EL AMANECER DE LA POESIA DE EURIDICE CANOVA Y SABRA
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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Miér Oct 23, 2013 1:54 pm

Recuerdo del primer mensaje :

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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:39 am

pillando por en medio al bigotudo jayán, y lo envió a través del aire, haciéndolo caer de cabeza en la hoguera. Sus camaradas tuvieron que sacarlo de entre los tizones tirando de sus pies, mientras otros corrían hacia el mar para echarle agua en los mostachos y la cabellera humeantes.
Cuando en la tarde siguiente empezaba la playa a obscurecerse, Gillespie vio la llegada de otro hombre con faldas y velos. Debía ser Popito, que le traía más noticias. Lo mismo que la vez anterior, dio varias vueltas en torno de él con la cara oculta. Al fin se decidió a subir a una de las piernas extendidas del coloso. Entonces pudo darse cuenta de que el visitante era más grueso que Popito y se balanceaba a cada paso.
Consiguió con dificultad subirse sobre un tobillo, pero al avanzar lentamente y titubeando por la arista huesosa de la pantorrilla, perdió pie, cayendo de cabeza en la arena. Gillespie tuvo lastima de él y extendió una mano para tomarlo con los dedos, subiéndole hasta la altura de su pecho. Daba gritos de susto por su caída, y al quedar sentado en la mano del gigante tampoco se consideró seguro, agarrándose a uno de sus dedos. Al fin pareció serenarse, echando atrás el velo que cubría su rostro para poder hablar.
- Solo por usted soy capaz de arrostrar tantos peligros. Pero todo lo doy por bien empleado a cambio del placer de verle.
Esta vez el asombro de Gillespie fue risueño.
- ¡El profesor Flimnap!... ¡Y vestido de mujer!
Comprendió el catedrático el asombro que sus ropas inspiraban al gigante.
- Verdaderamente, de toda mi aventura lo más estupendo es haberme vestido con el traje que llevaban antes las mujeres como una librea de esclavitud. ¡Que dirían mis discípulos si me viesen!...
Pero después de esta lamentación, su coquetería amorosa le hizo explicarse para excusar los defectos que pudiera tener su vestido.
- Me lo ha prestado la esposa de mi colega el profesor de Física. Se bien que es de forma algo anticuada. Hay muchos hombres que visten mejor. Pero debe usted tener en cuenta que mi compañero de la Facultad de Ciencias Físicas raro es el año que no tiene un hijo, y como su hombre se pasa todo el tiempo en la cama con el recién nacido o cuidando de su nutrición, no le queda tiempo para seguir las modas.
Luego el profesor miró con unos ojos admirativos y tristes al mismo tiempo a su amado gigante.
- ¡Qué cambios en nuestra existencia! -dijo-. Pero no hablemos de esto, no perdamos el tiempo en lamentaciones. Necesito irme cuanto antes; siento miedo, gentleman... Para venir aquí he tenido que pasar cerca de un grupo de soldados, que han empezado a decirme cosas atrevidas, creyendo que yo era un hombre. ¡Imagínese si descubriesen al profesor Flimnap vestido con estas ropas! Ahora, según parece, soy mal mirado por el gobierno, y el Padre de los Maestros desea quitarme mi cátedra para dársela a ese intrigantuelo cruel que le sirve a usted de traductor...
"Pero no hablemos de mí. Estoy dispuesto a aceptar como un placer todo lo que sufra por usted. Ya conoce mis sentimientos. Hablemos de su persona, pues para eso he venido."
Miró a un lado y a otro, a pesar de que no había nadie cerca del gigante, y añadió con voz tenue:
- Gentleman, le amenazan grandes peligros y vengo a anunciárselos, aunque ignoro, por desgracia, como podré defenderle de ellos.
Su amigo el profesor de Física le había llevado aquella mañana a lo más apartado y profundo de su laboratorio para confiarle un gran secreto. El Padre de los Maestros acababa de llamarle para saber si tenía siempre lista la máquina que había servido para dar inyecciones soporíferas al Hombre-Montaña la noche que llegó al país. Y como el físico le contestase afirmativamente, volvió a preguntar si era posible la fabricación en pocas horas -de acuerdo con la sección de Química- de la cantidad necesaria de veneno para darle una inyección al gigante, dejándolo muerto sin señales escandalosas de intoxicación.
El profesor había contestado que no podía encargarse de este servicio sin una orden expresa del gobierno, y el jefe se la había prometido para más adelante, dejando el asunto en tal estado.
- La promesa de una orden del gobierno es falsa, gentleman -añadió Flimnap-. Ningún señor del Consejo Ejecutivo osará firmarla. Yo, por el deseo de defender a usted, ando ahora mezclado en las cosas de la política y me honro con la amistad del elocuente Gurdilo. El gobierno sabe que el tribuno se interesa por el Hombre-Montaña, y como teme a su palabra vengadora, se cuidará bien de autorizar tal crimen.
No obstante su confianza en el miedo de los gobernantes, dudaba de que Momaren abandonase sus malos propósitos.
- Desea su muerte, gentleman, y si no puede organizar lo de la inyección venenosa, buscará otro medio. Debe ayudarle en estos planes el vanidoso Golbasto. Ya no creo que el tal Golbasto sea un gran poeta, ni mediano siquiera. La otra noche quise releer sus versos, y me parecieron despreciables. ¡Ay, no poder permanecer yo a su lado, gentleman, para seguir su misma suerte!...
La consideración de su impotencia casi le hizo llorar. Influenciado por su nueva amistad con Gurdilo, solo veía en este personaje el remedio de sus preocupaciones.
- ¡Si ocupase el gobierno nuestro gran orador!...
A continuación se mostraba pesimista.
- El gobierno actual es más fuerte que nunca. ¿Quién puede derribarlo? No será ciertamente Ra-Ra y los dementes que le siguen. Las mujeres que nos dirigen en el presente momento son enemigos nuestros, pero hay que reconocer que nunca gobierno alguno se consideró tan sólido. Hasta parece, según dice mi ilustre amigo Gurdilo, que proyectan celebrar una gran Exposición, como la de hace años, de la que es un recuerdo la Galería que habitó usted. Tal vez con motivo de esta solemnidad universal consigamos su indulto, y usted podrá presenciar todas nuestras fiestas.
Pero el profesor abandonó repentinamente este ensueño optimista. Vio con la imaginación a su amado gigante tendido en la playa, inerte como un cadáver, las carnes verdosas y descompuestas por el veneno y revoloteando sobre su rostro, en fúnebre espiral, miles y miles de cuervos.
- Cuídese, gentleman -dijo con ansiedad-; desconfíe de todos; piense que pueden echarle veneno en sus alimentos. No coma sin que antes haya probado su comida esa gentuza que le rodea.
El gigante acogió con una risa sonora la última recomendación. Era innecesaria. Y miró hacia la hoguera que calentaba el caldero, en torno de la cual se iban agrupando sus acompañantes para aprovecharse de su distracción.
- Sobre todo, gentleman, tenga cuidado mientras duerme. También le pueden matar durante su sueño.
El gigante celebró otra vez con risas la simpleza de este consejo. ¿Cómo iba a guardarse a si mismo mientras dormía?
- Es verdad, es verdad -gimió angustiado el profesor-. ¡Dioses poderosos! ¡Y no poder estar yo al lado de usted para defenderle durante su sueño! ¿Qué hacer?...
Se preguntó esto varias veces, convenciéndose al fin de que lo primero que debía hacer era marcharse, pues el miedo le hacía insufrible su permanencia allí. Temía ser sorprendida en su regreso a la capital si dejaba que cerrase la noche.
- Debo ser prudente, gentleman; el gobierno tal vez me vigila. Fíjese: ¡amigo de usted y amigo de Gurdilo!... Hay más de lo necesario para que me encierren en una prisión. Pero volveré; yo le traeré noticias. Cuente con que mi amigo el profesor de Física no hará nada contra usted aunque se lo mande el gobierno. Pero ¡ay! sus enemigos no cejaran por esto.... Baje la mano, gentleman; póngame en el suelo. Necesito irme.... Cuente con que pienso en usted a todas horas y me preocupo de su suerte.
Gillespie dejo al profesor en la arena, para no prolongar más el tormento de su inquietud. Luego le vio correr, balanceando sus formas abultadas y reteniendo sus velos, que el viento marítimo parecía querer arrebatarle.
Transcurrieron varios días de trabajo, de cansancio y de hambre, sin que el coloso recibiese nuevas visitas. Un anochecer, estando sentado en la arena, vio que un hombre saltaba ágilmente sobre una de sus rodillas, corriendo después a lo largo del muslo. Este no llevaba falda ni toca mujeriles. Iba casi desnudo, como los hombres condenados al trabajo, con una tela arrollada a los riñones por toda vestidura y mostrando los musculosos relieves de un cuerpo armoniosamente formado.
Antes de reconocerlo con sus ojos, sintió el gigante que un instinto fraternal despertaba en su interior para avisarle quien era.
- ¡Oh, Ra-Ra! -dijo con voz tenue-. ¡Cómo deseaba verte!
Adivinando los propósitos de su visitante, lo puso sobre la palma de su mano derecha, elevándole después hasta su rostro.
Ra-Ra se tendió sobre esta meseta de carne y hueso, y apoyando su cara en ambas manos, habló al Gentleman-Montaña:
- Popito le avisó a usted hace días que algunos de estos hombres que le rodean proyectan asesinarlo. Hasta ayer solo tenía vagas noticias de ello; ahora puedo darle un aviso concreto. Creo que es mañana cuando intentarán el golpe contra usted, gentleman. En cuanto a los instigadores del crimen, tengo formada mi convicción y nadie me hará desistir de ella. Son Momaren y Golbasto los que desean su exterminio, y ya que no han podido lograr que el gobierno favoreciese sus deseos, se valen de esta chusma que rodea a usted.
Siguió hablando Ra-Ra, y algunas de sus revelaciones vinieron a corroborar las que le había hecho el profesor.
- Al principio, estos dos personajes proyectaron matarle a usted por medio de una inyección venenosa. Ignoro como pensaban realizarlo, pero de su intención no me cabe ninguna duda. Deseaban que usted apareciese muerto un amanecer, aquí en la playa, y que la gente creyese en un fallecimiento ordinario. Pero como no han podido realizar este plan hipócrita de venganza, apelan ahora al asesinato. Ya lo sabe, gentleman; esta noche y la siguiente no duerma usted. Yo creo que el golpe lo intentarán mañana, pero le aconsejo que, de todos modos, se guarde esta noche, pues bien podrían haber adelantado la fecha de su crimen.
Ra-Ra sacó la cabeza fuera de la mano del gigante para buscar abajo con su mirada los grupos de gente sospechosa.
- Los que le rodean, gentleman, son personas de malos antecedentes, pero no creo que todos ellos vayan a intervenir en el crimen. Según mis informes, los únicos que han tomado algún dinero para ejecutarlo y desean ganar el resto de la cantidad son esos bigotudos de Blefuscu, que tan orgullosos se muestran de su fuerza. No los pierda nunca de vista, pues en ellos está el peligro.
Gillespie se resistía a comprender como varios pigmeos podían matarle durante su sueño no disponiendo de una máquina inyectora como aquella de que le había hablado Flimnap.
- Mis amigos -contestó Ra-Ra- han podido adivinar, gracias a algunas palabras de estos hombres, como se proponen matarle durante su sueño. Treparán cautelosamente hasta lo alto de su pecho, pues han observado que usted duerme de espaldas; pegarán su oído a la curva de su tronco, para guiarse por las palpitaciones del corazón, y cuando sientan bajo sus pies estos latidos, cinco o seis de ellos empuñarán una barra enorme de acero terriblemente aguzada, clavándola todos a un tiempo en su carne, hasta que le traspasen el corazón y salten en torno de su arma caños de sangre. Momaren y Golbasto deben haberles proporcionado la barra, dándoles, además, lecciones para que asesten el golpe en el lugar preciso.
Aun hablaron los dos un largo rato. El gigante acabó por olvidar los propios asuntos para que Ra-Ra le contase sus planes revolucionarios y sus esperanzas en el próximo triunfo.
Ya no podía fijar el joven la fecha del movimiento insurreccional contra la República de las mujeres. Todos los preparativos estaban terminados y las órdenes transmitidas a las diferentes ciudades. Solo faltaba que se iniciase el movimiento en un Estado lejano, el más favorable para emplear aquel descubrimiento que debía vencer a los famosos rayos negros.
Esto iba a ocurrir de un momento a otro; tal vez fuese al día siguiente; tal vez había sido ya y lo ignoraban en la capital.
- Le quedan a usted muy pocos días de esclavitud, gentleman -añadió el joven-, y por lo mismo sería lamentable que esos malvados le matasen aprovechando los últimos momentos de la tiranía femenina.... No tema usted las consecuencias: castigue con dureza a esos asesinos en el momento que intenten el golpe. ¡Ojalá estuviesen entre ellos sus instigadores!...
Ra-Ra no podía prolongar mucho esta entrevista. Temía que los que acompañaban al gigante se hubiesen fijado en su llegada. Pensó también en las precauciones que debía tomar para que no le sorprendiesen durante su regreso. Un destacamento de soldados estaba acampado en la playa, cerca del puerto, para impedir que los curiosos se aproximasen al gigante.
Como veía próximo el momento de la victoria, se mostraba más prudente que antes, evitando incurrir en sus antiguas audacias. Si le descubrían y apresaban a última hora, podía quedar frustrado el levantamiento de los hombres en la capital, dejando sin respuesta las sublevaciones de las demás ciudades.
- Va usted a ver grandes cosas -siguió diciendo-, ¡Quien sabe si será esta misma noche cuando nos sublevemos contra la tiranía femenil y vendremos a libertarle!... Y si no esta noche, será en breve plazo.
Se fue Ra-Ra, y el gigante, después de comer, quedó tendido en la arena, como todas las noches. No quiso dormir, manteniéndose en una fingida tranquilidad, con los ojos entornados y vigilando las idas y venidas de algunos pigmeos que aún no se habían acostado. Al fin el silencio del sueño se fue extendiendo sobre la playa, y Gillespie, convencido de que no intentarían aquella noche nada contra él, acabó por entregarse al descanso.
Al día siguiente, cuando llevaba piedras al extremo de la escollera, vio a un hombrecillo en una pequeña barca, que fingía pescar y se colocaba siempre cerca de su paso, sin asustarse de los remolinos que abrían en las aguas las

