía silencio a las protestas de Rasseneur. Esteban seguía hablando con voz tonante:
-¡Compañeros, puesto que se nos prohíbe hablar; puesto que nos envían gendarmes para atacarnos como si fuésemos bandoleros, en este sitio tenemos que ponernos de acuerdo!
Una tempestad de gritos y de exclamaciones contestó a estas primeras palabras:
-Sí, sí, el bosque es nuestro, y tenemos derecho a hablar aquí cuanto queramos. ¡Habla!
Entonces Esteban permaneció un momento inmóvil sobre el tronco del árbol. La luna, muy baja en el horizonte, no alumbraba sino las copas más altas, y la multitud, que poco a poco había ido quedando en silenciosa calma, continuaba envuelta en tinieblas. Él, en lo oscuro también, se destacaba, sin embargo, allá en lo alto de la pendiente.
Levantó un brazo con lento ademán y empezó su discurso; pero su voz no rugía ya: había tomado el tono frío de un simple mandatario del pueblo dando cuentas a éste de su gestión.
En una palabra: pronunciaba el discurso que había interrumpido el inspector de policía en la reunión del salón de la viuda Désir y comenzaba haciendo rápidamente la historia de la huelga, afectando una elocuencia científica: hechos, y nada más que hechos. Primeramente explicó que la huelga le repugnaba: los mineros no la habían querido; era la compañía la que la había provocado con sus nuevas tarifas y sus exigencias injustas. Luego recordó el primer paso dado por los delegados en casa del director, la mala fe del Consejo de Administración, sus tardías confesiones cuando por segunda vez visitaron a Hennebeau, devolviéndoles los diez céntimos que habían tratado de robarles. Tal era la situación en aquel momento; explicó por partidas sueltas en qué se había gastado el dinero que tenían en la Caja de Socorro; indicó el empleo dado a las ayudas recibidas; excusó con afectuosas frases a la Internacional, a Pluchart y a los otros, porque realmente no podían hacer todo lo que deseaban, hallándose solicitados por mil asuntos diferentes, hijos de su tarea de conquistar el mundo entero. La situación, pues, iba empeorando de día en día; la Compañía echaba a la calle a muchos de ellos, amenazando con llevar obreros de Bélgica; además intimidaba a los pusilánimes, y había conseguido que algunos obreros volvieran a las minas.
Todo esto lo decía con monótona voz, como si quisiera aumentar con el tono la importancia de aquellas desagradables noticias, añadiendo que había vencido el hambre, que la esperanza estaba muerta, que la lucha había llegado a su último extremo. Y bruscamente concluyó, sin mudar de tono:
-En estas circunstancias, compañeros, urge que adoptéis una resolución esta noche misma. ¿Queréis que la huelga continúe? Y en este caso, ¿qué pensáis hacer para vencer a la Compañía?
La contestación fue un silencio tan profundo, como si sólo hubiera hablado con el cielo estrellado. La muchedumbre, a la cual no se veía, continuaba silenciosa en la oscuridad, ante aquellas palabras que la conmovían en sus adentros.
Pero Esteban continuó, variando de tono. Ya no era el secretario de la Asociación el que estaba hablando: era el jefe de un movimiento popular, el tribuno, el apóstol que predicaba lo que él creía verdad. ¿Habría algunos cobardes que faltasen a su palabra? ¡Cómo! ¡Habrían pasado durante un mes todo género de penalidades para volver a agachar la cabeza, y volver a trabajar de nuevo como si nada hubiera sucedido! ¿No era mejor morirse de una vez, pero procurando antes sacudir aquella infame tiranía del capital, que mataba de hambre al trabajador? ¿No era estúpido someterse siempre cuando llegaba el momento del hambre, hasta que el hambre lanzaba otra vez a los más tranquilos a la sublevación?
Y hacía el retrato de los mineros explotados por la Compañía, soportando todos los desastres de la crisis; reducidos a no comer apenas Porque las necesidades de la competencia producirían una baja en los precios. ¡No! La nueva tarifa no era aceptable, porque encerraba una economía disimulada, que consistía en robar a cada uno una hora de trabajo todos 'los días. Era demasiado; todos estaban hartos, y había llegado el momento de que los miserables, acosados hasta el último extremo, se hicieran justicia de una vez.
Esteban, al concluir, se quedó con los brazos levantados. La muchedumbre se estremeció ante aquella palabra de justicia, y rompió en aplausos y en voces de:
-¡Justicia! ¡Ya es hora! ¡Justicia!
Poco a poco Esteban se entusiasmaba. No tenía la palabra fácil de Rasseneur. A veces le faltaban frases, y tenía que esforzarse para decir lo que pensaba ayudándose con un movimiento de hombros. Pero por ese mismo esfuerzo encontraba a menudo imágenes familiares de extraordinaria energía, con las cuales se apoderaba de su auditorio mientras que sus actitudes de minero en el trabajo, sus codos recogidos para lanzar luego con fuerza los puños hacia adelante, ejercían también una influencia extraordinaria sobre sus compañeros. Todos lo decían: era pequeño, pero se hacía escuchar.
-Los jornales son una forma de la esclavitud -continuó con voz más fuerte-. La mina debe ser del minero, como el mar es del pescador, como la tierra es del labrador. ¡Oídlo bien!, la mina os pertenece a todos vosotros, que, desde hace un siglo, la estáis comprando con vuestros sufrimientos. Y a veces con vuestra vida.
Directamente, abordó las más arduas cuestiones de Derecho de las leyes especiales de Minas, de las cuales no comprendía una palabra. El subsuelo, lo mismo que el suelo debía pertenecer a la nación: era un privilegio odioso que el Estado concediera su explotación exclusiva a las Compañías, tanto más cuanto que, con respecto a Montsou, la pretendida legalidad de sus concesiones se complicaba con los tratados hechos en otro tiempo con los terratenientes. El pueblo de los mineros no tenía por lo tanto más que reconquistar su bienestar; y, extendiendo los brazos, señalaba a toda la comarca que se adivinaba al otro lado del bosque. En aquel momento la
Cuarta parte: Capítulo VII
Los mineros se habían dado cita en el Llano de las Damas, una vasta planicie abierta por la tala de maderas a la entrada del bosque de Vandame. Se extendía aquélla en suave pendiente, y estaba rodeada de árboles gigantescos, cuyos troncos rectos y regulares, formaban todo alrededor una especie de columnata blanca; algunos árboles gigantescos yacían en tierra, mientras allá, a la izquierda, otros, aserrados ya, se hallaban cuidadosamente colocados, en disposición de que los cargaran para llevárselos. El frío se había hecho más intenso desde la hora del crepúsculo; los pedazos de corteza de árbol crujían bajo los pies. A flor de tierra estaba muy oscuro; pero las copas de los árboles se destacaban sobre el fondo azul del cielo, en donde la luna llena, subiendo en el horizonte, no tardaría en venir a apagar las estrellas.
Tres mil mineros aproximadamente habían acudido a la cita; formaban una abigarrada muchedumbre de hombres, mujeres y chiquillos, que invadía poco a poco la planicie; y el mar de cabezas se extendía hasta más allá de los árboles que aún no habían sido cortados. De la multitud salía un murmullo colosal, parecido al ruido de una tempestad lejana.
Allá, en lo alto de la pendiente, se hallaba Esteban, acompañado de Rasseneur y Souvarine. Estaban disputando, y sus voces se oían al otro extremo de la planicie. Junto a ellos, algunos otros escuchaban la conversación: Maheu, en un sombrío silencio; Levaque, apretando los puños; Pierron, volviéndose de espaldas y lamentando no haber podido pretextar por más tiempo una enfermedad que no existía; también estaban allí el tío Buenamuerte y Mouque padre, sentados el uno junto al otro sobre el tronco de un árbol, con aire ensimismado. Más allá se veía a los aficionados a tomárselo todo en broma: Zacarías, el hijo de Mouque, y algunos otros, que habían ido sólo para divertirse; y a su lado, formando perfecto contraste con ellos por su actitud recogida, como si estuvieran en la iglesia, las mujeres, casi todas agrupadas. La mujer de Maheu, silenciosa como su marido, meneaba la cabeza al oír los sordos juramentos de la Levaque. Filomena tosía mucho, pues su bronquitis crónica había empeorado desde que comenzara el invierno. Solamente la Mouquette reía con toda su alma, al ver el modo que tenía la Quemada de tratar a su hija, a quien insultaba de mala manera, llamándola tunanta, porque se atracaba de conejo, mientras los demás se morían de hambre, y porque estaba vendida a los burgueses a causa de la cobardía de su marido. Y sobre el montón de maderos simétricamente colocados, se había subido Juan, ayudando a Lidia para que hiciera otro tanto, y obligando a Braulio a que los siguiera.
La disputa nacía de que Rasseneur deseaba proceder en regla para que se eligiera una mesa y un presidente, según costumbre. Su derrota en la reunión de la Alegría le tenía furioso, y se había jurado a sí mismo buscar el desquite, esperando reconquistar su legítima influencia cuando no se viera entre delegados de la Internacional, sino frente a frente con sus amigos los mineros. Esteban consideraba estúpida la idea de elegir presidencia ni mesa en medio de aquel bosque. Debían usar procedimientos salvajes, puesto que se les acosaba como a lobos.
Viendo que la disputa se eternizaba, acudió a la multitud, y, subiéndose en el tronco de un árbol, gritó con voz fuerte:
-¡Compañeros! ¡Compañeros!
Los murmullos de aquella muchedumbre se ahogaron en un suspiro general, mientras Souvarine imponía silencio a las protestas de Rasseneur. Esteban seguía hablando con voz tonante:
-¡Compañeros, puesto que se nos prohíbe hablar; puesto que nos envían gendarmes para atacarnos como si fuésemos bandoleros, en este sitio tenemos que ponernos de acuerdo!
Una tempestad de gritos y de exclamaciones contestó a estas primeras palabras:
-Sí, sí, el bosque es nuestro, y tenemos derecho a hablar aquí cuanto queramos. ¡Habla!
Entonces Esteban permaneció un momento inmóvil sobre el tronco del árbol. La luna, muy baja en el horizonte, no alumbraba sino las copas más altas, y la multitud, que poco a poco había ido quedando en silenciosa calma, continuaba envuelta en tinieblas. Él, en lo oscuro también, se destacaba, sin embargo, allá en lo alto de la pendiente.
Levantó un brazo con lento ademán y empezó su discurso; pero su voz no rugía ya: había tomado el tono frío de un simple mandatario del pueblo dando cuentas a éste de su gestión.
En una palabra: pronunciaba el discurso que había interrumpido el inspector de policía en la reunión del salón de la viuda Désir y comenzaba haciendo rápidamente la historia de la huelga, afectando una elocuencia científica: hechos, y nada más que hechos. Primeramente explicó que la huelga le repugnaba: los mineros no la habían querido; era la compañía la que la había provocado con sus nuevas tarifas y sus exigencias injustas. Luego recordó el primer paso dado por los delegados en casa del director, la mala fe del Consejo de Administración, sus tardías confesiones cuando por segunda vez visitaron a Hennebeau, devolviéndoles los diez céntimos que habían tratado de robarles. Tal era la situación en aquel momento; explicó por partidas sueltas en qué se había gastado el dinero que tenían en la Caja de Socorro; indicó el empleo dado a las ayudas recibidas; excusó con afectuosas frases a la Internacional, a Pluchart y a los otros, porque realmente no podían hacer todo lo que deseaban, hallándose solicitados por mil asuntos diferentes, hijos de su tarea de conquistar el mundo entero. La situación, pues, iba empeorando de día en día; la Compañía echaba a la calle a muchos de ellos, amenazando con llevar obreros de Bélgica; además intimidaba a los pusilánimes, y había conseguido que algunos obreros volvieran a las minas.
Todo esto lo decía con monótona voz, como si quisiera aumentar con el tono la importancia de aquellas desagradables noticias, añadiendo que había vencido el hambre, que la esperanza estaba muerta, que la lucha había llegado a su último extremo. Y bruscamente concluyó, sin mudar de tono:
-En estas circunstancias, compañeros, urge que adoptéis una resolución esta noche misma. ¿Queréis que la huelga continúe? Y en este caso, ¿qué pensáis hacer para vencer a la Compañía?
La contestación fue un silencio tan profundo, como si sólo hubiera hablado con el cielo estrellado. La muchedumbre, a la cual no se veía, continuaba silenciosa en la oscuridad, ante aquellas palabras que la conmovían en sus adentros.
Pero Esteban continuó, variando de tono. Ya no era el secretario de la Asociación el que estaba hablando: era el jefe de un movimiento popular, el tribuno, el apóstol que predicaba lo que él creía verdad. ¿Habría algunos cobardes que faltasen a su palabra? ¡Cómo! ¡Habrían pasado durante un mes todo género de penalidades para volver a agachar la cabeza, y volver a trabajar de nuevo como si nada hubiera sucedido! ¿No era mejor morirse de una vez, pero procurando antes sacudir aquella infame tiranía del capital, que mataba de hambre al trabajador? ¿No era estúpido someterse siempre cuando llegaba el momento del hambre, hasta que el hambre lanzaba otra vez a los más tranquilos a la sublevación?
Y hacía el retrato de los mineros explotados por la Compañía, soportando todos los desastres de la crisis; reducidos a no comer apenas Porque las necesidades de la competencia producirían una baja en los precios. ¡No! La nueva tarifa no era aceptable, porque encerraba una economía disimulada, que consistía en robar a cada uno una hora de trabajo todos 'los días. Era demasiado; todos estaban hartos, y había llegado el momento de que los miserables, acosados hasta el último extremo, se hicieran justicia de una vez.
Esteban, al concluir, se quedó con los brazos levantados. La muchedumbre se estremeció ante aquella palabra de justicia, y rompió en aplausos y en voces de:
-¡Justicia! ¡Ya es hora! ¡Justicia!
Poco a poco Esteban se entusiasmaba. No tenía la palabra fácil de Rasseneur. A veces le faltaban frases, y tenía que esforzarse para decir lo que pensaba ayudándose con un movimiento de hombros. Pero por ese mismo esfuerzo encontraba a menudo imágenes familiares de extraordinaria energía, con las cuales se apoderaba de su auditorio mientras que sus actitudes de minero en el trabajo, sus codos recogidos para lanzar luego con fuerza los puños hacia adelante, ejercían también una influencia extraordinaria sobre sus compañeros. Todos lo decían: era pequeño, pero se hacía escuchar.
-Los jornales son una forma de la esclavitud -continuó con voz más fuerte-. La mina debe ser del minero, como el mar es del pescador, como la tierra es del labrador. ¡Oídlo bien!, la mina os pertenece a todos vosotros, que, desde hace un siglo, la estáis comprando con vuestros sufrimientos. Y a veces con vuestra vida.
Directamente, abordó las más arduas cuestiones de Derecho de las leyes especiales de Minas, de las cuales no comprendía una palabra. El subsuelo, lo mismo que el suelo debía pertenecer a la nación: era un privilegio odioso que el Estado concediera su explotación exclusiva a las Compañías, tanto más cuanto que, con respecto a Montsou, la pretendida legalidad de sus concesiones se complicaba con los tratados hechos en otro tiempo con los terratenientes. El pueblo de los mineros no tenía por lo tanto más que reconquistar su bienestar; y, extendiendo los brazos, señalaba a toda la comarca que se adivinaba al otro lado del bosque. En aquel momento la
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
luna, que iba subiendo en el horizonte, le bañó en su luz. Cuando la multitud, todavía entre tinieblas, le vio así iluminado por los pálidos rayos del astro de la noche, y en actitud de distribuir la fortuna y el bienestar entre todos, comenzó a aplaudir frenéticamente otra vez.
-¡Sí, sí, tiene razón! ¡Bravo, bravo!
Entonces Esteban abordó su cuestión predilecta: la atribución de los instrumentos de trabajo a la colectividad, como decía él con fruición y ahuecando la voz. En él la evolución era ya completa: arrancando de la conmovedora fraternidad de los catecúmenos, de la precisión de reformar los jornales, llegaba a la idea política de suprimirlos. Desde el día de la reunión en casa de la viuda Désir, su colectivismo, todavía humanitario y sin fórmula, se había acentuado con un difícil programa, del cual discutía científicamente cada uno de los artículos. En primer lugar, aseguraba que la libertad sólo podía ser obtenida por la destrucción del Estado. Luego, cuando el pueblo se apoderase del gobierno, empezarían las reformas: vuelta a la primitiva comunidad, sustitución por la familia igualitaria y libre de la familia moral y opresiva, absoluta igualdad civil, política y económica, garantía por la independencia individual, gracias a la posesión y al producto íntegro de los útiles de trabajo; y, finalmente, enseñanza profesional y gratuita pagada por la colectividad. Aquello constituía una reforma completa y definitiva de la sociedad liberándola de su antigua podredumbre; combatía el matrimonio y el derecho de testar; reglamentaba la fortuna de cada cual; derrumbaba el monumento de los siglos pasados, siempre hablando con la misma entonación, con el mismo gesto, con el ademán propio del segador que siega las mieses maduras; y luego, con la otra mano, reconstruía, edificaba la humanidad del porvenir, edificio de verdad y de justicia, que se agrandaría en los albores del siglo XX. En aquel esfuerzo del cerebro vacilaba la razón y no quedaba en él sino la idea fija del sectario. Los escrúpulos de su sensibilidad y de su buen sentido desaparecían, y consideraba facilísima la realización de sus ideales; todo lo tenía previsto, y hablaba de ello como de una máquina que podría morirse en dos horas.
-¡Esta es la nuestra! -gritó con un acento de entusiasmo final-. ¡Ha llegado el momento de que tengamos en nuestras manos el poder y la riqueza!
La muchedumbre lanzaba frenéticos gritos de entusiasmo, que resonaron mucho más allá de los confines del bosque de Vandame. La luna alumbraba ya toda la planicie, y permitía ver el mar inmenso de cabezas que, arrancando del tronco donde se había subido Esteban, se extendía agitado hasta el lindero del bosque con la carretera. Y allí, al aire libre, bajo la influencia de aquel frío glacial, un pueblo entero, hombres, mujeres y chiquillos con las bocas abiertas, los ojos fosforescentes y el ademán airado, reclamaban con frenesí el bienestar y la fortuna que les correspondían. Ya nadie sentía frío: las ardientes palabras del minero les abrasaban las entrañas. Una exaltación verdaderamente religiosa les elevaba de la tierra; era la fiebre de esperanza que agitó a los primeros cristianos de la Iglesia, cuando aguardaban el próximo advenimiento de la justicia. Muchas frases oscuras habían escapado a su comprensión, porque no entendían los razonamientos técnicos, ni abstractos; pero esa misma oscuridad, ese mismo tecnicismo, ensanchaban el campo de las promesas y agrandaban las esperanzas. ¡Qué sueño! ¡Ser los amos, dejar de sufrir, disfrutar al cabo como los privilegiados de la fortuna!
-¡Eso es, vive Dios! ¡Llegó nuestro turno! ¡Mueran los explotadores!
Las mujeres, sobre todo, estaban muy exaltadas; la de Maheu abandonaba su calma habitual, acometida del vértigo del hambre; la de Levaque bramaba de furor; la vieja Quemada, fuera de sí, agitaba sus brazos sarmentosos; Filomena era presa de un golpe de tos, y la Mouquette, entusiasmada, echaba a voz en cuello expresivos piropos al orador, que era para ella un ídolo. Entre los hombres, Maheu, conquistado al cabo, lanzaba alaridos de furor, colocado entre Pierron, que se había echado a temblar, y Levaque, que hablaba sin detenerse; entre tanto, los aficionados a reírse de todo, Zacarías, el hijo de Mouque y sus compañeros, trataban aún de bromear; pero, a su pesar, se sentían poseídos de los sentimientos dominantes en la generalidad, bien que confesando solamente su asombro de que Esteban pudiese hablar tanto sin echar un trago. Pero nadie armaba tanto estrépito como Juan, el cual excitaba a Braulio y a Lidia y agitaba nerviosamente la cesta donde yacía Polonia.
Las aclamaciones no cesaban; Esteban gozó largo rato la embriaguez de su popularidad. Aquél era su poder, que tenía como materializado dentro de aquellos tres mil pechos, cuyos corazones hacía latir a su antojo con una sola palabra. Souvarine, que continuaba a su lado, había aplaudido sus propias ideas a medida que las iba reconociendo, satisfecho de los progresos anárquicos de su amigo, y bastante de acuerdo con su programa, salvo el artículo sobre enseñanza obligatoria, que consideraba un resto de estúpido sentimentalismo, porque la santa y saludable ignorancia era el baño en que debía acabar de purificarse la humanidad. Rasseneur, por su parte, encolerizado y desdeñoso, se encogía de hombros.
-¿Me dejarás al fin hablar? -gritó a Esteban. Éste bajó del árbol.
-Habla; veremos si te escuchan.
Ya Rasseneur, que había ocupado el mismo puesto, reclamaba el silencio con un gesto enérgico. El ruido no cesaba; su nombre corría de boca en boca, desde la de los que, hallándose más próximos, le habían reconocido, hasta las últimas filas de mineros congregados en el bosque; y nadie quería escucharle: era un ídolo caído en desgracia, cuyos antiguos adoradores no querían ni verle. Su elocuencia y su fácil palabra se calificaban ahora de insulsas y propias para acabar de desanimar a los cobardes. En vano habló un momento entre aquella gritería infernal; quiso pronunciar el discurso conciliador que había pensado; hablar de la imposibilidad de alterar la faz del mundo con unas cuantas leyes; de la necesidad absoluta de dejar a la evolución social que realizase lentamente su tarea: burláronse de él, le silbaron, y su derrota pasada aumentó en aquel momento, y se hizo irremediable. Acabaron por tirarle puñados de tierra, y una mujer gritó:
-¡Abajo ese traidor!
El tabernero explicaba que la mina no podía ser del minero, como sucedía en otros oficios y que era mucho mejor ver la manera de tener participación en sus beneficios, y de que el obrero se convirtiese en niño mimado de la casa dentro de las minas.
-¡Abajo ese traidor! -repitieron varias voces, mientras algunos empezaban a tirarle piedras.
Entonces cambió de color, y lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Aquello era la ruina, el desmoronamiento de veinte años de glorioso compañerismo, que se hundía a impulsos de la ingratitud popular. Bajó del tronco de árbol con el corazón dolorido, y sin ánimo para seguir hablando.
-Bueno. ¿Te ríes, eh? -murmuró dirigiéndose a Esteban- triunfador, no deseo sino que llegue a sucederte lo mismo.
Y como para eximirse de todo género de responsabilidades en los desastres que consideraba inminentes, se alejó de allí solo, por el desierto camino que conducía a la Voreux.
Continuaron las aclamaciones y el auditorio quedó sorprendido al ver en pie sobre el tronco del árbol al tío Buenamuerte, que se preparaba a hablar en medio del tumulto. Hasta entonces él y su amigo Mouque habían permanecido absortos, y, como siempre, profundamente pensativos, rememorando cosas antiguas. Sin duda acababa de sentirse acometido de una de esas crisis que alguna que otra vez removían en él de tal modo sus recuerdos que el pasado se desbordaba por su boca durante horas y horas.
En un momento reinó un profundo silencio; todos querían oír a aquel anciano, que, a la pálida luz de la luna, parecía un espectro, y como empezó a decir cosas y contar historias que no tenían relación inmediata con el debate, la curiosidad y el interés crecieron considerablemente. Hablaba de su juventud, contaba la muerte de dos tíos suyos, aplastados por desprendimientos ocurridos en la Voreux, y luego de la enfermedad del pecho que mató a su mujer. Pero todo eso no le había hecho abandonar su idea de que las cosas no iban bien, y tenía la franqueza de decirlo. Empezó a explicar que una vez se reunieron en aquel mismo sitio quinientos obreros, porque el Rey no quería disminuir las horas de trabajo; pero se detuvo, y comenzó a hablar de otra huelga: ¡había visto tantas! Todas se declaraban allí mismo, a la sombra de aquellos árboles: unas veces hacía frío, otras calor. En una ocasión llovió tanto, que fue necesario retirarse sin poder hablar. Y luego llegaban los soldados del Rey, y la cosa acababa a tiro limpio.
-Y, sin embargo, levantábamos la mano así y jurábamos no volver más a la mina. ¡Ah! Yo lo he jurado; sí, lo he jurado muchas veces.
La muchedumbre escuchaba con gran interés, poseída de un marcado malestar, cuando Esteban, que seguía atento los incidentes de aquella escena, subió al tronco de árbol y se colocó junto al anciano. Ansiaba de ver entre los de primera fila a Chaval. La idea de que Catalina debía estar allí, le había hecho estremecerse y sentir la necesidad imperiosa de hacerse aplaudir frenéticamente delante de ella.
-Compañeros, ya lo habéis oído; aquí tenéis a uno de nuestros camaradas más antiguos; mirad lo que ha sufrido y lo que sufrirán nuestros hijos, si no acabamos de una vez con los ladrones y con los verdugos del pueblo.
Fue terrible; jamás había hablado con tal violencia, con tal ensañamiento. Con un brazo sujetaba al viejo Buenamuerte, agitándolo como si fuese una bandera de miseria y de duelo cuya vista sola hiciera clamar venganza. Con frase rápida y enérgica se remontó hasta el primero de los Maheu; hizo la pintura de toda la familia gastada en la mina, explotada por la Compañía, y más muerta de hambre ahora, después de cien años de trabajo, que el primer día; y para formar el contraste, describía las familias de los consejeros de Administración, de los accionistas cubiertos de dinero, como si uno hubiese nacido para mantener a tales haraganes, como se puede mantener a una querida, rompiéndose el alma para que ella no haga nada. ¿No era horrible ver a todo un pueblo que, de generación en generación, perdía la vida y la salud en el fondo de una mina, para mantener a los ministros, y para que otras familias, de generación en generación, disfrutasen de todas las delicias de la buena vida? Había estudiado las enfermedades del minero y las explicaba una a una con pormenores verdaderamente terribles: la anemia, las escrófulas, la bronquitis crónica, el asma que ahoga, los reumatismos que paralizan.
Aquellas míseras criaturas se veían echadas a las máquinas como si fueran combustible, encerradas como animales en sus establos en los barrios que la Compañía edificaba para ellas, y los propietarios las iban absorbiendo poco a poco, reglamentando la esclavitud, y todo hacía temer que pronto, si no atajaban el mal, se apoderarían de todos los trabajadores de las minas, de millones de brazos, para que hiciesen la fortuna de unos cuantos miles de haraganes despreciables. Pero afortunadamente el minero no era ya aquel ignorante de otras épocas, aquel bruto enterrado en las entrañas de la tierra, sino que todos los mineros formaban un poderoso ejército brotado de las profundidades de la mina, capaz de conquistar sus derechos.
Entonces se vería si, después de cuarenta años de servicios incesantes, se atrevían a ofrecer una pensión de ciento cincuenta francos a un pobre sexagenario, que escupía carbón y tenía las piernas hinchadas a causa de la humedad absorbida en la mina. ¡Sí! El trabajo pediría cuentas al capital, a ese dios impersonal, desconocido del obrero, acurrucado en alguna parte, en el misterio de su tabernáculo, desde el cual chupaba la sangre de los hambrientos que le hacían rico. ¡Se iría a buscarlo donde estuviese, se le vería a la roja llamarada de los incendios, y se ahogaría en sangre a aquel reptil inmundo, a aquel ídolo monstruoso, harto de carne humana!
Esteban calló, pero con el brazo extendido hacia el vacío seguía señalando a aquel enemigo invisible. Esta vez las aclamaciones de la muchedumbre fueron tan frenéticas, que los burgueses de Montsou las oyeron y miraron hacia Vandame llenos de inquietud, creyendo en un terremoto o en una tempestad terrible que se acercaba rápidamente. Las aves nocturnas, asustadas, abandonaron el bosque revoloteando, sin saber dónde ponerse.
Esteban quiso concluir en aquel momento.
-Compañeros, ¿cuál es vuestra resolución? ¿Votáis por la continuación de la huelga?
-¡Sí, sí! -bramaron tres mil voces.
-¡Sí, sí, tiene razón! ¡Bravo, bravo!
Entonces Esteban abordó su cuestión predilecta: la atribución de los instrumentos de trabajo a la colectividad, como decía él con fruición y ahuecando la voz. En él la evolución era ya completa: arrancando de la conmovedora fraternidad de los catecúmenos, de la precisión de reformar los jornales, llegaba a la idea política de suprimirlos. Desde el día de la reunión en casa de la viuda Désir, su colectivismo, todavía humanitario y sin fórmula, se había acentuado con un difícil programa, del cual discutía científicamente cada uno de los artículos. En primer lugar, aseguraba que la libertad sólo podía ser obtenida por la destrucción del Estado. Luego, cuando el pueblo se apoderase del gobierno, empezarían las reformas: vuelta a la primitiva comunidad, sustitución por la familia igualitaria y libre de la familia moral y opresiva, absoluta igualdad civil, política y económica, garantía por la independencia individual, gracias a la posesión y al producto íntegro de los útiles de trabajo; y, finalmente, enseñanza profesional y gratuita pagada por la colectividad. Aquello constituía una reforma completa y definitiva de la sociedad liberándola de su antigua podredumbre; combatía el matrimonio y el derecho de testar; reglamentaba la fortuna de cada cual; derrumbaba el monumento de los siglos pasados, siempre hablando con la misma entonación, con el mismo gesto, con el ademán propio del segador que siega las mieses maduras; y luego, con la otra mano, reconstruía, edificaba la humanidad del porvenir, edificio de verdad y de justicia, que se agrandaría en los albores del siglo XX. En aquel esfuerzo del cerebro vacilaba la razón y no quedaba en él sino la idea fija del sectario. Los escrúpulos de su sensibilidad y de su buen sentido desaparecían, y consideraba facilísima la realización de sus ideales; todo lo tenía previsto, y hablaba de ello como de una máquina que podría morirse en dos horas.
-¡Esta es la nuestra! -gritó con un acento de entusiasmo final-. ¡Ha llegado el momento de que tengamos en nuestras manos el poder y la riqueza!
La muchedumbre lanzaba frenéticos gritos de entusiasmo, que resonaron mucho más allá de los confines del bosque de Vandame. La luna alumbraba ya toda la planicie, y permitía ver el mar inmenso de cabezas que, arrancando del tronco donde se había subido Esteban, se extendía agitado hasta el lindero del bosque con la carretera. Y allí, al aire libre, bajo la influencia de aquel frío glacial, un pueblo entero, hombres, mujeres y chiquillos con las bocas abiertas, los ojos fosforescentes y el ademán airado, reclamaban con frenesí el bienestar y la fortuna que les correspondían. Ya nadie sentía frío: las ardientes palabras del minero les abrasaban las entrañas. Una exaltación verdaderamente religiosa les elevaba de la tierra; era la fiebre de esperanza que agitó a los primeros cristianos de la Iglesia, cuando aguardaban el próximo advenimiento de la justicia. Muchas frases oscuras habían escapado a su comprensión, porque no entendían los razonamientos técnicos, ni abstractos; pero esa misma oscuridad, ese mismo tecnicismo, ensanchaban el campo de las promesas y agrandaban las esperanzas. ¡Qué sueño! ¡Ser los amos, dejar de sufrir, disfrutar al cabo como los privilegiados de la fortuna!
-¡Eso es, vive Dios! ¡Llegó nuestro turno! ¡Mueran los explotadores!
Las mujeres, sobre todo, estaban muy exaltadas; la de Maheu abandonaba su calma habitual, acometida del vértigo del hambre; la de Levaque bramaba de furor; la vieja Quemada, fuera de sí, agitaba sus brazos sarmentosos; Filomena era presa de un golpe de tos, y la Mouquette, entusiasmada, echaba a voz en cuello expresivos piropos al orador, que era para ella un ídolo. Entre los hombres, Maheu, conquistado al cabo, lanzaba alaridos de furor, colocado entre Pierron, que se había echado a temblar, y Levaque, que hablaba sin detenerse; entre tanto, los aficionados a reírse de todo, Zacarías, el hijo de Mouque y sus compañeros, trataban aún de bromear; pero, a su pesar, se sentían poseídos de los sentimientos dominantes en la generalidad, bien que confesando solamente su asombro de que Esteban pudiese hablar tanto sin echar un trago. Pero nadie armaba tanto estrépito como Juan, el cual excitaba a Braulio y a Lidia y agitaba nerviosamente la cesta donde yacía Polonia.
Las aclamaciones no cesaban; Esteban gozó largo rato la embriaguez de su popularidad. Aquél era su poder, que tenía como materializado dentro de aquellos tres mil pechos, cuyos corazones hacía latir a su antojo con una sola palabra. Souvarine, que continuaba a su lado, había aplaudido sus propias ideas a medida que las iba reconociendo, satisfecho de los progresos anárquicos de su amigo, y bastante de acuerdo con su programa, salvo el artículo sobre enseñanza obligatoria, que consideraba un resto de estúpido sentimentalismo, porque la santa y saludable ignorancia era el baño en que debía acabar de purificarse la humanidad. Rasseneur, por su parte, encolerizado y desdeñoso, se encogía de hombros.
-¿Me dejarás al fin hablar? -gritó a Esteban. Éste bajó del árbol.
-Habla; veremos si te escuchan.
Ya Rasseneur, que había ocupado el mismo puesto, reclamaba el silencio con un gesto enérgico. El ruido no cesaba; su nombre corría de boca en boca, desde la de los que, hallándose más próximos, le habían reconocido, hasta las últimas filas de mineros congregados en el bosque; y nadie quería escucharle: era un ídolo caído en desgracia, cuyos antiguos adoradores no querían ni verle. Su elocuencia y su fácil palabra se calificaban ahora de insulsas y propias para acabar de desanimar a los cobardes. En vano habló un momento entre aquella gritería infernal; quiso pronunciar el discurso conciliador que había pensado; hablar de la imposibilidad de alterar la faz del mundo con unas cuantas leyes; de la necesidad absoluta de dejar a la evolución social que realizase lentamente su tarea: burláronse de él, le silbaron, y su derrota pasada aumentó en aquel momento, y se hizo irremediable. Acabaron por tirarle puñados de tierra, y una mujer gritó:
-¡Abajo ese traidor!
El tabernero explicaba que la mina no podía ser del minero, como sucedía en otros oficios y que era mucho mejor ver la manera de tener participación en sus beneficios, y de que el obrero se convirtiese en niño mimado de la casa dentro de las minas.
-¡Abajo ese traidor! -repitieron varias voces, mientras algunos empezaban a tirarle piedras.
Entonces cambió de color, y lágrimas de desesperación acudieron a sus ojos. Aquello era la ruina, el desmoronamiento de veinte años de glorioso compañerismo, que se hundía a impulsos de la ingratitud popular. Bajó del tronco de árbol con el corazón dolorido, y sin ánimo para seguir hablando.
-Bueno. ¿Te ríes, eh? -murmuró dirigiéndose a Esteban- triunfador, no deseo sino que llegue a sucederte lo mismo.
Y como para eximirse de todo género de responsabilidades en los desastres que consideraba inminentes, se alejó de allí solo, por el desierto camino que conducía a la Voreux.
Continuaron las aclamaciones y el auditorio quedó sorprendido al ver en pie sobre el tronco del árbol al tío Buenamuerte, que se preparaba a hablar en medio del tumulto. Hasta entonces él y su amigo Mouque habían permanecido absortos, y, como siempre, profundamente pensativos, rememorando cosas antiguas. Sin duda acababa de sentirse acometido de una de esas crisis que alguna que otra vez removían en él de tal modo sus recuerdos que el pasado se desbordaba por su boca durante horas y horas.
En un momento reinó un profundo silencio; todos querían oír a aquel anciano, que, a la pálida luz de la luna, parecía un espectro, y como empezó a decir cosas y contar historias que no tenían relación inmediata con el debate, la curiosidad y el interés crecieron considerablemente. Hablaba de su juventud, contaba la muerte de dos tíos suyos, aplastados por desprendimientos ocurridos en la Voreux, y luego de la enfermedad del pecho que mató a su mujer. Pero todo eso no le había hecho abandonar su idea de que las cosas no iban bien, y tenía la franqueza de decirlo. Empezó a explicar que una vez se reunieron en aquel mismo sitio quinientos obreros, porque el Rey no quería disminuir las horas de trabajo; pero se detuvo, y comenzó a hablar de otra huelga: ¡había visto tantas! Todas se declaraban allí mismo, a la sombra de aquellos árboles: unas veces hacía frío, otras calor. En una ocasión llovió tanto, que fue necesario retirarse sin poder hablar. Y luego llegaban los soldados del Rey, y la cosa acababa a tiro limpio.
-Y, sin embargo, levantábamos la mano así y jurábamos no volver más a la mina. ¡Ah! Yo lo he jurado; sí, lo he jurado muchas veces.
La muchedumbre escuchaba con gran interés, poseída de un marcado malestar, cuando Esteban, que seguía atento los incidentes de aquella escena, subió al tronco de árbol y se colocó junto al anciano. Ansiaba de ver entre los de primera fila a Chaval. La idea de que Catalina debía estar allí, le había hecho estremecerse y sentir la necesidad imperiosa de hacerse aplaudir frenéticamente delante de ella.
-Compañeros, ya lo habéis oído; aquí tenéis a uno de nuestros camaradas más antiguos; mirad lo que ha sufrido y lo que sufrirán nuestros hijos, si no acabamos de una vez con los ladrones y con los verdugos del pueblo.
Fue terrible; jamás había hablado con tal violencia, con tal ensañamiento. Con un brazo sujetaba al viejo Buenamuerte, agitándolo como si fuese una bandera de miseria y de duelo cuya vista sola hiciera clamar venganza. Con frase rápida y enérgica se remontó hasta el primero de los Maheu; hizo la pintura de toda la familia gastada en la mina, explotada por la Compañía, y más muerta de hambre ahora, después de cien años de trabajo, que el primer día; y para formar el contraste, describía las familias de los consejeros de Administración, de los accionistas cubiertos de dinero, como si uno hubiese nacido para mantener a tales haraganes, como se puede mantener a una querida, rompiéndose el alma para que ella no haga nada. ¿No era horrible ver a todo un pueblo que, de generación en generación, perdía la vida y la salud en el fondo de una mina, para mantener a los ministros, y para que otras familias, de generación en generación, disfrutasen de todas las delicias de la buena vida? Había estudiado las enfermedades del minero y las explicaba una a una con pormenores verdaderamente terribles: la anemia, las escrófulas, la bronquitis crónica, el asma que ahoga, los reumatismos que paralizan.
Aquellas míseras criaturas se veían echadas a las máquinas como si fueran combustible, encerradas como animales en sus establos en los barrios que la Compañía edificaba para ellas, y los propietarios las iban absorbiendo poco a poco, reglamentando la esclavitud, y todo hacía temer que pronto, si no atajaban el mal, se apoderarían de todos los trabajadores de las minas, de millones de brazos, para que hiciesen la fortuna de unos cuantos miles de haraganes despreciables. Pero afortunadamente el minero no era ya aquel ignorante de otras épocas, aquel bruto enterrado en las entrañas de la tierra, sino que todos los mineros formaban un poderoso ejército brotado de las profundidades de la mina, capaz de conquistar sus derechos.
Entonces se vería si, después de cuarenta años de servicios incesantes, se atrevían a ofrecer una pensión de ciento cincuenta francos a un pobre sexagenario, que escupía carbón y tenía las piernas hinchadas a causa de la humedad absorbida en la mina. ¡Sí! El trabajo pediría cuentas al capital, a ese dios impersonal, desconocido del obrero, acurrucado en alguna parte, en el misterio de su tabernáculo, desde el cual chupaba la sangre de los hambrientos que le hacían rico. ¡Se iría a buscarlo donde estuviese, se le vería a la roja llamarada de los incendios, y se ahogaría en sangre a aquel reptil inmundo, a aquel ídolo monstruoso, harto de carne humana!
Esteban calló, pero con el brazo extendido hacia el vacío seguía señalando a aquel enemigo invisible. Esta vez las aclamaciones de la muchedumbre fueron tan frenéticas, que los burgueses de Montsou las oyeron y miraron hacia Vandame llenos de inquietud, creyendo en un terremoto o en una tempestad terrible que se acercaba rápidamente. Las aves nocturnas, asustadas, abandonaron el bosque revoloteando, sin saber dónde ponerse.
Esteban quiso concluir en aquel momento.
-Compañeros, ¿cuál es vuestra resolución? ¿Votáis por la continuación de la huelga?
-¡Sí, sí! -bramaron tres mil voces.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
-¿Qué determinaciones tomáis? Nuestra derrota es segura si hay traidores que vayan mañana a trabajar.
Las voces repitieron con su resoplido de tempestad: -¡Muerte a los traidores!
-Eso es que decidís recordarles su deber y su juramento. Pues oíd lo que podemos hacer: presentarnos en las minas, hacer comparecer a los traidores y demostrar a la Compañía que estamos todos de acuerdo y decididos a morir antes que a entregarnos.
-¡Eso es! ¡A las minas! ¡A las minas!
Desde que comenzara su discurso, Esteban buscaba con la vista a Catalina. Decididamente no estaba allí. Pero veía a Chaval, que hacía alarde de reírse de él, encogiéndose de hombros, devorado por la envidia, dispuesto a vender su alma al demonio por un poco de aquella popularidad
-Y si hay espías entre nosotros, compañeros -continuó Esteban-, ¡que anden con cuidado, porque los conocemos! Sí, veo por ahí mineros de Vandame que no han dejado de trabajar.
-¿Lo dices por mí? -pregunto Chaval con tono altanero.
-Por ti o por otro. Pero puesto que te das por aludido, te diré que deberías comprender que los que comen, no tienen nada que hacer aquí entre los que se mueren de hambre. Tú estás trabajando en Juan-Bart.
Una voz chillona le interrumpió:
-¿Que trabaja? Tiene una mujer que trabaja por él. Chaval, furioso exclamó:
-¡Maldita sea ! ¿Está acaso prohibido trabajar?
-Sí, -gritó Esteban-; está prohibido, cuando los compañeros sufren la miseria y el hambre por el bien general: es un egoísta y un canalla el que en tales circunstancias se pone del lado de los propietarios. Si la huelga hubiera sido general, hace mucho tiempo que seríamos los amos. ¿Acaso en Vandame ha debido bajar ni un solo hombre a las minas cuando los de Montsou están parados? El golpe de gracia sería que el trabajo se interrumpiera en toda la comarca, lo mismo en las minas del señor Deneulin que aquí. ¿Lo oyes? En Juan-Bart no hay más que traidores. Todos los de allí sois unos traidores.
Alrededor de Chaval la multitud empezaba a adoptar actitudes amenazadoras; algunos puños se levantaban, y varias voces se oían gritando: "¡Muera! ¡Muera!". Chaval, lleno de terror, estaba desmudado. Pero, en su afán de vencer a Esteban, se le ocurrió una idea, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Oídme! ¡Id mañana a Juan-Bart, y veréis si trabajo!. Somos de los vuestros, y he venido aquí para decíroslo. Es menester apagar las máquinas, que los maquinistas se declaren en huelga. Si las bombas se detienen, ¡mejor! ¡El agua inundará las minas, y todo se irá al demonio!
A su vez recibió frenéticos aplausos, comparables con los que había oído Esteban. Unos oradores se fueron sucediendo a otros sobre el tronco de árbol, gesticulando en medio del tumulto, y formulando proposiciones salvajes. Era la locura de la fe, la impaciencia de una secta religiosa, que, cansada de esperar el prometido milagro se decidiera a provocarlo. Todas aquellas cabezas, calenturientas por efecto del hambre, lo veían todo de color rojo, y soñaban sangre y exterminio en medio de una gloria de apoteosis, de donde salía la felicidad universal. Y la luna tranquila bañaba de luz aquella horda de salvajes, y el espeso y silencioso bosque parecía repetir aquellos gritos de venganza.
Hubo grandes empujones; la mujer de Maheu se halló sin saber cómo al lado de su marido, y uno y otro, olvidando su buen sentido de siempre, trabajados por las terribles privaciones que venían sufriendo hacía meses, aprobaban con entusiasmo las palabras de Levaque, que a voz en grito pedía la cabeza de los ingenieros. Pierron había desaparecido, Buenamuerte y Mouque hablaban a la vez diciendo con ademán violento cosas que nadie oía. En broma, Zacarías pidió la demolición de las iglesias, mientras el hijo de Mouque, que llevaba todavía en la mano el palo de jugar a la toña, golpeaba el suelo con él para armar más ruido. Las mujeres estaban furiosas, especialmente la de Levaque, que reñía con su hija Filomena, a quien acusaba de estarse riendo de aquellas cosas tan serias; la Mouquette hablaba de correr a los gendarmes a puntapiés en la parte posterior, mientras la Quemada, que había dado una paliza a Lidia porque la encontró sin su cesta, seguía dando puñetazos al aire, dirigidos, según decía, contra todos los propietarios, a quienes le gustaría tener entre sus uñas. Por un momento, Juan se había quedado turbado, pues Braulio acababa de saber que un aprendiz había dicho a la señora Rasseneur que ellos eran los que robaron la coneja Polonia; pero cuando se tranquilizó pensando que soltaría la coneja a la puerta de la taberna, empezó a gritar más que antes, y abrió la navaja nueva que tenía, haciendo brillar la hoja a la luz de la luna. La salvaje gritería continuaba incesantemente, mientras Souvarine, impasible, sonreía con calma en medio de aquel tumulto.
-¡Compañeros! ¡Compañeros! -repetía Esteban, ronco ya de gritar tanto, a fin de conseguir un poco de silencio para que pudieran entenderse.
Por fin le escucharon.
-¡Compañeros!, mañana por la mañana, a Juan-Bart, ¿está convenido?
- ¡Sí, sí, a Juan-Bart! ¡Mueran los traidores!
El huracán de aquellas tres mil voces rebasaba el bosque y llegaba hasta el pueblo de Montsou, llenando de espanto a sus pacíficos habitantes.
Las voces repitieron con su resoplido de tempestad: -¡Muerte a los traidores!
-Eso es que decidís recordarles su deber y su juramento. Pues oíd lo que podemos hacer: presentarnos en las minas, hacer comparecer a los traidores y demostrar a la Compañía que estamos todos de acuerdo y decididos a morir antes que a entregarnos.
-¡Eso es! ¡A las minas! ¡A las minas!
Desde que comenzara su discurso, Esteban buscaba con la vista a Catalina. Decididamente no estaba allí. Pero veía a Chaval, que hacía alarde de reírse de él, encogiéndose de hombros, devorado por la envidia, dispuesto a vender su alma al demonio por un poco de aquella popularidad
-Y si hay espías entre nosotros, compañeros -continuó Esteban-, ¡que anden con cuidado, porque los conocemos! Sí, veo por ahí mineros de Vandame que no han dejado de trabajar.
-¿Lo dices por mí? -pregunto Chaval con tono altanero.
-Por ti o por otro. Pero puesto que te das por aludido, te diré que deberías comprender que los que comen, no tienen nada que hacer aquí entre los que se mueren de hambre. Tú estás trabajando en Juan-Bart.
Una voz chillona le interrumpió:
-¿Que trabaja? Tiene una mujer que trabaja por él. Chaval, furioso exclamó:
-¡Maldita sea ! ¿Está acaso prohibido trabajar?
-Sí, -gritó Esteban-; está prohibido, cuando los compañeros sufren la miseria y el hambre por el bien general: es un egoísta y un canalla el que en tales circunstancias se pone del lado de los propietarios. Si la huelga hubiera sido general, hace mucho tiempo que seríamos los amos. ¿Acaso en Vandame ha debido bajar ni un solo hombre a las minas cuando los de Montsou están parados? El golpe de gracia sería que el trabajo se interrumpiera en toda la comarca, lo mismo en las minas del señor Deneulin que aquí. ¿Lo oyes? En Juan-Bart no hay más que traidores. Todos los de allí sois unos traidores.
Alrededor de Chaval la multitud empezaba a adoptar actitudes amenazadoras; algunos puños se levantaban, y varias voces se oían gritando: "¡Muera! ¡Muera!". Chaval, lleno de terror, estaba desmudado. Pero, en su afán de vencer a Esteban, se le ocurrió una idea, y gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Oídme! ¡Id mañana a Juan-Bart, y veréis si trabajo!. Somos de los vuestros, y he venido aquí para decíroslo. Es menester apagar las máquinas, que los maquinistas se declaren en huelga. Si las bombas se detienen, ¡mejor! ¡El agua inundará las minas, y todo se irá al demonio!
A su vez recibió frenéticos aplausos, comparables con los que había oído Esteban. Unos oradores se fueron sucediendo a otros sobre el tronco de árbol, gesticulando en medio del tumulto, y formulando proposiciones salvajes. Era la locura de la fe, la impaciencia de una secta religiosa, que, cansada de esperar el prometido milagro se decidiera a provocarlo. Todas aquellas cabezas, calenturientas por efecto del hambre, lo veían todo de color rojo, y soñaban sangre y exterminio en medio de una gloria de apoteosis, de donde salía la felicidad universal. Y la luna tranquila bañaba de luz aquella horda de salvajes, y el espeso y silencioso bosque parecía repetir aquellos gritos de venganza.
Hubo grandes empujones; la mujer de Maheu se halló sin saber cómo al lado de su marido, y uno y otro, olvidando su buen sentido de siempre, trabajados por las terribles privaciones que venían sufriendo hacía meses, aprobaban con entusiasmo las palabras de Levaque, que a voz en grito pedía la cabeza de los ingenieros. Pierron había desaparecido, Buenamuerte y Mouque hablaban a la vez diciendo con ademán violento cosas que nadie oía. En broma, Zacarías pidió la demolición de las iglesias, mientras el hijo de Mouque, que llevaba todavía en la mano el palo de jugar a la toña, golpeaba el suelo con él para armar más ruido. Las mujeres estaban furiosas, especialmente la de Levaque, que reñía con su hija Filomena, a quien acusaba de estarse riendo de aquellas cosas tan serias; la Mouquette hablaba de correr a los gendarmes a puntapiés en la parte posterior, mientras la Quemada, que había dado una paliza a Lidia porque la encontró sin su cesta, seguía dando puñetazos al aire, dirigidos, según decía, contra todos los propietarios, a quienes le gustaría tener entre sus uñas. Por un momento, Juan se había quedado turbado, pues Braulio acababa de saber que un aprendiz había dicho a la señora Rasseneur que ellos eran los que robaron la coneja Polonia; pero cuando se tranquilizó pensando que soltaría la coneja a la puerta de la taberna, empezó a gritar más que antes, y abrió la navaja nueva que tenía, haciendo brillar la hoja a la luz de la luna. La salvaje gritería continuaba incesantemente, mientras Souvarine, impasible, sonreía con calma en medio de aquel tumulto.
-¡Compañeros! ¡Compañeros! -repetía Esteban, ronco ya de gritar tanto, a fin de conseguir un poco de silencio para que pudieran entenderse.
Por fin le escucharon.
-¡Compañeros!, mañana por la mañana, a Juan-Bart, ¿está convenido?
- ¡Sí, sí, a Juan-Bart! ¡Mueran los traidores!
El huracán de aquellas tres mil voces rebasaba el bosque y llegaba hasta el pueblo de Montsou, llenando de espanto a sus pacíficos habitantes.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo I
A las cuatro se puso la luna, y quedó la madrugada muy oscura. Todos dormían aún en casa de los señores Deneulin; el antiguo caserón de ladrillos permanecía silencioso y sombrío, las puertas y ventanas estaban cerradas, y desierto el mal cuidado jardinillo que separaba la casa de la plataforma de Juan-Bart. Por el otro lado pasaba el camino de Vandame, un pueblecillo oculto detrás del bosque, a unos tres kilómetros de distancia.
Deneulin, cansado de haber pasado un gran rato el día antes en el fondo de la mina, roncaba como un bendito, con la nariz entre las sábanas, cuando soñó que le llamaban. Acabó por despertar; oyó realmente una voz que le nombraba, y corrió a abrir la ventana. Era uno de sus capataces que estaba en el jardín, al pie de la ventana de su alcoba.
-¿Qué hay? -preguntó.
-Señor, una sublevación; la mitad de la gente no quiere bajar al trabajo, y han ido a impedir que trabajen los demás.
Sin duda comprendía mal, porque no estaba bien despierto.
-¡Pues obligadles a que trabajen! -murmuró.
-Ya hace una hora que están con eso -replicó el capataz-. Por eso se nos ha ocurrido venir a buscarle. Solamente usted logrará, acaso, que obedezcan.
-Bueno; allá voy.
Se vistió en un dos por tres, lleno de inquietud. Aunque se hundiera el mundo ni el criado ni la cocinera se despertaban; pero arriba, en el piso principal, oyó voces que cuchicheaban; y, al salir, vio abrir la puerta de la escalera y aparecer a sus dos hijas, que se habían echado rápidamente encima un peinador.
-Papá, ¿qué es eso? -dijeron.
La mayor, Lucía, tenía veintidós años; era alta, morena, muy guapa; mientras Juana, la menor, que tendría apenas diecinueve, era bajita, rubia y muy graciosa.
-Nada grave -respondió él para tranquilizarlas-. Parece que han armado un escándalo en la mina, y voy a ver.
Pero ellas protestaron, porque no querían que se fuese sin tomar algo; si no, volvería enfermo, y se quejaría del estómago como de costumbre. El padre se excusaba diciendo que tenía mucha prisa.
-Escucha -dijo Juana, colgándose a su cuello- toma siquiera una copita de ron y dos galletas; si no, no me suelto de tu cuello, y tendrás que llevarme contigo.
Deneulin tuvo que resignarse, si bien diciendo que le sentarían mal las galletas. Ya bajaba cada una de ellas con un candelero en la mano. Abajo, en el comedor, se desvivieron por servirle cariñosamente, una dándole el ron en la copa, la otra corriendo a la despensa en busca de una caja de galletas. Como habían perdido a su madre siendo muy jóvenes, se habían educado a sí mismas, bastante mal, muy mimadas por su padre: la mayor, soñando siempre con cantar en el teatro, y su hermana loca por la pintura y con unos aires de artista que la singularizaban. Pero cuando hubo que hacer economías en la casa, a consecuencia de grandes pérdidas de fortuna, había surgido en aquellas muchachas de aspecto extravagante, un verdadero instinto de mujeres de su casa, muy arregladas, y cuyo cuidado extremo descubría hasta las sisas de algunos céntimos cuando tomaban la cuenta de la cocinera. En la actualidad, con su aire de artistas un tanto hombruno, eran las dueñas del dinero, escatimaban todos los gastos superfluos, reñían con el tendero y el carbonero, remendaban hábilmente la ropa, a fuerza de esmero, ocultaban los apuros pecuniarios que pasaba la familia.
-Come, papá -repitió Lucía.
Luego, observando la preocupación que el señor Deneulin no lograba disimular, participó ella también de la misma, y se sintió sumamente inquieta.
-La cosa debe de ser grave, cuando pones esa cara y no quieres decirme nada. Pues, mira, nos quedamos en casa, y que se pasen sin nosotras en el almuerzo.
Hablaba de los proyectos forjados para aquella mañana. La señora de Hennebeau debía ir a buscarlas en coche, después de recoger a Cecilia Grégoire en su casa, para ir todas juntas a Marchiennes, con objeto de almorzar en una fábrica, invitadas por la señora del director de la misma. El objeto era visitar detenidamente unas máquinas nuevas que acababan de ser instaladas.
-¡Pues claro está que no iremos! -declaró Juana a su vez. Pero su padre se enfadó.
-¡Vaya una tontería! -dijo-. Os repito que esto no es nada. Hacedme el favor de volver a la cama, y vestíos a eso de las nueve, según quedó convenido.
Les dio un beso a cada una y se apresuró a salir.
Juana tapó cuidadosamente la botella del ron, mientras su hermana iba a guardar bajo llave la caja de las galletas. La habitación estaba muy limpia, pero con esa limpieza fría peculiar a los comedores cuya mesa no es muy suculenta. Las dos muchachas aprovecharon el madrugón para pasar revista a todo y ver si habían dejado los criados cada cosa en su sitio; hallaron una servilleta tirada en un rincón, y decidieron echar una filípica al criado. Luego volvieron a subir a sus habitaciones.
Deneulin, por el camino, iba pensando en su fortuna, comprometida de mala manera en aquella acción de Montsou que había vendido: en aquel millón realizado poco tiempo antes, y que ahora se hallaba en gravísimo peligro. Era una serie no interrumpida de desgracias, de reparaciones enormes, e imprevistas condiciones ruinosas de la explotación; luego aquella crisis industrial, precisamente en el momento de empezar a cobrar
Quinta parte: Capítulo I
A las cuatro se puso la luna, y quedó la madrugada muy oscura. Todos dormían aún en casa de los señores Deneulin; el antiguo caserón de ladrillos permanecía silencioso y sombrío, las puertas y ventanas estaban cerradas, y desierto el mal cuidado jardinillo que separaba la casa de la plataforma de Juan-Bart. Por el otro lado pasaba el camino de Vandame, un pueblecillo oculto detrás del bosque, a unos tres kilómetros de distancia.
Deneulin, cansado de haber pasado un gran rato el día antes en el fondo de la mina, roncaba como un bendito, con la nariz entre las sábanas, cuando soñó que le llamaban. Acabó por despertar; oyó realmente una voz que le nombraba, y corrió a abrir la ventana. Era uno de sus capataces que estaba en el jardín, al pie de la ventana de su alcoba.
-¿Qué hay? -preguntó.
-Señor, una sublevación; la mitad de la gente no quiere bajar al trabajo, y han ido a impedir que trabajen los demás.
Sin duda comprendía mal, porque no estaba bien despierto.
-¡Pues obligadles a que trabajen! -murmuró.
-Ya hace una hora que están con eso -replicó el capataz-. Por eso se nos ha ocurrido venir a buscarle. Solamente usted logrará, acaso, que obedezcan.
-Bueno; allá voy.
Se vistió en un dos por tres, lleno de inquietud. Aunque se hundiera el mundo ni el criado ni la cocinera se despertaban; pero arriba, en el piso principal, oyó voces que cuchicheaban; y, al salir, vio abrir la puerta de la escalera y aparecer a sus dos hijas, que se habían echado rápidamente encima un peinador.
-Papá, ¿qué es eso? -dijeron.
La mayor, Lucía, tenía veintidós años; era alta, morena, muy guapa; mientras Juana, la menor, que tendría apenas diecinueve, era bajita, rubia y muy graciosa.
-Nada grave -respondió él para tranquilizarlas-. Parece que han armado un escándalo en la mina, y voy a ver.
Pero ellas protestaron, porque no querían que se fuese sin tomar algo; si no, volvería enfermo, y se quejaría del estómago como de costumbre. El padre se excusaba diciendo que tenía mucha prisa.
-Escucha -dijo Juana, colgándose a su cuello- toma siquiera una copita de ron y dos galletas; si no, no me suelto de tu cuello, y tendrás que llevarme contigo.
Deneulin tuvo que resignarse, si bien diciendo que le sentarían mal las galletas. Ya bajaba cada una de ellas con un candelero en la mano. Abajo, en el comedor, se desvivieron por servirle cariñosamente, una dándole el ron en la copa, la otra corriendo a la despensa en busca de una caja de galletas. Como habían perdido a su madre siendo muy jóvenes, se habían educado a sí mismas, bastante mal, muy mimadas por su padre: la mayor, soñando siempre con cantar en el teatro, y su hermana loca por la pintura y con unos aires de artista que la singularizaban. Pero cuando hubo que hacer economías en la casa, a consecuencia de grandes pérdidas de fortuna, había surgido en aquellas muchachas de aspecto extravagante, un verdadero instinto de mujeres de su casa, muy arregladas, y cuyo cuidado extremo descubría hasta las sisas de algunos céntimos cuando tomaban la cuenta de la cocinera. En la actualidad, con su aire de artistas un tanto hombruno, eran las dueñas del dinero, escatimaban todos los gastos superfluos, reñían con el tendero y el carbonero, remendaban hábilmente la ropa, a fuerza de esmero, ocultaban los apuros pecuniarios que pasaba la familia.
-Come, papá -repitió Lucía.
Luego, observando la preocupación que el señor Deneulin no lograba disimular, participó ella también de la misma, y se sintió sumamente inquieta.
-La cosa debe de ser grave, cuando pones esa cara y no quieres decirme nada. Pues, mira, nos quedamos en casa, y que se pasen sin nosotras en el almuerzo.
Hablaba de los proyectos forjados para aquella mañana. La señora de Hennebeau debía ir a buscarlas en coche, después de recoger a Cecilia Grégoire en su casa, para ir todas juntas a Marchiennes, con objeto de almorzar en una fábrica, invitadas por la señora del director de la misma. El objeto era visitar detenidamente unas máquinas nuevas que acababan de ser instaladas.
-¡Pues claro está que no iremos! -declaró Juana a su vez. Pero su padre se enfadó.
-¡Vaya una tontería! -dijo-. Os repito que esto no es nada. Hacedme el favor de volver a la cama, y vestíos a eso de las nueve, según quedó convenido.
Les dio un beso a cada una y se apresuró a salir.
Juana tapó cuidadosamente la botella del ron, mientras su hermana iba a guardar bajo llave la caja de las galletas. La habitación estaba muy limpia, pero con esa limpieza fría peculiar a los comedores cuya mesa no es muy suculenta. Las dos muchachas aprovecharon el madrugón para pasar revista a todo y ver si habían dejado los criados cada cosa en su sitio; hallaron una servilleta tirada en un rincón, y decidieron echar una filípica al criado. Luego volvieron a subir a sus habitaciones.
Deneulin, por el camino, iba pensando en su fortuna, comprometida de mala manera en aquella acción de Montsou que había vendido: en aquel millón realizado poco tiempo antes, y que ahora se hallaba en gravísimo peligro. Era una serie no interrumpida de desgracias, de reparaciones enormes, e imprevistas condiciones ruinosas de la explotación; luego aquella crisis industrial, precisamente en el momento de empezar a cobrar
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
beneficios. Si la huelga se declaraba entre sus mineros estaba perdido. Empujó la puertecilla del jardín; los edificios de la mina se adivinaban en la oscuridad, gracias a unos cuantos faroles.
Juan-Bart no tenía la importancia de la Voreux; pero como la instalación era nueva, el aspecto de la mina era muy bonito, según la frase de los ingenieros. No sólo habían ensanchado en más de un metro la boca del pozo, dándole hasta setecientos ocho metros de profundidad, sino que habían montado máquinas nuevas, ascensores nuevos, todo el material con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia; y hasta en los pormenores más pequeños se notaba cierta elegancia, cierta coquetería; un taller de cernir con alumbrado nuevo, un ventilador adornado con un reloj, un cuarto de máquinas donde todo brillaba perfectamente limpio y bien cuidado, y hasta la chimenea era elegante, y hecha de mosaico con ladrillos negros y encarnados. La bomba de desagüe se hallaba colocada en el otro pozo de la concesión, en la antigua mina Gastón María, reservada únicamente para ese uso. En Juan-Bart, a la derecha e izquierda del pozo de extracción, se veían otros dos pozos pequeños, uno para un ventilador de vapor y otro para las escalas.
Aquella mañana a las cuatro llegó Chaval el primero para hablar con los compañeros y convencerles de que era necesario imitar a los de Montsou, y pedir un aumento de cinco céntimos en cada carretilla. Pronto los cuatrocientos obreros del fondo salieron de la barraca para entrar en la sala del pozo de bajada en medio de un tumulto extraordinario. Los que querían bajar tenían la linterna en la mano, estaban descalzos y con las herramientas debajo del brazo; mientras los otros, todavía con los zuecos puestos, sin quitarse los capotes, porque hacía mucho frío, interceptaban la boca del pozo; y los capataces se habían quedado roncos, voceando que no debía nadie oponerse a que trabajaran los que tuviesen voluntad de ello.
Pero Chaval se enfureció al ver a Catalina vestida de hombre y dispuesta a bajar. Aquella mañana le había ordenado que no saliera de casa. La muchacha, sin embargo, desesperada al pensar que podía quedarse sin trabajo, le siguió, porque su amante no le daba jamás dinero, y a menudo tenía ella que pagar sus cosas y las de él; ¿qué les sucedería si dejaba de ganar? Tenía miedo, mucho miedo, a cierta casa pública de Marchiennes, donde acababan las mineras jóvenes que se encontraban sin hogar y sin partido.
-¡Maldita sea! -gritó Chaval-. ¿Qué vienes tú a hacer aquí?
A lo cual contestó ella, que, como no tenía rentas, necesitaba trabajar. -¡Con que te pones contra mí, bribona! Vuelve corriendo a casa, o te hago yo ir a puntapiés.
Catalina, asustada, retrocedió; pero no se marchó, resuelta a estar allí hasta ver en qué quedaba la cosa.
En aquel momento se presentó Deneulin. A pesar de la escasa claridad de los faroles, abarcó con una sola mirada el cuadro que se presentaba a su vista, cuyos pormenores le eran conocidos, porque se sabía de memoria la cara de cada uno de sus obreros. El trabajo estaba detenido: la máquina, que había hecho ya vapor, silbaba de vez en cuando para desahogar; los ascensores colgaban inmóviles de los cables; las carretillas, abandonadas, se veían detenidas sobre los rieles. No habían tomado más que unas ochenta linternas; las demás lucían aún en lampistería. Pero una sola palabra suya bastaría para evitar el conflicto, y la vida normal del trabajo se restablecería enseguida.
