Redención de Joaquín Dicenta
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EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA :: Biblioteca Virtual-Cultura General :: Novelas y Libros -E-Boock-PDF
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Re: Redención de Joaquín Dicenta
Capítulo I
Todo fueron murmuraciones en los comienzos de su arribo á la población marinera.
¿Quién sería el desconocido, aquel buen mozo de treinta y cinco años que había comprado la finca de El Parral, instalándola con un fausto que no igualaban, ni con mucho, las de los ricachos en diez leguas á la redonda?
Dos meses anduvieron albañiles, carpinteros, tapiceros, fontaneros, pintores y marmolistas, limpiando, arreglando, decorando, higienizando la vivienda, hasta dejarla que no la reconocería su edificador.
Tocóles después á jardineros y hortelanos. Una gran estufa se construyó al fondo del jardín. De cristalería era con ventanales automáticos y juegos dobles de persianas. Á ella fueron llegando, como á congreso mundial de botánica, las más raras plantas de todos los países; las que en los trópicos arraigan, á temperatura de cuarenta y cinco y más grados, y las que brotan inmediatas á la región polar: las que se crían en húmedos y sombríos abismos y las que florecen en remontadas cimas.
Para cada una hubo en la estufa un conveniente lugar. Cámaras frigoríficas para las plantas que verdean entre la nieve; calefacción para las necesitadas de altas temperaturas; humedades fungosas para las precisadas de ellas; atmósferas enrarecidas para las hijas de las cumbres. Cada zona de aquel muestrario aparecía sabia y totalmente apartada de la otra; pero todas juntas se mostraban de golpe á la admiración del curioso por cristales de tan pura diafanidad, que era menester tactearlos si no quería confundírselos con las transparencias del aire.
El parque se dispuso, no con arreglo á cánones de la inglesa jardinería; no tampoco con sumisión á la geometría prerafaélica que algunos pintores extreman en sus lienzos. Acordado fué con la naturaleza, dejando crecer á las flores en absoluta libertad, mezclarse, confundirse, enlazarse en comunión franca de matices y de perfumes; permitiendo á los céspedes esparcirse en melenas de trovador, no erizarse al rape, como cabezotas de quinto.
Sólo tuvo por límites aquella libertad los necesarios á la conservación de paseos y de macizos; los precisos al desenmarañamiento de las hierbas, al franqueo de los boscajes, al cuido de árboles y trepadoras plantas, de hiedras y de arbustos. Todo era allí armónico albedrío de hojas, ramas y flores que se desparramaban en borracha paleta y se abrían en esenciero multicolor contra las gasas del espacio.
El huerto desbordaba en frutos, por obra de abonos y labores hasta entonces desconocidos ó no usados en la comarca. Ocurría igual con la granja, que arrancaba desde los remates del muro.
Habíase planteado en ella el cultivo al uso moderno, y traído, con objeto de realizarlo útilmente, las máquinas y herramientas de última invención.
Especies animales, sujetas á escrupuloso régimen de alimento, reproducción y cruce, eran gala de corralones, establos, torrecillas, cuadras y cochiqueras. La instalación en sus diversos y múltiples oficios acusaba el regimiento de manos expertas en ingeniería agronómica.
No fueron menos la sorpresa y los vecinescos runrunes cuando inmediatos al edificio principal se establecieron una cuadra, capaz para cuatro ó seis bestias, y un amplio cocherón con habitaciones destinadas á dependencia y guadarnés.
-¿Pero se nos va á meter un príncipe en la población? -decían los vecinos-. ¡Pues no trae pocos humos y poca faramalla el propietario de El Parral! ¿Quién será él? ¿Cuándo vendrá aquí? Ni el día de su llegada, ni su nombre sabemos. Hízose en la capital el trato de la casa. Como en la capital residen el propietario antiguo y el notario que dictó la escritura, seguimos in albis. Sólo sabemos ciertamente que á la población vino á pasar cinco meses un viejo de muy pocas palabras; que visitó la finca y terrenos colindantes; que tomó del alcalde informes; que se fué por mar, con la marea de las doce, y que á poco empezó el tragín de reparos, obras y faenas agrícolas. ¿Quién será el comprador? ¿Cuándo aportará por el pueblo? ¿Vendrá de fijo? ¿Vendrá por temporada? ¿Será un joven? ¿Será un anciano? ¿Tendrá ó dejará de tener familia? ¿Será español? ¿Será extranjero? ¿Habrá hecho estos desplantes para apandar con el distrito? ¿Querrá irse apoderando poquito á poquito de cuanto nuestros padres nos transmitieron en herencia?...
Éste era el chismorreo. Estas las preguntas que cruzaban de labio á labio en el casino, en los cafés, en las tertulias señoriles, en las reuniones tabernarias, en las casas de los pobres y de los ricos. Hasta en el Concejo dedicaron una sesión al amo de El Parral. De la sesión nada sacaron los ediles en limpio: ocurrióles como con las cuentas presentadas anualmente por el alcalde.
Quien, por excepción única, no tomaba parte en tales dimes y diretes, era el médico, don Pablo Núñez, buena y sabia persona, á quien su mucha hacienda y las injurias de los años reintegraron á su pueblo natal. Acogióse al pueblo en compañía de una excelente biblioteca, donde alternaban con los propios á su carrera, libros científicos, literarios y filosóficos. Era hombre leído y aprovechado en sus lecturas el doctor. Gustaba de saber y no circunscribía á la medicina el caudal de sus conocimientos. Docto químico, había montado en un pabellón su laboratorio. Dentro de él se daba á experimentos y manipulaciones, de aquellos por cuya virtud avanzan mejor tal vez que por otros caminos las humanidades hacia su perfección. Más han hecho algunos químicos en beneficio de la humanidad con sus descubrimientos, que cien discursistas mitineros con sus arrogantes arengas.
Amaba don Pablo todas las bellas artes, creyéndolas tan precisas, tan de obligación, por lo menos, como las útiles. En punto filosófico formaba con los más avanzados. En problemas sociales hallábase más cerca de Kropotkin que de Carlos Marx. Claro que, en teoría, ante los hechos manifestábase prudente. Gustaba de vivir enseñando al mundo la sociedad futura, pero reculaba ante las acciones inexcusables para su advenimiento. Aun prolongarlas con independencia y arrestos personales, en lo que afecta á usos y costumbres, le costaba trabajo.
Sobre todos estos amores estaba el de su hija, una hermosa joven de veinte años, que tenía por nombre Luisa, y había substituido en el corazón de su padre, viudo y sin más hijos que ella, á todas las imágenes con que adorna sus altares la Iglesia.
Educada Luisa por el doctor, no pertenecía á esa juventud ñoña, hipócrita é ignorante que compone, para su desgracia, el surtido de la burguesía femenina española. Era Luisa criatura franca, instruida, libre de gazmoñez, con el alma de par en par abierta á todo lo noble y con la biblioteca paterna abierta también de par en par á sus ojos, á sus manos y á su cerebro. Claro que don Pablo y Luisa no tomaban parte en la lugareña murmuración.
Subió ésta de punto una tarde en la cual llegaron á la población marinera dos coches de campo tirados por sendos troncos: una yegua de silla montada por un chicuelo de doce años y un automóvil que á pleno taf-taf atravesó la carretera y enfiló con el cocherón.
Dos mujeres, ninguna de ellas joven, el muchacho jinete, los cocheros y el chauffeur debían componer la servidumbre del «misterioso» propietario; amén del viejo cano y silencioso que fué anteriormente en examen y compra de la finca. Éste, por las trazas, era administrador ó mayordomo ó secretario.
No pararon las sorpresas en tales acontecimientos. Al anochecer entróse por la ría una lancha automóvil que atracó en el muellecito de la finca, donde ya gallardeaba una barca con corte y armadura de balandro.
De la lancha automóvil desembarcó un hombre como de unos treinta años cumplidos, moreno, con recortada barba negra y ojos graves, que brillaban tras unos lentes de oro. Vestía traje de americana y tocábase con una gorra de charolado viserón.
No dudaron los curiosos que presenciaban el arribo de que era aquel sujeto el propietario de El Parral.
Dieron la noticia. Esparcióse ella por el pueblo y siguieron los comentarios, mientras el recién llegado, luego de salvar con pie rápido los escalones que desde el muellecillo conducía al anteportal, de ganar la entrada y asentarse en el comedor, devoró con gran apetito la cena que le sirviera uno de los criados.
El misterio del personaje cesó al siguiente día. Él mismo se encargó de desvanecerlo en visita que hizo al alcalde por cortesía y por entregarle cartas de presentación que para él llevaba suscritas por personajes influyentes.