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:40 am

piernas gigantescas al cortarlas ruidosamente. La insistencia del pescador acabó por atraer la atención de Gillespie. Miró verticalmente la barquita del pigmeo, que se mantenía junto a una de sus pantorrillas, y reconoció a Ra-Ra. Este, puesto de pie y con las dos manos en torno de su boca formando bocina, se limitó a gritar:
- Va a ser esta noche; lo sé con certeza.... Y ahora continúe su trabajo. No me hable.
Efectivamente, la voz del gigante, sonando como un trueno desde lo alto, hubiese llamado la atención de todos sus guardianes y hasta de las tripulaciones de los buques de guerra que evolucionaban en plena mar vigilándole.
Continuó el gigante su viaje con una roca en cada mano, y el pescador, recobrando sus remos, se alejó hacia el puerto.
Apenas hubo cerrada la noche, se fue dando cuenta Gillespie, por ciertos preparativos, de que el aviso de Ra-Ra era cierto. Vio como los atletas bigotudos y malencarados se echaban a la espalda sus mochilas, despidiéndose de sus compañeros. Esto último lo presintió únicamente por sus gestos; pero así era en realidad. El grupo de valentones se volvía a Blefuscu, anunciando su partida en la primera máquina voladora que saliese al amanecer para su país. Los que se quedaban no podían ocultar su satisfacción al verse libres de unos matones que tanto abusaban de ellos.
Gillespie consideró este viaje repentino, preparado con ostentación, como una certeza de que el golpe contra el sería aquella misma noche.
Se tendió en la playa, como siempre, colocándose a poca distancia de la hoguera, que empezaba a disminuir sus llamas. Poco a poco se fueron retirando sus acompañantes para dormir detrás de las dunas o al abrigo de los cañares. Transcurrieron largas horas de silencio. La obscuridad era cortada de tarde en tarde por los rayos de colores que llegaban de las máquinas aéreas. Pero en la presente noche estas iluminaciones resultaban menos numerosas, como si alguien hubiese influido para que sus guardianes le vigilasen menos. En los largos periodos de obscuridad, las palpitaciones de la hoguera poblaban la noche de repentinos fulgores de incendio, seguidos de largas y profundas tinieblas.
Permanecía el gigante en voluntaria inmovilidad, con los ojos entornados y lanzando una respiración ruidosa. De pronto creyó oír un ligerísimo susurro semejante al de unos insectos arrastrándose sobre la arena.
- Ya están aquí -dijo mentalmente.
La camiseta que cubría su pecho se agitó con un leve tirón. Era uno de los asaltantes, el mas ágil de todos, que se había agarrado al tejido, encaramándose por el hasta llegar a lo más alto de su tórax. Desde allí arrojó una cuerda a los que esperaban abajo, y uno tras otro fueron subiendo cinco hombres, con grandes precauciones, procurando evitar un roce demasiado fuerte al deslizarse por la curva del pecho gigantesco.
El Hombre-Montaña seguía respirando ruidosamente, y sus ojos apenas entreabiertos podían ver lo que ocurría alrededor de él, aunque de un modo vago. Distinguió como se movían sobre la arena obscura de la playa algunos animales todavía más obscuros. Sin duda eran compañeros de los asesinos, que se quedaban abajo para dar la señal en caso de peligro.
Los seis hombres que estaban sobre su pecho tiraron de la cuerda con un esfuerzo regular y prudente para evitar que el despertase. Sintió que lo que subían no era un ser animado, sino algo largo y de una rigidez metálica.
- La barra de acero que desean clavarme en el corazón -pensó el gigante.
No se equivocaba. A través de sus párpados entornados vio como el grupo de hombres iba desatando la barra mortífera, poniéndola en posición horizontal. Su tamaño era el doble que la estatura de ellos.
Sonó abajo un leve silbido, y volvieron a echar la cuerda. El hombre que subía ahora carecía de agilidad, hundiendo pesadamente sus pies entre las costillas del gigante, como si temiera caerse.
Gillespie no alcanzaba a verle bien, pero sospechó que era una mujer. Esta mujer, tendiéndose sobre su pecho, se fue arrastrando con el oído pegado a la piel, sirviéndole de guía el ruidoso bombeo de la sangre a través del enorme corazón.
Al fin el director femenino se irguió, señalando con un dedo a sus pies, como si dijese: "Aquí".
Inmediatamente acudieron los seis bandoleros con su barra. Mientras unos la mantenían verticalmente, otros se frotaban las manos y escupían en ellas, preparándose para el gran esfuerzo común.
Cuando todos estuvieron listos, la mujer levantó un brazo para dar la señal, y los seis elevaron al mismo tiempo el gran hierro de punta aguda. Solo esperaban la voz de su jefe para dejarlo caer; pero antes de que esto ocurriese, una catástrofe los anonadó, como si se hubiesen desatado sobre ellos todas las fuerzas crueles y ciegas de la Naturaleza, como si las montañas que cerraban el horizonte se hubieran desplomado sobre sus cabezas formando una cascada de tierra y de piedras, como si el mar hubiera abandonado su lecho levantando una ola única para barrerlos.
El gigante había movido un brazo para colocarlo al nivel de su cuello, y a continuación hizo con el un rudo movimiento a lo largo del pecho, que anonado y se llevó rodando cuanto pudo encontrar.
Los seis hombres, con su barra, así como la misteriosa mujer que los dirigía, salieron disparados por el aire.
Y no fue esto lo peor para ellos, pues el Hombre-Montaña se levantó a continuación, de un salto, y empezó a dar patadas en el suelo, persiguiendo a las figurillas negras, que huían aterradas en todas direcciones lanzando chillidos. Cada puntapié dado por el gigante levantaba nubes de arena, y en ellas se veía flotar siempre algún pigmeo, los brazos y las piernas abiertos lo mismo que las ranas, unas veces con la cabeza arriba, otras con la cabeza abajo.
La cólera del coloso no encontró a los pocos momentos enemigos que perseguir. Todos habían huido. Los inmediatos cañaverales se estremecían agitados por la carrera medrosa de los hombrecillos. Gillespie iba a tenderse otra vez en la arena, convencido de que nadie osaría ya atacarle, cuando sintió que algo se agitaba debajo de uno de sus pies.
Era una cosa blanda que se retorcía lanzando ahogados chillidos, aprisionada por la arena y el arco de puente que formaban sus zapatos entre la planta y el tacón. Se inclinó hasta tocar el suelo y, levantando el pie, extrajo aquella cosa animada de su dolorosa esclavitud.
Vio que eran dos hombrecillos sobre los que había puesto su pie sin saberlo. Milagrosamente se habían librado de morir aplastados al incrustarse entre la arena y el arco del zapato.
Daban gemidos como si hubiesen sufrido graves lesiones interiores, pero el susto era en ellos tal vez más grande que las heridas.
Gillespie, que había tomado estos dos animalejos entre sus dedos, los subió a su rostro, colocándoselos entre ambos ojos. Pero la obscuridad no le permitió reconocerlos. Únicamente pudo ver que eran mujeres.
Uno de estos pigmeos debía ser el que había seguido los latidos de su corazón para marcar a los asesinos el emplazamiento más favorable para el golpe.
Pensó si serían Golbasto y Momaren, vanidosos personajes implacables en su venganza y directores de su asesinato, como creía Ra-Ra. Lamentaba que las máquinas aéreas no le enviasen un rayo de luz para poder reconocerlos.
Su primer impulso fue oprimirlos entre sus dedos, aplastándolos como insectos dañinos. Pero le faltó la voluntad para darles este género de muerte...
Como deseaba al mismo tiempo desembarazarse de ellos, se dirigió a la orilla del mar y, echando atrás su brazo para que el impulso fuese más grande, los arrojó en el vacío.
Lo mismo que dos piedras atravesaron la obscuridad, perdiéndose sus lamentos en el sonoro chapoteo de su caída.







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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:40 am

El paraíso de las mujeres: Capítulo XIV
de Vicente Blasco Ibáñez
Lo que hizo el Gentleman-Montaña para que Popito no llorase más

Al día siguiente los periódicos lanzaron en sus ediciones de la tarde la noticia de un suceso que interesó mucho al público.
Golbasto, el gran poeta nacional, había sido encontrado por unos pescadores, poco antes de la salida del sol, tendido en la playa sobre la línea divisoria del agua y la arena. Lo habían conducido moribundo a su vivienda, pero a la hora en que aparecieron dichas ediciones los médicos mostraban esperanzas de salvarle la vida.
Cada uno comentó la noticia según la repulsión o la simpatía que le inspiraba el poeta. Los hubo que hablaron de un exceso de inspiración que, haciéndole olvidar la realidad, le había impulsado a arrojarse al agua. Otros, más malignos, suponían un suicidio por decepciones amorosas.
Muchos pretendieron establecer una relación entre esta noticia, anunciada con grandes rótulos de plana entera, y otra más humilde, sin grandes títulos, que había que buscar en la última página de los diarios, haciendo saber que el Padre de los Maestros estaba en cama gravemente enfermo.
Como un vago rumor empezó a circular la murmuración de que también a Momaren lo habían llevado a su casa, en las primeras horas de la mañana, unos hombres que lo encontraron cerca del puerto. Pero como se trataba de un personaje oficial, fue imposible conocer la verdad. Nadie pudo encontrar a los empleados universitarios que habían cometido la indiscreción de contar la llegada de Momaren conducido en brazos por unos marineros. Al contrario, todos declaraban que esta noticia era absurda, pues el jefe de la Universidad estaba en cama desde tres días antes.
Pero esto no evitó que la murmuración siguiese haciendo su camino, y los noveleros empezaron a afirmar que la misteriosa enfermedad del poeta era igual a la del Padre de los Maestros, teniendo ambas el mismo origen. El senador Gurdilo, ansioso de venganza, insinuó a los periodistas que Momaren y Golbasto se habían batido de noche en la playa por alguna rivalidad amorosa, pues los dos, a pesar de su exterior solemne, eran unos hipócritas de perversas costumbres y tal vez se disputaban el monopolio de algún esclavo atlético.
El vecindario de la capital se acostó pensando en estas dos enfermedades misteriosas, con la esperanza de que al despertar conocería detalles más interesantes sobre la existencia privada de tan célebres personajes. Ninguno de los dos había podido hablar hasta el presente. Al poeta se lo prohibían los médicos hasta que recobrase su perdido vigor. Momaren, aislado en su palacio, no era accesible a las averiguaciones de los periodistas... Pero al día siguiente todo este misterio iba a desvanecerse, como ocurre en los grandes sucesos que interesan al público.
Sin embargo, al despertar ocho horas después los habitantes de la ciudad, ni uno sólo se acordó del poeta célebre ni del Padre de los Maestros. Un suceso inaudito llenaba las páginas de los periódicos, y tal era su novedad, que paralizó la vida corriente, aglomerando a todos los habitantes en las plazas y calles céntricas. Un temblor de tierra, la erupción de un nuevo volcán, un gran naufragio o una catástrofe aérea no hubiesen acaparado tanto la atención. Lo que ocurría era aún más extraordinario.
Después de tantos años de paz, cuando nadie se acordaba de la existencia de las antiguas guerras, acababa de surgir una guerra.
En Balmuff, uno de los Estados más lejanos y pobres, se habían sublevado el día anterior todos los hombres contra el gobierno de la Confederación, dirigidos por algunos jóvenes excéntricos de los que figuraban en el partido masculista. Su primer acto había sido constituir un gobierno provisional, todo de varones, que redactó un manifiesto dirigido al pueblo. En él se decretaba para siempre la abolición de la supremacía de las mujeres, declarando que estas debían ser por el momento inferiores al hombre, y tal vez más adelante, cuando hubiesen perdido su presente orgullo, se accedería a que fuesen sus iguales.
La noticia de tal sublevación, así como el manifiesto de sus jefes, hizo reír mucho al público femenino. Algunos caricaturistas habían improvisado a última hora dibujos para los periódicos, representando las tropas revolucionarias compuestas de hombres todos con faldas y con velos, llevando además lanzas y espadas. Las esposas masculinas de los individuos del gobierno y de sus altos empleados, así como las pertenecientes a las familias ricas de la capital, eran las que más se indignaban contra esta sublevación de sus compañeros de sexo.
- El hombre -decían- debe permanecer quieto en su casa, ocupándose de los hijos y de la fortuna conyugal. Eso de gobernar es oficio de las mujeres. ¿Adónde iríamos a parar si nosotros, con nuestra inexperiencia, nos metiésemos a dirigir las cosas públicas?...
Y los que pedían más crueles castigos para la revolución de los hombres eran los hombres. En cambio, había mujeres que permanecían en silencio, como si temiesen hacer pública su opinión sobre este suceso. Pero se notaba en su mutismo algo que hacía recordar la doctrina de Popito acerca de la armonía entre los dos sexos.
Se sucedían con rapidez las noticias de Balmuff. Las transmisiones aéreas hacían vibrar el espacio incesantemente, y cada media hora descendía una máquina voladora sobre el palacio del gobierno, viniendo de los últimos confines del mundo conocido.
Los curiosos ya no reían de la grotesca revolución de los hombres. Lanzaban los periódicos edición tras edición para contar la historia de este