-¡Hola! ¿Qué es eso, hijos míos? -preguntó en alta voz-. ¿Qué quejas tenéis? Explicádmelas, y seguro que nos entenderemos enseguida.
Ordinariamente se mostraba muy paternal con sus obreros, aunque muy exigente también. Con ademán autoritario y bruscos modales trataba primero de conquistarlos con buenas palabras; y a menudo se hacía querer, aunque lo que los obreros respetaban en él era al hombre valeroso, que compartía con ellos las rudas fatigas de las minas, y que era siempre el primero cuando ocurría algún accidente peligroso. Dos o tres veces, después de explosiones de grisú, se había hecho bajar al fondo de la mina, atado a unas cuerdas, cuando los más animosos se hacían atrás.
-Vamos -replicó-; supongo que no iréis a dejarme mal después de haber respondido de vosotros. Ya sabéis que me he negado a que vinieran aquí los gendarmes. Hablad, que ya os escucho. Todos callaban, turbados delante de él, y separándose de allí; al fin, Chaval tomó la palabra, y dijo:
-Señor Deneulin, la verdad es que no podemos continuar trabajando si no se nos dan cinco céntimos más por cada carretilla.
El dueño de la mina pareció muy sorprendido.
-¡Cómo! ¡Cinco céntimos! ¿Y a qué viene esa exigencia? Yo no me quejo ni de vuestra manera de apuntalar, ni trato de imponeros una nueva tarifa, como hace con sus obreros la compañía de Montsou.
-Es verdad; pero, así y todo, los compañeros de Montsou tienen razón. Rechazan la tarifa y exigen un aumento de cinco céntimos porque es imposible trabajar con los jornales actuales. Queremos cinco céntimos más; ¿no es verdad, compañeros?
Algunas voces asintieron a lo que decía Chaval, y el tumulto empezó de nuevo. Poco a poco todos los obreros se iban acercando y formando estrecho círculo.
En los ojos del señor Deneulin brilló un relámpago de ira, y tuvo que hacer un esfuerzo para no parecer el hombre aficionado a los procedimientos de fuerza, cogiendo a uno por el pescuezo, y ahogándolo. Prefirió discutir y hablar tranquilamente.
-Queréis cinco céntimos más, y concedo que vuestro trabajo los merece; pero yo no puedo dároslo. Si os lo diera, me arruinaría, sencillamente. Comprended que es necesario que yo viva para que viváis vosotros. Y estoy tan apurado, que el menor aumento me desnivelaría. Acordaos de hace dos años, cuando la última huelga. Accedí a lo que me pedisteis, porque todavía me era posible hacerlo. Pero aquel aumento de jornal fue desastroso para mí, y desde entonces no me he recuperado. Hoy preferiría dejar que todo esto se fuese al demonio, a verme el mes que viene en el caso de no tener dinero para pagaros.
Chaval sonreía maliciosamente enfrente de aquel propietario que con tanta franqueza les contaba sus apuros. Los otros bajaban la cabeza con ademán incrédulo, no pudiendo comprender que el propietario de una mina no ganara millones y millones a costa de los obreros.
Entonces Deneulin insistió, explicando su lucha contra la Compañía de Montsou, la cual andaba deseando siempre el momento de su ruina. Le hacía una competencia tremenda, que le obligaba a ser económico, tanto más, cuanto que la profundidad de Juan-Bart aumentaba los gastos de extracción, condición tan desfavorable, que apenas se veía compensada con la ventaja de que la capa de carbón tenía más espesor allí que en Montsou. Jamás habría aumentado los jornales a consecuencia de la última huelga, si no se hubiera visto obligado a imitar a sus adversarios, temiendo que sus obreros le abandonasen. Es verdad que éstos habrían perdido tanto como él sometiéndose al yugo de la Compañía de Montsou, después de obligarle a vender la mina. Él no era un dios desconocido, encerrado en el lejano y misterioso tabernáculo; no era uno de esos accionistas que dan sueldos a un director-gerente para que atormente al obrero y le saque el jugo; era un propietario que, además de su dinero, arriesgaba su inteligencia, su salud, su vida entera. La huelga iba a ser la muerte, ni más ni menos. No tenía nada almacenado, y por fuerza debía servir los pedidos que se le hacían. Por otra parte, el capital que representaba el material no podía permanecer inactivo sin irse al diablo. ¿Cómo había de cumplir sus compromisos? ¿Quién pagaría los intereses de los capitales que le habían confiado sus amigos? Tendría que declararse en quiebra.
-¡Ya veis si os hablo con franqueza, amigos míos! -dijo para terminar-. Quisiera convenceros. No se puede pedir a un hombre que se ahorque a sí mismo, ¿no es verdad? Y ya os dé los cinco céntimos de aumento que pedís, ya os deje que os declaréis en huelga, para mí es lo mismo que si me cortaran el pescuezo.
Calló. Una parte de los obreros parecía titubear; algunos se acercaron a la boca del pozo, como si se dispusiesen a bajar.
-Por lo menos -dijo un capataz-, que cada cual sea libre de hacer lo que quiera. ¿Quiénes son los que desean trabajar?
Catalina fue una de las primeras que se adelantaron. Pero Chaval, furioso, la rechazó brutalmente, exclamando:
-¡Todos estamos de acuerdo; sólo los traidores y los cobardes son capaces de abandonar a sus compañeros!
Desde aquel momento la conciliación pareció imposible. Empezó de nuevo la gritería, y hubo empujones para alejar del pozo a los que se habían acercado al ascensor, a riesgo de aplastarlos contra la pared. Por un momento, el director, desesperado, tuvo el propósito de luchar solo, a puñetazos, con toda aquella gente; pero hubiera sido una locura inútil, y tuvo que retirarse. Entró en la oficina de recepción, y se sentó en una silla, tan desesperado ante su impotencia que no se le ocurría ninguna idea. Por fin se calmó, y dijo a un vigilante que llamase a Chaval. Después, cuando éste consintió en celebrar la entrevista, alejó a todo el mundo con un gesto.
-Dejadnos solos -dijo.
Deneulin se proponía romper la crisma a aquel mocetón. Desde el primer momento había comprendido que estaba lleno de vanidosa envidia. Pero antes de emplear medios violentos recurrió a la adulación, afectando sorprenderse al ver que un obrero tan bueno como él comprometiese de aquel modo su porvenir. Le dijo que hacía tiempo había pensado en él para el ascenso, y acabó por ofrecerle la primera plaza de capataz vacante. Chaval le escuchó en silencio; primero con los puños apretados, después mucho más tranquilo. Su cabeza cavilaba intensamente; si insistía en la huelga, jamás pasaría de ser el lugarteniente de Esteban, mientras que ahora concebía una nueva ambición: la de figurar entre los jefes. El orgullo se le subía a la cabeza y le embriagaba. Por otra parte, la partida de huelguistas de Montsou, que debía haber llegado por la mañana, no iría a Juan-Bart, porque sin duda le había sucedido algo cuando ya no estaba allí. Acaso habría tropezado con los gendarmes: la verdad era que había llegado la hora de someterse. Esto no obstante, seguía diciendo que no con la cabeza; se las echaba de carácter incorruptible, dándose puñetazos en el pecho. Al fin, sin hablar a Deneulin de la cita que había dado a los de Montsou para aquella mañana, le prometió tratar de calmar a sus compañeros y convencerlos que bajasen. Deneulin continuó escondido, y los capataces también se quitaron de en medio. Durante una hora estuvieron oyendo a Chaval, que peroraba y discutía desde lo alto de una vagoneta. Un grupo numeroso de obreros le vitoreaba, mientras unos ciento quince o ciento veinte, indignados, se alejaron de allí, decididos a mantener la resolución que les hiciera adoptar antes. Eran ya más de las siete; estaba amaneciendo, cuando de pronto empezaron los trabajos normales de la mina, comenzando por la máquina, que puso en movimiento los cables del ascensor. Luego, entre el estruendo de las voces de mando y de las señales para maniobra, empezó la bajada de los mineros; y los ascensores, subiendo y bajando sin cesar, dieron al pozo su acostumbrada ración de hombres, mujeres y chiquillos, mientras arriba, en la plataforma, arrastraban las vagonetas hasta el taller de cernir, con gran estrépito.
-¡Maldita sea! ¿Qué demonios haces ahí? -exclamó Chaval, viendo a Catalina, que esperaba su turno para bajar-. ¡Anda pronto, y no te hagas la remolona!
A las nueve, cuando la señora de Hennebeau llegó a casa de Deneulin en carruaje con Cecilia, encontró a Juana y Lucía ya dispuestas y muy elegantes, a pesar de que sus vestidos habían sido reformados veinte veces. Pero Déneulin se sorprendió al ver que Négrel, a caballo, acompañaba el coche. ¿Cómo era aquello? ¿Iban hombres también? Entonces, la señora Hennebeau explicó, con su afectuoso aire maternal, que la habían asustado, diciéndole que los caminos estaban llenos de gente de mal aspecto, y que había querido que llevasen un defensor. Négrel sonriendo, procuraba tranquilizarlas; no había nada grave; amenazas y bravatas como siempre, pero nadie se atrevería siquiera a tirar una piedra al coche.
Juan-Bart no tenía la importancia de la Voreux; pero como la instalación era nueva, el aspecto de la mina era muy bonito, según la frase de los ingenieros. No sólo habían ensanchado en más de un metro la boca del pozo, dándole hasta setecientos ocho metros de profundidad, sino que habían montado máquinas nuevas, ascensores nuevos, todo el material con arreglo a los últimos adelantos de la ciencia; y hasta en los pormenores más pequeños se notaba cierta elegancia, cierta coquetería; un taller de cernir con alumbrado nuevo, un ventilador adornado con un reloj, un cuarto de máquinas donde todo brillaba perfectamente limpio y bien cuidado, y hasta la chimenea era elegante, y hecha de mosaico con ladrillos negros y encarnados. La bomba de desagüe se hallaba colocada en el otro pozo de la concesión, en la antigua mina Gastón María, reservada únicamente para ese uso. En Juan-Bart, a la derecha e izquierda del pozo de extracción, se veían otros dos pozos pequeños, uno para un ventilador de vapor y otro para las escalas.
Aquella mañana a las cuatro llegó Chaval el primero para hablar con los compañeros y convencerles de que era necesario imitar a los de Montsou, y pedir un aumento de cinco céntimos en cada carretilla. Pronto los cuatrocientos obreros del fondo salieron de la barraca para entrar en la sala del pozo de bajada en medio de un tumulto extraordinario. Los que querían bajar tenían la linterna en la mano, estaban descalzos y con las herramientas debajo del brazo; mientras los otros, todavía con los zuecos puestos, sin quitarse los capotes, porque hacía mucho frío, interceptaban la boca del pozo; y los capataces se habían quedado roncos, voceando que no debía nadie oponerse a que trabajaran los que tuviesen voluntad de ello.
Pero Chaval se enfureció al ver a Catalina vestida de hombre y dispuesta a bajar. Aquella mañana le había ordenado que no saliera de casa. La muchacha, sin embargo, desesperada al pensar que podía quedarse sin trabajo, le siguió, porque su amante no le daba jamás dinero, y a menudo tenía ella que pagar sus cosas y las de él; ¿qué les sucedería si dejaba de ganar? Tenía miedo, mucho miedo, a cierta casa pública de Marchiennes, donde acababan las mineras jóvenes que se encontraban sin hogar y sin partido.
-¡Maldita sea! -gritó Chaval-. ¿Qué vienes tú a hacer aquí?
A lo cual contestó ella, que, como no tenía rentas, necesitaba trabajar. -¡Con que te pones contra mí, bribona! Vuelve corriendo a casa, o te hago yo ir a puntapiés.
Catalina, asustada, retrocedió; pero no se marchó, resuelta a estar allí hasta ver en qué quedaba la cosa.
En aquel momento se presentó Deneulin. A pesar de la escasa claridad de los faroles, abarcó con una sola mirada el cuadro que se presentaba a su vista, cuyos pormenores le eran conocidos, porque se sabía de memoria la cara de cada uno de sus obreros. El trabajo estaba detenido: la máquina, que había hecho ya vapor, silbaba de vez en cuando para desahogar; los ascensores colgaban inmóviles de los cables; las carretillas, abandonadas, se veían detenidas sobre los rieles. No habían tomado más que unas ochenta linternas; las demás lucían aún en lampistería. Pero una sola palabra suya bastaría para evitar el conflicto, y la vida normal del trabajo se restablecería enseguida.
-¡Hola! ¿Qué es eso, hijos míos? -preguntó en alta voz-. ¿Qué quejas tenéis? Explicádmelas, y seguro que nos entenderemos enseguida.
Ordinariamente se mostraba muy paternal con sus obreros, aunque muy exigente también. Con ademán autoritario y bruscos modales trataba primero de conquistarlos con buenas palabras; y a menudo se hacía querer, aunque lo que los obreros respetaban en él era al hombre valeroso, que compartía con ellos las rudas fatigas de las minas, y que era siempre el primero cuando ocurría algún accidente peligroso. Dos o tres veces, después de explosiones de grisú, se había hecho bajar al fondo de la mina, atado a unas cuerdas, cuando los más animosos se hacían atrás.
-Vamos -replicó-; supongo que no iréis a dejarme mal después de haber respondido de vosotros. Ya sabéis que me he negado a que vinieran aquí los gendarmes. Hablad, que ya os escucho. Todos callaban, turbados delante de él, y separándose de allí; al fin, Chaval tomó la palabra, y dijo:
-Señor Deneulin, la verdad es que no podemos continuar trabajando si no se nos dan cinco céntimos más por cada carretilla.
El dueño de la mina pareció muy sorprendido.
-¡Cómo! ¡Cinco céntimos! ¿Y a qué viene esa exigencia? Yo no me quejo ni de vuestra manera de apuntalar, ni trato de imponeros una nueva tarifa, como hace con sus obreros la compañía de Montsou.
-Es verdad; pero, así y todo, los compañeros de Montsou tienen razón. Rechazan la tarifa y exigen un aumento de cinco céntimos porque es imposible trabajar con los jornales actuales. Queremos cinco céntimos más; ¿no es verdad, compañeros?
Algunas voces asintieron a lo que decía Chaval, y el tumulto empezó de nuevo. Poco a poco todos los obreros se iban acercando y formando estrecho círculo.
En los ojos del señor Deneulin brilló un relámpago de ira, y tuvo que hacer un esfuerzo para no parecer el hombre aficionado a los procedimientos de fuerza, cogiendo a uno por el pescuezo, y ahogándolo. Prefirió discutir y hablar tranquilamente.
-Queréis cinco céntimos más, y concedo que vuestro trabajo los merece; pero yo no puedo dároslo. Si os lo diera, me arruinaría, sencillamente. Comprended que es necesario que yo viva para que viváis vosotros. Y estoy tan apurado, que el menor aumento me desnivelaría. Acordaos de hace dos años, cuando la última huelga. Accedí a lo que me pedisteis, porque todavía me era posible hacerlo. Pero aquel aumento de jornal fue desastroso para mí, y desde entonces no me he recuperado. Hoy preferiría dejar que todo esto se fuese al demonio, a verme el mes que viene en el caso de no tener dinero para pagaros.
Chaval sonreía maliciosamente enfrente de aquel propietario que con tanta franqueza les contaba sus apuros. Los otros bajaban la cabeza con ademán incrédulo, no pudiendo comprender que el propietario de una mina no ganara millones y millones a costa de los obreros.
Entonces Deneulin insistió, explicando su lucha contra la Compañía de Montsou, la cual andaba deseando siempre el momento de su ruina. Le hacía una competencia tremenda, que le obligaba a ser económico, tanto más, cuanto que la profundidad de Juan-Bart aumentaba los gastos de extracción, condición tan desfavorable, que apenas se veía compensada con la ventaja de que la capa de carbón tenía más espesor allí que en Montsou. Jamás habría aumentado los jornales a consecuencia de la última huelga, si no se hubiera visto obligado a imitar a sus adversarios, temiendo que sus obreros le abandonasen. Es verdad que éstos habrían perdido tanto como él sometiéndose al yugo de la Compañía de Montsou, después de obligarle a vender la mina. Él no era un dios desconocido, encerrado en el lejano y misterioso tabernáculo; no era uno de esos accionistas que dan sueldos a un director-gerente para que atormente al obrero y le saque el jugo; era un propietario que, además de su dinero, arriesgaba su inteligencia, su salud, su vida entera. La huelga iba a ser la muerte, ni más ni menos. No tenía nada almacenado, y por fuerza debía servir los pedidos que se le hacían. Por otra parte, el capital que representaba el material no podía permanecer inactivo sin irse al diablo. ¿Cómo había de cumplir sus compromisos? ¿Quién pagaría los intereses de los capitales que le habían confiado sus amigos? Tendría que declararse en quiebra.
-¡Ya veis si os hablo con franqueza, amigos míos! -dijo para terminar-. Quisiera convenceros. No se puede pedir a un hombre que se ahorque a sí mismo, ¿no es verdad? Y ya os dé los cinco céntimos de aumento que pedís, ya os deje que os declaréis en huelga, para mí es lo mismo que si me cortaran el pescuezo.
Calló. Una parte de los obreros parecía titubear; algunos se acercaron a la boca del pozo, como si se dispusiesen a bajar.
-Por lo menos -dijo un capataz-, que cada cual sea libre de hacer lo que quiera. ¿Quiénes son los que desean trabajar?
Catalina fue una de las primeras que se adelantaron. Pero Chaval, furioso, la rechazó brutalmente, exclamando:
-¡Todos estamos de acuerdo; sólo los traidores y los cobardes son capaces de abandonar a sus compañeros!
Desde aquel momento la conciliación pareció imposible. Empezó de nuevo la gritería, y hubo empujones para alejar del pozo a los que se habían acercado al ascensor, a riesgo de aplastarlos contra la pared. Por un momento, el director, desesperado, tuvo el propósito de luchar solo, a puñetazos, con toda aquella gente; pero hubiera sido una locura inútil, y tuvo que retirarse. Entró en la oficina de recepción, y se sentó en una silla, tan desesperado ante su impotencia que no se le ocurría ninguna idea. Por fin se calmó, y dijo a un vigilante que llamase a Chaval. Después, cuando éste consintió en celebrar la entrevista, alejó a todo el mundo con un gesto.
-Dejadnos solos -dijo.
Deneulin se proponía romper la crisma a aquel mocetón. Desde el primer momento había comprendido que estaba lleno de vanidosa envidia. Pero antes de emplear medios violentos recurrió a la adulación, afectando sorprenderse al ver que un obrero tan bueno como él comprometiese de aquel modo su porvenir. Le dijo que hacía tiempo había pensado en él para el ascenso, y acabó por ofrecerle la primera plaza de capataz vacante. Chaval le escuchó en silencio; primero con los puños apretados, después mucho más tranquilo. Su cabeza cavilaba intensamente; si insistía en la huelga, jamás pasaría de ser el lugarteniente de Esteban, mientras que ahora concebía una nueva ambición: la de figurar entre los jefes. El orgullo se le subía a la cabeza y le embriagaba. Por otra parte, la partida de huelguistas de Montsou, que debía haber llegado por la mañana, no iría a Juan-Bart, porque sin duda le había sucedido algo cuando ya no estaba allí. Acaso habría tropezado con los gendarmes: la verdad era que había llegado la hora de someterse. Esto no obstante, seguía diciendo que no con la cabeza; se las echaba de carácter incorruptible, dándose puñetazos en el pecho. Al fin, sin hablar a Deneulin de la cita que había dado a los de Montsou para aquella mañana, le prometió tratar de calmar a sus compañeros y convencerlos que bajasen. Deneulin continuó escondido, y los capataces también se quitaron de en medio. Durante una hora estuvieron oyendo a Chaval, que peroraba y discutía desde lo alto de una vagoneta. Un grupo numeroso de obreros le vitoreaba, mientras unos ciento quince o ciento veinte, indignados, se alejaron de allí, decididos a mantener la resolución que les hiciera adoptar antes. Eran ya más de las siete; estaba amaneciendo, cuando de pronto empezaron los trabajos normales de la mina, comenzando por la máquina, que puso en movimiento los cables del ascensor. Luego, entre el estruendo de las voces de mando y de las señales para maniobra, empezó la bajada de los mineros; y los ascensores, subiendo y bajando sin cesar, dieron al pozo su acostumbrada ración de hombres, mujeres y chiquillos, mientras arriba, en la plataforma, arrastraban las vagonetas hasta el taller de cernir, con gran estrépito.
-¡Maldita sea! ¿Qué demonios haces ahí? -exclamó Chaval, viendo a Catalina, que esperaba su turno para bajar-. ¡Anda pronto, y no te hagas la remolona!
A las nueve, cuando la señora de Hennebeau llegó a casa de Deneulin en carruaje con Cecilia, encontró a Juana y Lucía ya dispuestas y muy elegantes, a pesar de que sus vestidos habían sido reformados veinte veces. Pero Déneulin se sorprendió al ver que Négrel, a caballo, acompañaba el coche. ¿Cómo era aquello? ¿Iban hombres también? Entonces, la señora Hennebeau explicó, con su afectuoso aire maternal, que la habían asustado, diciéndole que los caminos estaban llenos de gente de mal aspecto, y que había querido que llevasen un defensor. Négrel sonriendo, procuraba tranquilizarlas; no había nada grave; amenazas y bravatas como siempre, pero nadie se atrevería siquiera a tirar una piedra al coche.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Deneulin, todavía gozoso con su triunfo, relató la reprimida sublevación de Juan-Bart, añadiendo que ya estaba completamente tranquilo. Y mientras las señoritas Deneulin tomaban el coche en la carretera de Vandame, todos estaban muy tranquilos pensando en lo que iban a divertirse aquel día, sin adivinar que allá a lo lejos, en el campo, se reunía el pueblo de mineros galopando en ademán hostil hacia Juan-Bart, lo cual hubieran podido oír pegando el oído al suelo, como hacen las escuchas.
-Conque quedamos -dijo la señora de Hennebeau- en que iréis a recoger a las niñas esta tarde a casa, y que comeréis con nosotros. La señora de Grégoire me ha prometido también ir a buscar a Cecilia.
-Contad conmigo -exclamó Deneulin.
El carruaje partió en dirección a Vandame. Juana y Lucía se asomaron a la ventanilla para despedirse con una sonrisa de su padre, que había quedado en medio de la carretera, diciéndoles adiós con la mano. Négrel, al trote de su caballo, se colocó a la portezuela del coche.
Atravesaron el bosque, y fueron a tomar el camino de Vandame a Marchiennes. Cuando pasaban cerca de Tartaret, Juana preguntó a la señora de Hennebeau si conocía la Loma Verde; y ésta confesó que, a pesar de vivir en el pueblo hacía cinco años, no había estado nunca por allí. Entonces decidieron dar un rodeo. El Tartaret, que se extendía bordeando el bosque, era un llano inculto, de una esterilidad volcánica, bajo la cual hacía ya siglos ardía una mina de carbón de piedra abandonada. Aquello se perdía en una leyenda que narraban los mineros de la comarca. Decían que el fuego del cielo había caído sobre aquella nueva Sodoma subterránea, donde los hombres y las mujeres que trabajaban en la mina se entregaban a toda clase de excesos abominables y que ninguno de ellos había podido escapar a tan terrible castigo. Las rocas calcinadas, de un rojo sombrío, se cubrían de manchas verdosas, que parecían de lepra. Algunos valientes que se atrevían de noche a asomarse a las grietas que se veían en la tierra, juraban distinguir una llama, que sin duda eran las almas pecadoras consumiéndose en el fuego de aquel infierno subterráneo.
Lucecillas errantes iban de una parte a otra por el suelo; se veían todas las noches vapores caldeados que salían de la cocina del diablo. Y, semejante a un milagro de eterna primavera, en medio de aquel llano maldito, se levantaba la Loma Verde, cubierta siempre de fresca hierba, y sembrada de trigo y de remolacha, dando hasta tres cosechas al año. Aquello era una estufa natural, caldeada por el incendio de las capas inferiores. Jamás se había visto allí nieve, porque al caer se derretía. Aquel enorme llano verde, junto a los árboles del bosque despojados de toda clase de hojas, no tenía ni siquiera señales de las heladas de diciembre, que tanto daño hacían en el resto de la comarca.
Pronto rodó el carruaje por la carretera. Négrel se reía de la leyenda y explicaba que a menudo se declaraban incendios en el fondo de las minas a causa de la fermentación del polvo carbonífero y que cuando no se pueden dominar al principio, no hay manera de apagarlos jamás; citaba el caso de una mina de Bélgica que habían inundado, variando el cauce del río para echar sus aguas por la boca del pozo de bajada. Pronto guardó silencio, al observar que numerosos grupos de mineros se cruzaban a cada instante con el carruaje.
Los obreros pasaban silenciosos, mirando de reojo aquel tren que les obligaba a echarse a un lado del camino. Por momentos iban aumentando, a tal punto, que el cochero tuvo que poner los caballos al paso para cruzar el puente del río Scarpe. ¿Qué sucedería para que toda aquella gente recorriera la carretera? Las señoras estaban muy asustadas; Négrel empezaba a creer en algún tumulto preparado de antemano, y para todos fue un verdadero consuelo ver que, al fin, llegaban a Marchiennes sin contratiempo.
-Conque quedamos -dijo la señora de Hennebeau- en que iréis a recoger a las niñas esta tarde a casa, y que comeréis con nosotros. La señora de Grégoire me ha prometido también ir a buscar a Cecilia.
-Contad conmigo -exclamó Deneulin.
El carruaje partió en dirección a Vandame. Juana y Lucía se asomaron a la ventanilla para despedirse con una sonrisa de su padre, que había quedado en medio de la carretera, diciéndoles adiós con la mano. Négrel, al trote de su caballo, se colocó a la portezuela del coche.
Atravesaron el bosque, y fueron a tomar el camino de Vandame a Marchiennes. Cuando pasaban cerca de Tartaret, Juana preguntó a la señora de Hennebeau si conocía la Loma Verde; y ésta confesó que, a pesar de vivir en el pueblo hacía cinco años, no había estado nunca por allí. Entonces decidieron dar un rodeo. El Tartaret, que se extendía bordeando el bosque, era un llano inculto, de una esterilidad volcánica, bajo la cual hacía ya siglos ardía una mina de carbón de piedra abandonada. Aquello se perdía en una leyenda que narraban los mineros de la comarca. Decían que el fuego del cielo había caído sobre aquella nueva Sodoma subterránea, donde los hombres y las mujeres que trabajaban en la mina se entregaban a toda clase de excesos abominables y que ninguno de ellos había podido escapar a tan terrible castigo. Las rocas calcinadas, de un rojo sombrío, se cubrían de manchas verdosas, que parecían de lepra. Algunos valientes que se atrevían de noche a asomarse a las grietas que se veían en la tierra, juraban distinguir una llama, que sin duda eran las almas pecadoras consumiéndose en el fuego de aquel infierno subterráneo.
Lucecillas errantes iban de una parte a otra por el suelo; se veían todas las noches vapores caldeados que salían de la cocina del diablo. Y, semejante a un milagro de eterna primavera, en medio de aquel llano maldito, se levantaba la Loma Verde, cubierta siempre de fresca hierba, y sembrada de trigo y de remolacha, dando hasta tres cosechas al año. Aquello era una estufa natural, caldeada por el incendio de las capas inferiores. Jamás se había visto allí nieve, porque al caer se derretía. Aquel enorme llano verde, junto a los árboles del bosque despojados de toda clase de hojas, no tenía ni siquiera señales de las heladas de diciembre, que tanto daño hacían en el resto de la comarca.
Pronto rodó el carruaje por la carretera. Négrel se reía de la leyenda y explicaba que a menudo se declaraban incendios en el fondo de las minas a causa de la fermentación del polvo carbonífero y que cuando no se pueden dominar al principio, no hay manera de apagarlos jamás; citaba el caso de una mina de Bélgica que habían inundado, variando el cauce del río para echar sus aguas por la boca del pozo de bajada. Pronto guardó silencio, al observar que numerosos grupos de mineros se cruzaban a cada instante con el carruaje.
Los obreros pasaban silenciosos, mirando de reojo aquel tren que les obligaba a echarse a un lado del camino. Por momentos iban aumentando, a tal punto, que el cochero tuvo que poner los caballos al paso para cruzar el puente del río Scarpe. ¿Qué sucedería para que toda aquella gente recorriera la carretera? Las señoras estaban muy asustadas; Négrel empezaba a creer en algún tumulto preparado de antemano, y para todos fue un verdadero consuelo ver que, al fin, llegaban a Marchiennes sin contratiempo.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo II
En Juan-Bart, Catalina estaba trabajando hacía ya más de una hora en el arranque de las vagonetas; y tan fatigada se hallaba, que tuvo que descansar un momento para enjugarse la cara.
Chaval, que estaba en el fondo de la cantera arrancando carbón con sus compañeros, se sorprendió al notar que cesaba el ruido de las carretillas. Las linternas ardían muy mal, y el polvillo del carbón no permitía ver bien.
-¿Qué hay? -gritó.
Cuando ella le contestó que se sentía mal y que iba a reventar si seguía trabajando, él le contestó brutalmente:
-¡Bestia! Haz lo que nosotros; quítate la camisa.
Se hallaban a setecientos ocho metros de profundidad, al norte, en la primera galería del filón Deseado, a unos tres kilómetros del pozo de subida. Cuando se hablaba de aquella región de la mina, los mineros de la comarca se echaban a temblar, y bajaban la voz, como si hablaran del infierno; y a menudo se contentaban con mover la cabeza como si prefirieran no ocuparse de aquellas profundidades abrasadoras. A medida que las galerías, extendiéndose hacia el norte, se aproximaban al Tartaret, penetraban en el incendio que más arriba calcinaba las rocas. En las canteras, en el punto adonde habían llegado los trabajos, había una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Los obreros se hallaban allí en plena ciudad maldita, en medio de las llamas, a quienes los que pasaban por el llano veían asomándose a las grietas, por las cuales salía un fuerte olor a azufre.
Catalina, que ya se había quitado la blusa, titubeó un momento y luego se despojó también del pantalón; y con los brazos y las piernas desnudas, con la camisa subida hasta la cintura y sujeta con una cuerda, empezó de nuevo su trabajo de arrastre.
-¡La verdad es que así se está mejor! -dijo en voz alta.
Sin saber por qué, tenía miedo. Desde hacía cinco días, que trabajaba en aquel sitio, pensaba sin cesar en las terroríficas narraciones que había oído siendo niña, y en aquellas muchachas que estaban ardiendo debajo del Tartaret, en castigo de pecados que nadie se atrevía a repetir. Indudablemente ya era demasiado crecida para creer en tales tonterías; pero, así y todo, ¿qué habría hecho si de pronto se le hubiese aparecido una mujer ardiendo? La sola idea la hacía sudar más.
A cierta distancia, una compañera suya cogía la carretilla que ella llevaba, y la arrastraba hasta el plano inclinado, donde era recibida con las demás que bajaban de las galerías superiores, para formar los trenes.
-¡Demonio! Qué cómoda te pones -dijo a Catalina su compañera, que era una viuda de treinta años-. Yo no puedo hacerlo, Pues los chiquillos del tren me fastidian con sus bromas.
-¡Bah! Yo me río de eso. Así se está más cómoda.
Y volvió atrás, empujando una vagoneta vacía.
Lo peor era que, en aquella profunda galería, se unía otra causa a la proximidad del Tartaret para hacer el calor más insoportable. Estaban al lado de una galería de Gastón María, abandonada a causa de una explosión de grisú que, diez años antes, había incendiado la veta, la cual seguía ardiendo, y estaba aislada por medio de una pared de arcilla, para evitar que se extendiese el desastre. Privado de aire, el fuego debía haberse apagado; pero sin duda corrientes desconocidas lo reavivaban, pues desde hacía diez años la pared de arcilla estaba caldeada como si fuera la pared de un horno; y de tal manera, que al pasar por ella no era posible sufrir el calor, ni mucho menos arrimarse al muro. Precisamente a lo largo de ésta, en una extensión de más de cien metros, se hacía arrastre, a una temperatura de sesenta grados.
Después de otros dos viajes, Catalina sintió que se ahogaba nuevamente. Por fortuna, la galería era ancha y espaciosa. En el filón Deseado, uno de los más ricos de la mina, la capa de carbón tenía un metro noventa centímetros, y los obreros podían trabajar de pie. Pero habrían preferido menos comodidad y un poco más de fresco.
-¡Eh! ¿Te duermes? -gritó violentamente Chaval cuando dejó de oír a Catalina-. ¿Quién diablos me mandó a mí cargar con un penco de tu especie? ¡Llena la carretilla, y trabaja, mala pécora!
La muchacha estaba al pie de la cantera, apoyada en el mango de la pala, y se sentía acometida de cierto malestar mirándolos a todos, sin obedecer ni contestar palabra. Les veía mal, a la indecisa luz de las linternas, desnudos completamente como bestias, y tan negros, tan sudorosos, que su desnudez no la avergonzaba. Era una amalgama, una visión infernal de la que nadie se hubiera podido dar cuenta. Pero ellos, sin duda, la distinguían mejor, porque dejaron de trabajar, y empezaron a gastarle bromas por haberse quedado en camisa.
-¡Cuidado, que te vas a resfriar!
-¡Buenas piernas tienes! ¡Oye, Chaval, vale por dos!
-¡Oh, hay que ver lo demás; anda, quítate ese trapo!
Entonces Chaval, sin enfadarse por aquellas groserías, la emprendió con ella.
-¡Sí; lo que es para eso, sirve! ¡Oyendo porquerías, sería capaz de quedarse ahí hasta mañana!
Catalina, con mucho trabajo, cargó la vagoneta otra vez, y empezó a empujarla. La galería era demasiado ancha para que pudiera llegar, abriéndose de piernas, de un lado a otro de la vía; sus pies descalzos se destrozaban contra los rieles buscando un punto de apoyo, mientras caminaba lentamente, con los brazos extendidos, para hacer fuerza; pero, cuando llegaba a la pared de arriba que les separaba de la veta incendiada, volvía a empezar el calor insoportable; el sudor corría a mares por todo su cuerpo, en gotas enormes, como lluvia de tormenta. Apenas había andado la tercera parte del camino, su camisa estrecha y negra, como si la hubieran mojado en tinta, se le pegaba a la piel, se le subía hasta la cintura por el movimiento que hacía con las caderas, y le molestaba tanto que de nuevo tuvo que detenerse.
¿Qué le pasaba aquel día? Jamás se había sentido tan mal. Debía ser efecto de lo enrarecido del aire, porque hasta aquella galería lejana apenas llegaba la ventilación. Se respiraban allí toda clase de vapores que salían del carbón, con un ruidillo como el que produce el agua hirviendo, y en tal abundancia a veces, que las linternas apenas alumbraban; esto sin contar el grisú, en el cual nadie pensaba, a fuerza de respirarlo continuamente. Ella conocía bien aquel aire malo, aquel aire muerto, como dicen los mineros, gas de asfixia en las capas inferiores, gas capaz de dejar muertos a trescientos hombres de un golpe al estallar. Lo había respirado tanto y tanto desde su infancia, que se sorprendía al ver lo mal que lo soportaba ahora, pues le zumbaban horriblemente los oídos, y sentía la garganta apretada. Sin duda el calor tenía la culpa de que se sintiese tan mal.
Tal era su malestar, que experimentó la necesidad de quitarse la camisa. Aquella tela pegada al cuerpo se había convertido en un verdadero suplicio. Resistió un poco más y quiso seguir trabajando, pero se vio obligada a ponerse otra vez en pie. Y entonces se lo quitó todo, hasta la camisa, y con tal furia y tan febrilmente, que se hubiera quitado la piel de buena gana también. A gatas empezó de nuevo a empujar la carretilla, completamente desnuda, semejante a una fiera que trabajara a impulsos del látigo cruel del domador.
Pero ni siquiera por haberse puesto desnuda se encontró mejor ni más aliviada. ¿Qué más podría quitarse? El zumbido de los oídos la trastornaba, y sentía las sienes comprimidas por una fuerza extraña. Cayó de rodillas. La linterna, que iba clavada en un montón de mineral, pareció apagarse. Solamente la idea de subir la mecha sobrenadaba en aquella confusión de pensamientos que agitaba su cerebro. Dos veces quiso reconocer el farol, y dos veces lo vio palidecer, como si él tampoco pudiese respirar. De pronto se apagó. Entonces todo quedó envuelto en tinieblas; y Catalina empezó a
Quinta parte: Capítulo II
En Juan-Bart, Catalina estaba trabajando hacía ya más de una hora en el arranque de las vagonetas; y tan fatigada se hallaba, que tuvo que descansar un momento para enjugarse la cara.
Chaval, que estaba en el fondo de la cantera arrancando carbón con sus compañeros, se sorprendió al notar que cesaba el ruido de las carretillas. Las linternas ardían muy mal, y el polvillo del carbón no permitía ver bien.
-¿Qué hay? -gritó.
Cuando ella le contestó que se sentía mal y que iba a reventar si seguía trabajando, él le contestó brutalmente:
-¡Bestia! Haz lo que nosotros; quítate la camisa.
Se hallaban a setecientos ocho metros de profundidad, al norte, en la primera galería del filón Deseado, a unos tres kilómetros del pozo de subida. Cuando se hablaba de aquella región de la mina, los mineros de la comarca se echaban a temblar, y bajaban la voz, como si hablaran del infierno; y a menudo se contentaban con mover la cabeza como si prefirieran no ocuparse de aquellas profundidades abrasadoras. A medida que las galerías, extendiéndose hacia el norte, se aproximaban al Tartaret, penetraban en el incendio que más arriba calcinaba las rocas. En las canteras, en el punto adonde habían llegado los trabajos, había una temperatura media de cuarenta y cinco grados. Los obreros se hallaban allí en plena ciudad maldita, en medio de las llamas, a quienes los que pasaban por el llano veían asomándose a las grietas, por las cuales salía un fuerte olor a azufre.
Catalina, que ya se había quitado la blusa, titubeó un momento y luego se despojó también del pantalón; y con los brazos y las piernas desnudas, con la camisa subida hasta la cintura y sujeta con una cuerda, empezó de nuevo su trabajo de arrastre.
-¡La verdad es que así se está mejor! -dijo en voz alta.
Sin saber por qué, tenía miedo. Desde hacía cinco días, que trabajaba en aquel sitio, pensaba sin cesar en las terroríficas narraciones que había oído siendo niña, y en aquellas muchachas que estaban ardiendo debajo del Tartaret, en castigo de pecados que nadie se atrevía a repetir. Indudablemente ya era demasiado crecida para creer en tales tonterías; pero, así y todo, ¿qué habría hecho si de pronto se le hubiese aparecido una mujer ardiendo? La sola idea la hacía sudar más.
A cierta distancia, una compañera suya cogía la carretilla que ella llevaba, y la arrastraba hasta el plano inclinado, donde era recibida con las demás que bajaban de las galerías superiores, para formar los trenes.
-¡Demonio! Qué cómoda te pones -dijo a Catalina su compañera, que era una viuda de treinta años-. Yo no puedo hacerlo, Pues los chiquillos del tren me fastidian con sus bromas.
-¡Bah! Yo me río de eso. Así se está más cómoda.
Y volvió atrás, empujando una vagoneta vacía.
Lo peor era que, en aquella profunda galería, se unía otra causa a la proximidad del Tartaret para hacer el calor más insoportable. Estaban al lado de una galería de Gastón María, abandonada a causa de una explosión de grisú que, diez años antes, había incendiado la veta, la cual seguía ardiendo, y estaba aislada por medio de una pared de arcilla, para evitar que se extendiese el desastre. Privado de aire, el fuego debía haberse apagado; pero sin duda corrientes desconocidas lo reavivaban, pues desde hacía diez años la pared de arcilla estaba caldeada como si fuera la pared de un horno; y de tal manera, que al pasar por ella no era posible sufrir el calor, ni mucho menos arrimarse al muro. Precisamente a lo largo de ésta, en una extensión de más de cien metros, se hacía arrastre, a una temperatura de sesenta grados.
Después de otros dos viajes, Catalina sintió que se ahogaba nuevamente. Por fortuna, la galería era ancha y espaciosa. En el filón Deseado, uno de los más ricos de la mina, la capa de carbón tenía un metro noventa centímetros, y los obreros podían trabajar de pie. Pero habrían preferido menos comodidad y un poco más de fresco.
-¡Eh! ¿Te duermes? -gritó violentamente Chaval cuando dejó de oír a Catalina-. ¿Quién diablos me mandó a mí cargar con un penco de tu especie? ¡Llena la carretilla, y trabaja, mala pécora!
La muchacha estaba al pie de la cantera, apoyada en el mango de la pala, y se sentía acometida de cierto malestar mirándolos a todos, sin obedecer ni contestar palabra. Les veía mal, a la indecisa luz de las linternas, desnudos completamente como bestias, y tan negros, tan sudorosos, que su desnudez no la avergonzaba. Era una amalgama, una visión infernal de la que nadie se hubiera podido dar cuenta. Pero ellos, sin duda, la distinguían mejor, porque dejaron de trabajar, y empezaron a gastarle bromas por haberse quedado en camisa.
-¡Cuidado, que te vas a resfriar!
-¡Buenas piernas tienes! ¡Oye, Chaval, vale por dos!
-¡Oh, hay que ver lo demás; anda, quítate ese trapo!
Entonces Chaval, sin enfadarse por aquellas groserías, la emprendió con ella.
-¡Sí; lo que es para eso, sirve! ¡Oyendo porquerías, sería capaz de quedarse ahí hasta mañana!
Catalina, con mucho trabajo, cargó la vagoneta otra vez, y empezó a empujarla. La galería era demasiado ancha para que pudiera llegar, abriéndose de piernas, de un lado a otro de la vía; sus pies descalzos se destrozaban contra los rieles buscando un punto de apoyo, mientras caminaba lentamente, con los brazos extendidos, para hacer fuerza; pero, cuando llegaba a la pared de arriba que les separaba de la veta incendiada, volvía a empezar el calor insoportable; el sudor corría a mares por todo su cuerpo, en gotas enormes, como lluvia de tormenta. Apenas había andado la tercera parte del camino, su camisa estrecha y negra, como si la hubieran mojado en tinta, se le pegaba a la piel, se le subía hasta la cintura por el movimiento que hacía con las caderas, y le molestaba tanto que de nuevo tuvo que detenerse.
¿Qué le pasaba aquel día? Jamás se había sentido tan mal. Debía ser efecto de lo enrarecido del aire, porque hasta aquella galería lejana apenas llegaba la ventilación. Se respiraban allí toda clase de vapores que salían del carbón, con un ruidillo como el que produce el agua hirviendo, y en tal abundancia a veces, que las linternas apenas alumbraban; esto sin contar el grisú, en el cual nadie pensaba, a fuerza de respirarlo continuamente. Ella conocía bien aquel aire malo, aquel aire muerto, como dicen los mineros, gas de asfixia en las capas inferiores, gas capaz de dejar muertos a trescientos hombres de un golpe al estallar. Lo había respirado tanto y tanto desde su infancia, que se sorprendía al ver lo mal que lo soportaba ahora, pues le zumbaban horriblemente los oídos, y sentía la garganta apretada. Sin duda el calor tenía la culpa de que se sintiese tan mal.
Tal era su malestar, que experimentó la necesidad de quitarse la camisa. Aquella tela pegada al cuerpo se había convertido en un verdadero suplicio. Resistió un poco más y quiso seguir trabajando, pero se vio obligada a ponerse otra vez en pie. Y entonces se lo quitó todo, hasta la camisa, y con tal furia y tan febrilmente, que se hubiera quitado la piel de buena gana también. A gatas empezó de nuevo a empujar la carretilla, completamente desnuda, semejante a una fiera que trabajara a impulsos del látigo cruel del domador.
Pero ni siquiera por haberse puesto desnuda se encontró mejor ni más aliviada. ¿Qué más podría quitarse? El zumbido de los oídos la trastornaba, y sentía las sienes comprimidas por una fuerza extraña. Cayó de rodillas. La linterna, que iba clavada en un montón de mineral, pareció apagarse. Solamente la idea de subir la mecha sobrenadaba en aquella confusión de pensamientos que agitaba su cerebro. Dos veces quiso reconocer el farol, y dos veces lo vio palidecer, como si él tampoco pudiese respirar. De pronto se apagó. Entonces todo quedó envuelto en tinieblas; y Catalina empezó a
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
sentir unos martillazos tremendos en la cabeza; su corazón, desfallecido, parecía a punto de dejar de latir, influido también por el cansancio terrible que entumecía todos sus miembros. Catalina se había echado hacia atrás, y se sentía agonizar en aquel aire asfixiante.
-Me parece que sigue holgazaneando -gruñó la voz de Chaval.
Se puso a escuchar desde lo alto de la cantera, y, no oyendo el ruido de arrastre, gritó: -¡Eh! ¡Catalina! ¡Mala víbora!
La voz se perdía a lo lejos en la oscura galería y nadie le contestaba. -¿Quieres que vaya yo a hacerte trabajar?
No se oyó ni el más ligero rumor; el mismo silencio de muerte. Chaval, furioso, bajó y corrió a buscar su linterna tan violentamente que por poco tropieza con el cuerpo de Catalina, que interceptaba la galería. Él, con la boca abierta, la miraba. ¿Qué tendría? ¿No sería pura gandulería y deseo de descansar? Pero al bajar la linterna para verle la cara, aquélla estuvo a punto de apagarse. La levantó, la volvió a bajar, y acabó por comprender lo que pasaba: aquello debía ser un principio de asfixia. Desapareció su violencia, y el sentimiento de fraternidad del minero surgió en él a la vista del peligro. Llamó para que le dieran su camisa; y, cogiendo a la muchacha, que había perdido el sentido, la levantó en alto cuanto pudo. Cuando hubieron echado al uno y al otro la ropa por la espalda, Chaval empezó a correr con toda su fuerza, sosteniendo con un brazo a su querida y llevando en el otro las dos linternas. Sin cesar de correr ni un momento, tomaba por aquellas largas galerías a la derecha, luego a la izquierda, buscando, desalentado, un poco de vida en el aire helado que entraba por el ventilador. Al fin oyó el ruido del agua, que corría por una filtración en la roca. Se encontraba en un cruce de galerías de arrastre que se hallaba abandonado, y que en otro tiempo servía para Gaston-María. El aire puro que entraba por el ventilador soplaba como un viento de tempestad; y el fresco era tan grande, que Chaval empezó a tiritar cuando se sentó en un montón de madera con su querida en brazos, y sin que hubiese recobrado el conocimiento.
-Vamos, Catalina, ¡por Dios! No hagamos tonterías. Enderézate un poco mientras te refresco las sienes.
Le asustaba verla tan débil. Sin embargo, pudo mojar la camisa en el chorro de agua, y le lavó la cara con ella. Catalina estaba como muerta, con aquel cuerpecillo de niña poco desarrollada, en el cual empezaban a apuntar las formas de la pubertad. Luego un estremecimiento agitó su pecho de chiquilla y su vientre y sus muslos y murmuró:
-Tengo frío.
-¡Ah! Prefiero eso -exclamó Chaval, tranquilo ya.
La vistió, metióle fácilmente la camisa, y se desesperó al ver las dificultades con que tropezaba para ponerle los pantalones, porque ella no podía ayudarle.
La muchacha seguía aturdida, sin comprender dónde se hallaba ni por qué estaba desnuda. Cuando se acordó de todo, le dio vergüenza. ¿Cómo habría podido quedarse completamente desnuda? Y la pobre empezó a hacer preguntas a su querido. ¿La habían visto así, sin tener siquiera un pañuelo en la cintura para taparse? Él bromeaba, inventando historias, diciéndole que acababa de llevarla allí, atravesando por delante de todos los compañeros; pero luego, poniéndose serio, le dijo la verdad: que nadie había podido verla, porque corría como un desesperado.
-¡Caramba!, me muero de frío -añadió, vistiéndose él también.
Catalina jamás le había visto tan cariñoso. Ordinariamente, por cada palabra cariñosa que le dirigía, le decía mil improperios. ¡Hubiera sido tan bueno llevarse bien! En la languidez de su cansancio, sentía que le invadía una ternura extraña. Sonriéndole, murmuró en voz baja:
-Dame un beso.
Él se lo dio; luego se echó a su lado, esperando a que Catalina pudiese andar.
-Ya ves cómo hacías mal regañándome, porque la verdad es que no podía trabajar, ni moverme siquiera. En la cantera tenéis menos calor; pero ¡si vieras cómo se ahoga uno en la galería!
-No cabe duda que estaríamos mejor a la sombra de los árboles. Pero es verdad que sufres mucho en esa pícara galería; ¡pobrecilla!
Y tanto se conmovió Catalina oyéndolo hablar así, que se las quiso echar de valiente.
-¡Oh! Todo será hasta que me acostumbre; no tengas cuidado; además, hoy es que el aire estaba muy viciado. Ya verás, en cuanto se me pase un poco, si trabajo como una fiera. Cuando no hay más remedio, hay que trabajar, ¿no es verdad? Preferiría reventar, a dejar el trabajo.
Hubo un momento de silencio. Él la tenía cogida por la cintura, estrechándola contra su pecho, para hacerla entrar en calor. Ella, aunque se sentía ya con fuerzas para volver al trabajo, se abandonaba con delicia a las caricias de su amante.
-Sólo que -añadió, hablando en voz muy baja- desearía yo que fueras un poco más cariñoso. ¡Oh! ¡Está una tan contenta, se siente tan feliz cuando no se rabia ni se disputa, queriéndose mucho uno a otro!
Y empezó a llorar.
-¿Y no te quiero yo mucho? -exclamó él-. Buena prueba de ello es que te he llevado a vivir conmigo.
Ella no contestó más que con un movimiento de cabeza. Hay hombres que se llevan mujeres para vivir con ellos, sin importarles un ardite que sean o no felices. Sus lágrimas corrían abundantes, al pensar lo muy dichosa que sería si hubiese tropezado con otro hombre que la tuviera siempre cogida como Chaval entonces, estrechándola cariñosamente contra el pecho. ¿Otro hombre? Y la imagen vaga de aquel otro se le aparecía en medio de su emoción. Pero no había remedio; ya no podía esperar más que vivir siempre con aquél, y lo único que deseaba era que no la maltratara tanto.
-Procura estar siempre como ahora.
Los sollozos la interrumpieron; Chaval le dio otro beso, y la abrazó con cariño.
- ¡Qué tonta eres! Mira, te juro que seré cariñoso. Cree que no soy peor que otro cualquiera. Tal vez...
Ella, que le miraba, acabó por sonreír. Quizás tenía él razón, y lo mismo le habría sucedido con el otro, porque era difícil encontrar mujeres felices. Después, a pesar de no fiarse de su juramento, se entregaba con deleite a la esperanza de que lo cumpliría. ¡Ah! ¡Si pudiera durar aquello! Abrazados estaban cariñosamente cuando el ruido de unos pasos les hizo incorporarse. Tres compañeros que les habían visto pasar, acudían para enterarse de lo que había sucedido.
Se marcharon de allí todos juntos. Eran cerca de las diez, y se pusieron a almorzar en un rincón fresco, antes de volver al trabajo y comenzar a sudar de nuevo.
Pero no habían acabado de comerse las dos tostadas de su almuerzo y de echar un trago de café que llevaban en las cantimploras, cuando les puso sobre aviso un rumor vago que salía de las canteras lejanas. A cada momento se cruzaban con grupos de mineros: hombres, mujeres y chiquillos que corrían en tropel en medio de la oscuridad; y nadie sabía qué era aquello; pero indudablemente se trataba de una gran desgracia. Poco a poco la mina entera se ponía en movimiento, y por todas partes veían sombras que se agitaban y linternas vacilantes que corrían como fuegos fatuos. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no lo decían?
De pronto pasó un capataz gritando:
-¡Qué cortan los cables! ¡Qué cortan los cables!
Entonces se apoderó el pánico de todas aquellas gentes. Aquello fue un galopar de furias por las oscuras y estrechas galerías. ¿Por qué cortaban los cables? ¿Quién los cortaba estando abajo todos los obreros? La cosa parecía monstruosa.
Pero pronto se oyó la voz de otro capataz que pasaba corriendo, y gritando: -¡Los de Montsou cortan los cables! ¡Qué salga todo el mundo!
Cuando hubieron comprendido, Chaval detuvo a Catalina. La idea de encontrarse arriba con los de Montsou, si llegaba a salir, le llenaba de terror. ¡Al fin había ido a cumplir su promesa aquella partida de exaltados que él creía en manos de los gendarmes! Por un momento pensó en desandar lo andado, y salir por el pozo de Gaston Maria, pero por allí no se hacían maniobras, y hubiera sido necesario tener cuerdas para subir.
Chaval juraba, vacilando, ocultando el miedo que sentía, y repitiendo que era un disparate correr de aquel modo despavorido. ¿Habían de dejarlos enterrados allí?
En aquel momento se oyó la voz del capataz que repetía: ¡Qué todo el mundo salga! ¡A las escalas! ¡A las escalas!
Y Chaval, a pesar de su cólera, fue arrastrado por los demás compañeros, los cuales seguían corriendo en tropel.
Se sintió nuevamente acometido del pánico y empujaba a Catalina regañándola porque no corría bastante. ¿Quería que se quedaran allí solos y se murieran de hambre? Porque los bandidos de Montsou eran capaces de cortar las escalas sin esperar a que saliera la gente. Aquella monstruosa suposición acabó de sacar a todos de quicio, y desde aquel momento, en las estrechas galerías no se sintió sino el ruido producido por la carrera vertiginosa de aquellos desdichados, cada uno de los cuales pensaba en llegar el primero para coger las escalas antes que los demás. Aquéllos gritaban que éstas se hallaban ya rotas, y que nadie podía salir. Y cuando empezaron a desembocar por grupos tumultuosos en la sala donde se hallaba la boca del pozo, fue aquello una verdadera batalla campal; todos se abalanzaron precipitándose como furias a las estrechas galerías de las escalas, en tanto que un mozo de cuadra, viejo, que acababa de llevar prudentemente los caballos al establo, los miraba con desdeñosa expresión, seguro de que le sacarían de allí.
-¡Sube delante de mí! -gritó Chaval a Catalina-. Al menos te sujetaré si te caes.
Asustada, sin poder respirar después de aquella furiosa carrera de tres kilómetros que otra vez la había llenado de sudor, Catalina se abandonaba a los empujones de la muchedumbre. Entonces Chaval la cogió de un brazo con tal fuerza, que parecía que se lo iba a romper, y ella exhaló un quejido, mientras las lágrimas se agolpaban a sus ojos: ya se había olvidado Chaval de su juramento: jamás sería cariñoso -con ella; decididamente no podía ser feliz.
-¡Pasa de una vez! -gritó él, colérico.
Pero ella le tenía miedo. Si subía delante, la iría martirizando todo el camino. Y así fue pasando el tiempo, mientras la turba de compañeros suyos los rechazaba, echándolos a un lado. De las filtraciones corrían gruesas gotas de agua, que tenían convertido en un lodazal el piso de la sala donde estaba el pozo de subida. Precisamente allí, en Juan-Bart, dos años antes, había ocurrido un accidente terrible, por haberse roto los cables del ascensor, a consecuencia del cual habían muerto varias personas. Y pensaban en aquello, temiendo que sucediera ahora lo mismo, y que perecieran allí todos.
-¡Maldita seas; quédate y revienta! -gritó Chaval-; ¡así me veré libre de ti! Y subió a la escala; ella le siguió.
-Me parece que sigue holgazaneando -gruñó la voz de Chaval.
Se puso a escuchar desde lo alto de la cantera, y, no oyendo el ruido de arrastre, gritó: -¡Eh! ¡Catalina! ¡Mala víbora!
La voz se perdía a lo lejos en la oscura galería y nadie le contestaba. -¿Quieres que vaya yo a hacerte trabajar?
No se oyó ni el más ligero rumor; el mismo silencio de muerte. Chaval, furioso, bajó y corrió a buscar su linterna tan violentamente que por poco tropieza con el cuerpo de Catalina, que interceptaba la galería. Él, con la boca abierta, la miraba. ¿Qué tendría? ¿No sería pura gandulería y deseo de descansar? Pero al bajar la linterna para verle la cara, aquélla estuvo a punto de apagarse. La levantó, la volvió a bajar, y acabó por comprender lo que pasaba: aquello debía ser un principio de asfixia. Desapareció su violencia, y el sentimiento de fraternidad del minero surgió en él a la vista del peligro. Llamó para que le dieran su camisa; y, cogiendo a la muchacha, que había perdido el sentido, la levantó en alto cuanto pudo. Cuando hubieron echado al uno y al otro la ropa por la espalda, Chaval empezó a correr con toda su fuerza, sosteniendo con un brazo a su querida y llevando en el otro las dos linternas. Sin cesar de correr ni un momento, tomaba por aquellas largas galerías a la derecha, luego a la izquierda, buscando, desalentado, un poco de vida en el aire helado que entraba por el ventilador. Al fin oyó el ruido del agua, que corría por una filtración en la roca. Se encontraba en un cruce de galerías de arrastre que se hallaba abandonado, y que en otro tiempo servía para Gaston-María. El aire puro que entraba por el ventilador soplaba como un viento de tempestad; y el fresco era tan grande, que Chaval empezó a tiritar cuando se sentó en un montón de madera con su querida en brazos, y sin que hubiese recobrado el conocimiento.
-Vamos, Catalina, ¡por Dios! No hagamos tonterías. Enderézate un poco mientras te refresco las sienes.
Le asustaba verla tan débil. Sin embargo, pudo mojar la camisa en el chorro de agua, y le lavó la cara con ella. Catalina estaba como muerta, con aquel cuerpecillo de niña poco desarrollada, en el cual empezaban a apuntar las formas de la pubertad. Luego un estremecimiento agitó su pecho de chiquilla y su vientre y sus muslos y murmuró:
-Tengo frío.
-¡Ah! Prefiero eso -exclamó Chaval, tranquilo ya.
La vistió, metióle fácilmente la camisa, y se desesperó al ver las dificultades con que tropezaba para ponerle los pantalones, porque ella no podía ayudarle.
La muchacha seguía aturdida, sin comprender dónde se hallaba ni por qué estaba desnuda. Cuando se acordó de todo, le dio vergüenza. ¿Cómo habría podido quedarse completamente desnuda? Y la pobre empezó a hacer preguntas a su querido. ¿La habían visto así, sin tener siquiera un pañuelo en la cintura para taparse? Él bromeaba, inventando historias, diciéndole que acababa de llevarla allí, atravesando por delante de todos los compañeros; pero luego, poniéndose serio, le dijo la verdad: que nadie había podido verla, porque corría como un desesperado.
-¡Caramba!, me muero de frío -añadió, vistiéndose él también.
Catalina jamás le había visto tan cariñoso. Ordinariamente, por cada palabra cariñosa que le dirigía, le decía mil improperios. ¡Hubiera sido tan bueno llevarse bien! En la languidez de su cansancio, sentía que le invadía una ternura extraña. Sonriéndole, murmuró en voz baja:
-Dame un beso.
Él se lo dio; luego se echó a su lado, esperando a que Catalina pudiese andar.
-Ya ves cómo hacías mal regañándome, porque la verdad es que no podía trabajar, ni moverme siquiera. En la cantera tenéis menos calor; pero ¡si vieras cómo se ahoga uno en la galería!
-No cabe duda que estaríamos mejor a la sombra de los árboles. Pero es verdad que sufres mucho en esa pícara galería; ¡pobrecilla!
Y tanto se conmovió Catalina oyéndolo hablar así, que se las quiso echar de valiente.
-¡Oh! Todo será hasta que me acostumbre; no tengas cuidado; además, hoy es que el aire estaba muy viciado. Ya verás, en cuanto se me pase un poco, si trabajo como una fiera. Cuando no hay más remedio, hay que trabajar, ¿no es verdad? Preferiría reventar, a dejar el trabajo.
Hubo un momento de silencio. Él la tenía cogida por la cintura, estrechándola contra su pecho, para hacerla entrar en calor. Ella, aunque se sentía ya con fuerzas para volver al trabajo, se abandonaba con delicia a las caricias de su amante.
-Sólo que -añadió, hablando en voz muy baja- desearía yo que fueras un poco más cariñoso. ¡Oh! ¡Está una tan contenta, se siente tan feliz cuando no se rabia ni se disputa, queriéndose mucho uno a otro!
Y empezó a llorar.
-¿Y no te quiero yo mucho? -exclamó él-. Buena prueba de ello es que te he llevado a vivir conmigo.
Ella no contestó más que con un movimiento de cabeza. Hay hombres que se llevan mujeres para vivir con ellos, sin importarles un ardite que sean o no felices. Sus lágrimas corrían abundantes, al pensar lo muy dichosa que sería si hubiese tropezado con otro hombre que la tuviera siempre cogida como Chaval entonces, estrechándola cariñosamente contra el pecho. ¿Otro hombre? Y la imagen vaga de aquel otro se le aparecía en medio de su emoción. Pero no había remedio; ya no podía esperar más que vivir siempre con aquél, y lo único que deseaba era que no la maltratara tanto.
-Procura estar siempre como ahora.
Los sollozos la interrumpieron; Chaval le dio otro beso, y la abrazó con cariño.
- ¡Qué tonta eres! Mira, te juro que seré cariñoso. Cree que no soy peor que otro cualquiera. Tal vez...
Ella, que le miraba, acabó por sonreír. Quizás tenía él razón, y lo mismo le habría sucedido con el otro, porque era difícil encontrar mujeres felices. Después, a pesar de no fiarse de su juramento, se entregaba con deleite a la esperanza de que lo cumpliría. ¡Ah! ¡Si pudiera durar aquello! Abrazados estaban cariñosamente cuando el ruido de unos pasos les hizo incorporarse. Tres compañeros que les habían visto pasar, acudían para enterarse de lo que había sucedido.
Se marcharon de allí todos juntos. Eran cerca de las diez, y se pusieron a almorzar en un rincón fresco, antes de volver al trabajo y comenzar a sudar de nuevo.
Pero no habían acabado de comerse las dos tostadas de su almuerzo y de echar un trago de café que llevaban en las cantimploras, cuando les puso sobre aviso un rumor vago que salía de las canteras lejanas. A cada momento se cruzaban con grupos de mineros: hombres, mujeres y chiquillos que corrían en tropel en medio de la oscuridad; y nadie sabía qué era aquello; pero indudablemente se trataba de una gran desgracia. Poco a poco la mina entera se ponía en movimiento, y por todas partes veían sombras que se agitaban y linternas vacilantes que corrían como fuegos fatuos. ¿Qué pasaba? ¿Por qué no lo decían?
De pronto pasó un capataz gritando:
-¡Qué cortan los cables! ¡Qué cortan los cables!
Entonces se apoderó el pánico de todas aquellas gentes. Aquello fue un galopar de furias por las oscuras y estrechas galerías. ¿Por qué cortaban los cables? ¿Quién los cortaba estando abajo todos los obreros? La cosa parecía monstruosa.
Pero pronto se oyó la voz de otro capataz que pasaba corriendo, y gritando: -¡Los de Montsou cortan los cables! ¡Qué salga todo el mundo!
Cuando hubieron comprendido, Chaval detuvo a Catalina. La idea de encontrarse arriba con los de Montsou, si llegaba a salir, le llenaba de terror. ¡Al fin había ido a cumplir su promesa aquella partida de exaltados que él creía en manos de los gendarmes! Por un momento pensó en desandar lo andado, y salir por el pozo de Gaston Maria, pero por allí no se hacían maniobras, y hubiera sido necesario tener cuerdas para subir.
Chaval juraba, vacilando, ocultando el miedo que sentía, y repitiendo que era un disparate correr de aquel modo despavorido. ¿Habían de dejarlos enterrados allí?
En aquel momento se oyó la voz del capataz que repetía: ¡Qué todo el mundo salga! ¡A las escalas! ¡A las escalas!
Y Chaval, a pesar de su cólera, fue arrastrado por los demás compañeros, los cuales seguían corriendo en tropel.
Se sintió nuevamente acometido del pánico y empujaba a Catalina regañándola porque no corría bastante. ¿Quería que se quedaran allí solos y se murieran de hambre? Porque los bandidos de Montsou eran capaces de cortar las escalas sin esperar a que saliera la gente. Aquella monstruosa suposición acabó de sacar a todos de quicio, y desde aquel momento, en las estrechas galerías no se sintió sino el ruido producido por la carrera vertiginosa de aquellos desdichados, cada uno de los cuales pensaba en llegar el primero para coger las escalas antes que los demás. Aquéllos gritaban que éstas se hallaban ya rotas, y que nadie podía salir. Y cuando empezaron a desembocar por grupos tumultuosos en la sala donde se hallaba la boca del pozo, fue aquello una verdadera batalla campal; todos se abalanzaron precipitándose como furias a las estrechas galerías de las escalas, en tanto que un mozo de cuadra, viejo, que acababa de llevar prudentemente los caballos al establo, los miraba con desdeñosa expresión, seguro de que le sacarían de allí.