Llamábase el dueño de El Parral don Fernando Mendoza; un ingeniero agrónomo que, luego de haber hecho caudales en América instalando y explotando granjas agrícolas, regresaba á España, resuelto, por desengañado ó por estudioso, á instalarse solitariamente en una población tranquila donde pudiera dedicarse al cultivo de sus aficiones sin que ninguno le estorbara y sin ánimos de estorbar á nadie.
También hizo visita y entregó cartas de presentación á don Pablo Núñez. Le recibió con su agrado habitual; y Mendoza una vez cumplidas tales obligaciones, se entró en su finca á vivirla solitario, esquivo á toda intimidad.
A veces se le veía por entre la verja del jardín, con un libro en la mano; otras observábale la curiosidad escribiendo durante horas y horas muchas cuartillas sobre su mesa de despacho. Todas las mañanas visitaba la granja. En ella proporcionó trabajo y no escaso jornal á dos veintenas de hombres. De tiempo en tiempo hacía viajes automovilescos ó expediciones á caballo.
Al mar salía con frecuencia. Iba solo en su barca, que manejaba como experto marino.
Los pescadores le sorprendieron muchas veces enmedio del Océano, dejando ir su lancha al azar con la vela arrollada al palo y los remos pendientes del estribo. Así iba, hundido el rostro entre los puños, el cuerpo desmayado é inmóvil.
Algún pescador hubiera jurado que lloraba.
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Capítulo II
Las prevenciones con que en toda ciudad pequeña se recibe á los forasteros rodearon también á Mendoza durante los meses primeros que subsiguieron á su arribo. Bien es cierto que contribuyó á ellas y no poco la esquivez de aquel solitario. Eso de no relacionarse sino lo preciso con las gentes, de no recibir otras visitas que las de obligada cortesía, de no aportar por el Casino, no obstante ser socio con presentación del juez y del alcade, daba causa á entredicho.
Claro que Fernando pagaba puntualmente las cuotas del Casino y que no abrían suscripción para festejos ó calamidades á que no acudiera rápida y generosamente. Pero esto quedaba descontado con lo díscolo del sujeto y no se le tenía en cuenta para la afección, ó al menos para la gratitud.
Hubo más, y aquello sí alborotó el cotarro entre las comadres de alta y de baja estofa: el forastero no iba á misa. ¡Otro como el doctor! ¡Herejote! ¡Para que fuese bueno!
Las buenas comadres olvidaban que el doctor Núñez, á quien ellas consideraban modelo de herejía, era la bondad hecha carne de médico. Los esposos de las comadres, parte por convicción, parte por envidia, pecado de que no libran los católicos, y un mucho por evitar familiares disputas, hacía á las comadres coro en sus abominaciones contra el réprobo, que no pisaba la casa de Dios para oír su misa, ni se arrodillaba para vomitar culpas ante el confesonario del padre Enrique, un viejo simpático y dicharachero, gran jugador de tresillo y golfo.
No tomaba el cura tan á mal como sus feligreses el desvío de don Fernando. Bien es cierto que en dos ocasiones acudió á él en demanda de limosna para los pobres y para unos pescadores náufragos, y en los dos fué servido con colmo, especialmente cuando se trató de los náufragos.
Al patrón, padre de dos hijos ya mozos, sorbióselo el mar; bajó al fondo envuelto, como en un sudario de honor, entre los pliegues de la vela; los hijos ganaron la playa, pero la barca fué á estrellarse contra un montón de rocas.
Don Fernando acorrió largamente á la viuda y regaló al hijo del muerto una embarcación mejor que la deshecha.
Aquella noble acción, si bien hizo aumentar en las malas almas -no pocas, por desdicha- las envidias y malquereres contra don Fernando, produjo en otras personas, y con especialidad entre los humildes, un movimiento de simpatía y reverencia.
El forastero daba ocupación en su granja á cuarenta ó cincuenta hombres, que en ella ganaban con relativa holgura el pan de sus mujeres é hijos; al cuidado del bote destinó Mendoza un pescador ya viejo, que no estaba en trazas de marinear solo; el jardinero y los hortelanos también eran indígenas. Traía, pues, beneficio grande para la población la llegada del ingeniero y, quisiérase ó no, había que certificarlo y apuntarlo en su haber.
Si á esto se añade que Mendoza para nada intervenía en la política de los caciques y que, á cuenta de quejarse del abandono en que el municipio dejaba caminos vecinales y calles, había reparado algunos por su cuenta, á los fines de no hacer añicos por ellos su automóvil cuando los recorría, tendrá fácil explicación el cómo á los tres meses de su permanencia en El Parral fueron trocándose las prevenciones en agasajos y la envidia en admiración. Cierto que, mirándolo bien, la envidia no es otra cosa sino la admiración enferma.
El trato único que frecuentó Mendoza con relativa asiduidad fué el de don Pablo Núñez. No es de extrañar que simpatizaran y se atrajeran aquellos dos seres. Concordaban en la bondad y en la nobleza del carácter. No menos lo hacían en ideas y en aficiones, en programas altruistas, donde humanidades por venir vivirían exclusivamente bajo leyes de fraternidad y de amor.
También andaba Mendoza, por lo que atañe á evoluciones ó revoluciones sociales, más cerca de Kropotkin que de Carlos Marx. Sólo que Mendoza era hombre de más arrestos que el doctor, acaso por más joven y por su costumbre de pelear reciamente la vida en América.
Él sostenía varonilmente en sus diálogos con el médico que á la idea debía acompañar la acción. -Idea sin acción -afirmaba Mendoza- es como hembra que se niega á ser fecundada, que ama y se acobarda ante los dolores que produce el advenirniento del hijo. La acción es el parto por cuya obra dolorosa, mortal á veces, la idea se hace carne. Precisa el hecho para que la idea sea derecho, para que el sueño del filósofo se convierta en ley de hombres.
-¡El hecho! -replicaba el doctor-, ¡la imposición de la idea contra todos y concontra todo! Yo prefiero ir á esa imposición por evoluciones lentas y continuos avances. La violencia me asusta. Sólo en casos extremos, sólo cuando el atropello á la razón y á la justicia traspusieran todos los límites, iría yo á la acción. Iría si el remedio al daño era de inmediata necesidad. En tales casos la violencia es virtud.
Luisa escuchaba estas conversaciones, poniendo gran atención en ellas, y más aún la ponía si la conversación, saliendo de terrenos científicos y sociológicos, iba á las empresas por Mendoza realizadas en los terrenos salvajes del Perú, donde llegó á los veintitrés años con ansias de fortuna, pero con ansias mayores de imprimir sus plantas en aquellos terrenos vírgenes, de conquistarlos, de ganarlos para todo progreso.
Era Mendoza imagen rediviva de los antiguos conquistadores españoles, de los que realizaron en América hazañas que, á no contrastarlas la historia, parecerían estrofas épicas de leyenda.
Sólo que en él la codicia rapaz, el grosero apetito, el sanguinario impulso del antepasado, depredador de imperios, había sufrido transformaciones radicales.
Conquistador, sí; pero conquistador para convertir las tierras salvajes en venero de inagotable producción, para hacer del hombre salvaje criatura útil. Sentíase capaz de realizar en aquellas tierras vírgenes, con aquellas humanidades vírgenes, el ensueño de un mundo mejor, de una sociedad libre é igualitaria. Este sueño lo llevaba desplegado como una bandera de luz dentro de su cerebro cuando abandonó España y enfrontó los ojos con la inmensidad de los mares.
Venía después el relato de sus múltiples aventuras. Excursiones trágicas por la corriente del Purus y del Putumayo, afluentes del grandioso Amazonas, bajo el asaltamiento de los salvajes antropófagos, á quienes él y sus compañeros armados de rifles contestaban á, tiros; viajes penosos por inexploradas maniguas, por bosques vírgenes en busca del «caucho»; peleas homéricas con las tribus; duelos pecho á pecho, hoja á hoja, con los feroces naturales. Conquista de territorios, sumisión de caudillos; transformaciones conseguidas por él en sus esclavos y esclavas antropófagos hasta convertirlos en verdaderos hombres, en criaturas de progreso, en población de racionales.
Las hembras, vestidos ya los desnudos cuerpos, desempeñaban los quehaceres domésticos en hogares limpios, limpias ellas también, educando á sus pequeñuelos en persona; los hombres, pasando de esclavos á libres, trabajaban los campos bajo la inspección cariñosa y no bajo el látigo; componían legiones que acompañaban á Mendoza en sus nuevas conquistas y facilitaban sus tratos con los naturales y les convencían de la conveniencia de unirse á ellos, de vivir con ellos una vida mejor, más cómoda y más noble.