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:41 am

suceso, el más inaudito e inesperado desde que las mujeres constituyeron los Estados Unidos de la Felicidad. Los insurgentes de Balmuff se habían lanzado con piedras y palos sobre la Universidad de su capital, apoderándose de ella sin más esfuerzo que repartir unos cuantos garrotazos entre los profesores femeninos y otros empleados de igual sexo que dependían del lejano y omnipotente Momaren. Luego se habían esparcido por el Museo Histórico, apoderándose de los fusiles y cañones que figuraban en sus salas. Precisamente el gobierno de la Confederación, para satisfacer sin gasto alguno la vanidad de las mujeres patriotas de este Estado remoto, había enviado, poco después del triunfo femenil, enormes cantidades del antiguo material de guerra de los hombres, para que con esta ferretería inútil adornasen su palacio universitario.
El jefe militar de Balmuff era una amazona membruda y de labios bigotudos, desterrada de la capital a causa de sus costumbres demasiado libres. Este guerrero rió al saber que la canalla masculina -que hacía sus delicias en secreto- se armaba con los artefactos inútiles del pasado, y se limitó a ir en su busca con unas cuantas máquinas expeledoras de rayos negros. De este modo no necesitaría que sus amazonas persiguiesen a los insurrectos a flechazos. Ellos mismos iban a matarse, pues los rayos prodigiosos harían estallar entre sus manos las máquinas anticuadas que acababan de adquirir ilegalmente.
Pero al dirigir contra los revolucionarios los rayos negros, siempre poderosos, quedo absorto viendo su ineficacia. De los grupos rebeldes no surgió ninguna explosión. Además, estos grupos eran casi invisibles, pues en torno de ellos se notaba la existencia de una neblina gris, un halo denso, que los envolvía y los acompañaba como una armadura aérea. En cambio, de la masa insurrecta surgió de pronto el trac-trac de las ametralladoras, semejante al ruido de las antiguas máquinas de coser, el largo y ruidoso desgarrón de las descargas de fusilería, el puñetazo seco y continuo de los cañones de tiro rápido, y en unos segundos quedaron en el suelo la mayor parte de las tropas del gobierno, huyendo las restantes con un pánico irresistible.
Las gentes de la capital, al leer esto, se miraban aterradas, no encontrando en su atolondramiento palabras capaces de expresar su asombro. Los más locuaces solo sabían decir:
- ¿Será posible?... ¿Será posible todo eso?
La actitud del gobierno les hacía ver que era posible eso y aun algo más, que no decían los periódicos, pero que las gentes se comunicaban en voz baja.
Ya no era Balmuff el único país ganado por la revolución. Los hombres de otras regiones inmediatas se habían sublevado igualmente, y parecían contar con el mismo invento de la coraza vaporosa repeledora de los rayos negros. Todos ellos se pertrechaban a estilo antiguo en los museos, venciendo instantáneamente con sus armas de repetición a las tropas gubernamentales. Indudablemente algún hombre dedicado a la ciencia había hecho en favor de los de su sexo un invento semejante al de aquella sabia mujer venerada en el templo de los rayos negros.
Ahora las máquinas voladoras que iban llegando al palacio del gobierno procedían de los más diversos extremos de la República. En casi todas las provincias acababan de sublevarse los hombres. En unas habían vencido, en otras habían fracasado, porque las autoridades supieron guardar y defender a tiempo los depósitos de armamento antiguo.
Poco antes de cerrar la noche, los altos señores del gobierno, de acuerdo con las instituciones parlamentarias, declararon en estado de guerra a toda la República. Al mismo tiempo decretaron la movilización de las mujeres menores de cuarenta años, para que tomasen las armas, y el alistamiento voluntario de los hombres que quisieran tra bajar en los servicios auxiliares y en los hospitales.
En el Senado, el público lloró de emoción escuchando a Gurdilo el más desinteresado y sublime de sus discursos. Todo lo olvidaba ante la inminencia del peligro común. Besó y abrazó a los señores del Consejo Ejecutivo, odiados por él hasta un día antes. Ya no resultaban oportunos los rencores políticos; todos eran mujeres y tenían el deber de morir defendiendo el orden social, puesto en peligro por las utopías anárquicas de unos cuantos varones ambiciosos o locos, olvidados de las virtudes, respetos y jerarquías que forman la base de un país solidamente constituido.
El gran orador fue breve y luminoso en su arenga, repleta de consejos para los gobernantes. Ya que un nuevo invento masculino hacia inútiles por el momento los salvadores rayos negros, las mujeres sabrían valerse igualmente del antiguo material de guerra de los hombres olvidado en las universidades. También sabrían inventar y fabricar nuevas armas más poderosas, apelando a la colaboración de las mujeres científicas y de las que dirigían la industria.
¡Antes la guerra, una guerra larga y sangrienta como las de Eulame, que verse vencidas y esclavizadas por el hombre, lo mismo que en otros siglos!
La muchedumbre aglomerada ante el palacio rugió de entusiasmo al ver en un balcón al siempre descontento tribuno sonriendo a los señores del gobierno y abrazándose con ellos.
Bajo el resplandor sonrosado de las iluminaciones nocturnas desfilaron todas las tropas de la capital. El entusiasmo femenino estalló en gritos estridentes al ver pasar los batallones de muchachas arrogantes acompañadas por el centelleo de sus espadas, de sus casquetes y de sus uniformes cubiertos de escamas metálicas. ¿Cómo los hombres, groseros y cortos de inteligencia, iban a poder resistir el empuje de estas amazonas robustas, esbeltas y de ligero paso?... Después, las hembras más rabiosas rectificaban sus opiniones para aplaudir igualmente al sexo enemigo.
No todos los hombres eran dignos de abominación. Los jinetes de la policía, aquellos barbudos de la cimitarra, tan odiados por el pueblo, desfilaban igualmente. Todos habían pedido que los enviasen a combatir a los insurrectos. Y detrás de ellos pasaron miles y miles de voluntarios que acababan de alistarse: atletas semidesnudos, máquinas de trabajo que habían vivido hasta entonces en una pasividad estúpida y parecían despertar a una nueva existencia con la aparición de la guerra. Las mujeres los admiraban ahora como si fuesen unos seres completamente diferentes de los siervos que habían conocido horas antes.
- ¡Viva el gobierno! ¡Viva la Verdadera Revolución! ¡Vivan las mujeres! -gritaban al pasar entre el gentío.
Y sus gritos los lanzaban de buena fe, sin ninguna ironía. Lo importante para ellos era hacer la guerra, no parándose en averiguar contra quien la hacían. Marchaban a combatir a los hombres porque estaban en la capital; de haberse encontrado en Balmuff, hubiesen ido a combatir a las mujeres, profiriendo gritos radicalmente contrarios con el mismo entusiasmo y la misma voluntad de ser héroes.
El Hombre-Montaña adivinó desde las primeras horas del día que algo extraordinario estaba ocurriendo en la Ciudad-Paraíso de las Mujeres. Los constructores de la escollera le ordenaron, valiéndose de gestos, que suspendiese el trabajo de acarrear grandes piedras. Los obreros que las acoplaban se habían marchado, y el universitario que traducía las órdenes no apareció en todo el día.
Los buques de guerra que navegaban siguiendo la costa para impedir que el gigante se lanzase mar adentro se metieron en el puerto o se alejaron a toda máquina, perdiéndose en la línea del horizonte, como si se les acabase de ordenar un rápido viaje. Los aparatos aéreos emprendieron el vuelo, desapareciendo igualmente, y sólo quedó uno flotando en el espacio, con el pico vuelto hacia la ciudad, pues a sus tripulantes parecía interesarles más lo que pasaba en ella que la vigilancia del Hombre-Montaña.
También había disminuido considerablemente el número de los esclavos encargados de su cuidado y vigilancia. Solo quedaban los más viejos, y fue para él una fortuna que hubiesen traído al amanecer la diaria provisión de pescado. Gracias a esto, los servidores pudieron preparar el caldero, y Gillespie, al cerrar la noche, encontró algo que comer, a pesar del abandono que notaba en torno a su persona.
Pasó una gran parte de la noche de pie, mirando hacia la ciudad. Su estatura le permitía abarcar con los ojos la mayoría de sus barrios. El halo rojo de la iluminación duró hasta altas horas de la noche. Llegaba a sus oídos el vocerío de la inmensa muchedumbre, sus aclamaciones entusiastas, las canciones patrióticas entonadas a coro y el estruendo enardecedor de las músicas militares. Al mismo tiempo surcaban el espacio, como si fuesen cometas de distintos colores, los ojos de las máquinas voladoras con sus largas colas de luz. Abajo, en la obscuridad del mar, se deslizaban igualmente otras estrellas con todos los fulgores del iris. Por el aire y por el agua, un movimiento continuo y extraordinario iba llevándose fuera de la capital miles y miles de seres.
Sus servidores le gritaban de vez en cuando una palabra en el idioma del país, que él no podía entender. Le dio, sin embargo, dos significados semejantes, y estaba casi seguro de no equivocarse. Aquellos hombres querían decir "guerra" o "revolución".
Indudablemente había surgido el movimiento insurreccional que venía preparando Ra-Ra. ¿Qué sería de Popito?...
Acabó por acostarse en la arena para dormir el resto de la noche, diciéndose que al día siguiente tendría noticias más exactas de lo ocurrido. No le iban a dejar olvidado en aquella playa. Fuesen los vencedores unos u otros, se acordarían de él para tributarle honores casi divinos, como lo prometía Ra-Ra, o para obligarle a trabajar y darle mal de comer, como venía haciéndolo el gobierno de las mujeres.
Al despertar en la mañana siguiente, se vio completamente sólo. Todos sus acompañantes habían huido. Esta soledad inquieto al Hombre-Montaña. Nadie iba a traerle el pescado para el diario alimento, ni el agua necesaria, ni la leña para hacerle hervir el caldero. Lo único que le tranquilizó, dándole la seguridad de no morir de hambre, fue ver que no quedaba nadie en torno de él capaz de cortarle el paso.
El destacamento de soldados que vivaqueaba antes entre el puerto y la playa había desaparecido. Sobre su cabeza no vio una sola máquina voladora ni sus ojos encontraron ningún buque enfrente de él. Salían de la ciudad verdaderas nubes de aviones, algunos de ellos enormes hasta el punto de poder transportar varios centenares de pasajeros. Pero todos se alejaban en dirección opuesta, y lo mismo hacían las escuadras de buques que abandonaban el puerto.
Llevaba una hora de pie, mirando hacia la ciudad, espiando las amplias avenidas que alcanzaba a ver entre los aleros, y en las cuales hormigueaba un público continuamente renovado, cuando sintió con insistencia un cosquilleo en uno de sus tobillos. Al volver sus ojos hacia el suelo, vio erguido en la arena, sobre las puntas de sus botas para hacerse más visible y moviendo los brazos, a un pigmeo, mejor dicho, a un soldado, con casco de aletas y espada al cinto, el cual daba gritos para llamar su atención. Un poco más allá vio también una máquina rodante en figura de tigre, que había traído sin duda a este guerrero, y era guiada por otro de la misma clase, aunque de aspecto más modesto.
El gigante se sentó en la arena lentamente, para no dañar con el movimiento de su cuerpo al enviado del gobierno. Porque Gillespie sólo podía imaginar que fuese un emisario del Consejo Ejecutivo este oficial que brillaba al sol como si fuese todo el vestido de vidrio y además llegaba montado en un vehículo automóvil de aspecto tan fiero.
Puso sobre la arena una de sus manos, y el militar monto en la palma con cierta torpeza, que hizo sonreír al coloso. Para ser una mujer de guerra, estaba demasiado gruesa y tenía los pies inseguros. Fue subiendo la mano poco a poco para que el emisario no sufriese rudos balanceos, y al tenerla junto a sus ojos lanzó una exclamación de sorpresa.
- ¡Profesor Flimnap!
La traductora saludó quitándose el casquete alado, mientras apoyaba su mano izquierda en la empuñadura de su espada.
Iba vestida con un traje de escamas metálicas muy ajustado a sus formas exuberantes, y pareció satisfecha del asombro del gentleman, viendo en él un homenaje a su nueva categoría y al embellecimiento que le proporcionaba el uniforme. Con una concisión verdaderamente guerrera, dio cuenta a Gillespie de todo lo ocurrido.
El gobierno acababa de decretar la movilización contra los hombres insurrectos, y ella, aunque por su carácter universitario estaba libre del servicio de las armas, había sido de las primeras en ofrecerse para pelear por la buena causa. Consideraba esto un deber ineludible, por ser nieta de una de las heroínas de la Verdadera Revolución. Pero Gurdilo, su ilustre amigo, que mandaba ahora tanto como los altos señores del gobierno, se había negado a permitir que un profesor de sus méritos fuese simple soldado y lo había nombrado capitán, aunque en realidad no mandaba tropa alguna.
Su obligación militar iba a consistir en permanecer junto al gobierno escribiendo la crónica de la guerra y revisando las proclamas dirigidas al país, por si era posible agregarles nuevos toques de retórica.
- Venceremos, gentleman -dijo con entusiasmo-. Desde anoche están saliendo tropas para los Estados donde se han sublevado los hombres. Ya le he dicho que estos disponen de una invención, de una especie de nube que los pone a cubierto de los rayos negros; pero aunque esto parezca de gran importancia a ciertos varones ilusos, influirá poco en el resultado final. Si ellos pueden valerse, gracias a su descubrimiento, de las armas antiguas que inventaron los hombres, nosotros también podemos hacer uso de ellas, y las guardamos en mayores cantidades. Esta mañana hemos extraído de los archivos de la Universidad Central una estadística de todos los depósitos que existen en las otras universidades y se hallan en poder del gobierno. Por cierto que esto me ha permitido adquirir noticias sobre el Padre de los Maestros, que está enfermo de gravedad, lo que originó ayer muchos comentarios.
Y con serena indiferencia, como si hablase de algo ocurrido muchos años antes, relató a Gillespie la misteriosa aparición del poeta Golbasto tendido

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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:42 am

en la arena de la playa y medio ahogado, así como la dolencia extraña de Momaren y las murmuraciones de los que afirmaban que a la misma hora lo habían llevado inánime a su palacio unos desconocidos.
Parpadeó el gigante oyendo estas noticias, pero sin pronunciar una palabra de comentario. No hubiera podido tampoco decirla aunque tal fuese su voluntad, porque el profesor siguió su relato de la sublevación de los hombres.
- Los derrotaremos, gentleman. Hay que someter a esa canalla que pretende resucitar las vergüenzas y los crímenes de otros siglos. Lo que ellos quieren es que volvamos a la guerra y al militarismo.
Y al decir esto se irguió, acariciándose con una mano las melenas mientras apoyaba la otra en la empuñadura de su espada, cuya hoja se extendía horizontalmente más allá de sus exuberancias dorsales.
- Yo siento expresarme así –continuó- porque usted es un hombre. Pero hay hombres de distintas clases. Hubiese usted sentido orgullo anoche y esta mañana al ver como desfilaban miles y miles de varones que han abrazado nuestra causa y desean morir en defensa del beneficioso régimen organizado por las mujeres.
El flamante capitán se interrumpió para mirar abajo, extrañándose de la soledad de la playa. Todos los servidores habían desaparecido.
- Esto no puede seguir así -dijo con autoridad-. Afortunadamente, yo vuelvo a ser alguien en los presentes momentos, y remediaré tal desorden. No le prometo volverle hoy mismo a la Galería de la Industria, donde usted se encontraba tan bien. Sería demasiado rápido el cambio y los señores del Consejo Ejecutivo podrían ofenderse. Pero yo hablaré a mi ilustre jefe Gurdilo, y es casi seguro que dentro de unos días ocupará usted su antigua vivienda. Mientras tanto, cuidaré directamente de su alimentación. Ahora manda su amigo Flimnap, y no morirá usted de hambre.
Sonrió el profesor al acordarse de sus preocupaciones pecuniarias algunos días antes, cuando intentaba ayudar a la alimentación del gentleman con sus modestos recursos.
Como era un guerrero influyente, podía regalar hasta la saciedad a su adorado gigante distrayendo una parte mínima de los grandes depósitos de materias nutritivas requisadas por el gobierno para las necesidades del ejército.
- Va usted a comer mejor que en los últimos días -dijo con el tono maternal que emplea toda mujer cuando se ocupa de la alimentación del hombre que adora-. ¿Le siguen gustando a usted los bueyes asados?... ¿Cuántos quiere para hoy, dos o media docena?
Iba a contestar el coloso, cuando un ruido extraordinario vino del lado de la ciudad. Para el oído de Gillespie no era gran cosa: hubiese equivalido en el mundo de los seres de su estatura al ruido que produce el choque de dos guijarros, o al de varias bolas de espuma de jabón cuando estallan. Pero el capitán Flimnap, que tenía más limitadas y por lo mismo más sensibles sus facultades auditivas, se estremeció de los pies a la cabeza, vacilando sobre la mano del gigante.
Escuchaba por primera vez estos ruidos pavorosos, y aunque había leído en las crónicas antiguas muchas descripciones del estruendo de las armas inventadas por los hombres, nunca pudo suponerlo tal como era en la realidad.
- ¡Grandes dioses! -gritó-. ¡Son tiros! ¡Disparos de armas de fuego!... ¡Y suenan cerca de la Universidad!... Adivino lo que ocurre. También se han sublevado los hombres en la capital, intentando apoderarse de nuestro Museo Histórico. Pero el gobierno ha previsto el caso, y los sublevados, en vez de llevarse las llamadas armas de fuego, son recibidos en este momento por nuestras tropas, que emplean contra ellos las mismas armas.... ¡Otra vez disparos! ¡Gentleman, déjeme en el suelo inmediatamente! Necesito ir allá.... Allá no; al palacio del gobierno, donde me buscan tal vez a estas horas para pedirme datos.
Y era tal su nerviosidad, que el gigante temió que se arrojase desde lo alto de su mano. Dejo al profesor-guerrero en la arena, y vio como corría hacia su automóvil-tigre y como escapaba este a toda velocidad hacia el puerto.
- ¡Con tal que no olvide su promesa! -pensó el Hombre-Montaña, que empezaba a sentir el tormento del hambre.
El enamorado capitán era incapaz de abandonar un instante el recuerdo de su protegido, y a la caída de la tarde, cuando ya desesperaba este de satisfacer su apetito, empezando a calcular la posibilidad de una invasión de la capital en busca de comida, vio como avanzaban por la playa unas cuantas máquinas rodantes, negras y sin adornos, de las que servían para el avituallamiento del ejército. Sostenido por dos de ellas reconoció un plato enorme, de los empleados en su servicio allá en la Galería de la Industria. Sobre este plato se elevaban, formando pirámide, cuatro bueyes asados. En los otros vehículos llegaban montañas de panes -cada uno de ellos del tamaño de un grano de maíz ante los ojos del gigante-, pirámides de frutas enormes para los pigmeos, pero que venían a ser del volumen de un cañamon, y montones de quesos. Una sección de atletas agregados al ejército traía en varios vagones una docena de toneles de agua.
Cuando toda esta gente se marchó, anunciando que volvería al día siguiente con nuevos víveres, el gigante, sentado en la arena, pudo saciar su hambre con holgura. Hacía mucho tiempo que no había saboreado una comida igual. Hasta encontró agradable la existencia a la intemperie, siempre que Flimnap cuidase de su alimentación. Luego pensó que su enamorado capitán acabaría por volverle a la Galería de la Industria, apreciada ahora por él como un palacio maravilloso.
Pasó la noche en un sueño profundo, a pesar de que llegaban hasta la playa los rumores de la ciudad en continuo movimiento.
- Mañana -pensó- a primera hora, cuando me traigan el almuerzo, se presentará Flimnap con nuevas noticias.
Pero transcurrieron muchas horas de la mañana sin que llegase el almuerzo ni el amable capitán. Pasado mediodía, cuando el coloso, mal acostumbrado por las abundancias de la noche anterior, empezaba a sentir el tormento del hambre, vio avanzar a través de la playa solitaria a un pigmeo que, sin duda, venia en su busca.
No llevaba uniforme militar ni le seguía vehículo alguno. Su vestidura estaba compuesta de túnica y velo, como la de todos los hombres que no eran esclavos.
Gillespie pensó inmediatamente que tal vez era Ra-Ra o Popito, aunque sin decidirse por ninguno de los dos, pues se sentía desorientado por la inversión de sus trajes. Cuando el recién llegado, hombre o mujer, estaba todavía a unos cuantos pasos, Edwin puso una mano en el suelo para que montase en ella, y así lo hizo el pigmeo. Llevaba la cara envuelta en velos, pero al quedar cerca de los ojos del coloso descubrió su rostro.
Experimentó Gillespie una sorpresa que no por haberse repetido muchas veces resultaba menos intensa. "¡Miss Margaret Haynes!..." Luego tuvo que pensar, como siempre, que miss Margaret, aunque pequeña, grácil y delicada, no era tan diminuta, y que esta beldad pigmea solo podía ser Popito.
Vio una Popito llorosa y humilde, que en nada hacía recordar al doctor juvenil y seguro de si mismo conocido días antes.
- ¡Gentleman -gimió-, van a matar a Ra-Ra!
Y fue contando rápidamente todo lo que había ocurrido el día anterior en la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.
Los hombres de la capital se habían mostrado menos audaces que los de otros Estados. Tal vez influía en ello la proximidad del gobierno y de los grandes medios defensivos acumulados por este. Además, dicha vecindad resultaba corruptora. La mayoría de los varones, en vez de seguir a los que peleaban por la emancipación de su sexo, habían preferido ayudar al gobierno de las mujeres.
- Esto no es extraordinario, gentleman. También creo que en el mundo de los Hombres-Montañas las gentes dan su sangre y mueren por intereses completamente opuestos a sus propios intereses. Los pobres, vestidos con un uniforme, pelean por conservar a los ricos su riqueza; los soldados, cuando terminan las guerras, viven en la miseria, mientras los que se quedaron tranquilos en sus casas se reparten las cosas conquistadas; las mujeres ignorantes apoyan a los hombres que se oponen a las reivindicaciones del sexo femenino. Así son los absurdos de la vida.
El gigante asintió con un movimiento de cabeza, mientras Popito continuaba su relato.
La insurrección había tenido que retrasarse un día, hasta que, al fin, en la mañana anterior, Ra-Ra, con unos cuantos miles de esclavos y llevando como oficiales a muchos jóvenes de los clubs "varonistas", se lanzó al asalto de la Universidad para apoderarse de las armas depositadas en el Museo Histórico. Se creían seguros de obtener la victoria gracias a las máquinas productoras de una coraza vaporosa que neutralizaba el efecto de los rayos negros. Una ligera interrupción ocurrida a última hora en el mecanismo de estas máquinas había ocasionado el retraso del movimiento insurreccional.
Pero el gobierno estaba advertido de él, y un batallón de muchachas de la Guardia defendía la Universidad. Muchas de estas se lanzaron espontáneamente a manejar las armas antiguas, inventadas por los hombres, siguiendo los consejos de un profesor que creía haber adivinado su uso leyendo libros rancios.
La mayor parte de los fusiles no funcionaron. En otros se rompieron los cañones, matando a las amazonas que los manejaban. Pero los muy contados que por casualidad pudieron enviar sus proyectiles contra los asaltantes pusieron a estos en dispersión. Además, los hombres, que no habían escuchado nunca el estrépito de las armas de fuego, sufrieron el sobresalto propio de la falta de costumbre.
El resto de la Guardia atacó a flechazos a los insurrectos tenaces que no querían huir, y Ra-Ra, con muchos de sus oficiales, cayó prisionero.
- Hoy lo juzgan, gentleman, y es seguro que lo condenarán a muerte. Solo usted puede salvarlo. No desoiga mi ruego.
Gillespie quedó mirando a Popito con una fijeza dolorosa. La pobre muchacha gemía, sin apartar de él sus ojos lacrimosos, como si fuese una divinidad en la que ponía todas sus esperanzas. Empezó a sentir la cólera de un celoso al ver que miss Margaret Haynes se preocupaba tanto de Ra-Ra y lloraba por su suerte.
- Yo seré su esclava -decía la joven--; pero sálvelo. Que el viva, aunque yo pierda mi libertad para siempre.
Luego pensó que Ra-Ra era una reducción de su persona, y esto le hizo encontrar más lógica la conducta de miss Margaret, o sea de Popito. Pero ¿qué podía hacer el, pobre gigante, para salvarse a si mismo?... Quedó pensativo, mientras la joven, imaginándose que aun intentaba resistirse a sus ruegos, los repetía con una expresión trágicamente desesperada.
- Le suplico, miss Margaret -dijo Edwin-, que calle un momento y me deje pensar.
Al oírse llamar así, creyó Popito que verdaderamente sus lamentos distraían al gigante, y permaneció silenciosa.
Por un fenómeno mental debido a la influencia irresistible de su egoísmo, Gillespie empezó a pensar, contra su voluntad, en el antiguo traductor convertido en guerrero. No le había enviado el almuerzo y seguramente tampoco le enviaría la comida. Los pigmeos, ocupados en su guerra de sexos, no se acordaban de él, y le dejarían morir de hambre. El Hombre-Montaña, después de llamar tanto la atención, había pasado de moda, como esos artistas viejos que hicieron correr las muchedumbres hacia su persona y acaban muriendo en un hospital. Además, el capitán Flimnap, arrogante y fanfarrón, parecía una persona diferente de aquel profesor Flimnap bondadoso y simple que había conocido. Entusiasmado por sus ridículas tareas militares, permanecería ausente, sin comprobar la exacta ejecución de sus órdenes. Nadie se cuidaba de su alimentación, y el necesitaba comer.
- ¡Salve usted a Ra-Ra! -volvió a repetir Popito, considerando, sin duda, demasiado largas las reflexiones del gigante.
Este grito le hizo pensar de nuevo en el pigmeo revolucionario que era el mismo. ¿Podía dejarlo abandonado a la venganza de las mujeres?...¿No equivalía esto a un suicidio?...
Además, miss Margaret estaba allí, arrodillada en la palma de su mano, tendiendo los brazos en actitud implorante, y no es correcto que un gentleman se deje rogar por una señorita que pide protección, y más si esta señorita es su novia.
Miró hacia el puerto, que dominaba en gran parte con su vista. Luego volvió los ojos hacia la cumbre de la colina ocupada por la Galería de la Industria.
- Miss Margaret -dijo con inflexiones cariñosas de voz-, haré lo que usted me mande.
Pero reconociendo su error, se rectificó, añadiendo:
- Doctor Popito, salvaremos a Ra-Ra y nos iremos de este país, que va resultando poco agradable.
Luego hizo preguntas a la joven para conocer las últimas noticias de la revolución, y, sobre todo, si eran muchas las fuerzas militares que habían quedado en la capital. Popito, satisfecha de las promesas del gigante, hablo con más tranquilidad.
Las nuevas recién llegadas eran malas para el gobierno. Los hombres habían suprimido la dominación de las mujeres en catorce Estados; la agitación iba en aumento en toda la República.
- Sin embargo, gentleman, yo no tengo el entusiasmo ciego de Ra-Ra, y veo más claramente que unos y otros. La revolución de los hombres ha fracasado. Su primera condición de éxito era la sorpresa, y esta ha dejado de ser posible. Los hombres ya no pueden vencer en unos cuantos minutos, como vencieron las mujeres gracias a los rayos negros. Esto no es una revolución, es una guerra, y una guerra larguísima, igual a todas las del pasado. Se sabe que empieza ahora, pero nadie puede decir cuando terminará. El invento de la coraza vaporosa hecho por los hombres les ha servido para poder utilizar las armas antiguas; pero estas armas son viejísimas, y aunque las ha conservado mucho la limpieza de los museos,