-¡Sube delante de mí! -gritó Chaval a Catalina-. Al menos te sujetaré si te caes.
Asustada, sin poder respirar después de aquella furiosa carrera de tres kilómetros que otra vez la había llenado de sudor, Catalina se abandonaba a los empujones de la muchedumbre. Entonces Chaval la cogió de un brazo con tal fuerza, que parecía que se lo iba a romper, y ella exhaló un quejido, mientras las lágrimas se agolpaban a sus ojos: ya se había olvidado Chaval de su juramento: jamás sería cariñoso -con ella; decididamente no podía ser feliz.
-¡Pasa de una vez! -gritó él, colérico.
Pero ella le tenía miedo. Si subía delante, la iría martirizando todo el camino. Y así fue pasando el tiempo, mientras la turba de compañeros suyos los rechazaba, echándolos a un lado. De las filtraciones corrían gruesas gotas de agua, que tenían convertido en un lodazal el piso de la sala donde estaba el pozo de subida. Precisamente allí, en Juan-Bart, dos años antes, había ocurrido un accidente terrible, por haberse roto los cables del ascensor, a consecuencia del cual habían muerto varias personas. Y pensaban en aquello, temiendo que sucediera ahora lo mismo, y que perecieran allí todos.
-¡Maldita seas; quédate y revienta! -gritó Chaval-; ¡así me veré libre de ti! Y subió a la escala; ella le siguió.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Desde el fondo hasta arriba había ciento dos escalas de unos siete metros cada una, empalmadas en una especie de cañón de chimenea de setecientos metros, entre la pared del pozo de subida y la del departamento de extracción; un cañón de chimenea oscuro, y que parecía no acabarse nunca. Un hombre fornido y robusto necesitaba, cuando menos, veinticinco minutos para subir toda aquella descomunal chimenea. Es verdad que las escalas no se usaban sino en caso de accidente, o cuando se rompían los ascensores.
Catalina, al principio, subió perfectamente. Sus pies desnudos estaban acostumbrados a las escabrosidades del suelo de las galerías para que le pareciesen incómodos aquellos peldaños de madera, guarnecidos de cobre a fin de que no se estropearan con el uso. Sus manos, endurecidas con el trabajo de arrastre, se agarraban sin dificultad a los peldaños superiores, aún cuando resultaban demasiado gruesos para ella. Y no sólo no le era difícil sino que aquella subida inesperada le ocupaba la imaginación, no dejándole pensar en sus desventuras. La cadena de los que subían era tan larga, que cuando los primeros llegaran arriba, los últimos no habrían aún cogido las escalas. Pero por desgracia no estaban en aquel caso todavía. Los primeros debían hallarse, cuando más, a una tercera parte del camino. Nadie hablaba, no se oía más que el ruido de los pies, mientras las linternas, semejantes a lucecillas de fuegos fatuos, se extendían de arriba abajo en una línea que cada vez iba siendo más grande.
Detrás de ella, Catalina oía a un chiquillo que iba contando los escalones. Se le ocurrió a ella hacer lo mismo. Habían subido ya quince escalas, y llegaban en aquel momento a uno de los pisos de la mina. Pero en el mismo instante también tropezó con las piernas de Chaval, quien le soltó un juramento, diciéndole que pusiera cuidado. De pronto, toda la columna de obreros que subía se vio detenida. ¿Qué era aquello? ¿Qué pasaba? Y todos, de silenciosos que estaban, se volvieron vocingleros, para preguntar y lanzar gritos de espanto. La angustia aumentaba sobre todo entre los de abajo, a quien lo desconocido del peligro llenaba de pavor. Uno gritó que era necesario volver atrás, porque habían cortado las escalas. La preocupación general era el miedo de encontrarse sin poder salir. Luego, de boca en boca, empezó a bajar la explicación de que un minero se había caído. Pero con seguridad nadie sabía lo que pasaba, y todos chillaban en horrible confusión. ¿Tendrían que estar allí todo el día? Por fin, sin averiguar la causa de la detención, continuó la subida con el mismo movimiento lento y penoso, acompañado del ruido sordo que producían los pies, y del danzar de las lucecillas de las linternas. Seguro que más arriba encontrarían las escalas cortadas.
Al llegar a la que hacía treinta y dos, pasando precisamente por otro piso de la mina, Catalina sintió gran rigidez en los brazos y en las piernas. Primero había notado un extraño cosquilleo en la piel; luego dejó de sentir los escalones bajo sus pies y sus manos. Un dolor, vago al principio, muy intenso después, le entumecía los músculos. Y en el aturdimiento que se iba apoderando de todo su ser, recordaba una historia que había oído contar a su abuelo Buenamuerte, hablando de los tiempos en que él era aprendiz, época en la cual las muchachas, desnudas, cargándose el carbón a las espaldas, subían por la escala de tal modo, que si cualquiera de ellas resbalaba o dejaba caer un pedazo de carbón, tres o cuatro se iban a estrellar contra el fondo del pozo. Aquel recuerdo la asustaba, le producía el efecto de una horrible pesadilla, y los calambres que experimentaba eran tan grandes que empezaba a perder la esperanza de volver a ver la luz del día.
Tres veces, nuevas detenciones le permitieron respirar un poco; pero el espanto que comenzaba en los que subían delante y se comunicaba a todos, acabó de aturdirla. Encima y debajo de ella las respiraciones se hacían fatigosas; el vértigo de aquella ascensión interminable causaba náuseas a todos. Catalina se ahogaba, ebria de tinieblas y dolorida de los desgarrones que se hacía en la piel al chocar contra las paredes del pozo. Tiritaba también, a causa de la humedad, con el cuerpo sudoroso, a pesar de las gotas de agua que de continuo la mojaban. Iban acercándose sin duda al nivel, porque la humedad se había convertido en una lluvia tan copiosa, que amenazaba apagar las linternas.
Dos veces interrogó Chaval a Catalina sin obtener respuesta. ¿Qué demonios le sucedía? ¿Estaba muda? Bien podía decirle si se sentía aún con fuerzas. Hacía media hora que estaban subiendo, pero tan lentamente, con tales detenciones, que no habían llegado más que a la escala cincuenta y nueve. Aún faltaban cuarenta y tres. Catalina, casi tartamudeando, acabó por contestar a su amante que todavía podía resistir. Si hubiese contestado que estaba cansada, la habría insultado, seguro. El filo de hierro de los peldaños la mortificaba tanto como si le aserraran con ellos la planta de los pies. Cada vez que subía un nuevo escalón, creía que se le iban a ir las manos, tan entumecidas ya, que no podía cerrar los dedos; y se veía caer de espaldas, con los hombros destrozados y rotos todos los huesos. Lo que más le hacía sufrir era la pendiente en que se hallaban situados los peldaños, que la obligaba a subir a fuerza de puños, lastimándose el vientre contra las cuerdas y las maderas. Lo anhelante de las respiraciones apagaba ya el ruido de los pies; aquel respirar era una especie de quejumbre que se elevaba del fondo del pozo, y que no concluía hasta llegar a la boca del mismo. De pronto se oyó un grito general: un aprendiz acababa de perder pie, y se había abierto el cráneo contra el filo de hierro de un peldaño.
Catalina seguía subiendo. Pasaron del nivel. La lluvia había cesado; pero la opresión aumentaba, destrozando los pechos en medio de aquel enrarecido aire de cueva, emponzoñado además por el olor de hierro viejo y de madera húmeda. Maquinalmente, Catalina se obstinaba en contar en voz baja las escalas que subían: ochenta y una, ochenta y dos, ochenta y tres; todavía faltaban diecinueve. Aquellas cifras repetidas la sostenían, pues realmente ya no tenía conciencia de sus pensamientos; alzaba los miembros sólo por la fuerza adquirida, y se hallaba en un estado de doloroso sonambulismo. En torno suyo, cuando levantaba los ojos, las linternas giraban en espiral. Ya le chorreaba sangre de las manos y de los pies; el menor accidente la precipitaría hasta el fondo. Lo peor era que los que subían detrás empujaban, ansiosos por llegar, y se luchaba en la semioscuridad de aquella maldita chimenea a impulsos de la cólera creciente y del anhelante afán de ver la luz del sol. Algunos compañeros, los que iban delante, habían salido ya; luego no era cierto que hubiese escalas cortadas; Pero la idea de que pudiesen cortarlas, impidiendo salir a los que iban detrás, cuando ya los otros respiraban el aire libre, acababa de volverlos locos. Y como en aquel momento se produjera una nueva detención, todos empezaron a jurar y blasfemar, y siguieron subiendo a empujones, queriendo cada cual pasar por encima del que llevaba delante, anhelando ser cada uno el primero que llegase.
Entonces se desvaneció Catalina. Había gritado llamando a Chaval, con la fuerza de la desesperación. Pero él no la oyó, porque estaba riñendo más arriba con otro compañero, clavándole los talones en el costado para pasar antes que él. Creyó rodar hecha un ovillo. En su aturdimiento, le parecía ser una de aquellas muchachas que en otra época subían el carbón a cuestas, y que un accidente ocurrido encima de ella la precipitaba hasta el fondo del pozo, como si fuera una piedra. No faltaban que subir más que cinco escalas, y llevaban subiendo cerca de una hora. De pronto se encontró deslumbrada por la luz del sol, y rodeada de una turba numerosa que vociferaba horriblemente.
Catalina, al principio, subió perfectamente. Sus pies desnudos estaban acostumbrados a las escabrosidades del suelo de las galerías para que le pareciesen incómodos aquellos peldaños de madera, guarnecidos de cobre a fin de que no se estropearan con el uso. Sus manos, endurecidas con el trabajo de arrastre, se agarraban sin dificultad a los peldaños superiores, aún cuando resultaban demasiado gruesos para ella. Y no sólo no le era difícil sino que aquella subida inesperada le ocupaba la imaginación, no dejándole pensar en sus desventuras. La cadena de los que subían era tan larga, que cuando los primeros llegaran arriba, los últimos no habrían aún cogido las escalas. Pero por desgracia no estaban en aquel caso todavía. Los primeros debían hallarse, cuando más, a una tercera parte del camino. Nadie hablaba, no se oía más que el ruido de los pies, mientras las linternas, semejantes a lucecillas de fuegos fatuos, se extendían de arriba abajo en una línea que cada vez iba siendo más grande.
Detrás de ella, Catalina oía a un chiquillo que iba contando los escalones. Se le ocurrió a ella hacer lo mismo. Habían subido ya quince escalas, y llegaban en aquel momento a uno de los pisos de la mina. Pero en el mismo instante también tropezó con las piernas de Chaval, quien le soltó un juramento, diciéndole que pusiera cuidado. De pronto, toda la columna de obreros que subía se vio detenida. ¿Qué era aquello? ¿Qué pasaba? Y todos, de silenciosos que estaban, se volvieron vocingleros, para preguntar y lanzar gritos de espanto. La angustia aumentaba sobre todo entre los de abajo, a quien lo desconocido del peligro llenaba de pavor. Uno gritó que era necesario volver atrás, porque habían cortado las escalas. La preocupación general era el miedo de encontrarse sin poder salir. Luego, de boca en boca, empezó a bajar la explicación de que un minero se había caído. Pero con seguridad nadie sabía lo que pasaba, y todos chillaban en horrible confusión. ¿Tendrían que estar allí todo el día? Por fin, sin averiguar la causa de la detención, continuó la subida con el mismo movimiento lento y penoso, acompañado del ruido sordo que producían los pies, y del danzar de las lucecillas de las linternas. Seguro que más arriba encontrarían las escalas cortadas.
Al llegar a la que hacía treinta y dos, pasando precisamente por otro piso de la mina, Catalina sintió gran rigidez en los brazos y en las piernas. Primero había notado un extraño cosquilleo en la piel; luego dejó de sentir los escalones bajo sus pies y sus manos. Un dolor, vago al principio, muy intenso después, le entumecía los músculos. Y en el aturdimiento que se iba apoderando de todo su ser, recordaba una historia que había oído contar a su abuelo Buenamuerte, hablando de los tiempos en que él era aprendiz, época en la cual las muchachas, desnudas, cargándose el carbón a las espaldas, subían por la escala de tal modo, que si cualquiera de ellas resbalaba o dejaba caer un pedazo de carbón, tres o cuatro se iban a estrellar contra el fondo del pozo. Aquel recuerdo la asustaba, le producía el efecto de una horrible pesadilla, y los calambres que experimentaba eran tan grandes que empezaba a perder la esperanza de volver a ver la luz del día.
Tres veces, nuevas detenciones le permitieron respirar un poco; pero el espanto que comenzaba en los que subían delante y se comunicaba a todos, acabó de aturdirla. Encima y debajo de ella las respiraciones se hacían fatigosas; el vértigo de aquella ascensión interminable causaba náuseas a todos. Catalina se ahogaba, ebria de tinieblas y dolorida de los desgarrones que se hacía en la piel al chocar contra las paredes del pozo. Tiritaba también, a causa de la humedad, con el cuerpo sudoroso, a pesar de las gotas de agua que de continuo la mojaban. Iban acercándose sin duda al nivel, porque la humedad se había convertido en una lluvia tan copiosa, que amenazaba apagar las linternas.
Dos veces interrogó Chaval a Catalina sin obtener respuesta. ¿Qué demonios le sucedía? ¿Estaba muda? Bien podía decirle si se sentía aún con fuerzas. Hacía media hora que estaban subiendo, pero tan lentamente, con tales detenciones, que no habían llegado más que a la escala cincuenta y nueve. Aún faltaban cuarenta y tres. Catalina, casi tartamudeando, acabó por contestar a su amante que todavía podía resistir. Si hubiese contestado que estaba cansada, la habría insultado, seguro. El filo de hierro de los peldaños la mortificaba tanto como si le aserraran con ellos la planta de los pies. Cada vez que subía un nuevo escalón, creía que se le iban a ir las manos, tan entumecidas ya, que no podía cerrar los dedos; y se veía caer de espaldas, con los hombros destrozados y rotos todos los huesos. Lo que más le hacía sufrir era la pendiente en que se hallaban situados los peldaños, que la obligaba a subir a fuerza de puños, lastimándose el vientre contra las cuerdas y las maderas. Lo anhelante de las respiraciones apagaba ya el ruido de los pies; aquel respirar era una especie de quejumbre que se elevaba del fondo del pozo, y que no concluía hasta llegar a la boca del mismo. De pronto se oyó un grito general: un aprendiz acababa de perder pie, y se había abierto el cráneo contra el filo de hierro de un peldaño.
Catalina seguía subiendo. Pasaron del nivel. La lluvia había cesado; pero la opresión aumentaba, destrozando los pechos en medio de aquel enrarecido aire de cueva, emponzoñado además por el olor de hierro viejo y de madera húmeda. Maquinalmente, Catalina se obstinaba en contar en voz baja las escalas que subían: ochenta y una, ochenta y dos, ochenta y tres; todavía faltaban diecinueve. Aquellas cifras repetidas la sostenían, pues realmente ya no tenía conciencia de sus pensamientos; alzaba los miembros sólo por la fuerza adquirida, y se hallaba en un estado de doloroso sonambulismo. En torno suyo, cuando levantaba los ojos, las linternas giraban en espiral. Ya le chorreaba sangre de las manos y de los pies; el menor accidente la precipitaría hasta el fondo. Lo peor era que los que subían detrás empujaban, ansiosos por llegar, y se luchaba en la semioscuridad de aquella maldita chimenea a impulsos de la cólera creciente y del anhelante afán de ver la luz del sol. Algunos compañeros, los que iban delante, habían salido ya; luego no era cierto que hubiese escalas cortadas; Pero la idea de que pudiesen cortarlas, impidiendo salir a los que iban detrás, cuando ya los otros respiraban el aire libre, acababa de volverlos locos. Y como en aquel momento se produjera una nueva detención, todos empezaron a jurar y blasfemar, y siguieron subiendo a empujones, queriendo cada cual pasar por encima del que llevaba delante, anhelando ser cada uno el primero que llegase.
Entonces se desvaneció Catalina. Había gritado llamando a Chaval, con la fuerza de la desesperación. Pero él no la oyó, porque estaba riñendo más arriba con otro compañero, clavándole los talones en el costado para pasar antes que él. Creyó rodar hecha un ovillo. En su aturdimiento, le parecía ser una de aquellas muchachas que en otra época subían el carbón a cuestas, y que un accidente ocurrido encima de ella la precipitaba hasta el fondo del pozo, como si fuera una piedra. No faltaban que subir más que cinco escalas, y llevaban subiendo cerca de una hora. De pronto se encontró deslumbrada por la luz del sol, y rodeada de una turba numerosa que vociferaba horriblemente.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo III
Aquel día, desde antes de amanecer, un estremecimiento extraño había agitado los barrios de los obreros; un estremecimiento que no tardó en propasarse por los caminos, a través del campo. Pero no habían podido salir todos juntos como convinieran la noche antes, porque temprano circularon rumores de que los dragones y los gendarmes de caballería recorrían las carreteras y todos los caminos en previsión de algún desorden. Decíase que aquellas fuerzas habían llegado a Douai la noche antes, y se acusaba a Rasseneur de haber delatado a los amigos, una muchacha juraba y perjuraba que había visto pasar a un criado del señor Hennebeau con un telegrama de la estación inmediata. Los mineros apretaban los puños y espiaban la llegada de los soldados a través de las persianas de sus ventanas y a la indecisa claridad del amanecer.
A eso de las siete y media, al salir el sol, circuló otra noticia tranquilizadora para los impacientes. Aquello era una falsa alarma, un simple paseo militar, como otros que se habían producido por orden del gobernador de Lille desde la declaración de la huelga. Los huelguistas odiaban a la referida autoridad, a quien acusaban de haberlos engañado con la promesa de una intervención conciliadora, intervención que se había reducido a mandar cada ocho días destacamentos de tropas que desfilaban por Montsou para mantenerlos en orden. Así es que cuando vieron que los dragones y gendarmes tomaban tranquilamente el camino de Marchiennes, contentos con haber hecho sonar los cascos de sus caballos por el endurecido suelo de Montsou, se burlaron de las ocurrencias del gobernador y de sus soldados, que se marchaban precisamente cuando se iba a armar la gorda. Hasta las nueve tuvieron paciencia, paseándose tranquilamente por delante de sus casas, haciendo tiempo para que desaparecieran los soldados. Los burgueses de Montsou dormían todavía con la cabeza reclinada en sus almohadas de pluma. En la dirección se acababa de ver salir a la señora Hennebeau en carruaje, dejando a su marido, sin duda dedicado al trabajo, porque el caserón, silencioso y sombrío, no daba señales de vida. Ninguna mina se hallaba ocupada militarmente; aquello había sido la fatal imprevisión en el momento del peligro, la torpeza natural en todas las catástrofes, la falta que todos los gobiernos pueden cometer cuando se necesita apreciar los hechos tal y como son, sin fiarse de las apariencias.
Y apenas dieron las nueve, los carboneros tomaron el camino de Vandame, para acudir a la cita que se habían dado la noche antes en el bosque.
Desde luego comprendió Esteban que en Juan-Bart no se hallarían los tres mil compañeros que se habían comprometido a asistir. Muchos habían creído que se aplazaba la manifestación, y era demasiado tarde para enviar contraorden, pues los que se hallaban en camino echarían tal vez a perder la cosa, si no iba él a ponerse al frente; un centenar de obreros, que habían salido de sus casas antes de amanecer, estaban escondidos en el bosque, aguardando la llegada de los demás para incorporarse a la manifestación. Souvarine, con quien Esteban consultó, se encogió de hombros: diez hombres resueltos servían más que una turba desorganizada; después de decir esto, se concentró de nuevo en el libro que estaba leyendo, y se negó a acompañar a su amigo. Todo aquello, decía el ruso, amenazaba acabar con sensiblerías, cuando nada más fácil que terminar la cuestión prendiendo fuego a Montsou por los cuatro costados. Sin embargo, prometió a Esteban ir a reunirse con él, si la cosa iba de veras. Cuando éste bajaba del cuarto de su amigo, vio a Rasseneur sentado junto a la chimenea, muy pálido, mientras su mujer, siempre vestida de negro, le interpelaba duramente.
Maheu opinó que debía cumplirse la palabra. La cita era cosa sagrada. No obstante, la noche había calmado la fiebre que agitaba a todos, y Maheu, temeroso de que cometieran atropellos, dijo que su deber era acudir a Juan-Bart para evitarlos. Su mujer asentía con movimientos de cabeza. Esteban repetía con complacencia que era necesario actuar revolucionariamente, sin preocuparse por la vida de unos cuantos. Antes de salir se negó a comer la ración de pan que habían guardado días antes con una botella de ginebra; pero, en cambio, se bebió tres copas de licor, una tras de otra, para quitarse el frío, y después se llevó consigo una cantimplora llena del mismo líquido. Alicia se quedó al cuidado de los niños. El viejo Buenamuerte, con las piernas doloridas de haber andado mucho la víspera, se quedó en la cama.
Por prudencia no salieron todos a la vez. Juan hacía tiempo que había desaparecido. Maheu y su mujer salieron juntos, dirigiéndose a Montsou dando un rodeo, mientras Esteban se encaminaba al bosque, donde se reuniría con los compañeros, que estaban esperando. En el camino se encontró con un grupo de mujeres, entre las cuales se hallaba la Quemada y la mujer de Levaque: por el camino iban comiendo castañas que llevaba la Mouquette, y devoraban hasta las cáscaras, a fin de llenarse el estómago de cualquier cosa y engañar el hambre. Pero en el bosque no encontró a nadie, porque los compañeros suyos habían salido ya para Juan-Bart. Echó a correr, y llegó a la mina precisamente cuando un grupo de unos cien hombres penetraba en ella. Por todas partes desembocaban mineros; los Maheu por el camino real, las mujeres a campo traviesa, todos a la desbandada, sin jefes, sin armas, yendo a parar a aquel sitio como agua desbordada que sigue los declives de un mismo terreno. Esteban vio a Juan, que estaba subido en una ventana, colocado allí como quien se dispone a ver un espectáculo. Corrió con más fuerza, y fue uno de los primeros en entrar. En aquel momento el grupo de manifestantes se componía de unas trescientas personas.
Quinta parte: Capítulo III
Aquel día, desde antes de amanecer, un estremecimiento extraño había agitado los barrios de los obreros; un estremecimiento que no tardó en propasarse por los caminos, a través del campo. Pero no habían podido salir todos juntos como convinieran la noche antes, porque temprano circularon rumores de que los dragones y los gendarmes de caballería recorrían las carreteras y todos los caminos en previsión de algún desorden. Decíase que aquellas fuerzas habían llegado a Douai la noche antes, y se acusaba a Rasseneur de haber delatado a los amigos, una muchacha juraba y perjuraba que había visto pasar a un criado del señor Hennebeau con un telegrama de la estación inmediata. Los mineros apretaban los puños y espiaban la llegada de los soldados a través de las persianas de sus ventanas y a la indecisa claridad del amanecer.
A eso de las siete y media, al salir el sol, circuló otra noticia tranquilizadora para los impacientes. Aquello era una falsa alarma, un simple paseo militar, como otros que se habían producido por orden del gobernador de Lille desde la declaración de la huelga. Los huelguistas odiaban a la referida autoridad, a quien acusaban de haberlos engañado con la promesa de una intervención conciliadora, intervención que se había reducido a mandar cada ocho días destacamentos de tropas que desfilaban por Montsou para mantenerlos en orden. Así es que cuando vieron que los dragones y gendarmes tomaban tranquilamente el camino de Marchiennes, contentos con haber hecho sonar los cascos de sus caballos por el endurecido suelo de Montsou, se burlaron de las ocurrencias del gobernador y de sus soldados, que se marchaban precisamente cuando se iba a armar la gorda. Hasta las nueve tuvieron paciencia, paseándose tranquilamente por delante de sus casas, haciendo tiempo para que desaparecieran los soldados. Los burgueses de Montsou dormían todavía con la cabeza reclinada en sus almohadas de pluma. En la dirección se acababa de ver salir a la señora Hennebeau en carruaje, dejando a su marido, sin duda dedicado al trabajo, porque el caserón, silencioso y sombrío, no daba señales de vida. Ninguna mina se hallaba ocupada militarmente; aquello había sido la fatal imprevisión en el momento del peligro, la torpeza natural en todas las catástrofes, la falta que todos los gobiernos pueden cometer cuando se necesita apreciar los hechos tal y como son, sin fiarse de las apariencias.
Y apenas dieron las nueve, los carboneros tomaron el camino de Vandame, para acudir a la cita que se habían dado la noche antes en el bosque.
Desde luego comprendió Esteban que en Juan-Bart no se hallarían los tres mil compañeros que se habían comprometido a asistir. Muchos habían creído que se aplazaba la manifestación, y era demasiado tarde para enviar contraorden, pues los que se hallaban en camino echarían tal vez a perder la cosa, si no iba él a ponerse al frente; un centenar de obreros, que habían salido de sus casas antes de amanecer, estaban escondidos en el bosque, aguardando la llegada de los demás para incorporarse a la manifestación. Souvarine, con quien Esteban consultó, se encogió de hombros: diez hombres resueltos servían más que una turba desorganizada; después de decir esto, se concentró de nuevo en el libro que estaba leyendo, y se negó a acompañar a su amigo. Todo aquello, decía el ruso, amenazaba acabar con sensiblerías, cuando nada más fácil que terminar la cuestión prendiendo fuego a Montsou por los cuatro costados. Sin embargo, prometió a Esteban ir a reunirse con él, si la cosa iba de veras. Cuando éste bajaba del cuarto de su amigo, vio a Rasseneur sentado junto a la chimenea, muy pálido, mientras su mujer, siempre vestida de negro, le interpelaba duramente.
Maheu opinó que debía cumplirse la palabra. La cita era cosa sagrada. No obstante, la noche había calmado la fiebre que agitaba a todos, y Maheu, temeroso de que cometieran atropellos, dijo que su deber era acudir a Juan-Bart para evitarlos. Su mujer asentía con movimientos de cabeza. Esteban repetía con complacencia que era necesario actuar revolucionariamente, sin preocuparse por la vida de unos cuantos. Antes de salir se negó a comer la ración de pan que habían guardado días antes con una botella de ginebra; pero, en cambio, se bebió tres copas de licor, una tras de otra, para quitarse el frío, y después se llevó consigo una cantimplora llena del mismo líquido. Alicia se quedó al cuidado de los niños. El viejo Buenamuerte, con las piernas doloridas de haber andado mucho la víspera, se quedó en la cama.
Por prudencia no salieron todos a la vez. Juan hacía tiempo que había desaparecido. Maheu y su mujer salieron juntos, dirigiéndose a Montsou dando un rodeo, mientras Esteban se encaminaba al bosque, donde se reuniría con los compañeros, que estaban esperando. En el camino se encontró con un grupo de mujeres, entre las cuales se hallaba la Quemada y la mujer de Levaque: por el camino iban comiendo castañas que llevaba la Mouquette, y devoraban hasta las cáscaras, a fin de llenarse el estómago de cualquier cosa y engañar el hambre. Pero en el bosque no encontró a nadie, porque los compañeros suyos habían salido ya para Juan-Bart. Echó a correr, y llegó a la mina precisamente cuando un grupo de unos cien hombres penetraba en ella. Por todas partes desembocaban mineros; los Maheu por el camino real, las mujeres a campo traviesa, todos a la desbandada, sin jefes, sin armas, yendo a parar a aquel sitio como agua desbordada que sigue los declives de un mismo terreno. Esteban vio a Juan, que estaba subido en una ventana, colocado allí como quien se dispone a ver un espectáculo. Corrió con más fuerza, y fue uno de los primeros en entrar. En aquel momento el grupo de manifestantes se componía de unas trescientas personas.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Cuando Deneulin apareció en lo alto de la escalera que conducía a las oficinas, hubo un instante de vacilación.
-¿Qué queréis? -preguntó aquél con voz de trueno.
Después de haber visto desaparecer el carruaje de la señora de Hennebeau, donde iban sus hijas, volvió a la mina, acometido de cierta vaga inquietud. Lo halló todo en buen orden; el descenso de obreros se había producido sin novedad, y Deneulin charlaba tranquilamente con el capataz mayor cuando le advirtieron que se acercaban los huelguistas.
Rápidamente se apostó detrás de una ventana del taller de cernir; y al ver aquellas turbas que invadían su propiedad, tuvo enseguida la evidencia de que sería impotente para evitar los desastres que iban a ocurrir. ¿Cómo defender aquellos edificios abiertos a los cuatro vientos? Apenas podría agrupar en torno suyo una veintena de obreros. Estaba perdido.
-¿Qué queréis? -repitió, lívido de cólera y haciendo un esfuerzo para afrontar valerosamente el desastre.
Un sordo rumor se elevó de entre la muchedumbre, y hubo grandes empujones. Esteban se destacó del grupo, diciendo:
-Señor, no venimos a hacer mal ninguno. Pero es preciso que no se trabaje en ninguna parte.
Deneulin, sin andarse por las ramas, lo trató sencillamente de imbécil.
-¿Creéis que no me hacéis daño si se declara la huelga aquí? Pues es lo mismo que si me pegarais un tiro a traición. Sí; mis obreros están abajo, y no saldrán sin que antes me hayáis asesinado.
La rudeza de este lenguaje produjo murmullos amenazadores en las turbas. Maheu tuvo que contener a Levaque, que se precipitaba amenazador, mientras Esteban seguía parlamentando para convencer al señor Deneulin de la razón de sus procedimientos revolucionarios. Pero éste contestaba, hablando del derecho a la libertad del trabajo.
Además, se negaba a discutir tales tonterías, porque él era el amo en su casa. El único remordimiento que tenía era haberse negado a que le dejaran allí unos cuantos gendarmes para barrer a la canalla y echarla de su casa.
-Es culpa mía y no debo quejarme. Me sucede lo que merezco. Con la gente de vuestra especie, no hay más razón que la de la fuerza. Eso es lo mismo que cuando el Gobierno piensa en aplacaros con concesiones. Lo echaréis abajo cuando os haya dado él mismo armas para hacerlo.
-Le ruego, señor Deneulin, que dé orden para que suban sus obreros, pues si no, no respondo de poder dominar a mis compañeros. Puede usted evitar una gran desgracia -dijo Esteban bajando la voz, tembloroso, y conteniéndose apenas.
- ¡Iros al diablo, granujas! ¿Qué tengo yo que ver con vosotros? No sois de mis minas, y no tenéis nada que discutir ni tratar conmigo. Los que corretean así los campos para saquear las casas, no son más que un atajo de bandidos.
Grandes gritos ahogaban su voz; las mujeres, sobre todo, le insultaban. Y él, empeñado en defenderse contra las turbas, encontraba cierto consuelo en hablar con aquella franqueza. Puesto que de todos modos estaba perdido, no quería acobardarse inútilmente. Pero el número de los manifestantes iba en aumento; ya había cerca de quinientos, y probablemente lo hubieran matado, si su capataz mayor no hubiera tirado de él violentamente, diciendo:
-¡Por Dios, señor! Esto va a ser una carnicería. ¿Por qué permitir que se mate la gente inútilmente?
Deneulin trataba de desasirse de manos de su subordinado, y protestaba con todas sus fuerzas, insultando a las turbas.
-¡Canallas, ladrones! ¡Ya nos veremos cuando dejéis de ser los más fuertes!
Se lo llevaron de allí, porque un formidable empujón de la muchedumbre había lanzado a los que estaban delante hasta los primeros escalones que conducían a las oficinas. Las mujeres eran las más furiosas y las que excitaban a los hombres. La puerta cedió de repente, porque estaba cerrada sólo con el picaporte. Pero la escalera era demasiado estrecha, y las turbas habrían tardado mucho en entrar por ella, si los de más atrás no hubieran decidido penetrar por las ventanas. Entonces la muchedumbre se desbordó por todas partes: por la barraca, por el taller de cernir, por el departamento de máquinas y el de calderas. En menos de cinco minutos se vieron dueños de toda la mina; recorrían todos los departamentos en medio de una barahúnda terrible de gestos y de gritos, celebrando la derrota que imponían a aquel capitalista, que había querido resistir su empuje.
Maheu, asustado del giro que iba tomando la cosa, entró uno de los primeros, diciendo a Esteban: -¡Es preciso que no maten a nadie!
Éste corría ya. Luego, cuando comprendió que el señor Deneulin se había refugiado en el cuarto de capataces, le contestó:
-¿Y qué? Si sucede algo, no será culpa nuestra. ¿Quién le manda ser tan animal?
Pero se sentía lleno de inquietud, porque estaba demasiado sereno para asentir a que se cometiese un crimen. Sufría también en su orgullo de jefe viendo que los manifestantes desconocían su autoridad, extralimitándose en el frío cumplimiento de la voluntad del pueblo, tal como él lo comprendía. En vano reclamaba sangre fría y tranquilidad, gritándoles que era necesario no dar la razón a sus enemigos con actos de destrucción inútil.
-¡A las calderas! -bramaba la Quemada-. ¡Apaguemos los fuegos!
Levaque, que había encontrado una lima, la agitaba a guisa de puñal, dominando el tumulto con voces terribles de:
-¡Cortemos los cables! ¡Cortemos los cables!
Todos repitieron los mismos gritos; menos Esteban y Maheu, que, aturdidos, seguían protestando y hablando en medio de aquel tumulto, sin lograr ser escuchados. Al fin el primero pudo decir:
-¿No sabéis que hay gente abajo, y que son camaradas nuestros?
El estrépito redobló; aquellas quinientas o seiscientas personas hablaban todas a la vez.
-¡Mejor! ¡No debían haber bajado! ¡Bien empleado les está a los traidores! ¡Sí, sí; que se queden ahí! ¡Además, tienen las escalas para subir!
Entonces comprendió Esteban que no había más remedio que ceder. Y temiendo un desastre mayor, se precipitó a la máquina, tratando de subir cuando menos los ascensores, para que, al ser cortados los cables, no se desprendieran aquéllos y aplastasen a la gente que había en el fondo. El maquinista había desaparecido, así como los demás obreros que trabajaban de día, y él mismo tuvo que hacer la maniobra que pensaba mandar, ayudado por Levaque y otros dos. Apenas vieron los ascensores descansando en los goznes, cuando se empezó a oír el chirriar de las limas cortando los cables. Hubo un momento de silencio; aquel ruido pareció llenar toda la mina; todos levantaban la cabeza, y escuchaban y miraban sobrecogidos de emoción. Maheu, en primera fila, se sentía invadido por una extraña furia, como si los dientes de la lima le arrancaran todos los miramientos, al cortar el cable de uno de aquellos pozos de miseria y de sufrimientos, donde no quería volver a bajar.
La Quemada había desaparecido por la escalera de la barraca sin dejar de gritar: -¡Hay que apagar los fuegos! ¡A las calderas! ¡A las calderas!
Varias mujeres la seguían. La de Maheu se apresuró, para evitar que lo rompieran todo, lo mismo que su marido había tratado de apaciguar a los hombres. Ella era la más serena; se podía reclamar lo que era justicia, sin estropear las cosas que no eran de uno. Cuando entró en el cuarto de las calderas, las mujeres estaban echando de allí a los dos fogoneros, y la Quemada, con una pala en la mano, en cuclillas delante de uno de los hornos, lo desocupaba violentamente, tirando la hulla incandescente sobre los ladrillos, donde seguía ardiendo y humeando. Había diez hornos para los cinco generadores. Las mujeres fueron poco a poco entusiasmándose: la de Levaque, manejando una pala con las dos manos; la Mouquette, alzándose las faldas hasta más arriba de las rodillas para no quemárselas; todas desgreñadas y sudorosas, semejando furias del averno bailando a los rojizos resplandores del carbón ardiendo. El montón de hulla incandescente iba aumentando, y caldeaba ya el techo de la espaciosa habitación.
-¡Basta ya! -gritó la mujer de Maheu-. Va a arder todo.
-¡Mejor! -respondió la Quemada-. Así acabaremos antes. ¡Bien decía yo que les haría pagar caro la muerte de mi marido!
En aquel momento se oyó la voz de Juan, el cual gritaba desde lo alto de las calderas: -¡Cuidado! ¡Yo apagaré! ¡Voy a soltarlo todo!
Había sido uno de los primeros en entrar; había pasado por entre las piernas de todos, y entusiasmado con aquel tumulto, buscaba el abrir los grifos de escape para que saliese el vapor. Las válvulas quedaron abiertas; las cinco calderas se desocuparon con silbidos espantosos de tempestad, y haciendo tal estrépito, que la sangre brotaba de los oídos. Todo había desaparecido en medio del vapor; el fuego del carbón palidecía; las mujeres no eran ya más que sombras confusas. Sólo se veía al chiquillo, allá en lo alto, detrás de los torbellinos de humo blanco, con aire satisfecho, la boca sonriente de complacencia, por haber desencadenado él solo aquel huracán.
Aquello duró cerca de un cuarto de hora. Unas mujeres echaron algunos cubos de agua sobre el montón de carbón para apagarlo; todo peligro de incendio había desaparecido. Pero la cólera de las turbas no se aplacaba; muy al contrario: se excitaba más y más con los primeros destrozos. Algunos hombres bajaban con martillos, después de haber cortado los cables; las mujeres también se armaban de barras de hierro, y se hablaba de romper los generadores, de destrozar las máquinas, de demoler toda la mina.
Esteban se apresuró a acudir, acompañado de Maheu. Él mismo se embriagaba, sintiéndose presa de aquella fiebre de venganza. Luchaba, sin embargo, gritaba que tuvieran prudencia, ya que los cables estaban cortados, los fuegos apagados y las calderas desocupadas, y, por lo tanto, que era imposible trabajar. Pero nadie le escuchaba, y ya iban a emprender nuevas hazañas, cuando empezaron a oírse gritos junto a una puertecilla que había a la parte de afuera donde desembocaba el pozo de las escalas.
-¡Mueran los traidores! -gritaban- ¡Canallas, cobardes, matadlos! ¡Mueran! ¡Mueran!
Era que empezaban a salir los mineros del fondo. Los primeros, deslumbrados por la luz del sol, permanecían inmóviles, parpadeando con fuerza. Luego desfilaron llenos de espanto, y trataron de ganar el campo y escaparse.
-¡Mueran los cobardes! ¡Mueran los falsos amigos!
Toda la partida de huelguistas había acudido al mismo sitio. En menos de tres minutos no quedó ni un solo hombre dentro del edificio: los quinientos de Montsou se colocaron en dos filas para obligar a los traidores de Vandame a que pasasen por allí. Y a cada minero que aparecía en la puerta del pozo, con el traje hecho jirones y lleno del barro negro del trabajo, redoblaban los gritos amenazadores y las bromas groseras de todo género. ¡Oh! Ése tiene tres pulgadas de piernas, y las posaderas enseguida; aquél tiene la nariz comida por las tías perdidas del Volcán; y ese otro tiene un ojo que le chorrea aceite y otro vinagre. Una mujer que salió, enormemente gorda, con el seno cayéndole sobre el vientre, levantó una gritería espantosa y una de esas risas que no pueden ser descritas. Todos querían tocarla; las bromas se iban plasmando, rayaban en la crueldad, y los puñetazos llovían, mientras continuaba el desfile de aquellos pobres diablos, temblorosos, callados, sufriendo las injurias, esperando los golpes
-¿Qué queréis? -preguntó aquél con voz de trueno.
Después de haber visto desaparecer el carruaje de la señora de Hennebeau, donde iban sus hijas, volvió a la mina, acometido de cierta vaga inquietud. Lo halló todo en buen orden; el descenso de obreros se había producido sin novedad, y Deneulin charlaba tranquilamente con el capataz mayor cuando le advirtieron que se acercaban los huelguistas.
Rápidamente se apostó detrás de una ventana del taller de cernir; y al ver aquellas turbas que invadían su propiedad, tuvo enseguida la evidencia de que sería impotente para evitar los desastres que iban a ocurrir. ¿Cómo defender aquellos edificios abiertos a los cuatro vientos? Apenas podría agrupar en torno suyo una veintena de obreros. Estaba perdido.
-¿Qué queréis? -repitió, lívido de cólera y haciendo un esfuerzo para afrontar valerosamente el desastre.
Un sordo rumor se elevó de entre la muchedumbre, y hubo grandes empujones. Esteban se destacó del grupo, diciendo:
-Señor, no venimos a hacer mal ninguno. Pero es preciso que no se trabaje en ninguna parte.
Deneulin, sin andarse por las ramas, lo trató sencillamente de imbécil.
-¿Creéis que no me hacéis daño si se declara la huelga aquí? Pues es lo mismo que si me pegarais un tiro a traición. Sí; mis obreros están abajo, y no saldrán sin que antes me hayáis asesinado.
La rudeza de este lenguaje produjo murmullos amenazadores en las turbas. Maheu tuvo que contener a Levaque, que se precipitaba amenazador, mientras Esteban seguía parlamentando para convencer al señor Deneulin de la razón de sus procedimientos revolucionarios. Pero éste contestaba, hablando del derecho a la libertad del trabajo.
Además, se negaba a discutir tales tonterías, porque él era el amo en su casa. El único remordimiento que tenía era haberse negado a que le dejaran allí unos cuantos gendarmes para barrer a la canalla y echarla de su casa.
-Es culpa mía y no debo quejarme. Me sucede lo que merezco. Con la gente de vuestra especie, no hay más razón que la de la fuerza. Eso es lo mismo que cuando el Gobierno piensa en aplacaros con concesiones. Lo echaréis abajo cuando os haya dado él mismo armas para hacerlo.
-Le ruego, señor Deneulin, que dé orden para que suban sus obreros, pues si no, no respondo de poder dominar a mis compañeros. Puede usted evitar una gran desgracia -dijo Esteban bajando la voz, tembloroso, y conteniéndose apenas.
- ¡Iros al diablo, granujas! ¿Qué tengo yo que ver con vosotros? No sois de mis minas, y no tenéis nada que discutir ni tratar conmigo. Los que corretean así los campos para saquear las casas, no son más que un atajo de bandidos.
Grandes gritos ahogaban su voz; las mujeres, sobre todo, le insultaban. Y él, empeñado en defenderse contra las turbas, encontraba cierto consuelo en hablar con aquella franqueza. Puesto que de todos modos estaba perdido, no quería acobardarse inútilmente. Pero el número de los manifestantes iba en aumento; ya había cerca de quinientos, y probablemente lo hubieran matado, si su capataz mayor no hubiera tirado de él violentamente, diciendo:
-¡Por Dios, señor! Esto va a ser una carnicería. ¿Por qué permitir que se mate la gente inútilmente?
Deneulin trataba de desasirse de manos de su subordinado, y protestaba con todas sus fuerzas, insultando a las turbas.
-¡Canallas, ladrones! ¡Ya nos veremos cuando dejéis de ser los más fuertes!
Se lo llevaron de allí, porque un formidable empujón de la muchedumbre había lanzado a los que estaban delante hasta los primeros escalones que conducían a las oficinas. Las mujeres eran las más furiosas y las que excitaban a los hombres. La puerta cedió de repente, porque estaba cerrada sólo con el picaporte. Pero la escalera era demasiado estrecha, y las turbas habrían tardado mucho en entrar por ella, si los de más atrás no hubieran decidido penetrar por las ventanas. Entonces la muchedumbre se desbordó por todas partes: por la barraca, por el taller de cernir, por el departamento de máquinas y el de calderas. En menos de cinco minutos se vieron dueños de toda la mina; recorrían todos los departamentos en medio de una barahúnda terrible de gestos y de gritos, celebrando la derrota que imponían a aquel capitalista, que había querido resistir su empuje.
Maheu, asustado del giro que iba tomando la cosa, entró uno de los primeros, diciendo a Esteban: -¡Es preciso que no maten a nadie!
Éste corría ya. Luego, cuando comprendió que el señor Deneulin se había refugiado en el cuarto de capataces, le contestó:
-¿Y qué? Si sucede algo, no será culpa nuestra. ¿Quién le manda ser tan animal?
Pero se sentía lleno de inquietud, porque estaba demasiado sereno para asentir a que se cometiese un crimen. Sufría también en su orgullo de jefe viendo que los manifestantes desconocían su autoridad, extralimitándose en el frío cumplimiento de la voluntad del pueblo, tal como él lo comprendía. En vano reclamaba sangre fría y tranquilidad, gritándoles que era necesario no dar la razón a sus enemigos con actos de destrucción inútil.
-¡A las calderas! -bramaba la Quemada-. ¡Apaguemos los fuegos!
Levaque, que había encontrado una lima, la agitaba a guisa de puñal, dominando el tumulto con voces terribles de:
-¡Cortemos los cables! ¡Cortemos los cables!
Todos repitieron los mismos gritos; menos Esteban y Maheu, que, aturdidos, seguían protestando y hablando en medio de aquel tumulto, sin lograr ser escuchados. Al fin el primero pudo decir:
-¿No sabéis que hay gente abajo, y que son camaradas nuestros?
El estrépito redobló; aquellas quinientas o seiscientas personas hablaban todas a la vez.
-¡Mejor! ¡No debían haber bajado! ¡Bien empleado les está a los traidores! ¡Sí, sí; que se queden ahí! ¡Además, tienen las escalas para subir!
Entonces comprendió Esteban que no había más remedio que ceder. Y temiendo un desastre mayor, se precipitó a la máquina, tratando de subir cuando menos los ascensores, para que, al ser cortados los cables, no se desprendieran aquéllos y aplastasen a la gente que había en el fondo. El maquinista había desaparecido, así como los demás obreros que trabajaban de día, y él mismo tuvo que hacer la maniobra que pensaba mandar, ayudado por Levaque y otros dos. Apenas vieron los ascensores descansando en los goznes, cuando se empezó a oír el chirriar de las limas cortando los cables. Hubo un momento de silencio; aquel ruido pareció llenar toda la mina; todos levantaban la cabeza, y escuchaban y miraban sobrecogidos de emoción. Maheu, en primera fila, se sentía invadido por una extraña furia, como si los dientes de la lima le arrancaran todos los miramientos, al cortar el cable de uno de aquellos pozos de miseria y de sufrimientos, donde no quería volver a bajar.
La Quemada había desaparecido por la escalera de la barraca sin dejar de gritar: -¡Hay que apagar los fuegos! ¡A las calderas! ¡A las calderas!
Varias mujeres la seguían. La de Maheu se apresuró, para evitar que lo rompieran todo, lo mismo que su marido había tratado de apaciguar a los hombres. Ella era la más serena; se podía reclamar lo que era justicia, sin estropear las cosas que no eran de uno. Cuando entró en el cuarto de las calderas, las mujeres estaban echando de allí a los dos fogoneros, y la Quemada, con una pala en la mano, en cuclillas delante de uno de los hornos, lo desocupaba violentamente, tirando la hulla incandescente sobre los ladrillos, donde seguía ardiendo y humeando. Había diez hornos para los cinco generadores. Las mujeres fueron poco a poco entusiasmándose: la de Levaque, manejando una pala con las dos manos; la Mouquette, alzándose las faldas hasta más arriba de las rodillas para no quemárselas; todas desgreñadas y sudorosas, semejando furias del averno bailando a los rojizos resplandores del carbón ardiendo. El montón de hulla incandescente iba aumentando, y caldeaba ya el techo de la espaciosa habitación.
-¡Basta ya! -gritó la mujer de Maheu-. Va a arder todo.
-¡Mejor! -respondió la Quemada-. Así acabaremos antes. ¡Bien decía yo que les haría pagar caro la muerte de mi marido!
En aquel momento se oyó la voz de Juan, el cual gritaba desde lo alto de las calderas: -¡Cuidado! ¡Yo apagaré! ¡Voy a soltarlo todo!
Había sido uno de los primeros en entrar; había pasado por entre las piernas de todos, y entusiasmado con aquel tumulto, buscaba el abrir los grifos de escape para que saliese el vapor. Las válvulas quedaron abiertas; las cinco calderas se desocuparon con silbidos espantosos de tempestad, y haciendo tal estrépito, que la sangre brotaba de los oídos. Todo había desaparecido en medio del vapor; el fuego del carbón palidecía; las mujeres no eran ya más que sombras confusas. Sólo se veía al chiquillo, allá en lo alto, detrás de los torbellinos de humo blanco, con aire satisfecho, la boca sonriente de complacencia, por haber desencadenado él solo aquel huracán.
Aquello duró cerca de un cuarto de hora. Unas mujeres echaron algunos cubos de agua sobre el montón de carbón para apagarlo; todo peligro de incendio había desaparecido. Pero la cólera de las turbas no se aplacaba; muy al contrario: se excitaba más y más con los primeros destrozos. Algunos hombres bajaban con martillos, después de haber cortado los cables; las mujeres también se armaban de barras de hierro, y se hablaba de romper los generadores, de destrozar las máquinas, de demoler toda la mina.
Esteban se apresuró a acudir, acompañado de Maheu. Él mismo se embriagaba, sintiéndose presa de aquella fiebre de venganza. Luchaba, sin embargo, gritaba que tuvieran prudencia, ya que los cables estaban cortados, los fuegos apagados y las calderas desocupadas, y, por lo tanto, que era imposible trabajar. Pero nadie le escuchaba, y ya iban a emprender nuevas hazañas, cuando empezaron a oírse gritos junto a una puertecilla que había a la parte de afuera donde desembocaba el pozo de las escalas.
-¡Mueran los traidores! -gritaban- ¡Canallas, cobardes, matadlos! ¡Mueran! ¡Mueran!
Era que empezaban a salir los mineros del fondo. Los primeros, deslumbrados por la luz del sol, permanecían inmóviles, parpadeando con fuerza. Luego desfilaron llenos de espanto, y trataron de ganar el campo y escaparse.
-¡Mueran los cobardes! ¡Mueran los falsos amigos!
Toda la partida de huelguistas había acudido al mismo sitio. En menos de tres minutos no quedó ni un solo hombre dentro del edificio: los quinientos de Montsou se colocaron en dos filas para obligar a los traidores de Vandame a que pasasen por allí. Y a cada minero que aparecía en la puerta del pozo, con el traje hecho jirones y lleno del barro negro del trabajo, redoblaban los gritos amenazadores y las bromas groseras de todo género. ¡Oh! Ése tiene tres pulgadas de piernas, y las posaderas enseguida; aquél tiene la nariz comida por las tías perdidas del Volcán; y ese otro tiene un ojo que le chorrea aceite y otro vinagre. Una mujer que salió, enormemente gorda, con el seno cayéndole sobre el vientre, levantó una gritería espantosa y una de esas risas que no pueden ser descritas. Todos querían tocarla; las bromas se iban plasmando, rayaban en la crueldad, y los puñetazos llovían, mientras continuaba el desfile de aquellos pobres diablos, temblorosos, callados, sufriendo las injurias, esperando los golpes
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
con oblicuas miradas, felices y satisfechos si al fin se lograban ver a salvo, corriendo por el campo, fuera de la mina.
-¡Ah, demonios! ¿Cuántos hay ahí dentro? -preguntó Esteban.
Se admiraba de ver salir tanta gente, y se irritaba al pensar que no era cuestión de unos cuantos obreros, acosados por el hambre y aterrorizados por los capataces. De modo que lo habían engañado en la reunión del bosque, puesto que casi todos los de Juan-Bart estaban trabajando. Pero de pronto se le escapó un grito de despecho y se precipitó hacia Chaval, que salía del pozo.
-¡Rayos y truenos! ¿Para eso nos has hecho venir aquí?
De nuevo estallaron las imprecaciones, y hubo en las turbas un movimiento de avance, como para caer sobre el traidor. ¡Cómo! ¡Había jurado con ellos la noche antes, y ahora resultaba que estaba trabajando con los demás! ¡Luego se había burlado de la gente de un modo indigno!
-¡Tiradlo al pozo! ¡Tiradlo al pozo!
Chaval, blanco de terror, tartamudeaba, procurando explicarse. Pero Esteban le interrumpió, fuera de sí, participando del furor general:
-¡Has querido bajar! ¡Pues bajarás, canalla! ¡Vamos; en marcha, granuja!
Otro clamor general ahogó sus palabras. Catalina, a su vez, acababa de aparecer, deslumbrada por el resplandor del día y asustada de verse en las garras de aquellos salvajes. Y con las piernas destrozadas por aquella ascensión de doscientas escaleras, con las palmas de las manos ensangrentadas, empezaba a darse cuenta de lo que sucedía, cuando la Mouquette se acercó a ella con la mano levantada.
-¡Ah, bribona! ¡Tú también! ¡Tu madre muriéndose de hambre, y tú haciéndole traición por tu querido!
Maheu cogió aquel brazo, y evitó la bofetada. Pero zarandeaba a su hija y se enfurecía como su mujer, reprobando su conducta; uno y otra perdían la cabeza, y vociferaban más fuerte que los demás. La presencia de Catalina acabó por exasperar a Esteban, que repitió:
-¡En marcha! ¡A las otras minas! Y tú vienes con nosotros, grandísimo canalla.
Chaval apenas si tuvo tiempo de coger los zuecos en la barraca y echarse el abrigo de lana sobre los helados hombros, cuando se vio arrastrado, obligado a galopar en medio de los grupos. Y Catalina, aturdida, se ponía también los zuecos, se colocaba la chaqueta de hombre que le servía de abrigo, y echaba a correr detrás de su amante, no queriéndole abandonar, porque seguro que iban a asesinarle. Entonces, en dos minutos, Juan-Bart quedó desierto. Juan, que había encontrado una bocina, tocaba con ella, produciendo roncos sonidos, como si hubiera estado llamando a los bueyes. Las mujeres, la de Levaque, la Quemada y la Mouquette, se recogían las faldas, para correr mejor; mientras Levaque, con un hacha en la mano, maniobraba con ella como si fuese el bastón de un tambor mayor. Otros huelguistas iban llegando a cada momento; ya eran cerca de mil, sin orden ni concierto, sin jefe, apareciendo por los caminos como un torrente desbordado; como la vía de salida era muy estrecha, rompieron las empalizadas.
-¡A las minas! ¡Mueran los traidores! ¡No se trabaja más!
Y bruscamente Juan-Bart quedó sumido en un completo silencio. Ya no había nadie, ni un solo hombre.
Deneulin, que había salido del cuarto de los capataces prohibió que nadie le siguiese; pálido y tranquilo, visitaba la mina. Primero se detuvo en la boca del pozo, levantando los ojos para mirar los cables cortados; los cabos de acero pendían inútiles; la mordedura de la lima había dejado una herida fresca, que brillaba en la negrura del aceite de engrasar. Luego subió a la máquina, contempló largo rato sus piezas rotas, semejantes a las articulaciones de un miembro colosal atacado de repentina parálisis; tocó el metal, que ya estaba frío, y sintió un extraño estremecimiento, como si acabara de tocar un muerto. Luego bajó a las calderas, paseó lentamente por encima de los apagados carbones, y golpeó con el pie los generadores, que sonaban a hueco. ¡Aquello era la ruina! ¡Ya no había remedio! Aunque pudiera volver a encender los fuegos y arreglar los cables, ¿dónde iba a buscar gente? Quince días más de huelga, y tendría que declararse en quiebra.
Y ante la certeza de su desastre, ya no odiaba a los bandidos de Montsou, porque comprendía la existencia de cierta complicidad, de una falta general y secular. Los de Montsou eran unos brutos seguramente, pero brutos que no sabían leer y que se morían de hambre.
-¡Ah, demonios! ¿Cuántos hay ahí dentro? -preguntó Esteban.
Se admiraba de ver salir tanta gente, y se irritaba al pensar que no era cuestión de unos cuantos obreros, acosados por el hambre y aterrorizados por los capataces. De modo que lo habían engañado en la reunión del bosque, puesto que casi todos los de Juan-Bart estaban trabajando. Pero de pronto se le escapó un grito de despecho y se precipitó hacia Chaval, que salía del pozo.
-¡Rayos y truenos! ¿Para eso nos has hecho venir aquí?
De nuevo estallaron las imprecaciones, y hubo en las turbas un movimiento de avance, como para caer sobre el traidor. ¡Cómo! ¡Había jurado con ellos la noche antes, y ahora resultaba que estaba trabajando con los demás! ¡Luego se había burlado de la gente de un modo indigno!
-¡Tiradlo al pozo! ¡Tiradlo al pozo!
Chaval, blanco de terror, tartamudeaba, procurando explicarse. Pero Esteban le interrumpió, fuera de sí, participando del furor general:
-¡Has querido bajar! ¡Pues bajarás, canalla! ¡Vamos; en marcha, granuja!
Otro clamor general ahogó sus palabras. Catalina, a su vez, acababa de aparecer, deslumbrada por el resplandor del día y asustada de verse en las garras de aquellos salvajes. Y con las piernas destrozadas por aquella ascensión de doscientas escaleras, con las palmas de las manos ensangrentadas, empezaba a darse cuenta de lo que sucedía, cuando la Mouquette se acercó a ella con la mano levantada.
-¡Ah, bribona! ¡Tú también! ¡Tu madre muriéndose de hambre, y tú haciéndole traición por tu querido!
Maheu cogió aquel brazo, y evitó la bofetada. Pero zarandeaba a su hija y se enfurecía como su mujer, reprobando su conducta; uno y otra perdían la cabeza, y vociferaban más fuerte que los demás. La presencia de Catalina acabó por exasperar a Esteban, que repitió:
-¡En marcha! ¡A las otras minas! Y tú vienes con nosotros, grandísimo canalla.
Chaval apenas si tuvo tiempo de coger los zuecos en la barraca y echarse el abrigo de lana sobre los helados hombros, cuando se vio arrastrado, obligado a galopar en medio de los grupos. Y Catalina, aturdida, se ponía también los zuecos, se colocaba la chaqueta de hombre que le servía de abrigo, y echaba a correr detrás de su amante, no queriéndole abandonar, porque seguro que iban a asesinarle. Entonces, en dos minutos, Juan-Bart quedó desierto. Juan, que había encontrado una bocina, tocaba con ella, produciendo roncos sonidos, como si hubiera estado llamando a los bueyes. Las mujeres, la de Levaque, la Quemada y la Mouquette, se recogían las faldas, para correr mejor; mientras Levaque, con un hacha en la mano, maniobraba con ella como si fuese el bastón de un tambor mayor. Otros huelguistas iban llegando a cada momento; ya eran cerca de mil, sin orden ni concierto, sin jefe, apareciendo por los caminos como un torrente desbordado; como la vía de salida era muy estrecha, rompieron las empalizadas.
-¡A las minas! ¡Mueran los traidores! ¡No se trabaja más!
Y bruscamente Juan-Bart quedó sumido en un completo silencio. Ya no había nadie, ni un solo hombre.
Deneulin, que había salido del cuarto de los capataces prohibió que nadie le siguiese; pálido y tranquilo, visitaba la mina. Primero se detuvo en la boca del pozo, levantando los ojos para mirar los cables cortados; los cabos de acero pendían inútiles; la mordedura de la lima había dejado una herida fresca, que brillaba en la negrura del aceite de engrasar. Luego subió a la máquina, contempló largo rato sus piezas rotas, semejantes a las articulaciones de un miembro colosal atacado de repentina parálisis; tocó el metal, que ya estaba frío, y sintió un extraño estremecimiento, como si acabara de tocar un muerto. Luego bajó a las calderas, paseó lentamente por encima de los apagados carbones, y golpeó con el pie los generadores, que sonaban a hueco. ¡Aquello era la ruina! ¡Ya no había remedio! Aunque pudiera volver a encender los fuegos y arreglar los cables, ¿dónde iba a buscar gente? Quince días más de huelga, y tendría que declararse en quiebra.
Y ante la certeza de su desastre, ya no odiaba a los bandidos de Montsou, porque comprendía la existencia de cierta complicidad, de una falta general y secular. Los de Montsou eran unos brutos seguramente, pero brutos que no sabían leer y que se morían de hambre.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo IV
Y la muchedumbre de huelguistas invadió la llanura, blanca de escarcha a la pálida luz de aquel sol de invierno, y se alejó desbordándose por la carretera a través de los sembrados de remolacha. Esteban había tomado el mando. Sin que nadie se detuviera, daba sus órdenes, organizando la marcha. Juan galopaba a la vanguardia, haciendo sonar la bocina. Luego, en las primeras filas, caminaban las mujeres, algunas armadas con palos; la mujer de Maheu, con una expresión salvaje en los ojos, miraba como buscando la prometida tierra de la justicia; la Quemada, la de Levaque, la Mouquette, alargando el paso cuanto podían, bajo sus andrajos, como soldados que parten para la guerra. En caso de tener un mal encuentro, verían si los gendarmes osaban hacer fuego contra las mujeres. Luego seguían los hombres en una confusión indescriptible, armados de barras de hierro y palos, dominados todos por el hacha de Levaque, cuyo acero brillaba a los rayos del sol.
En el centro, Esteban no perdía de vista a Chaval, a quien obligaba a caminar delante de él; mientras Maheu, detrás, con aire sombrío, lanzaba miradas a Catalina, la única mujer que iba entre aquellos hombres, obstinada en trotar junto a su querido, para evitar que nadie le hiciese daño. Cabezas desgreñadas se sacudían en el aire; no se oía más que el pisar de los zuecos, como el rumor de un rebaño en marcha, dominado por los estridentes sonidos de la bocina de Juan.
Pero de pronto se levantó otro grito: -¡Pan!, ¡pan!, ¡pan!
Eran las doce del día; el hambre de aquellas seis semanas de huelga se despertaba en los estómagos vacíos, aguijoneada por aquel paseo de muchos kilómetros. Los mendrugos de pan y las pocas castañas que llevaba la Mouquette se habían acabado hacía tiempo; y los estómagos chillaban, y aquel sufrimiento se mezclaba a la rabia que sentían contra los traidores.
-¡A las minas! ¡Ya no se trabaja! ¡Pan! -gritaban todos.
Esteban, que no había querido comer nada antes de salir de casa, notaba en el pecho una sensación insoportable. No se quejaba; pero maquinalmente cogía cada dos minutos su cantimplora, y se echaba un trago, creyendo necesitarlo para sostenerse y llegar hasta el fin. Sus mejillas iban encendiéndose, y sus ojos despedían chispas. Pero no había perdido aún la cabeza, y deseaba evitar desastres.
Al llegar al camino de Joiselle, un minero de Vandame, que se había unido a los huelguistas para vengarse de su amo, quiso dirigir a la gente hacia la derecha, gritando:
¡A Gastón-María! ¡Hay que detener la bomba! ¡Es preciso que las aguas inunden todas las minas!
Las turbas, entusiasmadas, tomaban ya el camino indicado, a pesar de las protestas de Esteban, que les suplicaba no fueran a Gastón-María. ¿A qué destruir las galerías? Aquello sublevaba su corazón de obrero, a pesar de sus resentimientos. Maheu también encontraba injusto tal proceder. Pero el minero de Vandame seguía gritando, y fue necesario que Esteban gritase más, diciendo:
-¡A Mirou! ¡Allí hay traidores trabajando! ¡A Mirou!
Con un gesto enérgico detuvo a la muchedumbre, la hizo tomar el camino de la izquierda, mientras Juan, poniéndose nuevamente a la cabeza de todos, hacía sonar más fuerte la bocina. Gastón-María estaba salvada por aquella vez.
Y los cuatro kilómetros que les separaba de Mirou fueron recorridos en media hora, casi a la carrera, a través de la interminable llanura. El canal, como si fuera una ancha cinta de hielo, la cortaba por aquel sitio. Sólo los árboles, despojados de sus hojas, convertidos por la helada en gigantescos candelabros, rompían la uniformidad de aquel paisaje, perdiéndose allá en el horizonte; una ondulación de¡ terreno ocultaba a Montsou y a Marchiennes.
Al llegar a la mina, vieron a un capataz que, subido a la barandilla del taller de cernir, los estaba esperando. Todos reconocieron al tío Quandieu, el decano de los capataces de Montsou, un viejo con el pelo completamente blanco, que lo menos tenía setenta años de edad, y que era un verdadero milagro de salud y de robustez en aquel pueblo de mineros.
-¿Qué diablos venís a hacer aquí, canallas? -exclamó.
La turba se detuvo. No se trataba de un amo, sino de un compañero, y el respeto los detenía delante de aquel obrero viejo.
-Hay gente trabajando abajo -dijo Esteban-. ¡Mandadles salir!
-Sí, hay gente abajo -replicó el tío Quandieu-; habrá unos cincuenta o sesenta; los demás han tenido miedo de vosotros, que sois unos granujas. Pero os prevengo que no subirá ninguno o que habréis de veros las caras conmigo.
Hubo un griterío confuso; los hombres empujaban, y las mujeres avanzaron unos cuantos pasos. El capataz bajó rápidamente de su atalaya, y se colocó ante la puerta.
Entonces Maheu quiso intervenir.
-Viejo, estamos en nuestro derecho; ¿cómo hemos de conseguir que la huelga sea general, sino obligando a todos a que no trabajen?
El viejo guardó un momento de silencio. Evidentemente su ignorancia en materia de coaliciones igualaba a la del otro minero. Pero al fin respondió:
-Yo no digo que no estéis en vuestro derecho. Pero yo no entiendo más que de cumplir la consigna. Estoy solo aquí. La gente ha bajado hasta las tres, y hasta las tres estará abajo.