¡Ah, si todos los compañeros de Mendoza hubiesen procedido al igual de Mendoza!... Eran distintos á él. En ellos vivía el antiguo conquistador, pronto á las mayores crueldades, á las más horribles expoliaciones y atentados, para saciar su codicia de oro, de placer y de señorío. Sólo odios sembraban á su paso; sólo por el espanto se imponían á los indios de las riberas y los bosques.
Él, no. Guerreaba y castigaba cuando era inevitable. Con procedimientos de amor fué ganándose la confianza y el cariño de los indígenas, á tal punto, que sus granjas y sus plantaciones iban creciendo y desarrollándose casi en paz absoluta. Apenas si, de raro en raro, los salvajes del interior, los de los rincones últimos de la manigua peruana, caían en fieras sobre las posesiones. Hallábanse éstas bien defendidas por los indios leales, por los que con el tiempo se convirtieron en hermanos, en compañeros de su jefe, y los salvajes tenían que alejarse en derrota.
Luisa escuchaba aquellos relatos conmovida, siguiéndolos con los oídos y con el alma, puestos los azules y grandes ojos en el rostro bronceado del narrador, que resplandecía de virilidad y bravura evocando tales recuerdos.
Mendoza no se parecía á los hombres tratados hasta entonces por Luisa. Era de otra estirpe; capaz de todas las hazañas y de todos los heroísmos; capaz, también, de, todas las bondades, de todos los amores y de los sacrificios todos por el ajeno bien, por el advenimiento de las sociedades humanas, que tan admirable y fraternalmente describían los libros leídos por ella en la biblioteca del doctor.
Si alguna vez tomaba parte en las conversaciones, hacíalo con. tan discretas y sencillas frases, con tal modestia disimulaba su instrucción, su capacidad, su firmeza de juicio, que Mendoza, tras escucharla, quedábasela mirando atento, con admirativa sorpresa.
En sus primeras visitas á casa del doctor, cuando la joven entraba en el despacho, mejor que agrado producíale malestar su presencia. Con cualquier pretexto aceleraba el tiempo de su estancia y abandonaba la casa de los Núñez.
Ahora, no. Ahora recreábase oyéndola, buscaba artes para que tomara parte más directa en el diálogo; si ella tardaba en venir al despacho revolvía las pupilas en todas direcciones y se revolvía sobre su butaca impaciente y distraído. Empezó por menudear sus visitas y concluyó por prolongarlas á punto de volverlas impertinentes.
Sin darse cuenta de ello, aquellos dos seres, iban aproximándose, encadenándose uno á otro, haciéndose uno al otro precisos. La tertulia se convirtió en diaria, con gran contentamiento del médico, que pudiendo dialogar con Mendoza se evitaba de ir en su busca ó de recibir para distraer sus horas con tertulias vulgares.
Ni Luisa ni Mendoza se enteraron durante algún tiempo de aquella su mutua é invencible atracción.
De probársela se encargaron cierta noche las manos de los dos, estrechándose temblorosas y apretándose con nerviosidad placentera.
Luisa, apartando confusa sus manos de las de él, retrocedió, sin atreverse á alzar los ojos.
Fernando salió de la habitación lívido, más como quien huye que como quien anda.
-¿Yo?... ¿Pero yo?... -murmuraba haciendo su camino hacia El Parral-. ¡Imposible!... -repetía- ¡Imposible!... ¡Ni que estuviera loco!
Capítulo III
Capítulo III
Fué amor cercándolos, envolviéndolos, poseyéndolos, al igual de esas neblinas color rosa que, durante los crepúsculos estivales, ascienden de la tierra y van adueñándose de los seres hasta encerrarlos en una cárcel transparente é hipócrita, dentro de la cual imagínanse libres, porque las paredes de la cárcel van retrocediendo, ausentándose á medida que los prisioneros avanzan.
Fernando se rebelaba contra esta esclavitud de su espíritu, queriendo quebrantarla, romper la cadena que le amarraba á Luisa. ¿Por qué? Tal vez por su odio á cuanto indicara sujeción. Acaso porque desengaños antiguos traíanle el temor de otro nuevo.
Lo cierto es que se revolvía furioso contra el amor de Luisa. Ni una sola noche, al abandonar la casa del médico, dejó de prometerse que no volvería á ella más, que cortaría aquellas amistades, que se aislaría en el rincón último de su finca para no tratar con persona. Sin embargo de tal promesa, una hora antes de la señalada para ir á la tertulia del doctor, comenzaba Mendoza á dar vueltas por su despacho, á ir de una habitación en otra, desasosegado, febril.
-¡No saldré!... ¡No saldré!... -gritaba en alta voz-. ¡Ni que fuera un chiquillo, para dejarme seducir por unos ojos azules, por una dulce voz y por un alma encantadora, que se asoma á esa voz y á esos ojos, para cautivarme y tenerme por suyo!... ¿Es que la experiencia va á ser letra muerta en mi juicio?... A más... ¡No! ¡Imposible! ¡Imposible! Digo que no voy, y no voy.
Así hablaba; y, diez minutos antes de la hora, cogía el sombrero y echaba por el camino abajo, con marcha rápida de colegial que sale á vacaciones.
Por parte de Luisa no había tales resistencias. Al contrario, dejábase llevar docilmente por su primer amor.
Se reunían en Fernando para ella los dos linajes de héroes que más la cautivaron en sus varias lecturas.
Uno era el héroe del romanticismo hacia atrás, gallardo de presencia, firme de arrestos, pronto á, dar su vida y á quitar las ajenas por ganar oro y prez, á toda hora en planta de jugar con el acero ó con el plomo. Iba á pelear, á conquistar el renombre muy mozo y tornaba, aún joven, vencedor, con la piel curtida por las iras de los climas extraños, el alma recientemente templada por la costumbre de arrostrar los peligros, el corazón libre para arrodillarse á los pies de una virgen y ofrendárselo con las fuertes manos temblonas y la voz recia balbuciente.
Al lado de este héroe estaba el otro, el más grato á Luisa, el héroe del romanticismo hacia adelante, el que soñaba con una humanidad redimida, con un mundo donde la justicia, siendo igual para todos, sería ley de amor. Por llegar á la conquista de ese mundo llegaba el héroe de este romanticismo á todas las audacias, no retrocedía en dar y recibir la muerte si ello era necesario, pero dábala ó recibíala no por afanes de gloria, de riqueza, de engrandecimiento personal, por afanes altruistas, porque no existiese encima de la tierra una sola criatura miserable, desamparada ó infeliz.
Los dos heroísmos, el que hizo á los hombres dueños del señorío material y el que les hará dueños del moral señorío, se compendiaban en Mendoza. ¿Cómo no amarle? ¿Qué felicidad comparable á la de ser su compañera?
A don Pablo Núñez no se lo ocultaba, en su experiencia de anciano y su vigilancia de padre, aquella simpatía. Mirábala con gusto. Hasta dábase por no enterado de las prolongaciones que de día en día iba sufriendo la nocturna tertulia.
De ocultársele á, él, se lo revelara el padre Enrique, que algunas noches acudia á la reunión solicitado por su amistad á Núñez y por su afición á las golosinas y á los excelentes licores con que endulzaba Luisa el te.
Aunque bueno, no era el cura modelo de cortés discreción. Como la mayor parte de sus congéneres rurales, creíase autorizado por la sotana á toda familiaridad. De ahí que se permitiera apartes á propósito del asunto con su amigo el doctor, é indirectas de mal disfraz con los enamorados.
Cierta noche, luego de rechupar el cura una gota de Benedictino prisionera en sus labios, dijo, encarándose con Fernando y disparando á quemarropa:
-La verdad es, señor de Mendoza, que hombre joven y rico, tal que usted, no tiene derecho á estar solo. Debía usted casarse. Doncellas honestas y guapas no faltan en nuestra población. ¿No pensó en ello alguna vez, allá en las soledades pícaras de El Parral?
Don Pablo dió un pisotón al cura por bajo de la mesa, Luisa enrojeció y Fernando, tras una pausa, dijo:
-¿Quién no piensa cuando está solo, más que en divertir, en embellecer su soledad con el amor de una compañera que sepa serlo y sepa seguirle en este viaje de la vida?
-Ya me pensaba yo -repuso el padre- que íbamos á quedar conformes. Pues, amigo, esos viajes cuanto antes mejor. Dese una vueltecita por ahí y á encontrar la esposa.
-Compañera, no esposa, dije -interrumpió Fernando.
-Es lo mismo.
-Debía serlo; pero el matrimonio de que usted habla, sobre todo en nuestro país, donde leyes civiles y leyes religiosas se juntan para convertir en nudo irrompible lo que debería ser lazo hecho y deshecho á voluntad, el matrimonio es un absurdo cuando no es un castigo.
-¿Cómo?