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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:42 am

estallan y revientan frecuentemente, por no poder resistir su ancianidad las funciones ordinarias de la juventud.
"Además, las municiones son tan antiguas como las armas, y los explosivos que duermen hace tantos años en el ataúd metálico de las cápsulas se inflaman de una manera caprichosa o insisten en seguir silenciosos para siempre. De cada cien tiros sale uno. Las mujeres, por su parte, al ver la impotencia de los rayos negros, apelan a las armas de los hombres, aunque las manejan peor que estos. El gobierno quiere fabricar nuevas municiones, y todas las universitarias dedicadas a la ciencia estudian desde hace dos días incesantemente para resucitar los secretos malignos y destructores de los varones, que voluntariamente fueron olvidados.
"Pero aunque los descubran, ¿cómo aprenderán las mujeres el manejo de tanta cosa peligrosa y mortífera? Las próximas batallas, o tal vez las que se están dando en este momento, serán con armas blancas. Unos y otros apelarán a la espada, a la lanza, a la saeta, como antes que Eulame trajese los inventos de los Hombres-Montañas, y en esta lucha de músculos y de agresividad feroz, el hombre va a acabar por vencer a la mujer. ¡Pero esto tardará tanto!... Antes de que la guerra termine serán muchas las víctimas, muchísimas; entre las primeras figurará Ra-Ra, si usted no lo remedia... y yo moriré.
Esto último no podía tolerarlo Edwin Gillespie.
- ¿Morir usted, miss Margaret... digo Popito?
Únicamente podría ocurrir una cosa tan absurda después que él hubiese muerto.
- ¡Sálvelo usted! -insistió la joven-. Llévenos lejos de aquí. Este es un país donde no queda sitio para nosotros.
De la misma opinión era el gigante. Volvió a mirar en torno de él, y vio la playa desierta. Ni un solo carro de avituallamiento, ni un emisario que le trajese explicaciones acerca de su futura alimentación. Decididamente, le habían olvidado.
Gillespie, ruborizándose un poco, empezó a hablar con cierta dificultad, como si abordase un tema algo inconveniente:
- Miss, los compatriotas de usted me han dejado en un traje poco presentable. Verdaderamente, mi facha no es para acompañar a una señorita. Usted va a venir conmigo, y yo no se donde meterla, pues las ropas ligeras que me cubren en este momento carecen de bolsillos.
Quedó en actitud reflexiva, acariciándose la mandíbula inferior con la mano que tenia libre, mientras sostenía a la joven en la palma de la mano opuesta.
- ¿Se siente usted capaz de viajar montada en mi cabeza?
Popito, a pesar de sus tristes preocupaciones, contestó con una pálida sonrisa.
Ella estaba dispuesta a seguir al gigante, arrastrando los mayores peligros, para salvar a Ra-Ra. Debía tratarla como a un camarada, sin miramiento alguno.
- Instálese usted ahí como pueda.
Y al decir esto, el gigante levantó su mano derecha, colocándola al nivel de la cúspide de su cráneo. Popito saltó entre los negros matorrales de la cabellera, buscando un lugar a propósito para sentarse.
- Agárrese con fuerza a un mechón -dijo Gillespie-. No tema hacerme daño. Todo lo que venga de usted es para mí una caricia.
Después de estas palabras galantes, añadió:
- Viajará usted un poco sacudida, pero la primera parte de nuestra expedición conviene que sea rápida. Vamos ahora, miss Margaret, a mi antigua vivienda. Necesito mi traje y otra cosa que guardo allá, sin la cual reconozco que valgo muy poco. Creo recordar el camino, pero, si me extravío, adviértamelo inmediatamente. Nos conviene llegar antes de que nuestros enemigos hayan adivinado mi intención.
Y empezó a marchar a grandes zancadas, procurando mantener rígido su cuello; pero esto no libró a la joven de un vaivén igual al de un navío en un mar tormentoso. Agarrada a dos mechones de cabellos y contrayendo sus brazos, se defendió de este rudo movimiento, a la vez que seguía con mirada atenta la marcha de su gigantesco portador.
- Muy bien, gentleman. Eso es. ¡A la derecha!... Ahora siempre de frente.
Habían llegado al puerto, y Gillespie, marchando por una avenida exterior de la ciudad, avanzó hacia la colina en cuya cúspide se elevaba su antigua vivienda. Las gentes del puerto, que estaban ayudando al embarque de material de guerra para las islas amenazadas de sublevación, se esparcieron por las calles gritando la terrible noticia.
- ¡El Hombre-Montaña se ha escapado!... ¡El gigante se marcha de la capital!...
Y todos, al oír esto, pensaban lo mismo. El coloso era hombre, y por solidaridad de sexo iba indudablemente a unirse con los revolucionarios. Los pesimistas levantaban las manos hacia el cielo, exclamando:
- ¡Sólo nos faltaba esta nueva calamidad!...
Cuando llegó la noticia al palacio del gobierno, ya pisaba Gillespie la cúspide de la colina. Al entrar en su antigua vivienda notó inmediatamente los efectos del abandono. Todo lo perteneciente a él estaba en la misma situación que lo dejó al salir de allí. Únicamente, en los extremos del edificio, las cocinas y la despensa mostraban un desorden semejante al de una ciudad entregada al saqueo. La servidumbre, antes de marcharse, lo había robado todo.
Sonrió el gigante al ver en el suelo sus pantalones y su chaqueta. Pero su satisfacción aun fue más grande al encontrar apoyado en la mesa el enorme tronco arrancado por él de la selva de los emperadores.
Se llevó una mano a la cabeza, buscando entre los mechones de su cabellera a Popito, y esta le gritó varias veces: "¡Estoy aquí!", para que su voz sirviese de guía a los dedos. El Gentleman-Montaña la dejó cuidadosamente sobre la mesa cubierta de polvo, diciendo con voz suplicante:
- Vuélvase de espaldas, miss. Siento mucho tener que vestirme en su presencia, pero nuestra situación no es para entretenernos en escrúpulos de buena crianza. Termino en un momento.
Y el gigante, levantando sus ropas del suelo, se vistió apresuradamente.
Luego, al empuñar con su diestra la enorme cachiporra, le pareció que se habían doblado su estatura y su vigor, sintiéndose capaz de suprimir de un golpe a cuantos pigmeos intentasen cerrarle el paso.
- Ahora va usted a viajar con más comodidad -dijo, tomando a Popito entre dos dedos y elevándola sobre la mesa.
La introdujo en el bolsillo superior de su chaqueta, donde otras veces había guardado a Ra-Ra. Ya no necesitaba mantener su cuello rígido ni marchar con cierta precaución, temiendo que Popito cayese desde la inmensa altura de la selva capilar que cubría su cráneo. Ahora podría moverse y correr cuanto quisiera, sin otro inconveniente que el de sacudir un poco a la joven dentro de su encierro.
Se lanzó fuera del edificio, en dirección a la ciudad, pero al dar los primeros pasos por la pendiente de la colina vio que se cruzaba en su camino una máquina rodante con cabeza de tigre, ocupada por militares.
El Hombre-Montaña levantó su garrote con intención de aplastar al vehículo y los que iban en él. Bastaba para esto un simple golpe dado con la parte gruesa del tronco. Pero reconoció al capitán Flimnap, que le gritaba, abriendo los brazos:
- ¡Deténgase, gentleman! ¿Adónde va?... Le pido perdón por el olvido de que ha sido objeto. Los culpables son esas gentes de la administración del ejército, que, como no están acostumbradas al nuevo servicio, equivocaron mis órdenes. Pero vamos a la playa; deben haber llegado ya doce furgones llenos de víveres. Tiene usted preparada una comida magnífica.
El gigante se encogió de hombros, como si no reconociese a su antiguo traductor.
Luego pasó sus pies por encima de la máquina rodante, con cierta lentitud para no aplastarla, y continuó marchando hacia la capital, sin hacer caso de los gritos que lanzaba Flimnap al verse abandonado.