Las últimas palabras fueron ahogadas por el clamor de la turba. Le amenazaban con los puños; las mujeres le aturdían, y sentía ya su aliento en la cara. Pero el viejo se las mantenía firmes, con la cabeza erguida, luciendo sus bigotes y cabellos blancos como la nieve, y el coraje fortalecía de tal modo su voz, que se le oyó decir con claridad, a pesar del tumulto:
-¡Rayos y truenos! ¡Por aquí no se pasa! Tan cierto como ése es el sol, que prefiero me matéis a que toquéis a los cables. ¡Y no empujéis, porque me tiro de cabeza al pozo delante de vosotros!
Hubo un estremecimiento extraño en la turba. Todos se detuvieron y retrocedieron conmovidos. El viejo continuó diciendo:
-¿Quién es el canalla que no comprende esto? Yo no soy más que un obrero como vosotros. ¡Me han dicho que vigile, y vigilo! ¡Se acabó!
Y su inteligencia no iba más allá. Así comprendía sus deberes el tío Quandieu, acostumbrado a la obediencia militar. Sus compañeros le miraban conmovidos, oyendo allá en lo recóndito de su alma el eco de lo que les decía aquella obediencia de soldado, aquella fraternidad y aquella resignación en el peligro. El viejo creyó que todavía vacilaban, y repitió con energía:
Quinta parte: Capítulo IV
Y la muchedumbre de huelguistas invadió la llanura, blanca de escarcha a la pálida luz de aquel sol de invierno, y se alejó desbordándose por la carretera a través de los sembrados de remolacha. Esteban había tomado el mando. Sin que nadie se detuviera, daba sus órdenes, organizando la marcha. Juan galopaba a la vanguardia, haciendo sonar la bocina. Luego, en las primeras filas, caminaban las mujeres, algunas armadas con palos; la mujer de Maheu, con una expresión salvaje en los ojos, miraba como buscando la prometida tierra de la justicia; la Quemada, la de Levaque, la Mouquette, alargando el paso cuanto podían, bajo sus andrajos, como soldados que parten para la guerra. En caso de tener un mal encuentro, verían si los gendarmes osaban hacer fuego contra las mujeres. Luego seguían los hombres en una confusión indescriptible, armados de barras de hierro y palos, dominados todos por el hacha de Levaque, cuyo acero brillaba a los rayos del sol.
En el centro, Esteban no perdía de vista a Chaval, a quien obligaba a caminar delante de él; mientras Maheu, detrás, con aire sombrío, lanzaba miradas a Catalina, la única mujer que iba entre aquellos hombres, obstinada en trotar junto a su querido, para evitar que nadie le hiciese daño. Cabezas desgreñadas se sacudían en el aire; no se oía más que el pisar de los zuecos, como el rumor de un rebaño en marcha, dominado por los estridentes sonidos de la bocina de Juan.
Pero de pronto se levantó otro grito: -¡Pan!, ¡pan!, ¡pan!
Eran las doce del día; el hambre de aquellas seis semanas de huelga se despertaba en los estómagos vacíos, aguijoneada por aquel paseo de muchos kilómetros. Los mendrugos de pan y las pocas castañas que llevaba la Mouquette se habían acabado hacía tiempo; y los estómagos chillaban, y aquel sufrimiento se mezclaba a la rabia que sentían contra los traidores.
-¡A las minas! ¡Ya no se trabaja! ¡Pan! -gritaban todos.
Esteban, que no había querido comer nada antes de salir de casa, notaba en el pecho una sensación insoportable. No se quejaba; pero maquinalmente cogía cada dos minutos su cantimplora, y se echaba un trago, creyendo necesitarlo para sostenerse y llegar hasta el fin. Sus mejillas iban encendiéndose, y sus ojos despedían chispas. Pero no había perdido aún la cabeza, y deseaba evitar desastres.
Al llegar al camino de Joiselle, un minero de Vandame, que se había unido a los huelguistas para vengarse de su amo, quiso dirigir a la gente hacia la derecha, gritando:
¡A Gastón-María! ¡Hay que detener la bomba! ¡Es preciso que las aguas inunden todas las minas!
Las turbas, entusiasmadas, tomaban ya el camino indicado, a pesar de las protestas de Esteban, que les suplicaba no fueran a Gastón-María. ¿A qué destruir las galerías? Aquello sublevaba su corazón de obrero, a pesar de sus resentimientos. Maheu también encontraba injusto tal proceder. Pero el minero de Vandame seguía gritando, y fue necesario que Esteban gritase más, diciendo:
-¡A Mirou! ¡Allí hay traidores trabajando! ¡A Mirou!
Con un gesto enérgico detuvo a la muchedumbre, la hizo tomar el camino de la izquierda, mientras Juan, poniéndose nuevamente a la cabeza de todos, hacía sonar más fuerte la bocina. Gastón-María estaba salvada por aquella vez.
Y los cuatro kilómetros que les separaba de Mirou fueron recorridos en media hora, casi a la carrera, a través de la interminable llanura. El canal, como si fuera una ancha cinta de hielo, la cortaba por aquel sitio. Sólo los árboles, despojados de sus hojas, convertidos por la helada en gigantescos candelabros, rompían la uniformidad de aquel paisaje, perdiéndose allá en el horizonte; una ondulación de¡ terreno ocultaba a Montsou y a Marchiennes.
Al llegar a la mina, vieron a un capataz que, subido a la barandilla del taller de cernir, los estaba esperando. Todos reconocieron al tío Quandieu, el decano de los capataces de Montsou, un viejo con el pelo completamente blanco, que lo menos tenía setenta años de edad, y que era un verdadero milagro de salud y de robustez en aquel pueblo de mineros.
-¿Qué diablos venís a hacer aquí, canallas? -exclamó.
La turba se detuvo. No se trataba de un amo, sino de un compañero, y el respeto los detenía delante de aquel obrero viejo.
-Hay gente trabajando abajo -dijo Esteban-. ¡Mandadles salir!
-Sí, hay gente abajo -replicó el tío Quandieu-; habrá unos cincuenta o sesenta; los demás han tenido miedo de vosotros, que sois unos granujas. Pero os prevengo que no subirá ninguno o que habréis de veros las caras conmigo.
Hubo un griterío confuso; los hombres empujaban, y las mujeres avanzaron unos cuantos pasos. El capataz bajó rápidamente de su atalaya, y se colocó ante la puerta.
Entonces Maheu quiso intervenir.
-Viejo, estamos en nuestro derecho; ¿cómo hemos de conseguir que la huelga sea general, sino obligando a todos a que no trabajen?
El viejo guardó un momento de silencio. Evidentemente su ignorancia en materia de coaliciones igualaba a la del otro minero. Pero al fin respondió:
-Yo no digo que no estéis en vuestro derecho. Pero yo no entiendo más que de cumplir la consigna. Estoy solo aquí. La gente ha bajado hasta las tres, y hasta las tres estará abajo.
Las últimas palabras fueron ahogadas por el clamor de la turba. Le amenazaban con los puños; las mujeres le aturdían, y sentía ya su aliento en la cara. Pero el viejo se las mantenía firmes, con la cabeza erguida, luciendo sus bigotes y cabellos blancos como la nieve, y el coraje fortalecía de tal modo su voz, que se le oyó decir con claridad, a pesar del tumulto:
-¡Rayos y truenos! ¡Por aquí no se pasa! Tan cierto como ése es el sol, que prefiero me matéis a que toquéis a los cables. ¡Y no empujéis, porque me tiro de cabeza al pozo delante de vosotros!
Hubo un estremecimiento extraño en la turba. Todos se detuvieron y retrocedieron conmovidos. El viejo continuó diciendo:
-¿Quién es el canalla que no comprende esto? Yo no soy más que un obrero como vosotros. ¡Me han dicho que vigile, y vigilo! ¡Se acabó!
Y su inteligencia no iba más allá. Así comprendía sus deberes el tío Quandieu, acostumbrado a la obediencia militar. Sus compañeros le miraban conmovidos, oyendo allá en lo recóndito de su alma el eco de lo que les decía aquella obediencia de soldado, aquella fraternidad y aquella resignación en el peligro. El viejo creyó que todavía vacilaban, y repitió con energía:
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
-¡Me tiro al pozo delante de vosotros!
Una gran sacudida estremeció a aquella muchedumbre. Todos habían vuelto las espaldas, y corrían nuevamente por el camino de la derecha, como almas que lleva el diablo, y gritando con todas sus fuerzas:
-¡A La Magdalena! ¡A Crevecoeur! ¡Que no se trabaje más! ¡Pan, pan!
Pero hacia el centro de la masa se produjo un remolino. Decían que Chaval había intentado aprovechar aquel incidente para escaparse. Esteban acababa de cogerlo por un brazo, y le amenazaba con romperle el esternón si intentaba hacerles una mala partida. Y el otro, procurando desasirse, protestaba con rabia:
-¿A qué viene todo eso? ¿No hay ya libertad? Estoy helado con esta ropa, y tengo necesidad de lavarme y el traje de trabajo. ¡Dejadme!
Y, en efecto, iba tiritando, a pesar del copioso sudor que inundaba todo su cuerpo.
-Anda, o seremos nosotros los que te lavemos. ¿Por qué nos has engañado miserablemente?
La carrera continuaba veloz. Esteban acabó por volverse hacia Catalina, que seguía corriendo al lado de ellos. Le desesperaba verla cerca de sí, tiritando también y fatigada, envuelta en su andrajoso traje de hombre.
-¡Tú puedes marcharte! -le dijo al fin.
Catalina hizo como que no oía. Su mirada, al cruzarse con la de Esteban, había tenido cierta expresión de elocuente reproche. Pero no se detenía. ¿Por qué deseaba que abandonase a su querido? Chaval no era nada amable ciertamente; la maltrataba y la pegaba con frecuencia; pero, al fin y al cabo, era su primer amante, el que la había poseído antes que nadie; mejor dicho, el único que la había poseído, y se enfurecía al verle acometido por tres mil personas. Si no por cariño, por orgullo al menos quería defenderle.
-¡Vete! -repitió Maheu con violencia.
Aquella orden de su padre la detuvo un instante. Estaba temblorosa; las lágrimas arrasaban sus ojos; pero a pesar del miedo y del respeto, después de un momento de vacilación, siguió corriendo al lado de Chaval. Entonces la dejaron.
Los huelguistas recorrieron el camino de Joiselle, siguieron un momento el de Cron, y enseguida tomaron la dirección de Cougny. Por aquella parte se destacaban en el horizonte varias altas chimeneas de distintas fábricas, cobertizos con toldos, y talleres hechos de ladrillos a un lado y otro del camino. Pasaron junto a las casitas bajas de dos barrios obreros, el de los Ciento Ochenta primero, y luego el de los Setenta y Seis, y de cada uno de ellos, al oír los estridentes sonidos de la bocina y el salvaje clamor de la multitud, salieron familias enteras, hombres, mujeres, chiquillos, para agregarse a sus compañeros.
Cuando llegaron a la vista de La Magdalena, iban seguramente unas mil quinientas personas. La marea agitada de los huelguistas invadió la plataforma antes de penetrar en los edificios de la mina.
En aquel momento serían las dos de la tarde. Pero los capataces, al saber lo que pasaba habían apresurado la subida de los trabajadores; y al llegar los huelguistas no quedaban en el fondo más que una veintena de mineros, que estaban para subir ya en el ascensor. Todos ellos tuvieron que huir, perseguidos a pedradas por los manifestantes. Dos fueron heridos; otro dejó entre las uñas de la turba la ropa que llevaba, hecha jirones. Aquel ensañamiento contra los hombres salvó el material, y nadie tocó a los cables ni a las calderas. La ola de gente se alejaba, dirigiéndose a la mina más próxima.
Ésta, llamada Crevecoeur, distaría unos quinientos metros de La Magdalena. Allí también llegaron los huelguistas en el momento preciso de salir los trabajadores. Una muchacha fue cogida y azotada por las mujeres, que le desgarraron los pantalones y la blusa, exponiendo sus carnes a la vergüenza delante de los hombres, que reían como energúmenos. Los aprendices recibieron multitud de pescozones, y todos huyeron, llenos de cardenales y contusiones, y más de uno con la cara ensangrentada. Y en aquel acceso de febril ferocidad, que aumentaba por instantes, en medio de aquella largo tiempo contenida necesidad de venganza, cuya violencia hacía perder la cabeza a todos ellos, continuaban los gritos reclamando la muerte de los traidores, expresando el odio al trabajo mal retribuido y pidiendo pan desaforadamente. Empezaron a cortar los cables; pero la lima no mordía bien, y el procedimiento era muy lento, comparado con la impaciencia de todo el mundo, que ahora quería marchar hacia adelante sin detenerse un punto. En las calderas se rompió un grifo, en tanto que a fuerza de agua se apagaban los fuegos.
Entre los de afuera se hablaba de dirigirse a Santo Tomás. Esta mina era la mejor disciplinada, y en ella apenas se sentía la influencia de la huelga; lo menos setecientos hombres habían bajado a trabajar, y este hecho exasperaba a los huelguistas, que trataban de recibirlos a pedradas y silbidos. Pero corrieron rumores de que estaban en Santo Tomás los gendarmes aquellos de quienes se burlaban por la mañana. ¿Cómo se había sabido? Nadie podía decirlo, porque nadie lo había visto. Sin duda había llovido del cielo la noticia. Pero ello es que el miedo se apoderó de los huelguistas, y que se decidieron a encaminarse a Feutry-Cantel. Y de nuevo el vértigo se apoderó de ellos; todos se encontraron, sin saber cómo, en el camino haciendo sonar los zuecos sobre el pavimento, dándose empujones y prorrumpiendo en gritos violentos de: ¡A Feutry-Cantel! ¡A Feutry-Cantel! ¡Aún hay allí traidores, y les vamos a hacer saber lo que es bueno!
La mina en cuestión se hallaba a unos tres kilómetros de distancia, y medio oculta entre un pliegue del terreno en pleno valle del Scarpe. Ya se hallaban subiendo la cuesta que conduce en dura pendiente a Platieres, por el otro lado del camino de Beauguies, cuando una voz, no se sabe de quien, expresó la idea de que acaso los gendarmes se encontrarían en Feutry-Cantel. No fue necesario más para que de un extremo a otro de la columna de amotinados se diera como cosa segura aquella sospecha. Una vacilación general detuvo por un momento la marcha de la muchedumbre; el pánico se manifestaba en todos, y aún cuando algunos lo disimulaban, la inmensa mayoría de los revoltosos no se tomaba siquiera aquel trabajo. ¿Cómo no habían tropezado aún con un solo soldado? Su misma impunidad, bien pensado, era verdaderamente extraordinaria, los turbaba y les hacía pensar en la represión de sus excesos, que no podía tardar en llegar.
Sin que nadie supiera de dónde había salido, se oyó una orden nueva, en virtud de la cual las turbas se dirigieron a otra mina.
-¡A La Victoria! ¡A La Victoria!
¿No habría dragones ni gendarmes en La Victoria? Todos lo ignoraban, y, sin embargo, todos parecían tranquilos y satisfechos. Y dando doble derecha, como se dice en lenguaje militar, tomaron la dirección de Beaumont, y a campo traviesa se encaminaron a la carretera de Joiselle.
La vía férrea les cercaba el paso por lo cual la atravesaron derribando las barreras y las verjas, que quedaron destrozadas. Ya se iban acercando a Montsou; las ligeras ondulaciones del terrero desaparecían, ensanchándose los sembrados de remolachas, y allá a lo lejos se distinguían las ennegrecidas casas de Marchiennes.
Tenían que andar aún cinco kilómetros largos; pero tal era el entusiasmo de aquella muchedumbre tumultuaria, que nadie experimentaba cansancio, ni se acordaba de las vejigas y rasguños que se les hacían en los pies. La manifestación, engrosada a cada momento por nuevos obreros que habían salido tarde de sus casas, era ya muy numerosa. Cuando hubieron cruzado el canal por el puente Magache, y se presentaron a las puertas de La Victoria, los manifestantes eran más de dos mil.
Pero habían dado las tres, y los obreros, que salían de allí algo más temprano, pudieron escaparse a las iras de sus compañeros, los cuales no encontraron a nadie. El chasco se tradujo en vanas amenazas y en algunos ladrillazos dirigidos contra los obreros de por la tarde, que se encaminaban a su trabajo. En cinco minutos, la mina desierta quedó en poder de la partida que capitaneaba Esteban, y, para desahogar su furia, que no podía emplearse contra ningún traidor, la emprendieron con las cosas.
Cierto rescoldo de venganza se avivaba en ellos; el deseo largo tiempo contenido de tomar su desquite contra el capital; tantos y tantos años de hambre y de sufrimiento, les inspiraban deseos de sangre y exterminio.
Esteban encontró detrás de un cobertizo algunos cargadores que estaban llenando un vagón de mineral. -¿Queréis largaros de ahí con mil diablos? -les gritó-. ¡No saldrá de aquí ni un pedazo de carbón!
Obedeciendo sus órdenes, acudió a aquel sitio un centenar de huelguistas y los cargadores no tuvieron sino el tiempo indispensable para huir. Unos desengancharon los caballos, que, espantados y fustigados por la multitud, salieron desbocados por aquellos campos, en tanto que otros volcaban el vagón y lo hacían pedazos.
Levaque se había precipitado, hacha en mano, para romper la máquina de extracción. Luego, variando de idea, pensó en destruir la vía férrea, y muy pronto todos sus compañeros se entregaron a aquella tarea con verdadero ensañamiento. Maheu, que se había apoderado de una barra de hierro, de la cual se servía contra los rieles como si fuera una palanqueta, no fue de los que menos coadyuvaron a aquella obra de destrucción.
Entre tanto, la Quemada, a la cabeza de las mujeres, invadía el departamento de las luces, el suelo del cual se vio muy pronto lleno de linternas destrozadas y de pedazos de cristal. La mujer de Maheu, fuera de sí, se ensañaba con tanta violencia como la de Levaque. Todas estaban manchadas de aceite, y la Mouquette se limpiaba las manos en las faldas, riendo de verse tan sucia. Juan, por bromear, le había echado encima todo el aceite de una alcuza.
Pero aquellos actos vengativos no daban de comer, no aplacaban el hambre. Los estómagos gritaban cada vez más desconsolados, y entre aquel vocerío de aquelarre dominaba el grito angustioso de:
-¡Pan, pan, pan!
Precisamente allí, en La Victoria, había una cantina establecida por un antiguo capataz, el cual, asustado sin duda, habría huido, porque el tenducho estaba cerrado. Cuando las mujeres salieron de la lampistería y los hombres creyeron haber destrozado bastante la vía férrea, pusieron sitio a la barraca que servía de cantina, cuyas endebles puertas cedieron muy pronto. Pero no encontraron allí pan; no vieron más que dos trozos de carne cruda y un saco de patatas. Mientras unos se apoderaban de aquellas provisiones, otros registraban hasta el último rincón de la barraca, y tropezaron con unos cuarenta o cincuenta tarros de ginebra, que desaparecieron como agua sorbida por la arena.
Esteban, que había acabado con el contenido de su cantimplora, la volvió a llenar. Poco a poco fueron invadiendo sus facciones los síntomas de la embriaguez mala, la embriaguez de los hambrientos. De pronto advirtió que Chaval, aprovechando el barullo, había desaparecido. Gritó desaforadamente; algunos amigos suyos echaron a correr, y el fugitivo fue encontrado con Catalina detrás de un montón de madera que había allí cerca.
-¡Ah, miserable canalla, temes comprometerte! -gritó Esteban-. ¡Tú eres quien anoche en el bosque pedía la huelga hasta de los maquinistas, para que se inundaran las minas cuando se detuvieran las bombas y ahora salimos con que te escondes para no secundar nuestros planes! Pues bien, canalla; vamos a ir otra vez a Gastón-María, y quiero que por tu propia mano rompas la bomba. ¡Y la romperás! ¡Yo te lo aseguro!
Estaba ebrio, y él mismo lanzaba a las turbas contra aquella bomba que algunas horas antes salvara de la destrucción.
-¡A Gastón-María! ¡A Gastón-María!!
Una gran sacudida estremeció a aquella muchedumbre. Todos habían vuelto las espaldas, y corrían nuevamente por el camino de la derecha, como almas que lleva el diablo, y gritando con todas sus fuerzas:
-¡A La Magdalena! ¡A Crevecoeur! ¡Que no se trabaje más! ¡Pan, pan!
Pero hacia el centro de la masa se produjo un remolino. Decían que Chaval había intentado aprovechar aquel incidente para escaparse. Esteban acababa de cogerlo por un brazo, y le amenazaba con romperle el esternón si intentaba hacerles una mala partida. Y el otro, procurando desasirse, protestaba con rabia:
-¿A qué viene todo eso? ¿No hay ya libertad? Estoy helado con esta ropa, y tengo necesidad de lavarme y el traje de trabajo. ¡Dejadme!
Y, en efecto, iba tiritando, a pesar del copioso sudor que inundaba todo su cuerpo.
-Anda, o seremos nosotros los que te lavemos. ¿Por qué nos has engañado miserablemente?
La carrera continuaba veloz. Esteban acabó por volverse hacia Catalina, que seguía corriendo al lado de ellos. Le desesperaba verla cerca de sí, tiritando también y fatigada, envuelta en su andrajoso traje de hombre.
-¡Tú puedes marcharte! -le dijo al fin.
Catalina hizo como que no oía. Su mirada, al cruzarse con la de Esteban, había tenido cierta expresión de elocuente reproche. Pero no se detenía. ¿Por qué deseaba que abandonase a su querido? Chaval no era nada amable ciertamente; la maltrataba y la pegaba con frecuencia; pero, al fin y al cabo, era su primer amante, el que la había poseído antes que nadie; mejor dicho, el único que la había poseído, y se enfurecía al verle acometido por tres mil personas. Si no por cariño, por orgullo al menos quería defenderle.
-¡Vete! -repitió Maheu con violencia.
Aquella orden de su padre la detuvo un instante. Estaba temblorosa; las lágrimas arrasaban sus ojos; pero a pesar del miedo y del respeto, después de un momento de vacilación, siguió corriendo al lado de Chaval. Entonces la dejaron.
Los huelguistas recorrieron el camino de Joiselle, siguieron un momento el de Cron, y enseguida tomaron la dirección de Cougny. Por aquella parte se destacaban en el horizonte varias altas chimeneas de distintas fábricas, cobertizos con toldos, y talleres hechos de ladrillos a un lado y otro del camino. Pasaron junto a las casitas bajas de dos barrios obreros, el de los Ciento Ochenta primero, y luego el de los Setenta y Seis, y de cada uno de ellos, al oír los estridentes sonidos de la bocina y el salvaje clamor de la multitud, salieron familias enteras, hombres, mujeres, chiquillos, para agregarse a sus compañeros.
Cuando llegaron a la vista de La Magdalena, iban seguramente unas mil quinientas personas. La marea agitada de los huelguistas invadió la plataforma antes de penetrar en los edificios de la mina.
En aquel momento serían las dos de la tarde. Pero los capataces, al saber lo que pasaba habían apresurado la subida de los trabajadores; y al llegar los huelguistas no quedaban en el fondo más que una veintena de mineros, que estaban para subir ya en el ascensor. Todos ellos tuvieron que huir, perseguidos a pedradas por los manifestantes. Dos fueron heridos; otro dejó entre las uñas de la turba la ropa que llevaba, hecha jirones. Aquel ensañamiento contra los hombres salvó el material, y nadie tocó a los cables ni a las calderas. La ola de gente se alejaba, dirigiéndose a la mina más próxima.
Ésta, llamada Crevecoeur, distaría unos quinientos metros de La Magdalena. Allí también llegaron los huelguistas en el momento preciso de salir los trabajadores. Una muchacha fue cogida y azotada por las mujeres, que le desgarraron los pantalones y la blusa, exponiendo sus carnes a la vergüenza delante de los hombres, que reían como energúmenos. Los aprendices recibieron multitud de pescozones, y todos huyeron, llenos de cardenales y contusiones, y más de uno con la cara ensangrentada. Y en aquel acceso de febril ferocidad, que aumentaba por instantes, en medio de aquella largo tiempo contenida necesidad de venganza, cuya violencia hacía perder la cabeza a todos ellos, continuaban los gritos reclamando la muerte de los traidores, expresando el odio al trabajo mal retribuido y pidiendo pan desaforadamente. Empezaron a cortar los cables; pero la lima no mordía bien, y el procedimiento era muy lento, comparado con la impaciencia de todo el mundo, que ahora quería marchar hacia adelante sin detenerse un punto. En las calderas se rompió un grifo, en tanto que a fuerza de agua se apagaban los fuegos.
Entre los de afuera se hablaba de dirigirse a Santo Tomás. Esta mina era la mejor disciplinada, y en ella apenas se sentía la influencia de la huelga; lo menos setecientos hombres habían bajado a trabajar, y este hecho exasperaba a los huelguistas, que trataban de recibirlos a pedradas y silbidos. Pero corrieron rumores de que estaban en Santo Tomás los gendarmes aquellos de quienes se burlaban por la mañana. ¿Cómo se había sabido? Nadie podía decirlo, porque nadie lo había visto. Sin duda había llovido del cielo la noticia. Pero ello es que el miedo se apoderó de los huelguistas, y que se decidieron a encaminarse a Feutry-Cantel. Y de nuevo el vértigo se apoderó de ellos; todos se encontraron, sin saber cómo, en el camino haciendo sonar los zuecos sobre el pavimento, dándose empujones y prorrumpiendo en gritos violentos de: ¡A Feutry-Cantel! ¡A Feutry-Cantel! ¡Aún hay allí traidores, y les vamos a hacer saber lo que es bueno!
La mina en cuestión se hallaba a unos tres kilómetros de distancia, y medio oculta entre un pliegue del terreno en pleno valle del Scarpe. Ya se hallaban subiendo la cuesta que conduce en dura pendiente a Platieres, por el otro lado del camino de Beauguies, cuando una voz, no se sabe de quien, expresó la idea de que acaso los gendarmes se encontrarían en Feutry-Cantel. No fue necesario más para que de un extremo a otro de la columna de amotinados se diera como cosa segura aquella sospecha. Una vacilación general detuvo por un momento la marcha de la muchedumbre; el pánico se manifestaba en todos, y aún cuando algunos lo disimulaban, la inmensa mayoría de los revoltosos no se tomaba siquiera aquel trabajo. ¿Cómo no habían tropezado aún con un solo soldado? Su misma impunidad, bien pensado, era verdaderamente extraordinaria, los turbaba y les hacía pensar en la represión de sus excesos, que no podía tardar en llegar.
Sin que nadie supiera de dónde había salido, se oyó una orden nueva, en virtud de la cual las turbas se dirigieron a otra mina.
-¡A La Victoria! ¡A La Victoria!
¿No habría dragones ni gendarmes en La Victoria? Todos lo ignoraban, y, sin embargo, todos parecían tranquilos y satisfechos. Y dando doble derecha, como se dice en lenguaje militar, tomaron la dirección de Beaumont, y a campo traviesa se encaminaron a la carretera de Joiselle.
La vía férrea les cercaba el paso por lo cual la atravesaron derribando las barreras y las verjas, que quedaron destrozadas. Ya se iban acercando a Montsou; las ligeras ondulaciones del terrero desaparecían, ensanchándose los sembrados de remolachas, y allá a lo lejos se distinguían las ennegrecidas casas de Marchiennes.
Tenían que andar aún cinco kilómetros largos; pero tal era el entusiasmo de aquella muchedumbre tumultuaria, que nadie experimentaba cansancio, ni se acordaba de las vejigas y rasguños que se les hacían en los pies. La manifestación, engrosada a cada momento por nuevos obreros que habían salido tarde de sus casas, era ya muy numerosa. Cuando hubieron cruzado el canal por el puente Magache, y se presentaron a las puertas de La Victoria, los manifestantes eran más de dos mil.
Pero habían dado las tres, y los obreros, que salían de allí algo más temprano, pudieron escaparse a las iras de sus compañeros, los cuales no encontraron a nadie. El chasco se tradujo en vanas amenazas y en algunos ladrillazos dirigidos contra los obreros de por la tarde, que se encaminaban a su trabajo. En cinco minutos, la mina desierta quedó en poder de la partida que capitaneaba Esteban, y, para desahogar su furia, que no podía emplearse contra ningún traidor, la emprendieron con las cosas.
Cierto rescoldo de venganza se avivaba en ellos; el deseo largo tiempo contenido de tomar su desquite contra el capital; tantos y tantos años de hambre y de sufrimiento, les inspiraban deseos de sangre y exterminio.
Esteban encontró detrás de un cobertizo algunos cargadores que estaban llenando un vagón de mineral. -¿Queréis largaros de ahí con mil diablos? -les gritó-. ¡No saldrá de aquí ni un pedazo de carbón!
Obedeciendo sus órdenes, acudió a aquel sitio un centenar de huelguistas y los cargadores no tuvieron sino el tiempo indispensable para huir. Unos desengancharon los caballos, que, espantados y fustigados por la multitud, salieron desbocados por aquellos campos, en tanto que otros volcaban el vagón y lo hacían pedazos.
Levaque se había precipitado, hacha en mano, para romper la máquina de extracción. Luego, variando de idea, pensó en destruir la vía férrea, y muy pronto todos sus compañeros se entregaron a aquella tarea con verdadero ensañamiento. Maheu, que se había apoderado de una barra de hierro, de la cual se servía contra los rieles como si fuera una palanqueta, no fue de los que menos coadyuvaron a aquella obra de destrucción.
Entre tanto, la Quemada, a la cabeza de las mujeres, invadía el departamento de las luces, el suelo del cual se vio muy pronto lleno de linternas destrozadas y de pedazos de cristal. La mujer de Maheu, fuera de sí, se ensañaba con tanta violencia como la de Levaque. Todas estaban manchadas de aceite, y la Mouquette se limpiaba las manos en las faldas, riendo de verse tan sucia. Juan, por bromear, le había echado encima todo el aceite de una alcuza.
Pero aquellos actos vengativos no daban de comer, no aplacaban el hambre. Los estómagos gritaban cada vez más desconsolados, y entre aquel vocerío de aquelarre dominaba el grito angustioso de:
-¡Pan, pan, pan!
Precisamente allí, en La Victoria, había una cantina establecida por un antiguo capataz, el cual, asustado sin duda, habría huido, porque el tenducho estaba cerrado. Cuando las mujeres salieron de la lampistería y los hombres creyeron haber destrozado bastante la vía férrea, pusieron sitio a la barraca que servía de cantina, cuyas endebles puertas cedieron muy pronto. Pero no encontraron allí pan; no vieron más que dos trozos de carne cruda y un saco de patatas. Mientras unos se apoderaban de aquellas provisiones, otros registraban hasta el último rincón de la barraca, y tropezaron con unos cuarenta o cincuenta tarros de ginebra, que desaparecieron como agua sorbida por la arena.
Esteban, que había acabado con el contenido de su cantimplora, la volvió a llenar. Poco a poco fueron invadiendo sus facciones los síntomas de la embriaguez mala, la embriaguez de los hambrientos. De pronto advirtió que Chaval, aprovechando el barullo, había desaparecido. Gritó desaforadamente; algunos amigos suyos echaron a correr, y el fugitivo fue encontrado con Catalina detrás de un montón de madera que había allí cerca.
-¡Ah, miserable canalla, temes comprometerte! -gritó Esteban-. ¡Tú eres quien anoche en el bosque pedía la huelga hasta de los maquinistas, para que se inundaran las minas cuando se detuvieran las bombas y ahora salimos con que te escondes para no secundar nuestros planes! Pues bien, canalla; vamos a ir otra vez a Gastón-María, y quiero que por tu propia mano rompas la bomba. ¡Y la romperás! ¡Yo te lo aseguro!
Estaba ebrio, y él mismo lanzaba a las turbas contra aquella bomba que algunas horas antes salvara de la destrucción.
-¡A Gastón-María! ¡A Gastón-María!!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Todos, aclamándole frenéticamente, se precipitaron a obedecerle; mientras Chaval, cogido por los hombros, arrastrado, empujado con violencia, seguía pidiendo que le permitieran lavarse.
-¡Vete de aquí! -gritó Maheu a Catalina, que también había echado a correr junto a su amante.
Pero esta vez ni se detuvo siquiera: lanzó a su padre una mirada ardiente de reconvención, y siguió corriendo.
La partida de huelguistas se halló de nuevo en plena llanura. Desandaba lo andado aquella mañana. Eran ya las cuatro de la tarde, y el sol, que iba desapareciendo por el horizonte, alargaba las sombras de aquella horda de furiosos, dibujándolas en el endurecido suelo de la carretera. Dieron la vuelta al pueblo de Montsou, y aparecieron al otro lado del camino de Joiselle, pasando por delante de las tapias de la Piolaine. Precisamente acababan de salir de su casa los señores de Grégoire para hacer una visita al notario, antes de ir a comer en casa de los Hennebeau, donde debían reunirse con su hija Cecilia. La mansión de los Grégoire parecía completamente dormida. No se notaba en ella ni el más ligero movimiento: las ventanas estaban cerradas y de aquel silencio tranquilo se desprendía una impresión de bienestar: la sensación patriarcal de una buena cama, de una buena mesa, de una felicidad tranquila, en medio de las cuales se desenvolvía la vida de sus propietarios.
Los huelguistas, sin detenerse, dirigieron sombrías miradas al edificio, y empezaron a gritar de nuevo: -¡Pan, pan, pan!
Solamente los perros contestaron con sus feroces ladridos; detrás de una persiana se veía a la cocinera Melania y a la doncella Honorina, atraídas por aquel clamor, pálidas y sudorosas de miedo, al ver desfilar a aquellos salvajes. Una y otra se hincaron de rodillas y se creyeron muertas al oír el ruido de una piedra, una sola, que acababa de romper un cristal de la ventana contigua. Era una broma de Juan, que, habiendo hecho una honda con un pedazo de cuerda, quiso saludar al paso a los señores Grégoire. Enseguida empezó de nuevo a hacer ruido con su bocina mientras los huelguistas se alejaban rápidamente y sin dejar de gritar:
-¡Pan, pan, pan!
Llegaron a Gastón-Maria; iban más de dos mil quinientos, locos furiosos, que lo arrollaban todo a su paso con la terrible impetuosidad de un torrente desbordado. Los gendarmes habían pasado por allí una hora antes, y habían seguido su camino en dirección a Santo Tomás, con arreglo a las falsas noticias de los campesinos, sin tomar siquiera la precaución de dejar allí unos cuantos soldados para guardar la mina. En menos de un cuarto de hora los fuegos quedaron apagados, las calderas rotas, los departamentos todos saqueados sin piedad. Pero a lo que principalmente se amenazaba era a la bomba. No les bastaba que se detuviera al extinguirse el vapor, sino que se ensañaban contra ella como si fuese una persona viva a quien quisieran asesinar.
-¡Tú darás el primer golpe! -repetía Esteban, poniendo en manos de Chaval un martillo-. ¡Vamos! Para eso juraste con nosotros.
Chaval, temblando, retrocedía; y en la barahúnda que se produjo, se le cayó el martillo de las manos, mientras los demás, furiosos, sin esperar y sin contenerse, rompían la bomba a ladrillazos y a palos, con las barras de hierro, y con todo lo que encontraban a mano. Las piezas de acero y de cobre se dislocaban como miembros de un mismo cuerpo herido sin piedad, hasta que el agua se escapó de la caldera, y entonces los huelguistas salieron tumultuosamente de allí, atropellando a Esteban, que no soltaba a Chaval, y gritando como energúmenos.
-¡Muera el traidor! ¡Al pozo con él! ¡Al pozo!
El miserable, lívido de espanto, tartamudeaba explicaciones y súplicas, volviendo a cada instante, con la obstinación de la estupidez, a su tema de la necesidad de lavarse y cambiar de traje.
-¡Espera un momento! -gritó la mujer de Levaque-. Si tanto lo necesitas, aquí tienes barreño.
Había, en efecto, allí al lado, un charco procedente de las aguas de una filtración, cubierto de espesa capa de hielo. Las turbas rompieron ésta, y obligaron a Chaval a meter la cabeza en aquel agua helada.
-¡Mete la cabeza! -repetía la Quemada-. ¡Maldita sea! ¡Si no la metes, te zambullimos! ¡Y ahora vas a beber ahí como los animales!
Tuvo que beber a cuatro patas. Todos se reían de un modo cruel. Una mujer le tiró de las orejas; otra le arrojó a la cara un puñado de estiércol, el traje que llevaba estaba hecho jirones, y el infeliz luchaba en vano por escapar de las garras de aquellos furiosos que lo iban a matar.
Maheu le había dado muchos empujones, y su mujer era de las que más se ensañaban contra él, desahogando así uno y otra el rencor que tenían: hasta la Mouquette, que de ordinario era buena, sobre todo con los que habían sido amantes suyos, se complacía en martirizarle, diciendo que no servía para nada, y amenazándole con desnudarlo con objeto de ver si todavía era hombre. Pero Esteban la obligó a callar.
-¡Basta! -dijo-. No hay necesidad de que todos le atormenten. Éste es un asunto que vamos a liquidar entre los dos.
Sus puños se cerraban con rabia, sus ojos se animaban con el furor del homicida, pues la embriaguez en él degeneraba siempre en la necesidad de matar a alguien.
-¿Qué, estás ya dispuesto? Uno de los dos debe morir. Dadle un cuchillo. Yo tengo el mío.
Catalina, sin fuerza ya, horrorizada, le miraba, recordando las confidencias que le hiciera en cierta ocasión a propósito de sus disposiciones de ánimo en cuanto bebía una copa de más. De pronto se abalanzó hacia él, y abofeteándole con ambas manos, le gritó indignada.
-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿Ésas son tus valentías? ¿Quieres matarle ahora que ya no puede ni tenerse en pie?
Y volviéndose a su padre y a su madre, y a todos los demás:
-¡Sois unos cobardes! -exclamó-. Matadme a mí también. Si volvéis a tocarle, os escupo a la cara y os salto los ojos. ¡Cobardes!
Y colocándose delante de su querido lo defendía con su cuerpo, olvidando los golpes y los malos tratamientos, olvidando toda la vida de miseria que sufría, sin pensar más que en que le pertenecía, puesto que se había ido con él, y que, por lo tanto, sería vergonzoso permitir que le asesinasen.
Esteban se había puesto pálido al verse abofeteado por la muchacha. Primero, estuvo a punto de estrangularla. Luego, se pasó la mano por la frente; y como si de pronto hubiese rechazado la embriaguez que sufría, dijo a Chaval, en medio del profundo silencio que se produjo:
-Tiene razón; basta ya de ensañamiento. ¡Lárgate de aquí!
Sin aguardar a que se lo repitieran, Chaval emprendió la huida, y Catalina echó a correr detrás de él. La muchedumbre, conmovida, los vio desaparecer por un recodo del camino. Solamente la mujer de Maheu murmuraba:
-Habéis hecho mal en soltarlo, porque por supuesto cometerá alguna traición.
Pero los huelguistas habían emprendido de nuevo la marcha. Iban a dar las cinco; el sol, de un rojo de fuego, incendiaba toda la llanura; un buhonero que pasaba en aquel instante les dijo que los dragones bajaban por el camino de Crevecoeur.
Entonces se replegaron alrededor de Esteban, el cual hizo circular la orden de encaminarse a Montsou.
-¡A Montsou! -dijeron todos-. ¡A casa del director! ¡Pan, pan, pan!
-¡Vete de aquí! -gritó Maheu a Catalina, que también había echado a correr junto a su amante.
Pero esta vez ni se detuvo siquiera: lanzó a su padre una mirada ardiente de reconvención, y siguió corriendo.
La partida de huelguistas se halló de nuevo en plena llanura. Desandaba lo andado aquella mañana. Eran ya las cuatro de la tarde, y el sol, que iba desapareciendo por el horizonte, alargaba las sombras de aquella horda de furiosos, dibujándolas en el endurecido suelo de la carretera. Dieron la vuelta al pueblo de Montsou, y aparecieron al otro lado del camino de Joiselle, pasando por delante de las tapias de la Piolaine. Precisamente acababan de salir de su casa los señores de Grégoire para hacer una visita al notario, antes de ir a comer en casa de los Hennebeau, donde debían reunirse con su hija Cecilia. La mansión de los Grégoire parecía completamente dormida. No se notaba en ella ni el más ligero movimiento: las ventanas estaban cerradas y de aquel silencio tranquilo se desprendía una impresión de bienestar: la sensación patriarcal de una buena cama, de una buena mesa, de una felicidad tranquila, en medio de las cuales se desenvolvía la vida de sus propietarios.
Los huelguistas, sin detenerse, dirigieron sombrías miradas al edificio, y empezaron a gritar de nuevo: -¡Pan, pan, pan!
Solamente los perros contestaron con sus feroces ladridos; detrás de una persiana se veía a la cocinera Melania y a la doncella Honorina, atraídas por aquel clamor, pálidas y sudorosas de miedo, al ver desfilar a aquellos salvajes. Una y otra se hincaron de rodillas y se creyeron muertas al oír el ruido de una piedra, una sola, que acababa de romper un cristal de la ventana contigua. Era una broma de Juan, que, habiendo hecho una honda con un pedazo de cuerda, quiso saludar al paso a los señores Grégoire. Enseguida empezó de nuevo a hacer ruido con su bocina mientras los huelguistas se alejaban rápidamente y sin dejar de gritar:
-¡Pan, pan, pan!
Llegaron a Gastón-Maria; iban más de dos mil quinientos, locos furiosos, que lo arrollaban todo a su paso con la terrible impetuosidad de un torrente desbordado. Los gendarmes habían pasado por allí una hora antes, y habían seguido su camino en dirección a Santo Tomás, con arreglo a las falsas noticias de los campesinos, sin tomar siquiera la precaución de dejar allí unos cuantos soldados para guardar la mina. En menos de un cuarto de hora los fuegos quedaron apagados, las calderas rotas, los departamentos todos saqueados sin piedad. Pero a lo que principalmente se amenazaba era a la bomba. No les bastaba que se detuviera al extinguirse el vapor, sino que se ensañaban contra ella como si fuese una persona viva a quien quisieran asesinar.
-¡Tú darás el primer golpe! -repetía Esteban, poniendo en manos de Chaval un martillo-. ¡Vamos! Para eso juraste con nosotros.
Chaval, temblando, retrocedía; y en la barahúnda que se produjo, se le cayó el martillo de las manos, mientras los demás, furiosos, sin esperar y sin contenerse, rompían la bomba a ladrillazos y a palos, con las barras de hierro, y con todo lo que encontraban a mano. Las piezas de acero y de cobre se dislocaban como miembros de un mismo cuerpo herido sin piedad, hasta que el agua se escapó de la caldera, y entonces los huelguistas salieron tumultuosamente de allí, atropellando a Esteban, que no soltaba a Chaval, y gritando como energúmenos.
-¡Muera el traidor! ¡Al pozo con él! ¡Al pozo!
El miserable, lívido de espanto, tartamudeaba explicaciones y súplicas, volviendo a cada instante, con la obstinación de la estupidez, a su tema de la necesidad de lavarse y cambiar de traje.
-¡Espera un momento! -gritó la mujer de Levaque-. Si tanto lo necesitas, aquí tienes barreño.
Había, en efecto, allí al lado, un charco procedente de las aguas de una filtración, cubierto de espesa capa de hielo. Las turbas rompieron ésta, y obligaron a Chaval a meter la cabeza en aquel agua helada.
-¡Mete la cabeza! -repetía la Quemada-. ¡Maldita sea! ¡Si no la metes, te zambullimos! ¡Y ahora vas a beber ahí como los animales!
Tuvo que beber a cuatro patas. Todos se reían de un modo cruel. Una mujer le tiró de las orejas; otra le arrojó a la cara un puñado de estiércol, el traje que llevaba estaba hecho jirones, y el infeliz luchaba en vano por escapar de las garras de aquellos furiosos que lo iban a matar.
Maheu le había dado muchos empujones, y su mujer era de las que más se ensañaban contra él, desahogando así uno y otra el rencor que tenían: hasta la Mouquette, que de ordinario era buena, sobre todo con los que habían sido amantes suyos, se complacía en martirizarle, diciendo que no servía para nada, y amenazándole con desnudarlo con objeto de ver si todavía era hombre. Pero Esteban la obligó a callar.
-¡Basta! -dijo-. No hay necesidad de que todos le atormenten. Éste es un asunto que vamos a liquidar entre los dos.
Sus puños se cerraban con rabia, sus ojos se animaban con el furor del homicida, pues la embriaguez en él degeneraba siempre en la necesidad de matar a alguien.
-¿Qué, estás ya dispuesto? Uno de los dos debe morir. Dadle un cuchillo. Yo tengo el mío.
Catalina, sin fuerza ya, horrorizada, le miraba, recordando las confidencias que le hiciera en cierta ocasión a propósito de sus disposiciones de ánimo en cuanto bebía una copa de más. De pronto se abalanzó hacia él, y abofeteándole con ambas manos, le gritó indignada.
-¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¿Ésas son tus valentías? ¿Quieres matarle ahora que ya no puede ni tenerse en pie?
Y volviéndose a su padre y a su madre, y a todos los demás:
-¡Sois unos cobardes! -exclamó-. Matadme a mí también. Si volvéis a tocarle, os escupo a la cara y os salto los ojos. ¡Cobardes!
Y colocándose delante de su querido lo defendía con su cuerpo, olvidando los golpes y los malos tratamientos, olvidando toda la vida de miseria que sufría, sin pensar más que en que le pertenecía, puesto que se había ido con él, y que, por lo tanto, sería vergonzoso permitir que le asesinasen.
Esteban se había puesto pálido al verse abofeteado por la muchacha. Primero, estuvo a punto de estrangularla. Luego, se pasó la mano por la frente; y como si de pronto hubiese rechazado la embriaguez que sufría, dijo a Chaval, en medio del profundo silencio que se produjo:
-Tiene razón; basta ya de ensañamiento. ¡Lárgate de aquí!
Sin aguardar a que se lo repitieran, Chaval emprendió la huida, y Catalina echó a correr detrás de él. La muchedumbre, conmovida, los vio desaparecer por un recodo del camino. Solamente la mujer de Maheu murmuraba:
-Habéis hecho mal en soltarlo, porque por supuesto cometerá alguna traición.
Pero los huelguistas habían emprendido de nuevo la marcha. Iban a dar las cinco; el sol, de un rojo de fuego, incendiaba toda la llanura; un buhonero que pasaba en aquel instante les dijo que los dragones bajaban por el camino de Crevecoeur.
Entonces se replegaron alrededor de Esteban, el cual hizo circular la orden de encaminarse a Montsou.
-¡A Montsou! -dijeron todos-. ¡A casa del director! ¡Pan, pan, pan!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo V
El señor Hennebeau se había asomado a la ventana de su despacho para ver salir el carruaje que llevaba a su mujer a Marchiennes, pasando antes por casa de Grégoire y de Deneulin, donde debía recoger a Cecilia, Lucía y la hermana de ésta. Con la vista siguió un momento a Négrel, cuyo caballo trotaba a la portezuela del coche, y luego fue tranquilamente a sentarse a su mesa de despacho. Cuando su mujer y su sobrino se ausentaban, la casa parecía desierta. Precisamente aquel día el cochero guiaba el carruaje de la señora; Rosa, la doncella, tenía permiso para salir hasta las cinco de la tarde, y no quedaban en la casa más que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba limpiando perezosamente las habitaciones, y la cocinera, a vueltas, desde el amanecer, con sus guisados y con sus cacerolas, y entregada a los preparativos de la comida que daban aquella tarde los señores a sus amigos. Así, que el señor Hennebeau se prometía trabajar mucho, y aprovechar el tiempo, en medio de aquel silencio y aquella tranquilidad.
A eso de las nueve, aun cuando le habían dado orden de no recibir a nadie, Hipólito se permitió anunciar a Dansaert, quien debía de tener noticias graves que comunicarle al director. Entonces supo éste la reunión celebrada la víspera en el bosque de Vandame; y los pormenores eran tales, que escuchaba al capataz con una ligera sonrisa pensando en los amores de éste con la mujer de Pierron, tan públicos, que dos o tres anónimos por semana llegaban a sus manos, denunciándole los excesos del capataz mayor; evidentemente el marido había hablado, y aquella policía olía a policía de alcoba. Aprovechó la ocasión para indicarle que lo sabía todo, y que se contentaba con recomendarle la mayor prudencia, a fin de evitar un escándalo que le obligase a tomar alguna determinación desagradable. Dansaert, asustado al verse descubierto, seguía dando noticias y negando torpemente, mientras su descomunal nariz confesaba el crimen poniéndose muy colorada. Por lo demás, no insistió mucho en sus negativas, satisfecho de salir del paso a tan poca costa, porque, de ordinario, el director se mostraba de una severidad implacable cuando algún empleado se permitía el lujo de galantear a alguna mujer guapa de la familia de un minero. Continuó la conversación acerca de la huelga y ambos interlocutores convinieron en que la reunión de la víspera no pasaba de ser una nueva fanfarronada sin serias consecuencias. De todos modos, creía que los barrios de obreros no se mezclarían en la cuestión, aquel día por lo menos, a causa de la impresión que en ellos habría producido el paseo militar de por la mañana.
No obstante, cuando el señor Hennebeau se vio nuevamente solo, estuvo a punto de poner un telegrama al gobernador, mas el temor de dar inútilmente aquella prueba de inquietud le contuvo. Ya no se perdonaba su falta de previsión, diciendo en todas partes y escribiendo a los señores de la Compañía que la huelga no podía durar arriba de un par de semanas. Con gran sorpresa suya duraba ya más de dos meses, lo cual le desesperaba, porque se veía cada vez más comprometido, cada vez más en peligro de perder la confianza de sus superiores, cada vez más en la necesidad de dar un golpe de efecto. Había pedido instrucciones a sus jefes para el caso de un alboroto en regla y esperaba la respuesta en el correo de aquel día. Pensaba que cuando llegase éste sería tiempo de expedir telegramas para que las minas fuesen ocupadas militarmente, si tal era la opinión de aquellos caballeros. Según él, semejante medida produciría, sin duda, una colisión sangrienta, la responsabilidad de la cual le abrumaba de tal modo que le hacía perder su habitual energía.
Hasta las once trabajó tranquilamente, sin que en la casa, desierta y silenciosa, se oyese más ruido que el de la escoba de Hipólito, que allá, en el otro extremo de la casa, debía estar limpiando alguna habitación. Luego recibió dos despachos: el primero anunciándole que los huelguistas de Montsou habían invadido Juan-Bart; y el segundo, dándole cuenta de los destrozos ocasionados por ellos en aquella mina. ¿Por qué habrían ido a la
Quinta parte: Capítulo V
El señor Hennebeau se había asomado a la ventana de su despacho para ver salir el carruaje que llevaba a su mujer a Marchiennes, pasando antes por casa de Grégoire y de Deneulin, donde debía recoger a Cecilia, Lucía y la hermana de ésta. Con la vista siguió un momento a Négrel, cuyo caballo trotaba a la portezuela del coche, y luego fue tranquilamente a sentarse a su mesa de despacho. Cuando su mujer y su sobrino se ausentaban, la casa parecía desierta. Precisamente aquel día el cochero guiaba el carruaje de la señora; Rosa, la doncella, tenía permiso para salir hasta las cinco de la tarde, y no quedaban en la casa más que Hipólito, el ayuda de cámara, que estaba limpiando perezosamente las habitaciones, y la cocinera, a vueltas, desde el amanecer, con sus guisados y con sus cacerolas, y entregada a los preparativos de la comida que daban aquella tarde los señores a sus amigos. Así, que el señor Hennebeau se prometía trabajar mucho, y aprovechar el tiempo, en medio de aquel silencio y aquella tranquilidad.
A eso de las nueve, aun cuando le habían dado orden de no recibir a nadie, Hipólito se permitió anunciar a Dansaert, quien debía de tener noticias graves que comunicarle al director. Entonces supo éste la reunión celebrada la víspera en el bosque de Vandame; y los pormenores eran tales, que escuchaba al capataz con una ligera sonrisa pensando en los amores de éste con la mujer de Pierron, tan públicos, que dos o tres anónimos por semana llegaban a sus manos, denunciándole los excesos del capataz mayor; evidentemente el marido había hablado, y aquella policía olía a policía de alcoba. Aprovechó la ocasión para indicarle que lo sabía todo, y que se contentaba con recomendarle la mayor prudencia, a fin de evitar un escándalo que le obligase a tomar alguna determinación desagradable. Dansaert, asustado al verse descubierto, seguía dando noticias y negando torpemente, mientras su descomunal nariz confesaba el crimen poniéndose muy colorada. Por lo demás, no insistió mucho en sus negativas, satisfecho de salir del paso a tan poca costa, porque, de ordinario, el director se mostraba de una severidad implacable cuando algún empleado se permitía el lujo de galantear a alguna mujer guapa de la familia de un minero. Continuó la conversación acerca de la huelga y ambos interlocutores convinieron en que la reunión de la víspera no pasaba de ser una nueva fanfarronada sin serias consecuencias. De todos modos, creía que los barrios de obreros no se mezclarían en la cuestión, aquel día por lo menos, a causa de la impresión que en ellos habría producido el paseo militar de por la mañana.
No obstante, cuando el señor Hennebeau se vio nuevamente solo, estuvo a punto de poner un telegrama al gobernador, mas el temor de dar inútilmente aquella prueba de inquietud le contuvo. Ya no se perdonaba su falta de previsión, diciendo en todas partes y escribiendo a los señores de la Compañía que la huelga no podía durar arriba de un par de semanas. Con gran sorpresa suya duraba ya más de dos meses, lo cual le desesperaba, porque se veía cada vez más comprometido, cada vez más en peligro de perder la confianza de sus superiores, cada vez más en la necesidad de dar un golpe de efecto. Había pedido instrucciones a sus jefes para el caso de un alboroto en regla y esperaba la respuesta en el correo de aquel día. Pensaba que cuando llegase éste sería tiempo de expedir telegramas para que las minas fuesen ocupadas militarmente, si tal era la opinión de aquellos caballeros. Según él, semejante medida produciría, sin duda, una colisión sangrienta, la responsabilidad de la cual le abrumaba de tal modo que le hacía perder su habitual energía.
Hasta las once trabajó tranquilamente, sin que en la casa, desierta y silenciosa, se oyese más ruido que el de la escoba de Hipólito, que allá, en el otro extremo de la casa, debía estar limpiando alguna habitación. Luego recibió dos despachos: el primero anunciándole que los huelguistas de Montsou habían invadido Juan-Bart; y el segundo, dándole cuenta de los destrozos ocasionados por ellos en aquella mina. ¿Por qué habrían ido a la
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
de Deneulin, en vez de pagarla con una cualquiera de la Compañía? Pero, en fin, después de todo, tal noticia no era para disgustarle, pues contribuiría a que se realizasen los planes que de antiguo tenía la Sociedad de Montsou acerca de las minas de Vandame.
Y a las doce almorzó, solo en el magnífico comedor, servido en silencio por su criado, a quien no oía siquiera andar porque estaba en zapatillas. La soledad aumentaba las preocupaciones, que, sin saber por qué, le atormentaban aquella mañana, cuando un capataz que llegaba sin aliento, entró a darle parte de que los huelguistas se dirigían a Mirou. Casi enseguida, hallándose tomando café, un telegrama le anunció que estaban amenazadas también La Magdalena y Crevecoeur. Entonces su perplejidad fue extraordinaria. El correo no llegaba hasta las dos; ¿debería pedir el auxilio de las tropas sin aguardar la respuesta del Consejo de Administración? ¿No sería mejor tener un poco de paciencia, y obrar de acuerdo con las instrucciones que recibiese? Volvió a su despacho, y quiso leer una comunicación que por encargo suyo debía haber dirigido Négrel el día antes al Gobernador. Pero no pudo encontrarla, y suponiendo que acaso el joven la había dejado en su cuarto, donde algunas noches trabajaba antes de acostarse, subió a la habitación de su sobrino, con ánimo de buscar aquel papel.
Al entrar en ella, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: el cuarto no estaba arreglado todavía, sin duda por olvido o por pereza de Hipólito que, a causa de la salida de la criada, tenía la obligación aquel día de limpiar toda la casa. Reinaba en la habitación ese colorcito de toda una noche durante la cual no había sido apagada la estufa, y se notaba un olor de perfume fortísimo, que supuso salía de la cubeta de las aguas de lavarse, que estaba todavía allí. La habitación se hallaba en el mayor desorden: ropa por todas partes, toallas húmedas echadas en los respaldos de las sillas, la cama deshecha, y una sábana caída, arrastrando por la alfombra. En el primer momento no tuvo para todo aquello más que una mirada indiferente y distraída; y dirigiéndose a una mesita que había delante del balcón, y que estaba llena de papeles, empezó a buscar el borrador que necesitaba. Por dos veces miró uno a uno todos los papeles: decididamente no estaba allí. ¿Dónde diablos lo había metido aquel cabeza de chorlito?
Y cuando el señor Hennebeau buscaba con la vista en cada uno de los muebles, vio en la deshecha cama un objeto extraño que brillaba y que le llamó la atención. Maquinalmente se aproximó a él, y extendió la mano. Era un frasquito de oro, que se hallaba entre dos pliegues de la arrugada sábana. Enseguida advirtió que era el frasquito de éter de la señora de Hennebeau, quien jamás se separaba de él. Pero aún no comprendía d qué modo aquel objeto podía haber ido a parar a la cama de Pablo. D-, pronto se puso pálido como un muerto: adivinó que su mujer había dormido allí.
-Usted perdone -,murmuró la voz de Hipólito, que se asomaba a la puerta-; he visto subir al señor.
El criado entró, y quedó consternado al ver el desorden que reinaba en el cuarto.
-¡Dios mío, es verdad que no había arreglado aún la habitación del señorito Pablo! ¡Es claro!, ¡como Rosa se ha ido, dejándolo todo a cargo mío!...
El señor de Hennebeau, que había escondido el frasquito en una mano, lo estrujaba Curiosamente.
-¿Qué quieres?
-Señor, otro hombre que desea verle... Viene de Crevecoeur, y trae una carta.
-Bueno; déjame. Dile que espere.
¡Su mujer había dormido allí! Después de correr el cerrojo por dentro, abrió la mano, y contempló el frasquito, que había dejado impresa su huella en la carne. De pronto lo comprendió todo, se lo explicó todo; tal infamia venía ocurriendo hacía meses en su casa. Recordó su antigua sospecha, el crujir de puertas y el ruido de pasos por la mullida alfombra. Sí, ¡eran los de su mujer, que subía a dormir allí!
Caído sobre una silla cerca de la cama, que contemplaba con expresión de idiota, permaneció mucho rato como anonadado. Un ruido le sacó de su ensimismamiento: llamaban a la puerta. Era Hipólito otra vez.
-¡Señor!... ¡Ah!, el señor ha cerrado... -¿Qué hay?
-Parece que la cosa urge, y que los obreros lo destrozan todo. Abajo hay otros dos hombres esperando. También han llegado varios telegramas.
-¡Id al diablo!... ¡Ahora bajaré!
La idea de que Hipólito hubiese encontrado el frasquito de éter en aquel sitio, si hubiese hecho la cama por la mañana, le llenaba de espanto. Es verdad que aquel criado debía de saberlo todo; que veinte veces había encontrado aquella cama caliente todavía del adulterio: que habría visto cabellos de su mujer esparcidos por la almohada, y huellas abominables manchando las sábanas. Indudablemente insistía tanto en subir ahora por pura mala intención. Quizás alguna vez habría estado allí mirando por el agujero de la cerradura y complaciéndose al pensar en la deshonra de su amo.
El señor Hennebeau quedó inmóvil nuevamente. Se había vuelto a dejar caer sobre la silla, y no apartaba su mirada de aquella maldita cama. Todo su largo pasado de desventuras acudió a su mente; su matrimonio con aquella muchacha, su inmediata separación moral y material, los amantes que ella había tenido sin que él lo sospechase, el otro que le había tolerado durante diez años, como se tolera a una enferma un gusto inmundo. Luego recordaba su llegada a Montsou, su esperanza loca de verla, curada, los meses de languidez y aburrimiento en aquel destierro, y, por fin, la proximidad de la vejez que se la iba a devolver. Luego llegaba su sobrino, aquel Pablo de quien ella se convertía en madre cariñosa, al cual hablaba de su corazón muerto y enterrado en cenizas para siempre. Y él, marido imbécil, no preveía nada, adoraba a aquella mujer que era la suya, que otros hombres habían poseído, que solamente él no podía tocar, la adoraba con vergonzosa pasión, hasta el punto de caer de rodillas a sus pies, sólo porque le diese las sobras de los demás. ¡Y esas sobras se las daba ahora a su sobrino!
En aquel momento un campanillazo que sonó a lo lejos hizo estremecer al señor Hennebeau. Lo conoció enseguida: era la señal que según sus órdenes hacían siempre a la llegada del cartero. Se levantó, habló en voz alta, dejando escapar insultos groseros que a su pesar salían a borbotones por entre los apretados labios.
-¡Ah! ¡Qué me importan, qué me importan esos telegramas y esas cartas! -murmuró.
Un furor sordo le invadía, la necesidad de una cloaca donde hundir a talonazos tanta suciedad. Aquella mujer era una infame canalla, y buscaba palabrotas que dirigirle como para insultarla de un modo mortal. El recuerdo brusco de la boda que entre Pablo y Cecilia Grégoire perseguía ella con la sonrisa en los labios, acabó de exasperarle. De modo que en el fondo de aquella terrible sensualidad no había ni la excusa de la pasión, ni celos siquiera. No se trataba evidentemente más que de la necesidad de un hombre, de un recreo buscado como se busca un postre al que uno se acostumbra. Y Hennebeau la acusaba de todo, casi disculpaba al sobrino, en el cual había mordido ella, en aquel despertar de su apetito desenfrenado, como se muerde en una fruta verde robada en un camino. ¿A quién se comería, a dónde iría a parar cuando no encontrase sobrinos complacientes, lo bastante prácticos para aceptar de su familia mesa, cama y mujer?
Volvieron a llamar tímidamente a la puerta, y la voz de Hipólito se permitió decir por el agujero de la cerradura:
-Señor, el correo... Y también ha vuelto el señor Dansaert, quien asegura que andan matando gente por ahí.
-¡Ya voy, por Dios!
¿Qué haría? Echarlos a la calle cuando volviesen de Marchiennes, como se echa a dos bichos asquerosos que no quiere uno tener en su casa. Sí, decididamente los insultaría, prohibiéndoles penetrar más en la casa. El aire de aquel cuarto estaba emponzoñado por sus suspiros, por sus alientos confundidos; el olor sofocante que advirtiera al entrar, era el olor que exhalaba el cuerpo de su mujer, aficionada a los perfumes fuertes, que eran en ella otra necesidad carnal: y notaba el calor, el olor del adulterio vivo, que se delataba en todas partes, en las aguas del lavabo, en el desorden de la cama, en los muebles, en la habitación entera apestada de vicio. El furor de la impotencia le lanzó contra la cama, a la cual empezó a dar puñetazos con verdadero frenesí, ensañándose contra aquellas ropas arrugadas por una noche entera de amor.
Pero de pronto le pareció oír a Hipólito, que subía de nuevo, y la vergüenza le contuvo. Aún permaneció allí un momento, enjugándose el sudor de la frente, procurando tranquilizarse, y hacer que le latiese con menos violencia el corazón. En pie, delante de un espejo, contemplaba su rostro tan descompuesto por el dolor y la ira, que él mismo no lo hubiese reconocido. Luego, cuando hubo logrado calmarse un poco por un esfuerzo supremo de la voluntad, bajó lentamente la escalera.
Abajo le esperaban cinco emisarios, sin contar a Dansaert. Todos le llevaban noticias de una gravedad terrible acerca del giro que iba tomando la huelga; y el capataz mayor le relató con muchos pormenores lo sucedido en Mirou, donde no se habían cometido excesos, gracias a la actitud del viejo Quandieu. El señor Hennebeau le escuchaba asintiendo con un movimiento de cabeza; pero no le comprendía, porque su espíritu todo se había quedado allá arriba, en la alcoba de su sobrino. Al cabo de un instante los despidió, diciéndoles que adoptaría las medidas necesarias. Cuando se vio solo, y de nuevo sentado ante la mesa de despacho, pareció ensimismarse, con la cabeza entre las manos, y tapándose los ojos. Como estaba allí el correo, se decidió a buscar la carta que estaba esperando, la respuesta del Consejo de Administración, cuyas letras parecieron danzar a su vista. Pero al fin pudo leer, no sin alguna dificultad, y creyó que aquellos señores deseaban una algarada: ciertamente no le decían que empeorase la situación; pero dejaban traslucir su parecer de que los disturbios y trastornos, cuanto más escandalosos, mejor acabarían con la huelga, provocando una represión enérgica. Desde aquel momento, ya no vaciló; envió telegramas a todas partes, al gobernador de Lille, al jefe de las tropas acantonadas en Douai, al comandante de la gendarmería de Marchiennes. Aquello era un consuelo, porque nada tenía que hacer más que encerrarse, para lo cual hizo circular el rumor de que estaba indispuesto. Y toda la tarde se escondió en su despacho, sin recibir a nadie, limitándose a leer los telegramas y las cartas que seguían llegando por docenas. Así fue como pudo seguir paso a paso los movimientos de los huelguistas, yendo desde La Magdalena a Crevecoeur, de Crevecoeur a La Victoria, de La Victoria a Gastón-María. Por otro lado, recibía noticias de¡ error de los gendarmes y dragones, los cuales, engañados por la gente del campo, iban siempre en dirección contraria a la que seguían los revoltosos. El señor Hennebeau, a quien tenía sin cuidado que se hundiese el mundo y que se matara la humanidad entera, había vuelto a dejar caer la cabeza entre las manos, abismado en el silencio profundo que reinaba en la desierta vivienda, donde sólo de cuando en cuando percibía el ruido que con las cacerolas hacía la cocinera, ocupadísima en preparar la comida para aquella tarde.
Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuando un estruendo espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:
-¡Pan, pan, pan!
Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar militarmente la referida mina.
Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegremente; habían tenido un buen almuerzo en casa del director de la
Y a las doce almorzó, solo en el magnífico comedor, servido en silencio por su criado, a quien no oía siquiera andar porque estaba en zapatillas. La soledad aumentaba las preocupaciones, que, sin saber por qué, le atormentaban aquella mañana, cuando un capataz que llegaba sin aliento, entró a darle parte de que los huelguistas se dirigían a Mirou. Casi enseguida, hallándose tomando café, un telegrama le anunció que estaban amenazadas también La Magdalena y Crevecoeur. Entonces su perplejidad fue extraordinaria. El correo no llegaba hasta las dos; ¿debería pedir el auxilio de las tropas sin aguardar la respuesta del Consejo de Administración? ¿No sería mejor tener un poco de paciencia, y obrar de acuerdo con las instrucciones que recibiese? Volvió a su despacho, y quiso leer una comunicación que por encargo suyo debía haber dirigido Négrel el día antes al Gobernador. Pero no pudo encontrarla, y suponiendo que acaso el joven la había dejado en su cuarto, donde algunas noches trabajaba antes de acostarse, subió a la habitación de su sobrino, con ánimo de buscar aquel papel.
Al entrar en ella, el señor Hennebeau tuvo una sorpresa: el cuarto no estaba arreglado todavía, sin duda por olvido o por pereza de Hipólito que, a causa de la salida de la criada, tenía la obligación aquel día de limpiar toda la casa. Reinaba en la habitación ese colorcito de toda una noche durante la cual no había sido apagada la estufa, y se notaba un olor de perfume fortísimo, que supuso salía de la cubeta de las aguas de lavarse, que estaba todavía allí. La habitación se hallaba en el mayor desorden: ropa por todas partes, toallas húmedas echadas en los respaldos de las sillas, la cama deshecha, y una sábana caída, arrastrando por la alfombra. En el primer momento no tuvo para todo aquello más que una mirada indiferente y distraída; y dirigiéndose a una mesita que había delante del balcón, y que estaba llena de papeles, empezó a buscar el borrador que necesitaba. Por dos veces miró uno a uno todos los papeles: decididamente no estaba allí. ¿Dónde diablos lo había metido aquel cabeza de chorlito?
Y cuando el señor Hennebeau buscaba con la vista en cada uno de los muebles, vio en la deshecha cama un objeto extraño que brillaba y que le llamó la atención. Maquinalmente se aproximó a él, y extendió la mano. Era un frasquito de oro, que se hallaba entre dos pliegues de la arrugada sábana. Enseguida advirtió que era el frasquito de éter de la señora de Hennebeau, quien jamás se separaba de él. Pero aún no comprendía d qué modo aquel objeto podía haber ido a parar a la cama de Pablo. D-, pronto se puso pálido como un muerto: adivinó que su mujer había dormido allí.
-Usted perdone -,murmuró la voz de Hipólito, que se asomaba a la puerta-; he visto subir al señor.
El criado entró, y quedó consternado al ver el desorden que reinaba en el cuarto.
-¡Dios mío, es verdad que no había arreglado aún la habitación del señorito Pablo! ¡Es claro!, ¡como Rosa se ha ido, dejándolo todo a cargo mío!...
El señor de Hennebeau, que había escondido el frasquito en una mano, lo estrujaba Curiosamente.
-¿Qué quieres?
-Señor, otro hombre que desea verle... Viene de Crevecoeur, y trae una carta.
-Bueno; déjame. Dile que espere.
¡Su mujer había dormido allí! Después de correr el cerrojo por dentro, abrió la mano, y contempló el frasquito, que había dejado impresa su huella en la carne. De pronto lo comprendió todo, se lo explicó todo; tal infamia venía ocurriendo hacía meses en su casa. Recordó su antigua sospecha, el crujir de puertas y el ruido de pasos por la mullida alfombra. Sí, ¡eran los de su mujer, que subía a dormir allí!
Caído sobre una silla cerca de la cama, que contemplaba con expresión de idiota, permaneció mucho rato como anonadado. Un ruido le sacó de su ensimismamiento: llamaban a la puerta. Era Hipólito otra vez.
-¡Señor!... ¡Ah!, el señor ha cerrado... -¿Qué hay?
-Parece que la cosa urge, y que los obreros lo destrozan todo. Abajo hay otros dos hombres esperando. También han llegado varios telegramas.
-¡Id al diablo!... ¡Ahora bajaré!
La idea de que Hipólito hubiese encontrado el frasquito de éter en aquel sitio, si hubiese hecho la cama por la mañana, le llenaba de espanto. Es verdad que aquel criado debía de saberlo todo; que veinte veces había encontrado aquella cama caliente todavía del adulterio: que habría visto cabellos de su mujer esparcidos por la almohada, y huellas abominables manchando las sábanas. Indudablemente insistía tanto en subir ahora por pura mala intención. Quizás alguna vez habría estado allí mirando por el agujero de la cerradura y complaciéndose al pensar en la deshonra de su amo.
El señor Hennebeau quedó inmóvil nuevamente. Se había vuelto a dejar caer sobre la silla, y no apartaba su mirada de aquella maldita cama. Todo su largo pasado de desventuras acudió a su mente; su matrimonio con aquella muchacha, su inmediata separación moral y material, los amantes que ella había tenido sin que él lo sospechase, el otro que le había tolerado durante diez años, como se tolera a una enferma un gusto inmundo. Luego recordaba su llegada a Montsou, su esperanza loca de verla, curada, los meses de languidez y aburrimiento en aquel destierro, y, por fin, la proximidad de la vejez que se la iba a devolver. Luego llegaba su sobrino, aquel Pablo de quien ella se convertía en madre cariñosa, al cual hablaba de su corazón muerto y enterrado en cenizas para siempre. Y él, marido imbécil, no preveía nada, adoraba a aquella mujer que era la suya, que otros hombres habían poseído, que solamente él no podía tocar, la adoraba con vergonzosa pasión, hasta el punto de caer de rodillas a sus pies, sólo porque le diese las sobras de los demás. ¡Y esas sobras se las daba ahora a su sobrino!
En aquel momento un campanillazo que sonó a lo lejos hizo estremecer al señor Hennebeau. Lo conoció enseguida: era la señal que según sus órdenes hacían siempre a la llegada del cartero. Se levantó, habló en voz alta, dejando escapar insultos groseros que a su pesar salían a borbotones por entre los apretados labios.
-¡Ah! ¡Qué me importan, qué me importan esos telegramas y esas cartas! -murmuró.
Un furor sordo le invadía, la necesidad de una cloaca donde hundir a talonazos tanta suciedad. Aquella mujer era una infame canalla, y buscaba palabrotas que dirigirle como para insultarla de un modo mortal. El recuerdo brusco de la boda que entre Pablo y Cecilia Grégoire perseguía ella con la sonrisa en los labios, acabó de exasperarle. De modo que en el fondo de aquella terrible sensualidad no había ni la excusa de la pasión, ni celos siquiera. No se trataba evidentemente más que de la necesidad de un hombre, de un recreo buscado como se busca un postre al que uno se acostumbra. Y Hennebeau la acusaba de todo, casi disculpaba al sobrino, en el cual había mordido ella, en aquel despertar de su apetito desenfrenado, como se muerde en una fruta verde robada en un camino. ¿A quién se comería, a dónde iría a parar cuando no encontrase sobrinos complacientes, lo bastante prácticos para aceptar de su familia mesa, cama y mujer?
Volvieron a llamar tímidamente a la puerta, y la voz de Hipólito se permitió decir por el agujero de la cerradura:
-Señor, el correo... Y también ha vuelto el señor Dansaert, quien asegura que andan matando gente por ahí.
-¡Ya voy, por Dios!
¿Qué haría? Echarlos a la calle cuando volviesen de Marchiennes, como se echa a dos bichos asquerosos que no quiere uno tener en su casa. Sí, decididamente los insultaría, prohibiéndoles penetrar más en la casa. El aire de aquel cuarto estaba emponzoñado por sus suspiros, por sus alientos confundidos; el olor sofocante que advirtiera al entrar, era el olor que exhalaba el cuerpo de su mujer, aficionada a los perfumes fuertes, que eran en ella otra necesidad carnal: y notaba el calor, el olor del adulterio vivo, que se delataba en todas partes, en las aguas del lavabo, en el desorden de la cama, en los muebles, en la habitación entera apestada de vicio. El furor de la impotencia le lanzó contra la cama, a la cual empezó a dar puñetazos con verdadero frenesí, ensañándose contra aquellas ropas arrugadas por una noche entera de amor.
Pero de pronto le pareció oír a Hipólito, que subía de nuevo, y la vergüenza le contuvo. Aún permaneció allí un momento, enjugándose el sudor de la frente, procurando tranquilizarse, y hacer que le latiese con menos violencia el corazón. En pie, delante de un espejo, contemplaba su rostro tan descompuesto por el dolor y la ira, que él mismo no lo hubiese reconocido. Luego, cuando hubo logrado calmarse un poco por un esfuerzo supremo de la voluntad, bajó lentamente la escalera.
Abajo le esperaban cinco emisarios, sin contar a Dansaert. Todos le llevaban noticias de una gravedad terrible acerca del giro que iba tomando la huelga; y el capataz mayor le relató con muchos pormenores lo sucedido en Mirou, donde no se habían cometido excesos, gracias a la actitud del viejo Quandieu. El señor Hennebeau le escuchaba asintiendo con un movimiento de cabeza; pero no le comprendía, porque su espíritu todo se había quedado allá arriba, en la alcoba de su sobrino. Al cabo de un instante los despidió, diciéndoles que adoptaría las medidas necesarias. Cuando se vio solo, y de nuevo sentado ante la mesa de despacho, pareció ensimismarse, con la cabeza entre las manos, y tapándose los ojos. Como estaba allí el correo, se decidió a buscar la carta que estaba esperando, la respuesta del Consejo de Administración, cuyas letras parecieron danzar a su vista. Pero al fin pudo leer, no sin alguna dificultad, y creyó que aquellos señores deseaban una algarada: ciertamente no le decían que empeorase la situación; pero dejaban traslucir su parecer de que los disturbios y trastornos, cuanto más escandalosos, mejor acabarían con la huelga, provocando una represión enérgica. Desde aquel momento, ya no vaciló; envió telegramas a todas partes, al gobernador de Lille, al jefe de las tropas acantonadas en Douai, al comandante de la gendarmería de Marchiennes. Aquello era un consuelo, porque nada tenía que hacer más que encerrarse, para lo cual hizo circular el rumor de que estaba indispuesto. Y toda la tarde se escondió en su despacho, sin recibir a nadie, limitándose a leer los telegramas y las cartas que seguían llegando por docenas. Así fue como pudo seguir paso a paso los movimientos de los huelguistas, yendo desde La Magdalena a Crevecoeur, de Crevecoeur a La Victoria, de La Victoria a Gastón-María. Por otro lado, recibía noticias de¡ error de los gendarmes y dragones, los cuales, engañados por la gente del campo, iban siempre en dirección contraria a la que seguían los revoltosos. El señor Hennebeau, a quien tenía sin cuidado que se hundiese el mundo y que se matara la humanidad entera, había vuelto a dejar caer la cabeza entre las manos, abismado en el silencio profundo que reinaba en la desierta vivienda, donde sólo de cuando en cuando percibía el ruido que con las cacerolas hacía la cocinera, ocupadísima en preparar la comida para aquella tarde.
Ya el crepúsculo oscurecía la habitación; serían las cinco cuando un estruendo espantoso estremeció al señor Hennebeau, que continuaba con los codos encima de los papeles, silencioso, inmóvil, inerte. Creyó que llegaban ya los dos miserables. Pero el tumulto aumentaba; estalló una gritería espantosa, terrible, imponente, y en el instante en que se asomaba a la ventana, oyéronse gritos de:
-¡Pan, pan, pan!
Eran los huelguistas que invadían Montsou, mientras los gendarmes, creyendo en un ataque contra la Voreux, galopaban de espaldas adonde hacían falta, para ocupar militarmente la referida mina.
Precisamente a dos kilómetros de las primeras casas, un poco más allá del sitio donde cruzaban la carretera y el camino de Vandame, la señora de Hennebeau y las señoritas a quienes acompañaba, acababan de ver pasar las turbas de huelguistas amotinados. El día en Marchiennes había transcurrido alegremente; habían tenido un buen almuerzo en casa del director de la
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
fábrica; luego una interesante visita a los talleres de una fábrica contigua, que les ocupó toda la tarde; y cuando al fin regresaban a su casa a la caída de la tarde de aquel sereno día de invierno, Cecilia había tenido el capricho de beber un vaso de leche al pasar por una casa de campo. Todos se apearon del carruaje; Négrel echó pie a tierra también, mientras la campesina, admirada de verse favorecida por aquellos señores, se apresuraba a servirlos, y decía que deseaba sacar un mantel limpio para ponerles la mesa. Pero como Lucía y Juana querían ver ordeñar la leche, fueron todos al establo con vasos, y se divirtieron mucho, llenando cada cual su vaso directamente de la ubre.
La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.
-¿Qué será eso? -dijeron.
El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada, que desembocaba por el camino de Vandame.
-¡Diablo! -murmuró Négrel, asomándose a su vez-. ¿Si acabará esta gente por enfadarse de verdad?-Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar -dijo la mujer de la granja-. Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos de toda la comarca.
Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:
-¡Qué canallas! ¡Qué infames!
Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida. Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas, se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa. Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.
-¡Vamos, valor! -dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable-. ¡Venderemos cara la vida, si es necesario! -añadió sonriendo.
Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en aumento. Nada se veía aún; pero del camino vacío parecía soplar un viento de tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.
-No, no quiero ver nada -dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de tormenta.
La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se preparaba.
Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con la bocina extraños toques de corneta.
-Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal -murmuró Négrel, quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de la gente baja.
Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas. Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos, mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla, cargadores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera. Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.
-¡Qué caras tan terribles! -balbuceó la señora de Hennebeau.
Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y sólo pudo decir entre dientes:
-¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos bandidos?
Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que duraba ya muchas horas, habían convertido los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En aquel momento se ocultaba el sol, y sus últimos rayos, de un púrpura sombrío, parecieron ensangrentar la llanura.
-¡Oh! ¡Soberbio, magnífico! -dijeron a media voz Lucía y Juana, despierto su artístico entusiasmo ante la grandiosidad y el horror del cuadro.
Sin embargo, ambas temblaban, y habían retrocedido hasta colocarse junto a la señora de Hennebeau, que estaba apoyada en una cuba vacía. La idea de que bastaba una mirada por cualquier rendija de aquella puerta desvencijada para que las asesinasen, las tenía a todas sobrecogidas de espanto. Négrel, que era valiente, y de ordinario muy sereno, se sentía presa ahora de espanto, de uno de esos espantos indescriptibles que inspiran los peligros desconocidos. Cecilia, oculta tras un montón de paja, no se movía. Y las otras, a pesar de su deseo de apartar la vista del terrible cuadro, no lo lograban, sin embargo, y seguían mirando hacia la carretera.
Era aquello la sangrienta visión del movimiento revolucionario que acabaría con todos fatalmente cualquier noche de fines de este siglo. Sí; una noche el pueblo, harto de sufrir, desenfrenado, galoparía de aquel modo en horrible tumulto de aquelarre, recorriendo los caminos y las ciudades y bebería la sangre de los burgueses, paseando sus cabezas y robando el oro de sus arcas. Las mujeres chillarían como furias, los hombres abrirían sus bocas de lobo para devorarlo todo. Sí; se verían los mismos andrajos, el mismo ruido cadencioso e imponente de pisadas, el mismo estrépito horroroso cuando aquel bárbaro torrente desbordado barriese la sociedad actual. Las llamas de los incendios alumbrarían el mundo, en las ciudades no quedaría piedra sobre piedra, y volverían a la vida salvaje de los bosques, después de haberse hecho dueños del universo en una noche. No habría nada de lo que hay ahora, ni una sola fortuna, ni un solo prestigio de los que ahora nos gobiernan, ni un título que diese derecho a las actuales posesiones hasta que tal, vez apareciese una sociedad nueva. Sí; aquellas cosas que veían pasar por el camino, eran para ellas una profecía terrible.
De pronto, un grito inmenso dominó los acordes de La Marsellesa. -¡Pan, pan, pan! -aullaban tres mil voces a la vez.
Négrel se puso más pálido de lo que estaba; Lucía y Juana se abrazaron a la señora de Hennebeau, a quien apenas podían sostener sus piernas temblorosas. ¿Sería aquella la noche del derrumbamiento de la sociedad? Y lo que vieron en aquel instante acabó de horrorizarías. Ya habían pasado la mayor parte de la columna de revoltosos, y estaban pasando los rezagados. De pronto apareció la Mouquette. Se iba quedando atrás, porque se detenía a mirar por las ventanas y por las verjas de los jardines en las casas de los burgueses; y cuando descubría a uno de éstos, no pudiendo escupirle al rostro, le enseñaba lo que para ella era el colmo del desprecio.
Sin duda en aquel momento vería a alguno, porque, levantándose las faldas, y encorvándose hacia adelante, mostró la parte posterior de su cuerpo, completamente desnuda, a la luz de los últimos rayos del sol. Tal espectáculo, en aquellas circunstancias, no causaba risa, sino, al contrario, espanto.
Todo desapareció: los huelguistas avanzaban en dirección a Montsou. Entonces sacaron el carruaje del corral donde estaba escondido; pero el cochero no osaba asumir la responsabilidad de llevar a casa a las señoras sin que ocurriese una catástrofe si los huelguistas seguían ocupando la carretera. Y lo malo era que no había otro camino.
-Pues es preciso, sin embargo; nos marchamos, porque nos espera la comida -exclamó la señora de Hennebeau, fuera de sí, y exasperada por el miedo-. Esta canalla ha elegido para sus fecharías una tarde en que tenemos convidados. ¡Haga usted bien a esta gentuza!
Lucía y Juana estaban ocupadas de sacar de entre la paja a Cecilia, que, muerta de miedo, creía que los salvajes no habían acabado de pasar, y que insistía en no ver nada de aquello. Por fin, todos ocuparon sus sitios en el carruaje. Négrel montó a caballo, y tuvo la idea de que fuesen por las ruinas de Réquillart.
-Ve despacio -dijo al cochero-, que el camino está atroz. Si al llegar allí tropezamos con grupos que nos impidan tomar de nuevo el camino real, te detienes detrás de la mina antigua, y desde allí iremos hasta casa a pie, y entraremos por la puertecilla del jardín, mientras tú te llevas el coche y los caballos a cualquier posada.
Se pusieron en marcha. Los huelguistas llegaban en aquel momento a Montsou. Los habitantes del pueblecillo después de haber visto pasar varios destacamentos de dragones y gendarmes, estaban muy agitados y llenos de miedo. Circulaban de boca en boca historias espantosas, y se hablaba de pasquines, en los cuales se amenazaba con la muerte a todos los burgueses; aún cuando nadie los había visto ni leído, muchos citaban frases textuales de ellos. En casa del notario, sobre todo, el pánico estaba en su colmo, porque acababan de recibir, por correo, un anónimo, anunciándole que en su cueva había dispuesto un barril de pólvora para hacer volar la casa si no se ponía en favor del pueblo.
Precisamente los señores Grégoire, que habían prolongado su visita por hallarse en la casa al recibo del anónimo, lo discutían, lo analizaban, suponiendo que era una broma de cualquier mal intencionado cuando de pronto el espantoso vocerío de las turbas de mineros acabó de conmocionarlos a todos. El matrimonio Grégoire sonreía, se asomaba por detrás de los cristales del balcón levantando los visillos, negándose a creer en una desgracia, y persuadidos de que todo se arreglaría amistosamente. Acababan de dar las cinco, y tenían tiempo de esperar a que la calle estuviese despejada, para atravesarla hasta la acera de enfrente y entrar en casa del señor Hennebeau, donde los aguardaban a comer, y donde debían reunirse con Cecilia. Pero en todo Montsou no había nadie que participase de su confianza: las puertas y ventanas eran cerradas con violencia, y las gentes corrían fuera de sí en todas direcciones. Al otro lado de la calle vieron a Maigrat, que cerraba cuidadosamente su almacén, tan pálido y tan tembloroso que no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de su mujer.
Las turbas acababan de detenerse frente a la casa del director, gritando con más fuerza que nunca:
-¡Pan, pan, pan!
La señora de Hennebeau, con aquel aire maternal que no abandonaba nunca, tocaba apenas con los labios el borde del vaso. De pronto un ruido extraño, un rugido de tempestad que sonaba en el campo, los puso en cuidado.
-¿Qué será eso? -dijeron.
El establo, que se hallaba fuera de la granja y casi a orillas de la carretera, tenía una puerta muy grande para carros. Las jóvenes sacaron por allí la cabeza, y se quedaron asombradas al ver, allá a lo lejos, por la izquierda, una muchedumbre compacta y agitada, que desembocaba por el camino de Vandame.
-¡Diablo! -murmuró Négrel, asomándose a su vez-. ¿Si acabará esta gente por enfadarse de verdad?-Probablemente son los carboneros que vuelven a pasar -dijo la mujer de la granja-. Ya van dos veces que los vemos. Parece que las cosas no van bien, y que son los amos de toda la comarca.
Hablaba con temerosa prudencia, observando en los rostros de aquellos señores el efecto de sus palabras; y cuando se dio cuenta del espanto de todos, la profunda ansiedad que les producía aquel encuentro, se apresuró a añadir:
-¡Qué canallas! ¡Qué infames!
Négrel, viendo que era demasiado tarde para tomar el carruaje otra vez y llegar a Montsou, dio orden al cochero de que metiese el coche en el corral de la granja, que era buen escondite, y él mismo ató allí su caballo, al cual tenía un chiquillo de la brida. Cuando volvió a reunirse con las señoras vio que su tía y las tres jóvenes, asustadísimas, se disponían a seguir a la mujer de la granja, quien les ofrecía esconderlas en su casa. Pero el ingeniero opinó que estaban allí más seguros, porque nadie había de irles a buscar a la cuadra. La puerta cochera sin embargo cerraba muy mal, y tenía tales rendijas, que desde dentro podía verse fácilmente cuanto ocurría en el camino.
-¡Vamos, valor! -dijo Pablo, tratando de echar a broma aventura tan desagradable-. ¡Venderemos cara la vida, si es necesario! -añadió sonriendo.
Pero la broma agrandó el miedo de las señoras. El estrépito y la gritería iban en aumento. Nada se veía aún; pero del camino vacío parecía soplar un viento de tempestad, semejante a esas ráfagas bruscas que preceden a las grandes tormentas.
-No, no quiero ver nada -dijo Cecilia, escondiéndose detrás de un montón de paja, y tapándose los ojos con las manos, como hacía para no ver los relámpagos en los días de tormenta.
La señora de Hennebeau, muy pálida, encolerizada contra aquellas gentes, que por segunda vez le echaban a perder un día de diversión, permanecía inmóvil, con cara adusta y expresiva mirada de cólera, mientras Lucía y Juana a pesar de su temblor aplicaban los ojos a las rendijas, deseosas de no perder nada del espectáculo que se preparaba.
Los rugidos de los amotinados crecían; Juan apareció delante de todos, imitando con la bocina extraños toques de corneta.
-Coged los pomitos de sales, que el pueblo huele bastante mal -murmuró Négrel, quien, a pesar de sus ideas republicanas, gustaba de bromear con las señoras a costa de la gente baja.
Pero aquel chiste suyo se perdió en el huracán de gestos y de gritos. Habían aparecido las mujeres, ¡cerca de mil mujeres!, con los cabellos desgreñados por la violencia de la carrera, enseñando la carne, mal tapada por sus andrajosas faldas. Algunas llevaban criaturas de pecho en brazos, y las levantaban en alto, agitándolas como si fuesen una bandera de duelo y de venganza. Otras, más jóvenes, blandían palos, mientras las más viejas, horribles de miseria y de cinismo, gritaban con tal furia, que las venas y los músculos del cuello se les señalaban como si fueran a romperse. Y detrás de ellas llegaron los hombres, dos mil locos furiosos, aprendices, cortadores de arcilla, cargadores; una masa compacta, movida por el mismo impulso, compuesta de individuos que se apiñaban de tal suerte, que no se distinguía ni los descoloridos calzones, ni las blusas desgarradas y sucias, confundidos con el color terroso del camino. Todos los ojos chispeaban, no se veían más que los negros agujeros de las bocas abiertas para entonar La Marsellesa, cuyas estrofas se perdían en un rugido colosal y confuso, acompañadas por el ruido acompasado que producían los zuecos en el endurecido suelo de la carretera. Por encima de las cabezas, entre el bosque de barras de hierro y de palos agitados Curiosamente, se distinguía un hacha; ésta, que era la única arma que llevaban, era como el estandarte de aquella horda salvaje, y presentaba, al destacarse sobre el fondo azul del cielo el perfil de la cuchilla de una guillotina.
-¡Qué caras tan terribles! -balbuceó la señora de Hennebeau.
Négrel se esforzaba por sonreír todavía; pero el miedo se iba apoderando de él, y sólo pudo decir entre dientes:
-¡Qué el diablo me lleve, si conozco a uno solo de ellos! ¿De dónde saldrán esos bandidos?
Y, en efecto, el furor, la cólera y el hambre, aquellos dos meses de terribles sufrimientos y aquella vertiginosa carrera que duraba ya muchas horas, habían convertido los pacíficos semblantes de los mineros de Montsou en verdaderos hocicos de fiera. En aquel momento se ocultaba el sol, y sus últimos rayos, de un púrpura sombrío, parecieron ensangrentar la llanura.
-¡Oh! ¡Soberbio, magnífico! -dijeron a media voz Lucía y Juana, despierto su artístico entusiasmo ante la grandiosidad y el horror del cuadro.
Sin embargo, ambas temblaban, y habían retrocedido hasta colocarse junto a la señora de Hennebeau, que estaba apoyada en una cuba vacía. La idea de que bastaba una mirada por cualquier rendija de aquella puerta desvencijada para que las asesinasen, las tenía a todas sobrecogidas de espanto. Négrel, que era valiente, y de ordinario muy sereno, se sentía presa ahora de espanto, de uno de esos espantos indescriptibles que inspiran los peligros desconocidos. Cecilia, oculta tras un montón de paja, no se movía. Y las otras, a pesar de su deseo de apartar la vista del terrible cuadro, no lo lograban, sin embargo, y seguían mirando hacia la carretera.
Era aquello la sangrienta visión del movimiento revolucionario que acabaría con todos fatalmente cualquier noche de fines de este siglo. Sí; una noche el pueblo, harto de sufrir, desenfrenado, galoparía de aquel modo en horrible tumulto de aquelarre, recorriendo los caminos y las ciudades y bebería la sangre de los burgueses, paseando sus cabezas y robando el oro de sus arcas. Las mujeres chillarían como furias, los hombres abrirían sus bocas de lobo para devorarlo todo. Sí; se verían los mismos andrajos, el mismo ruido cadencioso e imponente de pisadas, el mismo estrépito horroroso cuando aquel bárbaro torrente desbordado barriese la sociedad actual. Las llamas de los incendios alumbrarían el mundo, en las ciudades no quedaría piedra sobre piedra, y volverían a la vida salvaje de los bosques, después de haberse hecho dueños del universo en una noche. No habría nada de lo que hay ahora, ni una sola fortuna, ni un solo prestigio de los que ahora nos gobiernan, ni un título que diese derecho a las actuales posesiones hasta que tal, vez apareciese una sociedad nueva. Sí; aquellas cosas que veían pasar por el camino, eran para ellas una profecía terrible.
De pronto, un grito inmenso dominó los acordes de La Marsellesa. -¡Pan, pan, pan! -aullaban tres mil voces a la vez.
Négrel se puso más pálido de lo que estaba; Lucía y Juana se abrazaron a la señora de Hennebeau, a quien apenas podían sostener sus piernas temblorosas. ¿Sería aquella la noche del derrumbamiento de la sociedad? Y lo que vieron en aquel instante acabó de horrorizarías. Ya habían pasado la mayor parte de la columna de revoltosos, y estaban pasando los rezagados. De pronto apareció la Mouquette. Se iba quedando atrás, porque se detenía a mirar por las ventanas y por las verjas de los jardines en las casas de los burgueses; y cuando descubría a uno de éstos, no pudiendo escupirle al rostro, le enseñaba lo que para ella era el colmo del desprecio.
Sin duda en aquel momento vería a alguno, porque, levantándose las faldas, y encorvándose hacia adelante, mostró la parte posterior de su cuerpo, completamente desnuda, a la luz de los últimos rayos del sol. Tal espectáculo, en aquellas circunstancias, no causaba risa, sino, al contrario, espanto.
Todo desapareció: los huelguistas avanzaban en dirección a Montsou. Entonces sacaron el carruaje del corral donde estaba escondido; pero el cochero no osaba asumir la responsabilidad de llevar a casa a las señoras sin que ocurriese una catástrofe si los huelguistas seguían ocupando la carretera. Y lo malo era que no había otro camino.
-Pues es preciso, sin embargo; nos marchamos, porque nos espera la comida -exclamó la señora de Hennebeau, fuera de sí, y exasperada por el miedo-. Esta canalla ha elegido para sus fecharías una tarde en que tenemos convidados. ¡Haga usted bien a esta gentuza!
Lucía y Juana estaban ocupadas de sacar de entre la paja a Cecilia, que, muerta de miedo, creía que los salvajes no habían acabado de pasar, y que insistía en no ver nada de aquello. Por fin, todos ocuparon sus sitios en el carruaje. Négrel montó a caballo, y tuvo la idea de que fuesen por las ruinas de Réquillart.
-Ve despacio -dijo al cochero-, que el camino está atroz. Si al llegar allí tropezamos con grupos que nos impidan tomar de nuevo el camino real, te detienes detrás de la mina antigua, y desde allí iremos hasta casa a pie, y entraremos por la puertecilla del jardín, mientras tú te llevas el coche y los caballos a cualquier posada.
Se pusieron en marcha. Los huelguistas llegaban en aquel momento a Montsou. Los habitantes del pueblecillo después de haber visto pasar varios destacamentos de dragones y gendarmes, estaban muy agitados y llenos de miedo. Circulaban de boca en boca historias espantosas, y se hablaba de pasquines, en los cuales se amenazaba con la muerte a todos los burgueses; aún cuando nadie los había visto ni leído, muchos citaban frases textuales de ellos. En casa del notario, sobre todo, el pánico estaba en su colmo, porque acababan de recibir, por correo, un anónimo, anunciándole que en su cueva había dispuesto un barril de pólvora para hacer volar la casa si no se ponía en favor del pueblo.
Precisamente los señores Grégoire, que habían prolongado su visita por hallarse en la casa al recibo del anónimo, lo discutían, lo analizaban, suponiendo que era una broma de cualquier mal intencionado cuando de pronto el espantoso vocerío de las turbas de mineros acabó de conmocionarlos a todos. El matrimonio Grégoire sonreía, se asomaba por detrás de los cristales del balcón levantando los visillos, negándose a creer en una desgracia, y persuadidos de que todo se arreglaría amistosamente. Acababan de dar las cinco, y tenían tiempo de esperar a que la calle estuviese despejada, para atravesarla hasta la acera de enfrente y entrar en casa del señor Hennebeau, donde los aguardaban a comer, y donde debían reunirse con Cecilia. Pero en todo Montsou no había nadie que participase de su confianza: las puertas y ventanas eran cerradas con violencia, y las gentes corrían fuera de sí en todas direcciones. Al otro lado de la calle vieron a Maigrat, que cerraba cuidadosamente su almacén, tan pálido y tan tembloroso que no hubiera podido hacerlo sin la ayuda de su mujer.
Las turbas acababan de detenerse frente a la casa del director, gritando con más fuerza que nunca:
-¡Pan, pan, pan!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
El señor Hennebeau, en pie, detrás de la vidriera del balcón de su despacho, tuvo que retirarse cuando llegó Hipólito asustado a cerrar las maderas, por temor de que al verle rompieran a pedradas los cristales. Cerró de igual modo los balcones del piso bajo y después los del principal.
Maquinalmente, el señor Hennebeau, que lo quería ver todo, subió al segundo piso, al cuarto de Pablo: era el que estaba mejor situado, porque desde allí se descubría la carretera hasta los talleres de la Compañía y se colocó detrás de la persiana para dominar las turbas. Pero la vista de aquélla alcoba le hacía tanto daño, ahora que estaba arreglada y con la cama hecha, como cuando la visitara aquella mañana.
Toda su rabia de entonces, la terrible batalla librada en su interior durante la tarde entera, se convertía en un gran cansancio, en una fatiga abrumadora. Su corazón estaba ya como la alcoba, refrescado, en buen orden, barrido de las basuras de aquella mañana, vuelto a su corrección habitual. ¿A qué un escándalo? ¿Acaso había sucedido algo nuevo en su vida conyugal? La única novedad era que su mujer tenía un amante más; y, francamente, la circunstancia de que éste fuese su sobrino, apenas agravaba el hecho; tal vez, por el contrario, presentaba la ventaja de cubrir las apariencias. Tenía lástima de sí mismo al recuerdo de sus celos. ¡Qué ridiculez haber dado puñetazos a la cama! Puesto que había tolerado a otros antes, toleraría ahora a éste. Todo se reducía a un poco más de desprecio. Se hallaba emponzoñado por una amargura horrible: la inutilidad de todos sus esfuerzos, el eterno dolor de su existencia, la vergüenza de sí mismo al pensar que adoraba a una mujer que le abandonaba de tan indigna manera.
Al pie de los balcones los gritos redoblaron con violencia. -¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -dijo el señor Hennebeau entre dientes y llevándose una mano al corazón.
Oía que le injuriaban porque tenía un gran sueldo, que le llamaban holgazán y canalla; que se hartaba de comida, mientras el obrero se moría de hambre. Las mujeres habían visto la cocina, y se desencadenó entre ellos una tempestad horrible de imprecaciones contra el faisán que estaba en el horno, contra las salsas, cuyo olor sabroso excitaba sus estómagos vacíos. ¡Ah!, ¡era preciso asesinar a los canallas de los burgueses, que se llenaban de champán y de trufas hasta reventar!
-¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -repitió Hennebeau-. ¿Soy yo acaso dichoso?
Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer faisán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre, con el vientre vacío, con el estómago atormentado por los calambres; tal vez aquello mataría su eterno dolor. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! ¿Qué más felicidad?
-¡Pan, pan, pan! -gritaban las turbas.
Entonces él se exaltó, y exclamó furioso, casi dominando el tumulto: -¡Pan! ¿Basta con eso, imbéciles?
Él tenía pan, y no por eso sufría menos. Su desdichada suerte conyugal, su vida de continuo dolor, se le subía a la garganta, como si fuesen a ahogarlo. No se adelantaba nada con sólo tener pan. ¿Quién sería el idiota que cifraba la dicha de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos estúpidos revolucionarios podían demoler la sociedad, y fundar otra; pero no darían a la humanidad ni un solo goce más, ni le ahorrarían un solo pesar, asegurando a todos el pan. Por el contrario, aumentarían las desventuras de la tierra, y hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. No: la felicidad verdadera consistía en no ser y, ya que se fuese, en ser árbol o piedra; menos aún, grano de arena, que no se siente dolorido al ser pisado por la planta del hombre.
En aquella exasperación de su tormento las lágrimas arrasaban los ojos de Hennebeau y empezaban a resbalar por sus mejillas. El crepúsculo había ya envuelto en tinieblas la carretera, cuando multitud de piedras empezaron a ser lanzadas contra la fachada de la casa. Sin odio hacia aquellos seres hambrientos, rabioso solamente por la herida de su corazón, que manaba sangre, el infeliz seguía murmurando, mientras enjugaba sus lágrimas:
-¡Imbéciles! ¡Qué partida de idiotas!
Pero el grito de la muchedumbre hambrienta lo dominó todo con su aullido de tempestad.
-¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!
Maquinalmente, el señor Hennebeau, que lo quería ver todo, subió al segundo piso, al cuarto de Pablo: era el que estaba mejor situado, porque desde allí se descubría la carretera hasta los talleres de la Compañía y se colocó detrás de la persiana para dominar las turbas. Pero la vista de aquélla alcoba le hacía tanto daño, ahora que estaba arreglada y con la cama hecha, como cuando la visitara aquella mañana.
Toda su rabia de entonces, la terrible batalla librada en su interior durante la tarde entera, se convertía en un gran cansancio, en una fatiga abrumadora. Su corazón estaba ya como la alcoba, refrescado, en buen orden, barrido de las basuras de aquella mañana, vuelto a su corrección habitual. ¿A qué un escándalo? ¿Acaso había sucedido algo nuevo en su vida conyugal? La única novedad era que su mujer tenía un amante más; y, francamente, la circunstancia de que éste fuese su sobrino, apenas agravaba el hecho; tal vez, por el contrario, presentaba la ventaja de cubrir las apariencias. Tenía lástima de sí mismo al recuerdo de sus celos. ¡Qué ridiculez haber dado puñetazos a la cama! Puesto que había tolerado a otros antes, toleraría ahora a éste. Todo se reducía a un poco más de desprecio. Se hallaba emponzoñado por una amargura horrible: la inutilidad de todos sus esfuerzos, el eterno dolor de su existencia, la vergüenza de sí mismo al pensar que adoraba a una mujer que le abandonaba de tan indigna manera.
Al pie de los balcones los gritos redoblaron con violencia. -¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -dijo el señor Hennebeau entre dientes y llevándose una mano al corazón.
Oía que le injuriaban porque tenía un gran sueldo, que le llamaban holgazán y canalla; que se hartaba de comida, mientras el obrero se moría de hambre. Las mujeres habían visto la cocina, y se desencadenó entre ellos una tempestad horrible de imprecaciones contra el faisán que estaba en el horno, contra las salsas, cuyo olor sabroso excitaba sus estómagos vacíos. ¡Ah!, ¡era preciso asesinar a los canallas de los burgueses, que se llenaban de champán y de trufas hasta reventar!
-¡Pan, pan, pan!
-¡Imbéciles! -repitió Hennebeau-. ¿Soy yo acaso dichoso?
Y sentía verdadera ira contra aquellos salvajes, que no comprendían sus sufrimientos. De buen grado les hubiese cedido su pingüe sueldo, por hacer la vida que ellos hacían con sus mujeres. ¡Que no pudiera sentarlos a su mesa, hacerlos comer faisán y trufas, en tanto que él se dedicaba a la conquista de alguna muchacha detrás de los trigos, sin ocuparse en si había tenido o no otros amantes antes! Lo hubiera dado todo: su bienestar, su lujo, su influencia como director, a cambio de pasar un día como el último de los infelices que tenía a sus órdenes, en completa libertad para abofetear a su mujer, y buscar placeres con la del vecino. Y deseaba también verse muerto de hambre, con el vientre vacío, con el estómago atormentado por los calambres; tal vez aquello mataría su eterno dolor. ¡Ah! ¡Vivir como una bestia, no poseer nada que fuese suyo, corretear por todas partes con cualquier minera, con la más fea, con la más sucia y ser capaz de contentarse con eso! ¿Qué más felicidad?
-¡Pan, pan, pan! -gritaban las turbas.
Entonces él se exaltó, y exclamó furioso, casi dominando el tumulto: -¡Pan! ¿Basta con eso, imbéciles?
Él tenía pan, y no por eso sufría menos. Su desdichada suerte conyugal, su vida de continuo dolor, se le subía a la garganta, como si fuesen a ahogarlo. No se adelantaba nada con sólo tener pan. ¿Quién sería el idiota que cifraba la dicha de este mundo en el reparto de la riqueza? Esos estúpidos revolucionarios podían demoler la sociedad, y fundar otra; pero no darían a la humanidad ni un solo goce más, ni le ahorrarían un solo pesar, asegurando a todos el pan. Por el contrario, aumentarían las desventuras de la tierra, y hasta harían rabiar a los perros de desesperación cuando los sacasen de la tranquila satisfacción del instinto, para lanzarlos al sufrimiento de las pasiones. No: la felicidad verdadera consistía en no ser y, ya que se fuese, en ser árbol o piedra; menos aún, grano de arena, que no se siente dolorido al ser pisado por la planta del hombre.
En aquella exasperación de su tormento las lágrimas arrasaban los ojos de Hennebeau y empezaban a resbalar por sus mejillas. El crepúsculo había ya envuelto en tinieblas la carretera, cuando multitud de piedras empezaron a ser lanzadas contra la fachada de la casa. Sin odio hacia aquellos seres hambrientos, rabioso solamente por la herida de su corazón, que manaba sangre, el infeliz seguía murmurando, mientras enjugaba sus lágrimas:
-¡Imbéciles! ¡Qué partida de idiotas!
Pero el grito de la muchedumbre hambrienta lo dominó todo con su aullido de tempestad.
-¡Pan! ¡Pan! ¡Pan!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Quinta parte: Capítulo VI
Esteban, a quien las bofetadas de Catalina habían sacado de su embriaguez, continuaba al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo que con voz enronquecida los lanzaba sobre Montsou, otra voz resonaba en él, un grito de razón y de justicia, que lo asombraba, pidiéndole cuentas de todos aquellos desmanes. Él no había deseado nada de aquello: ¿cómo era que, habiendo salido para Juan-Bart con objeto de obrar prudentemente y con frialdad evitando todo desastre, acababa el día, después de haber caminando de violencia en violencia, asaltando la casa del director, o sitiándola al menos?
Y él, sin embargo, era quien acababa de gritar: "¡Alto!" Es verdad que su objeto principal había sido proteger los talleres de la Compañía, que los huelguistas intentaban destruir. Y ahora que veía a las turbas apedreando la fachada del hotel, discurría, buscaba, sin encontrarla, una víctima legítima sobre la cual lanzar sus huestes para evitar mayores males. Precisamente estaba pensando en su impotencia, allí en medio del camino, cuando un hombre le llamó desde la taberna de Tison, cuya mujer se había apresurado a cerrar desde que llegaron los amotinados, si bien dejando libre media puerta de calle.
-Soy yo: oye un momento.
Era Rasseneur. Veinticinco o treinta individuos, entre mujeres y hombres, casi todos ellos del barrio de los Doscientos Cuarenta, que se quedaran por la mañana en sus casas y que habían ido por la tarde al pueblo con objeto de saber noticias, habían invadido la taberna al acercarse los amotinados. Zacarías ocupaba una mesa con Filomena, su mujer. Más allá Pierron y la suya, vueltos de espalda, ocultaban la cara. Nadie bebía, no habían hecho más que buscar allí un refugio.
Cuando Esteban vio que era Rasseneur, le volvió la espalda, y no se detuvo hasta que oyó decir a éste:
-Te molesta verme, ¿no es verdad?... Bien te lo predije. Ya empiezan las dificultades. Ya podéis ahora pedir pan, que lo que os darán será plomo.
Entonces Esteban volvió sobre sus pasos, y contestó:
-Lo que me molesta, son los cobardes que se cruzan de brazos, viéndonos exponer el pellejo.
-¿Tienes idea de robar ahí enfrente? -preguntó Rasseneur.
-No tengo más idea que la de estar con mis compañeros hasta el final, dispuesto a morir con ellos.
Y Esteban se alejó, desesperado, dispuesto, en efecto, a dejarse matar. Al salir a la calle, tropezó con dos chicuelos que se disponían a tirar piedras, y después de pegarles un soberbio puntapié a cada uno empezó a gritar a sus compañeros, diciéndoles que romper los vidrios no conducía a nada.
Braulio y Lidia, que se habían juntado con Juan, aprendían de éste a manejar la honda, y cada cual tiraba una piedra apostando a quién haría más daño. Lidia acababa de tener la torpeza de herir con una piedra a una de las mujeres del grupo de amotinadas, y los dos muchachos se reían de la gracia, en tanto que el viejo Mouque y su amigo Buenamuerte, sentados en un banco, les miraban con la mayor tranquilidad. Las piernas hinchadas de Buenamuerte le sostenían tan mal, que con mucho trabajo había podido arrastrarse hasta allí, sin que nadie comprendiera qué curiosidad le llevaba a presenciar aquel espectáculo, porque estaba en uno de esos días en que no era posible sacarle una palabra del cuerpo.
Ya nadie obedecía a Esteban. Las piedras, a pesar de sus órdenes, seguían lloviendo, y él se admiraba de ver a aquellos brutos sacados con tanto trabajo de su apatía, para luego convertirse en fieras terribles a quien nadie podía contener. Toda la antigua sangre flamenca estaba allí, esa sangre que necesita meses y meses para calentarse, pero que, una vez caliente, se entrega a los más terribles excesos, sin oír consejos, hasta que la bestia se ve harta de atrocidades. En los países meridionales las turbas se inflaman con más facilidad, pero cometen menos excesos. Esteban tuvo que reñir con Levaque para arrancarle el hacha; y no sabía cómo componérselas con Maheu, que tiraba piedras con las dos manos. Sobre todo, las mujeres le daban miedo: la de Levaque, la Mouquette y todas, presas de furor homicida, aullando como perros, con los dientes y las uñas fuera, excitadas por la Quemada, que las dominaba a todas, gracias a su elevada estatura, tenían el aspecto feroz.
Pero hubo un momento de tregua: una sorpresa de un minuto determinó la calma, que todos los ruegos y las órdenes de Esteban no consiguieran obtener. Era que los Grégoire se decidían a despedirse del notario para entrar en casa del director, y parecían tan tranquilos, tan confiados como si sólo se tratara de una broma de los mineros, cuya resignación les estaba dando de comer hacía un siglo, que los revoltosos asombrados, conmovidos, cesaron, en efecto, de tirar piedras, por miedo de que alguna lastimase a aquellos dos viejos que se presentaban como llovidos del cielo. Los dejaron entrar en el jardín, subir la escalinata, llamar a la puerta tranquilamente, y esperar con la misma tranquilidad, porque tardaban en abrirles. Precisamente en aquel momento Rosa, la doncella, volvía de su paseo, sonriendo con amabilidad a los obreros, a los cuales conocía perfectamente, porque era hija de Montsou. Ella fue la que, a fuerza de puñetazos y golpes, obligó a Hipólito a entreabrir la puerta de la casa. Ya era tiempo, porque en aquel momento empezaba a llover piedras otra vez. La muchedumbre, vuelta de su sorpresa, gritaba con más furor:
-¡Mueran los burgueses! ¡Viva el socialismo!
Rosa continuaba sonriendo en el vestíbulo de la casa, como si le divirtiese la aventura, y decía al criado, que tenía un susto mayúsculo:
-¡Si no son malos! ¡Los conozco bien!
El señor Grégoire colgó con la mayor calma su sombrero en la percha de la antesala, y después de ayudar a su mujer a quitarse el abrigo, dijo a su vez:
-Realmente, en el fondo no tienen malicia. Así que se harten de gritar, se irán a comer, y lo harán con más apetito.
En aquel momento el señor Hennebeau bajaba del segundo piso. Habia visto lo ocurrido, y salía a recibir a sus convidados con su habitual frialdad y cortesía. Solamente la palidez de su semblante acusaba la agitación pasada. Se había dominado, y en él ya no quedaba más que el ingeniero, el administrador correcto y decidido a cumplir con deber.
-Todavía no han venido las señoras -dijo, después de saludar.
Quinta parte: Capítulo VI
Esteban, a quien las bofetadas de Catalina habían sacado de su embriaguez, continuaba al frente de los amotinados. Pero al mismo tiempo que con voz enronquecida los lanzaba sobre Montsou, otra voz resonaba en él, un grito de razón y de justicia, que lo asombraba, pidiéndole cuentas de todos aquellos desmanes. Él no había deseado nada de aquello: ¿cómo era que, habiendo salido para Juan-Bart con objeto de obrar prudentemente y con frialdad evitando todo desastre, acababa el día, después de haber caminando de violencia en violencia, asaltando la casa del director, o sitiándola al menos?
Y él, sin embargo, era quien acababa de gritar: "¡Alto!" Es verdad que su objeto principal había sido proteger los talleres de la Compañía, que los huelguistas intentaban destruir. Y ahora que veía a las turbas apedreando la fachada del hotel, discurría, buscaba, sin encontrarla, una víctima legítima sobre la cual lanzar sus huestes para evitar mayores males. Precisamente estaba pensando en su impotencia, allí en medio del camino, cuando un hombre le llamó desde la taberna de Tison, cuya mujer se había apresurado a cerrar desde que llegaron los amotinados, si bien dejando libre media puerta de calle.
-Soy yo: oye un momento.
Era Rasseneur. Veinticinco o treinta individuos, entre mujeres y hombres, casi todos ellos del barrio de los Doscientos Cuarenta, que se quedaran por la mañana en sus casas y que habían ido por la tarde al pueblo con objeto de saber noticias, habían invadido la taberna al acercarse los amotinados. Zacarías ocupaba una mesa con Filomena, su mujer. Más allá Pierron y la suya, vueltos de espalda, ocultaban la cara. Nadie bebía, no habían hecho más que buscar allí un refugio.
Cuando Esteban vio que era Rasseneur, le volvió la espalda, y no se detuvo hasta que oyó decir a éste:
-Te molesta verme, ¿no es verdad?... Bien te lo predije. Ya empiezan las dificultades. Ya podéis ahora pedir pan, que lo que os darán será plomo.
Entonces Esteban volvió sobre sus pasos, y contestó:
-Lo que me molesta, son los cobardes que se cruzan de brazos, viéndonos exponer el pellejo.
-¿Tienes idea de robar ahí enfrente? -preguntó Rasseneur.
-No tengo más idea que la de estar con mis compañeros hasta el final, dispuesto a morir con ellos.
Y Esteban se alejó, desesperado, dispuesto, en efecto, a dejarse matar. Al salir a la calle, tropezó con dos chicuelos que se disponían a tirar piedras, y después de pegarles un soberbio puntapié a cada uno empezó a gritar a sus compañeros, diciéndoles que romper los vidrios no conducía a nada.
Braulio y Lidia, que se habían juntado con Juan, aprendían de éste a manejar la honda, y cada cual tiraba una piedra apostando a quién haría más daño. Lidia acababa de tener la torpeza de herir con una piedra a una de las mujeres del grupo de amotinadas, y los dos muchachos se reían de la gracia, en tanto que el viejo Mouque y su amigo Buenamuerte, sentados en un banco, les miraban con la mayor tranquilidad. Las piernas hinchadas de Buenamuerte le sostenían tan mal, que con mucho trabajo había podido arrastrarse hasta allí, sin que nadie comprendiera qué curiosidad le llevaba a presenciar aquel espectáculo, porque estaba en uno de esos días en que no era posible sacarle una palabra del cuerpo.
Ya nadie obedecía a Esteban. Las piedras, a pesar de sus órdenes, seguían lloviendo, y él se admiraba de ver a aquellos brutos sacados con tanto trabajo de su apatía, para luego convertirse en fieras terribles a quien nadie podía contener. Toda la antigua sangre flamenca estaba allí, esa sangre que necesita meses y meses para calentarse, pero que, una vez caliente, se entrega a los más terribles excesos, sin oír consejos, hasta que la bestia se ve harta de atrocidades. En los países meridionales las turbas se inflaman con más facilidad, pero cometen menos excesos. Esteban tuvo que reñir con Levaque para arrancarle el hacha; y no sabía cómo componérselas con Maheu, que tiraba piedras con las dos manos. Sobre todo, las mujeres le daban miedo: la de Levaque, la Mouquette y todas, presas de furor homicida, aullando como perros, con los dientes y las uñas fuera, excitadas por la Quemada, que las dominaba a todas, gracias a su elevada estatura, tenían el aspecto feroz.
Pero hubo un momento de tregua: una sorpresa de un minuto determinó la calma, que todos los ruegos y las órdenes de Esteban no consiguieran obtener. Era que los Grégoire se decidían a despedirse del notario para entrar en casa del director, y parecían tan tranquilos, tan confiados como si sólo se tratara de una broma de los mineros, cuya resignación les estaba dando de comer hacía un siglo, que los revoltosos asombrados, conmovidos, cesaron, en efecto, de tirar piedras, por miedo de que alguna lastimase a aquellos dos viejos que se presentaban como llovidos del cielo. Los dejaron entrar en el jardín, subir la escalinata, llamar a la puerta tranquilamente, y esperar con la misma tranquilidad, porque tardaban en abrirles. Precisamente en aquel momento Rosa, la doncella, volvía de su paseo, sonriendo con amabilidad a los obreros, a los cuales conocía perfectamente, porque era hija de Montsou. Ella fue la que, a fuerza de puñetazos y golpes, obligó a Hipólito a entreabrir la puerta de la casa. Ya era tiempo, porque en aquel momento empezaba a llover piedras otra vez. La muchedumbre, vuelta de su sorpresa, gritaba con más furor:
-¡Mueran los burgueses! ¡Viva el socialismo!
Rosa continuaba sonriendo en el vestíbulo de la casa, como si le divirtiese la aventura, y decía al criado, que tenía un susto mayúsculo:
-¡Si no son malos! ¡Los conozco bien!
El señor Grégoire colgó con la mayor calma su sombrero en la percha de la antesala, y después de ayudar a su mujer a quitarse el abrigo, dijo a su vez:
-Realmente, en el fondo no tienen malicia. Así que se harten de gritar, se irán a comer, y lo harán con más apetito.
En aquel momento el señor Hennebeau bajaba del segundo piso. Habia visto lo ocurrido, y salía a recibir a sus convidados con su habitual frialdad y cortesía. Solamente la palidez de su semblante acusaba la agitación pasada. Se había dominado, y en él ya no quedaba más que el ingeniero, el administrador correcto y decidido a cumplir con deber.
-Todavía no han venido las señoras -dijo, después de saludar.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Por primera vez, los señores Grégoire se sintieron inquietos. ¡Que no había vuelto Cecilia! ¿Y cómo entraría en la casa, si seguía la broma de los mineros?
-He pensado en hacer despejar la carretera -añadió el señor Hennebeau-. Pero, por desgracia, estoy solo, y no sé a dónde mandar al criado para que vengan cuatro soldados y un cabo que echen de ahí a esos canallas.
Rosa, que continuaba en la antesala, se atrevió a decir:
-¡Oh, señor! ¡Si no son malos!
El director movía la cabeza, en tanto que el tumulto aumentaba la calle y las pedradas contra la fachada seguían sin cesar.
-Yo no les odio, porque de sobra comprendo lo que es el mundo, y se necesita ser todo lo bruto que ellos son para creer que nosotros tenernos interés en acrecentar sus desdichas. Pero mi deber es restablecer el orden. ¡Y pensar que, según dicen, hay gendarmes en el pueblo, y que no he visto ni uno siquiera desde esta mañana!
Se interrumpió y, dirigiéndose a la señora Crégoire, añadió con su habitual cortesía:
-Pero, por Dios, señora no estemos aquí: pasen al salón, y que enciendan las luces.
La cocinera llegaba en aquel momento exasperada, y los detuvo en el vestíbulo algunos minutos más. La pobre iba a manifestar que no aceptaba la responsabilidad de la comida, porque estaba esperando unas cosas de casa del pastelero de Marchiennes, que le debían haber llevado a las cinco. Indudablemente el mozo de la pastelería se habría quedado en el camino, asustado del motín. Quizás le habrían robado lo que llevaba. De todos modos ya estaba advertido el señor; prefería tirar la comida, a presentarla mal por causa de los revolucionarios.
-¡Un poco de paciencia! -dijo el señor Hennebeau-. No se ha perdido nada todavía; tal vez venga el pastelero un poco más tarde.
Y al volverse otra vez a la señora Grégoire, abriendo él mismo la puerta del salón, quedó muy sorprendido al ver sentado en el banco de la antesala a un hombre a quien no había visto hasta aquel momento. Al reconocerle, exclamó:
-¡Hola! ¿Es usted, Maigrat? ¿Pues qué pasa?
Maigrat se había puesto en pie, y entonces se vio su semblante descolorido, pálido, lívido de espanto. Había perdido su aspecto de hombre bonachón, y dijo que se había atrevido a entrar en casa del director para reclamarle ayuda y protección, si aquellos bandidos atacaban su almacén.
-Ya ve usted que yo mismo estoy amenazado -contestó el señor Hennebeau-, y que no tengo medios de defensa. Mejor habría hecho usted en quedarse en su casa para guardar la tienda.
-¡Oh! Lo he cerrado todo muy bien; y, además, he dejado allí a mi mujer.
El director se impacientó, sin disimular su desprecio. ¡Vaya una defensa que podría hacer aquella infeliz!
-Pues yo no puedo hacer nada. Defiéndase como pueda. Y le aconsejo que se vuelva enseguida a su casa, pues ya ve usted que están pidiendo otra vez pan... Oiga, oiga.
En efecto los gritos redoblaban, y Maigrat creyó oír su nombre. Entonces acabó de perder la cabeza. Era imposible volver a su casa, porque le matarían sin duda. Por otro lado, la idea de su ruina le volvía loco, y continuó con la cara pegada a la vidriera de la puerta, sudando, tembloroso, contemplando el desastre, mientras los Grégoire se decidían a entrar en el salón.
El señor Hennebeau afectaba hacer tranquilamente los honores de su casa. Pero en vano rogaba a sus convidados que se sentasen; la sala, cerrada, iluminada por dos quinqués, aun cuando no había anochecido, se llenaba de espanto a cada nueva acometida de los revoltosos. Allí dentro los bramidos de las turbas parecían más amenazadores por su misma vaguedad. Todos hablaban de aquella inconcebible revolución. El director se admiraba de no haber previsto nada; y tan mal montada tenía su policía, que se indignaba, sobre todo contra Rasseneur, cuya detestable influencia reconocía. Es verdad que pronto llegarían los gendarmes; porque era imposible que le abandonaran así. En cuanto a los señores Grégoire, no pensaban más que en su hija: ¡la pobre, que se asustaba tan pronto! Quizás al ver el peligro se habría vuelto a Marchiennes. Estuvieron esperando un cuarto de hora todavía, en medio del estruendo de las voces y de las pedradas. Aquella situación no era ya tolerable; el señor Hennebeau hablaba de salir a la calle, arrollar él solo a los grupos, y salir al encuentro del carruaje, cuando Hipólito se precipitó en el salón, gritando:
-¡Señor, señor, que matan a la señora!
Como Négrel había temido, el carruaje no pudo salir de Réquillart, a causa de las amenazas de los amotinados. Al ver esto, se decidieron a andar a pie los cien metros que los separaban de la casa, para entrar por la puertecilla del jardín; el jardinero los oiría y les abriría. Al principio, estos planes salieron a pedir de boca; ya estaban la señora de Hennebeau y las tres muchachas junto a la puerta, cuando una porción de mujeres se abalanzaron a ellas. Entonces todo se echó a perder. Nadie abrió la puerta: en vano Négrel había querido derribarla, y temiendo lo que iba a pasar, tomó el partido de coger a su tía y a sus amigas, y llegar a la entrada principal de la casa atravesando por entre los grupos. Pero aquella maniobra produjo una conmoción terrible en la muchedumbre: unos les impedían el paso, mientras otros, gritando desaforadamente, los perseguían, y otros ignoraban a qué atribuir la presencia de aquellos señores tan peripuestos, paseándose por entre los agitados grupos.
En aquel instante, la confusión fue tal, que se produjo uno de esos hechos que, después de pasados, no pueden explicarse. Lucía y Juana, que habían conseguido llegar a la entrada, penetraron en la casa con la protección de las criadas, que entreabrieron la puerta para dejarles paso; la señora de Hennebeau había conseguido llegar detrás de ellas; por fin entró Négrel, y corrió los cerrojos, creyendo que todos estaban a salvo. Pero Cecilia no había entrado: había desaparecido, poseída de tal miedo, que, en vez de seguir a los demás, cayó al huir en medio de los grupos amenazadores.
Enseguida se oyó gritar:
-¡Viva el socialismo! ¡Mueran los burgueses! ¡Mueran!
Algunos desde lejos creían que era la señora Hennebeau. Otros suponían que era una amiga de la mujer del director, a quien detestaban los obreros. Pero, de todos modos, importaba poco quien fuera; lo que producía exasperación era su vestido de seda, su abrigo de pieles y su sombrero adornado con plumas. Olía bien, llevaba reloj, y tenía un cutis finísimo, que jamás había tocado el carbón.
-¡Espera -gritó la Quemada-, que te vamos a desnudar!
-A nosotros nos roban eso los muy puercos -añadió la mujer de Levaque-. ¡Se abrigan con pieles, mientras los demás nos morimos de frío!... ¡Andad, andad: ponedla en cueros, para que aprenda a vivir!
Entonces la Mouquette fue la más exaltada.
-¡Sí, sí; y azotémosla luego!
Aquellas mujeres, en su salvaje rivalidad, se ahogaban, y alargaban el paso para llegar pronto, porque cada una de ellas deseaba llevarse algo de aquella señorita. Seguro que no estaba formada de distinto modo que las demás. Por el contrario: algunas que se cubrían con todos aquellos ringorrangos eran feísimas por dentro. La injusticia había durado mucho tiempo, y era necesario obligarlas a que se vistiesen como los obreros, y no permitirlas que gastaran un dineral en que les planchasen algunas enaguas.
La pobre Cecilia, en medio de aquellas fieras, tiritaba de miedo, sin poderse mover, y tartamudeando sin cesar la misma frase:
-¡Señoras, por Dios; señoras, no me hagan daño!
Pero de pronto dio un grito terrible. Dos manos frías acababan de cogerla por el cuello. Eran las del viejo Buenamuerte, al lado del cual la habían llevado los empujones de las turbas. Parecía borracho de hambre, idiotizado por la miseria, recién salido, de una manera brusca, de aquella resignación suya, que duraba medio siglo, sin que se comprendiese a qué acceso de venganza obedecía. Después de haber expuesto varias veces su vida para salvar la de algunos compañeros sin temor al grisú y a los hundimientos, cedía a influencias misteriosas, que no se explicaban; a una necesidad de hacer daño; a la fascinación de aquel cuello blanco y finísimo.
-¡No, no! -chillaban las mujeres-. ¡Ponedla en cueros! ¡Ponedla en cueros!
Cuando en la casa advirtieron la ausencia de Cecilia, Négrel y el señor Hennebeau abrieron nuevamente la puerta para lanzarse en auxilio de la pobre muchacha; pero la muchedumbre se apiñaba contra la puerta, y era muy difícil salir. Se había entablado una lucha terrible, que los Grégoire contemplaban asustados desde lo alto de la escalinata.
-¡Déjala, viejo! ¡Es la señorita de la Piolaine! - gritó bruscamente la mujer de Maheu, al reconocer a Cecilia.
Esteban, por su parte, horrorizado de tales represalias contra una niña, se esforzaba por arrebatarla a aquellos energúmenos. En aquel momento tuvo una inspiración, y blandiendo el hacha, que arrancara poco antes de manos de Levaque, gritó con fuerza:
-¡A casa de Maigrat!... ¡Allí hay pan! ¡Echemos abajo la tienda de Maigrat!
Y pegó un hachazo contra la ventana del almacén. Algunos le habían seguido, entre los cuales estaban Maheu y Levaque. Pero las mujeres se ensañaban contra Cecilia, que de las manos de Buenamuerte había caído en las garras de la Quemada. Lidia y Braulio, dirigidos por Juan, trataban, andando a cuatro patas, de meterse debajo de sus faldas, para ver las piernas de aquella señorita. Ya empezaban a desnudarla, ya se oía rasgar la tela del vestido, cuando apareció un hombre a caballo, atropellando briosamente a cuantos no se quitaban pronto de en medio.
-¡Ah!, ¡canallas, miserables, vais a matar a nuestras hijas ahora!
Era Deneulin que llegaba en aquel momento para comer en casa de Hennebeau. Manejando el caballo con gran habilidad, se abalanzó al grupo, cogió a Cecilia por la cintura, la subió hasta colocarla en el borde delantero de la silla, y atropelló de nuevo a los grupos, que se retiraban ante las brutales acometidas del caballo, que se había encabritado. Junto a la puerta del jardín continuaba la batalla. Pero él pasó arrollando a los amotinados. Aquel refuerzo inesperado libró a Négrel y a Hennebeau, que estaban en verdadero peligro; y mientras el joven ingeniero entraba en el hotel, sosteniendo a Cecilia, que estaba desmayada, Deneulin, que ayudaba a Hennebeau a defenderse, recibió una pedrada, que por poco le destroza el hombro.
-Eso es -gritó-; rompedme ahora los huesos, después de haberme roto las máquinas.
Y cerró rápidamente la puerta, contra la cual fueron a estrellarse cincuenta o sesenta piedras lanzadas con furia.