-No se nos brinda como una guirnalda de flores que los compañeros sujetan con manos de amor, para soltar y ser libres si su amor y su confianza se rompen; la cadena de hierro, grillete donde hombre y mujer, aun odiándose, aun despreciándose, siguen juntos, tirando cada cual por un sitio para desgarrar cosa más noble y más sensible que la carne, el alma que chorrea sangre á cada tironazo.
-Es usted enemigo del matrimonio.
-Tal como ustedes lo practican y lo proclaman, sí.
-Dios lo instituyó...
-¡Dios!... ¡Sería cuestión de maldecirle! Á existir ese Dios de ustedes, no fuera tan cruel y tan bárbaro como los que invocan su nombre.
-¡Vaya!, ¡vaya! -interrumpió don Pablo, deteniendo con un ademán la respuesta del padre Enrique-. Cese la discusión. Ustedes no han nacido para entenderse. De ser hombre y mujer y unirse, hubieran compuesto un matrimonio detestable y hubieran tenido que nacionalizarse en pueblo donde gobernara el divorcio completo para no concluir por destrozarse con las uñas y con los dientes. Sírvenos otra taza de te Luisita, y usted, padre Enrique, ande con los padres Benedictinos. Es un licor beatífico que templa los nervios y que endulza las opiniones.
Sirvió Luisa el te. Fernando, cuando llegó á su turno, miró á la joven con un mirar dolorido. Antes que otras noches dejó la casa de los Núñez y fué á perderse, huraño, sombrío, por el camino que á la playa conduce.
La noche era de frialdades. Una lluvia menuda caía desde los nubarrones que oscilaban pesadamente en el espacio; las olas rompían con estruendo en la playa.
Fernando llegó al muellecillo que enfrontaba su casa y llamó á la puerta del botero.
-¡Juan!... ¡Anda! Haz el favor.
El botero, rebujado en un capotón de capucha, salió de su vivienda.
-Cala el timón -dijo Mendoza-, prepara los remos y la vela.
-¿Va el señor á la mar?
-Sí.
-¿Con esta noche?
-Sí.
-¿Dónde vamos á ir, don Fernando?
-Mar adentro, donde el aire nos lleve.
-Mire que apunta vendaval.
-¿Tienes miedo?
-Lo tengo por usté.
-Por mí... Anda, Juan, anda. El Océano rebosa de amarguras. No necesita recojer una más.
Allá va el bote, con la vela tendida al viento. Entre negruras va; zarandeado por las olas, bajo la lluvia que cae de las nubes como un cortinaje de hielo.
Fernando, caída la cabeza en el pecho, crispada una de sus manos contra la caña del timón, deja hundirse la otra entre las aguas que espumean al roce de la quilla.
Capítulo IV
Capítulo IV
Desde su escena con el cura suspendió Fernando las visitas á casa de los Núñez. Cinco días llevaba sin parecer por ella con pretextos de trabajos y de excursiones, realizadas unas veces á las playas próximas en una lancha automóvil, otras por carreteras y caminos, en su yegua ó en su carruaje: la predilección consistía en salir al mar antes de amanecer, con un bote velero, so pretexto de aguardar el día para emprender esta ó aquella faena pescadora.
En tales expediciones le acompañaba Juan, lo cual vale tanto como decir que las hacía solo. Juan era hombre de breves palabras y ajeno á la curiosidad. Envuelto en su recio capotón de marino, ponía Juan al viento la vela, embrazaba el timón y conducía la embarcación sobre las olas por bajo de las nubes, tercas durante un mes en cubrir el cielo, en pasar al ras de los montes formando escuadrones que el viento empujaba arremolinándolos, encabritándolos contra las puntas del rocaje donde rompía el oleaje con siniestro rumor.
Según caminaba la barca ó en tanto Juan prevenía los aparejos pescadores, Mendoza, volviéndole la espalda, dando la cara al Océano, apoyando contra los puños su enérgico mentón, sondaba las tinieblas del cielo ó las negruras de la mar. La lluvia le envolvía sin que él pareciera notarlo; el oleaje salpicaba su rostro sin que á tales salpicaduras prestara atención. Puestos en la lejanía los ojos, inmóvil, taciturno, aguardaba la aurora, el advenimiento del sol, cuya primera luz se dibujaba como un pincelazo de sangre entre las nubes color barro y el mar color plomo.
Iba el astro ascendiendo tras los reprietos cortinajes. Apenas si en ellos se dibujaba su corona, su carota jocunda. Como un fantasma rojo, pasaba por los huecos del horizonte en que era menos denso el nublado; pronto se desvanecía, dejando tras los nubarrones una estela violácea. También desaparecía la estela, y los rayos del sol, mezclándose con la llovizna, constituían una lluvia más, otro gris en aquel conjunto de grises.
El mar, encalmado por los besos fríos del alba, tendíase en pizarra enorme donde leves jironcillos de espuma dibujaban signos de cábala. Por entre la niebla surgían los bajos con sus afilados remates, con sus bocas engullidoras de navíos; algunos peñotes, alisados por el garlopeo secular del Atlántico, parecían cabezas afeitadas de monstruo; no pocos, manos puestas en garra á los acechos de una presa; habíalos en forma de mandíbulas provenidas al dentellazo.
Por entre la niebla surgían los montes altivos de la costa, empenachados con cimeras de pinos que la brisa columpiaba en la atmósfera. Desde la cima hasta la mitad de los montes se desparramaban vegetaciones lujuriosas. Súbito, la montaña se hacía esquiva, inabordable, para dejarse ir, cortada á pico, contra el Océano. Entre monte y monte se abrían radas peligrosas, callejones temibles de abordar, barras entre cuyos espumarajos hallaban la muerte los buques si, huyendo el temporal, pretendían salvarlas.
A orillas de una de estas radas alzábase la población donde residía Fernando. Sobre el terreno en cuesta iba escalonándose la casería hasta disgregarse y esparcirse en casonas aisladas por lo prados y labrantíos.
En lo más alto de la cuesta, casi al límite de la población, asentaba la vivienda del médico. Entera se descubría desde el mar. A ella iban las negras pupilas de Fernando reconociéndola desde la amplia azotea, reluciente como un canastillo de alabastro desbordante en hojas y flores, hasta el portalón, en aquellas horas matutinas cerrado contra el quicio de sílex.
Allí vivía Luisa. Aquella ventana, cuyo vidriaje relampagueaba á los influjos de la luz, era el dormitorio de la joven. Allí destrenzaba, al advenir la noche, su espléndida cabellera rubia; allí era donde sus párpados iban cerrándose poco á poco á los aleteos del sueño; allí donde sus labios se entreabrían á impulsos de la suave respiración; allí donde la virgen ensoñaba medio despierta, donde soñaba ya dormida del todo.
¿Con quién soñaría y ensoñaría? Acaso con él. Acaso proseguía en sus sueños los diálogos sostenidos con él durante la velada en el gabinete señalado por un plateresco balcón.
-¡Ensoñar y soñar con él, que sin motivo la dejaba! ¡Con él, que pagaba su afecto, las pruebas tenidas de amor que, correspondiendo á sus rendimientos, le diera con desvíos y con desdenes! ¡Ensoñar y soñar! Acaso ensoñaba y soñaba para execrarle, para pedirle cuentas de su mal proceder, de la iniquidad que representaba haber abierto aquella alma virgen á la luz del amor, para cerrarla bruscamente con impío y bárbaro golpe.
¿Qué pensaría Luisa de él?
¿Qué pensaba? Pensaba en todo menos en suponer á Fernando capaz de traiciones, de ruines y vulgares escarceos de seductor. ¿Por qué no vendrá? -se preguntaba a sus solas la joven-. Algo muy serio. Alguna circunstancia que desconozco, pero que existe, le obligan á alejarse de mí. De no, junto á mí se encontrara. Pues qué, ¿iban á mentir sus ojos la pasión que al mirarme ofrecían? ¿Podrá ser falso el temblor que agitaba su mano cuando se estrechaba á mi mano? No; Fernando me quiere, Fernando ve en mí -y ha visto bien- la compañera que puede embellecer, alegrar, acompañar su vida. ¿Por qué huye entonces? He aquí lo que ignoro; lo que no quisiera ignorar; lo que él debe decirme. ¿Dudar de él? Eso nunca. Los hombres como él no pueden proceder ni en infame, ni en necio.
Así pensaba Luisa mientras Fernando seguía sobre los cristales de su alcoba el viaje del crepúsculo.
Cuando al regreso de la excursión marítima advenía la noche y llegaba para Fernando la hora de su tertulia con la familia del doctor, una febril exaltación se apoderaba de sus nervios; frases incoherentes brotaban por su boca; sus manos se cerraban en puño; sus ojos relampagueaban con ira.