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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:43 am

El paraíso de las mujeres: Capítulo XV
de Vicente Blasco Ibáñez
Que trata de muchos sucesos interesantes, como podrá apreciarlo el curioso lector


Inclinó la cabeza para hablar a Popito, que se había asomado a la abertura del bolsillo.
- Sepa usted, miss -dijo-, que vamos en busca de Ra-Ra. Digame donde lo tienen preso; guíe mis pasos.
Le fue indicando la joven las avenidas que debía seguir por las afueras de la ciudad. Marchaban entre grandes edificios levantados cuando la capital se ensanchó a consecuencia de la Verdadera Revolución.
La cárcel donde guardaban a Ra-Ra era un antiguo cuartel que las tropas femeninas habían abandonado por insalubre.
- Aquí -dijo Popito.
Y le señaló con sus gritos y sus manoteos un edificio de paredes sombrías, con las ventanas cerradas.
Ante el paso del gigante huían las gentes dando gritos. Sus pies solo encontraban un desierto repentino, mientras a sus espaldas se iba levantando un bullicio enorme, pues el público se arremolinaba para seguirle entre vaivenes de audacia y de pavor.
Aquella cárcel estaba guardada por una tropa numerosa, compuesta de mujeres flecheras y hombres barbudos de la policía montada. Al ver aproximarse al gigante por el extremo de la avenida, o sea a una distancia que hubiese exigido de cualquier pigmeo mil pasos para correrla, todas estas tropas acudieron a las armas. Nadie pensó en huir. Las explosiones de entusiasmo y los cantos patrióticos de los días anteriores habían infundido a todos una audacia heroica.
Con sólo media docena de zancadas llegó el coloso a la puerta de la prisión, hundiendo sus pies en la muchedumbre armada. Las amazonas enviaron a lo alto una nube de flechas contra su pecho y su cabeza, mientras los jinetes de las cimitarras intentaban herirle en las pantorrillas. Pero el, con un golpe de su garrote, abrió anchísimo surco en la masa de enemigos, enviando por el aire docenas de estos, y a continuación le bastaron varias patadas para desbaratar el resto de la tropa. Todos los que aún se mantenían de pie huyeron, dejando el suelo cubierto de camaradas inertes o gimeantes.
Gillespie acometió inmediatamente a puntapiés, la gran puerta del edificio, y finalmente hizo de su cachiporra una catapulta, derribando a los primeros embates las dos hojas chapadas de acero.
- ¡Ra-Ra, hijo mío -grito a toda voz-, la salida está libre; huye y no perdamos tiempo!
Saltando sobre las hojas rotas de la puerta aparecieron bajo su arco varios hombres que parecían asombrados de su buena suerte y miraban en torno, no sabiendo por donde escapar. Debían ser los compañeros de Ra-Ra. Este apareció al fin, y al ver al gigante con su arma aplastadora y todo el suelo en torno de él cubierto de enemigos, gritó con entusiasmo:
- ¡Victoria!... Marchemos inmediatamente contra el palacio y acabaremos en un instante con el gobierno de las mujeres. ¡Viva la emancipación masculina!...
Pero Edwin se había inclinado sobre el, tomándole con sus dedos, y lo elevó hasta el mismo bolsillo donde estaba oculta Popito. Al hacer este movimiento cayeron de su pecho muchas flechas que habían quedado medio clavadas en el paño de la chaqueta.
- Lo que vas a hacer, querido Ra-Ra -dijo-, es quedarte quietecito dentro de este bolsillo, donde encontrarás una agradable sorpresa. ¿Crees que voy a perder el tiempo mezclándome en esta ridícula guerra entre hombres y mujeres?... ¡A callar! Es inútil que protestes, porque no te oiré. Ahora ya no necesito guías; puedo moverme solo.
Y como su estatura le permitía ver por encima de los tejados, se dirigió hacia el puerto por el camino más corto.
Ra-Ra, luego de quedar sumido en el fondo del bolsillo, se asomó a su abertura, braceando entre gritos de desesperación. Pero el gigante no quiso escuchar lo que juzgaba protestas políticas del revolucionario y le dio un golpe en la cabeza con uno de sus dedos, enviándolo otra vez al fondo del bolsillo.
Llegó Gillespie al puerto, teniendo siempre ante sus pies un ancho espacio de terreno libre de gentío. Todos huían a ambos lados de el, pero era para juntarse luego que había pasado, profiriendo gritos de alarma y amenazas.
A la cabeza de esta muchedumbre rodaba el automóvil-tigre de Flimnap. El profesor, puesto de pie sobre el vehículo, iba arengando al gentío.
- ¡No le hagan daño! -decía-. Se ha vuelto loco; no puede ser otra cosa; pero tratándolo con dulzura acabará por someterse.
Unos le escuchaban sin hacerle caso; otros, que habían visto de lejos el exterminio realizado por el gigante ante la cárcel, gritaban venganza. Esta masa enorme y alborotada, sin organización alguna, en la que se confundían militares y civiles, mujeres y hombres, avanzaba cada vez mas rápidamente, hasta que se detuvo de pronto con un movimiento de retroceso que se extendió hasta el centro de la ciudad, esparciendo la alarma en las calles transversales. El gigante se había detenido al llegar al puerto, y la muchedumbre que le seguía se detuvo igualmente.
Al ver llegar al Hombre-Montaña huyeron todos los que trabajaban en los muelles trasladando a varios buques mercantes los víveres amontonados para el avituallamiento del ejército y de la flota. El gigante avanzó por uno

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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:43 am

de estos muelles, anchísimo para los pigmeos, pero en el cual tenia que colocar sus pies con precaución, como si marchase por lo alto de una pared.
La muchedumbre lanzó un grito de sorpresa y de rabia al darse cuenta de la dirección que seguía. Junto a este muelle se hallaba anclado el bote que le había traído de su remoto país.
- ¡El Hombre-Montaña va a escaparse! -gritaron miles de voces.
Otros se alegraron de esto, aceptándolo como una solución beneficiosa para el país, ahora que necesitaba concentrar todas sus actividades en la guerra contra los hombres.
Todos vieron como se inclinaba sobre los peñascos que defendían el lado exterior del muelle formando una línea de rompeolas. Con una roca en cada mano, levantó la cabeza, mirando en torno de él inquietamente. Desde el principio de su fuga le preocupaban más los ruidos del aire que las agresiones de los enemigos que marchaban sobre la tierra. Una flotilla de máquinas voladoras representaba para él un peligro temible.
Sonó un zumbido de avión cerca de sus orejas y se puso en guardia; pero al ver que solo era una máquina la que flotaba en el aire, sonrió satisfecho.
En aquel mismo momento los señores del Consejo Ejecutivo y sus ministros deploraban haber enviado contra los hombres sublevados todas las fuerzas aéreas existentes en la capital, y les ordenaban por medio de ondas atmosféricas que volviesen con toda rapidez para exterminar al gigante. Solo había quedado un aparato volador, algo antiguo, para los servicios extraordinarios, y su tripulación estaba compuesta de señoras maduras, movilizadas por la guerra, que habían permanecido largos años sin ejercer sus habilidades de guerreras del aire.
La máquina, que tenía la forma de una paloma, no osó aproximarse mucho al Hombre-Montaña. Los aviadores que le aprisionaron durante su sueño al desembarcar en el país tampoco se habrían atrevido a pasar ahora cerca de su cabeza, como lo hicieron entonces. Había que temer un golpe de aquel árbol que le servía de bastón.
Gillespie oyó un silbido, viendo al mismo tiempo ondular en el espacio un serpenteo luminoso semejante a un relámpago blanco. Acababan de arrojar sobre el uno de aquellos cables de platino de los cuales no podía defenderse. Pero echó atrás la cabeza, y el brillante hilo pasó sin tocarle, retorciéndose y doblando su extremo hacia arriba, como una serpiente furiosa.
Las matronas de la máquina volante, que veían debajo de ellas a todo el vecindario de la capital admirándolas, como si de su esfuerzo dependiese la suerte de la República, quisieron no marrar su segundo ataque, y para ello hicieron descender la máquina más cerca del gigante, aunque manteniéndola a tal altura que no pudiera alcanzarla con su garrote.
El Hombre-Montaña levantó una mano y, antes de que los aviadores lograsen enviar de nuevo su lazo metálico, asestó a la máquina una pedrada certera. El ave mecánica se desplomó herida, flotando algunos momentos sobre la copa azul del puerto, mientras las matronas reservistas se salvaban a nado. Al fin se acostó sobre una de sus aletas, desapareciendo entre los círculos concéntricos que había abierto en el agua.
Como Gillespie no veía otros enemigos aéreos, saltó dentro de su bote, lo que produjo en el puerto una enorme ondulación que hizo danzar sobre sus amarras a todos los buques de los pigmeos.
Rápidamente, el coloso había amontonado con ambas manos varias rocas de la escollera, arrojándolas en el fondo de su barca. Vio con placer que la marinería de la escuadra del Sol Naciente había dejado en su embarcación dos remos antiguos, así como una cesta, una paleta para achicar el agua y otros objetos de menos valor. Todo lo demás, víveres y ropas, se lo habían llevado el primer día de su llegada para exhibirlo ante el gobierno y guardarlo, finalmente, en los arsenales de la ciudad.
Lo primero que procuró fue librar el bote de las amarras puestas por los pigmeos. Lamentaba no tener un simple cortaplumas para terminar más pronto, partiendo los cables que lo tenían sujeto. Dos de estos le unían al muelle, atados a dos troncos de pino que hacían oficio de pilotes. Gillespie, para no perder tiempo desenredando los nudos hechos por la marinería enana, tiró simplemente de estos cables, enormes para los habitantes del país, pero menos gruesos que su dedo menique, arrancando los dos maderos de la tierra en que estaban clavados. Luego se dirigió hacia la proa para levantar las anclas hundidas en el fondo del puerto.
Estas anclas eran recuerdos venerables de la época posterior a Eulame, cuando las naciones, en implacable rivalidad marítima, se dedicaron a construir buques inmensos, fortalezas flotantes de numerosos cañones, guarnecidas por miles de combatientes. Para Gillespie resultaban de un tamaño considerable, más allá de las proporciones guardadas por las demás cosas de los pigmeos, pues eran tan largas casi como sus piernas. Por esto tuvo que esforzarse mucho para arrancarlas del barro del fondo, subiéndolas hasta el bote.
De pronto suspendió su trabajo al oír que le hablaban en inglés desde el muelle. Era Flimnap. Todos sus compatriotas permanecían alejados después de haber visto que el gigante del árbol amenazador sabía igualmente aplastar a sus enemigos a gran distancia, valiéndose de rocas capaces de destruir una casa o un buque. Gritaban contra el, pero se mantenían aglomerados en las bocacalles, prontos a huir, sin atreverse a avanzar al descubierto sobre los muelles. Solo Flimnap, siguiendo los consejos de su amor y seguro de la bondad del gigante, se atrevió a ir hacia el.
- ¡Gentleman -dijo con voz llorosa-, lléveme con usted, ya que su intención es huir para siempre de esta tierra! ¡Piense en mí, se lo suplico!... ¿Cómo podré vivir cuando el Gentleman-Montaña se haya marchado para siempre?...
Pero el Gentleman-Montaña miró sonriendo al grueso capitán y levantó los hombros. Luego le volvió la espalda, empezando a forcejear para subir la segunda ancla.
- ¡Lléveme! -continuo-. ¿Qué voy a hacer en mi patria?... Al ver que usted quiere marcharse, todas mis creencias se han derrumbado. Nada me importa que perezca el gobierno de las mujeres, que triunfen los hombres o que la guerra sea interminable. Lo único que me interesa es mi amor.
"Además, gentleman, este país me parece inmensamente triste y empiezo a aborrecer a los que lo habitan. Creíamos terminada para siempre la guerra; era un monstruo de los tiempos remotos que nunca podía resucitar; y ahora la guerra surge cuando menos lo esperábamos y nadie sabe cuando acabará. ¿Viviremos esclavos eternamente de nuestra barbarie original, sin que haya educación capaz de modificarnos?... ¿Será una mentira el progreso?... ¿Estaremos condenados a dar eternas vueltas, lo mismo que una rueda, sin salir jamás del mismo círculo?...
Pero el coloso no oía sus ruegos ni prestaba atención a las preguntas que iba formulando Flimnap, de acuerdo con sus hábitos de conferencista. Lo que a Gillespie le preocupaba era salir del puerto cuanto antes. Ya tenía fuera del agua la segunda ancla, y empuño los remos, empezando a bogar de pie y mirando a la proa.
- ¡Gentleman, lléveme! -gritó el amoroso catedrático con un temblor histérico en la voz y extendiendo sus brazos-. Yo no quiero vivir aquí. Tómeme en su navío gigantesco o me arrojo al agua.
No supo nunca Gillespie si el enamorado capitán fue capaz de cumplir su amenaza, pues se negó a volver el rostro. Pronto dejó de oír la voz de su antiguo traductor. Remaba tan vigorosamente, que con unas cuantas paladas se colocó en el centro del puerto. De los buques mercantes escapaban en masa las tripulaciones, por creer que el Hombre-Montaña quería tomarlos al abordaje. Pero Gillespie puso su proa hacia el otro lado del puerto, donde estaban los almacenes de víveres para las tropas.
Al saltar sobre el muelle, este quedó desierto. Por encima de las techumbres de los almacenes vio un patio donde estaban puestas a secar enormes cantidades de carne convertida en cecina. A puñados arrebató esta reserva alimenticia, arrojándola en el cesto que había sacado del bote. También limpió otro patio de los víveres que guardaba formando montones, y los depositó en el mismo cesto sin ningún orden.
Cuando estuvo otra vez en su embarcación notó que los muelles se iban cubriendo de pigmeos. Eran soldados vestidos con vistosos uniformes y que avanzaban denodadamente. Los que tenían arcos disparaban, pero sus flechas caían mucho antes de llegar adonde estaba el gigante, lo que hizo sonreír a este despectivamente, no queriendo responder a la agresión.
Hubo en la muchedumbre un movimiento de retroceso, y luego se abrió dejando paso a algo que provocaba aclamaciones de entusiasmo. Gillespie, interesado por este movimiento, permaneció de pie en su bote, mirando hacia dicho sitio.
Era que el Consejo Ejecutivo, para remedio de la inferioridad agresiva de sus tropas, acababa de enviar varios cañones de los más grandes que se conservaban en el Museo Histórico. Esta artillería gruesa databa de los tiempos de Eulame, y la componían ocho piezas de asedio del tamaño y el calibre de un revólver de marca mayor, de los usados en el mundo de los Hombres-Montañas.
Los guerreros femeninos empujaban con entusiasmo estas armas colosales, colgándose de los rayos de sus ruedas para hacerlas avanzar. Momaren, con la cabeza cubierta de vendajes y el aspecto dolorido, marchaba al frente de varios profesores que se imaginaban conocer por sus lecturas el manejo de tales monstruos de acero. Lloró de emoción la muchedumbre al ver que el Padre de los Maestros, a pesar de hallarse gravemente enfermo, había abandonado su cama para servir a la patria.
Tres cañones fueron apuntados contra el gigante. Uno permaneció mudo, por más que los artilleros improvisados se agitaron en torno de él; otro, al disparar, se acostó de lado por haberse roto una de sus ruedas, aplastando a los que pilló debajo. El tercero funcionó normalmente, y su proyectil, en vez de tocar al coloso, echó a pique dos de los barcos que estaban a la carga.
El estruendo de las explosiones, completamente nuevo para la mayor parte de este gentío, le hizo huir con más rapidez que el miedo al coloso. Gillespie no quiso dejar que sus enemigos continuaran ejercitándose en el manejo de la artillería, y tomo el achicador que estaba en el fondo de su barca. Con esta paleta envió por el aire unas cuantas masas de agua, que vinieron a desplomarse algunos metros más allá, sobre los grandes cañones y todos los que se movían en torno a ellos.
Momaren huyó con sus profesores, perseguido por el enorme diluvio, y hasta las amazonas más dispuestas a morir se refugiaron detrás de las piezas de artillería y de los armones chorreantes.
Edwin, empuñando otra vez sus remos, procuró salir rápidamente del puerto. Nada le quedaba que hacer en él. Pero fuera de su boca le salió al encuentro un obstáculo inesperado.
La escuadra del Sol Naciente había zarpado días antes, lo mismo que las flotas aéreas, para combatir a los insurrectos, dejando solamente dos buques a las órdenes del gobierno. Estos buques, mientras Gillespie levantaba sus anclas y saqueaba los almacenes, habían embarcado una parte de sus tripulaciones que se hallaban en tierra con permiso, saliendo del puerto para combatirle, por creer sus capitanes que fuera de él podrían maniobrar mejor contra el barco gigantesco. Reconocían la desigualdad de sus fuerzas al compararlas con el poder ofensivo de este último, pero habían recibido órdenes precisas de los gobernantes -todos ellos de una ignorancia completa en las cosas del mar-, y marchaban al ataque con el heroísmo sombrío del que sabe que va a morir inútilmente.
Uno de los navíos se colocó ante el bote de Gillespie, cortándole el camino, al mismo tiempo que le enviaba una nube de pequeños guijarros con sus catapultas; pero el gigante remó vigorosamente, cayendo sobre él en unos segundos, y lo hizo desaparecer bajo el rudo choque de su proa.
En el mismo instante el bote quedó inmovilizado con tal brusquedad, que Edwin casi cayó de espaldas. Miró en torno de él, sin distinguir nada amenazante en el mar; pero sobre una de las bordas de su embarcación vio como se movía una especie de hilo de araña. Este filamento había acabado por pegarse a la madera, como si fuese un ser vivo, mientras su extremo opuesto se perdía en la profundidad acuática.
Era un cable igual a los de las máquinas aéreas. Gillespie adivinó que el segundo buque se había sumergido y le enviaba desde el fondo sus tentáculos metálicos, animados y prensiles, que parecían poseer la inteligencia de un ser viviente. Varios de estos cables debían estar pegados ya a la quilla de su bote. Otro salió del agua, como una lombriz de nerviosas contracciones, enroscándose en torno a uno de sus remos. Iba a quedar allí, prisionero del buque invisible, no más grande que un juguete, el cual lentamente tiraría de él hacia el interior del puerto, o le retendría inmovilizado, esperando que llegase la flota, avisada por las comunicaciones atmosféricas.
Por primera vez en toda la tarde sintió el coloso la angustia del peligro. Este adversario resultaba más temible que todas las muchedumbres aporreadas y perseguidas por él en las calles de la capital. Cuando se consideraba libre para siempre de los pigmeos, era su prisionero y sólo podía esperar la muerte.
Asomó cautelosamente su cabeza por las bordas de la embarcación, pronto a retirarla antes de que un nuevo cable viniera a enroscarse en su cuello. Siguiendo la dirección de los filamentos hundidos en el agua, creyó ver un objeto negro que flotaba a pocos metros de la superficie. Agarró una piedra, arrojándola en el mar con una fuerza que hizo surgir chorros de espuma. Pero en vez de obtener su deseo, un nuevo cable se elevó amenazante sobre las aguas. Arrojó otra piedra, y luego otra, persiguiendo de este modo al terrible pez mecánico que daba vueltas en torno a su bote.
Sintió un escalofrío de angustia al darse cuenta de que sólo le quedaba un pedazo de roca como último proyectil, y lo arrojó con toda la fuerza de su desesperación, casi sin mirar, confiándose al instinto y a la suerte.
Se obscureció el agua con una dilatación negra, como si se hubiese roto en sus entrañas una gran bolsa repleta de tinta. Subieron a la superficie densas burbujas de gases, que estallaron con un estrépito hediondo, y todos los

