EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXV

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:33 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXV

Cuando llegué a la cárcel hubo quienes me aconsejaron que intentara olvidarme de quién era. Fue un consejo ruinoso. Sólo dándome cuenta de lo que soy he encontrado consuelo de algún tipo. Ahora otros me aconsejan que cuando salga intente olvidar que alguna vez estuve encarcelado. Sé que eso sería igualmente fatal. Significaría estar siempre obsesionado por una sensación intolerable de ignominia, y que esas cosas que están hechas para mí como para todos los demás - la belleza del sol y de la luna, el desfile de las estaciones, la música del amanecer y el silencio de las grandes noches, la lluvia que cae entre las hojas o el rocío que se encarama a la hierba y la baña de plata-, se contaminarían todas para mí, y perderían su poder de curar y su poder de comunicar alegría. Rechazar las propias experiencias es detener el propio desarrollo. Negar las propias experiencias es poner una mentira en los labios de la propia vida. Es nada menos que renegar del Alma. Pues así como el cuerpo absorbe cosas de todas clases, cosas vulgares y sucias no menos que las que el sacerdote o una visión ha purificado, y las convierte en fuerza o velocidad, en el juego de bellos músculos y el modelado de carne hermosa, en las curvas y colores del pelo, de los labios, del ojo; así el Alma, a su vez, tiene también sus funciones nutritivas, y puede transformar en estados de pensamiento nobles, y pasiones de alto valor, lo que en sí es bajo, cruel y degradante: más aún, puede encontrar en eso sus modos mas augustos de afirmación, y a menudo alcanzar su revelación más perfecta mediante aquello que iba orientado a profanar o a destruir.

El hecho de haber sido preso común de un presidio común yo lo tengo que aceptar francamente, y, por curioso que pueda parecerte, una de las cosas que tendré que aprender yo solo será a no avergonzarme de él. Debo aceptarlo como un castigo, y, si uno se avergüenza de haber sido castigado, el castigo no le habrá servido de nada. Por supuesto que hay muchas cosas por las que se me condenó que yo no había hecho, pero también hay muchas cosas por las que se me condenó que había hecho, y un número todavía mayor de cosas en mi vida de las que nunca fui inculpado siquiera. Y en cuanto a lo que he dicho en esta carta, que los dioses son extraños y nos castigan tanto por lo que hay de bueno y humano en nosotros como por lo que hay de malo y perverso, debo aceptar el hecho de que a uno se le castiga por el bien lo mismo que por el mal que hace. No me cabe duda de que está en razón que así sea. Es algo que ayuda, o debería ayudar, a comprender ambas cosas, y a no envanecerse demasiado de ninguna de las dos. Y si yo entonces no me avergüenzo de mi castigo, como espero no avergonzarme, podré pensar y moverme y vivir con libertad.

Muchos hombres excarcelados sacan consigo la prisión al aire, la ocultan como una infamia secreta en el corazón, y al cabo, como pobres cosas envenenadas, se arrastran a morir en un rincón. Es penoso que tengan que hacerlo, y es malo, muy malo, que la Sociedad los obligue a hacerlo. La Sociedad se arroga el derecho de infligir castigos atroces al individuo, pero también tiene el vicio supremo de la superficialidad, y no alcanza a darse cuenta de lo que ha hecho. Cuando el castigo del hombre termina, la Sociedad le deja a sus recursos: es decir, le abandona en el preciso momento en que empieza su deber más alto para con él. La verdad es que se avergüenza de sus propias acciones, y rehuye a aquellos a los que ha castigado, como se rehuye a un acreedor al que no se puede pagar, o a aquel a quien se ha hecho un mal irreparable e irremisible. Yo por mi parte sostengo que, si yo comprendo lo que he sufrido, la Sociedad debe comprender lo que me ha infligido, y que no debe haber ni amargura ni odio por ninguna de las partes.

Claro que sé que desde un punto de vista la s cosas se me harán más cuesta arriba que a otros; así ha de ser, por la propia naturaleza del caso. Los pobres ladrones y proscritos que están encarcelados aquí conmigo son en muchos aspectos más afortunados que yo. El caminito de gris ciudad o verde campo que vio su pecado es pequeño; para encontrar a quienes no sepan nada de lo que han hecho no tienen que ir más allá de lo que vuela un pájaro entre el crepúsculo del alba y el alba misma; pero para mí «el mundo se ha reducido a la anchura de una mano», y dondequiera que vaya mi nombre está escrito con plomo sobre las peñas. Porque yo no he venido de la oscuridad a la notoriedad momentánea del delito, sino de una especie de eternidad de fama a una especie de eternidad de infamia, y a veces a mí mismo me parece haber demostrado, si hacía falta demostrarlo, que de lo famoso a lo infame no hay más que un paso, si lo hay.