-¡Es horrible! ¡horrible! -exclamaba, recorriendo su despacho con pasos y ademanes de loco-. ¡Es horrible que teniendo cerca de mí la dicha, no pueda alcanzarla y en desgracia para mí se convierta!... ¡Más horrible, más cruel es aún labrar la desdicha de una criatura modelo de virtudes, de inteligencia, de hermosura! ¡Maldito pasado!... ¡Malditas imposiciones del pasado!... ¿Voy á sufrirlas?... ¿Debo sufrirlas yo?... ¿Debo condenarme por culpas de que soy inocente? ¿Qué hacer? ¿Qué resolver? ¡Si ella...! ¡Imposible! ¡Delirios mentirosos de la esperanza! Hay que volver á hundirse en la trágica cortadura abierta en mi existencia. Hacia ella se tienden como dos manos salvadoras las manos virginales de Luisa. ¡En vano se tienden! Si se adelantasen mis manos no sería ella quien me salvara, sería yo quien la hundiera conmigo.
Fernando, mesándose desesperadamente los cabellos, se dejaba caer contra un diván y rompía en sollozos roncos, en lágrimas escaldadoras que resbalaban por entre sus dedos convulsos.
Fué una de estas noches cuando rodó, sin sentirlo, por tierra, presa de una fiebre que puso en peligro su vida.
Alarmada la servidumbre, dió aviso al doctor Núñez. Acudió éste solícito, y como era la dolencia gravísima, resolvió instalarse, hasta salvarlo del peligro, en la habitación del enfermo.
Bravamente luchó el médico con la muerte. Durante quince días no se apartó de la cabecera del enfermo. Luisa, con un pretexto ú otro, enviaba por noticias tres ó cuatro veces diarias.
Al cabo hizo crisis la enfermedad, y Mendoza entró en convalecencia; fué ésta rápida, gracias á la fuerte constitución del enfermo, que se deshacía en palabras y manifestaciones de gratitud hacia el anciano y hacia su hija.
-Ahora -dijo una tarde á Fernando don Pablo, mientras paseaban por el jardín-; ahora, entrañable amigo, que el cuerpo está sano, es preciso distraer el alma; por ella anda el gusanillo que provocó la fiebre; hace falta irlo matando poco á poco. No seré tan curioso como hombre que pretenda saber lo que pasa en su alma de usted, pero soy médico, y como tal tengo derecho, más que derecho obligación, hasta compromiso de vanidad, de curar á usted radicalmente. Hay en su alma más rebeldía que en su cuerpo; pero quienes como ustedes tienen voluntad, deben emplearla, so pena de ganar fama de cobardes. Prometo ayudarle en su empresa de reconstitución espiritual y vamos á comenzar mañana sin falta la labor.
-¿Mañana?
-Mañana, sin excusa ni escape, queridísimo don Fernando. Mañana, á las diez de la misma, vendremos á buscarle á usted á su casa mi hija, la familia del juez que, como usted sabe, son personas de gran agrado, el novio de la chica del juez y este médico. Usted prepara su automóvil, ya ve que le cobro honorarios, y nos vamos en tren de merienda á una propiedad mía que no conoce usted.
-Pero...
-Está á cien kilómetros, al lado opuesto de esas altas montañas, en un valle que es un paraíso. Perla del Valle llaman á mi finca los aldeanos.
-Es que yo...
-No hay escape, Mendoza. Le pido obediencia como enfermo y reclamo como ingeniero su opinión. Tengo idea de que allá, en unos extensos terrenos que desde el río avanzan al pie de la montaña, puede establecerse una granja al estilo de la de usted. ¡Qué demonio!, me ha dado usted envidia y voy á ver si le aventajo en clase de gran agricultor. ¿Conformes?
-Conformes.
-Pues hasta mañana, y esta noche á dormir tranquilo.
¡Dormir tranquilo, é iba á verla al cabo de dos meses!
Despierto horas y horas permaneció Fernando. Al cerrar sus ojos el sueño fué para mostrarle la imagen de Luisa, con sus rubios cabellos cayendo en manto de oro sobre sus hombros, con los ojos azules, llamándole, sin voz, por entre la reja de sus pestañas.
Capítulo V
Capítulo V
Al verse nuevamente, después de tan angustiosa y larga ausencia, quedaron Luisa y Fernando pálidos y trémulos, sin determinarse á avanzar uno hacía otro, como si alguien les retuviera, como si una mano invisible clavara contra el suelo sus pies.
Fué Luisa la primera que, venciendo aquella timidez, adelantó hacia donde él estaba, con la mano extendida. Fernando cogió con las dos suyas aquella mano y murmuró con entrecortadas palabras:
-Gracias, Luisa, muchas gracias por sus fraternales atenciones durante mi dolencia.
-Á poder -repuso ella-, á no ser por el qué dirán pícaro, en persona hubiera acudido á prestársela. Amigo es usted de mi padre y no es mi padre solo quien se enorgullece con su amistad. Yo la comparto con orgullo. Es usted digno de ella. Y... basta de cumplimientos. Lo que importa es la salud de usted, y ésa ya no corre peligro. Un poco más delgado y un poco más pálido está. Fuera de esto, el de siempre, ¿no es cierto?
Al formular esta pregunta, los ojos de Luisa se fijaron como una interrogación en los de Fernando. -¡Cierto! -repuso él inclinándose, casi arrodillándose ante la joven.
-Pues andando, que el juez, su esposa, los novios y mi señor padre han subido ya al auto; ayúdeme usted á subir á mí y á su puesto. Supongo que no habrá olvidado el oficio -añadió jovialmente.
-Soy de los que no olvidan -repuso Mendoza junto al oído de la joven, mientras ella se apoyaba en el brazo de él para ganar el coche.
De un salto ocupó Fernando su asiento, empuñaron sus dos manos el guía y el automóvil echó carretera adelante, bocinando con estrepitosa arrogancia, devorando kilómetros entre nubes de polvo que se enrojecían y empurpuraban al reflejo del sol.
Fué alegre el amanecer, bajo el emparrado de la casa, á la verde sombra que se desprendía de las hojas, entre los perfumes que del jardín llegaban, entre las mismas flores, esencieros de aquel perfume, las cuales asomaban por entre hojas y ramas sus multicolores capullos, sus cálices abiertos á la fecundidad. No menos grato fué el paseo por la orilla del río; por aquellas márgenes de leyenda, donde era imposible acertar quiénes aprendieron de quiénes á entonar canciones, si los pájaros de las ondas ó éstas de los pájaros.
Siguieron al largo su corriente, pero no ya por las orillas; embarcados lo hicieron en un bote, que al remar torpe de las muchachas marchó aguas abajo descubriendo á cada vuelta, á cada recodo de las márgenes, paisajes deleitosos, rincones de íntima poesía; oquedades llenas de misterio, senderos apenas hollados por el humano pie, que se perdían entre camarines de verduras; casitas humildes, blanqueando entre el ramaje de árboles centenarios; chozas pastoriles frente á las cuales dormía el ganado y velaba el mastín; praderas que subían por la montaña, brindando el jugo de sus hierbas á vacas de lustrosa piel y de grandes ojos estúpidos.
Por entre los matorrales, sin que se pudiera saber á punto fijo de dónde procedían, llegaban cantores, notas sensuales y melodiosas á cuya vibración crujían las matas con crujimientos besadores. -¿Qué? -preguntaba Luisa á Fernando con seriedad burlona-, ¿tiene alguna cosa que envidiar este río, señor conquistador de montañas salvajes, al Putumayo y al Purus, donde vivió usted en cacique, gobernando leguas y leguas de terreno, cientos y cientos de hombres?
-¿Envidiar? No por cierto -respondió Mendoza en un arranque de sincero entusiasmo-. Ellos serían los envidiosos si la contemplaran á usted... Á ustedes, á todos nosotros -añadió con voz torpe, con rubores de mozalbete en galanteo-, seguramente nunca resbaló por aquellas aguas una embarcación tan digna de ser admirada y envidiada como ésta. Claro que yo me excluyo; casi casi por los años que entre ellos viví, soy de los de allí, de los salvajes putumayos que contemplarían á estas señoras, y no excluya ahora a la suya, señor juez, con asombro, y se arrodillarían á su paso, creyéndolas hijas predilectas del Gran Espíritu.
-Sin perjuicio de merendárselas concluida la adoración -dijo don Pablo jovialmente.
Tanto se prolongó el paseo y tan distraídamente lo pasaron en él, que daba comienzo el crepúsculo cuando echaron cuenta del retorno.
-De noche llegaremos á la casa -dijo la señora del juez.
-Menos mal que habrá luna.