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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:44 am

cables se soltaron a la vez, cayendo inertes, como los segmentos de una serpiente partida, como los tentáculos de un pulpo desgarrado.
Libre ya de este obstáculo, Gillespie volvió a empuñar los remos, avanzando por unas aguas que la marina pigmea rehuía el frecuentar. Puso la proa hacia la barrera de rocas y espumas, obra de los dioses, que limitaba el mundo conocido.
Después de una hora de violento ejercicio, Gillespie, cubierto de sudor, necesitó despojarse de la chaqueta. Todavía pendían de su tejido muchas flechas, que le recordaron su primer choque con los soldados de la República femenina. La vista de ellas evocó en su memoria a los dos compañeros de viaje, completamente olvidados hasta entonces.
Sosteniendo la chaqueta con una mano, metió la otra en el bolsillo superior, extrayendo uno tras otro a los dos pigmeos para depositarlos dulcemente en la popa de la embarcación.
Ra-Ra se mostró sombrío y ceñudo, mirando al Hombre-Montaña con hostilidad, como si recordase aún el golpe que le había dado con un dedo para que permaneciese dentro del bolsillo. Al ver que el gigante, hundiendo por segunda vez su mano en la tela, sacaba a su amada, le gritó con dureza:
- ¡Tenga cuidado, monstruo!... La pobre Popito tal vez va a morir.
Edwin miró con asombro a la delicada joven, que, no pudiendo continuar de pie, acababa de tenderse sobre la madera de la popa, mientras Ra-Ra sostenía su cabeza, arrodillado.
¡Gran Dios!... Miss Margaret Haynes, por otro nombre Popito, tenía las ropas manchadas de sangre. Su rostro estaba empalidecido por una lividez mortal. Sus labios eran ahora azules, y una humildad dolorosa parecía haber agrandado sus ojos.
Con acento de rencor, como si el gigante tuviese la culpa de la herida recibida por su amada, Ra-Ra fue explicándole todo lo ocurrido desde que salió de la cárcel. Al caer en el fondo del bolsillo oyó gemidos dolorosos, viendo a continuación como la dulce Popito chorreaba sangre. Una de las muchas flechas dirigidas contra el Hombre-Montaña, al clavarse en el paño de la chaqueta, la había alcanzado con su punta. Ra-Ra trepó inmediatamente a la abertura para advertir al gigante; pero este, en vez de escucharle, lo golpeó con uno de sus dedos, haciéndole caer de nuevo sobre el cuerpo de la joven herida. Así habían permanecido los dos mucho tiempo, sufriendo el más horrible de los suplicios encerrados en aquella bolsa agitada continuamente por los movimientos que hizo el coloso para defenderse de la máquina voladora, para desamarrar la barca, para inundar la artillería de los pigmeos y para batirse al fin con los dos buques enemigos.
Era extraordinario que Popito viviese aun. Él había vendado la herida con pedazos de tela arrancados a su traje, y temblaba al pensar que la delicada joven tal vez no pudiera resistir tantos sufrimientos.
- Usted tiene la culpa, gentleman. ¿Por qué no nos dejó en nuestra patria? ¿Por qué nos ha traído aquí, haciéndonos sus esclavos?
Edwin lanzó a su propia miniatura una mirada de desprecio.
- ¿Vivirías ahora si te hubiese dejado en tu país?... ¿No era necesario que me defendiese para que los tres nos viésemos libres?...
Y convencido de que Ra-Ra, por ser igual a él, sólo podía decir tonterías cuando estaba furioso, prescindió de su persona para ocuparse únicamente de Popito. ¿Era posible qué miss Margaret fuese a morir cuando él la había salvado?... Volver atrás resultaba imposible; en la tierra de los pigmeos solo les esperaba la muerte. Lo mejor era ir al encuentro de los gigantes de su especie, para que aquella pobre joven recobrase la salud. Pensó además que los buques de la flota, avisados por el gobierno, navegarían ya a estas horas para darle caza, y era necesario pasar cuanto antes la barrera de los dioses.
Gillespie volvió otra vez a empuñar los remos, bogando con un vigor maravilloso del que no se habría considerado capaz días antes. Le pareció que el cansancio era algo que su cuerpo no podía conocer. También creyó sobrenatural que el día se prolongase más allá de sus límites ordinarios. El sol parecía inmóvil en el horizonte. Llevaba horas y horas remando, sin que sus brazos se fatigasen y sin que el astro diurno descendiese hacia el mar.
Popito, al permanecer fuera de su encierro, respirando el aire salino, pareció reanimarse. Sonreía dulcemente, con la cabeza apoyada en una rodilla de Ra-Ra. Sus ojos estaban fijos en los ojos de él, que la contemplaban verticalmente. Después, estrechándose las manos, paseaban los dos sus miradas por aquel mar misterioso y temible, poco frecuentado por los seres de su especie. Pasaron junto a una roca cubierta de plantas marítimas, en la que Gillespie solo hubiera podido dar unos veinte pasos.
- Aquí está sepultado mi glorioso abuelo -dijo Ra-Ra. El mar se iba rizando con largas ondulaciones que hacían cabecear al bote y hubiesen representado un oleaje de tormenta para los buques de la escuadra del Sol Naciente. Los dos amantes miraban con espanto el movimiento de la enorme nave.
- ¡Atención, hijos míos! -dijo Gillespie-. Vamos a pasar la llamada barrera de los dioses, y las rompientes nos sacudirán un poco.
Dobló su chaqueta sobre la popa y puso entre los pliegues a los dos pigmeos. Luego siguió remando, de pie y con la vista fija en la línea de escollos, para enfilar a tiempo los callejones de espuma hirviente abiertos en ella.
El bote se levantó sobre las olas y volvió a caer, tocando varias veces con su quilla los obstáculos invisibles. Terminaron los sacudimientos al quedar atrás la línea de rocas submarinas, y un mar de azul obscuro y profundo se extendió sin límites ante la proa del bote.
- Entramos en el mundo de los Hombres Montañas -gritó alegremente Gillespie.
Después de estas palabras se hizo inmediatamente la noche, y Edwin sintió de golpe toda la fatiga de los esfuerzos que llevaba realizados.
Buscó en su cesto de provisiones lo que le pareció más exquisito, depositándolo a puñados sobre su chaqueta para que comiesen los dos amantes refugiados en sus pliegues. Él también comió, tendiéndose después en el fondo de la barca para dormir.
No pudo explicarse como el sueño le mantuvo bajo su dominio tantas horas. Cuando despertó, el sol estaba ya muy alto, pero no fue la caricia cáustica de su luz la que le volvió a la vida. Unos gritos que parecían venir de muy lejos, entrecortados por llantos, fueron el verdadero motivo que le hizo salir de su sopor incomprensible. Ra-Ra le llamaba.
- ¡Gentleman, Popito se me muere!... ¡Ya ha muerto tal vez!
Gillespie se irguió al escuchar esta terrible noticia. ¿Era posible que miss Margaret pudiese morir?...
La vio tendida entre dos dobleces del paño de su chaqueta, con la cabeza sobre una arruga que había preparado y mullido su amante para que le sirviese de almohada. Estaba más blanca que el día anterior, como si hubiese perdido toda la sangre de su cuerpo. Abrió los ojos y volvió a cerrarlos repetidas veces después de mirar a Ra-Ra y al gigante.
- ¡Oh, miss Margaret! -suplicó Edwin-. No se muera. ¿Qué haré yo en el mundo si usted me abandona?...
Y el pobre coloso tenía en su voz el mismo tono desesperado del pigmeo Ra-Ra.
Como si necesitase contemplarla de más cerca, pasó una mano con suavidad por debajo del cuerpo de Popito y puso igualmente sobre la palma a su lloroso compañero, para no privarle ni un instante de la presencia de su amada.
Sentado en el centro del bote permaneció mucho tiempo, con la diestra cerca de los ojos, contemplando el grupo que formaban los dos pigmeos enamorados.
Ra-Ra, arrodillado junto a ella, le tomaba las manos, hablándola ansiosamente para que abriese los ojos una vez más, y creyendo que cuando los cerraba era para siempre.
- ¡Oh, hermano de mis ensueños! ¡Madre de mis alegrías! ¿Me oyes?... No te mueras; yo no quiero que mueras. Aún quedan para nosotros muchos soles dichosos y muchas lunas de amor. El Gentleman-Montaña nos llevará a su país, y las esposas de los gigantes sentirán asombro al verte tan hermosa. Para las reinas de aquellas tierras será una gloria llevarte dormida sobre su pecho, pues no hay joya que pueda compararse en hermosura contigo. ¿Me oyes ... di ... me oyes?
Y el gigante, con su bronca voz, se unía a este lamento acariciador, repitiendo monótonamente:
- No se muera usted, miss Margaret.... ¡No se muera!
De pronto Ra-Ra lanzó un chillido casi femenil:
- No me contesta.... ¡Ha muerto!... ¡ha muerto!...
Así era. Hacía mucho tiempo que el hablaba, sin que la joven pareciese oírle. Su última sonrisa se había inmovilizado, convirtiéndose en una mueca fría y lúgubre.
Ra-Ra levantó uno de los brazos de su amada, y el brazo volvió a caer con la inercia de la muerte. Entreabrió sus párpados, y solo pudo encontrar un globo vidrioso y empañado, del que había huido toda luz.
- ¡Ha muerto, gentleman! -gritó llorando como un niño.
Y el gentleman permanecía cabizbajo, mirando fijamente su mano, en cuya palma acababa de desarrollarse la tragedia amorosa de su propia vida.
Pasó mucho tiempo... ¡mucho! Ra-Ra, tendido junto al cadáver y abrazado a él, lloraba y lloraba incesantemente. Gillespie seguía inmóvil, sin hacer ningún gesto de dolor, considerando inútil la exteriorización de su pena, pues contaba con un "otro yo" ocupado en derramar sus propias lágrimas.
A la caída de la tarde, un fuerte deseo de actividad hizo salir a Edwin de esta inercia. Un gentleman debe al cadáver de la mujer amada algo más que una dolorosa contemplación.
Pensó en los cementerios de su América, verdes, rumorosos, abundantes en flores y mariposas, verdaderos jardines que sirven de lugar de cita a los enamorados y asoman sus tumbas entre frescas arboledas al borde de riachuelos que se deslizan bajo puentes rústicos. De estar allá, construiría en uno de estos paseos, que con su sonrisa primaveral parecen burlarse del miedo a la muerte, un gracioso monumento para depositar a Popito, y la visitaría todas las tardes llevándole un ramo de flores. ¡Pero aquí, en medio del mar, tan lejos de las tierras habitadas por los hombres de su especie!...
Creyó ver que el adorable cuerpo de miss Margaret empezaba a descomponerse. Tal vez era ilusión de sus ojos, pero el mármol de su palidez parecía haber tomado un tono verdinegro, con estrias que denunciaban la podredumbre interior. Resultaba preferible no presenciar la desagregación material y desesperante de este cuerpo adorado. Además, su deber era darle sepultura inmediata en el mar, ya que no podía hacerlo en tierra.
Tomó a un mismo tiempo con sus dedos el cadáver de Popito y el cuerpo de Ra-Ra, depositándolos de nuevo sobre la chaqueta. Luego hizo una rebusca entre los objetos amontonados en la barca después del registro realizado por la marinería de la escuadra del Sol Naciente, y encontró una pequeña caja de cigarros que él había tomado en su camarote al ocurrir la voladura del paquebote. Los pigmeos la habían dejado vacía después de llevarse las seis columnas de hierba prensada, obscura y picante que contenía su interior, tan altas como sus cuerpos. Esta caja iba a ser el féretro de la dulce Popito.
Empezaba a ponerse el sol, cuando Gillespie pasó a la popa con la cajita en su diestra. Ra-Ra, como si presintiese el peligro, se puso de pie, y al fijarse en la mano del gigante adivinó su intención, gritando con voz desesperada:
- ¡No quiero!... ¡No quiero!
Luego, comprendiendo que su resistencia resultaría inútil ante las fuerzas del coloso, apeló a la súplica:
- Déjela aquí, gentleman. ¿Por qué me la arrebata? Esa tumba que quiere darle es tan enorme, ¡es tan fría!... Usted es bueno, gentleman; usted me ha protegido siempre. Atienda mis ruegos.
Pero el gigante le hizo retroceder con el dorso de una de sus manos, tomando después el cadáver para depositarlo en la cajita.
Iba a cerrar su tapa, cuando Ra-Ra se abalanzó sobre ella.
- Métame a mí también -dijo-. Donde Popito vaya debo ir yo. Nos lo hemos jurado muchas veces. ¿Por qué se empeña en separarnos?...
La mano del gigante volvió a repelerle, mientras dos lágrimas se desplomaban de los ojos de Gillespie, cayendo en el interior de la cajita.
Cerró lentamente la tapa, volviendo con una presión de sus dedos a hacer penetrar las tachuelas en sus antiguos orificios.
Ya se había ocultado el sol, dejando en el horizonte una barra roja entre vapores flotantes de oro mortecino.
Otras dos gotas enormes de llanto vinieron a caer sobre la cubierta del improvisado ataúd.
Mientras tanto, Ra-Ra lanzaba continuos lamentos, iguales a los aullidos de una bestezuela herida muy lejos... muy lejos....
- ¡Adiós, Margaret! -murmuró Edwin.
Y sacando un brazo fuera del bote, dejó caer la caja de cigarros.
Flotó sobre el agua unos instantes, y luego se fue al fondo bajo el peso de alguien que acababa de arrojarse sobre ella.
Era Ra-Ra, que había saltado fuera de la embarcación para abrazarse al féretro, desapareciendo con él.
Y Edwin Gillespie, como si temiera quedarse solo, obedeciendo a una voluntad superior y misteriosa que le empujaba con fuerza irresistible, imitó a Ra-Ra, lanzándose también de cabeza en el mar.




