“El Ladrón de Cuerpos”,
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“El Ladrón de Cuerpos”,
“El Ladrón de Cuerpos”, de Stevenson. Adaptación de Lago Mora.
En sus años de juventud, Fettes había estudiado Medicina en Edimburgo. Uno de los profesores de Anatomía de su misma Universidad, al que a partir de aquí lo llamaremos el Sr. K, recorría las calles a hurtadillas y, mientras la gente aplaudía la ejecución de Burke, él estaba en la cresta de la ola.
Fettes había sido nombrado encargado de la disección de cadáveres, por lo que al final fue instalado en el propio edificio de las salas de disección. Cada noche, tras turbulentos placeres, el estudiante recibía a medianoche la visita de sus sucios y despreciables proveedores y él les pagaba su salario tras guardar la siniestra mercancía.
La política del Sr. K era muy clara: coger y pagar, y nunca, nunca, nunca, preguntar, por el bien de la conciencia. Pero una noche, el cadáver no era como los habituales; para salir de dudas, abrió el saco y vio ahí tendido el cuerpo de su amiga Jane Galbraith, con la que había estado bromeando el día anterior. Al iluminar con una vela el cuerpo, vio varios moratones y marcas sangrientas en el cuello.
Al día siguiente, se lo comentó a Mac Farlane, amigo y compañero de fatigas suyo. Mac Farlane le obligó a callar, por el bien del Sr. K y el suyo propio.
Una vez, en una popular taberna, Fettes se encontró con Mac Farlane y un pálido, pequeño y siniestro hombre acompañándolo. Gray, pues así se llamaba, era grosero y vulgar, y por lo visto, conocía a Mac Farlane, al que trataba como a un felpudo.
A la noche siguiente, llamaron con el tan conocido paquete, pero esta vez era Mac Farlane quien lo traía. Lo único que dijo fue:
-Mejor será que le veas la cara.-y al momento, se fue.
Al hacer lo que éste le decía, allí vio el rostro lívido del tan aficionado a las tabernas, allí vio el rostro de Gray.
A los dos días fue el propio Mac Farlane el que rompió el hielo, exigiéndole a Fettes que le pagase el cuerpo. Él, con gran pesar, le entregó la llave de la caja fuerte del Sr. K, y el joven médico se cobró el cadáver.
Pasadas unas semanas, el Sr. K mandó a los dos a una misión: faltaba material, y acababa de haber un entierro de una vieja señora en el cementerio rural de Glencorse.
Se armaron de pala y saco, y emprendieron su tétrico viaje. Llovía a raudales, y, tras una buena botella de licor, se adentraron en el camposanto. En veinte minutos, al tarea estuvo lista, y tomaron rumbo a Edimburgo los dos amigos con su funesta carga.
No tenían linternas, por lo que veían absolutamente nada. Seguía lloviendo y, cada poco, el saco caía en uno de los dos chicos, y éstos lo repelían imediatemente. Un miedo todopoderoso y sobrenatural los invadió. Mac Farlane pidió a Fettes que encendiera una cerilla, que se sentía incómodo. La lluvia había dejado pegada la tela del saco al cadáver, y Mac Farlane murmuró:
-Eso no es una mujer.
-Lo era cuando la subimos ahí.-respondió Fettes.
-Sujeta esa cerilla, tengo que verle la cara.
Al hacerlo, un chillido salvaje hendió con nitidez la noche. Los dos hombres saltaron a la carretera y el caballo echó a correr, arrastrando tras de él como único ocupante del carruaje el cuerpo de Gray, muerto y disecado largo tiempo atrás.
En sus años de juventud, Fettes había estudiado Medicina en Edimburgo. Uno de los profesores de Anatomía de su misma Universidad, al que a partir de aquí lo llamaremos el Sr. K, recorría las calles a hurtadillas y, mientras la gente aplaudía la ejecución de Burke, él estaba en la cresta de la ola.
Fettes había sido nombrado encargado de la disección de cadáveres, por lo que al final fue instalado en el propio edificio de las salas de disección. Cada noche, tras turbulentos placeres, el estudiante recibía a medianoche la visita de sus sucios y despreciables proveedores y él les pagaba su salario tras guardar la siniestra mercancía.
La política del Sr. K era muy clara: coger y pagar, y nunca, nunca, nunca, preguntar, por el bien de la conciencia. Pero una noche, el cadáver no era como los habituales; para salir de dudas, abrió el saco y vio ahí tendido el cuerpo de su amiga Jane Galbraith, con la que había estado bromeando el día anterior. Al iluminar con una vela el cuerpo, vio varios moratones y marcas sangrientas en el cuello.
Al día siguiente, se lo comentó a Mac Farlane, amigo y compañero de fatigas suyo. Mac Farlane le obligó a callar, por el bien del Sr. K y el suyo propio.
Una vez, en una popular taberna, Fettes se encontró con Mac Farlane y un pálido, pequeño y siniestro hombre acompañándolo. Gray, pues así se llamaba, era grosero y vulgar, y por lo visto, conocía a Mac Farlane, al que trataba como a un felpudo.
A la noche siguiente, llamaron con el tan conocido paquete, pero esta vez era Mac Farlane quien lo traía. Lo único que dijo fue:
-Mejor será que le veas la cara.-y al momento, se fue.
Al hacer lo que éste le decía, allí vio el rostro lívido del tan aficionado a las tabernas, allí vio el rostro de Gray.
A los dos días fue el propio Mac Farlane el que rompió el hielo, exigiéndole a Fettes que le pagase el cuerpo. Él, con gran pesar, le entregó la llave de la caja fuerte del Sr. K, y el joven médico se cobró el cadáver.
Pasadas unas semanas, el Sr. K mandó a los dos a una misión: faltaba material, y acababa de haber un entierro de una vieja señora en el cementerio rural de Glencorse.
Se armaron de pala y saco, y emprendieron su tétrico viaje. Llovía a raudales, y, tras una buena botella de licor, se adentraron en el camposanto. En veinte minutos, al tarea estuvo lista, y tomaron rumbo a Edimburgo los dos amigos con su funesta carga.
No tenían linternas, por lo que veían absolutamente nada. Seguía lloviendo y, cada poco, el saco caía en uno de los dos chicos, y éstos lo repelían imediatemente. Un miedo todopoderoso y sobrenatural los invadió. Mac Farlane pidió a Fettes que encendiera una cerilla, que se sentía incómodo. La lluvia había dejado pegada la tela del saco al cadáver, y Mac Farlane murmuró:
-Eso no es una mujer.
-Lo era cuando la subimos ahí.-respondió Fettes.
-Sujeta esa cerilla, tengo que verle la cara.
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