-¡Perros rabiosos! -dijo Deneulin-. Si me descuido, me rompen la cabeza... Y no puede uno quejarse; pues, ¿qué van a hacer, si los muy brutos no saben otra cosa?
En el salón, Grégoire y su mujer lloraban, contemplando cariñosamente a Cecilia que iba recobrando el conocimiento. No le habían hecho nada, ni siquiera un arañazo; no había perdido más que el velo del sombrero. Pero
-He pensado en hacer despejar la carretera -añadió el señor Hennebeau-. Pero, por desgracia, estoy solo, y no sé a dónde mandar al criado para que vengan cuatro soldados y un cabo que echen de ahí a esos canallas.
Rosa, que continuaba en la antesala, se atrevió a decir:
-¡Oh, señor! ¡Si no son malos!
El director movía la cabeza, en tanto que el tumulto aumentaba la calle y las pedradas contra la fachada seguían sin cesar.
-Yo no les odio, porque de sobra comprendo lo que es el mundo, y se necesita ser todo lo bruto que ellos son para creer que nosotros tenernos interés en acrecentar sus desdichas. Pero mi deber es restablecer el orden. ¡Y pensar que, según dicen, hay gendarmes en el pueblo, y que no he visto ni uno siquiera desde esta mañana!
Se interrumpió y, dirigiéndose a la señora Crégoire, añadió con su habitual cortesía:
-Pero, por Dios, señora no estemos aquí: pasen al salón, y que enciendan las luces.
La cocinera llegaba en aquel momento exasperada, y los detuvo en el vestíbulo algunos minutos más. La pobre iba a manifestar que no aceptaba la responsabilidad de la comida, porque estaba esperando unas cosas de casa del pastelero de Marchiennes, que le debían haber llevado a las cinco. Indudablemente el mozo de la pastelería se habría quedado en el camino, asustado del motín. Quizás le habrían robado lo que llevaba. De todos modos ya estaba advertido el señor; prefería tirar la comida, a presentarla mal por causa de los revolucionarios.
-¡Un poco de paciencia! -dijo el señor Hennebeau-. No se ha perdido nada todavía; tal vez venga el pastelero un poco más tarde.
Y al volverse otra vez a la señora Grégoire, abriendo él mismo la puerta del salón, quedó muy sorprendido al ver sentado en el banco de la antesala a un hombre a quien no había visto hasta aquel momento. Al reconocerle, exclamó:
-¡Hola! ¿Es usted, Maigrat? ¿Pues qué pasa?
Maigrat se había puesto en pie, y entonces se vio su semblante descolorido, pálido, lívido de espanto. Había perdido su aspecto de hombre bonachón, y dijo que se había atrevido a entrar en casa del director para reclamarle ayuda y protección, si aquellos bandidos atacaban su almacén.
-Ya ve usted que yo mismo estoy amenazado -contestó el señor Hennebeau-, y que no tengo medios de defensa. Mejor habría hecho usted en quedarse en su casa para guardar la tienda.
-¡Oh! Lo he cerrado todo muy bien; y, además, he dejado allí a mi mujer.
El director se impacientó, sin disimular su desprecio. ¡Vaya una defensa que podría hacer aquella infeliz!
-Pues yo no puedo hacer nada. Defiéndase como pueda. Y le aconsejo que se vuelva enseguida a su casa, pues ya ve usted que están pidiendo otra vez pan... Oiga, oiga.
En efecto los gritos redoblaban, y Maigrat creyó oír su nombre. Entonces acabó de perder la cabeza. Era imposible volver a su casa, porque le matarían sin duda. Por otro lado, la idea de su ruina le volvía loco, y continuó con la cara pegada a la vidriera de la puerta, sudando, tembloroso, contemplando el desastre, mientras los Grégoire se decidían a entrar en el salón.
El señor Hennebeau afectaba hacer tranquilamente los honores de su casa. Pero en vano rogaba a sus convidados que se sentasen; la sala, cerrada, iluminada por dos quinqués, aun cuando no había anochecido, se llenaba de espanto a cada nueva acometida de los revoltosos. Allí dentro los bramidos de las turbas parecían más amenazadores por su misma vaguedad. Todos hablaban de aquella inconcebible revolución. El director se admiraba de no haber previsto nada; y tan mal montada tenía su policía, que se indignaba, sobre todo contra Rasseneur, cuya detestable influencia reconocía. Es verdad que pronto llegarían los gendarmes; porque era imposible que le abandonaran así. En cuanto a los señores Grégoire, no pensaban más que en su hija: ¡la pobre, que se asustaba tan pronto! Quizás al ver el peligro se habría vuelto a Marchiennes. Estuvieron esperando un cuarto de hora todavía, en medio del estruendo de las voces y de las pedradas. Aquella situación no era ya tolerable; el señor Hennebeau hablaba de salir a la calle, arrollar él solo a los grupos, y salir al encuentro del carruaje, cuando Hipólito se precipitó en el salón, gritando:
-¡Señor, señor, que matan a la señora!
Como Négrel había temido, el carruaje no pudo salir de Réquillart, a causa de las amenazas de los amotinados. Al ver esto, se decidieron a andar a pie los cien metros que los separaban de la casa, para entrar por la puertecilla del jardín; el jardinero los oiría y les abriría. Al principio, estos planes salieron a pedir de boca; ya estaban la señora de Hennebeau y las tres muchachas junto a la puerta, cuando una porción de mujeres se abalanzaron a ellas. Entonces todo se echó a perder. Nadie abrió la puerta: en vano Négrel había querido derribarla, y temiendo lo que iba a pasar, tomó el partido de coger a su tía y a sus amigas, y llegar a la entrada principal de la casa atravesando por entre los grupos. Pero aquella maniobra produjo una conmoción terrible en la muchedumbre: unos les impedían el paso, mientras otros, gritando desaforadamente, los perseguían, y otros ignoraban a qué atribuir la presencia de aquellos señores tan peripuestos, paseándose por entre los agitados grupos.
En aquel instante, la confusión fue tal, que se produjo uno de esos hechos que, después de pasados, no pueden explicarse. Lucía y Juana, que habían conseguido llegar a la entrada, penetraron en la casa con la protección de las criadas, que entreabrieron la puerta para dejarles paso; la señora de Hennebeau había conseguido llegar detrás de ellas; por fin entró Négrel, y corrió los cerrojos, creyendo que todos estaban a salvo. Pero Cecilia no había entrado: había desaparecido, poseída de tal miedo, que, en vez de seguir a los demás, cayó al huir en medio de los grupos amenazadores.
Enseguida se oyó gritar:
-¡Viva el socialismo! ¡Mueran los burgueses! ¡Mueran!
Algunos desde lejos creían que era la señora Hennebeau. Otros suponían que era una amiga de la mujer del director, a quien detestaban los obreros. Pero, de todos modos, importaba poco quien fuera; lo que producía exasperación era su vestido de seda, su abrigo de pieles y su sombrero adornado con plumas. Olía bien, llevaba reloj, y tenía un cutis finísimo, que jamás había tocado el carbón.
-¡Espera -gritó la Quemada-, que te vamos a desnudar!
-A nosotros nos roban eso los muy puercos -añadió la mujer de Levaque-. ¡Se abrigan con pieles, mientras los demás nos morimos de frío!... ¡Andad, andad: ponedla en cueros, para que aprenda a vivir!
Entonces la Mouquette fue la más exaltada.
-¡Sí, sí; y azotémosla luego!
Aquellas mujeres, en su salvaje rivalidad, se ahogaban, y alargaban el paso para llegar pronto, porque cada una de ellas deseaba llevarse algo de aquella señorita. Seguro que no estaba formada de distinto modo que las demás. Por el contrario: algunas que se cubrían con todos aquellos ringorrangos eran feísimas por dentro. La injusticia había durado mucho tiempo, y era necesario obligarlas a que se vistiesen como los obreros, y no permitirlas que gastaran un dineral en que les planchasen algunas enaguas.
La pobre Cecilia, en medio de aquellas fieras, tiritaba de miedo, sin poderse mover, y tartamudeando sin cesar la misma frase:
-¡Señoras, por Dios; señoras, no me hagan daño!
Pero de pronto dio un grito terrible. Dos manos frías acababan de cogerla por el cuello. Eran las del viejo Buenamuerte, al lado del cual la habían llevado los empujones de las turbas. Parecía borracho de hambre, idiotizado por la miseria, recién salido, de una manera brusca, de aquella resignación suya, que duraba medio siglo, sin que se comprendiese a qué acceso de venganza obedecía. Después de haber expuesto varias veces su vida para salvar la de algunos compañeros sin temor al grisú y a los hundimientos, cedía a influencias misteriosas, que no se explicaban; a una necesidad de hacer daño; a la fascinación de aquel cuello blanco y finísimo.
-¡No, no! -chillaban las mujeres-. ¡Ponedla en cueros! ¡Ponedla en cueros!
Cuando en la casa advirtieron la ausencia de Cecilia, Négrel y el señor Hennebeau abrieron nuevamente la puerta para lanzarse en auxilio de la pobre muchacha; pero la muchedumbre se apiñaba contra la puerta, y era muy difícil salir. Se había entablado una lucha terrible, que los Grégoire contemplaban asustados desde lo alto de la escalinata.
-¡Déjala, viejo! ¡Es la señorita de la Piolaine! - gritó bruscamente la mujer de Maheu, al reconocer a Cecilia.
Esteban, por su parte, horrorizado de tales represalias contra una niña, se esforzaba por arrebatarla a aquellos energúmenos. En aquel momento tuvo una inspiración, y blandiendo el hacha, que arrancara poco antes de manos de Levaque, gritó con fuerza:
-¡A casa de Maigrat!... ¡Allí hay pan! ¡Echemos abajo la tienda de Maigrat!
Y pegó un hachazo contra la ventana del almacén. Algunos le habían seguido, entre los cuales estaban Maheu y Levaque. Pero las mujeres se ensañaban contra Cecilia, que de las manos de Buenamuerte había caído en las garras de la Quemada. Lidia y Braulio, dirigidos por Juan, trataban, andando a cuatro patas, de meterse debajo de sus faldas, para ver las piernas de aquella señorita. Ya empezaban a desnudarla, ya se oía rasgar la tela del vestido, cuando apareció un hombre a caballo, atropellando briosamente a cuantos no se quitaban pronto de en medio.
-¡Ah!, ¡canallas, miserables, vais a matar a nuestras hijas ahora!
Era Deneulin que llegaba en aquel momento para comer en casa de Hennebeau. Manejando el caballo con gran habilidad, se abalanzó al grupo, cogió a Cecilia por la cintura, la subió hasta colocarla en el borde delantero de la silla, y atropelló de nuevo a los grupos, que se retiraban ante las brutales acometidas del caballo, que se había encabritado. Junto a la puerta del jardín continuaba la batalla. Pero él pasó arrollando a los amotinados. Aquel refuerzo inesperado libró a Négrel y a Hennebeau, que estaban en verdadero peligro; y mientras el joven ingeniero entraba en el hotel, sosteniendo a Cecilia, que estaba desmayada, Deneulin, que ayudaba a Hennebeau a defenderse, recibió una pedrada, que por poco le destroza el hombro.
-Eso es -gritó-; rompedme ahora los huesos, después de haberme roto las máquinas.
Y cerró rápidamente la puerta, contra la cual fueron a estrellarse cincuenta o sesenta piedras lanzadas con furia.
-¡Perros rabiosos! -dijo Deneulin-. Si me descuido, me rompen la cabeza... Y no puede uno quejarse; pues, ¿qué van a hacer, si los muy brutos no saben otra cosa?
En el salón, Grégoire y su mujer lloraban, contemplando cariñosamente a Cecilia que iba recobrando el conocimiento. No le habían hecho nada, ni siquiera un arañazo; no había perdido más que el velo del sombrero. Pero
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
su susto aumentó al ver allí a Melania, su cocinera, que subía a decirles que habían querido demoler la Piolaine. Llena de miedo se apresuraba a ponerlo en conocimiento de sus amos. Había entrado por la puerta entreabierta en el momento de mayor tumulto sin que nadie notase su presencia; y en su interminable relato, aquella piedra de Juan que no había roto más que un cristal, uno sólo, se convertía en un verdadero bombardeo capaz de resentir todas las paredes. Los señores de Grégoire estaban aterrorizados al ver que querían matar a su hija y demoler su casa. ¡Luego era verdad que aquellos obreros les tenían odio porque vivían sin hacer nada y a costa de ellos!
La doncella Rosa, que había acudido con una toalla y un tarro de agua de colonia, repitió por tercera vez:
-Pues es muy raro todo esto, porque en realidad no son malos.
La señora de Hennebeau, sentada en un sillón, muy pálida, no lograba reponerse de su violenta emoción; y sólo pudo sonreír cuando oyó que todos felicitaban a Négrel. Parecía que no hubiera sido el señor Deneulin el salvador de Cecilia. Sobre todo, los padres de ésta daban calurosamente las gracias al joven, a quien ya consideraban como yerno suyo. El señor Hennebeau contemplaba aquella escena, yendo de su mujer al querido de ésta, a quien había pensado matar aquella mañana, y desde Négrel a la joven, destinada probablemente a desembarazarse pronto de su sobrino. No tenía prisa ninguna, porque le asustaba pensar dónde iría a parar su mujer: tal vez a caer en brazos de un lacayo.
-Y a vosotras, hijas mías -preguntó Deneulin a sus niñas-, ¿no os han roto nada?
Lucía y Juana tenían mucho miedo, pero, después de todo, estaban satisfechas de haber visto aquello, y, pasado el susto, reían de lo lindo.
-¡Caramba! -exclamó su padre-. ¡Vaya un día el de hoy!... Si queréis dote, tendréis que ganarlo vosotras mismas; eso si no llega el caso de que os veáis obligadas a mantenerme.
Aunque con voz insegura, estaba bromeando; pero no pudo contener las lágrimas cuando sus dos hijas se echaron a su cuello, besándole cariñosamente.
El señor Hennebeau había oído aquella confesión de ruina, y una idea repentina acudió a su mente. Vandame, sin duda, sería al cabo de los de Montsou; aquello era su desquite, que le haría reconquistar el perdido favor de la Compañía. En todos los desastres de su vida se refugiaba en la estricta obediencia de las órdenes recibidas, porque, educado militarmente, tal conducta le servía de consuelo en sus pesares domésticos. Poco a poco, todos fueron tranquilizándose, y el salón, iluminado por los dos quinqués, fue adquiriendo su aspecto normal. ¿Qué sucedería en la calle? Porque ya no se oía a las turbas, ni tiraban piedras a los balcones; sólo se percibían murmullos imponentes, pero lejanos. Todos quisieron saber a qué atenerse, y salieron al vestíbulo con el fin de dirigir una mirada a la calle, a través de la vidriera. Las señoras de Hennebeau y de Grégoire, y las tres jóvenes, subieron al piso principal y procuraron ver lo que sucedía, l través de las persianas.
-¿No veis a ese canalla de Rasseneur a la puerta de la taberna de enfrente? -dijo el señor Hennebeau a Deneulin-. Es menester a todo trance deshacerse de él.
Y sin embargo no era Rasseneur, sino Esteban, quien derribaba a fuerza de hachazos las puertas de la casa de Maigrat. Y seguía llamando a sus compañeros: ¿acaso lo que había allí dentro no era de los mineros?¿Acaso no tenían el derecho de arrebatar lo que les pertenecía, a un ladrón que estaba explotándolos desde tiempo inmemorial, y que los mataba entonces de hambre, obedeciendo a órdenes de la Compañía? Poco a poco, todos fueron abandonando la casa del director, para acudir a la tienda antigua. El grito de: "pan, pan, pan" hendía nuevamente los aires. De seguro encontrarían pan detrás de aquella puerta. La rabia del hambre se apoderaba otra vez de ellos, como si bruscamente se hallaran sin fuerzas para esperar más, temerosos de caer desfallecidos en medio de la carretera. Tal era la aglomeración de gente, que Esteban temía herir a alguien, cada vez que levantaba el hacha para golpear la puerta.
Entre tanto, Maigrat, que había salido al vestíbulo del hotel, se refugió primero abajo, en la cocina; pero soñando con atentados abominables contra su casa, no pudo contener su impaciencia y acababa de subir al jardín para ver lo que sucedía, cuando vio que, en efecto, asaltaban la tienda con horrible clamor en medio del cual se distinguía su nombre. No, no era una pesadilla; estaba despierto: contemplaba desde allí todo el espectáculo del pillaje de su propiedad. Cada hachazo de Esteban se lo daban en el corazón. Ya estaba casi rota la puerta; un momento más, y se apoderaban de la tienda. Allá en su imaginación reconstruía exactamente las escenas que iban a tener efecto; veía a todos aquellos bandidos rompiéndolo, destrozándolo todo, apoderándose de cuanto encontraban a mano, comiendo y bebiendo cuanto allí tenía, y acabando por quemar la casa. No, no era posible resignarse de aquel modo a contemplar su ruina; no, antes morir. Desde que se hallaba en el jardín, estaba viendo en una ventana de su casa, de las que daban a la fachada de detrás, la silueta de su pobre mujer, pálida y temblorosa, mirando a la calle a través de los cristales: indudablemente esperaba resignada los golpes que sin duda iba a recibir. ¡La pobre estaba tan acostumbrada a padecer!
En aquella parte de la casa había un cobertizo, de tal suerte colocado, que desde el jardín era fácil llegar a él subiendo por la tapia del mismo: luego, no era tampoco difícil subir, con la ayuda de los árboles, hasta las ventanas de casa de Maigrat. Y la idea de tener que entrar de aquel modo le atormentaba con cierto remordimiento por haber salido de allí. Tal vez hubiera podido librarse de la muerte formando detrás de ella una barricada con los muebles; después podría recurrir a otros medios heroicos de defensa, tal como verter aceite o petróleo ardiendo desde las ventanas.
Pero aquel cariño a sus mercancías luchaba con su miedo cerval y su natural cobardía. De pronto, al oír un hachazo más fuerte que los demás, acabó de decidirse. La avaricia triunfaba: él y su mujer defenderían los sacos de provisiones hasta perder la última gota de su sangre.
Pero casi enseguida que se subió al techo del cobertizo se oyeron gritos terribles:
-¡Mirad, mirad!... ¡Ese ladrón está ahí arriba! ¡Al gato, al gato! -gritaban los amotinados.
Acababan de ver a Maigrat en el tejado del cobertizo. A impulsos de la extraña fiebre que le dominaba, y a pesar de su obesidad y pesadez, había trepado ágilmente por la tapia y se esforzaba por llegar a una ventana. Quizá lo hubiera conseguido, a no echarse a temblar de miedo que le alcanzara alguna piedra; porque las turbas, a las cuales ya no veía, seguían voceando en la calle:
-¡Al gato, al gato!... ¡Hay que cazarlo!
Bruscamente, le faltaron las dos manos a la vez, y, cayendo como una bola, tropezó en la canal del tejado, y fue a dar en tierra, con tan mala suerte, que se abrió la cabeza en la caída. Quedó muerto en el acto. Su mujer, asomada a la ventana, pálida y temblorosa, continuaba mirando.
La primera impresión de la muchedumbre fue de estupor. Esteban se detuvo con el hacha entre las manos; Maheu, Levaque, todos los demás. olvidaban la tienda, con la cabeza vuelta hacia el sitio de la catástrofe, contemplando un hilo de sangre que salía de la frente del muerto. Cesaron los gritos, y en la semioscuridad del crepúsculo se produjo un silencio profundísimo.
De pronto empezó de nuevo la gritería. Eran las mujeres, las cual se habían precipitado hacia el muerto, presas de la embriaguez de la sangre, cuyas gotas veían.
-¡Es verdad que hay Dios! ¡Ah, canalla; ya se acabó!
Rodeaban el cadáver todavía caliente, lo insultaban con sus carcajadas, llamándole canalla y granuja; escupían en la cara de aquel muerto el rencor producido por la vida de miseria y de hambre.
-¡Yo te debía setenta francos!, pues ya estás pagado, ¡ladrón! -dijo la mujer de Maheu, más furiosa que todas las demás-. Ya no te negarás a fiarme... ¡Espera! ¡Espera!, ¡que todavía voy a darte de comer!
Con los diez dedos arañó la tierra y cogió dos puñados de ella, con los cuales le llenó la boca violentamente.
-¡Toma!, ¡come, bribón!... ¡Toma!, ¡come, come, como nos devorabas antes!
Las injurias menudeaban, mientras el muerto, tendido boca arriba, miraba, inmóvil, con los ojos abiertos, la inmensidad del cielo, medio envuelto ya en tinieblas. Aquella tierra con que le llenaron la boca era el pan que se había negado a dar a los demás, y ya no comería más que de aquel pan. En verdad que estaba pagando caro las infamias que había cometido con los pobres. Pero las mujeres deseaban vengarse todavía más.
-¡Hay que destrozarlo!
-¡Sí, sí! ¡Qué no queden ni señales de ese cuerpo! ¡Nos ha hecho mucho daño!
La Mouquette empezó a quitarle los pantalones, ayudada por la de Levaque, que levantaba las piernas. Y la Quemada, con sus escuálidas y arrugadas manos de vieja, le abrió los muslos, empuñó aquella virilidad muerta, y haciendo un esfuerzo de salvaje, trató de arrancarla de un solo tirón. Pero los ligamentos resistían; tuvo que empezar otra vez, hasta que acabó quedándose en la mano con aquel jirón de piel velluda y ensangrentada que agitó en el aire, prorrumpiendo en una bestial carcajada de triunfo.
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Multitud de voces chillonas saludaron con imprecaciones el horrendo trofeo.
-¡Ah, bribón! ¡Ya no te meterás más con nuestras hijas! -¡Sí, ya se acabaron tus infamias!-Ya no tendremos que comprar el pan a costa de nuestro cuerpo.
Aquellas infames salvajadas producían un placer terrible. Unas a otras, las mujeres se enseñaban aquel ensangrentado despojo, como si fuese un reptil venenoso que a todas las hubiera picado y que veían inerte v a merced de ellas en aquel momento. Todas le escupían, todas le insultaban groseramente, todas repetían en un furioso acceso de desprecio:
-¡Anda, anda; que te entierren así, grandísimo bribón!
La Quemada colocó entonces aquel jirón de carne en la punta de un palo; y levantándolo en alto, tremolándolo como si fuese un pendón, se echó a la carretera corriendo y dando voces, seguida por aquella turba de mujeres desgreñadas y medio desnudas. La sangre chorreaba por el palo, y aquel pedazo de carne pendía de la punta como un despojo colgado de un gancho de carnicero. Allí arriba, en la ventana, la mujer de Maigrat continuaba inmóvil; pero a los últimos reflejos del sol que se ocultaba, cualquiera que la hubiese observado, hubiese visto, a través de los cristales, cierta contracción de sus facciones que parecía una sonrisa. Harta de golpes, harta de vivir despreciada y pospuesta a todas las mujeres que visitaban su casa, harta de trabajar desde por la mañana hasta la noche, tal vez sonreía, en efecto, al ver correr a aquellas mujeres detrás del sangriento despojo de su marido.
La horrenda mutilación había producido un horror profundo en los hombres. Ni Esteban, ni Maheu, ni los demás tuvieron tiempo de intervenir para evitarla; e inmóviles permanecieron también ante aquella furiosa carrera. A la puerta de la taberna se asomaban algunas cabezas. Rasseneur, pálido de indignación y Zacarías y Filomena estupefactos por lo que habían visto. Los dos viejos, Buenamuerte y Mouque, meneaban la cabeza con extraña expresión. Solamente Juan se reía, dando codazos a Braulio y obligando a Lidia a que levantase la cabeza. Pero las mujeres regresaban ya, desandando lo andado, y pasaban por debajo de las ventanas de la
La doncella Rosa, que había acudido con una toalla y un tarro de agua de colonia, repitió por tercera vez:
-Pues es muy raro todo esto, porque en realidad no son malos.
La señora de Hennebeau, sentada en un sillón, muy pálida, no lograba reponerse de su violenta emoción; y sólo pudo sonreír cuando oyó que todos felicitaban a Négrel. Parecía que no hubiera sido el señor Deneulin el salvador de Cecilia. Sobre todo, los padres de ésta daban calurosamente las gracias al joven, a quien ya consideraban como yerno suyo. El señor Hennebeau contemplaba aquella escena, yendo de su mujer al querido de ésta, a quien había pensado matar aquella mañana, y desde Négrel a la joven, destinada probablemente a desembarazarse pronto de su sobrino. No tenía prisa ninguna, porque le asustaba pensar dónde iría a parar su mujer: tal vez a caer en brazos de un lacayo.
-Y a vosotras, hijas mías -preguntó Deneulin a sus niñas-, ¿no os han roto nada?
Lucía y Juana tenían mucho miedo, pero, después de todo, estaban satisfechas de haber visto aquello, y, pasado el susto, reían de lo lindo.
-¡Caramba! -exclamó su padre-. ¡Vaya un día el de hoy!... Si queréis dote, tendréis que ganarlo vosotras mismas; eso si no llega el caso de que os veáis obligadas a mantenerme.
Aunque con voz insegura, estaba bromeando; pero no pudo contener las lágrimas cuando sus dos hijas se echaron a su cuello, besándole cariñosamente.
El señor Hennebeau había oído aquella confesión de ruina, y una idea repentina acudió a su mente. Vandame, sin duda, sería al cabo de los de Montsou; aquello era su desquite, que le haría reconquistar el perdido favor de la Compañía. En todos los desastres de su vida se refugiaba en la estricta obediencia de las órdenes recibidas, porque, educado militarmente, tal conducta le servía de consuelo en sus pesares domésticos. Poco a poco, todos fueron tranquilizándose, y el salón, iluminado por los dos quinqués, fue adquiriendo su aspecto normal. ¿Qué sucedería en la calle? Porque ya no se oía a las turbas, ni tiraban piedras a los balcones; sólo se percibían murmullos imponentes, pero lejanos. Todos quisieron saber a qué atenerse, y salieron al vestíbulo con el fin de dirigir una mirada a la calle, a través de la vidriera. Las señoras de Hennebeau y de Grégoire, y las tres jóvenes, subieron al piso principal y procuraron ver lo que sucedía, l través de las persianas.
-¿No veis a ese canalla de Rasseneur a la puerta de la taberna de enfrente? -dijo el señor Hennebeau a Deneulin-. Es menester a todo trance deshacerse de él.
Y sin embargo no era Rasseneur, sino Esteban, quien derribaba a fuerza de hachazos las puertas de la casa de Maigrat. Y seguía llamando a sus compañeros: ¿acaso lo que había allí dentro no era de los mineros?¿Acaso no tenían el derecho de arrebatar lo que les pertenecía, a un ladrón que estaba explotándolos desde tiempo inmemorial, y que los mataba entonces de hambre, obedeciendo a órdenes de la Compañía? Poco a poco, todos fueron abandonando la casa del director, para acudir a la tienda antigua. El grito de: "pan, pan, pan" hendía nuevamente los aires. De seguro encontrarían pan detrás de aquella puerta. La rabia del hambre se apoderaba otra vez de ellos, como si bruscamente se hallaran sin fuerzas para esperar más, temerosos de caer desfallecidos en medio de la carretera. Tal era la aglomeración de gente, que Esteban temía herir a alguien, cada vez que levantaba el hacha para golpear la puerta.
Entre tanto, Maigrat, que había salido al vestíbulo del hotel, se refugió primero abajo, en la cocina; pero soñando con atentados abominables contra su casa, no pudo contener su impaciencia y acababa de subir al jardín para ver lo que sucedía, cuando vio que, en efecto, asaltaban la tienda con horrible clamor en medio del cual se distinguía su nombre. No, no era una pesadilla; estaba despierto: contemplaba desde allí todo el espectáculo del pillaje de su propiedad. Cada hachazo de Esteban se lo daban en el corazón. Ya estaba casi rota la puerta; un momento más, y se apoderaban de la tienda. Allá en su imaginación reconstruía exactamente las escenas que iban a tener efecto; veía a todos aquellos bandidos rompiéndolo, destrozándolo todo, apoderándose de cuanto encontraban a mano, comiendo y bebiendo cuanto allí tenía, y acabando por quemar la casa. No, no era posible resignarse de aquel modo a contemplar su ruina; no, antes morir. Desde que se hallaba en el jardín, estaba viendo en una ventana de su casa, de las que daban a la fachada de detrás, la silueta de su pobre mujer, pálida y temblorosa, mirando a la calle a través de los cristales: indudablemente esperaba resignada los golpes que sin duda iba a recibir. ¡La pobre estaba tan acostumbrada a padecer!
En aquella parte de la casa había un cobertizo, de tal suerte colocado, que desde el jardín era fácil llegar a él subiendo por la tapia del mismo: luego, no era tampoco difícil subir, con la ayuda de los árboles, hasta las ventanas de casa de Maigrat. Y la idea de tener que entrar de aquel modo le atormentaba con cierto remordimiento por haber salido de allí. Tal vez hubiera podido librarse de la muerte formando detrás de ella una barricada con los muebles; después podría recurrir a otros medios heroicos de defensa, tal como verter aceite o petróleo ardiendo desde las ventanas.
Pero aquel cariño a sus mercancías luchaba con su miedo cerval y su natural cobardía. De pronto, al oír un hachazo más fuerte que los demás, acabó de decidirse. La avaricia triunfaba: él y su mujer defenderían los sacos de provisiones hasta perder la última gota de su sangre.
Pero casi enseguida que se subió al techo del cobertizo se oyeron gritos terribles:
-¡Mirad, mirad!... ¡Ese ladrón está ahí arriba! ¡Al gato, al gato! -gritaban los amotinados.
Acababan de ver a Maigrat en el tejado del cobertizo. A impulsos de la extraña fiebre que le dominaba, y a pesar de su obesidad y pesadez, había trepado ágilmente por la tapia y se esforzaba por llegar a una ventana. Quizá lo hubiera conseguido, a no echarse a temblar de miedo que le alcanzara alguna piedra; porque las turbas, a las cuales ya no veía, seguían voceando en la calle:
-¡Al gato, al gato!... ¡Hay que cazarlo!
Bruscamente, le faltaron las dos manos a la vez, y, cayendo como una bola, tropezó en la canal del tejado, y fue a dar en tierra, con tan mala suerte, que se abrió la cabeza en la caída. Quedó muerto en el acto. Su mujer, asomada a la ventana, pálida y temblorosa, continuaba mirando.
La primera impresión de la muchedumbre fue de estupor. Esteban se detuvo con el hacha entre las manos; Maheu, Levaque, todos los demás. olvidaban la tienda, con la cabeza vuelta hacia el sitio de la catástrofe, contemplando un hilo de sangre que salía de la frente del muerto. Cesaron los gritos, y en la semioscuridad del crepúsculo se produjo un silencio profundísimo.
De pronto empezó de nuevo la gritería. Eran las mujeres, las cual se habían precipitado hacia el muerto, presas de la embriaguez de la sangre, cuyas gotas veían.
-¡Es verdad que hay Dios! ¡Ah, canalla; ya se acabó!
Rodeaban el cadáver todavía caliente, lo insultaban con sus carcajadas, llamándole canalla y granuja; escupían en la cara de aquel muerto el rencor producido por la vida de miseria y de hambre.
-¡Yo te debía setenta francos!, pues ya estás pagado, ¡ladrón! -dijo la mujer de Maheu, más furiosa que todas las demás-. Ya no te negarás a fiarme... ¡Espera! ¡Espera!, ¡que todavía voy a darte de comer!
Con los diez dedos arañó la tierra y cogió dos puñados de ella, con los cuales le llenó la boca violentamente.
-¡Toma!, ¡come, bribón!... ¡Toma!, ¡come, come, como nos devorabas antes!
Las injurias menudeaban, mientras el muerto, tendido boca arriba, miraba, inmóvil, con los ojos abiertos, la inmensidad del cielo, medio envuelto ya en tinieblas. Aquella tierra con que le llenaron la boca era el pan que se había negado a dar a los demás, y ya no comería más que de aquel pan. En verdad que estaba pagando caro las infamias que había cometido con los pobres. Pero las mujeres deseaban vengarse todavía más.
-¡Hay que destrozarlo!
-¡Sí, sí! ¡Qué no queden ni señales de ese cuerpo! ¡Nos ha hecho mucho daño!
La Mouquette empezó a quitarle los pantalones, ayudada por la de Levaque, que levantaba las piernas. Y la Quemada, con sus escuálidas y arrugadas manos de vieja, le abrió los muslos, empuñó aquella virilidad muerta, y haciendo un esfuerzo de salvaje, trató de arrancarla de un solo tirón. Pero los ligamentos resistían; tuvo que empezar otra vez, hasta que acabó quedándose en la mano con aquel jirón de piel velluda y ensangrentada que agitó en el aire, prorrumpiendo en una bestial carcajada de triunfo.
-¡Ya lo tengo! ¡Ya lo tengo!
Multitud de voces chillonas saludaron con imprecaciones el horrendo trofeo.
-¡Ah, bribón! ¡Ya no te meterás más con nuestras hijas! -¡Sí, ya se acabaron tus infamias!-Ya no tendremos que comprar el pan a costa de nuestro cuerpo.
Aquellas infames salvajadas producían un placer terrible. Unas a otras, las mujeres se enseñaban aquel ensangrentado despojo, como si fuese un reptil venenoso que a todas las hubiera picado y que veían inerte v a merced de ellas en aquel momento. Todas le escupían, todas le insultaban groseramente, todas repetían en un furioso acceso de desprecio:
-¡Anda, anda; que te entierren así, grandísimo bribón!
La Quemada colocó entonces aquel jirón de carne en la punta de un palo; y levantándolo en alto, tremolándolo como si fuese un pendón, se echó a la carretera corriendo y dando voces, seguida por aquella turba de mujeres desgreñadas y medio desnudas. La sangre chorreaba por el palo, y aquel pedazo de carne pendía de la punta como un despojo colgado de un gancho de carnicero. Allí arriba, en la ventana, la mujer de Maigrat continuaba inmóvil; pero a los últimos reflejos del sol que se ocultaba, cualquiera que la hubiese observado, hubiese visto, a través de los cristales, cierta contracción de sus facciones que parecía una sonrisa. Harta de golpes, harta de vivir despreciada y pospuesta a todas las mujeres que visitaban su casa, harta de trabajar desde por la mañana hasta la noche, tal vez sonreía, en efecto, al ver correr a aquellas mujeres detrás del sangriento despojo de su marido.
La horrenda mutilación había producido un horror profundo en los hombres. Ni Esteban, ni Maheu, ni los demás tuvieron tiempo de intervenir para evitarla; e inmóviles permanecieron también ante aquella furiosa carrera. A la puerta de la taberna se asomaban algunas cabezas. Rasseneur, pálido de indignación y Zacarías y Filomena estupefactos por lo que habían visto. Los dos viejos, Buenamuerte y Mouque, meneaban la cabeza con extraña expresión. Solamente Juan se reía, dando codazos a Braulio y obligando a Lidia a que levantase la cabeza. Pero las mujeres regresaban ya, desandando lo andado, y pasaban por debajo de las ventanas de la
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Dirección. Y desde detrás de las persianas las señoras y señoritas que estaban allí, alargaban el cuello para enterarse de lo que sucedía. No habían podido ver la escena, no sólo a causa de la tapia del jardín, sino por efecto de la semioscuridad del crepúsculo.
-¿Qué traen en la punta de aquel palo? -preguntó Cecilia, que desde allí se atrevía a mirar.
Lucía y Juana dijeron que debía de ser una piel de conejo.
-No, no -murmuró la señora de Hennebeau-; habrán robado en alguna tienda; parece el despojo de un cerdo.
En aquel momento se estremeció y calló. La señora Grégoire acababa de hacerle una seña con la rodilla. Las dos quedaron aterradas. Las tres señoritas, muy pálidas, no preguntaban ya, y seguían con ojos espantados aquella visión horrible que iba desapareciendo en la oscuridad.
Esteban blandió de nuevo el hacha. Pero el malestar general no se disipaba; aquel cadáver tendido en el suelo protegía la tienda. Muchos habían retrocedido. Maheu permanecía sombrío y contemplando el horrible espectáculo de la muerte, cuando oyó una voz que le hablaba al oído, diciéndole que escapase. Volvió la cabeza, y reconoció a Catalina, que estaba todavía vestida de hombre y negra de carbón. La rechazó con un gesto. No quería oírla, y la amenazaba con pegarle. Entonces ella pareció desolada; vaciló un momento. y corrió hacia Esteban:
-¡Escapa, escapa, que están ahí los gendarmes!
También él la rechazaba y la injuriaba, sintiendo que a su mejilla subía la sangre al recuerdo de la bofetada. Pero ella no se daba por vencida, y le decía que tirase el hacha; cogiéndole de los brazos, con fuerza irresistible le arrastraba en pos de sí.
-¡Cuando te digo que están ahí los gendarmes!... óyeme. Si lo quieres saber, te diré que Chaval ha ido a buscarlos, y los conduce hasta aquí... Escapa, que no quiero que te cojan.
Y se lo llevó de allí en el instante en que a lo lejos se oía el rápido galopar de muchos caballos. De pronto se oyó el grito de:
-¡Los gendarmes! ¡Los gendarmes!
Y todos huyeron a la desbandada, tan precipitadamente que, en menos de dos minutos, la carretera quedó desierta, como barrida por un huracán terrible. Sólo el cadáver de Maigrat formaba una mancha de sombra en lo blanco del camino. En la puerta de la taberna Tison no quedó más que Rasseneur, que, alegre y tranquilo, se felicitaba por la llegada de los soldados; mientras que todos los burgueses de Montsou, en pie, sudando de espanto, detrás de sus persianas, dando diente con diente, esperaban ver aparecer a los gendarmes. La caballería se aproximaba al galope y un momento después los gendarmes, en columna cerrada, desembocaban por una calle del pueblo. Y detrás de ellos, confiado a su custodia, llegaba el carro del pastelero de Marchiennes, y de él saltaba al suelo un marmitón, quien, con la mayor tranquilidad del mundo empezó a desempaquetar los postres de dulce para la comida del director.
-¿Qué traen en la punta de aquel palo? -preguntó Cecilia, que desde allí se atrevía a mirar.
Lucía y Juana dijeron que debía de ser una piel de conejo.
-No, no -murmuró la señora de Hennebeau-; habrán robado en alguna tienda; parece el despojo de un cerdo.
En aquel momento se estremeció y calló. La señora Grégoire acababa de hacerle una seña con la rodilla. Las dos quedaron aterradas. Las tres señoritas, muy pálidas, no preguntaban ya, y seguían con ojos espantados aquella visión horrible que iba desapareciendo en la oscuridad.
Esteban blandió de nuevo el hacha. Pero el malestar general no se disipaba; aquel cadáver tendido en el suelo protegía la tienda. Muchos habían retrocedido. Maheu permanecía sombrío y contemplando el horrible espectáculo de la muerte, cuando oyó una voz que le hablaba al oído, diciéndole que escapase. Volvió la cabeza, y reconoció a Catalina, que estaba todavía vestida de hombre y negra de carbón. La rechazó con un gesto. No quería oírla, y la amenazaba con pegarle. Entonces ella pareció desolada; vaciló un momento. y corrió hacia Esteban:
-¡Escapa, escapa, que están ahí los gendarmes!
También él la rechazaba y la injuriaba, sintiendo que a su mejilla subía la sangre al recuerdo de la bofetada. Pero ella no se daba por vencida, y le decía que tirase el hacha; cogiéndole de los brazos, con fuerza irresistible le arrastraba en pos de sí.
-¡Cuando te digo que están ahí los gendarmes!... óyeme. Si lo quieres saber, te diré que Chaval ha ido a buscarlos, y los conduce hasta aquí... Escapa, que no quiero que te cojan.
Y se lo llevó de allí en el instante en que a lo lejos se oía el rápido galopar de muchos caballos. De pronto se oyó el grito de:
-¡Los gendarmes! ¡Los gendarmes!
Y todos huyeron a la desbandada, tan precipitadamente que, en menos de dos minutos, la carretera quedó desierta, como barrida por un huracán terrible. Sólo el cadáver de Maigrat formaba una mancha de sombra en lo blanco del camino. En la puerta de la taberna Tison no quedó más que Rasseneur, que, alegre y tranquilo, se felicitaba por la llegada de los soldados; mientras que todos los burgueses de Montsou, en pie, sudando de espanto, detrás de sus persianas, dando diente con diente, esperaban ver aparecer a los gendarmes. La caballería se aproximaba al galope y un momento después los gendarmes, en columna cerrada, desembocaban por una calle del pueblo. Y detrás de ellos, confiado a su custodia, llegaba el carro del pastelero de Marchiennes, y de él saltaba al suelo un marmitón, quien, con la mayor tranquilidad del mundo empezó a desempaquetar los postres de dulce para la comida del director.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Sexta parte: Capítulo I
Transcurrió la primera quincena de febrero; un frío extraordinario y seco prolongaba el invierno sin compasión para los pobres. Varias autoridades, y entre ellas el gobernador de Lille y un juez especial, habían recorrido la comarca.
Y no bastando los gendarmes, se había mandado tropa a Montsou: un regimiento entero, que se acantonó en Beaugnies y en Marchiennes. Pequeños destacamentos guardaban las minas, y al lado de cada máquina había un centinela.
La casa del director, los talleres de la Compañía, y hasta las casas de algunos burgueses, se veían erizadas de bayonetas. Por los caminos no se oía más que el acompasado paso de las patrullas. En la plataforma de la Voreux se veía continuamente un centinela colocado allí como un vigía encargado de ver cuanto pasaba en la extensa llanura; y de dos en dos horas, como si se tratara de un país conquistado, se oían los "¡Alerta!" y los "¿Quién vive? ¡El santo y señal", de las rondas y rondines.
No se había empezado a trabajar en ninguna parte. Antes, al contrario, la huelga se había acentuado; en Crevecoeur, en La Magdalena y en Mirou, se habían suspendido los trabajos de extracción, lo mismo que en la Voreux. Y a La Victoria y a Feutry-Cantel cada vez iban menos mineros; a Santo Tomás no acudía ni la mitad de los obreros. La huelga se convirtió en un empeño mudo y obstinado, frente a aquel alarde de fuerza que exasperaba el orgullo del minero. Los barrios parecían desiertos en medio de los campos sembrados de remolacha. Ningún obrero se agitaba; apenas si se encontraba alguno que otro aislado, con la mirada aviesa y la cabeza baja ante los pantalones colorados de la infantería.
Y bajo la apariencia de aquella paz sombría, de aquella terquedad pasiva; ante aquel temor a los fusiles, estaba la supuesta docilidad, la obediencia forzada y paciente de las fieras enjauladas, que fijan los ojos en el domador, prontas a devorarlo si les vuelve la espalda. La Compañía, que se arruinaba por aquella suspensión del trabajo, hablaba de contratar mineros del Borinage, en la frontera belga; pero no se atrevía a tanto; de modo que la batalla continuaba dentro de aquellos limites, entre los carboneros, que se negaban a someterse, y las minas desiertas, custodiadas por la tropa.
Al día siguiente de aquella tarde había sobrevenido la paz como por encanto, ocultando un pánico tal, que todos procuraban no decir palabra de los destrozos y de las atrocidades cometidas. Del sumario que se instruyó, resultaba que la muerte de Maigrat fue consecuencia de su caída; y la horrible mutilación de su cadáver seguía siendo vaga, y estaba envuelta en cierto misterio, que nadie procuraba descubrir. Por otra parte, no había habido robo ni fractura en la tienda. Por su lado, la Compañía no confesaba los perjuicios sufridos, ni los Grégoire querían mezclar a su hija en el escándalo de un proceso, en el cual tuviera que declarar. No obstante, se habían hecho algunos prisioneros, hechos, como siempre, entre imbéciles o asustados comparsas que no sabían nada de lo ocurrido. Por error, Pierron había sido conducido a Marchiennes, atado codo con codo, de lo cual reía aún todo el mundo cuando lo recordaba. También Rasseneur había estado a punto de caer en manos de los gendarmes. En la Dirección se contentaban con llenar listas de nombres para despedir mineros; y, en efecto, los despidieron en número considerable. Así, por ejemplo, en el barrio de los Doscientos Cuarenta sólo habían quedado definitivamente despedidos Maheu, Levaque y treinta y cinco compañeros suyos. Toda la severidad era para Esteban, el cual había desaparecido la misma noche del día del motín, y al cual no dejaban de buscar, aunque sin hallar de él ni el menor rastro. Chaval, vengativo y rencoroso, no denunciaba sino a él, y se obstinaba en no nombrar a nadie más, gracias a los ruegos de Catalina, que quería salvar al menos a sus padres. Pasaban los días: todos comprendían que el conflicto no estaba terminado, y todos aguardaban su desenlace con verdadera impaciencia.
Desde entonces, los burgueses de Montsou despertaban todas las noches sobresaltados creyendo oír gritos de venganza, y notar olor a pólvora. Pero lo que acabó de asustarles fue un sermón del nuevo cura del pueblo, el padre Ranvier, un hombre flaco, con ojos brillantes, el cual había relevado en la parroquia al padre Joire. ¡Cuánto echaban de menos la sonriente discreción de éste, y su afán único de vivir en paz con todo el mundo! El padre Ranvier, por el contrario, se había permitido la enormidad de tomar la defensa de aquellos terribles bandidos ansiosos de deshonrar la religión. Hallaba excusas para los infames huelguistas, y atacaba a la burguesía, a quien cargaba todas las responsabilidades. La burguesía era la que, desposeyendo a la iglesia de sus libertades tradicionales para apropiárselas, había hecho del mundo un lugar de injusticia y de sufrimiento; ella era la que provocaba conflictos, la que empujaba a una catástrofe horrible con su ateísmo, con su terquedad de no volver a las antiguas creencias, a las fraternales tradiciones de los primeros cristianos. Y se había atrevido, además, a pronunciar amenazas contra los ricos; les había predicho que, si seguían desoyendo la voz de Dios, éste acabaría sin duda por ponerse de parte de los pobres. Dios arrebataría la fortuna a los incrédulos que la disfrutaban, y la distribuiría entre los pobres para el triunfo de su gloria. Los devotos temblaban al oírlo; el notario decía que aquello era socialismo puro; todos se representaban al cura capitaneando una partida de descamisados, blandiendo una cruz a guisa de espada, y luchando por demoler la sociedad burguesa creada en 1789.
El señor Hennebeau, al saberlo, se contentó con decir, encogiéndose de hombros. -Si nos fastidia mucho, ya nos lo quitará el obispo.
Y mientras el pánico agitaba sordamente a unos y a otros, Esteban vivía subterráneamente en Réquillart, en la cueva arreglada por Juan. Allí se escondía, nadie suponía que estuviese tan cerca; nadie sospechaba la audacia tranquila de aquel refugio. La boca del pozo estaba cada día más interceptada por las raíces de los árboles; nadie osaba penetrar allí, porque para conseguirlo se necesitaba conocer la maniobra de deslizarse con cuidado y habilidad para llegar a los primeros peldaños de la escala, que no estaban podridos todavía. Otros obstáculos protegían la entrada, tales como el calor sofocante del pozo, los 120 metros de peligrosísimo descenso, lo penoso de la bajada por aquellas estrechuras, donde sin una gran práctica se destrozaba cualquiera la espalda y el vientre. Allí vivía Esteban, en medio de la abundancia, porque había encontrado ginebra, restos de una bacalada, y todo género de provisiones. El montón de paja era una cama cómoda; no se sentía ninguna corriente de aire, gracias a la igualdad inalterable de aquella temperatura agradabilísima. No le amenazaba sino el peligro de que le faltase la luz. Juan, que se había hecho su provisor, con una prudencia y discreción que eran aumentadas por el maligno placer de burlar la vigilancia de los gendarmes, le llevaba de todo, hasta pomada; pero no conseguía poner la mano sobre un paquete de velas.
Desde el quinto día Esteban no encendía luz más que para comer, porque no podía pasar bocado si lo hacía a oscuras. Aquella noche completa, continua, interminable, era para él un suplicio. A pesar de verse a salvo, de dormir tranquilamente, de no carecer de pan, de no sentir frío ni calor, jamás la noche le había atormentado tanto. Le parecía que aquello embotaba por completo sus ideas. Estaba viviendo del robo. A pesar de sus ideas comunistas se despertaban en él los antiguos escrúpulos de educación, hasta el punto de que a veces no comía más que lo necesario para no morirse. Pero ¿qué había de hacer? Era preciso vivir, porque aún no se hallaba cumplida su misión. Otra vergüenza le abrumaba también: el remordimiento de aquella salvaje embriaguez, de aquella ginebra echada a su estómago vacío, y que fue la causa de su cobarde conducta con Chaval. El recuerdo de esto despertaba en él un espanto desconocido, el mal hereditario, que no le permitía beber un trago de más sin caer en el furor homicida. ¿Acabaría en asesino? Pronto, sin embargo, reaccionaba, revolviéndose contra las preocupaciones sociales. Cuando se vio a salvo, en aquella profunda tranquilidad subterránea, sintió el hastío de la violencia, y durmió dos días con el sueño pesado del bruto abatido y harto. Transcurrió una semana más; y como los Maheu, que sabían donde estaban, no pudieron enviarle velas, le fue necesario privarse de luz aun a las horas de comer.
Permanecía largo tiempo tendido en la paja. Vagas ideas que no creía tener, trabajaban incesantemente en su imaginación. Sentía el convencimiento de su superioridad, que le ponía por encima de sus compañeros, una exaltación de su persona que, a medida que iba instruyéndose, se afinaba y adquiría necesidades delicadas. Jamás había reflexionado tanto: jamás como entonces se había preguntado la razón de su disgusto al día siguiente de sus excesos y atropellos contra la propiedad de los otros; pero no osaba responderse, y sentía que le repugnaban los recuerdos, la bajeza de sus concupiscencias, la grosería de sus instintos, el olor de toda aquella miseria desplegada al viento.
Al fin acabaría por arrepentirse de haber ido a vivir al barrio de los obreros. ¡Qué náuseas le producían aquellos miserables, viviendo amontonados en horrible promiscuidad! No había entre ellos ni uno solo con quien hablar seriamente de política; era una vida imposible; siempre aquel emponzoñado olor a cebolla que le impedía respirar. Él quería ensancharles el horizonte, elevarlos al bienestar y a los buenos modales de la burguesía, haciendo de ellos los amos; pero ¡qué larga, qué lenta era la tarea! Y ya no se sentía con valor para esperar la hora del triunfo.
Sexta parte: Capítulo I
Transcurrió la primera quincena de febrero; un frío extraordinario y seco prolongaba el invierno sin compasión para los pobres. Varias autoridades, y entre ellas el gobernador de Lille y un juez especial, habían recorrido la comarca.
Y no bastando los gendarmes, se había mandado tropa a Montsou: un regimiento entero, que se acantonó en Beaugnies y en Marchiennes. Pequeños destacamentos guardaban las minas, y al lado de cada máquina había un centinela.
La casa del director, los talleres de la Compañía, y hasta las casas de algunos burgueses, se veían erizadas de bayonetas. Por los caminos no se oía más que el acompasado paso de las patrullas. En la plataforma de la Voreux se veía continuamente un centinela colocado allí como un vigía encargado de ver cuanto pasaba en la extensa llanura; y de dos en dos horas, como si se tratara de un país conquistado, se oían los "¡Alerta!" y los "¿Quién vive? ¡El santo y señal", de las rondas y rondines.
No se había empezado a trabajar en ninguna parte. Antes, al contrario, la huelga se había acentuado; en Crevecoeur, en La Magdalena y en Mirou, se habían suspendido los trabajos de extracción, lo mismo que en la Voreux. Y a La Victoria y a Feutry-Cantel cada vez iban menos mineros; a Santo Tomás no acudía ni la mitad de los obreros. La huelga se convirtió en un empeño mudo y obstinado, frente a aquel alarde de fuerza que exasperaba el orgullo del minero. Los barrios parecían desiertos en medio de los campos sembrados de remolacha. Ningún obrero se agitaba; apenas si se encontraba alguno que otro aislado, con la mirada aviesa y la cabeza baja ante los pantalones colorados de la infantería.
Y bajo la apariencia de aquella paz sombría, de aquella terquedad pasiva; ante aquel temor a los fusiles, estaba la supuesta docilidad, la obediencia forzada y paciente de las fieras enjauladas, que fijan los ojos en el domador, prontas a devorarlo si les vuelve la espalda. La Compañía, que se arruinaba por aquella suspensión del trabajo, hablaba de contratar mineros del Borinage, en la frontera belga; pero no se atrevía a tanto; de modo que la batalla continuaba dentro de aquellos limites, entre los carboneros, que se negaban a someterse, y las minas desiertas, custodiadas por la tropa.
Al día siguiente de aquella tarde había sobrevenido la paz como por encanto, ocultando un pánico tal, que todos procuraban no decir palabra de los destrozos y de las atrocidades cometidas. Del sumario que se instruyó, resultaba que la muerte de Maigrat fue consecuencia de su caída; y la horrible mutilación de su cadáver seguía siendo vaga, y estaba envuelta en cierto misterio, que nadie procuraba descubrir. Por otra parte, no había habido robo ni fractura en la tienda. Por su lado, la Compañía no confesaba los perjuicios sufridos, ni los Grégoire querían mezclar a su hija en el escándalo de un proceso, en el cual tuviera que declarar. No obstante, se habían hecho algunos prisioneros, hechos, como siempre, entre imbéciles o asustados comparsas que no sabían nada de lo ocurrido. Por error, Pierron había sido conducido a Marchiennes, atado codo con codo, de lo cual reía aún todo el mundo cuando lo recordaba. También Rasseneur había estado a punto de caer en manos de los gendarmes. En la Dirección se contentaban con llenar listas de nombres para despedir mineros; y, en efecto, los despidieron en número considerable. Así, por ejemplo, en el barrio de los Doscientos Cuarenta sólo habían quedado definitivamente despedidos Maheu, Levaque y treinta y cinco compañeros suyos. Toda la severidad era para Esteban, el cual había desaparecido la misma noche del día del motín, y al cual no dejaban de buscar, aunque sin hallar de él ni el menor rastro. Chaval, vengativo y rencoroso, no denunciaba sino a él, y se obstinaba en no nombrar a nadie más, gracias a los ruegos de Catalina, que quería salvar al menos a sus padres. Pasaban los días: todos comprendían que el conflicto no estaba terminado, y todos aguardaban su desenlace con verdadera impaciencia.
Desde entonces, los burgueses de Montsou despertaban todas las noches sobresaltados creyendo oír gritos de venganza, y notar olor a pólvora. Pero lo que acabó de asustarles fue un sermón del nuevo cura del pueblo, el padre Ranvier, un hombre flaco, con ojos brillantes, el cual había relevado en la parroquia al padre Joire. ¡Cuánto echaban de menos la sonriente discreción de éste, y su afán único de vivir en paz con todo el mundo! El padre Ranvier, por el contrario, se había permitido la enormidad de tomar la defensa de aquellos terribles bandidos ansiosos de deshonrar la religión. Hallaba excusas para los infames huelguistas, y atacaba a la burguesía, a quien cargaba todas las responsabilidades. La burguesía era la que, desposeyendo a la iglesia de sus libertades tradicionales para apropiárselas, había hecho del mundo un lugar de injusticia y de sufrimiento; ella era la que provocaba conflictos, la que empujaba a una catástrofe horrible con su ateísmo, con su terquedad de no volver a las antiguas creencias, a las fraternales tradiciones de los primeros cristianos. Y se había atrevido, además, a pronunciar amenazas contra los ricos; les había predicho que, si seguían desoyendo la voz de Dios, éste acabaría sin duda por ponerse de parte de los pobres. Dios arrebataría la fortuna a los incrédulos que la disfrutaban, y la distribuiría entre los pobres para el triunfo de su gloria. Los devotos temblaban al oírlo; el notario decía que aquello era socialismo puro; todos se representaban al cura capitaneando una partida de descamisados, blandiendo una cruz a guisa de espada, y luchando por demoler la sociedad burguesa creada en 1789.
El señor Hennebeau, al saberlo, se contentó con decir, encogiéndose de hombros. -Si nos fastidia mucho, ya nos lo quitará el obispo.
Y mientras el pánico agitaba sordamente a unos y a otros, Esteban vivía subterráneamente en Réquillart, en la cueva arreglada por Juan. Allí se escondía, nadie suponía que estuviese tan cerca; nadie sospechaba la audacia tranquila de aquel refugio. La boca del pozo estaba cada día más interceptada por las raíces de los árboles; nadie osaba penetrar allí, porque para conseguirlo se necesitaba conocer la maniobra de deslizarse con cuidado y habilidad para llegar a los primeros peldaños de la escala, que no estaban podridos todavía. Otros obstáculos protegían la entrada, tales como el calor sofocante del pozo, los 120 metros de peligrosísimo descenso, lo penoso de la bajada por aquellas estrechuras, donde sin una gran práctica se destrozaba cualquiera la espalda y el vientre. Allí vivía Esteban, en medio de la abundancia, porque había encontrado ginebra, restos de una bacalada, y todo género de provisiones. El montón de paja era una cama cómoda; no se sentía ninguna corriente de aire, gracias a la igualdad inalterable de aquella temperatura agradabilísima. No le amenazaba sino el peligro de que le faltase la luz. Juan, que se había hecho su provisor, con una prudencia y discreción que eran aumentadas por el maligno placer de burlar la vigilancia de los gendarmes, le llevaba de todo, hasta pomada; pero no conseguía poner la mano sobre un paquete de velas.
Desde el quinto día Esteban no encendía luz más que para comer, porque no podía pasar bocado si lo hacía a oscuras. Aquella noche completa, continua, interminable, era para él un suplicio. A pesar de verse a salvo, de dormir tranquilamente, de no carecer de pan, de no sentir frío ni calor, jamás la noche le había atormentado tanto. Le parecía que aquello embotaba por completo sus ideas. Estaba viviendo del robo. A pesar de sus ideas comunistas se despertaban en él los antiguos escrúpulos de educación, hasta el punto de que a veces no comía más que lo necesario para no morirse. Pero ¿qué había de hacer? Era preciso vivir, porque aún no se hallaba cumplida su misión. Otra vergüenza le abrumaba también: el remordimiento de aquella salvaje embriaguez, de aquella ginebra echada a su estómago vacío, y que fue la causa de su cobarde conducta con Chaval. El recuerdo de esto despertaba en él un espanto desconocido, el mal hereditario, que no le permitía beber un trago de más sin caer en el furor homicida. ¿Acabaría en asesino? Pronto, sin embargo, reaccionaba, revolviéndose contra las preocupaciones sociales. Cuando se vio a salvo, en aquella profunda tranquilidad subterránea, sintió el hastío de la violencia, y durmió dos días con el sueño pesado del bruto abatido y harto. Transcurrió una semana más; y como los Maheu, que sabían donde estaban, no pudieron enviarle velas, le fue necesario privarse de luz aun a las horas de comer.
Permanecía largo tiempo tendido en la paja. Vagas ideas que no creía tener, trabajaban incesantemente en su imaginación. Sentía el convencimiento de su superioridad, que le ponía por encima de sus compañeros, una exaltación de su persona que, a medida que iba instruyéndose, se afinaba y adquiría necesidades delicadas. Jamás había reflexionado tanto: jamás como entonces se había preguntado la razón de su disgusto al día siguiente de sus excesos y atropellos contra la propiedad de los otros; pero no osaba responderse, y sentía que le repugnaban los recuerdos, la bajeza de sus concupiscencias, la grosería de sus instintos, el olor de toda aquella miseria desplegada al viento.
Al fin acabaría por arrepentirse de haber ido a vivir al barrio de los obreros. ¡Qué náuseas le producían aquellos miserables, viviendo amontonados en horrible promiscuidad! No había entre ellos ni uno solo con quien hablar seriamente de política; era una vida imposible; siempre aquel emponzoñado olor a cebolla que le impedía respirar. Él quería ensancharles el horizonte, elevarlos al bienestar y a los buenos modales de la burguesía, haciendo de ellos los amos; pero ¡qué larga, qué lenta era la tarea! Y ya no se sentía con valor para esperar la hora del triunfo.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Poco a poco, su vanidad de ser jefe, su preocupación constante de pensar por ellos, habían metido en él el alma de uno de aquellos burgueses tan aborrecidos.
Una noche, Juan le llevó un cabo de vela que había robado del farol de un carruaje, y aquello fue un gran consuelo para Esteban. Cuando la oscuridad le desesperaba, cuando ésta pesaba sobre su cerebro como losa de plomo inaguantable, encendía la luz un rato; luego, cuando lograba rechazar la pesadilla, apagaba de nuevo aquella luz, que le era tan necesaria como el pan para vivir.
El silencio le producía zumbidos en los oídos; no oía nunca más que el correr de las ratas, el crujir de las maderas viejas o el ruido producido por las arañas al tejer sus telas. Y, con los ojos abiertos, en medio de aquella oscuridad profunda, volvía a su idea fija: lo que estaban haciendo sus compañeros, lo que éstos esperaban de él.
Una deserción por parte suya le habría parecido la peor de las cobardías.
Si se escondía, era para seguir en libertad para aconsejarles y para obrar de acuerdo con ellos cuando fuese necesario. Sus largas reflexiones habían fijado su ambición; mientras llegaban cosas mejores, hubiera querido ser siquiera Pluchart, dejar de trabajar, trabajar únicamente por la política, pero solo, en una habitación bien puesta y confortable, con el pretexto de que los trabajos mentales absorben la vida entera y exigen mucha tranquilidad de espíritu.
A fines de la semana, Juan le dijo que los gendarmes le creían emigrado a Bélgica, y Esteban se atrevió a salir de la madriguera tan pronto como fue de noche. Deseaba darse cuenta de la situación, y ver si debía insistir en su actitud. Él creía comprometido el éxito antes de la huelga; dudaba del resultado; no había hecho más que ceder a la necesidad; y entonces, después de todo lo ocurrido, volvían sus dudas, y desesperaba de vencer a la Compañía. Pero no se lo confesaba todavía; se sentía invadido por la angustia cuando pensaba en las miserias de la derrota, en aquella terrible responsabilidad que pesaría sobre él. ¿No era el final de la huelga el final de su papel, su ambición por tierra, su entrada nuevamente en la vida de miseria de la mina y del barrio de los obreros? Y honradamente, sin falsas consideraciones, se esforzaba por volver a encontrar su fe perdida, por convencerse de que era posible la resistencia y de que el capital se destruiría a sí mismo ante el heroico suicidio del trabajo.
En efecto: en toda la comarca se hablaba de grandes desperfectos y pérdidas materiales sufridos por la Compañía. Cuando por la noche salía de su madriguera, como un lobo acosado, recorría los campos, y le parecía oír por todas partes los lamentos de los perjudicados por la ruina y por las quiebras. No pasaba más que por delante de fábricas cerradas, cuyos edificios desiertos causaban verdadera tristeza.
Las fábricas de azúcar, sobre todo, habían sufrido mucho: la de Hotton y la de Fauvelle, después de haber disminuido el número de sus obreros, acababan de arruinarse también. La fábrica de Bleuze, donde se hacían los cables para las minas, se hallaba definitivamente muerta para siempre, por efecto de aquella obstinación de los huelguistas. Por la parte de Marchiennes, los desastres se agravaban todavía más; en la fábrica de vidrio de Gagebais no quedaba un solo horno encendido; los talleres de construcción de Sonneville, todos los días despedían trabajadores. La huelga de los mineros de Montsou, nacida a consecuencia de la crisis industrial que iba en aumento hacía dos años, había agravado ésta, adelantando el desastre. A las causas de decadencia, que eran la carencia de pedidos de América y el ahogo de los capitales inmovilizados por un exceso de producción, se agregaba entonces la falta imprevista de hulla para las pocas fábricas que aún trabajaban; y en eso estribaba la agonía.
La sociedad minera, llena de miedo ante el malestar general, al disminuir su extracción matando de hambre a sus obreros, se había encontrado fatalmente, hacia fines de diciembre, sin un solo pedazo de carbón disponible. Y en todas las ciudades próximas, lo mismo en Lille que en Douai, que en Valenciennes, las quiebras menudeaban a consecuencia de la paralización de la industria, tan grande, que acaso no había ejemplo de otra semejante.
Esteban paseaba de noche por los campos, deteniéndose a cada paso para respirar fuertemente, con alegría, con la esperanza de que llegase la hora de destruir para siempre el viejo mundo, sin que quedara en pie ni una sola fortuna, barridas todas por el esfuerzo de la revolución, y sometiendo al mundo entero a la igualdad más absoluta. Se complacía con los destrozos que se notaban en todas las minas; las recorría de noche una después de otra, contento cuando advertía algún nuevo desperfecto, alguna nueva pérdida de consideración. A cada instante se producían nuevos desprendimientos, porque el abandono forzoso de los trabajos los hacían inminentes. Por encima de la galería norte de Mirou, el suelo se desnivelaba de tal manera, que el camino de Joiselle, en una distancia de cien metros lo menos, se había hundido como por efecto de un terremoto; y la Compañía pagaba sin regatear cuanto le exigían por indemnización los propietarios de aquellas tierras, temerosa del escándalo que producían tales accidentes. Crevecoeur y La Magdalena estaban amenazadas de igual peligro. Se hablaba de dos capataces muertos en el fondo de Feutry-Cantel, La Victoria estaba inundada por las aguas, y en Santo Tomás se habían hecho precisas obras importantes de reparación, porque las maderas del revestimiento se rompían por todas parees. Así, que cada día, a todas horas, había que hacer cuantiosos gastos, que eran brechas abiertas en los dividendos de los accionistas y una rápida destrucción en las minas, que al fin y a la postre acabarían por tragarse las famosas acciones de Montsou, cuyo valor se había centuplicado en un siglo.