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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:45 am

El paraíso de las mujeres: Capítulo XVI
de Vicente Blasco Ibáñez
Donde el Hombre-Montaña deja de ser gigante y da por terminado su viaje

Se vio envuelto en pegajosa obscuridad. Una fuerza voraz tiraba de el, absorbiéndole. Así fue descendiendo a las regiones inferiores, donde las tinieblas eran aún más densas.
Braceó desesperadamente al sentir las primeras angustias de la asfixia, dando al mismo tiempo furiosas patadas en el ambiente líquido. Tenía la certeza de que iba a morir ahogado, y esto mismo comunicaba a sus fuerzas un nuevo vigor.
- ¡No quiero morir, no debo morir! -se decía Edwin.
El egoísmo vital se había apoderado de el, borrando las tristezas sentimentales de poco antes. Ya no se acordaba de la dulce Popito ni de Ra-Ra, suicida por amor. Este pigmeo podía matarse, era dueño de su vida, y el no pensaba negarle el derecho a disponer de ella. Pero el Gentleman-Montaña no alcanzaba a comprender en virtud de que razones debía imitar al otro, solamente porque se parecían, como una persona se asemeja a un retrato suyo en miniatura.
Como el joven americano deseaba prolongar su vida, agitó brazos y piernas, no sabiendo en realidad si el abismo seguía absorbiéndolo o si lograba remontarse poco a poco hacia la superficie.
Su deseo era terminar lo más pronto que fuese posible esta vida flotante y anormal, en la que su cuerpo tenía que luchar contra las leyes físicas, trabajando desesperadamente por libertarse de los tirones de la gravitación. Solo aspiraba a encontrar un punto de apoyo, algo sólido que poder asir con sus manos.
Tan vehemente era este deseo, que no tenía en cuenta la magnitud del objeto. Una botella cerrada, un simple tapón flotante, bastarían para sostener todo su cuerpo. Lo esencial era encontrar donde agarrarse.
Y de pronto su mano derecha sintió el duro contacto de una madera pulida y firme.
Se cogió a ella con la crispación del que va a morir; la oprimió como si pretendiese incrustar sus dedos en la venosa y compacta superficie. Después pego a ella su otra mano, y, apoyándose en este sostén, fue elevando todo su cuerpo.
Tan grande resultaba la violencia del esfuerzo, que la madera crujió, esparciendo un sonido de rotura a través del ambiente líquido y pegajoso.
Poco a poco saco la cabeza fuera del agua y vio que había cerrado la noche. Pero la lobreguez nocturna estaba cortada por el resplandor de un sol rojo cuyos rayos parecían de sangre fluida.
Este sol lo tenía sobre su cabeza, e instintivamente volvió los ojos para verlo. Era simplemente una lamparilla eléctrica resguardada por un vidrio cóncavo.
Aturdido por tal descubrimiento, cerró los ojos para condensar sus sentidos y poder apreciar lo que le rodeaba sin absurdos fantasmagóricos. El hecho de que el sol se convirtiese de pronto en una lámpara eléctrica le hizo sospechar que estaba dormido o que el descenso al abismo oceánico había perturbado sus facultades mentales.
Volvió a abrir los ojos, limitándose a mirar enfrente de él. Lo primero que vio fue sus pies descansando sobre algo que estaba más alto que el suelo; después contempló este suelo, que era de madera limpia y brillante, con ensambladuras muy ajustadas; y más allá, como último término, una barandilla recubierta exteriormente de lona pintada de blanco. Sobre esta baranda se abría una obscuridad misteriosa que parecía exhalar el aliento salitroso del infinito.
Sintió dolor en las manos a causa de la tenacidad con que estaban agarradas al objeto providencial que le había servido de punto de apoyo en su agonía de náufrago.
Los ojos de Gillespie, todavía mal abiertos, siguieron la longitud de uno de sus brazos, en busca de las manos, para encontrarlas al fin agarradas a una madera de color de manteca, pulida y brillante. Esta madera afectaba una forma que no era desconocida para Edwin.
Después de examinarla con los titubeos de un entendimiento todavía confuso, acabó por descubrir que era el brazo de un sillón. Una vez hecho este descubrimiento, todo lo demás resultó fácil para él; sus facultades despertaron instantáneamente, ayudándose unas a otras.
Se dio cuenta de que estaba sentado en un sillón, con las piernas extendidas. Luego se incorporó, soltando el brazo de madera, que dejó oír un nuevo quejido de quebrantamiento al verse libre de la desesperada opresión. Rápidamente fue reconociendo el verdadero aspecto de todo lo que le rodeaba. El sol rojo no era más que una lámpara eléctrica de las que alumbran el puente de paseo de un paquebote.
Gillespie tardó en reconocer el buque. ¿Qué hacía el allí?... ¿Quién le había traído?... Quiso echar una pierna fuera del sillón, y su pie tropezó con algo que resbalaba sobre la madera lanzando un susurro, como de frote de papeles.
Al avanzar su cabeza vio un libro caído, que tenía el lomo en alto, ostentando en su tapa de colores un hombre con casaca a la antigua, las piernas en forma de compas, y pasando entre ellas un ejército de pigmeos. La vista de este dibujo le ayudó a despertar completamente, reanudando el funcionamiento de su memoria.
No había hecho mas que dormir, como tantos protagonistas de cuentos y comedias, soñando con arreglo a su última lectura y viendo las escenas de su ensueño lo mismo que si realmente transcurriesen en la realidad.
Sintió un escalofrío, y poniéndose de pie, miró su reloj. Eran las ocho. Los pasajeros debían estar ya terminando de comer. Al extremo de la cubierta de paseo jugueteaban tres niños vigilados por una institutriz. Tal vez les pertenecía aquel libro que había hecho pasar a Gillespie cuatro horas de continuos ensueños, inmóvil en un sillón, mientras por el interior de su cráneo desfilaban las escenas de una historia tan interesante como inverosímil.
Al verle despierto y de pie, los niños hicieron esfuerzos por ocultar sus risas. Debían haber pasado muchas veces ante su asiento, contemplando como se agitaba y hablaba en voz baja sin dejar de dormir.
La risa sofocada de los tres y de la institutriz le hizo abandonar el puente, bajando a los salones del paquebote. El americano, después de tanto soñar, sentía hambre, un hambre solo comparable a la que había sufrido cerca del puerto de la Ciudad-Paraíso de las Mujeres mientras esperaba inútilmente el envío de víveres prometido por la enamorada Flimnap.
Pero la evocación de esta parte material de su ensueño sirvió para resucitar en su memoria la imagen de la dulce Popito y la escena de su muerte.
Pepito era miss Margaret, y al recordar como había fallecido sobre una de sus manos y como la había arrojado al agua, se sintió invadido por los más tristes presentimientos.
Reconoció de pronto que los supersticiosos no son dignos de burla, como él había creído siempre. Se imaginó que todo lo que llevaba visto en sueños no era más que una preparación para llegar a la muerte de Popito y que esta muerte debía considerarla como un aviso de las potencias misteriosas que rigen el curso de la vida humana.
- Miss Margaret ha muerto, estoy seguro de ello -se dijo el joven.
Y en el comedor, cada vez más solitario, pues los pasajeros abandonaban ya las mesas, Gillespie dejó intactos todos los platos que le presentó el camarero.
- Ha muerto, ha muerto indudablemente.
Cuando vio entrar al encargado de la telegrafía sin hilos del paquebote, mirando a un lado y a otro, con un pequeño sobre en una mano, Edwin se incorporó para atraer su atención.
Estaba seguro de que le buscaba a él, trayéndole la más fatal de las noticias.
Efectivamente, el telegrafista fue hacia su mesa y le entregó el despacho.
Gillespie abrió el sobre con mano temblorosa, buscando inmediatamente la firma del telegrama. ¡Lo que él había pensado!... El despacho iba suscrito por mistress Augusta Haynes.
No considero necesario leer las líneas del texto. ¿Para qué?... Sólo un acontecimiento terrible podía obligar a esta señora, tan enemiga suya, a enviarle un telegrama.
- Ha muerto; efectivamente, ha muerto.
Danzaron ante sus ojos las luces del comedor; después se fueron debilitando, como si les faltase la fuerza del fluido. Un velo acuático acababa de correrse entre sus ojos y estas luces. Y para que los pasajeros retardados no le viesen llorar, Edwin Gillespie inclinó la cabeza permaneciendo así mucho tiempo.
Al fin volvió a abrir el despacho instintivamente, para leerlo línea por línea. Sentía el deseo amargamente atractivo que nos impulsa a paladear los grandes dolores. Necesitaba saber como había sido su desgracia, conocerla detalle por detalle, rebuscando entre las palabras inmóviles y secas del telegrama la vibración de aquella catástrofe, sin interés para el resto de los humanos, pero la más grande que podía ocurrir en el mundo para la madre y para él.
Se movió en su asiento nerviosamente al leer las primeras palabras. ¡Miss Margaret no había muerto!... La madre le decía simplemente que su hija estaba enferma, muy enferma, y para que recobrase la salud, ella rogaba a Gillespie que regresase cuanto antes a los Estados Unidos.
Quedó aturdido por el texto inesperado del despacho. Experimentó una gran alegría, avergonzándose a continuación de ella. El desesperado pesimismo que había sentido en los primeros momentos se reprodujo, haciéndole buscar en el telegrama la parte más alarmante, o sea las primeras palabras.
¿Qué importaba que la orgullosa señora, olvidando la altivez con que siempre le había tratado, se humillase hasta formular este llamamiento?... Lo concreto, lo seguro, era que Margaret estaba muy enferma. Para que mistress Augusta Haynes se decidiese a llamar al ingeniero Gillespie -pretendiente que nunca había sido de su gusto- era preciso que la hija estuviera en verdadero peligro de muerte. ¡Y el que se hallaba al otro lado del mundo, separado por una navegación de varias semanas!...
Pasó la noche sin dormir, saltando de su lecho para pasear por el puente y volviendo a meterse en el camarote con un deseo siempre incumplido de lograr un poco de sueño.
- ¡Quién sabe si ya habrá, muerto! -pensaba tenazmente bajo el influjo de su pesimismo-. Cuando la madre ha enviado este despacho, es indudable que Margaret va a morir.... ¡Y yo sin poder realizar los deseos de esa señora, que parece me espera con ansiedad!... ¡Qué idea la mía de emprender un viaje a estas tierras remotas!
Después del amanecer subió a la última cubierta, paseando cerca del puente de mando para poder hablar con alguno de los oficiales.
Encontró a uno que no se parecía en nada al que había visto durante su ensueño, ocupando juntos el mismo bote cuando abandonaron el buque próximo a hundirse.
Quiso saber los medios más seguros para regresar a los Estados Unidos cuanto antes, y el oficial le habló de un paquebote que partiría de Melbourne horas después de la llegada de este en que iban ellos.
La buena noticia animó un poco a Gillespie, haciéndole pensar en la remota posibilidad de que sus asuntos pasionales obtuviesen finalmente una solución dichosa.
Cuando se dirigía al comedor en busca del desayuno, escuchó su nombre. Era el empleado del telégrafo, que le buscaba para entregarle un nuevo despacho.
Sintió que toda su sangre afluía al corazón, dejando sus miembros en una frialdad cadavérica. Después el torrente sanguíneo refluyó con violencia, esparciendo por todo su cuerpo una picazón cáustica.... Lo que él había presentido durante la noche iba a realizarse. El primer telegrama de la madre era una especie de preparación para que el dolor lo fuese recibiendo por gradaciones. Le había anunciado que Margaret sólo estaba enferma, para horas después enviarle un segundo telegrama con la terrible noticia de su muerte.... Y el telegrama estaba allí al alcance de su mano.
Pero el telegrafista, un jovenzuelo de ojos maliciosos, le miraba sonriente, y se adivinaba en su sonrisa algo que tal vez tenía relación con el despacho.
En el primer momento Gillespie se sintió tan irritado por esta jovialidad, completamente en desacuerdo con su dolor, que hasta tuvo el propósito de gratificar al joven con un puñetazo entre ambas cejas. Después pensó que el telegrafista estaba enterado indudablemente de lo que contenía el sobre, y era inverosímil que entregase sonriendo una noticia de muerte.
Hasta se imaginó que su sonrisa actual era continuación de otras sonrisas anteriores que no había podido reprimir mientras con un lápiz en la mano y el casco de orejas metálicas en la cabeza escribía las palabras misteriosas llegadas a través de la atmósfera.
Gillespie le arrebató el despacho para abrirlo.... ¡Oh Dios! ¡La firma de miss Margaret!
Y después de leerlo en un silencio entrecortado por su respiración jadeante, empezó a reír. Luego dijo en voz alta, con tono de admiración y regocijo:
- ¡Oh, las mujeres! ¿Quién podrá nunca luchar con las mujeres?
Saludó el telegrafista, asintiendo a estas palabras, y sus ojos parecieron decir: "El gentleman tiene mucha razón."
Luego se marchó para que Edwin pudiese volver a leer con toda calma aquel papelillo que contenía todo un mundo de felicidad.
La dulce miss Margaret Haynes le telegrafiaba para ordenarle que volviese cuanto antes, añadiendo que si había recibido un despacho de su madre con la noticia de que ella estaba gravemente enferma no hiciese caso alguno.
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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:45 am

Su salud era mejor que nunca; pero había necesitado fingirse enferma durante un mes, con gran abundancia de melancolías y llantos, y hasta privarse de bailar en tanto tiempo. Esto último era lo que había asustado más a la madre, haciéndola creer en una muerte próxima; y como amaba mucho a su hija, la grave señora había acabado por acceder a su matrimonio con el ingeniero.
La consideración de que Margaret había podido privarse de bailar durante cuatro semanas para casarse con Edwin conmovió a este profundamente. "¡Adorable criatura!... ¡Imposible pedir mayor sacrificio!..." ¡Ay! ¡Cómo deseaba tenerla en sus brazos, de cinco a siete de la tarde, en cualquier hotel de las riberas del Atlántico o del Pacífico, bailando al son de una orquesta de negros, cadenciosa y disparatada!
Su impaciencia le hizo subir otra vez al puente, en busca del mismo oficial.
- ¿Cuándo llegaremos a Melbourne?
- Dentro de tres horas.
- ¿Está usted seguro de que el otro vapor sale en seguida para San Francisco?
- Zarpará lo más tarde mañana al amanecer.... Tal vez salga hoy, y tendrá usted que moverse mucho para obtener un buen camarote y trasladar su equipaje.
¡Oh, Providencia, que alguna vez te acuerdas de los enamorados!... Gillespie, después de tales noticias, bajó al camarote para preparar sus maletas. Pero mientras cumplía este trabajo mecánico, su imaginación empezó a galopar por los campos del futuro, creando instanténeamente las escenas más risueñas.
Se vio unido a miss Margaret Haynes, que había pasado a ser mistress Gillespie. Recorrió la casa que habitarían en Nueva York, improvisando en unos segundos, sin gasto alguno y sin discusiones con los proveedores, todas sus piezas, amuebladas con gran comodidad.
Después, dando una cabriola sobre el obstáculo de diez años, se contempló entre varios niños hermosos, bien vestidos y de una gracia conmovedora, iguales a los que se muestran en los escenarios de los teatros y en el lienzo luminoso de los cinemas.
La señora Gillespie, mamá de todos ellos, estaba más bella que nunca, con ese esplendor de verano hermoso que proporciona la maternidad y un aterciopelamiento azucarado de fruto en plena sazón.
Pero de pronto su fantasía optimista se estremeció, dando un salto atrás. Acababa de ver a alguien que había olvidado. La solemne mistress Augusta Haynes pasó ante sus ojos. ¿Cómo se portaría con él?... ¿Sería la serpiente del paraíso que acababa de crear?...
Su optimismo acabó por no tener en cuenta el aspecto imponente y duro de la madre de Margaret. El fondo de su carácter tal vez era bondadoso, como afirmaba la hija.
- ¿Y si no lo es?... ¿Y si no lo es?...
Gillespie, ante tal duda, se sintió con un alma enérgica hasta la crueldad.
Lo que el deseaba era que Margaret le amase siempre. Contando con el cariño de su esposa, no había suegra que le infundiese miedo.
Nueva York y San Francisco están a orillas del mar, y él se acordó de lo que había hecho cierta noche, estando en la playa, con el ilustre Momaren, Padre de los Maestros y madre de la dulce Popito.
Y lo que hace un gigante puede repetirlo igualmente un simple hombre, siempre que no le falte buena voluntad.