-Aun sin ella es seguro el río -interrumpió don Pablo-. Sólo que para llegar antes y con antes, será bueno que ustedes, señoritas, cedan á los caballeros esos palitroques. De no, vamos á eternizarnos. Por supuesto, cenamos en la finca y hacemos noche en ella. Aún nos quedan por examinar los terrenos donde pienso establecer la granja. Mañana es domingo, y ni Menéndez tiene audiencia, ni yo tengo enfermo en peligro.
El enfermo está aquí y sin más peligro que el del naufragio. Todo será que pierdan la misa Dolores y Matilde. ¡Qué diablo, el padre Enrique tiene la manga ancha! Por habitaciones no hay que apurarse. Las tenemos de sobra. Conque á cenar, á regalarnos después por el jardín con las caricias de la luna, y cada mochuelo á su olivo cuando el sueño le golpee los párpados. ¿Estamos conformes?
-Conformes -gritaron todos á la vez.
-Pues ¡hala!, apretad el remo vosotros, que no hemos merendado, y el aire del campo abre el apetito.
Terminada la cena hicieron los viejos tertulia en el cenador del jardín. Matilde, Luisa, Fernando y Jaime comenzaron á pasear juntos. Pronto los dos novios fueron rezagándose en el paseo, hasta quedar solos, asentados sobre un banco que bajo un rosal se tendía. Allí quedaron entonando en voz baja, labio contra oídos, la estrofa sin fin que llena con esta sola palabra, «Amor», la vida eterna de los mundos.
Luisa y Fernando no se dieron cuenta de la separación hasta tiempo después.
Se encontraban solos en las orillas del estanque que, vuelto espejo de la luna, reflejaba en sus aguas, silenciosos y muertos, el rostro lívido del astro.
-¿Dónde fueron esos enamorados? -preguntó Luisa.
-No tardarán -repuso Fernando-. Nuestro camino han de llevar. ¿Quiere usted que les aguardemos aquí, junto al estanque, sobre estos almohadones que bordó el césped al borde de las aguas?
-No merecía usted que accediera á su pretensión. Pero, en fin, todavía está enfermo, y con los enfermos hay que ser generosos.
-¡Ay, Luisa! -exclamó Fernando-. ¡Si viera usted qué terribles fueron para mí los días que me privé de verla!... ¡A buen seguro que no me condenara usted por la ausencia, si pudiera entrar en mi alma! Acaso y sin acaso el dejar de verla originó mi mal, las horas febriles en que llamaba á la muerte á voces. -¿Y por qué no venir entonces?
-¡Porque...!
-Ya imagino, mal dije, estoy cierta de que una razón poderosa motivó su retraimiento. Pero, ¿á qué no decirla? ¿Tan poca, tan ninguna confianza le merezco á usted yo?
-¿Usted? ¡Pues si toda mi confianza y toda mi esperanza también en usted se hallan puestas! ¿No ha comprendido usted, no sabe usted, sí, lo sabe, que la adoro con toda mi alma?
La joven inclinó su cabecita rubia y cerró los ojos. Tal vez lo hizo para ver dentro de ella, para contemplar su conciencia inundada de luz.
Era como virgen de trova romántica á la luz de la luna, con su vestido blanco, que adornaban gasas azules, con sus cabellos de oro, con su piel de armiño, con su cara entrelarga, donde rojeaban los labios, entreabriéndose para el suspiro, con sus níveas y estrechas manos cayendo en cruz al largo de su cuerpo.
-¡Amarme! -murmuró.
-Como usted merece, como usted debe ser amada. Como yo amo cuando amo. ¿Y usted, Luisa? No respondió; respondieron por ella sus ojos, abriéndose en éxtasis; sus labios, empalideciendo y repretándose para contener el «sí, que desde su corazón á ellos se encaramaba. Respondió empurpurándose su rostro, temblando sus manos, su cuerpo languideciendo contra el césped.
Fernando se acercó á ella. El beso palpitaba en su boca. Pudo darlo. Quizá la joven lo esperaba, no como una caricia, como una promesa, como una rúbrica puesta á la mutua confesión de su amor. Fernando no dió ese beso. Cogió la mano de Luisa entre las suyas y se dejó caer de rodillas ante ella.
-¿Por qué no venir entonces? -dijo ella muy quedo-. Yo le esperaba siempre, ¡siempre!...
-¿Por qué? Antes es preciso que de una manera firme, clara, precisa, me asegures tú que me quieres, que me quieres como te quiero yo.
-Lo aseguro.
-Entonces, mañana concédeme una entrevista á solas. Es mi confesión de aquellas que no deben interrumpirse porque solo se hacen una vez. Después de oírla, á ti te toca decidir. Hasta mañana.
Fernando entró en el comedor. Luisa, reclinada en el césped, vuelta la cabeza hacia las aguas del estanque donde plateaba la luna, murmuró lentamente:
-¡Mañana!
Capítulo VI
Capítulo VI
A orillas del río, bajo una bóveda de mirtos por entre cuyo repretado ramaje filtraba en puntitos áureos el sol, se verificó la entrevista.
En aquel sitio, designado por la joven durante el desayuno, aguardaba Mendoza. Luisa acudió apenas encontrado pretexto para excusarse con los huéspedes. Fernando fué á su encuentro, la hizo asentar sobre unos troncos que á manera de sillón se encontraban á dos cuartas de tierra, y en pie junto á la amada, con voz nerviosa, pero firme, comenzó á hablarle de este modo:
-Verdad, Luisa, que usted, que tú, de tú es como mi alma te nombra, de tú, como mis labios te hablarán; siempre te llamaré, siempre te evocaré llamándote de tú aunque de mis confesiones arranque por tu voluntad nuestra separación...
-¡Nuestra separación! ¿Tan cruel, tan duro ha ser lo que oiga? ¿Tan insuperable obstáculo ha de constituir para nuestro cariño?
-Quizá depende ello exclusivamente de como tú pienses y juzgues...
-¿Yo?...
-¿Verdad, Luisa -vuelvo á mi pregunta anterior-, verdad que viéndome huir de tu lado, tú que sabes, que adivinaste en mis ojos, en mis frases, mi amor, como en tus frases y en tus ojos adiviné yo el tuyo, has supuesto, has imaginado porque sabes que mi amor es sincero y grande, que un obstáculo, una barrera se levantaba entre nosotros imposibilitando nuestra dicha?
-Todo lo he supuesto menos que tus ojos mintieran y tus frases aportaran engaño.
-Ese obstáculo, esa barrera, existen. No por mí. No; esencial, moralmente soy libre, completamente libre, dueño de mi voluntad, de mi albedrío, de mi corazón, de mi vida. Nadie, en ley de justicia, tiene derecho para impedírme dar mi amor á una mujer honrada y para recibirlo de ella. Imbéciles formulismos legales, ruines prejuicios y dictados de la sociedad que vivimos forman esa barrera y constituyen ese obstáculo. Óyeme, Luisa, óyeme sin interrumpirme, sin protestar hasta que llegue al fin. Después, juzga y resuelve. Nuestro porvenir va á quedar en tus manos; yo acataré sin apelación la sentencia.
El relato comenzó en la paz matutina, al murmullo querencioso del río, a los vapores cálidos del sol, que cernidos por las bajas montañas, caían en lluvia menudísima sobre aquella mujer trémula de amor y ansiedad, sobre aquel hombre que mordía con rabia las frases antes de dejarlas ir por sus labios.
Fernando Mendoza, terminada su carrera á los veintidós años, y empujado por ansias legítimas de vivir en lugares hábiles á la aplicación de sus vastos conocimientos, al desarrollo de sus atrevidos planes agronómicos, embarcó con rumbo al Perú en busca de su parte incivilizada, de los terrenos fecundos y salvajes donde el Putumayo y el Purus pechan al Amazonas.
Corriente arriba de estos ríos echó, uniéndose á un grupo de aventureros españoles en busca del «caucho», primero; después, este era plan exclusivo de Mendoza, en busca de extensiones vírgenes, dentro de las cuales, auxiliado, ayudado por los indígenas, formaría una gran colonia, un importante centro agrícola, sobre cuyos límites ondearía la española bandera, proclamando el triunfo del trabajo y el imperio de la civilización.
Tuvo suerte, ya que se ha dado en llamar suerte á la constancia, al valor y al talento. Mientras sus compañeros procedían en nómadas sedientos de botín y de sangre, en rapiñadores de haciendas, en inquisidores de vidas, Fernando, con media docena de compañeros más que le proclamaron su jefe, procuró, consiguió atraerse á los naturales con la más hábil de las políticas, aquella que sin excluir la fortaleza se funda en la bondad, en la justicia, en el amor. Los indios acabaron por asociarse, por compenetrarse con él. Ayudado por ellos desmontó montes, desecó lagunas, roturó campos, edificó viviendas, corralones y establos, y fundó en seis años, breve espacio de tiempo para obra tan grande, una colonia cuyos habitantes vivían á la europea usanza, acaso mejor, porque se gobernaban por leyes más naturales y más simples y no llevaban sobre sus hombros el peso de la tradición y de la costumbre. Hechos ya firmes los cimientos de su obra, Fernando regresó á Europa á los objetos de asegurar y aumentar su tráfico; al fin de constituir una sociedad que, aportando al plan capitales cuantiosos, le permitiera establecer transportes marítimos, grandes vías interiores de comunicación..., todo lo necesario para que la colonia se trocara en emporio.
