EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXI

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Mensaje por Ruben Lun Abr 13, 2015 2:25 pm

De Profundis- Prisión de S.M- de Oscar Wilde XXI

Allí donde hay Dolor hay terreno sagrado. Algún día te darás cuenta de lo que esto significa. Hasta entonces no sabrás nada de la vida. Robbie, y naturalezas como la suya, se dan cuenta. Cuando me llevaron de la cárcel al Tribunal de Quiebras entre dos policías, Robbie estaba esperando en el largo y siniestro corredor, para poder, delante de todo el gentío, que ante un gesto tan dulce y simple enmudeció, quitarse gravemente el sombrero ante mí, cuando esposado y con la cabeza gacha pasé junto a él. Hombres han ido al cielo por cosas más pequeñas. Con ese espíritu, y con ese modo de amor, se arrodillaban los santos para besar los pies de los pobres o se inclinaban para besar al leproso en la mejilla. Jamás le he dicho una sola palabra sobre lo que hizo. Este es el momento en que no sé si sabe que reparé siquiera en su acción. No es una cosa que se pueda agradecer formalmente en lenguaje formal. La conservo en el tesoro de mi corazón. La guardo ahí como una deuda secreta que me alegra pensar que no podría pagar nunca. Está embalsamada y endulzada con la mirra y la casia de muchas lágrimas. Cuando la Sabiduría me ha sido improvechosa, y la Filosofía estéril, y los proverbios y frases de los que pretendían darme consuelo han sido como polvo y cenizas en mi boca, la memoria de aquel pequeño gesto humilde y silencioso de Amor ha abierto para mí todos los pozos de la piedad, ha hecho al desierto florecer como una rosa, y me ha llevado de la amargura del exilio solitario a la armonía con el corazón herido, roto y grande del mundo. Cuando tú puedas comprender, no sólo lo hermoso que fue el gesto de Robbie, sino por qué significó tanto para mí, y siempre significará tanto, entonces, quizá, te darás cuenta de cómo y con qué espíritu deberías haberme pedido permiso para dedicarme tus versos.

Hay que decir que en cualquier caso no habría aceptado la dedicatoria. Aunque, posiblemente, en otras circunstancias me habría agradado que se me hiciera esa petición, la habría denegado por ti, al margen de cuáles fueran mis sentimientos. El primer libro de poemas que en la primavera de su virilidad lanza un muchacho al mundo debe ser como un capullo o una flor primaveral, como el espino blanco del prado de Magdalena o las prímulas de los campos de Cumnor. No debe estar cargado con el peso de una tragedia terrible, repugnante; de un escándalo terrible, repugnante. Haber dejado que mi nombre sirviera como heraldo del libro habría sido un grave error artístico. Habría rodeado la obra entera de una atmósfera equivocada, y en el arte moderno la atmósfera importa mucho. La vida moderna es compleja y relativa. Ésas son sus dos notas distintivas. Para reflejar la primera hace falta atmósfera, con su sutileza de nuances, de sugerencia, de perspectivas extrañas; para la segunda hace falta fondo. Por eso la Escultura ha dejado de ser un arte representativo; y por eso la Música es un arte representativo; y por eso la Literatura es, y ha sido, y será siempre el supremo arte representativo.

Tu librito debería haber traído consigo aires sicilianos y arcadios, no la fetidez pestilente del banquillo de los criminales ni el aire viciado de la celda de presidio. Y no es sólo que una dedicatoria como la que proponías hubiera sido un error de gusto en Arte; es que desde otros puntos de vista habría sido totalmente indecorosa. Habría parecido una prolongación de tu conducta antes y después de mi detención. Habría dado a la gente la impresión de querer ser una estúpida bravata: un ejemplo de esa clase de coraje que se vende barato y se compra barato en las calles de la vergüenza. En lo que a nuestra amistad se refiere, Némesis nos ha aplastado a los dos como moscas. La dedicatoria de versos a mí en prisión habría parecido una especie de necio esfuerzo de réplica mordaz, talento del que en tus viejos tiempos de escribidor de cartas horribles -tiempos que espero, sinceramente y por tu bien, que no vuelvan nunc a solías enorgullecerte abiertamente y te jactabas con alegría. No habría producido el efecto serio, hermoso, que confío -creo, de hecho- que buscabas. Si me hubieras consultado, yo te habría aconsejado que retrasaras un poco la publicación de tus versos; o, si eso te desagradaba, que publicaras anónimamente al principio, y después, cuando tu canto hubiera conquistado amantes - la única clase de amantes que realmente vale la pena conquistar-, haberte dado la vuelta y dicho al mundo: «Estas flores que admiráis las he sembrado yo, y ahora se las ofrezco a alguien a quien tenéis por paria y proscrito: son mi tributo a lo que yo amo y reverencio y admiro en él». Pero escogiste mal método y mal momento. Hay un tacto en el amor, y un tacto en la literatura: tú no fuiste sensible ni al uno ni al otro.