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El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez - Página 2 Empty Re: El Paraíso de las Mujeres de Vicente Blasco Ibañez

Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:46 am

El paraíso de las mujeres: Prólogo
de Vicente Blasco Ibáñez


AL LECTOR

Considero necesario dar una explicación sobre el origen de este libro.
Una casa editorial cinematográfica de los Estados Unidos me pidió hace un año una novela para convertirla en "film", recomendándome que fuese muy "interesante" y se despegase por completo de los convencionalismos y rutinas que hasta ahora vienen observándose en las historias presentadas por medio del cinematógrafo.
Yo admiro el arte cinematográfico -llamado con razón el "séptimo arte"-, por ser un producto legítimo y noble de nuestra época. Como todo progreso, ha encontrado numerosos enemigos, que fingen despreciarlo; especialmente entre los escritores faltos de las condiciones necesarias para servir a este arte, aunque lo deseasen. La llamada República de las Letras es un estado conservador y misógino, que se subleva instintivamente ante toda novedad y la repele con sarcasmos que cree aristocráticos.
Cuando se inventó la imprenta, una gran parte de los literatos de entonces también la consideraron como algo populachero y ordinario, que nunca podría gustar a los espíritus escogidos. Fue preciso el transcurso de algunas decenas de años para que todos se convenciesen de que el libro impreso, aunque menos hermoso que el códice escrito a mano y con letras capitulares artísticamente iluminadas, servía mejor a la difusión de las ideas y al mejoramiento intelectual de la humanidad.
Dentro de un siglo las gentes se asombrarán tal vez al enterarse de que hubo escritores que presenciaron el nacimiento de la cinematografía y no hicieron caso de ella, apreciándola como una diversión pueril y frívola, buena únicamente para el vulgo ignorante.
Conozco todas las objeciones contra el cinematógrafo y su creciente difusión. Son las mismas que todavía a estas horas formulan algunas devotas, en el fondo de las provincias, contra la novela y contra el teatro, creyéndolos la perdición de la humanidad y la causa de todas las inmoralidades existentes.
Si la cinematografía no hubiese de dar en el curso de su desarrollo otras cosas que el sainete grotesco e inverosímil que hace reír con payasadas de "clown", o las historias de ladrones y detectives, yo abominaría de ella, como lo hacen muchos. Pero el nuevo arte está todavía en los primeros vagidos de su infancia; no tiene más allá de veinticinco años de existencia -que equivalen a veinticinco minutos en la historia de un invento útil-, y nadie sabe hasta donde pueden llegar el desarrollo de su juventud y el esplendor de su madurez.
También la novela dio en distintos periodos de su vida una fluoración de libros que tuvieron por héroes a bandidos "simpáticos" o tenebrosos y a policías "providenciales", y a nadie se le ocurre decretar por ello la supresión de dicho género literario. Al lado de la novela psicológica y de observación directa existirá siempre la novela de folletín. Y lo mismo puede decirse del teatro. Juntos con el drama y la comedia, atraerán siempre a una gran parte del público el melodrama espeluznante o la farsa grotesca.
La cinematografía no iba a librarse de esta división impuesta por los dos gustos diversos y antitéticos que se reparten la gran masa del público. Como ocurre en la infancia de todo arte, el primer producto del cinematógrafo ha sido el melodrama terrorífico y la farsa que hace reír hasta desquijararse, géneros que con más rapidez atraen a las multitudes. Pero ahora, después de dos docenas de años de existencia, los que nos preocupamos del desarrollo cinematográfico vamos viendo como se afina el gusto del público en las naciones más instruidas y como al lado de las historias para reír y las tragedias detectivescas surgen las primeras manifestaciones de la verdadera novela cinematográfica, con caracteres extraídos de la realidad, observaciones psicológicas y una fábula que mantiene despierto al mismo tiempo el interés del espectador.
Yo creo próximo el nacimiento de muchas novelas cinematográficas que serán al mismo tiempo grandes obras literarias. Pero estas novelas resultan de más difícil producción que una novela en forma de libro, ya que en ellas no es posible lo que en la jerigonza literaria llamamos el "relleno".

La cinematografía no es el teatro mudo, como creen muchos; es una novela expresada por medio de imágenes y frases cortas.
El teatro tiene convencionalismos de lugar y de tiempo, impuestos por los breves límites de un escenario, y de los cuales no puede librarse. En cambio, la acción de la novela no reconoce límites; es infinita, como la del cinematógrafo, y puede componerse de tres o cuatro historias diversas, que se desarrollan a la vez, y al final vienen a confundirse en una sola; puede tener por escenario los lugares mas diversos de nuestro planeta.
Una obra teatral llegará, cuando más, hasta siete actos y cambiará sus decoraciones quince o veinte veces: pero le es imposible ir más allá. Una novela, lo mismo que una historia cinematográfica, puede disponer de tantos escenarios como capítulos, tener por fondo los mas diversos paisajes y por actores verdaderas muchedumbres.
Repito que el "séptimo arte" es novela y no teatro, y tal vez por esto todas las obras teatrales célebres que fueron trasladadas al cinematógrafo pasaron inadvertidas, mientras las novelas famosas, al ser filmadas, obtuvieron grandes éxitos, agrandándose el interés de su fábula con la plasticidad de los personajes que el lector solo había podido imaginarse vagamente a través de las líneas impresas.
Hoy empieza a aumentar considerablemente en todas las naciones el número de los novelistas que nos preocupamos del arte cinematográfico.
La multiplicidad de los idiomas con que expresan los hombres su pensamiento representa para el artista literario un obstáculo que no conocen el pintor, el escultor, ni el músico. Es cierto que los traductores se encargan de salvar este obstáculo; pero por grande que sea su pericia y la conciencia con que realicen su trabajo, resulta siempre tan diversa la novela traducida de la novela original, y se pierden tantas cosas en el traslado de una a otra!...
En cambio, la expresión cinematográfica puede proporcionar a la novela la universalidad de un cuadro, de una estatua o de una sinfonía. Los rótulos del film y la necesidad de traducirlos representan poca cosa en esta clase de obras. Lo importante es la imagen vivida, la acción interpretada por seres humanos, valiéndose del gesto, que ignora el estrecho molde de las sílabas.
Gracias a este nuevo medio de expresión, el novelista que por su nacimiento pertenece a un país determinado puede tener por patria intelectual la tierra entera y ponerse en comunicación con los hombres de todos los colores y todas las lenguas, hasta con los que viven en los límites de un salvajismo recién abandonado. Por medio del "séptimo arte", un autor puede en la misma noche contar su historia imaginada a los públicos de Nueva York, Londres y París, a las muchedumbres cosmopolitas de los grandes puertos del Pacífico a los árabes que llegan a caballo al aduar del desierto donde funciona el modesto aparato del cinematografista errante, a los marineros que invernan en una isla del Océano Glacial y entretienen sus noches interminables con el relato mudo de las novelas luminosas.
Yo puedo decir que una de mis mayores satisfacciones literarias la tuve hace dos anos, estando en California, al conversar con un japonés que había viajado por toda Asia.
Este hombre me hablo de una de mis novelas, contándome su "argumento" del principio al desenlace para convencerme de que la conocía bien. No la había leído, por no estar traducida aun al idioma de su país, y pensaba comprar la versión inglesa.
Pero la había "visto" en un cinema de Pekín.


Además hay que hacer una confesión. La novela está en crisis actualmente en todas las naciones.
El siglo XIX fue el siglo de la música y de la novela. Resulta tan enorme la producción novelesca de los últimos cien años y tan diversas las actividades de sus novelistas, que autores y público viven ahora como desorientados.
Es casi imposible encontrar un camino virgen de huellas. Cuando el novelista cree seguir un sendero completamente inexplorado, se entera a los pocos pasos de que otros avanzaron por el mismo sitio antes que el. Todos los resortes de la maquinaria novelesca parecen flojos y mortecinos de tanto funcionar; todas las situaciones emocionantes, todos los caracteres salientes, todos los tipos de humanidad, están casi agotados. La originalidad novelesca va siendo cada vez más ilusoria. Por eso sin duda, muchos autores violentan la serena sencillez de su idioma, obligándole a producir una florescencia atormentada, de invernáculo, y hacen de ello su mayor mérito. Buscan ocultar de tal modo, bajo la frondosidad forzada del lenguaje, la anémica pobreza de la historia que cuentan.
Los novelistas se agitan infructuosamente en busca de novedad; el público exige igualmente novedad; pero la novela actual, cuando pretende en Francia y otros países ser verdaderamente nueva, no tiene nada de novela, y aburre al lector.... Y en esta crisis, que es universal, nadie columbra la solución.
Yo no afirmo que el cinematógrafo sea un remedio único y decisivo; reconozco además como indiscutible que la novela impresa será siempre superior a la novela expresada por el gesto, pues esta última no puede disponer con la misma amplitud que la otra de la sugestión inmaterial del "estilo"; pero creo que si los novelistas empiezan a intervenir directamente en el desarrollo del "séptimo arte", monopolizado hasta hace poco por personas sin competencia literaria, su esfuerzo servirá cuando menos para reanimar la novela, comunicándola una segunda juventud y haciendo más extensos sus dominios actuales.
Sin embargo, no a todos los países les es fácil adaptarse con éxito al nuevo medio de expresión literaria.
La cinematografía depende del desarrollo industrial de un país y de su riqueza.
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Mensaje por EURIDICE CANOVA Vie Dic 27, 2013 5:46 am

El libro también necesita sujetarse a la influencia de estos dos factores; pero un editor de novelas impresas puede establecerse en cualquier parte donde existan imprentas y almacenes de papel, y le bastan unos cuantos miles de pesetas para publicar sus primeros volúmenes.
Las casas editoriales de cinematografía necesitan capitales de millones y crear por su propia cuenta inmensos talleres. Además, les es indispensable tener a sus espaldas la grandeza de una de esas naciones que son primeras potencias industriales, para encontrar con facilidad energías eléctricas gigantescas, fábricas capaces de producir nuevas maquinarias: en una palabra, para disponer de poderosos aliados y servidores.
Por este motivo, el más enorme de los pueblos americanos es y será siempre el primer productor cinematográfico de la tierra. Francia, que invento la cinematografía, figura actualmente como una simple importadora de films facturados desde Nueva York.
El cinematógrafo ocupa en los Estados Unidos el quinto lugar entre los productos nacionales. Avanza a continuación del acero, el trigo y otros artículos indispensables para la vida.
Hay en aquella República veinticinco mil salas de cinematógrafo, algunas de ellas con lugar para más de seis mil espectadores.
En los miles de ciudades donde viven agrupados sus ciento veinte millones de habitantes, los teatros se mantienen en una situación estacionaria, mientras los cinemas son cada vez más numerosos.
De una obra cinematográfica americana que obtiene éxito en el mundo entero llegan a venderse por término medio doscientas copias. Es lo que se llama, en lenguaje de librería, "una mediana tirada". De estas copias Francia compra tres o cuatro para "pasarlas" en sus diversos cinemas; España tres; Italia tres o dos, etc. La Gran Bretaña, que es la mayor compradora de Europa, adquiere once o quince para la metrópoli y sus colonias.
En total: de las doscientas copias, los Estados Unidos consumen ellos solos ciento veinte, y las ochenta restantes son para los demás pueblos de la tierra. Así se comprende que los cinematografistas americanos, sin salir de su país, puedan cubrir todos sus gastos, que son inauditos, y realizar ganancias. El producto del resto del mundo es para ellos a modo de una propina.
Después de saber esto, reconocerá el lector que el cinematógrafo solo puede ser americano, y que la suprema aspiración de todo novelista que desee triunfos en el "séptimo arte" consiste en abrirse paso allá... si es que puede, pues la empresa no resulta fácil.


Pero volvamos a la explicación del origen de este libro.
Como mi novela "Los cuatro jinetes del Apocalipsis" ha sido convertida en "film", -más extenso y costoso de todos los que se conocen hasta el presente, y el cual obtiene en los Estados Unidos un éxito que durara años-, recibí de Nueva York, como ya he dicho, el encargo de escribir un relato novelesco que pudiera servir para una obra cinematográfica de "interés y novedad".
Así produje EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Esta historia fantástica, que se despega por completo de mis novelas anteriores, no ha nacido verdaderamente ahora, pues data de los tiempos de mi infancia.
Desde que leí, siendo niño, Los viajes de Gulliver, el recuerdo de Liliput y sus pequeños habitantes se fijó para siempre en mi memoria. Muchas veces me pregunté, en aquellos años ya remotos: "¿Que habrá ocurrido en Liliput después que se marchó el héroe de Swift?..." Y me entretenía imaginando a mi modo los diversos episodios de la historia contemporánea de los pigmeos.
Ahora, en la madurez de mi vida, he intentado otra vez rehacer la historia moderna de Liliput, pero como puede realizarlo la fantasía de un hombre, menos optimista y generosa que la de un niño.
Esto de imaginarse una humanidad mas pequeña que la nuestra, con nuestros mismos defectos y preocupaciones, como si fuese contemplada a través de un microscopio, es algo que halaga la vanidad de los hombres, y por lo mismo resulta tan antiguo como su existencia.
Swift, el humorístico deán irlandés, fue el creador de Gulliver y del reino de Liliput; pero cien años antes, Rabelais, que indudablemente le sirvió de modelo, había descrito con no menor humor las costumbres de enanos y gigantes.
Tengo la certeza de que en todas las literaturas antiguas fueron muchos los relatos sobre países de pigmeos y países de colosos. ¿Qué pueblo no contó historias de gnomos minúsculos, de vida misteriosa, y gigantes que para contemplar a uno de nuestra especie necesitan colocarlo sobre la palma de una mano?... Voltaire se inspiró en Swift para crear su "Micromegas", y sería muy largo el relato de todos los novelistas y cuentistas que imitaron mas o menos directamente este género de fantasías.
Yo escribí la presente novela creyendo que únicamente iba a servir para la producción de una cinta cinematográfica, y jamás aparecería en forma de libro. En realidad, la casa editorial de Nueva York no me pidió una novela, sino lo que llaman en lenguaje cinematográfico un "escenario", un relato escueto y de pura acción, para que sirva de guía al director de escena, a los encargados de las tramoyas y a los actores que interpretan los personajes.
Pero excitado por la novedad del trabajo y a impulsos también de mis hábitos de novelista, empecé a escribir y a escribir, sin darme cuenta de que en vez de un "escenario" producía una novela, y en veintiuna tardes terminé EL PARAÍSO DE LAS MUJERES.
Nunca he trabajado tan aprisa y con tanto fervor. Creo que si me pusiera ahora a hacer una copia del presente libro emplearía más tiempo.
Repito que jamás pensé que mi novela cinematográfica pudiera convertirse en volumen impreso; y mi sorpresa fue grande al ver que el "escenario" era un libro al que algunos pretendían encontrar cierta intención filosófica y política. Hasta en los Estados Unidos--país donde las mujeres ejercen una enorme y legítima influencia--creen algunos, equivocadamente, que mi novela es a modo de una sátira del feminismo norteamericano.
Como EL PARAISO DE LAS MUJERES ha sido traducida ya a varios idiomas, me decido a publicarla igualmente en español, aunque no pensase en ello cuando la escribí.
Será una obra más dentro del marco de la novela española, la cual desde hace algunos años no peca ciertamente por exceso de variedad. Los más de los novelistas marchan en fila india, uno tras otro, y solo de tarde en tarde se les ocurre saltar un poco fuera del sendero. Mientras tanto, en los otros países la novela procura renovarse y los autores cambian con frecuencia su manera de ver la vida y de expresar sus impresiones, para que no los "encasille" el público, adivinando de antemano lo que pueden decir. Además, la novela es un género de variedad infinita, y allí donde todos los novelistas describen lo mismo, con un lenguaje semejante, la novela corre peligro de muerte.
Tal vez el presente libro sea considerado por muchos como una "equivocación" al compararlo con mis anteriores obras; pero yo prefiero equivocarme yendo en busca de novedad, a conseguir aciertos fáciles, que muchas veces no son más que simples repeticiones de triunfos anteriores. De todos modos, me anima la esperanza de que este relato ligero tal vez resulte mas entretenido para el lector que muchas novelas de moda reciente, en las que se emplean trescientas páginas solo para preparar el encuentro a puerta cerrada de dos personas de distinto sexo, llegando así a la escena "culminante" de la obra, que es simplemente una escena de "libro verde", escrita con las precauciones necesarias para bordear el Código y que el volumen pueda exponerse sin peligro en los escaparates de las librerías.
Del film que dio origen a esta novela diré que aun está por nacer. Según parece, fui amontonando en él tales dificultades de ejecución, que los ingenieros norteamericanos que inventan nuevas "magias" para esta clase de obras todavía están haciendo estudios y no han podido encontrar el modo de que aparezcan en el lienzo luminoso, a un mismo tiempo y sin trampa visible, la enormidad del Gentleman-Montaña y la bulliciosa pequeñez de las muchedumbres que pueblan la Ciudad-Paraíso de las Mujeres.

VICENTE BLASCO IBÁÑEZ


FIN
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