Á intentar lo último vino á España. Quería que el proyecto se trocara en realidad por mérito de capitales españoles. Olvidó en la ausencia que el capital español es cobarde y avaricioso, que sólo vivir sabe de la hipoteca y del cupón. De ahí que, sintiendo el desengaño, decidiese retornar al Perú y seguir por su cuenta y riesgo la labor comenzada con tan buenos auspicios.
Durante su estancia en Madrid frecuentó la vivienda de unos sus parientes lejanos, pobres y modestas personas que apenas si un mal pasar lograban en fuerza de trabajos y apuros.
En aquel hogar había una muchacha, Herminia, hermosísima criatura de pelo negro, cutis valenciano y ojos verdes con esa transparencia ígnea que adquieren las olas cuando se comban para romper contra las peñas y los buques. Diez y ocho años contaba. Era esbelta y recia sin gordura, como las Venus del Ticiano. Como en las Venus del Ticiano, tenía su carne matices color de ámbar.
-Yo me enamoré de aquella hembra -murmuró Fernando con entonación rencorosa.
-¡Dios mío! Y...
-¡Calla, no me interrumpas; te suplico que no me interrumpas hasta que mi historia, mi cruel historia termine!
Hubo una pausa, durante la cual Luisa se recogió en sí misma, con la barba apoyada en el puño como quien atiende para juzgar. Fernando, luego de apretar con las manos su frente, que se fruncía en pliegues de odio, siguió:
-He dicho enamorarme. ¡No!... No fué amor; fué locura carnal; ansia de poseer, de gozar aquella hermosura provocativa y atrayente. A todo llegué por alcanzarla, hasta contrariar y escarnecer mis más íntimas convicciones. Casé con ella, al pie de un altar, con la bendición religiosa de un clérigo.
-Fernando...
-¡Ah! -siguió el hombre, sin querer escucharla, deteniéndola con el gesto-. La hermosa fué mía. La carne espléndida cayó en estos brazos imbéciles que sólo carne espléndida pudieron apretujar contra ellos. En aquella carne no había alma. Pronto me convencí. ¿.Pronto?... Era muy tarde ya.
-Si es así; si está usted unido á esa mujer, si es su esposa, ¿á qué continuamos? -interrumpió Luisa puesta en pie, pálida, con los grandes ojos azules enmatecidos por el llanto.
-Ni estoy unido á ella, ni es mi esposa. Oyeme todavía, Luisa. Aún debes oírme. Siéntate. Tiempo hay para que me abandones y me dejes de solo á solo con mi desesperación y mi angustia.
-Casé con ella -continuó roncamente Fernando- poniendo mis caudales y mi corazón al servicio de aquella mujer y al de su ruin familia.
Era menester regresar al Perú. Lo exigían los asuntos de la colonia. En el viaje me acompañaron ella y un primo hermano de ella, joven listo y buen mozo, cuya mala situación, ayudada por los ruegos de la familia, me impulsó á llevarle con nosotros y á proporcionarle medios para ganarse un buen vivir. Aquel buen mozo, aquel mendigo que se encomienda á mi protección, aquel á quien yo tendía generosamente la mano, era amante de mi mujer, lo era desde antes de conocerla yo; lo siguió siendo después de nuestra boda, lo seguiría siendo allá, en América, en la tierra fecundada por mi trabajo, en el hogar construido por mi constancia y por mi esfuerzo. El plan era sencillo: satisfacer á mis espaldas su lujuria y explotarme como explotan los bandidos mineros de las sierras americanas el ajeno filón. -¡Infames! -exclamó Luisa con espontáneo y generoso arranque.
-¡Muy infames, Luisa, muy infames! Porque yo, noblemente, lealmente, aun comprendiendo, como pronto lo comprendí, el error que significa mi ayuntamiento con aquella mujer que no sería, que no podría ser mi compañera nunca, me resignaba á purgar mi culpa, á vivir unido á ella, á hacerla con mi cariño y con mi respeto feliz.
¡Feliz! Sí, lo era; lo era con el amante, con aquel pícaro buen mozo que satisfacía los apetitos groseros de su carne; yo satisfacía los de su vanidad. Acompañada de él, mofándose de mi estúpida confianza, hacía viajes á la capital del Perú, á las poblaciones importantes que riega el Amazonas. Yo, dedicado á mis trabajos, nada veía ni sabía tampoco. Cuando las infamias son grandes, se disimulan y se ocultan mejor. No hay nadie que las imagine y las crea.
-¡Imperdonable fué la de ellos! -exclamó Luisa-. Quien como ellos paga á quien se lo dió y se lo confió todo, caudales, honra, presente y porvenir, no merece perdón.
-Al cabo lo supe. Llegó á mí la noticia, por conducto de un indio, que no quiso verme por más tiempo convertido en burla y escarnio de los dos miserables. Los sorprendí. No podían negar; era flagrante su delito.
Al pronto la rabia se apoderó de mí; empuñando mi rifle, apuntando á los dos con él, les hice amarrar por los criados de la casa. Él era un cobarde; ni siquiera la supo defender; ella temblaba; temblaba y lloraba; lloraba mucho, pero no con llanto de arrepentimiento, con llanto de temor, no con el llanto que redime, con el llanto que denigra y que mancha. ¡Eran dos miserables!
Pensé en algo terrible, en un castigo semejante á los que mis bárbaros compañeros buscadores del «caucho» imponían a los indígenas: en una piragua agujereada levemente que fuera hundiéndolos poco á poco con hundimiento inquisitorial en las aguas del Putumayo; en un asaeteamiento calculado que no produjera hasta el nuevo día las heridas mortales; en una hoguera hecha con troncos húmedos para que ardieran lentamente y achicharraran línea á línea sus carnes. El hombre primitivo, el salvaje, resucitaba en mí reclamando una venganza, con desquites tan crueles, tan impíos como la culpa, como la traición de que me habían hecho víctima.
-¡Oh, no, no!... -dijo Luisa-; hubiera sido horrible, indigno de usted.
-Hubiera sido digno de ellos. Duró aquel vértigo minutos. El hombre humano, el ser consciente, triunfó en mí. Á más, tales canallas ni aun venganza merecían. Era honrarles de más. «Desatadlos -dije á los indios-. Ahí tenéis -añadí- una barca que os conducirá río abajo. Partid en ella, partid juntos y seguid juntos. Os merecéis el uno al otro.» Y partieron; el río los llevó en su corriente. Yo seguí el barco con los ojos hasta que solo fué un punto negro, hasta que ni eso fué, confundido por la distancia con los grises del horizonte.
Esta es mi historia; desengañado, herido en mis más íntimos afectos, viendo roto mi porvenir, decidí regresar á España, abandonar aquellos parajes, refugiarme en un lugar cualquiera, donde, entregado á mis estudios, permaneciera oculto, solitario, sin que nadie pudiera conocer los sucesos á mi arribo anteriores, siendo un extraño para todos y para todo, algo digno de compasión.
-Toda la mía es para la desdicha de usted.
-Así pensaba yo; me creía ya morir. Pero usted apareció á mis ojos. Viéndola un día y otro, sin darme cuenta exacta de ello, sentí que mi alma renacía; dentro de mi alma iba entrando el amor cautelosa, hipócritamente, sin avisarme de su arribo. Era ya cautivo, esclavo de amor por usted y todavía lo ignoraba.
-Ignorancias muy crueles son estas -murmuró Luisa, dejando caer las manos al largo de su falda, sin alzarlas para enjugar las lágrimas que una á una, anchas, silenciosas, brillantes, saltaban de sus párpados y se evaporaban al calor febril de las mejillas.
-Al enterarme de este amor, usted sabe, usted ha visto, Luisa, que puse toda mi voluntad, todas mis energías en matarlo, en huir de usted, en condenarme anticipadamente á la desesperación y al martirio. Casi la muerte me ha costado el esfuerzo. ¡Ojalá que la muerte viniera entonces, si he de vivir apartado para siempre de usted!
-¿La muerte? No, Fernando, no; sea como sea, hay que vivir; la vida es una obligación.
-Ya ve usted que vivo. ¿Pero sabe usted por qué vivo? Porque aún conservo una esperanza. Porque tras largas, tras profundas meditaciones, me creo con derecho á poseer su amor.
-Fernando...