Ante aquellos golpes repetidos, renacían las esperanzas de Esteban, el cual se hacía nuevas ilusiones; acababa por decirse que al cabo de otro mes de resistencia el monstruo tendría que someterse. Sabía que después de los desórdenes de Montsou, los periódicos de París se ocupaban mucho del asunto, sosteniendo reñidas polémicas la prensa ministerial contra la de la oposición, en la cual había terroríficos relatos, explotados principalmente para combatir a la Internacional, a la que el Gobierno Imperial iba tomando, después de haberla protegido al principio; y el Consejo de Administración, que no podía ya hacer oídos sordos ante aquel escándalo, concluyó por enviar a Montsou dos de los individuos más importantes de su seno, con objeto de instruir una información sobre los últimos sucesos. Pero los dos consejeros tomaron sus tareas con tal tranquilidad, con tanto desprecio sobre el resultado de ellas, con tan poca pasión, que tres días después regresaban a París, asegurando que las cosas no podían estar mejor. No obstante, se había dicho que aquellos señores, durante su permanencia en el pueblo, no habían dado punto de reposo a su febril actividad, trabajando en cuestiones acerca de las cuales nadie había traslucido lo más mínimo. Esteban se reía de ellos, y cuando vio que se marchaban tan pronto, los creyó desanimados, y acabó de convencerse de la facilidad del triunfo, puesto que la Compañía abandonaba el campo poco menos que declarándose vencida.
Mas, al día siguiente, el obrero volvió a desconfiar del éxito. La Compañía era muy fuerte para que tan pronto se la pudiera derrotar: por muchos millones que perdiese, podía esperar, y luego, cuando la huelga pasase, se desquitaría, explotando más que antes a sus obreros. Una noche que alargó su acostumbrado paseo hasta Juan‑Bart, comprendió toda la verdad cuando le dijo un vigilante que se hablaba de la venta de Vandame a la Compañía de Montsou. En casa de Deneulin se había declarado la miseria, según se decía; pero una miseria terrible, la miseria de los ricos. El padre estaba enfermo de rabia ante su impotencia para conjurar su ruina, envejecido por los sinsabores producidos por la falta de dinero; las dos hijas hacían esfuerzos titánicos por disimular el desastre, y llevaban a cabo economías verdaderamente heroicas. Menores eran los sufrimientos entre los pobres mineros muertos de hambre, que en aquella casa de burgueses, donde se procuraba ocultar todo lo desastroso de su precaria situación.
En Juan-Bart no se habían reanudado los trabajos, y en Gastón-María había sido necesario reemplazar la bomba, sin contar que, a pesar de todos los esfuerzos, se había producido un principio de inundación, que para ser remediado exigiría que se hiciesen grandes gastos. El pobre Deneulin se había decidido a pedir prestados cien mil francos a Crégoire, cuya negativa, aunque prevista, fue para él el golpe de gracia; por descontado, su primo le dijo que se negaba a prestarle aquel dinero por cariño, por evitar que luchase más inútilmente; y después le aconsejó que vendiese la mina. El pobre seguía negándose a ello enérgicamente, porque se enfurecía al pensar que sólo él iba a pagar los vidrios rotos, como se suele decir, y hablaba de morir antes que vender. Pero al cabo de algún tiempo, ¡qué había de hacer!, oyó las proposiciones que se le hacían. Como sucede siempre en tales casos, los que iban a comprar despreciaban la mina, a pesar de su recientísimas y costosas reparaciones. Pero era necesario a todo trance pagar a sus acreedores. Durante dos días se defendió contra los consejeros de Administración llegados de París, indignado ante la frialdad mostrada por éstos cuando les hablaba de su ruina. La cuestión quedó en tal estado cuando aquellos señores regresaron a la capital.
Esteban, al saber todo esto volvió a perder las esperanzas, porque comprendía que semejante adquisición compensaría a los de Montsou de todas las pérdidas experimentadas. Se asustaba al contemplar el poderío inmenso de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordaban comiéndose a los pequeños, heridos de muerte por la huelga.
Por fortuna, al día siguiente Juan le llevó otra buena noticia. En la Voreux, la entrada de] pozo estaba a punto de quedar cegada, porque las infiltraciones eran tan grandes, que las brigadas de carpinteros ocupados en las obras de reparación, trabajaban amenazadas por un peligro continuo.
En cuanto fue de noche, Esteban salió de su escondite para recabar noticias. Hasta entonces había procurado no acercarse a la Voreux, temiendo al centinela, cuya silueta no dejaba de verse nunca vigilando la llanura; pero a eso de las tres de la mañana se nubló el cielo, y Esteban se atrevió a acercarse a la mina. Allí le dijeron los amigos que era inevitable el desastre que se esperaba, y que la Compañía tendría que hacer obras de reparación, que seguramente impedirían trabajar durante tres meses lo menos. El jefe de los huelguistas recorrió los alrededores de la mina, prestando atento oído al martilleo de los carpinteros, gozosa el alma al pensar en aquella herida que estaban vendando a toda prisa.
Al amanecer, cuando ya iba a su escondite, tropezó con el centinela de la plataforma. Aquella vez, por fuerza le vería. El obrero seguía andando, y haciendo reflexiones acerca de los soldados, de esos hijos del pueblo. a quienes armaban contra el pueblo. ¡Qué fácil sería el triunfo de la revolución si el ejército se pusiera de parte de ella! Bastaba que los obreros y los campesinos que estaban en los cuarteles se acordaran de su origen. Aquél era el peligro supremo, el espanto terrible que hacía temblar a los burgueses, cuando pensaban en la posibilidad de que el ejército se volviera contra ellos. Dos horas bastarían para resolver el gran problema social. Ya se hablaba de regimientos enteros contaminados de socialismo. ¿Sería verdad? ¿Triunfaría al fin la justicia, gracias a los cartuchos repartidos por la burguesía? Y pasando de esta a otra esperanza, el joven se entregaba a la ilusión de que el regimiento que ocupaba las minas se pasaría al bando de los huelguistas, emprendiéndola a tiros contra la Compañía y fraternizando con los obreros.
Sin darse cuenta de ello, embebido en sus reflexiones, iba subiendo hacia la plataforma. ¿Por qué no había de hablar con aquel soldado? Quizás pudiera conquistarle para sus ideas. Con aire distraído e indiferente continuó su camino, acercándose al centinela. Éste permaneció inmóvil.
-¡Hola, amigo! ¡Qué tiempo más infernal! -acabó por decir Esteban-. Creo que vamos a tener más nieve.
Era el soldado un muchacho de pequeña estatura, muy rubio, y de fisonomía delicada. Llevaba el uniforme con toda la torpeza de un quinto.
-Creo que sí -murmuró por toda respuesta el militar.
Y con sus ojos azules miraba al cielo blanquecino, del que, en efecto, se escapaba una humedad que calaba los huesos.
-¡Qué estupidez poneros ahí para que os quedéis helados! -continuó Esteban-. Cualquiera diría que estábamos amenazados por los cosacos. ¡Y con el viento que sopla aquí!
El soldado tiritaba sin quejarse. Allí cerca había una especie de caseta donde se abrigaba el viejo Buenamuerte en las noches de mucho frío: pero la consigna mandaba no separarse de allí ni perder de vista la llanura, y el centinela permanecía en su sitio, con las manos tan tiesas de frío, que casi
Una noche, Juan le llevó un cabo de vela que había robado del farol de un carruaje, y aquello fue un gran consuelo para Esteban. Cuando la oscuridad le desesperaba, cuando ésta pesaba sobre su cerebro como losa de plomo inaguantable, encendía la luz un rato; luego, cuando lograba rechazar la pesadilla, apagaba de nuevo aquella luz, que le era tan necesaria como el pan para vivir.
El silencio le producía zumbidos en los oídos; no oía nunca más que el correr de las ratas, el crujir de las maderas viejas o el ruido producido por las arañas al tejer sus telas. Y, con los ojos abiertos, en medio de aquella oscuridad profunda, volvía a su idea fija: lo que estaban haciendo sus compañeros, lo que éstos esperaban de él.
Una deserción por parte suya le habría parecido la peor de las cobardías.
Si se escondía, era para seguir en libertad para aconsejarles y para obrar de acuerdo con ellos cuando fuese necesario. Sus largas reflexiones habían fijado su ambición; mientras llegaban cosas mejores, hubiera querido ser siquiera Pluchart, dejar de trabajar, trabajar únicamente por la política, pero solo, en una habitación bien puesta y confortable, con el pretexto de que los trabajos mentales absorben la vida entera y exigen mucha tranquilidad de espíritu.
A fines de la semana, Juan le dijo que los gendarmes le creían emigrado a Bélgica, y Esteban se atrevió a salir de la madriguera tan pronto como fue de noche. Deseaba darse cuenta de la situación, y ver si debía insistir en su actitud. Él creía comprometido el éxito antes de la huelga; dudaba del resultado; no había hecho más que ceder a la necesidad; y entonces, después de todo lo ocurrido, volvían sus dudas, y desesperaba de vencer a la Compañía. Pero no se lo confesaba todavía; se sentía invadido por la angustia cuando pensaba en las miserias de la derrota, en aquella terrible responsabilidad que pesaría sobre él. ¿No era el final de la huelga el final de su papel, su ambición por tierra, su entrada nuevamente en la vida de miseria de la mina y del barrio de los obreros? Y honradamente, sin falsas consideraciones, se esforzaba por volver a encontrar su fe perdida, por convencerse de que era posible la resistencia y de que el capital se destruiría a sí mismo ante el heroico suicidio del trabajo.
En efecto: en toda la comarca se hablaba de grandes desperfectos y pérdidas materiales sufridos por la Compañía. Cuando por la noche salía de su madriguera, como un lobo acosado, recorría los campos, y le parecía oír por todas partes los lamentos de los perjudicados por la ruina y por las quiebras. No pasaba más que por delante de fábricas cerradas, cuyos edificios desiertos causaban verdadera tristeza.
Las fábricas de azúcar, sobre todo, habían sufrido mucho: la de Hotton y la de Fauvelle, después de haber disminuido el número de sus obreros, acababan de arruinarse también. La fábrica de Bleuze, donde se hacían los cables para las minas, se hallaba definitivamente muerta para siempre, por efecto de aquella obstinación de los huelguistas. Por la parte de Marchiennes, los desastres se agravaban todavía más; en la fábrica de vidrio de Gagebais no quedaba un solo horno encendido; los talleres de construcción de Sonneville, todos los días despedían trabajadores. La huelga de los mineros de Montsou, nacida a consecuencia de la crisis industrial que iba en aumento hacía dos años, había agravado ésta, adelantando el desastre. A las causas de decadencia, que eran la carencia de pedidos de América y el ahogo de los capitales inmovilizados por un exceso de producción, se agregaba entonces la falta imprevista de hulla para las pocas fábricas que aún trabajaban; y en eso estribaba la agonía.
La sociedad minera, llena de miedo ante el malestar general, al disminuir su extracción matando de hambre a sus obreros, se había encontrado fatalmente, hacia fines de diciembre, sin un solo pedazo de carbón disponible. Y en todas las ciudades próximas, lo mismo en Lille que en Douai, que en Valenciennes, las quiebras menudeaban a consecuencia de la paralización de la industria, tan grande, que acaso no había ejemplo de otra semejante.
Esteban paseaba de noche por los campos, deteniéndose a cada paso para respirar fuertemente, con alegría, con la esperanza de que llegase la hora de destruir para siempre el viejo mundo, sin que quedara en pie ni una sola fortuna, barridas todas por el esfuerzo de la revolución, y sometiendo al mundo entero a la igualdad más absoluta. Se complacía con los destrozos que se notaban en todas las minas; las recorría de noche una después de otra, contento cuando advertía algún nuevo desperfecto, alguna nueva pérdida de consideración. A cada instante se producían nuevos desprendimientos, porque el abandono forzoso de los trabajos los hacían inminentes. Por encima de la galería norte de Mirou, el suelo se desnivelaba de tal manera, que el camino de Joiselle, en una distancia de cien metros lo menos, se había hundido como por efecto de un terremoto; y la Compañía pagaba sin regatear cuanto le exigían por indemnización los propietarios de aquellas tierras, temerosa del escándalo que producían tales accidentes. Crevecoeur y La Magdalena estaban amenazadas de igual peligro. Se hablaba de dos capataces muertos en el fondo de Feutry-Cantel, La Victoria estaba inundada por las aguas, y en Santo Tomás se habían hecho precisas obras importantes de reparación, porque las maderas del revestimiento se rompían por todas parees. Así, que cada día, a todas horas, había que hacer cuantiosos gastos, que eran brechas abiertas en los dividendos de los accionistas y una rápida destrucción en las minas, que al fin y a la postre acabarían por tragarse las famosas acciones de Montsou, cuyo valor se había centuplicado en un siglo.
Ante aquellos golpes repetidos, renacían las esperanzas de Esteban, el cual se hacía nuevas ilusiones; acababa por decirse que al cabo de otro mes de resistencia el monstruo tendría que someterse. Sabía que después de los desórdenes de Montsou, los periódicos de París se ocupaban mucho del asunto, sosteniendo reñidas polémicas la prensa ministerial contra la de la oposición, en la cual había terroríficos relatos, explotados principalmente para combatir a la Internacional, a la que el Gobierno Imperial iba tomando, después de haberla protegido al principio; y el Consejo de Administración, que no podía ya hacer oídos sordos ante aquel escándalo, concluyó por enviar a Montsou dos de los individuos más importantes de su seno, con objeto de instruir una información sobre los últimos sucesos. Pero los dos consejeros tomaron sus tareas con tal tranquilidad, con tanto desprecio sobre el resultado de ellas, con tan poca pasión, que tres días después regresaban a París, asegurando que las cosas no podían estar mejor. No obstante, se había dicho que aquellos señores, durante su permanencia en el pueblo, no habían dado punto de reposo a su febril actividad, trabajando en cuestiones acerca de las cuales nadie había traslucido lo más mínimo. Esteban se reía de ellos, y cuando vio que se marchaban tan pronto, los creyó desanimados, y acabó de convencerse de la facilidad del triunfo, puesto que la Compañía abandonaba el campo poco menos que declarándose vencida.
Mas, al día siguiente, el obrero volvió a desconfiar del éxito. La Compañía era muy fuerte para que tan pronto se la pudiera derrotar: por muchos millones que perdiese, podía esperar, y luego, cuando la huelga pasase, se desquitaría, explotando más que antes a sus obreros. Una noche que alargó su acostumbrado paseo hasta Juan‑Bart, comprendió toda la verdad cuando le dijo un vigilante que se hablaba de la venta de Vandame a la Compañía de Montsou. En casa de Deneulin se había declarado la miseria, según se decía; pero una miseria terrible, la miseria de los ricos. El padre estaba enfermo de rabia ante su impotencia para conjurar su ruina, envejecido por los sinsabores producidos por la falta de dinero; las dos hijas hacían esfuerzos titánicos por disimular el desastre, y llevaban a cabo economías verdaderamente heroicas. Menores eran los sufrimientos entre los pobres mineros muertos de hambre, que en aquella casa de burgueses, donde se procuraba ocultar todo lo desastroso de su precaria situación.
En Juan-Bart no se habían reanudado los trabajos, y en Gastón-María había sido necesario reemplazar la bomba, sin contar que, a pesar de todos los esfuerzos, se había producido un principio de inundación, que para ser remediado exigiría que se hiciesen grandes gastos. El pobre Deneulin se había decidido a pedir prestados cien mil francos a Crégoire, cuya negativa, aunque prevista, fue para él el golpe de gracia; por descontado, su primo le dijo que se negaba a prestarle aquel dinero por cariño, por evitar que luchase más inútilmente; y después le aconsejó que vendiese la mina. El pobre seguía negándose a ello enérgicamente, porque se enfurecía al pensar que sólo él iba a pagar los vidrios rotos, como se suele decir, y hablaba de morir antes que vender. Pero al cabo de algún tiempo, ¡qué había de hacer!, oyó las proposiciones que se le hacían. Como sucede siempre en tales casos, los que iban a comprar despreciaban la mina, a pesar de su recientísimas y costosas reparaciones. Pero era necesario a todo trance pagar a sus acreedores. Durante dos días se defendió contra los consejeros de Administración llegados de París, indignado ante la frialdad mostrada por éstos cuando les hablaba de su ruina. La cuestión quedó en tal estado cuando aquellos señores regresaron a la capital.
Esteban, al saber todo esto volvió a perder las esperanzas, porque comprendía que semejante adquisición compensaría a los de Montsou de todas las pérdidas experimentadas. Se asustaba al contemplar el poderío inmenso de los grandes capitales, tan fuertes en la batalla que engordaban comiéndose a los pequeños, heridos de muerte por la huelga.
Por fortuna, al día siguiente Juan le llevó otra buena noticia. En la Voreux, la entrada de] pozo estaba a punto de quedar cegada, porque las infiltraciones eran tan grandes, que las brigadas de carpinteros ocupados en las obras de reparación, trabajaban amenazadas por un peligro continuo.
En cuanto fue de noche, Esteban salió de su escondite para recabar noticias. Hasta entonces había procurado no acercarse a la Voreux, temiendo al centinela, cuya silueta no dejaba de verse nunca vigilando la llanura; pero a eso de las tres de la mañana se nubló el cielo, y Esteban se atrevió a acercarse a la mina. Allí le dijeron los amigos que era inevitable el desastre que se esperaba, y que la Compañía tendría que hacer obras de reparación, que seguramente impedirían trabajar durante tres meses lo menos. El jefe de los huelguistas recorrió los alrededores de la mina, prestando atento oído al martilleo de los carpinteros, gozosa el alma al pensar en aquella herida que estaban vendando a toda prisa.
Al amanecer, cuando ya iba a su escondite, tropezó con el centinela de la plataforma. Aquella vez, por fuerza le vería. El obrero seguía andando, y haciendo reflexiones acerca de los soldados, de esos hijos del pueblo. a quienes armaban contra el pueblo. ¡Qué fácil sería el triunfo de la revolución si el ejército se pusiera de parte de ella! Bastaba que los obreros y los campesinos que estaban en los cuarteles se acordaran de su origen. Aquél era el peligro supremo, el espanto terrible que hacía temblar a los burgueses, cuando pensaban en la posibilidad de que el ejército se volviera contra ellos. Dos horas bastarían para resolver el gran problema social. Ya se hablaba de regimientos enteros contaminados de socialismo. ¿Sería verdad? ¿Triunfaría al fin la justicia, gracias a los cartuchos repartidos por la burguesía? Y pasando de esta a otra esperanza, el joven se entregaba a la ilusión de que el regimiento que ocupaba las minas se pasaría al bando de los huelguistas, emprendiéndola a tiros contra la Compañía y fraternizando con los obreros.
Sin darse cuenta de ello, embebido en sus reflexiones, iba subiendo hacia la plataforma. ¿Por qué no había de hablar con aquel soldado? Quizás pudiera conquistarle para sus ideas. Con aire distraído e indiferente continuó su camino, acercándose al centinela. Éste permaneció inmóvil.
-¡Hola, amigo! ¡Qué tiempo más infernal! -acabó por decir Esteban-. Creo que vamos a tener más nieve.
Era el soldado un muchacho de pequeña estatura, muy rubio, y de fisonomía delicada. Llevaba el uniforme con toda la torpeza de un quinto.
-Creo que sí -murmuró por toda respuesta el militar.
Y con sus ojos azules miraba al cielo blanquecino, del que, en efecto, se escapaba una humedad que calaba los huesos.
-¡Qué estupidez poneros ahí para que os quedéis helados! -continuó Esteban-. Cualquiera diría que estábamos amenazados por los cosacos. ¡Y con el viento que sopla aquí!
El soldado tiritaba sin quejarse. Allí cerca había una especie de caseta donde se abrigaba el viejo Buenamuerte en las noches de mucho frío: pero la consigna mandaba no separarse de allí ni perder de vista la llanura, y el centinela permanecía en su sitio, con las manos tan tiesas de frío, que casi
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
no sentía el fusil que sujetaba. El centinela pertenecía al destacamento de veinticinco hombres que ocupaba la Voreux, y como aquel servicio cruel se repetía cada tres días, el infeliz había estado a punto de morirse de frío. Pero el oficio lo exigía, la obediencia pasiva no le dejaba siquiera pensar en aquellas cosas, y el militar respondía a la pregunta de Esteban con ese tartamudeo que emplean los chiquillos cuando están casi dormidos.
En vano pasó Esteban un cuarto de hora procurando hacerle hablar de política. Contestaba sí o no, como quien no comprende lo que le dicen; algunos compañeros suyos aseguraban que el capitán era republicano; pero él no tenía ideas políticas; todo le era lo mismo. Si le mandaban que hiciese fuego, lo haría, porque no tenía más remedio. El obrero le escuchaba con ese odio tradicional del pueblo hacia el ejército, hacia esos hermanos suyos a quienes hacen variar en un instante, con sólo ponerles un pantalón rojo y un capote azul.
-¿Y cómo se llama usted?
-Julio.
-¿De dónde es usted?
-De Plogof, muy lejos.
Era de un pueblo de la Bretaña y no sabía más. Su carita blanca y sonrosada adquirió una expresión dulcísima al recordar su pueblo.
-Tengo allí a mi madre y a mi hermana. Seguro que me están esperando. ¡Ah! Pero aún he de tardar en ir. Cuando salí de allí, me acompañaron hasta el puente del Abate. Montamos a caballo en Lepalmée; por cierto que estuvimos a punto de estrellarnos al bajar la cuesta de Audierne. Allí me esperaba mi primo Carlos con una buena merienda; pero no pudimos comer, porque las mujeres no dejaban de llorar. ¡Ah, Dios mío, Dios mío, que lejos estamos de mi pueblo!
Y sin que dejara de sonreír, sus ojos se arrasaban en lágrimas.
-Oiga -dijo de pronto, dirigiéndose a Esteban- ¿cree usted que si me porto bien me darán un mes de licencia dentro de un par de años?
Entonces Esteban habló de la Provenza de donde había salido siendo muy pequeño. Empezaba a amanecer, y del cielo caían ya grandes copos de nieve. Esteban distinguió a lo lejos a Juan, que, asustado sin duda de verle hablando con el centinela, le hacía señas para que bajase enseguida. ¿A qué venía, después de todo, tratar de fraternizar con la tropa? Faltaba aún muchos años para eso, y Esteban lo lamentaba, como si hubiese estado seguro del éxito de su tentativa. Pero de pronto comprendió las señas de Juan: era que iban a relevar al centinela, y se marchó de allí yendo a enterrarse en Réquillart, convencido una vez más de que era cierta su derrota y el fracaso de sus planes, mientras el chiquillo decía que aquel soldado bribón había llamado a la guardia para que hiciera fuego contra ellos.
Arriba, en la plataforma, Julio permaneció inmóvil, con la mirada fija en la nieve que caía. Acercóse el cabo con el relevo; se cambiaron los saludos reglamentados:
-¿Quién vive? ¡El santo y seña!
Y se oyeron las pisadas de los soldados, que resonaban como en país conquistado. A pesar de que había amanecido, en los barrios de los obreros todo permanecía en silencio; los carboneros continuaban aferrados a sus propósitos de huelga.
En vano pasó Esteban un cuarto de hora procurando hacerle hablar de política. Contestaba sí o no, como quien no comprende lo que le dicen; algunos compañeros suyos aseguraban que el capitán era republicano; pero él no tenía ideas políticas; todo le era lo mismo. Si le mandaban que hiciese fuego, lo haría, porque no tenía más remedio. El obrero le escuchaba con ese odio tradicional del pueblo hacia el ejército, hacia esos hermanos suyos a quienes hacen variar en un instante, con sólo ponerles un pantalón rojo y un capote azul.
-¿Y cómo se llama usted?
-Julio.
-¿De dónde es usted?
-De Plogof, muy lejos.
Era de un pueblo de la Bretaña y no sabía más. Su carita blanca y sonrosada adquirió una expresión dulcísima al recordar su pueblo.
-Tengo allí a mi madre y a mi hermana. Seguro que me están esperando. ¡Ah! Pero aún he de tardar en ir. Cuando salí de allí, me acompañaron hasta el puente del Abate. Montamos a caballo en Lepalmée; por cierto que estuvimos a punto de estrellarnos al bajar la cuesta de Audierne. Allí me esperaba mi primo Carlos con una buena merienda; pero no pudimos comer, porque las mujeres no dejaban de llorar. ¡Ah, Dios mío, Dios mío, que lejos estamos de mi pueblo!
Y sin que dejara de sonreír, sus ojos se arrasaban en lágrimas.
-Oiga -dijo de pronto, dirigiéndose a Esteban- ¿cree usted que si me porto bien me darán un mes de licencia dentro de un par de años?
Entonces Esteban habló de la Provenza de donde había salido siendo muy pequeño. Empezaba a amanecer, y del cielo caían ya grandes copos de nieve. Esteban distinguió a lo lejos a Juan, que, asustado sin duda de verle hablando con el centinela, le hacía señas para que bajase enseguida. ¿A qué venía, después de todo, tratar de fraternizar con la tropa? Faltaba aún muchos años para eso, y Esteban lo lamentaba, como si hubiese estado seguro del éxito de su tentativa. Pero de pronto comprendió las señas de Juan: era que iban a relevar al centinela, y se marchó de allí yendo a enterrarse en Réquillart, convencido una vez más de que era cierta su derrota y el fracaso de sus planes, mientras el chiquillo decía que aquel soldado bribón había llamado a la guardia para que hiciera fuego contra ellos.
Arriba, en la plataforma, Julio permaneció inmóvil, con la mirada fija en la nieve que caía. Acercóse el cabo con el relevo; se cambiaron los saludos reglamentados:
-¿Quién vive? ¡El santo y seña!
Y se oyeron las pisadas de los soldados, que resonaban como en país conquistado. A pesar de que había amanecido, en los barrios de los obreros todo permanecía en silencio; los carboneros continuaban aferrados a sus propósitos de huelga.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Sexta parte: Capítulo II
Había nevado dos días enteros, y una helada intensa endurecía el inmenso manto blanco que cubría la llanura; aquella comarca, siempre negra, con caminos que parecían rayas de tinta, con paredes y con árboles empolvados por el carbón, estaba entonces blanca, completamente blanca. El barrio de los Doscientos Cuarenta yacía triste y silencioso bajo la espesa capa de nieve. Por ninguna chimenea salía humo. Las casas, la lumbre estaba tan fría como las piedras de los caminos; la nieve no se derretía. Más que pueblo habitado semejaba el barrio de un pueblo muerto y envuelto en un sudario. Por las calles no se veían más que las huellas fangosas de los soldados que hacían el servicio de patrulla.
En casa de los Maheu la última palada de cisco de carbón había sido quemada el día antes; no había que pensar en ir a recoger carbón desperdiciado en los alrededores de la mina con aquel tiempo en que ni siquiera los pajarillas podían encontrar de comer.
Alicia estaba muriéndose por haberse empeñado en ello, escarbando entre la nieve. La mujer de Maheu había tenido que liarla en un pedazo de colcha mientras llegaba el doctor Vanderhagen, a casa del cual había ido dos veces sin poderlo encontrar; su criada le prometió que el señorito iría aquella misma noche al barrio, y la desconsolada madre estaba esperándole de pie detrás de la vidriera de la ventana, mientras la niña, que se había empeñado en bajar, tiritaba sentada en una silla, haciéndose la ilusión de que tenía menos frío allí, junto a la estufa apagada. El tío Buenamuerte, sentado frente a ella con las piernas encogidas, parecía dormir. Ni Leonor ni Enrique habían vuelto a casa; andaban por aquellos caminos de Dios, dirigidos por Juan, pidiendo limosna.
Maheu se paseaba de un extremo a otro de la habitación, tropezando con las paredes, con el aire estúpido de una fiera encerrada que no ve los barrotes de su jaula.
También se había acabado el petróleo; pero el reflejo de la nieve que había en la calle era tan grande, que la habitación, a pesar de la oscuridad de la noche, estaba casi clara.
Se oyeron unos pasos; se abrió la puerta, y apareció la mujer de Levaque que llegaba hecha una furia, y que se encaró con su vecina diciendo:
-¡Con que has sido tú quien ha dicho que yo exijo un franco a mi huésped cada vez que duerme conmigo!
La otra se encogió de hombros.
-¡No me fastidies! ¡Yo no he dicho nada! ¿De dónde sacas eso?
-Me han dicho que tú lo dijiste, y no te importa saber de dónde lo saco. Y hasta sé que dices que nos oyes hacer porquerías a través del tabique; que mi casa está muy sucia, porque no hago más que estar en la cama. ¿Niegas que lo hayas dicho, eh?
Diariamente había disputas a consecuencia de los chismorreas de las vecinas. Las riñas y las reconciliaciones eran ya cosa cotidiana, sobre todo entre las familias que vivían contiguas, pero nunca habían tenido la acritud y el encono de ahora.
Desde el principio de la huelga, el hambre exasperaba los rencores; todos sentían necesidad de reñir, y una disputa insignificante entre dos comadres se convertía a lo mejor en un duelo a muerte entre dos hombres.
Precisamente en aquel momento llegó Levaque, llevando consigo a Bouteloup.
-Aquí está este amigo, a ver si dice que ha dado un franco a mi mujer cada vez que ha dormido con ella. El huésped, siempre con su aire tranquilo y bonachón, protestaba tartamudeando excusas.
-¡Oh! ¡Eso jamás! ¡Jamás! -decía-. ¿Quién es capaz de suponer tal cosa? Levaque entonces adoptó una actitud amenazadora y poniendo a Maheu el puño en las narices:
-Mira -exclamó-, no me gustan estas cosas. Cuando se tiene una mujer capaz de calumniar así, se le rompe el alma. ¿O es que tú crees también lo que ha dicho?
-¡Maldita sea! -exclamó Maheu, furioso de tener que salir de su anonadamiento-. ¿Ya estamos otra vez con estas majaderías? ¿No tenemos bastantes miserias aún? Déjame en paz, si no quieres que vengamos a las manos. Además, ¿quién ha dicho que mi mujer dice tal cosa?
-¿Quién lo ha dicho? Pues la mujer de Pierron.
La de Maheu soltó una carcajada burlona, y dirigiéndose a su vecina: -¡Ah! ¿Conque ha sido la de Pierron? -exclamó-. A mí, en cambio me ha dicho que tú dormías con tus dos hombres, uno a cada lado.
Ya no fue posible entenderse. Todos se enfurecieron: los Levaque decían a los Maheu, para vengarse, que la mujer de Pierron hablaba muy mal de ellos también, asegurando que vendían a Catalina, y que estaban todos ellos podridos, incluso los niños, a consecuencia de una enfermedad adquirida por Esteban con una mujer del Volcán.
-¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho eso? -rugió Maheu-. Bueno; allá voy, y como lo haya dicho, la ahogo.
Se había precipitado fuera de la sala; los Levaque le siguieron para atestiguar, mientras Bouteloup, que tenía horror a las disputas, se escurría tranquilamente para meterse en su casa. También la mujer de Maheu, en su furia, se disponía a salir, cuando un quejido de Alicia la detuvo. Arropó con el pedazo de colcha el calenturiento cuerpecillo de la enferma, y volvió junto a la ventana, esperando al médico, que no llegaba nunca.
A la puerta de la casa de Pierron, Maheu y los Levaque acababan de encontrar a Lidia jugando con la nieve. La casa estaba cerrada; un rayito de luz pasaba por entre las junturas de la ventana; la niña contestó al principio torpemente a las preguntas que le dirigían; no, su papá no estaba en casa; había ido al lavadero para ayudar a la Quemada a traer el lío de ropa limpia. Luego se turbó, y no quiso decir lo que estaba haciendo su mamá. Por fin lo confesó todo, riendo estúpidamente: su mamá la había echado a la calle, porque estaba allí el señor Dansaert, y los estorbaba para hablar. Éste había recorrido desde temprano el barrio de los obreros, yendo de puerta en puerta, acompañado de dos gendarmes, tratando de convencer a los mineros, imponiéndose a los débiles, anunciando en todas partes que si el lunes no bajaban a la Voreux la Compañía estaba decidida a contratar trabajadores en Bélgica. Y al anochecer, despidió a los gendarmes que le acompañaban, al encontrarse a la mujer de Pierron, que estaba sola; luego había entrado en casa de ésta a beber una copita de ginebra, al amor de una buena lumbre.
-¡Chitón! ¡Callaos, que vamos a verlos! -murmuró Levaque con malicioso tono-. Luego le pediremos explicaciones. ¡Vete de aquí, chiquilla!
Lidia retrocedió unos cuantos pasos, mientras Levaque aplicaba un ojo a la rendija de la ventana. Contuvo una exclamación, y lo que veía pareció interesarle extraordinariamente; en cambio su mujer, que miró después de él, declaró enseguida que aquello le daba asco. Maheu, por su parte, que la había empujado, porque quería ver también, declaró que era un espectáculo que valía dinero. Y cada uno de los presentes fue aplicando por turno un ojo a la indiscreta rendija. La sala, reluciente de puro limpia, estaba animada por una buena lumbre; sobre la mesa había pasteles, una botella y dos copas: un verdadero festín de boda. Todo aquello enfureció a los dos hombres, que algunos meses antes se hubiesen divertido en grande con el espectáculo que presenciaban. Bueno que se entregase a quien le diera la gana; pero era una infamia hacerlo al amor de una buena lumbre, y reponiendo fuerzas con vinos y pastelillos, cuando los compañeros se morían de hambre y de frío.
-¡Ahí está papá! -gritó Lidia echando a correr.
Pierron regresaba, en efecto, tranquilamente del lavadero con el saco de ropa a cuestas. Enseguida Maheu le interpeló:
-Oye; me han dicho que tu mujer dice que hemos vendido a Catalina, y estamos todos podridos. Y a ti, ¿quién te paga a tu mujer? ¿Ese caballero que se está entreteniendo con ella ahí dentro?
Sexta parte: Capítulo II
Había nevado dos días enteros, y una helada intensa endurecía el inmenso manto blanco que cubría la llanura; aquella comarca, siempre negra, con caminos que parecían rayas de tinta, con paredes y con árboles empolvados por el carbón, estaba entonces blanca, completamente blanca. El barrio de los Doscientos Cuarenta yacía triste y silencioso bajo la espesa capa de nieve. Por ninguna chimenea salía humo. Las casas, la lumbre estaba tan fría como las piedras de los caminos; la nieve no se derretía. Más que pueblo habitado semejaba el barrio de un pueblo muerto y envuelto en un sudario. Por las calles no se veían más que las huellas fangosas de los soldados que hacían el servicio de patrulla.
En casa de los Maheu la última palada de cisco de carbón había sido quemada el día antes; no había que pensar en ir a recoger carbón desperdiciado en los alrededores de la mina con aquel tiempo en que ni siquiera los pajarillas podían encontrar de comer.
Alicia estaba muriéndose por haberse empeñado en ello, escarbando entre la nieve. La mujer de Maheu había tenido que liarla en un pedazo de colcha mientras llegaba el doctor Vanderhagen, a casa del cual había ido dos veces sin poderlo encontrar; su criada le prometió que el señorito iría aquella misma noche al barrio, y la desconsolada madre estaba esperándole de pie detrás de la vidriera de la ventana, mientras la niña, que se había empeñado en bajar, tiritaba sentada en una silla, haciéndose la ilusión de que tenía menos frío allí, junto a la estufa apagada. El tío Buenamuerte, sentado frente a ella con las piernas encogidas, parecía dormir. Ni Leonor ni Enrique habían vuelto a casa; andaban por aquellos caminos de Dios, dirigidos por Juan, pidiendo limosna.
Maheu se paseaba de un extremo a otro de la habitación, tropezando con las paredes, con el aire estúpido de una fiera encerrada que no ve los barrotes de su jaula.
También se había acabado el petróleo; pero el reflejo de la nieve que había en la calle era tan grande, que la habitación, a pesar de la oscuridad de la noche, estaba casi clara.
Se oyeron unos pasos; se abrió la puerta, y apareció la mujer de Levaque que llegaba hecha una furia, y que se encaró con su vecina diciendo:
-¡Con que has sido tú quien ha dicho que yo exijo un franco a mi huésped cada vez que duerme conmigo!
La otra se encogió de hombros.
-¡No me fastidies! ¡Yo no he dicho nada! ¿De dónde sacas eso?
-Me han dicho que tú lo dijiste, y no te importa saber de dónde lo saco. Y hasta sé que dices que nos oyes hacer porquerías a través del tabique; que mi casa está muy sucia, porque no hago más que estar en la cama. ¿Niegas que lo hayas dicho, eh?
Diariamente había disputas a consecuencia de los chismorreas de las vecinas. Las riñas y las reconciliaciones eran ya cosa cotidiana, sobre todo entre las familias que vivían contiguas, pero nunca habían tenido la acritud y el encono de ahora.
Desde el principio de la huelga, el hambre exasperaba los rencores; todos sentían necesidad de reñir, y una disputa insignificante entre dos comadres se convertía a lo mejor en un duelo a muerte entre dos hombres.
Precisamente en aquel momento llegó Levaque, llevando consigo a Bouteloup.
-Aquí está este amigo, a ver si dice que ha dado un franco a mi mujer cada vez que ha dormido con ella. El huésped, siempre con su aire tranquilo y bonachón, protestaba tartamudeando excusas.
-¡Oh! ¡Eso jamás! ¡Jamás! -decía-. ¿Quién es capaz de suponer tal cosa? Levaque entonces adoptó una actitud amenazadora y poniendo a Maheu el puño en las narices:
-Mira -exclamó-, no me gustan estas cosas. Cuando se tiene una mujer capaz de calumniar así, se le rompe el alma. ¿O es que tú crees también lo que ha dicho?
-¡Maldita sea! -exclamó Maheu, furioso de tener que salir de su anonadamiento-. ¿Ya estamos otra vez con estas majaderías? ¿No tenemos bastantes miserias aún? Déjame en paz, si no quieres que vengamos a las manos. Además, ¿quién ha dicho que mi mujer dice tal cosa?
-¿Quién lo ha dicho? Pues la mujer de Pierron.
La de Maheu soltó una carcajada burlona, y dirigiéndose a su vecina: -¡Ah! ¿Conque ha sido la de Pierron? -exclamó-. A mí, en cambio me ha dicho que tú dormías con tus dos hombres, uno a cada lado.
Ya no fue posible entenderse. Todos se enfurecieron: los Levaque decían a los Maheu, para vengarse, que la mujer de Pierron hablaba muy mal de ellos también, asegurando que vendían a Catalina, y que estaban todos ellos podridos, incluso los niños, a consecuencia de una enfermedad adquirida por Esteban con una mujer del Volcán.
-¿Quién ha dicho eso? ¿Quién ha dicho eso? -rugió Maheu-. Bueno; allá voy, y como lo haya dicho, la ahogo.
Se había precipitado fuera de la sala; los Levaque le siguieron para atestiguar, mientras Bouteloup, que tenía horror a las disputas, se escurría tranquilamente para meterse en su casa. También la mujer de Maheu, en su furia, se disponía a salir, cuando un quejido de Alicia la detuvo. Arropó con el pedazo de colcha el calenturiento cuerpecillo de la enferma, y volvió junto a la ventana, esperando al médico, que no llegaba nunca.
A la puerta de la casa de Pierron, Maheu y los Levaque acababan de encontrar a Lidia jugando con la nieve. La casa estaba cerrada; un rayito de luz pasaba por entre las junturas de la ventana; la niña contestó al principio torpemente a las preguntas que le dirigían; no, su papá no estaba en casa; había ido al lavadero para ayudar a la Quemada a traer el lío de ropa limpia. Luego se turbó, y no quiso decir lo que estaba haciendo su mamá. Por fin lo confesó todo, riendo estúpidamente: su mamá la había echado a la calle, porque estaba allí el señor Dansaert, y los estorbaba para hablar. Éste había recorrido desde temprano el barrio de los obreros, yendo de puerta en puerta, acompañado de dos gendarmes, tratando de convencer a los mineros, imponiéndose a los débiles, anunciando en todas partes que si el lunes no bajaban a la Voreux la Compañía estaba decidida a contratar trabajadores en Bélgica. Y al anochecer, despidió a los gendarmes que le acompañaban, al encontrarse a la mujer de Pierron, que estaba sola; luego había entrado en casa de ésta a beber una copita de ginebra, al amor de una buena lumbre.
-¡Chitón! ¡Callaos, que vamos a verlos! -murmuró Levaque con malicioso tono-. Luego le pediremos explicaciones. ¡Vete de aquí, chiquilla!
Lidia retrocedió unos cuantos pasos, mientras Levaque aplicaba un ojo a la rendija de la ventana. Contuvo una exclamación, y lo que veía pareció interesarle extraordinariamente; en cambio su mujer, que miró después de él, declaró enseguida que aquello le daba asco. Maheu, por su parte, que la había empujado, porque quería ver también, declaró que era un espectáculo que valía dinero. Y cada uno de los presentes fue aplicando por turno un ojo a la indiscreta rendija. La sala, reluciente de puro limpia, estaba animada por una buena lumbre; sobre la mesa había pasteles, una botella y dos copas: un verdadero festín de boda. Todo aquello enfureció a los dos hombres, que algunos meses antes se hubiesen divertido en grande con el espectáculo que presenciaban. Bueno que se entregase a quien le diera la gana; pero era una infamia hacerlo al amor de una buena lumbre, y reponiendo fuerzas con vinos y pastelillos, cuando los compañeros se morían de hambre y de frío.
-¡Ahí está papá! -gritó Lidia echando a correr.
Pierron regresaba, en efecto, tranquilamente del lavadero con el saco de ropa a cuestas. Enseguida Maheu le interpeló:
-Oye; me han dicho que tu mujer dice que hemos vendido a Catalina, y estamos todos podridos. Y a ti, ¿quién te paga a tu mujer? ¿Ese caballero que se está entreteniendo con ella ahí dentro?
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Pierron, aturdido, no comprendía, cuando su mujer, llena de miedo, al oír el ruido de las voces perdió la cabeza hasta el punto de entreabrir la puerta para enterarse de lo que pasaba. Estaba roja como una amapola con el corpiño desabrochado, y la falda todavía remangada, en tanto que Dansaert, en un rincón de la habitación, arreglaba el desorden de su traje. El capataz mayor huyó, temblando de que llegase hasta el director la noticia de aquella aventura, después de las recomendaciones de prudencia que le había dirigido. Entonces se produjo un escándalo mayúsculo de voces, gritos y risas.
-Tú, que dices siempre que las demás somos sucias -decía la mujer de Levaque-, no es extraño que estés limpia, si se encargan de ti los jefes.
-¡Ah! ¡Quién habla! -replicaba Levaque-. ¡Ahí tenéis a esa puerca que dice que mi mujer se acuesta conmigo y con el huésped! Si; tú lo has dicho.
Pero la mujer de Pierron, tranquila ya, se las tenía tiesas con todos, y los despreciaba, segura de ser la más guapa y la más rica del pueblo.
-¡He dicho lo que me ha dado la gana! ¡Id al diablo! ¡Eh! ¿Os importan mis asuntos? ¡Envidiosos, que no nos podéis ver porque sabemos ahorrar dinero! Decid, decid lo que queráis; ya sabe mi marido por qué estaba aquí el señor Dansaert.
Y en efecto, Pierron, muy enfadado, defendía a su mujer. La disputa empezó de nuevo; le llamaron traidor, espía, perro de presa de la Compañía; le acusaron de encerrarse en su casa para comer como un príncipe con el dinero que le daban los jefes por sus traiciones. Él replicaba pretendiendo que Maheu le había amenazado echando por debajo de la puerta de su casa un papel que tenía pintados una calavera, dos huesos en cruz y un puñal debajo. Y la cuestión acabó con una riña formal entre los hombres, como sucedía desde que comenzara la huelga, cada vez que las mujeres se decían unas cuantas desvergüenzas. Maheu y Levaque cayeron sobre Pierron a puñetazo limpio, y fue necesario separarlos.
La sangre manaba de la nariz de su yerno cuando se presentó la Quemada, la cual, al saber lo ocurrido, se contentó con decir:
-¡Ese puerco me deshonra!
La calle quedó desierta; ni una sola sombra manchaba la blancura mate de la nieve; y el barrio de los obreros, caído de nuevo en su inmovilidad de muerte, adquirió su aspecto sombrío.
-¿Y el médico? -preguntó Maheu al entrar en su casa.
-No ha venido -contestó su mujer, que no se había separado de la ventana.
-¿Han vuelto los niños?
-No, no han vuelto.
Maheu empezó a pasear de nuevo lentamente de un extremo a otro de la habitación, con su aire de fiera enjaulada. El tío Buenamuerte, que seguía sentado en su silla, no había levantado siquiera la cabeza. Alicia tampoco decía nada, y procuraba no tiritar mucho, por no apenarles más; pero, a pesar de su valor para sufrir, temblaba de tal modo algunas veces, que se oía el rechinar de sus dientes, mientras miraba con los ojos muy abiertos el techo de la habitación.
Era la última crisis; se hallaban próximos a un terrible desenlace. La tela de los colchones había ido detrás de la lana a casa del prestamista; después la ropa blanca, y luego todo lo que se podía vender o empeñar, había desaparecido. Una tarde vendieron por dos sueldos un pañuelo del abuelo. Cada cosa que se iba del hogar arrancaba lágrimas a los infelices, y la madre se lamentaba aún de haberse llevado un día debajo del mantón la caja, regalo antiguo de su marido, como quien lleva una criatura para dejarla abandonada en cualquier parte. Ya estaban desnudos; no tenían nada que vender como no fuese el pellejo, y éste valía tan poco, que nadie lo hubiera querido. Así, que no se tomaban ni siquiera el trabajo de buscar, porque sabían que nada podían encontrar, que todo estaba agotado, que no debía esperar ni una vela ni un pedazo de carbón, ni una patata. Estaban ya resignados a morir, y si lo sentían era solamente por sus hijos, que sin duda no habían merecido un destino tan cruel.
-¡Por fin, ahí está ya! -exclamó la mujer de Maheu.
Un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Se abrió la puerta. Pero no era el doctor Vanderhaghen, sino el cura, el cura del pueblo, el padre Ranvier, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato. Al entrar en la casa no pareció sorprendido de encontrarla a oscuras, sin lumbre, y a sus habitantes sin comer. Ya había estado en otras de la vecindad haciendo propaganda, conquistando a hombres de buena voluntad para su causa, del mismo modo que Dansaert, por la mañana, trataba de conquistarlos para la causa de la Compañía. El cura empezó a explicarse con voz febril y el acento entusiasta de un sectario.
-¿Por qué no fuisteis a misa el domingo, hijos míos? Hacéis mal, porque solamente la Iglesia puede salvaros. Vamos, prometedme que no faltaréis el domingo que viene.
Maheu, después de mirarle un momento, empezó a pasear de nuevo. sin decir una palabra; su mujer fue quien contestó:
-¿Y qué hemos de hacer en misa, señor cura? ¡Dios se ríe de nosotros! Mire, si no, ¿qué le ha hecho esta pobrecita hija mía para estar tan enferma? Como si no tuviésemos bastantes sufrimientos, me la pone a la muerte, cuando no puedo darle ni una taza de tila siquiera.
Entonces el cura pronunció un largo discurso, explotando la huelga, aquella miseria espantosa, aquel rencor exasperado por el hambre, con el ardimiento de un misionero que estuviera convirtiendo salvajes a la religión verdadera. Decía que la Iglesia estaba con los pobres y los humildes, y que haría triunfar a la justicia, llamando la cólera de Dios contra las iniquidades de los ricos. Y el día de este triunfo estaba próximo ya, porque los ricos se habían abrogado facultades que sólo eran de Dios; habían pretendido imponerse a Él, procurando robarle impíamente su poder. Pero si los obreros deseaban el equitativo reparto de los bienes terrenales, debían de entregarse por completo en manos de los curas, del mismo modo que a la muerte de Jesucristo los pequeños y los humildes se habían agrupado en torno de los apóstoles. ¡Qué fuerza tendría el Santo Padre, de qué ejército dispondría el clero cuando mandara en jefe a la muchedumbre de trabajadores! En una semana se libertaría al mundo de los malos, desaparecerían los indignos amos de ahora, vendría la verdadera justicia de Dios, cada cual sería recompensado según sus méritos, y la ley del trabajo regiría la felicidad universal.
La mujer de Maheu, al escucharle, se imaginaba estar oyendo a Esteban durante las veladas de otoño, cuando anunciaba el próximo exterminio de los malos. Pero, sin embargo, como siempre, desconfiaba de las sotanas.
-Todo eso que dice, señor cura, está muy bien -contestó-. Pero sin duda que si ahora viene al bando de los obreros, es porque le sucede algo con los burgueses. Todos los otros curas que hemos tenido aquí comían a menudo en la Dirección y nos asustaban con el diablo en cuanto nos atrevíamos a pedir pan.
El sacerdote empezó a predicar entonces sobre el lamentable desacuerdo que había venido existiendo entre la Iglesia y el pueblo. Con frases veladas fustigó a los curas de las ciudades populosas, a los obispos, a todo el alto clero, que no pensaba más que en los goces terrenales, que se aliaban con la burguesía liberal, sin ver en su terrible ceguera que esa burguesía era la que le había quitado todo su poder en la tierra y su antiguo prestigio. El problema sería resuelto por los curas de las aldeas y del campo que un día habían de levantarse como un solo hombre para restablecer ese prestigio y ese poder apoyándose en los pobres; y parecía que ya estaba a la cabeza de todos los revolucionarios luchando por el Evangelio: tal era su ademán belicoso y el resplandor de sus ojos ardientes.
-Muchas palabras y pocas nueces -murmuró Maheu-; mejor habría sido que empezara usted por traernos pan que comer.
-¡Id a misa el domingo! -exclamó el sacerdote-. ¡Qué Dios proveerá a todos!
Y salió de allí para entrar en casa de Levaque, con objeto de catequizarles también, tan confiado en sus ilusiones, tan desdeñoso de la realidad, que se pasaba la vida visitando de aquel modo casa por casa, sin limosna de ningún género, con las manos vacías entre aquel ejército de hambrientos, y haciendo alarde de ser él también uno de tantos.
Maheu seguía paseando lentamente; en la habitación no se oía más ruido que el de sus pasos. Alicia, cada vez con fiebre más alta, había empezado a delirar en voz baja, y reía, creyéndose al lado de una buena lumbre.
- ¡Maldita sea mi suerte! -murmuró su madre, acercándose a tocarle la cara-. ¡Ahora está ardiendo! Ya no espero más a ese bribón. Probablemente los gendarmes le habrán prohibido venir a verla.
Se refería al doctor y a la Compañía. Tuvo, sin embargo, una exclamación de alegría al ver que la puerta se abría. Pero quedó defraudada en su esperanza.
-Buenas noches -dijo a media voz Esteban, entornando cuidadosamente la puerta al entrar.
A menudo les visitaba por la noche. Los Maheu supieron desde luego dónde se escondía; pero guardaban el secreto, y nadie más que ellos en el barrio sabía a ciencia cierta el paradero del joven. Aquel misterio le rodeaba de cierto prestigio legendario. Todos seguían teniendo fe en él: sin duda reaparecería en el momento más inesperado, con un ejército de obreros y un arca llena de oro. Era, una vez más, la esperanza religiosa de un milagro, de ver el ideal convertido en realidad, de conseguir la repentina conquista de la ciudad de justicia que les había prometido. Unos decían haberle visto en un coche, acompañado de tres caballeros, en el camino de Marchiennes; otros afirmaban que se hallaba en Inglaterra.
Pero, a la larga, iba naciendo la desconfianza; algunos, por broma, le acusaban de estar escondido en una cueva, donde iba la Mouquette de cuando en cuando, para hacerle un rato de compañía; porque aquella intimidad indudablemente le había perjudicado. Todos estos rumores eran consecuencia de cierta desafección que apuntaba ya, a pesar de su popularidad. El número de descontentos y de desesperados aumentaba diariamente.
-¡Maldito tiempo! -dijo el joven, sentándose en una silla-. Y vosotros, nada; siempre de mal en peor, ¿no es eso? Me han dicho que Négrel ha salido para Bélgica con objeto de contratar gente para las minas. ¡Si esto es verdad, estamos perdidos!
Un estremecimiento extraño le agitaba desde que entró en aquella habitación fría y oscura, donde, sin embargo, había la claridad suficiente para ver a los desgraciados que estaban en ella. Experimentaba esa repugnancia, ese malestar del obrero salido de su esfera, afinado por el estudio, trabajado por la ambición. Sentía verdaderas náuseas a la vista de tanta miseria y tantas desventuras. Había ido resuelto a manifestarles su desaliento y a darles el consejo de someterse, toda vez que era imposible soportar más tiempo la terrible situación que atravesaban.
Pero Maheu, en un exceso de violencia, se había detenido delante de él, diciendo con energía:
-¡Contratar gente en Bélgica! ¡Oh! No se atreverán los muy canallas. ¡Que no traigan aquí forasteros, si no quieren que destruyamos por completo las minas!
Esteban, turbado, y casi balbuciente, objetó que sería imposible hacer nada, porque los soldados que ocupaban militarmente las minas protegerían la bajada de los belgas.
Y Maheu cerraba los puños, se enfurecía, cada vez más irritado, sobre todo, según decía, de verse rodeado de bayonetas. ¡Cómo no! ¿Ya no eran los
-Tú, que dices siempre que las demás somos sucias -decía la mujer de Levaque-, no es extraño que estés limpia, si se encargan de ti los jefes.
-¡Ah! ¡Quién habla! -replicaba Levaque-. ¡Ahí tenéis a esa puerca que dice que mi mujer se acuesta conmigo y con el huésped! Si; tú lo has dicho.
Pero la mujer de Pierron, tranquila ya, se las tenía tiesas con todos, y los despreciaba, segura de ser la más guapa y la más rica del pueblo.
-¡He dicho lo que me ha dado la gana! ¡Id al diablo! ¡Eh! ¿Os importan mis asuntos? ¡Envidiosos, que no nos podéis ver porque sabemos ahorrar dinero! Decid, decid lo que queráis; ya sabe mi marido por qué estaba aquí el señor Dansaert.
Y en efecto, Pierron, muy enfadado, defendía a su mujer. La disputa empezó de nuevo; le llamaron traidor, espía, perro de presa de la Compañía; le acusaron de encerrarse en su casa para comer como un príncipe con el dinero que le daban los jefes por sus traiciones. Él replicaba pretendiendo que Maheu le había amenazado echando por debajo de la puerta de su casa un papel que tenía pintados una calavera, dos huesos en cruz y un puñal debajo. Y la cuestión acabó con una riña formal entre los hombres, como sucedía desde que comenzara la huelga, cada vez que las mujeres se decían unas cuantas desvergüenzas. Maheu y Levaque cayeron sobre Pierron a puñetazo limpio, y fue necesario separarlos.
La sangre manaba de la nariz de su yerno cuando se presentó la Quemada, la cual, al saber lo ocurrido, se contentó con decir:
-¡Ese puerco me deshonra!
La calle quedó desierta; ni una sola sombra manchaba la blancura mate de la nieve; y el barrio de los obreros, caído de nuevo en su inmovilidad de muerte, adquirió su aspecto sombrío.
-¿Y el médico? -preguntó Maheu al entrar en su casa.
-No ha venido -contestó su mujer, que no se había separado de la ventana.
-¿Han vuelto los niños?
-No, no han vuelto.
Maheu empezó a pasear de nuevo lentamente de un extremo a otro de la habitación, con su aire de fiera enjaulada. El tío Buenamuerte, que seguía sentado en su silla, no había levantado siquiera la cabeza. Alicia tampoco decía nada, y procuraba no tiritar mucho, por no apenarles más; pero, a pesar de su valor para sufrir, temblaba de tal modo algunas veces, que se oía el rechinar de sus dientes, mientras miraba con los ojos muy abiertos el techo de la habitación.
Era la última crisis; se hallaban próximos a un terrible desenlace. La tela de los colchones había ido detrás de la lana a casa del prestamista; después la ropa blanca, y luego todo lo que se podía vender o empeñar, había desaparecido. Una tarde vendieron por dos sueldos un pañuelo del abuelo. Cada cosa que se iba del hogar arrancaba lágrimas a los infelices, y la madre se lamentaba aún de haberse llevado un día debajo del mantón la caja, regalo antiguo de su marido, como quien lleva una criatura para dejarla abandonada en cualquier parte. Ya estaban desnudos; no tenían nada que vender como no fuese el pellejo, y éste valía tan poco, que nadie lo hubiera querido. Así, que no se tomaban ni siquiera el trabajo de buscar, porque sabían que nada podían encontrar, que todo estaba agotado, que no debía esperar ni una vela ni un pedazo de carbón, ni una patata. Estaban ya resignados a morir, y si lo sentían era solamente por sus hijos, que sin duda no habían merecido un destino tan cruel.
-¡Por fin, ahí está ya! -exclamó la mujer de Maheu.
Un hombre acababa de pasar por delante de la ventana. Se abrió la puerta. Pero no era el doctor Vanderhaghen, sino el cura, el cura del pueblo, el padre Ranvier, cuyos ojos brillaban en la oscuridad como los de un gato. Al entrar en la casa no pareció sorprendido de encontrarla a oscuras, sin lumbre, y a sus habitantes sin comer. Ya había estado en otras de la vecindad haciendo propaganda, conquistando a hombres de buena voluntad para su causa, del mismo modo que Dansaert, por la mañana, trataba de conquistarlos para la causa de la Compañía. El cura empezó a explicarse con voz febril y el acento entusiasta de un sectario.
-¿Por qué no fuisteis a misa el domingo, hijos míos? Hacéis mal, porque solamente la Iglesia puede salvaros. Vamos, prometedme que no faltaréis el domingo que viene.
Maheu, después de mirarle un momento, empezó a pasear de nuevo. sin decir una palabra; su mujer fue quien contestó:
-¿Y qué hemos de hacer en misa, señor cura? ¡Dios se ríe de nosotros! Mire, si no, ¿qué le ha hecho esta pobrecita hija mía para estar tan enferma? Como si no tuviésemos bastantes sufrimientos, me la pone a la muerte, cuando no puedo darle ni una taza de tila siquiera.
Entonces el cura pronunció un largo discurso, explotando la huelga, aquella miseria espantosa, aquel rencor exasperado por el hambre, con el ardimiento de un misionero que estuviera convirtiendo salvajes a la religión verdadera. Decía que la Iglesia estaba con los pobres y los humildes, y que haría triunfar a la justicia, llamando la cólera de Dios contra las iniquidades de los ricos. Y el día de este triunfo estaba próximo ya, porque los ricos se habían abrogado facultades que sólo eran de Dios; habían pretendido imponerse a Él, procurando robarle impíamente su poder. Pero si los obreros deseaban el equitativo reparto de los bienes terrenales, debían de entregarse por completo en manos de los curas, del mismo modo que a la muerte de Jesucristo los pequeños y los humildes se habían agrupado en torno de los apóstoles. ¡Qué fuerza tendría el Santo Padre, de qué ejército dispondría el clero cuando mandara en jefe a la muchedumbre de trabajadores! En una semana se libertaría al mundo de los malos, desaparecerían los indignos amos de ahora, vendría la verdadera justicia de Dios, cada cual sería recompensado según sus méritos, y la ley del trabajo regiría la felicidad universal.
La mujer de Maheu, al escucharle, se imaginaba estar oyendo a Esteban durante las veladas de otoño, cuando anunciaba el próximo exterminio de los malos. Pero, sin embargo, como siempre, desconfiaba de las sotanas.
-Todo eso que dice, señor cura, está muy bien -contestó-. Pero sin duda que si ahora viene al bando de los obreros, es porque le sucede algo con los burgueses. Todos los otros curas que hemos tenido aquí comían a menudo en la Dirección y nos asustaban con el diablo en cuanto nos atrevíamos a pedir pan.
El sacerdote empezó a predicar entonces sobre el lamentable desacuerdo que había venido existiendo entre la Iglesia y el pueblo. Con frases veladas fustigó a los curas de las ciudades populosas, a los obispos, a todo el alto clero, que no pensaba más que en los goces terrenales, que se aliaban con la burguesía liberal, sin ver en su terrible ceguera que esa burguesía era la que le había quitado todo su poder en la tierra y su antiguo prestigio. El problema sería resuelto por los curas de las aldeas y del campo que un día habían de levantarse como un solo hombre para restablecer ese prestigio y ese poder apoyándose en los pobres; y parecía que ya estaba a la cabeza de todos los revolucionarios luchando por el Evangelio: tal era su ademán belicoso y el resplandor de sus ojos ardientes.
-Muchas palabras y pocas nueces -murmuró Maheu-; mejor habría sido que empezara usted por traernos pan que comer.
-¡Id a misa el domingo! -exclamó el sacerdote-. ¡Qué Dios proveerá a todos!
Y salió de allí para entrar en casa de Levaque, con objeto de catequizarles también, tan confiado en sus ilusiones, tan desdeñoso de la realidad, que se pasaba la vida visitando de aquel modo casa por casa, sin limosna de ningún género, con las manos vacías entre aquel ejército de hambrientos, y haciendo alarde de ser él también uno de tantos.
Maheu seguía paseando lentamente; en la habitación no se oía más ruido que el de sus pasos. Alicia, cada vez con fiebre más alta, había empezado a delirar en voz baja, y reía, creyéndose al lado de una buena lumbre.
- ¡Maldita sea mi suerte! -murmuró su madre, acercándose a tocarle la cara-. ¡Ahora está ardiendo! Ya no espero más a ese bribón. Probablemente los gendarmes le habrán prohibido venir a verla.
Se refería al doctor y a la Compañía. Tuvo, sin embargo, una exclamación de alegría al ver que la puerta se abría. Pero quedó defraudada en su esperanza.
-Buenas noches -dijo a media voz Esteban, entornando cuidadosamente la puerta al entrar.
A menudo les visitaba por la noche. Los Maheu supieron desde luego dónde se escondía; pero guardaban el secreto, y nadie más que ellos en el barrio sabía a ciencia cierta el paradero del joven. Aquel misterio le rodeaba de cierto prestigio legendario. Todos seguían teniendo fe en él: sin duda reaparecería en el momento más inesperado, con un ejército de obreros y un arca llena de oro. Era, una vez más, la esperanza religiosa de un milagro, de ver el ideal convertido en realidad, de conseguir la repentina conquista de la ciudad de justicia que les había prometido. Unos decían haberle visto en un coche, acompañado de tres caballeros, en el camino de Marchiennes; otros afirmaban que se hallaba en Inglaterra.
Pero, a la larga, iba naciendo la desconfianza; algunos, por broma, le acusaban de estar escondido en una cueva, donde iba la Mouquette de cuando en cuando, para hacerle un rato de compañía; porque aquella intimidad indudablemente le había perjudicado. Todos estos rumores eran consecuencia de cierta desafección que apuntaba ya, a pesar de su popularidad. El número de descontentos y de desesperados aumentaba diariamente.
-¡Maldito tiempo! -dijo el joven, sentándose en una silla-. Y vosotros, nada; siempre de mal en peor, ¿no es eso? Me han dicho que Négrel ha salido para Bélgica con objeto de contratar gente para las minas. ¡Si esto es verdad, estamos perdidos!
Un estremecimiento extraño le agitaba desde que entró en aquella habitación fría y oscura, donde, sin embargo, había la claridad suficiente para ver a los desgraciados que estaban en ella. Experimentaba esa repugnancia, ese malestar del obrero salido de su esfera, afinado por el estudio, trabajado por la ambición. Sentía verdaderas náuseas a la vista de tanta miseria y tantas desventuras. Había ido resuelto a manifestarles su desaliento y a darles el consejo de someterse, toda vez que era imposible soportar más tiempo la terrible situación que atravesaban.
Pero Maheu, en un exceso de violencia, se había detenido delante de él, diciendo con energía:
-¡Contratar gente en Bélgica! ¡Oh! No se atreverán los muy canallas. ¡Que no traigan aquí forasteros, si no quieren que destruyamos por completo las minas!
Esteban, turbado, y casi balbuciente, objetó que sería imposible hacer nada, porque los soldados que ocupaban militarmente las minas protegerían la bajada de los belgas.
Y Maheu cerraba los puños, se enfurecía, cada vez más irritado, sobre todo, según decía, de verse rodeado de bayonetas. ¡Cómo no! ¿Ya no eran los
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
mineros los amos en su pueblo? ¿Habían de tratarlos como a presidiarios, a quienes se lleva a trabajar entre fusiles y bayonetas? Él le tenía cariño a la mina, y lamentaba no haber bajado a ella en dos meses; pero, por lo mismo, perdía la cabeza pensando en que se atreviesen a meter allí gente extraña.
Luego, el recuerdo de que la Compañía le había despedido definitivamente le entristeció.
-No sé por qué me enfado -murmuró-, puesto que ya no soy de la mina. Cuando me echen de esta casa, tendré que morirme en medio de un camino, como un perro abandonado.