Aun así, en el propio hecho de que la gente me haya de reconocer allí donde vaya, y saberlo todo de mi vida en lo que ha tenido de desvarío, distingo algo bueno para mí. Me impondrá la necesidad de volver a afirmarme como artista, y tan pronto como me sea posible. Si soy capaz de hacer siquiera otra obra de arte hermosa podré quitarle a la malicia su veneno, y a la cobardía su mofa, y arrancar de raíz la lengua del escarnio. Y si la vida es, como sin duda lo es, un problema para mí, también yo soy un problema para la Vida. La gente ha de adoptar una actitud hacia mí, y con ello juzgarse y juzgarme. No es necesario que diga que no hablo de personas concretas. Los únicos con los que me interesaría estar son los artistas y las personas que han sufrido: los que saben lo que es la Belleza, y los que saben lo que es el Dolor; nadie más me interesa. Ni le planteo exigencias a la Vida. En todo lo que he dicho me preocupa únicamente mi actitud mental hacia la vida en su totalidad; y siento que no avergonzarme de haber sido castigado es una de las primeras metas que tengo que alcanzar, para mi propia perfección, y por lo imperfecto que soy. Después tengo que aprender a ser feliz. En otro tiempo lo supe, o creí saberlo, por instinto. En otro tiempo mi corazón estaba siempre en primavera. Mi temperamento era hermano de la dicha. Yo llenaba mi vida de placer hasta el borde, como se llena hasta el borde una copa de vino. Ahora estoy afrontando la vida desde una óptica completamente nueva, y hasta lo que es imaginar la felicidad me resulta a menudo extremadamente difícil. Recuerdo que en mi primer curso de Oxford leí en el Renacimiento de Pater -ese libro que ha tenido una influencia tan extraña sobre mi vida- que Dante coloca en las bajuras del Infierno a los que viven empecinados en la tristeza; y me fui a la biblioteca del colegio y miré el pasaje de la Divina Comedia donde bajo la ciénaga terrible yacen los que estuvieron «tristes en el aire dulce», repitiendo para siempre en sus suspiros:

Tristi fummo
nell' aer dolce che dal sol s'allegra.

[Tristes estuvimos / en el aire dulce que con el sol se alegra.]

Yo sabía que la Iglesia condenaba la accidia, pero la idea toda me parecía muy fantástica, el tipo de pecado, me dije, que inventa un sacerdote que no sabe nada de la vida real. Ni entendía tampoco que Dante, que dice que «el dolor nos recasa con Dios», pudiera ser tan duro con los enamorados de la melancolía, si verdaderamente los hubiera. No tenía ni idea de que un día ésa iba a ser una de las mayores tentaciones de mi vida.

Mientras estuve en la prisión de Wandsworth anhelaba morir. Era mi único deseo. Cuando tras dos meses en la enfermería me trasladaron aquí, y vi que poco a poco iba mejorando mi salud física, me puse rabioso. Decidí suicidarme el mismo día que saliera de la cárcel. Al cabo de un tiempo ese mal ánimo pasó, y resolví vivir, pero vestido de tinieblas como un Rey se viste de púrpura: no volver a sonreír; convertir toda casa donde entrara en casa de duelo; hacer a mis amigos caminar despacio y tristes conmigo; enseñarles que la melancolía es el verdadero secreto de la vida; lisiarlos con un dolor ajeno; desfigurarlos con mi pena. Ahora pienso de otro modo muy distinto. Veo que sería desagradecido y malo si cuando mis amigos vienen a verme pusiera una cara tan larga que ellos tuvieran que ponerla más larga aún para solidarizarse; o, si quisiera recibirlos, invitarlos a sentarse en silencio a comer hierbas amargas y asados funerarios. Tengo que aprender a estar alegre y contento.

En las dos últimas ocasiones en que se me permitió ver aquí a mis amigos traté de estar lo más alegre posible, y manifestar mi alegría para compensarlos siquiera levemente por la molestia de haber hecho todo el viaje desde Londres para visitarme. Es una compensación pequeña, lo sé, pero estoy seguro de que es la que más les agrada. El sábado hará una semana que vi a Robbie durante una hora, y traté de dar la expresión más completa posible del deleite que realmente me producía nuestro encuentro. Y que, en los principios y las ideas que aquí me estoy forjando, voy bien encaminado, me lo demuestra el hecho de que es ahora cuando, por primera vez desde mi encarcelamiento, tengo un verdadero deseo de vivir.

Es tanto lo que me queda por hacer, que me parecería una terrible tragedia morir antes de haber podido completar siquiera una pequeña parte. Veo nuevos caminos en el Arte y en la Vida, cada uno de los cuales es un modo inédito de perfección. Anhelo vivir para poder explorar lo que para mí es nada menos que un mundo nuevo. ¿Quieres saber qué es ese mundo nuevo? Creo que te lo puedes imaginar. Es el mundo en el que vivo hace algún tiempo.
Ruben
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