-Á una criatura vulgar, á una mujer de esas sobre las cuales pesan todas las losas de la tradición, del social prejuicio, del respeto sin apelaciones á leyes y costumbres injustas, no diría yo lo que voy á decirle á usted, lo que voy á decirte. Vuelva el tú amoroso á mi boca, aunque sea por la vez última. Tú podrás rechazarme, pero yo me creo, me juzgo con derecho á requerirte de amor, y si no con derecho, con esperanza de que tú á mi amor correspondas.
-Por caridad, dejemos esta conversación.
-He de llegar hasta su término. Oye mis preguntas. Solo te pido que respondas oyendo no más que á tu conciencia. ¿Verdad que aquel hombre y aquella mujer fueron unos infames?
-Verdad.
-¿Verdad que yo no hice sino lo justo apartándolos, arrojándolos de mi lado? ¿Verdad que entre aquella mujer y yo, todo lazo, todo vínculo, toda obligación están rotos? ¿Que la más ajena de todas las mujeres no es más ajena para mí que esa hembra miserable?
-Verdad.
-Pues siendo ello así, soy libre, moral y justamente libre. Si hay leyes humanas contrarias á esa libertad moral y justa de que yo puedo disponer, esas leyes no merecen respeto, debo recursarlas; hay algo por encima de la ley; la justicia intrínseca. Si la ley va contra esa justicia, es una ley absurda; los absurdos no se respetan, se condenan y se derriban.
No; no hay ley, no puede haber ley que me obligue á mí, víctima de un engaño, de una traición, á vivir en muerte, á privarme de ser amado, de amar honradamente, noblemente; á constituir un hogar, á vivir dentro de él con una compañera que vaya junto á mí, hombro á hombro, corazón á corazón, pena á pena, alegría á alegría, por el viaje de la existencia. Soy joven, soy honrado, soy bueno, tengo necesidad de amar. ¿Es que no he de amar dignamente? ¿Es que sólo amores de mancebía son ya posibles para mí? No. Tengo derecho á un amor santo y noble. Por eso te lo vengo á pedir, ofreciéndome á ti como hombre libre, justamente libre que soy, en esposo, es decir. entregándote por siempre y para siempre mi corazón, mi hacienda y mi vida; haciéndote reina y señora de un hogar al que faltarán bendiciones religiosas y sanción de leyes puramente circunstanciales, pero al que sostendrán sobre cimientos más duraderos y más fuertes nuestro amor y nuestra mutua honradez. Yo hubiera podido, abusando, no de tu inocencia, sí de tu confianza, ocultarte la verdad de mi historia, envolverte en artificios amorosos, aguardar un impulso tuyo de pasión y hacerte mía para que me pertenecieras, para que no estuvieras en libertad de rechazarme ó de aceptarme. Pero tal acción no cabe en mí. Soy leal. Porque lo soy nada te oculto. Todo lo sabes. Sabes que mi alma es tuya; que si me tomas por compañero lo seré de por vida; que en mí no caben ni traiciones ni engaños. Ahora decide. ¿Qué resuelves?
Cesó de hablar Mendoza y se pasó un pañuelo por la frente, limpiándose el sudor.
La joven hundió su rostro entre las manos, y quedó inmóvil por un muy largo espacio, frente á Fernando, que la contemplaba en silencio.
Era un momento emocionante aquel. Él, pálido, de pie, como si el supremo interés de aquel instante llevase arrogancia á su persona, aguardaba á que Luisa hablara. Estaba impaciente; se agitaba nervioso, esperando la respuesta que había de apresurar ó detener la felicidad que ambicionaba y acaso y sin acaso el curso corriente de su vida. Sin embargo, voluntad templada para la duda y la adversidad, intentaba contenerse y lo lograba.
Ella, pálida también, con las manos procurando cubrir el rostro, impresión sobrenatural daba.
Por la imaginación de Fernando, pronta á volar y suponer, pasaban, agolpándose, las ideas, las absurdas y las naturales.
¿Cómo procedería Luisa? ¿Qué contestaría á aquella confesión que acababa de hacerla noblemente, entregándose, dejando al corazón que venciese sobre la cabeza?
A hacer caso de lo que le respondía la razón, Luisa le aceptaría, noble y caballeroso como era. Emancipada de prejuicios, educada por aquel doctor libre y justo, no era, no podía ser una mujer vulgar, que ante el temor absurdo del qué diría una sociedad aún más absurda, destrozase con una negativa la felicidad paralela de dos vidas.
Cuando, al cabo, pasado un rato, Luisa alzó la cabeza, en los ojos de Mendoza, que siguió silencioso, brilló insostenible la impaciencia. El joven la cogió las manos, y sin poder contenerse preguntó:
-¿Qué?
En los ojos de ella brillaba bravamente una decisión firme. Estrechó las manos de Fernando, y dijo:
-Acepto.
-¡Luisa!
-Acepto, pero con una condición. La de que mi padre, luego de escucharnos, consienta, sancione nuestra unión. Si no, tendría que dejarle, y mi padre es viejo y está solo. No le dejaré nunca. Si él se opusiera...
-Aguardaríamos hasta que cediese ó su muerte te concediera libertad.
-Conformes. Ahora, que nos escuche el padre.
-No necesita oíros -exclamó el doctor apareciendo en la entrada del bosquecillo-: el padre os ha escuchado.
Capítulo VII
Capítulo VII
Los amantes, confusos, con las frentes inclinadas á tierra, se hicieron atrás ante el avance del anciano, que llegando al centro del boscaje de mirtos, hizo alto bajo la bóveda atravesada por los rayos del sol.
-Os he escuchado -dijo el médico-. Contaba desde ayer con la entrevista de los dos. Hablando lealmente, la provoqué, al proponer á Fernando el viaje con nosotros. La entrevista era necesaria entre ustedes. Sin que Luisa me viera, recatándome tras las espesuras y vueltas del camino, he seguido sus pasos. Oculto tras los mirtos oí vuestro diálogo. Era obligación mía escuchar, y escuché.
-¡Padre mío!...
-Don Pablo...
-Escuchadme ahora á mí. Desde el primer momento -¿cómo no, siendo ella mi solo cariño en este mundo?- comprendí, Fernando, la simpatía que mi hija experimentaba por usted. No se me ocultó que en amor grande, firme, se trocaba esta simpatía. Tampoco se me ocultó la intensidad y la firmeza del amor que inspiraba á usted Luisa. Sorprendióme el retraimiento súbito de usted, que tenía aspecto de fuga. Supuse que alguna causa grave daba origen á él. Sospechas de toda índole negrearon en mi conciencia. Enfermó usted. Por casualidad escapó de la muerte. Yo velaba su fiebre; el delirio de usted me dió á conocer, trance por trance, la historia que ha referido á Luisa, la injuria de que hizo sufridor una mala mujer.
-Don Pablo...
-Sí, todo lo supe. Supe también por los desvelos, por las impaciencias, por los llantos de Luisa, mientras estuvo usted en mortal peligro, lo hondo, lo firme, lo arraigado en la su alma de la pasión que por usted sentía mi hija. También la firmeza, la lealtad del amor de usted me fué revelado por la fiebre; tanto como era de homicida y tenaz era de franca y habladora. Tomé informes precisos. Supe que era usted un hombre honrado, sin tacha, digno de todos los respetos y de todas las admiraciones. Si algo me faltaba para corroborarlo, su actitud de usted en este diálogo supremo, su noble último arranque de sinceridad y de pundonor bastarían á convencerme.
-Padre.
-Antes les tocó hablar á ustedes. Ahora hablo yo solo. ¿Recuerda usted, Fernando, que en una de nuestras discusiones, cuando usted proclamaba la acción inmediata siempre, siempre, para imponer la fórmula social, yo estaba por ir á ella evolutivamente, transigiendo, pactando, aun con prejuicios y costumbres y leyes erróneas ó perjudiciales para llegar?
-Sí, señor.
-Sólo en casos extremos; sólo cuando el atropello á la justicia y á la razón traspasen todo límite; cuando el remedio se haga de inmediata necesidad, hay que ir á la acción -exclamaba yo entonces-. Sea lo que sea y para lo que sea la acción.
-Verdad.
-Pues bien -dijo el anciano, y su busto encorvado se irguió con arrogante y apostólica majestad-. Este es uno de esos momentos decisivos. Sería crueldad, sería maldad separar vuestros corazones. Tenéis derecho á amaros; tenéis derecho á ser felices. Sed felices y amaos.
Los jóvenes cayeron de rodillas, con las manos entrelazadas, á los pies del que en pie, con sus dos manos extendidas sobre la pareja, bendecía su unión bajo la menuda lluvia de luz que el sol filtraba por los mirtos.
Rosko- Moderador Musical
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