-¡Bah! -contestó Esteban-. Si tú quieres, mañana mismo te vuelven a admitir. A los buenos obreros no se les echa nunca.
Calló un momento, admirado de la risa de Alicia, que en su delirio continuaba riendo a más y mejor. No la había visto; y, sin saber por qué, tal alegría en la niña enferma le llenaba de espanto. Ya la situación había llegado a su más terrible momento, cuando los niños enfermaban y se morían. Temblándole la voz, se decidió a decir:
-Vamos, esto no puede durar; estamos perdidos y mejor es rendirse de una vez.
La mujer de Maheu, inmóvil y silenciosa hasta aquel momento, estalló de pronto, y empezó a gritarle y a insultarle.
-¡Qué! ¿Qué dices? ¿Y eres tú quien aconseja eso, canalla?
Esteban quiso dar razones; pero ella no se lo consintió.
-¡No lo repitas, por Dios! ¡No lo repitas, o mujer y todo te estampo los cinco dedos en la cara! ¿Es decir, que nos estamos muriendo desde hace dos meses; que he vendido cuanto tenía en mi casa; que mis hijos han caído enfermos, y ahora, sin hacer nada, vamos a transigir con la injusticia? Mira, cuando pienso en ello la sangre me ahoga. ¡No, no y no! ¡Antes que rendirme ahora, lo quemaría todo, mataría a todo el mundo!
Maheu empezó de nuevo a pasear; ella, señalándole, añadió con gesto amenazador:
-¡Escucha: si mi marido vuelve al trabajo, yo seré quien le espere a la salida para escupirle y abofetearle, llamándole cobarde!
Esteban no la veía bien; pero sentía su ardiente aliento, y había retrocedido ante aquel frenesí, que era obra suya después de todo. La encontraba tan distinta, que ya no la reconocía; recordando su prudencia de antes, aquel echarle en cara lo violento de su conducta, aquel decirle que no se debe desear la muerte de nadie, y este negarse ahora a oír todo género de razones, y este querer matar a todo el mundo. Ya no era él, sino ella, quien hablaba de política, quien deseaba derribar al gobierno y a los burgueses, quien reclamaba la república y la guillotina para libertar al mundo de los malditos ricos, engordados a costa del pobre trabajador, que se moría de hambre.
-Sí, de buena gana los ahogaría con mis propias manos. Tal vez se acerca la hora de nuestra victoria, como decías tú antes. Cuando pienso que el padre y el abuelo, y el padre del abuelo, y todos los de nuestra casta han sufrido lo que nosotros estamos sufriendo y que nuestros hijos, y nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos sufrirán lo mismo, te aseguro que me vuelvo loca. El otro día no hicimos bastante. Debimos no dejar piedra sobre piedra en Montsou. Y te aseguro que estoy arrepentida de haber evitado que el abuelo matase a la hija de los de La Piolaine, porque, después de todo, ellos bien dejan ahora que los míos se mueran de hambre.
Sus palabras parecían hachazos dados en la oscuridad. El horizonte cerrado no había querido abrirse, y el ideal, al hacerse imposible, había trastornado aquel cerebro atormentado por el dolor.
-Me habéis comprendido mal -dijo Esteban al fin, batiéndose en retirada-. Lo que decía es que se podría llegar a un acuerdo con la Compañía; sé que las minas están sufriendo mucho, y creo que no sería difícil llegar a un acuerdo.
-¡No; nada de arreglos! -gritó la mujer de Maheu.
Precisamente en aquel momento entraban Enrique y Leonor con las manos vacías. Un caballero les había dado dos sueldos, pero, como siempre estaban peleándose, al pegarle la niña un puntapié a su hermano la moneda se cayó entre la nieve; y, a pesar de haberla buscado Juan con el mayor cuidado, no había aparecido.
-¿Dónde está Juan?
-Mamá, se ha ido; dijo que tenía mucho que hacer.
Esteban escuchaba entristecido. En otro tiempo les amenazaba con la muerte si se atrevían a pedir limosna, y ahora ella misma los mandaba a implorar la caridad, y hablaba de hacer lo mismo, y hasta de que lo hicieran los diez mil mineros de Montsou, a ver si creaban un nuevo conflicto.
La angustia fue entonces todavía mayor en aquella miserable habitación oscura. Los chiquillos, que tenían apetito, entraban pidiendo de comer. ¿Por qué no se comía? Y lloraban arrastrándose por el suelo, y acabaron por dar un pisotón a su hermana Alicia, que lanzó un gemido. La madre, fuera de sí, los abofeteó en la oscuridad. Luego, viendo que lloraban más fuerte, pidiendo pan, rompió también a llorar, y arrodillándose en el suelo, los estrechó a los dos y a la enferma en un abrazo febril.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no nos lleváis de aquí? -clamaba, desesperada-. ¡Dios mío, llevadnos, siquiera por compasión!
El abuelo conservaba su inmovilidad de árbol vetusto abatido por la tempestad, en tanto que el padre iba y venía incesantemente de un extremo a otro de la habitación, sin hablar palabra.
Pero la puerta se abrió de nuevo, y esta vez era, por fin, el doctor Vanderhaghen.
-¡Diablo! -dijo-. La luz no nos estropeará la vista. Vamos; pronto, que tengo mucho que hacer.
Como de costumbre, iba gruñendo y quejándose del exceso de trabajo y de cansancio. Felizmente llevaba fósforos en el bolsillo; el padre tuvo que encender seis o siete, uno detrás de otro, mientras el facultativo examinaba a la enferma. Ésta, desembarazada de la colcha que la abrigaba, temblaba de frío, enseñando aquellos miembros endebles y tan delgaduchos, que no se veía más que su joroba. Sonreía, sin embargo, con una sonrisa vaga de moribundo, los ojos muy abiertos y las manos crispadas sobre el pecho; y como la madre lloraba y se lamentaba, diciendo que no era razonable ni justo arrebatarle la única hija que le ayudaba en los quehaceres de la casa, tan buena y tan inteligente, el médico acabó por enfadarse.
-¡Bah! Se está yendo. se fue. Tu hija ha muerto de hambre. Y no es ella la única, porque en la casa de al lado he visto otra. Siempre me llamáis por cosas que yo no puedo remediar; lo que necesitáis es carne, y no médicos.
Maheu, a quien se le quemó un dedo, soltó el fósforo, y las tinieblas ocultaron de nuevo el cuerpecito, todavía caliente. El médico se marchó apresuradamente. Esteban no oía más que el llanto amargo de la mujer de Maheu, que repetía su invocación a la muerte, en un plañido lúgubre y sin fin.
-Dios mío, ahora me toca a mí; llevadme de aquí. ¡Dios mío, llevaos a mi marido, llevadnos a todos, por compasión al menos!
Luego, el recuerdo de que la Compañía le había despedido definitivamente le entristeció.
-No sé por qué me enfado -murmuró-, puesto que ya no soy de la mina. Cuando me echen de esta casa, tendré que morirme en medio de un camino, como un perro abandonado.
-¡Bah! -contestó Esteban-. Si tú quieres, mañana mismo te vuelven a admitir. A los buenos obreros no se les echa nunca.
Calló un momento, admirado de la risa de Alicia, que en su delirio continuaba riendo a más y mejor. No la había visto; y, sin saber por qué, tal alegría en la niña enferma le llenaba de espanto. Ya la situación había llegado a su más terrible momento, cuando los niños enfermaban y se morían. Temblándole la voz, se decidió a decir:
-Vamos, esto no puede durar; estamos perdidos y mejor es rendirse de una vez.
La mujer de Maheu, inmóvil y silenciosa hasta aquel momento, estalló de pronto, y empezó a gritarle y a insultarle.
-¡Qué! ¿Qué dices? ¿Y eres tú quien aconseja eso, canalla?
Esteban quiso dar razones; pero ella no se lo consintió.
-¡No lo repitas, por Dios! ¡No lo repitas, o mujer y todo te estampo los cinco dedos en la cara! ¿Es decir, que nos estamos muriendo desde hace dos meses; que he vendido cuanto tenía en mi casa; que mis hijos han caído enfermos, y ahora, sin hacer nada, vamos a transigir con la injusticia? Mira, cuando pienso en ello la sangre me ahoga. ¡No, no y no! ¡Antes que rendirme ahora, lo quemaría todo, mataría a todo el mundo!
Maheu empezó de nuevo a pasear; ella, señalándole, añadió con gesto amenazador:
-¡Escucha: si mi marido vuelve al trabajo, yo seré quien le espere a la salida para escupirle y abofetearle, llamándole cobarde!
Esteban no la veía bien; pero sentía su ardiente aliento, y había retrocedido ante aquel frenesí, que era obra suya después de todo. La encontraba tan distinta, que ya no la reconocía; recordando su prudencia de antes, aquel echarle en cara lo violento de su conducta, aquel decirle que no se debe desear la muerte de nadie, y este negarse ahora a oír todo género de razones, y este querer matar a todo el mundo. Ya no era él, sino ella, quien hablaba de política, quien deseaba derribar al gobierno y a los burgueses, quien reclamaba la república y la guillotina para libertar al mundo de los malditos ricos, engordados a costa del pobre trabajador, que se moría de hambre.
-Sí, de buena gana los ahogaría con mis propias manos. Tal vez se acerca la hora de nuestra victoria, como decías tú antes. Cuando pienso que el padre y el abuelo, y el padre del abuelo, y todos los de nuestra casta han sufrido lo que nosotros estamos sufriendo y que nuestros hijos, y nuestros nietos y los hijos de nuestros nietos sufrirán lo mismo, te aseguro que me vuelvo loca. El otro día no hicimos bastante. Debimos no dejar piedra sobre piedra en Montsou. Y te aseguro que estoy arrepentida de haber evitado que el abuelo matase a la hija de los de La Piolaine, porque, después de todo, ellos bien dejan ahora que los míos se mueran de hambre.
Sus palabras parecían hachazos dados en la oscuridad. El horizonte cerrado no había querido abrirse, y el ideal, al hacerse imposible, había trastornado aquel cerebro atormentado por el dolor.
-Me habéis comprendido mal -dijo Esteban al fin, batiéndose en retirada-. Lo que decía es que se podría llegar a un acuerdo con la Compañía; sé que las minas están sufriendo mucho, y creo que no sería difícil llegar a un acuerdo.
-¡No; nada de arreglos! -gritó la mujer de Maheu.
Precisamente en aquel momento entraban Enrique y Leonor con las manos vacías. Un caballero les había dado dos sueldos, pero, como siempre estaban peleándose, al pegarle la niña un puntapié a su hermano la moneda se cayó entre la nieve; y, a pesar de haberla buscado Juan con el mayor cuidado, no había aparecido.
-¿Dónde está Juan?
-Mamá, se ha ido; dijo que tenía mucho que hacer.
Esteban escuchaba entristecido. En otro tiempo les amenazaba con la muerte si se atrevían a pedir limosna, y ahora ella misma los mandaba a implorar la caridad, y hablaba de hacer lo mismo, y hasta de que lo hicieran los diez mil mineros de Montsou, a ver si creaban un nuevo conflicto.
La angustia fue entonces todavía mayor en aquella miserable habitación oscura. Los chiquillos, que tenían apetito, entraban pidiendo de comer. ¿Por qué no se comía? Y lloraban arrastrándose por el suelo, y acabaron por dar un pisotón a su hermana Alicia, que lanzó un gemido. La madre, fuera de sí, los abofeteó en la oscuridad. Luego, viendo que lloraban más fuerte, pidiendo pan, rompió también a llorar, y arrodillándose en el suelo, los estrechó a los dos y a la enferma en un abrazo febril.
-¡Dios mío! ¡Dios mío! ¿Por qué no nos lleváis de aquí? -clamaba, desesperada-. ¡Dios mío, llevadnos, siquiera por compasión!
El abuelo conservaba su inmovilidad de árbol vetusto abatido por la tempestad, en tanto que el padre iba y venía incesantemente de un extremo a otro de la habitación, sin hablar palabra.
Pero la puerta se abrió de nuevo, y esta vez era, por fin, el doctor Vanderhaghen.
-¡Diablo! -dijo-. La luz no nos estropeará la vista. Vamos; pronto, que tengo mucho que hacer.
Como de costumbre, iba gruñendo y quejándose del exceso de trabajo y de cansancio. Felizmente llevaba fósforos en el bolsillo; el padre tuvo que encender seis o siete, uno detrás de otro, mientras el facultativo examinaba a la enferma. Ésta, desembarazada de la colcha que la abrigaba, temblaba de frío, enseñando aquellos miembros endebles y tan delgaduchos, que no se veía más que su joroba. Sonreía, sin embargo, con una sonrisa vaga de moribundo, los ojos muy abiertos y las manos crispadas sobre el pecho; y como la madre lloraba y se lamentaba, diciendo que no era razonable ni justo arrebatarle la única hija que le ayudaba en los quehaceres de la casa, tan buena y tan inteligente, el médico acabó por enfadarse.
-¡Bah! Se está yendo. se fue. Tu hija ha muerto de hambre. Y no es ella la única, porque en la casa de al lado he visto otra. Siempre me llamáis por cosas que yo no puedo remediar; lo que necesitáis es carne, y no médicos.
Maheu, a quien se le quemó un dedo, soltó el fósforo, y las tinieblas ocultaron de nuevo el cuerpecito, todavía caliente. El médico se marchó apresuradamente. Esteban no oía más que el llanto amargo de la mujer de Maheu, que repetía su invocación a la muerte, en un plañido lúgubre y sin fin.
-Dios mío, ahora me toca a mí; llevadme de aquí. ¡Dios mío, llevaos a mi marido, llevadnos a todos, por compasión al menos!
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Sexta parte: Capítulo III
El domingo de aquella semana, a las ocho de la mañana, Souvarine estaba solo en la sala de La Ventajosa, en su sitio de costumbre, con la cabeza apoyada en la pared. Más de un minero no sabía dónde encontrar los dos sueldos que costaba un vaso de cerveza; así es que jamás había habido menos gente en las tabernas. Por eso la señora Rasseneur, sentada detrás del mostrador, observaba un silencio profundo de mal humor, mientras su marido, en pie delante de la chimenea, parecía mirar atentamente el humo que salía de la lumbre.
De pronto, en medio de aquel pesado silencio propio de las habitaciones demasiado caldeadas, tres golpecitos dados en los vidrios de la ventana hicieron volver la cabeza a Souvarine. Se levantó, porque había conocido la señal usada ya varias veces por Esteban para llamarle, cuando le veía desde fuera fumando un cigarrillo en su sitio de costumbre. Pero antes de que el maquinista pudiese llegar a la puerta, Rasseneur la abrió y al saber quien llamaba, le dijo sin vacilar:
-¿Temes que te venda? Mejor hablaréis aquí dentro.
Esteban entró; pero rehusó el vaso de cerveza que le ofrecía galantemente la señora Rasseneur. El tabernero añadió:
-Hace tiempo he adivinado dónde te escondes. Si yo fuese un traidor, como dicen tus amigos, ya hace ocho días que te hubiese delatado.
-No necesitas justificarte ni defenderte -contestó el joven-, porque harto sé que no eres de esa madera. Se puede tener ideas distintas, y estimarse sin embargo.
Reinó de nuevo el silencio. Souvarine volvió a sentarse en su silla, con la espalda apoyada en la pared y la mirada fija en el humo del cigarrillo, pero sus dedos febriles, que tenían cierta nerviosa movilidad, restregaban sus rodillas buscando el pelo sedoso de Polonia, que aquella noche no se subía encima, y esto constituía para él un malestar inexplicable; la sensación de que le faltaba algo, sin darse cuenta de lo que era a ciencia cierta.
Esteban, que se había sentado al otro lado de la mesa, dijo:
-Mañana empiezan a trabajar en la Voreux. Los belgas han llegado con Négrel.
-Sí; los han desembarcado al anochecer -murmuró Rasseneur, que permanecía en pie- ¡Con tal de que no haya sangre!
Luego, levantando la voz, añadió:
-No, no creas que quiero empezar a disputar de nuevo: pero sí he decirte que esto acabará muy mal, si no cedéis un poco. Mira, vuestra historia es exactamente la de la Internacional. Anteayer encontré a Pluchart en Lille. Parece que sus asuntos van también muy mal.
Le dio algunos pormenores, según los cuales la Asociación, después de haber conquistado a los obreros del mundo entero, en un acceso de febril propaganda que hacía temblar a la burguesía, se hallaba en la actualidad devorada y casi destruida por efecto de sus luchas intestinas, a causa de la vanidad y las ambiciones personales. Desde que los anarquistas triunfaban de los evolucionistas de primera hora, todo se transformaba: el ideal, el objeto primitivo, la reforma del sistema de jornales, desaparecía entre el estruendo de la lucha de sectas; los cuadros de sabios se desorganizaban por efecto del odio a la disciplina. Y ya se podía prever que abortaría aquel levantamiento en masa, que por un momento había estado a punto de echar abajo todo lo existente.
-Pluchart está enfermo a causa de tantos disgustos -prosiguió Rasseneur-. Ya no tiene voz; pero, a pesar de eso, quiere hablar, y piensa ir a París. Tres o cuatro veces me dijo que la causa de nuestra huelga estaba perdida.
Esteban, con la mirada fija en el suelo, le dejaba discurrir sin interrumpirle. El día antes había hablado con otros compañeros, y comprendía que soplaban para él aires de rencor y de sospecha, esos primeros síntomas de la impopularidad; que anunciaban una derrota completa. Y estaba sombrío, sin querer confesar su abatimiento frente a un hombre que le había predicho que el pueblo le silbaría en cuanto tuviera en quien vengar su descontento.
Sexta parte: Capítulo III
El domingo de aquella semana, a las ocho de la mañana, Souvarine estaba solo en la sala de La Ventajosa, en su sitio de costumbre, con la cabeza apoyada en la pared. Más de un minero no sabía dónde encontrar los dos sueldos que costaba un vaso de cerveza; así es que jamás había habido menos gente en las tabernas. Por eso la señora Rasseneur, sentada detrás del mostrador, observaba un silencio profundo de mal humor, mientras su marido, en pie delante de la chimenea, parecía mirar atentamente el humo que salía de la lumbre.
De pronto, en medio de aquel pesado silencio propio de las habitaciones demasiado caldeadas, tres golpecitos dados en los vidrios de la ventana hicieron volver la cabeza a Souvarine. Se levantó, porque había conocido la señal usada ya varias veces por Esteban para llamarle, cuando le veía desde fuera fumando un cigarrillo en su sitio de costumbre. Pero antes de que el maquinista pudiese llegar a la puerta, Rasseneur la abrió y al saber quien llamaba, le dijo sin vacilar:
-¿Temes que te venda? Mejor hablaréis aquí dentro.
Esteban entró; pero rehusó el vaso de cerveza que le ofrecía galantemente la señora Rasseneur. El tabernero añadió:
-Hace tiempo he adivinado dónde te escondes. Si yo fuese un traidor, como dicen tus amigos, ya hace ocho días que te hubiese delatado.
-No necesitas justificarte ni defenderte -contestó el joven-, porque harto sé que no eres de esa madera. Se puede tener ideas distintas, y estimarse sin embargo.
Reinó de nuevo el silencio. Souvarine volvió a sentarse en su silla, con la espalda apoyada en la pared y la mirada fija en el humo del cigarrillo, pero sus dedos febriles, que tenían cierta nerviosa movilidad, restregaban sus rodillas buscando el pelo sedoso de Polonia, que aquella noche no se subía encima, y esto constituía para él un malestar inexplicable; la sensación de que le faltaba algo, sin darse cuenta de lo que era a ciencia cierta.
Esteban, que se había sentado al otro lado de la mesa, dijo:
-Mañana empiezan a trabajar en la Voreux. Los belgas han llegado con Négrel.
-Sí; los han desembarcado al anochecer -murmuró Rasseneur, que permanecía en pie- ¡Con tal de que no haya sangre!
Luego, levantando la voz, añadió:
-No, no creas que quiero empezar a disputar de nuevo: pero sí he decirte que esto acabará muy mal, si no cedéis un poco. Mira, vuestra historia es exactamente la de la Internacional. Anteayer encontré a Pluchart en Lille. Parece que sus asuntos van también muy mal.
Le dio algunos pormenores, según los cuales la Asociación, después de haber conquistado a los obreros del mundo entero, en un acceso de febril propaganda que hacía temblar a la burguesía, se hallaba en la actualidad devorada y casi destruida por efecto de sus luchas intestinas, a causa de la vanidad y las ambiciones personales. Desde que los anarquistas triunfaban de los evolucionistas de primera hora, todo se transformaba: el ideal, el objeto primitivo, la reforma del sistema de jornales, desaparecía entre el estruendo de la lucha de sectas; los cuadros de sabios se desorganizaban por efecto del odio a la disciplina. Y ya se podía prever que abortaría aquel levantamiento en masa, que por un momento había estado a punto de echar abajo todo lo existente.
-Pluchart está enfermo a causa de tantos disgustos -prosiguió Rasseneur-. Ya no tiene voz; pero, a pesar de eso, quiere hablar, y piensa ir a París. Tres o cuatro veces me dijo que la causa de nuestra huelga estaba perdida.
Esteban, con la mirada fija en el suelo, le dejaba discurrir sin interrumpirle. El día antes había hablado con otros compañeros, y comprendía que soplaban para él aires de rencor y de sospecha, esos primeros síntomas de la impopularidad; que anunciaban una derrota completa. Y estaba sombrío, sin querer confesar su abatimiento frente a un hombre que le había predicho que el pueblo le silbaría en cuanto tuviera en quien vengar su descontento.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
-Es claro que la huelga está perdida; lo sé tan bien como Pluchart -dijo Esteban al fin-. Pero eso estaba previsto. Nosotros la aceptamos contra nuestro gusto, y jamás creímos matar a la Compañía por ese medio. Sino que la gente se embriaga, esperando cosas insensatas y, cuando los asuntos se ponen feos, nadie se acuerda de que era natural que sucediese así, y se lamenta y se queja uno como ante una catástrofe llovida del cielo.
-Entonces -replicó Rasseneur-, si crees que la partida está perdida. ¿Por qué no haces entrar en razón a los compañeros?
El joven le miró con fijeza.
-Mira, basta ya de esta conversación. Tú tienes tus ideas, y yo las mías. He entrado en tu casa para demostrarte que, a pesar de todo, te estimo; pero sigo pensando que, si perecemos en el intento, nuestra muerte servirá más a la causa del pueblo que toda tu política de hombre prudente. ¡Ah! Si uno de esos bribones de soldados me metiese una bala en el corazón, ¿qué más podría yo desear?
Sus ojos se habían arrasado en lágrimas al prorrumpir en aquella exclamación, en la cual se veía el secreto deseo del vencido, el refugio esperado, que acabaría al fin con su tormento.
-¡Bien dicho! -declaró la señora Rasseneur, que, en una mirada, dirigió a su marido todo el desdén de sus opiniones radicales.
Souvarine, que no salía de su distracción, pareció no haber oído. Su cabeza rubia y su cara blanca y sonrosada como la de una mujer, de nariz delgada, de dientecitos afilados y puntiagudos, adquiría expresión casi salvaje al precipitarse en una especie de delirio místico, surcado de sangrientas visiones. Y se puso a soñar despierto, hablando en voz alta, contestando al parecer a una palabra de Rasseneur acerca de la Internacional, cogida al vuelo en la conversación.
-Todos son unos cobardes; no falta más que un hombre capaz de hacer de esa máquina un instrumento terrible de destrucción. Pero es necesario querer y nadie quiere; por lo cual la revolución abortará otra vez.
Y continuó con acento de desdén y repugnancia, lamentando la imbecilidad de los hombres, mientras los otros dos se quedaban turbados ante aquellas confidencias de sonámbulo. En Rusia todo iba mal y estaba desesperado por las noticias últimamente recibidas. Sus antiguos compañeros iban haciéndose políticos: los famosos nihilistas que hacían temblar a toda Europa, hijos de popes, burgueses, comerciantes, limitaban sus aspiraciones a la libertad de su país, como si estuvieran convencidos de que conseguirían la libertad del mundo entero cuando mataran al déspota ruso; y en el momento en que les hablaba de segar la humanidad como se siega un campo de mieses, en cuanto pronunciaba la pueril palabra de república, veía que nadie le comprendía, y que se hallaba solo como un hongo, dentro del cosmopolitismo revolucionario.
Su corazón de patriota luchaba sin embargo, y con dolorosa amargura repetía su frase favorita: -¡Tonterías! ¡Nunca saldrán de esas tonterías!
Luego, bajando la voz, volvió a explicar, con frases amargas, su antiguo ensueño de fraternidad.
No había renunciado a su rango y a su fortuna para unirse al pueblo, más que con la esperanza de ver un día fundada la nueva sociedad sobre la base del trabajo en común. Durante mucho tiempo, todos los cuartos que llevaba en el bolsillo habían pasado a los chiquillos del barrio; había demostrado a los mineros un cariño fraternal, sonriendo a sus desconfianzas, conquistándoles con su aspecto tranquilo de obrero puntual y poco charlatán. Pero decididamente la fusión no se producía; seguía siendo para ellos un extraño, porque no comprendían su desdén hacia todo género de lazos sociales y su fuerza de voluntad para conservarse puro, al margen de vanidades y halagos.
Y aquel día especialmente, estaba exasperado con la lectura de un suelto que había circulado por todos los periódicos.
Su voz cambió, sus ojos se animaron, fijándose en Esteban, a quien interpeló directamente:
-¿Comprendes tú eso? ¿Lo de esos sombrereros de Marsella, que han ganado en la lotería un premio de cien mil francos, y que enseguida han comprado papel del Estado, diciendo que en lo sucesivo piensan vivir de sus rentas? Sí, ésa es vuestra idea, la idea de todos los obreros franceses: descubrir un tesoro para comérselo solitos en un rincón, sin pensar en nadie. Por más que declamáis contra los ricos, jamás tenéis el valor de dar a los pobres el dinero que os da la fortuna. Jamás seréis dignos de la felicidad; jamás, mientras tengáis algo vuestro y mientras ese odio a los burgueses arranque sola y exclusivamente de la necesidad y del deseo de ser burgués a vuestra vez.
Rasseneur se echó a reír. La idea de que los obreros de Marsella hubiesen renunciado al premio de los cien mil francos le parecía simplemente estúpida. Pero Souvarine palidecía y su semblante descompuesto adquiría una expresión terrible, en una de esas cóleras religiosas que exterminan a los pueblos.
-Todos vosotros seréis arrollados y aplastados. Ha de nacer, no lo dudéis, alguien que sea capaz de acabar con vuestra raza de haraganes y ambiciosos. Mirad; si mis manos pudiesen, si tuvieran fuerza para ello, cogerían la tierra y la estrujarían hasta hacerla añicos, para que quedarais enterrados entre los escombros.
-¡Bien dicho! -repitió la señora de Rasseneur, con su aire cortés y convencido.
Hubo un momento de silencio. Luego Esteban habló de nuevo sobre los obreros recién llegados de Bélgica, e interrogó a Souvárine acerca de las precauciones adoptadas en la Voreux. Pero el maquinista, vuelto a su habitual distracción, apenas contestaba, diciendo que sólo sabía que se habían dado más cartuchos a los soldados que custodiaban la mina; y la inquietud y malestar de sus dedos sobre sus rodillas se agravó, hasta el punto de acabar por tener conciencia de lo que le faltaba, el pelo de la coneja familiar.
-¿En dónde está Polonia? - preguntó.
El tabernero se echó a reír, y miró a su mujer. Después de titubear un momento, contestó: -¿Polonia? En sitio caliente.
Después de su aventura con Juan, la coneja preñada, lastimada sin duda, no había tenido más que conejillos muertos. Y para no mantener una boca inútil se decidieron a guisarla con arroz aquel mismo día.
-Sí; esta tarde te has comido una pata suya. ¿Eh? ¡Bien te chupaste los dedos!
Souvarine no comprendió al principio. Luego se puso muy pálido, y sintió un nudo en la garganta, en tanto que, a despecho de su voluntad de hombre estoico, dos lágrimas asomaban a sus párpados.
Pero nadie tuvo tiempo de observar aquella emoción, porque la puerta se abrió bruscamente, dando paso a Chaval, llevando a Catalina consigo. Después de haberse emborrachado con cerveza y con fanfarronadas de bravucón en todas las tabernas del pueblo, se le había ocurrido la idea de ir a La Ventajosa, para demostrar a todos que no tenía miedo. Al entrar dijo a su querida:
-¡Maldita sea! Te digo que vas a beber una copa aquí dentro, y que le rompo el alma al primero que me mire con malos ojos.
Catalina, al ver a Esteban, se quedó turbada y pálida. Cuando Chaval a su vez le echó la vista encima, empezó a burlarse de él.
-Dos vasos de cerveza, señora Rasseneur, porque vamos a celebrar el que mañana se empieza a trabajar otra vez.
Reinaba un completo silencio: ni el tabernero ni ninguno de los otros se había movido de su sitio.
-Sé de alguien que ha dicho que yo era un traidor y un espía -continuó Chaval con arrogancia-, y deseo que se me diga cara a cara, para que aclaremos las cosas.
Nadie le contestó: los hombres volvían la cabeza a otro lado.
-Lo que hay son haraganes y personas que no lo son -continuó levantando la voz-. Yo no tengo nada que ocultar. Me fui del barracón de Deneulin, y desde mañana trabajo en la Voreux con doce belgas que han destinado a mis órdenes, porque se me estima en lo que valgo. Y si hay alguien a quien esto contraríe, que lo diga claramente y hablaremos.
Viendo que el más desdeñoso silencio era la única respuesta a sus provocativas palabras, la emprendió con Catalina.
-¿Quieres beber, maldita sea? Brinda conmigo porque revienten todos los granujas que no quieren trabajar.
La muchacha brindó; pero tanto le temblaba la mano, que se notó el temblor en el chocar de los dos vasos. Chaval sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, que enseñaba con esa ostentación tan frecuente en los borrachos, diciendo que lo ganaba con el sudor de su frente, y que desafiaba a los haraganes a que enseñasen, si podían, algunos cuartos. La actitud de sus compañeros le exasperaba tanto, que al fin llegó al terreno de los insultos groseros.
-¿De modo que los topos salen a pasear de noche? ¡Mucho deben dormir los gendarmes para no ver a los bandidos que andan por ahí!
Esteban se había levantado con ademán tranquilo y resuelto.
-Mira, me estás fastidiando. Sí, eres un traidor, un espía; tu dinero huele a traición y me disgusta tocar el pellejo de un canalla como tú. ¡Pero eso no importa! Puesto que ha de ser, sea. Porque hace ya mucho tiempo que uno de los dos está de más en el mundo.
Chaval apretaba los puños.
-¡Vaya, ya veo que se necesita mucho para calentarte, granuja! -dijo-. Pero acepto el desafío contigo solo, y me vas a pagar ahora las malas pasadas que me has hecho.
Catalina, con ademán suplicante, se interponía entre los dos; mas no tuvieron necesidad de separarla, pues ella misma, comprendiendo la necesidad de la batalla, retrocedió espontánea y lentamente. En pie, contra la pared, inmóvil y silenciosa, estaba tan paralizada por la angustia, que ni siquiera temblaba, mirando con ojos espantados a aquellos dos hombres que iban a matarse por ella.
La señora Rasseneur no hizo más que quitar de en medio los vasos que había encima del mostrador, para que no los rompieran. Luego se volvió a sentar en su banqueta, sin demostrar curiosidad de ningún género. No era posible, sin embargo, permitir que se mataran dos antiguos compañeros; por eso Rasseneur se empeñaba en intervenir, hasta que Souvarine, cogiéndole por un brazo y llevándole hasta la mesa, le dijo:
-Eso no te importa. ¿Hay uno de más? Pues que viva el que sea más fuerte.
Chaval, sin esperar el ataque, se lanzaba hacia su enemigo con los puños cerrados. Era el más alto, y como dominaba a su contrario, dirigía todos los golpes de sus puños a la cara de su adversario y seguía hablando, o, mejor dicho, insultándole, para exasperarle más.
-¡Ah, canalla! Te voy a romper las narices para ponérmelas en cierta parte. Anda, anda, a ver si te dejo tan feo, ¡so granuja!, que no vayan las mujeres detrás de ti como hacen ahora.
-Entonces -replicó Rasseneur-, si crees que la partida está perdida. ¿Por qué no haces entrar en razón a los compañeros?
El joven le miró con fijeza.
-Mira, basta ya de esta conversación. Tú tienes tus ideas, y yo las mías. He entrado en tu casa para demostrarte que, a pesar de todo, te estimo; pero sigo pensando que, si perecemos en el intento, nuestra muerte servirá más a la causa del pueblo que toda tu política de hombre prudente. ¡Ah! Si uno de esos bribones de soldados me metiese una bala en el corazón, ¿qué más podría yo desear?
Sus ojos se habían arrasado en lágrimas al prorrumpir en aquella exclamación, en la cual se veía el secreto deseo del vencido, el refugio esperado, que acabaría al fin con su tormento.
-¡Bien dicho! -declaró la señora Rasseneur, que, en una mirada, dirigió a su marido todo el desdén de sus opiniones radicales.
Souvarine, que no salía de su distracción, pareció no haber oído. Su cabeza rubia y su cara blanca y sonrosada como la de una mujer, de nariz delgada, de dientecitos afilados y puntiagudos, adquiría expresión casi salvaje al precipitarse en una especie de delirio místico, surcado de sangrientas visiones. Y se puso a soñar despierto, hablando en voz alta, contestando al parecer a una palabra de Rasseneur acerca de la Internacional, cogida al vuelo en la conversación.
-Todos son unos cobardes; no falta más que un hombre capaz de hacer de esa máquina un instrumento terrible de destrucción. Pero es necesario querer y nadie quiere; por lo cual la revolución abortará otra vez.
Y continuó con acento de desdén y repugnancia, lamentando la imbecilidad de los hombres, mientras los otros dos se quedaban turbados ante aquellas confidencias de sonámbulo. En Rusia todo iba mal y estaba desesperado por las noticias últimamente recibidas. Sus antiguos compañeros iban haciéndose políticos: los famosos nihilistas que hacían temblar a toda Europa, hijos de popes, burgueses, comerciantes, limitaban sus aspiraciones a la libertad de su país, como si estuvieran convencidos de que conseguirían la libertad del mundo entero cuando mataran al déspota ruso; y en el momento en que les hablaba de segar la humanidad como se siega un campo de mieses, en cuanto pronunciaba la pueril palabra de república, veía que nadie le comprendía, y que se hallaba solo como un hongo, dentro del cosmopolitismo revolucionario.
Su corazón de patriota luchaba sin embargo, y con dolorosa amargura repetía su frase favorita: -¡Tonterías! ¡Nunca saldrán de esas tonterías!
Luego, bajando la voz, volvió a explicar, con frases amargas, su antiguo ensueño de fraternidad.
No había renunciado a su rango y a su fortuna para unirse al pueblo, más que con la esperanza de ver un día fundada la nueva sociedad sobre la base del trabajo en común. Durante mucho tiempo, todos los cuartos que llevaba en el bolsillo habían pasado a los chiquillos del barrio; había demostrado a los mineros un cariño fraternal, sonriendo a sus desconfianzas, conquistándoles con su aspecto tranquilo de obrero puntual y poco charlatán. Pero decididamente la fusión no se producía; seguía siendo para ellos un extraño, porque no comprendían su desdén hacia todo género de lazos sociales y su fuerza de voluntad para conservarse puro, al margen de vanidades y halagos.
Y aquel día especialmente, estaba exasperado con la lectura de un suelto que había circulado por todos los periódicos.
Su voz cambió, sus ojos se animaron, fijándose en Esteban, a quien interpeló directamente:
-¿Comprendes tú eso? ¿Lo de esos sombrereros de Marsella, que han ganado en la lotería un premio de cien mil francos, y que enseguida han comprado papel del Estado, diciendo que en lo sucesivo piensan vivir de sus rentas? Sí, ésa es vuestra idea, la idea de todos los obreros franceses: descubrir un tesoro para comérselo solitos en un rincón, sin pensar en nadie. Por más que declamáis contra los ricos, jamás tenéis el valor de dar a los pobres el dinero que os da la fortuna. Jamás seréis dignos de la felicidad; jamás, mientras tengáis algo vuestro y mientras ese odio a los burgueses arranque sola y exclusivamente de la necesidad y del deseo de ser burgués a vuestra vez.
Rasseneur se echó a reír. La idea de que los obreros de Marsella hubiesen renunciado al premio de los cien mil francos le parecía simplemente estúpida. Pero Souvarine palidecía y su semblante descompuesto adquiría una expresión terrible, en una de esas cóleras religiosas que exterminan a los pueblos.
-Todos vosotros seréis arrollados y aplastados. Ha de nacer, no lo dudéis, alguien que sea capaz de acabar con vuestra raza de haraganes y ambiciosos. Mirad; si mis manos pudiesen, si tuvieran fuerza para ello, cogerían la tierra y la estrujarían hasta hacerla añicos, para que quedarais enterrados entre los escombros.
-¡Bien dicho! -repitió la señora de Rasseneur, con su aire cortés y convencido.
Hubo un momento de silencio. Luego Esteban habló de nuevo sobre los obreros recién llegados de Bélgica, e interrogó a Souvárine acerca de las precauciones adoptadas en la Voreux. Pero el maquinista, vuelto a su habitual distracción, apenas contestaba, diciendo que sólo sabía que se habían dado más cartuchos a los soldados que custodiaban la mina; y la inquietud y malestar de sus dedos sobre sus rodillas se agravó, hasta el punto de acabar por tener conciencia de lo que le faltaba, el pelo de la coneja familiar.
-¿En dónde está Polonia? - preguntó.
El tabernero se echó a reír, y miró a su mujer. Después de titubear un momento, contestó: -¿Polonia? En sitio caliente.
Después de su aventura con Juan, la coneja preñada, lastimada sin duda, no había tenido más que conejillos muertos. Y para no mantener una boca inútil se decidieron a guisarla con arroz aquel mismo día.
-Sí; esta tarde te has comido una pata suya. ¿Eh? ¡Bien te chupaste los dedos!
Souvarine no comprendió al principio. Luego se puso muy pálido, y sintió un nudo en la garganta, en tanto que, a despecho de su voluntad de hombre estoico, dos lágrimas asomaban a sus párpados.
Pero nadie tuvo tiempo de observar aquella emoción, porque la puerta se abrió bruscamente, dando paso a Chaval, llevando a Catalina consigo. Después de haberse emborrachado con cerveza y con fanfarronadas de bravucón en todas las tabernas del pueblo, se le había ocurrido la idea de ir a La Ventajosa, para demostrar a todos que no tenía miedo. Al entrar dijo a su querida:
-¡Maldita sea! Te digo que vas a beber una copa aquí dentro, y que le rompo el alma al primero que me mire con malos ojos.
Catalina, al ver a Esteban, se quedó turbada y pálida. Cuando Chaval a su vez le echó la vista encima, empezó a burlarse de él.
-Dos vasos de cerveza, señora Rasseneur, porque vamos a celebrar el que mañana se empieza a trabajar otra vez.
Reinaba un completo silencio: ni el tabernero ni ninguno de los otros se había movido de su sitio.
-Sé de alguien que ha dicho que yo era un traidor y un espía -continuó Chaval con arrogancia-, y deseo que se me diga cara a cara, para que aclaremos las cosas.
Nadie le contestó: los hombres volvían la cabeza a otro lado.
-Lo que hay son haraganes y personas que no lo son -continuó levantando la voz-. Yo no tengo nada que ocultar. Me fui del barracón de Deneulin, y desde mañana trabajo en la Voreux con doce belgas que han destinado a mis órdenes, porque se me estima en lo que valgo. Y si hay alguien a quien esto contraríe, que lo diga claramente y hablaremos.
Viendo que el más desdeñoso silencio era la única respuesta a sus provocativas palabras, la emprendió con Catalina.
-¿Quieres beber, maldita sea? Brinda conmigo porque revienten todos los granujas que no quieren trabajar.
La muchacha brindó; pero tanto le temblaba la mano, que se notó el temblor en el chocar de los dos vasos. Chaval sacó del bolsillo un puñado de monedas de plata, que enseñaba con esa ostentación tan frecuente en los borrachos, diciendo que lo ganaba con el sudor de su frente, y que desafiaba a los haraganes a que enseñasen, si podían, algunos cuartos. La actitud de sus compañeros le exasperaba tanto, que al fin llegó al terreno de los insultos groseros.
-¿De modo que los topos salen a pasear de noche? ¡Mucho deben dormir los gendarmes para no ver a los bandidos que andan por ahí!
Esteban se había levantado con ademán tranquilo y resuelto.
-Mira, me estás fastidiando. Sí, eres un traidor, un espía; tu dinero huele a traición y me disgusta tocar el pellejo de un canalla como tú. ¡Pero eso no importa! Puesto que ha de ser, sea. Porque hace ya mucho tiempo que uno de los dos está de más en el mundo.
Chaval apretaba los puños.
-¡Vaya, ya veo que se necesita mucho para calentarte, granuja! -dijo-. Pero acepto el desafío contigo solo, y me vas a pagar ahora las malas pasadas que me has hecho.
Catalina, con ademán suplicante, se interponía entre los dos; mas no tuvieron necesidad de separarla, pues ella misma, comprendiendo la necesidad de la batalla, retrocedió espontánea y lentamente. En pie, contra la pared, inmóvil y silenciosa, estaba tan paralizada por la angustia, que ni siquiera temblaba, mirando con ojos espantados a aquellos dos hombres que iban a matarse por ella.
La señora Rasseneur no hizo más que quitar de en medio los vasos que había encima del mostrador, para que no los rompieran. Luego se volvió a sentar en su banqueta, sin demostrar curiosidad de ningún género. No era posible, sin embargo, permitir que se mataran dos antiguos compañeros; por eso Rasseneur se empeñaba en intervenir, hasta que Souvarine, cogiéndole por un brazo y llevándole hasta la mesa, le dijo:
-Eso no te importa. ¿Hay uno de más? Pues que viva el que sea más fuerte.
Chaval, sin esperar el ataque, se lanzaba hacia su enemigo con los puños cerrados. Era el más alto, y como dominaba a su contrario, dirigía todos los golpes de sus puños a la cara de su adversario y seguía hablando, o, mejor dicho, insultándole, para exasperarle más.
-¡Ah, canalla! Te voy a romper las narices para ponérmelas en cierta parte. Anda, anda, a ver si te dejo tan feo, ¡so granuja!, que no vayan las mujeres detrás de ti como hacen ahora.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Esteban, sin decir palabra, con los dientes apretados, desplegaba toda su habilidad de boxeador, cubriéndose la cara y el pecho con ambos brazos, y dando de cuando en cuando un golpe contundente y correcto.
Al principio no se hicieron gran daño. Los molinetes rápidos de uno y las serenas paradas del otro prolongaban la lucha. Cayó una silla al suelo; los pies de ambos aplastaban los granos de la arena que había en el suelo. Pero al cabo de un rato empezaron a fatigarse; la respiración de uno y otro comenzaba a ser difícil, mientras sus caras se inflamaban, como si cada cual tuviera dentro una hoguera cuyas llamaradas se escapaban por sus ojos.
-¡Toma! -gritó Chaval-. ¡Vas bien despachado por esta vez!
Y, en efecto, su puño, lanzado con la fuerza de una maza, acababa de quebrantar un hombro a su adversario. Éste contuvo un rugido de dolor, y desde aquel momento no se oyó más ruido que el de ambos al estirarse y contraerse con furia. Esteban contestó con un puñetazo terrible dirigido al pecho, que hubiera destrozado al otro, a no ser por sus saltos y piruetas. Sin embargo, el golpe le alcanzó en el costado izquierdo, y tan rudo fue, que lo dejó sin respiración. Chaval, furioso y exaltado por el dolor, se abalanzó a él como una fiera, e intentó darle una patada en el vientre.
-¡Toma! ¡A las tripas! ¡A ver si te las saco, canalla!
Esteban evitó el golpe; pero tan indignado se sintió ante tal infracción de las reglas de una lucha leal, que salió de su mutismo.
-¡Canalla, bruto! ¡No riñas con los pies, o cojo una silla y te la estampo en la cabeza!
Entonces la batalla fue más seria todavía. Rasseneur, indignado, hubiese intervenido nuevamente a no impedírselo una severa mirada de su mujer. ¿Acaso no tenían dos parroquianos el derecho de dirimir una contienda en su casa? El tabernero no hizo más que colocarse delante de la chimenea, porque estaba viendo que se iban a caer en la lumbre. Souvarine, con su aire tranquilo, lió un cigarrillo, y se preparó a encenderlo. Apoyada contra la pared, Catalina permanecía inmóvil: solamente sus manos, inconscientes, acababan de subirse a su cintura, y allí, nerviosas, febriles, arrugaban la tela del vestido, buscando con las uñas la carne para desgarrársela. Todos sus esfuerzos se encaminaban a no gritar, a no matar a uno mostrando su preferencia, si bien tan asustada y tan aturdida estaba, que ya no sabía a cuál preferir.
Pronto se vio a Chaval muy cansado, chorreando sudor y dando puñetazos al aire. A pesar de su furia, Esteban continuaba cubriéndose con gran habilidad, y paraba casi todos los golpes, algunos de los cuales, sin embargo, lo alcanzaron. Tenía una oreja arañada, una uña se le llevó un pedazo de pellejo del cuello, y tal efecto le produjo, que a su vez gritó una blasfemia, soltando uno de aquellos golpes terribles que él sabía. Otra vez Chaval libró el pecho por medio de uno de los saltos que le caracterizaban en la lucha; pero había bajado la cabeza y recibió en la cara el puñetazo, que le destrozó la nariz, y estuvo a punto de sacarle un ojo. De repente empezó a echar sangre, y el ojo se inflamó, y se puso azulado. Aturdido por lo terrible de la contusión, loco a la vista de la sangre, exasperado por el dolor, agitaba los brazos en el aire, cuando un segundo puñetazo, que le alcanzó en el pecho, lo dejó fuera de combate. Vaciló un momento, y cayó desplomado al suelo, como un saco de arena tirado de lo alto.
Esteban se detuvo.
-Levántate, si quieres más, y empezaremos de nuevo.
Chaval, sin contestar, después de un instante de aturdimiento, se revolcó por el suelo y trató de levantarse. Con mucho trabajo consiguió hincarse de rodillas y llevándose una mano al bolsillo del pecho, empezó a buscar algo que no se veía. Luego, al ponerse en pie, cayó sobre su adversario con un rugido de rabia salvaje.
Pero Catalina lo había visto todo; a su pesar, salió de su corazón un grito de sorpresa angustiosa, que la admiró, porque fue como la revelación inesperada de una preferencia que ella misma ignoraba.
-¡Cuidado! -dijo-. ¡Que tiene un cuchillo!
Esteban había tenido tiempo solamente para parar el primer golpe con el brazo izquierdo. La bien templada hoja le cortó la manga de la chaqueta. Pero pudo coger a Chaval por una muñeca, entablándose una lucha espantosa, porque el uno comprendía que era hombre muerto si soltaba, y el otro ciego de cólera, quería clavarle el cuchillo en el corazón. Dos veces Esteban sintió el acero rozarle la carne, hasta que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, apretó la muñeca de su adversario con tal fuerza, que éste dejó escapar el arma. Ambos se lanzaron al suelo; pero él fue quien lo cogió y lo blandió a su vez. Tenía a Chaval tendido en el suelo, sujeto con una rodilla y amenazándole con el cuchillo.
-¡Ah! ¡Maldito traidor! ¡Ahora las vas a pagar todas juntas, canalla!
Y estaba tan aturdido, tan furioso, tan frenético, que se halló a punto de asesinarle. Por fortuna no estaba embriagado, y aún cuando jamás se había visto acometido por crisis tan violenta, luchó, supo vencerse, y, tirando el cuchillo al suelo, dio con voz ronca:
-¡Levántate de ahí, y vete!
Rasseneur había intervenido, aunque sin atreverse a separarlos, temiendo recibir una puñalada. No quería que en su casa se cometiese un asesinato, y de tal modo se enfadaba, que su mujer sin moverse de detrás del mostrador, tuvo que recordarle que no debía chillar tanto. Souvarine, a cuyos pies fue a parar el cuchillo, se decidió al fin a encender el cigarrillo. Ya había concluido el combate.
Catalina seguía mirando con expresión estúpida a aquellos dos hombres, ninguno de los cuales estaba muerto.
-¡Vete! -repitió Esteban-. ¡Vete o acabo contigo!
Chaval se levantó, enjugó con el revés de la mano la sangre que le manaba de la nariz, y con la cara enrojecida y el ojo hinchado se marchó de allí, arrastrando los pies, y mordiéndose los labios de rabia al pensar en su derrota. Maquinalmente, Catalina le siguió. Entonces él se volvió, desatándose en improperios contra su querida.
-¡Ah! No, no y no. ¡Puesto que a quien quieres es a ése, duerme con él, grandísima bribona! ¡No vuelvas a poner los pies en mi casa, si tienes en algo tu pellejo!
Y dando un portazo brutal, salió de la taberna.
Tan profundo era el silencio entonces, que se oía el chisporrotear del carbón de la chimenea. En el suelo no quedaba más que la silla que habían derribado, y unas gotas de sangre que iba chupando la arena que cubría el pavimento.
Al principio no se hicieron gran daño. Los molinetes rápidos de uno y las serenas paradas del otro prolongaban la lucha. Cayó una silla al suelo; los pies de ambos aplastaban los granos de la arena que había en el suelo. Pero al cabo de un rato empezaron a fatigarse; la respiración de uno y otro comenzaba a ser difícil, mientras sus caras se inflamaban, como si cada cual tuviera dentro una hoguera cuyas llamaradas se escapaban por sus ojos.
-¡Toma! -gritó Chaval-. ¡Vas bien despachado por esta vez!
Y, en efecto, su puño, lanzado con la fuerza de una maza, acababa de quebrantar un hombro a su adversario. Éste contuvo un rugido de dolor, y desde aquel momento no se oyó más ruido que el de ambos al estirarse y contraerse con furia. Esteban contestó con un puñetazo terrible dirigido al pecho, que hubiera destrozado al otro, a no ser por sus saltos y piruetas. Sin embargo, el golpe le alcanzó en el costado izquierdo, y tan rudo fue, que lo dejó sin respiración. Chaval, furioso y exaltado por el dolor, se abalanzó a él como una fiera, e intentó darle una patada en el vientre.
-¡Toma! ¡A las tripas! ¡A ver si te las saco, canalla!
Esteban evitó el golpe; pero tan indignado se sintió ante tal infracción de las reglas de una lucha leal, que salió de su mutismo.
-¡Canalla, bruto! ¡No riñas con los pies, o cojo una silla y te la estampo en la cabeza!
Entonces la batalla fue más seria todavía. Rasseneur, indignado, hubiese intervenido nuevamente a no impedírselo una severa mirada de su mujer. ¿Acaso no tenían dos parroquianos el derecho de dirimir una contienda en su casa? El tabernero no hizo más que colocarse delante de la chimenea, porque estaba viendo que se iban a caer en la lumbre. Souvarine, con su aire tranquilo, lió un cigarrillo, y se preparó a encenderlo. Apoyada contra la pared, Catalina permanecía inmóvil: solamente sus manos, inconscientes, acababan de subirse a su cintura, y allí, nerviosas, febriles, arrugaban la tela del vestido, buscando con las uñas la carne para desgarrársela. Todos sus esfuerzos se encaminaban a no gritar, a no matar a uno mostrando su preferencia, si bien tan asustada y tan aturdida estaba, que ya no sabía a cuál preferir.
Pronto se vio a Chaval muy cansado, chorreando sudor y dando puñetazos al aire. A pesar de su furia, Esteban continuaba cubriéndose con gran habilidad, y paraba casi todos los golpes, algunos de los cuales, sin embargo, lo alcanzaron. Tenía una oreja arañada, una uña se le llevó un pedazo de pellejo del cuello, y tal efecto le produjo, que a su vez gritó una blasfemia, soltando uno de aquellos golpes terribles que él sabía. Otra vez Chaval libró el pecho por medio de uno de los saltos que le caracterizaban en la lucha; pero había bajado la cabeza y recibió en la cara el puñetazo, que le destrozó la nariz, y estuvo a punto de sacarle un ojo. De repente empezó a echar sangre, y el ojo se inflamó, y se puso azulado. Aturdido por lo terrible de la contusión, loco a la vista de la sangre, exasperado por el dolor, agitaba los brazos en el aire, cuando un segundo puñetazo, que le alcanzó en el pecho, lo dejó fuera de combate. Vaciló un momento, y cayó desplomado al suelo, como un saco de arena tirado de lo alto.
Esteban se detuvo.
-Levántate, si quieres más, y empezaremos de nuevo.
Chaval, sin contestar, después de un instante de aturdimiento, se revolcó por el suelo y trató de levantarse. Con mucho trabajo consiguió hincarse de rodillas y llevándose una mano al bolsillo del pecho, empezó a buscar algo que no se veía. Luego, al ponerse en pie, cayó sobre su adversario con un rugido de rabia salvaje.
Pero Catalina lo había visto todo; a su pesar, salió de su corazón un grito de sorpresa angustiosa, que la admiró, porque fue como la revelación inesperada de una preferencia que ella misma ignoraba.
-¡Cuidado! -dijo-. ¡Que tiene un cuchillo!
Esteban había tenido tiempo solamente para parar el primer golpe con el brazo izquierdo. La bien templada hoja le cortó la manga de la chaqueta. Pero pudo coger a Chaval por una muñeca, entablándose una lucha espantosa, porque el uno comprendía que era hombre muerto si soltaba, y el otro ciego de cólera, quería clavarle el cuchillo en el corazón. Dos veces Esteban sintió el acero rozarle la carne, hasta que, haciendo un esfuerzo sobrehumano, apretó la muñeca de su adversario con tal fuerza, que éste dejó escapar el arma. Ambos se lanzaron al suelo; pero él fue quien lo cogió y lo blandió a su vez. Tenía a Chaval tendido en el suelo, sujeto con una rodilla y amenazándole con el cuchillo.
-¡Ah! ¡Maldito traidor! ¡Ahora las vas a pagar todas juntas, canalla!
Y estaba tan aturdido, tan furioso, tan frenético, que se halló a punto de asesinarle. Por fortuna no estaba embriagado, y aún cuando jamás se había visto acometido por crisis tan violenta, luchó, supo vencerse, y, tirando el cuchillo al suelo, dio con voz ronca:
-¡Levántate de ahí, y vete!
Rasseneur había intervenido, aunque sin atreverse a separarlos, temiendo recibir una puñalada. No quería que en su casa se cometiese un asesinato, y de tal modo se enfadaba, que su mujer sin moverse de detrás del mostrador, tuvo que recordarle que no debía chillar tanto. Souvarine, a cuyos pies fue a parar el cuchillo, se decidió al fin a encender el cigarrillo. Ya había concluido el combate.
Catalina seguía mirando con expresión estúpida a aquellos dos hombres, ninguno de los cuales estaba muerto.
-¡Vete! -repitió Esteban-. ¡Vete o acabo contigo!
Chaval se levantó, enjugó con el revés de la mano la sangre que le manaba de la nariz, y con la cara enrojecida y el ojo hinchado se marchó de allí, arrastrando los pies, y mordiéndose los labios de rabia al pensar en su derrota. Maquinalmente, Catalina le siguió. Entonces él se volvió, desatándose en improperios contra su querida.
-¡Ah! No, no y no. ¡Puesto que a quien quieres es a ése, duerme con él, grandísima bribona! ¡No vuelvas a poner los pies en mi casa, si tienes en algo tu pellejo!
Y dando un portazo brutal, salió de la taberna.
Tan profundo era el silencio entonces, que se oía el chisporrotear del carbón de la chimenea. En el suelo no quedaba más que la silla que habían derribado, y unas gotas de sangre que iba chupando la arena que cubría el pavimento.
Re: GERMINAL DE ÉMILE ZOLA
Germinal
Sexta parte: Capítulo IV
Al salir del establecimiento de Rasseneur, Esteban y Catalina caminaron en silencio. Empezaba el deshielo, un deshielo frío y lento, que ensuciaba la nieve sin derretirla, convirtiéndola en barro. En el cielo lívido se adivinaba la luna llena, medio oculta tras grandes nubarrones negros, que un viento de tempestad hacía correr con rapidez vertiginosa; y abajo, en la tierra, no se oía ruido ninguno más que el del agua que caía por las canales de las casas.
Esteban, sin saber qué hacer con aquella mujer que le daban de un modo tan extraño, no encontraba palabras que decirle para ocultar su malestar. La idea de quedarse con ella y llevársela a Réquillart, le parecía sencillamente absurda. En el primer momento le habló de llevarla a casa de sus padres; pero ella se negó rotundamente, sin cuidarse de disimular su espanto. ¡No, no; todo antes que volver a ser una carga para ellos, después de haberlos abandonado tan villanamente! Y uno y otro guardaron silencio, caminando sin rumbo fijo por aquellos caminos que el deshielo convertía en verdaderos arroyos de fango. Primero se dirigieron hacia la Voreux; luego tomaron por la derecha, y pasaron entre la plataforma de la mina y el canal.
-Pero es preciso que duermas en alguna parte -dijo Esteban al cabo de un rato-. Yo te llevaría a mi habitación, pero...
Y un acceso de singular timidez le hizo interrumpirse. Uno y otra recordaron su pasado, sus vehementes deseos de otras veces, y las delicadezas y las vergüenzas que les habían privado de gozarse. ¿Le gustaría tanto, que sentiría renacer su afán de poseerla al verse a solas con ella? El recuerdo de las bofetadas que le diera en Gastón-María más le excitaba el deseo que le azuzaba el rencor, y sin saber cómo, acabó por considerar la idea de llevársela a Réquillart como lo más lógico y natural del mundo.
-Vamos, decídete -dijo-. ¿Adónde quieres que te lleve? ¿Tanto me odias, que no quieres venir conmigo?
Catalina, que andaba lentamente, resbalando por el barro, murmuró sin levantar la cabeza.
-¡Por Dios, hombre; no me hagas sufrir más, que bastantes penas tengo! ¿A qué vendría hacer hoy lo que me pides cuando yo tengo otro amante y tú una querida?
Se refería a la Mouquette. Catalina creía, en efecto como se aseguraba por el pueblo, que estaba viviendo con una mujer; y cuando Esteban juró y perjuró que no, la joven movió la cabeza con aire de duda, y recordó la noche en que los viera dándose besos en el camino de Réquillart.
-¡Qué lástima todas esas tonterías! -replicó Esteban en voz baja y deteniéndose-. ¡Nos hubiéramos entendido nosotros tan bien!
La joven se estremeció al contestar:
-¡Bah! No lo sientas, porque no pierdes gran cosa. ¡Si vieras qué poco envidiable soy! Delgaducha como una bacalada, y tan estropeada, que no llegaré nunca a ser mujer.
Y continuó hablando con toda libertad, acusándose, como si se tratara de una falta, del retraso extraordinario que había en el desarrollo de su pubertad. A pesar de haber pertenecido ya a un hombre, aquel retraso le relegaba a la condición de chiquilla. Porque, al fin y al cabo, estas faltas tienen todavía excusa en quien posee condiciones para concebir hijos.
-¡Pobrecita mía! -dijo Esteban en voz muy baja, preso de una compasión que ahogaba todos los deseos sensuales que tuviera un momento antes.
Habían llegado al pie de la plataforma, y estaban resguardados por la sombra de un gran montón de piedras. Precisamente el manchón producido en el cielo por una nube ocultaba la luna, y no permitía que se vieran las caras; sus alientos se mezclaban, sus labios se buscaban para besarse; resto de los deseos contenidos durante tantos meses. Pero de pronto reapareció la luna: vieron allá a lo lejos, encima de sus cabezas, la silueta del centinela de la Voreux, y sin haberse dado ni siquiera un beso, se apoderó nuevamente de ellos el pudor, y se separaron. Entonces continuaron su camino lentamente, hundiendo los pies en el fango producido por el deshielo.
-¿De modo que decididamente no quieres? -preguntó Esteban.
-No -dijo ella-. ¡Tú, después de Chaval, y después de ti, otro!. No, eso me repugna: no me causa placer de ningún género. ¿Por qué lo había de hacer pues?
Callaron los dos, y anduvieron otro centenar de pasos sin cruzar ni una sola palabra.
-Pero, ¿sabes siquiera a dónde ir? -replicó él-. No puedo dejarte en medio de la calle, de noche y con el tiempo que hace.
Sexta parte: Capítulo IV
Al salir del establecimiento de Rasseneur, Esteban y Catalina caminaron en silencio. Empezaba el deshielo, un deshielo frío y lento, que ensuciaba la nieve sin derretirla, convirtiéndola en barro. En el cielo lívido se adivinaba la luna llena, medio oculta tras grandes nubarrones negros, que un viento de tempestad hacía correr con rapidez vertiginosa; y abajo, en la tierra, no se oía ruido ninguno más que el del agua que caía por las canales de las casas.
Esteban, sin saber qué hacer con aquella mujer que le daban de un modo tan extraño, no encontraba palabras que decirle para ocultar su malestar. La idea de quedarse con ella y llevársela a Réquillart, le parecía sencillamente absurda. En el primer momento le habló de llevarla a casa de sus padres; pero ella se negó rotundamente, sin cuidarse de disimular su espanto. ¡No, no; todo antes que volver a ser una carga para ellos, después de haberlos abandonado tan villanamente! Y uno y otro guardaron silencio, caminando sin rumbo fijo por aquellos caminos que el deshielo convertía en verdaderos arroyos de fango. Primero se dirigieron hacia la Voreux; luego tomaron por la derecha, y pasaron entre la plataforma de la mina y el canal.
-Pero es preciso que duermas en alguna parte -dijo Esteban al cabo de un rato-. Yo te llevaría a mi habitación, pero...
Y un acceso de singular timidez le hizo interrumpirse. Uno y otra recordaron su pasado, sus vehementes deseos de otras veces, y las delicadezas y las vergüenzas que les habían privado de gozarse. ¿Le gustaría tanto, que sentiría renacer su afán de poseerla al verse a solas con ella? El recuerdo de las bofetadas que le diera en Gastón-María más le excitaba el deseo que le azuzaba el rencor, y sin saber cómo, acabó por considerar la idea de llevársela a Réquillart como lo más lógico y natural del mundo.
-Vamos, decídete -dijo-. ¿Adónde quieres que te lleve? ¿Tanto me odias, que no quieres venir conmigo?
Catalina, que andaba lentamente, resbalando por el barro, murmuró sin levantar la cabeza.
-¡Por Dios, hombre; no me hagas sufrir más, que bastantes penas tengo! ¿A qué vendría hacer hoy lo que me pides cuando yo tengo otro amante y tú una querida?
Se refería a la Mouquette. Catalina creía, en efecto como se aseguraba por el pueblo, que estaba viviendo con una mujer; y cuando Esteban juró y perjuró que no, la joven movió la cabeza con aire de duda, y recordó la noche en que los viera dándose besos en el camino de Réquillart.
-¡Qué lástima todas esas tonterías! -replicó Esteban en voz baja y deteniéndose-. ¡Nos hubiéramos entendido nosotros tan bien!
La joven se estremeció al contestar:
-¡Bah! No lo sientas, porque no pierdes gran cosa. ¡Si vieras qué poco envidiable soy! Delgaducha como una bacalada, y tan estropeada, que no llegaré nunca a ser mujer.
Y continuó hablando con toda libertad, acusándose, como si se tratara de una falta, del retraso extraordinario que había en el desarrollo de su pubertad. A pesar de haber pertenecido ya a un hombre, aquel retraso le relegaba a la condición de chiquilla. Porque, al fin y al cabo, estas faltas tienen todavía excusa en quien posee condiciones para concebir hijos.
-¡Pobrecita mía! -dijo Esteban en voz muy baja, preso de una compasión que ahogaba todos los deseos sensuales que tuviera un momento antes.
Habían llegado al pie de la plataforma, y estaban resguardados por la sombra de un gran montón de piedras. Precisamente el manchón producido en el cielo por una nube ocultaba la luna, y no permitía que se vieran las caras; sus alientos se mezclaban, sus labios se buscaban para besarse; resto de los deseos contenidos durante tantos meses. Pero de pronto reapareció la luna: vieron allá a lo lejos, encima de sus cabezas, la silueta del centinela de la Voreux, y sin haberse dado ni siquiera un beso, se apoderó nuevamente de ellos el pudor, y se separaron. Entonces continuaron su camino lentamente, hundiendo los pies en el fango producido por el deshielo.
-¿De modo que decididamente no quieres? -preguntó Esteban.
-No -dijo ella-. ¡Tú, después de Chaval, y después de ti, otro!. No, eso me repugna: no me causa placer de ningún género. ¿Por qué lo había de hacer pues?
Callaron los dos, y anduvieron otro centenar de pasos sin cruzar ni una sola palabra.
-Pero, ¿sabes siquiera a dónde ir? -replicó él-. No puedo dejarte en medio de la calle, de noche y con el tiempo que hace.
Página 2 de 3. • 1, 2, 3
EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
Página 2 de 3.
Permisos de este foro:
No puedes responder a temas en este foro.