Te he hablado largamente sobre este punto para que adviertas todo lo que encierra, y entiendas por qué me apresuré a escribir a Robbie en términos tan desdeñosos y despectivos hacia ti, y prohibí tajantemente la dedicatoria, y quise que las palabras que escribía de ti fueran copiadas cuidadosamente y se te enviaran. Sentí que ya era hora de que se te hiciera ver, reconocer, comprender un poco de lo que habías hecho. La ceguera puede llegar hasta el extremo de ser grotesca, y una naturaleza carente de imaginación, si no se hace nada por espabilarla, se petrifica en insensibilidad absoluta, de modo que aunque el cuerpo coma y beba y tenga sus placeres, el alma, de la que el cuerpo es casa, puede estar, como la de Branca d'Oria en Dante, muerta absolutamente. Parece ser que mi carta llegó muy a tiempo. Cayó sobre ti, hasta donde me es dado juzgar, como un trueno. En tu respuesta a Robbie dices haberte quedado «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». En efecto, al parecer no se te ocurre nada mejor que escribir a tu madre quejándote. Ella, naturalmente, con esa ceguera para tu verdadero bien que ha sido su malhadada fortuna y la tuya, te da todos los consuelos imaginables, y arrullado por ella vuelves, supongo, a tu desdichado e indigno estado anterior; mientras que, en lo que a mí respecta, participa a mis amigos que está «muy disgustada» por la severidad de mis observaciones sobre ti. En realidad no sólo a mis amigos les comunica su disgusto, sino también a los que -número mucho más crecido, no hay por qué recordártelo- no son mis amigos; y ahora se me informa, por cauces muy bien dispuestos hacia ti y los tuyos, de que a consecuencia de eso mucha de la simpatía que, en razón de mi genio distinguido y mis terribles padecimientos, había ido creciendo en torno a mí, con paso lento pero seguro, se ha disipado del todo. Se dice: «¡Vaya! ¡Primero quiso meter en la cárcel al bondadoso padre y fracasó; ahora arremete contra el inocente hijo y le culpa de su fr acaso! ¡Cuánta razón teníamos al despreciarle! ¡Cómo se merece nuestro desprecio!». Me parece a mí que, cuando se mencione mi nombre en presencia de tu madre, si no tiene una palabra de pena ni de remordimiento por su parte - no pequeña en la ruina de mi casa, lo más decoroso sería que se quedara callada. Y en cuanto a ti, ¿no crees ahora que, en lugar de escribirle a ella con tus quejas, habría sido mejor para ti, en todos los aspectos, escribirme a mí directamente, y haber tenido el coraje de decirme lo que tuvieras que decir? Ya hace casi un año que escribí esa carta. No es posible que hayas pasado todo ese tiempo «privado de toda capacidad de pensamiento y expresión». ¿Por qué no me escribiste? Viste por mi carta lo mucho que me había herido, lo que me había afrentado todo tu comportamiento. Más que eso: viste tu entera amistad conmigo colocada ante ti, por fin, a su verdadera luz, y de un modo que no admitía equívoco. Antaño te había dicho muchas veces que estabas arruinando mi vida. Tú siempre te habías reído. Cuando Edwin Levy, en el comienzo mismo de nuestra amistad, viendo de qué manera me empujabas a cargar con el peso, y la molestia, y hasta el gasto de aquel desdichado aprieto tuyo en Oxford, si hemos de llamarlo así, a propósito del cual se había recabado su consejo y su ayuda, se pasó una hora entera poniéndome en guardia contra ti, tú te reíste cuando en Bracknell te relaté mi larga e impresionante entrevista con él. Cuando te dije que hasta aquel desdichado que al final compartiría conmigo el banquillo me había avisado más de una vez de que tú serías mucho más conducente a mi total destrucción que ninguno de los chicos vulgares a los que tuve la necedad de conocer, tú te reíste, aunque la cosa no pareció divertirte mucho.
Ruben
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